El cubo de Rubik

Mercedes Ávila

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Más bien es un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher.
Entonces si bien podemos establecer el punto de ingreso al laberinto, y también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.
La pregunta que insiste es la de por qué alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista, una vez atravesado el recorrido, en el cual se observa claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea citaba Lacan, parafraseando a Santo Tomás, separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, o ¿por qué no elegirlo? Porque una vez dentro de un verdadero psicoanálisis no se puede hacer otra cosa más que rondar ese discurso.
En ese punto se entiende la frase de Lacan que del psicoanálisis no se espera más que un psicoanalista, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del psicoanalista que uno mismo será.

El deseo del analista es impuro, encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar.
Nace a partir de cualquier cosa, y en este caso a partir de una pregunta aparentemente inocente: ¿cómo funciona?
Esa pregunta determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer cosas, saber sobre ellas: tiene que haber algo más. El “cómo funciona” se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos, a todo.

Dos escenas infantiles lo muestran con claridad.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una de clase órgano, dejo las partituras sobre una mesa. Mi madre las toma y lee, canta en voz alta la canción allí escrita. La canción es Moritat. Sorpresa y admiración porque ha ocurrido algo imposible. ¿Cómo es posible que el sonido coincida con notas en el papel?
A esto se añade otra sorpresa: No todo es mentira. Mi madre hablaba mucho de las cosas que había hecho, y entre esas cosas estaba estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante esas afirmaciones, se conmovió. La línea verdad-mentira se atenuó.

2) Hay una mesa en la casa familiar en la que hay un plano desplegado. Es un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surge la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué?

La pregunta no desaparece nunca. No alcanza la explicación científica, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.

En algún momento, la pregunta se detiene sobre el cubo de Rubik y una obsesión por resolverlo, pero no sólo resolverlo sino entender cómo funciona todo el mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.

El análisis quedó estancado, a lo largo de muchos años, por esta pregunta que lo mueve todo y que ahora invadió al psicoanálisis mismo: ¿Cómo funciona el psicoanálisis? ¿Cómo funciona el final de análisis? ¿Hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Hay un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina todo, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender todo; si se toma un libro, se mira primero cuántas páginas tiene y se lee el final, si se ve una película se saltan partes.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar.
Paralelamente las instituciones psicoanalíticas ofrecieron una carrera universitaria absoluta, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se prestó como SAMCDA.
La salida de dichas instituciones y la creación de un espacio propio abrieron otras posibilidades.
Finalmente desapareció la preocupación y la obsesión por el final, se liberó algo. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, elegir. Ya no hay prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido es parte del viaje.

En el momento en el que se olvida el final, se termina el análisis. Se pueden ver las piezas del cubo con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra. Las carillas de colores. Pero, de repente, no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse.

La pregunta persiste, ¿cómo funciona? Las cosas funcionan, y a veces no. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace.

La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta, el orden y el desorden.
El fantasma se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro o puede llevarlo en el bolsillo.
Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa.


Escher Relatividad 1953
M. C. Escher – Relatividad, 1953

Un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración

Clase 9*

Sebastián A. Digirónimo

Arrancamos al principio del año con la pregunta fundamental, la que nunca debería agotarse: “¿qué es un psicoanálisis?”. Rápidamente encontramos la necesidad de una herramienta sin la cual se puede decir mucho pero luego, en acto, no se suele sostener eso que se dijo, porque la pendiente natural por la cual nos deslizamos los seres hablantes es la del no-querer-saber. Esa herramienta imprescindible la llamamos, con Stevenson, talento para la lectura, y es la capacidad de poner en duda todo el tiempo nuestros propios prejuicios y, por lo tanto, jamás negar su existencia creyéndonos libres de ellos. Eso nos permite soportar todo el tiempo, en acto, que el saber estará necesariamente agujereado. De esa forma, rápidamente, la pregunta sobre qué es un psicoanálisis se convierte en qué es un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. La lectura verdadera, análogamente, si existe el talento para la lectura, es la capacidad de llevar un texto hasta sus últimas consecuencias lógicas, es hacerle decir al texto lo que ya decía, pero tensionándolo hasta el extremo lógico. Al empujar las cosas hasta allí a través de la herramienta adecuada, no nos queda más que recorrer todo el camino de un psicoanálisis, desde la entrada en él, con lo que hay antes de la entrada misma, hasta la salida dada por el final y no por una interrupción sin final (cosa que es una posibilidad todo el tiempo), con lo que hay, además, después de esa salida.

En ese camino, lo que nos sale al paso todo el tiempo, son los prejuicios que arrastramos. Los tenemos para todo, y la gran mayoría de ellos son prejuicios que toman su fuerza de la neurosis misma. Ahora tenemos que abordar el punto de ese camino en el cual más prejuicios neuróticos nos acechan, y eso porque es mucho más cómodo quedarse con la neurosis, y desde allí postular esto o lo otro, que empujar las cosas hasta las últimas consecuencias. Es que se trata del punto más cercano a lo impensable, el punto más cercano a lo imposible lógico y el punto que implica abstenernos de la satisfacción peor para nosotros mismos, y espontáneamente no es lo que queremos. Ese punto es el final de un psicoanálisis, es decir, un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas.

Y tenemos que ser bastante precisos en el recorrido de ese camino, porque si empezamos a caminar arrastrando los prejuicios neuróticos que están enganchados a lo pensable, vamos a empezar a desbarrar rápidamente, rebotando entre la erudición sin alma y la tontería pedantesca. Y para precisar ese camino es imprescindible partir disipando dos prejuicios que jamás se ponen en duda, sobre todo uno de ellos, el fundamental. Basta revisar todo lo que se ha dicho hasta hoy sobre el final de un psicoanálisis para descubrir que esos prejuicios, más allá del grado de conceptualización que esgrimiera quien hablara, quedan siempre intactos. Y mucho peor que solamente intactos, quedan enteramente inadvertidos.

Postulemos, antes de atacar esos prejuicios, un axioma, el que está en el título de hoy: un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración.

Es desde ese punto que podemos echar luz sobre esos dos prejuicios fundamentales que, unidos, impiden todo movimiento firme en cuanto al final de un psicoanálisis. El prejuicio fundamental es un prejuicio de “sentido común neurótico”. El otro es un prejuicio de iniciados y un prejuicio institucional que viene a responder a una imposibilidad. El que más nos importa es el primero de ellos, que es el prejuicio intacto, inadvertido, directamente invisible, y es el que impide todo paso firme. Es un prejuicio que implica un error lógico.

Mencionemos de entrada el segundo, que está montado sobre el más importante, que es el primero. Ese segundo prejuicio, de iniciados e institucional, es confundir el final de un psicoanálisis con el dispositivo del pase. Hay que separarlos: una cosa es el final de un psicoanálisis y otra cosa es el dispositivo institucional del pase. Pero, sin captar el prejuicio invisible sobre el cual se monta ese otro, al separarlos lo único que se logra es reproducir el prejuicio inicial, y de nada sirve entonces el movimiento. La mayoría de los que piensan sobre esto suelen hacer ese movimiento o, mejor dicho, creen hacerlo, pero como arrastran el otro prejuicio invisible e inadvertido, en realidad no lo hacen. Basta observar el capítulo trece del curso de Miller titulado Sutilezas analíticas. Ese capítulo se titula “Se terminó, entonces, el pase”. Ya en otro momento respondimos con un pequeño artículo que se titulaba “El pase, entonces, se terminó”. Pero en ese momento no poníamos el acento en el prejuicio que impide pensar que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es la demostración de que un psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Ahora es tiempo de poner los reflectores sobre ese prejuicio invisible. Lo acabamos de mencionar, está en el título de aquel capítulo trece del curso de Miller. El prejuicio de “sentido común neurótico” es lo contrario al axioma que está en nuestro título, es decir, creer que primero está el final de un psicoanálisis y solamente después su demostración a través del dispositivo que fuere.

Ese prejuicio hay que procurar darlo vuelta enteramente. Entonces, primero la demostración de que un psicoanálisis fue llevado hasta sus últimas consecuencias y luego sí ese mismo psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Parece una nadería y es muchísimo, es todo, es hacer posible el final mismo de un psicoanálisis.

Hay que entender que esto, planteado así, es muy difícil pensarlo, porque lo que se piensa espontáneamente es lo contrario. Un esfuerzo de lectura verdadera, la construcción del talento para la lectura, implica un esfuerzo por pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente. Unamuno lo hacía y los demás, malos lectores, le reprochaban su “gusto por las paradojas” que hacía, a juicio de esos malos lectores, inentendible lo que escribía. Léase a Unamuno con un poquito de talento y se verá que la única característica que no tiene su escritura es la de ser inentendible en el sentido que lo decían esos detractores poco lúcidos. Este pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente tiene que ver con el saber leer empujando la lógica de un texto hasta sus últimas consecuencias. Cuando Harold Bloom, parafraseando a Nuttall, señala que el lenguaje de Shakespeare nunca se propone representar meramente la realidad, sino que llega al punto de inventar la “naturaleza” humana, diciendo que ese lenguaje “nos permite ver en un carácter humano muchas cosas que estaban ya allí pero nunca podríamos haber visto si no hubiéramos leído a Shakespeare”, está diciendo eso mismo. El problema es que no basta leer a Shakespeare en el sentido de pasar los ojos por las páginas impresas y tampoco basta haber visto una de sus obras representada en el teatro con el filtro del director contemporáneo que fuera. Leer a Shakespeare es construir el talento para la lectura que nos permite leer a Shakespeare en serio. Y Shakespeare es también cualquier otro poeta de primera, segunda, tercera o última línea. Se trata de leer en contra de los prejuicios propios que están allí indefectiblemente. Pero para eso hay que atreverse a algo difícil.

Hay que atreverse a algo difícil también para entender cómo, si no vamos más allá del prejuicio neurótico que nos hace creer que primero está un psicoanálisis llevado hasta el final y solamente luego su demostración, el resultado es que ese final no puede alcanzarse.

Y siempre hay que darle una vuelta de tuerca más, porque necesariamente nos vamos a quedar cortos, como lo demostrábamos en la clase anterior mencionando aquellos ejemplos ajenos que son enteramente útiles para todos, porque ese quedarse cortos de ellos también es nuestro. El problema de ellos es justamente que se olvidan de que ese quedarse cortos es imposible de vencer. Anotemos de pasada otro ejemplo de ello. En otro libro, que no está mal, aparece una definición de un psicoanálisis que está bien, pero que se queda corta. Por eso no tenemos que darnos nunca por satisfechos con las definiciones que encontramos y debemos llevarlas hasta sus últimas consecuencias lógicas, preguntándonos todo el tiempo lo que se preguntaba Lacan: “¿me ajusto lo suficiente al discurso psicoanalítico?”. La respuesta es siempre no, porque necesariamente el acto psicoanalítico siempre nos va a superar, pero eso debería llevarnos a no dormirnos nunca en los laureles, cosa que ocurre también necesariamente, como lo demostraban en el otro libro que comentamos en la clase anterior. En este otro libro que ahora comentamos ínfimamente, que está bien, se dice lo siguiente de un psicoanálisis: “es una práctica en la que se aprende a leer”. Y si la miramos superficialmente, la definición es correcta, no está mal, pero si la miramos mejor, es una definición que nos abre la puerta a lo que más nos gusta, es decir, dormirnos en los laureles. Sí, podrá ser el psicoanálisis una práctica en la cual se aprende a leer, pero mucho más es una práctica que depende de que se aprenda a leer. Aprender a leer no va de suyo, no viene incluido en un psicoanálisis, menos viene adosado a un dispositivo que funcionaría solo, sin el consentimiento de alguien que quiere aprender a leer, que se atreve a construir ese talento para la lectura que podría llegar a desprenderse de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso es necesario lo que hemos llamado coraje de la experiencia. Y también es necesario saber que es necesario el coraje de la experiencia. Y solamente desde allí descubriremos que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración. No hay un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y luego su demostración. Lo que hay es un psicoanálisis que sólo en la demostración de que ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias puede ser llevado hasta sus últimas consecuencias.

Al hacer este movimiento, al ver e intentar desechar el prejuicio neurótico que espontáneamente se arrastra en la idea de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, se abrirá la puerta a otra cosa, que debe pensarse de nuevo, encontrando también en ello un cúmulo de prejuicios neuróticos que están allí inadvertidos porque espontáneamente jamás se ponen en duda.

Es claro que, institucionalmente, es necesario un dispositivo que permitiera revelar esa demostración de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Lo más cercano a ello que hoy existe es el pase. El pase se funda en una imposibilidad que vale la pena: hacer pasar lo más singular del Uno al Otro. El problema es que siempre se ha pensado sin ponerse a pensar en los prejuicios neuróticos que se arrastran espontáneamente cuando la neurosis (y el lego al cual Freud solía interrogar) piensan en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Hay un punto clave que no se observa. Al no ver el prejuicio neurótico que piensa primero un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y solamente luego su demostración, tampoco se ve un prejuicio análogo que tiene relación con el aspecto institucional que se pone en juego en esa imposibilidad que implica hacer pasar algo de lo más singular del Uno al Otro.

Hay que inventar un dispositivo, aprovechando el que ya hay, lo suficientemente flexible para que, al mismo tiempo, parte de él fuera una invención singular relacionada con la demostración que está en juego. En síntesis, parte del dispositivo no debería ser institucional sino desprenderse de lo singular de ese psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias que está en juego. Mientras esto no suceda, el pase fallará de la mala manera, aunque, de tanto en tanto, ocurriera esa imposibilidad y algo de lo más singular de este Uno o aquél, pasara al Otro. Cuando ocurre, no se debe al pase como está planteado hoy, se debe mucho más al coraje de la experiencia en la forma singular que toma en ese pasante que se atreve al pase más allá del pase. Debemos empezar a llamarlo así: el pase más allá del pase, y entender que se desprende de un esfuerzo de invención singular que nunca será para todos.

Es claro que sería más cómodo que dependiera todo de un dispositivo universal, pero ello nunca ocurre en el psicoanálisis, aunque los seres hablantes que rondan al psicoanálisis hicieran fuerza, todo el tiempo, por buscar el alivio del universal. Afortunadamente hay, aquí y allí y a veces por el psicoanálisis mismo, el insondable coraje de la experiencia que depende enteramente de cada cual y de su lucha contra el no-querer-saber que siempre triunfará.

Si se lograra desentrañar este prejuicio, si se hiciera un esfuerzo por ponerlo delante de los ojos de los que pretenden llevar un psicoanálisis hasta el final, muchas veces sin haber interrogado nunca esa pretensión, como si hubiera un camino demarcado de antemano que “hay que seguir”, se podría luchar un poco mejor contra ese prejuicio gregario encarnado con total claridad en aquel practicante que dijo alguna vez “pertenecer a la Escuela te cambia la vida”. ¡Qué sordera para con los detalles! Sí hay algo que cambia la vida, pero nada tiene que ver con pertenecer. Ni a la Escuela ni a nada.

Si empezamos a luchar contra el invisible prejuicio que postula que primero se llega al final de un psicoanálisis y luego se lo demuestra, se podrá luchar contra ese otro prejuicio que considera que es en la pertenencia que está lo que cambia la vida. Y, bien situadas las cosas, la Escuela y la Causa psicoanalítica son lo mismo, pero no están en ningún lugar material, se desprenden de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y se lleva con uno donde fuere. La soledad bien situada hace lazo con otras soledades sin pertenencia ninguna, sin encarnación oficial ni materialidad institucional, pero hay un prejuicio fundamental a vencer para poder subvertir radicalmente lo que se piensa sin más.

Y entonces atrevámonos a luchar contra nuestros propios prejuicios, para que se pudiera decir, al final de un psicoanálisis, que es el nuestro, con total seriedad, es decir con humor, pero sin sarcasmo ni ironía, lo que grabó Shakespeare en la primera escena del acto quinto de Trabajos de amor perdidos: they have been at a great feast of languages, and stolen the scraps. Con esas sobras robadas, que serán siempre sobras y serán siempre robadas, podemos inventar una nueva relación con el goce que es, nada más y nada menos, que una vida mucho más vivible, y al que le pareciera poco que siga intentando poseer el oro y la pertenencia (ni sobras, ni robadas, según su idea) y así le irá.


*Clase 9 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

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Ivan Aivasovzky – La novena ola

Del síntoma

Clase 6*

Sebastián A. Digirónimo

En busca de la sistematización del coraje de la experiencia y enlazando esto con lo que dijimos en la clase anterior, nos tenemos que hacer cargo de los prejuicios que inevitablemente arrastramos sobre un concepto complejo, de naturaleza heterogénea. Preguntamos, entonces, ¿qué es el síntoma en un psicoanálisis?
Echemos una mirada al horizonte para empezar a precisar las cosas por el final. ¿Qué debería hacer el recorrido de un psicoanálisis con el síntoma? Y la respuesta, solidaria con todo lo que dijimos la vez pasada, es que debería volverlo cada vez más real, que quiere decir cada vez mejor situado con respecto a la no relación sexual.
Hagamos un simple gráfico y volvamos a la base:

Síntoma salvaje

                                         ↓    (Transferencia-Entrada)

Síntoma bajo transferencia

              ↓    (Salida)

Síntoma real

Aquí, al contrario que en el gráfico de la clase anterior, análogo a este, no dibujamos el vector de vuelta al síntoma salvaje, solidario con la pendiente del no-querer-saber, por la que se desliza el ser hablante. Después vamos a ver por qué no lo dibujamos.
Recordemos las dos discontinuidades del ser hablante y las tres dimensiones de la sexualidad humana. Es por esto que dijimos antes que el síntoma es complejo y de naturaleza heterogénea. Si lo tomamos bajo la luz que implica el movimiento de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, vamos a descubrir enseguida que el síntoma tiene dos caras amalgamadas y que se relacionan con dos satisfacciones distintas: una cara charlatana, que con gusto se dirige al Otro aunque no extrae de esta dirección su satisfacción sino del mero charlar, y una cara muda, opaca, autista. Esta doble cara se relaciona, como acabamos de decir, con dos goces, dos satisfacciones. Lo que importa es, sobre todo, cómo las ponemos a trabajar en un psicoanálisis, buscando llevar el mismo hasta sus últimas consecuencias.
Pero empecemos de nuevo. ¿Qué es el síntoma? Es lo que no marcha. Sí, pero no en cualquier lado. Es lo que no marcha en la relación sexual que no hay. Porque el síntoma es una suplencia, una suplencia de la relación sexual que no hay. Pero, espontáneamente, está ligada al no-querer-saber, y eso la hace una suplencia necesariamente fallida. Un psicoanálisis produce un cambio de síntoma en este punto, pues desenlaza la suplencia del no-querer-saber.
A veces los practicantes dicen: “no encuentro lo que no marcha en este paciente”. Eso ocurre porque buscan mal, buscan lo que no marcha a secas, guiados por prejuicios, propios o sociales, y hasta esperan, cándidamente, que el mismo paciente supiera sin vacilaciones qué es lo que no marcha en su vida. No encuentran lo que está ahí a la luz del día, sin embargo, porque, situado bien, el síntoma es inevitable y si hay ser hablante hay síntoma. Al estar mal situado “lo que no marcha” queda mal situado también la idea del aspecto terapéutico del psicoanálisis, también leído desde los prejuicios, propios o sociales. Un psicoanálisis es, como dijimos, un cambio de síntoma, cambio propiciado por el hacerse cargo de la existencia de la no relación sexual. Ese hacerse cargo desliga el síntoma del no-querer-saber y lo cambia de signo. Y es un cambio que beneficia al sujeto, porque genera una nueva satisfacción mejor que la espontánea, que es la peor, una relación mejor con el agujero real, con la no relación sexual. Por lo tanto un síntoma más estable, también.
Se desprende de aquí también una nueva relación con la idea vulgar de cura, porque desde allí el sujeto se hace cargo de lo incurable de la no relación sexual. La clave, el signo, lo aporta la relación con el no-querer-saber, por eso la importancia del coraje de la experiencia.
Anotemos, además, lo siguiente: que este síntoma sea más estable y mejor para el sujeto no quiere decir que sea lo esperable para el entorno. Tampoco quiere decir que el síntoma de salida, más estable y mejor para el sujeto, lo convierta a éste en un problema para los demás. Aquí hay una sutileza que ya trataremos en otro momento porque muchos usan este aspecto para no hacerse cargo de lo propio, volviendo a la teoría psicoanalítica en una justificación de las propias bajezas y convirtiéndolo, entonces, en acto, en un antipsicoanálisis hecho y derecho.
Ahora bien, desligar al síntoma del no-querer-saber es el camino del síntoma en un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Esto implica su transformación, el volverse éste cada vez más real. Es por esto que Lacan, en contra de lo que Freud decía de la pulsión, que es nuestra mitología, decía que el síntoma es real. Es tan real que hasta el síntoma salvaje nos muestra el camino de lo que debería lograr un psicoanálisis, porque el síntoma salvaje, en su amalgama, logra tocar lo real por lo simbólico, sólo que el signo le está dado por el no-querer-saber sobre lo real mismo, y eso lo vuelve la satisfacción peor para el sujeto.
En este mismo punto Lacan podría haber dicho también que la no relación sexual es real, pero se les volvería menos palpable en la clínica a los practicantes. Pero esto de la palpabilidad genera un problema, porque el síntoma, al ser un concepto más palpable, es también más comprensible, y al ser hablante, que se desliza con gusto por la pendiente del no-querer-saber, le encanta comprender. Nuestro trabajo es, entonces, no comprender demasiado rápido qué es el síntoma.
Rápidamente recordaremos que el síntoma es una de las formaciones que Lacan llamó del inconsciente. Sí, pero, ¿qué es el inconsciente? Por eso es importante precisar qué quiere decir inconsciente real, concepto que mencionamos en la clase anterior. Así como un psicoanálisis vuelve más real al inconsciente a través de la transferencia, lo mismo ocurre con el síntoma, formación del inconsciente.
En nuestro gráfico, ¿qué hay a la salida de un psicoanálisis? Ese síntoma real es lo que Lacan llama sinthome, el cambio sintomático que se desprende de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Allí podemos situar un síntoma, un nombre y un padre. Estas tres cosas cambian con un psicoanálisis porque nos adueñamos de ellas. Hay allí también lo femenino, la posibilidad de soportar mejor lo femenino. En este punto el psicoanálisis orientado puede responder a una pregunta que se han hecho los eruditos sin saber qué hacer con ella. Han inventado respuestas ciertamente, pero todas ellas se muestran vacilantes y poco rigurosas si se las miran con cuidado. Pueden ir a buscar vestigios de esto que voy a decir en tres libros que los van a remitir a muchos libros más. No quiere decir esto que es fundamental que lo hicieran para entender lo que nos convoca, pero si quieren pueden ir a ver. Son dos libros de Alfonso Reyes, Religión griega y Mitología griega, y un libro de Walter Otto titulado Los dioses de Grecia. Nos centramos en la figura de Atenea y una pregunta que a los eruditos se les vuelve insoportable rompecabezas. Tenemos que entender que tanto el artista como el cúmulo de generaciones en el mito, señalan y anticipan, pero no saben explicar por qué, y respetar al arte y al artista implica no rebajarlo a psicopatología en un extremo, ni venerarlo como explicación exhaustiva en el otro extremo, dos cosas que suelen ir juntas, aunque parecieran contradictorias.
Atenea, entonces. Subrayemos sus características fundamentales para llegar luego a la pregunta con la cual no saben qué hacer los eruditos. La primera característica para subrayar es que a Atenea no le agrada la acometida ciega y a los golpes del guerrero sino la prudencia y la dignidad. En un episodio de la Ilíada Aquiles, ofendido por Agamenón, ya estaba a punto de responderle con la espada, pero de repente se detiene y piensa un momento si le conviene atacarlo con ira o dominarse a sí mismo, entonces siente que lo tocan por detrás y, al girar su cabeza, su mirada se encuentra con los ojos de Atenea. Episodios así hay en varias obras. Otra característica fundamental es que ninguna madre la engendró, tiene solamente padre pues salió de la cabeza de Zeus. Esquilo se lo hace decir con todas las letras: “no hay ninguna madre que me parió. […] Mi corazón pertenece a lo masculino en todas las cosas, menos en la unión matrimonial, y me conservo sólo para el padre”. Acá es donde tanto artistas como eruditos trastabillan y todo porque se les mezclan las tres dimensiones de la sexualidad humana que mencionamos en la clase anterior. Si no fuera así, allí donde Esquilo le hace decir masculino, Atenea diría femenino, pero el sentido común no entendería del todo. El artista anticipa, pero no todo y algo se le puede escapar todo el tiempo, porque anticipa sin saberlo, y creer lo contrario es negar lo inconsciente.
Sin embargo, algo entiende el mito, y es allí donde los eruditos sitúan mal la pregunta y se encuentran en un callejón sin salida. Esa pregunta está escrita con todas las letras por Otto en su libro, después de leer lo que Esquilo y otros le hacen decir a Atenea, Otto escribe: “A pesar de todo esto es de sexo femenino. ¿Cómo explicarlo?”.
Para explicarlo, como dijimos, hay que sacar del medio el término masculino que agrega Esquilo y entender que todas las características mencionadas en las obras remiten a lo que se encuentra al volverse el síntoma real. Ese empuje a la prudencia y la dignidad no es un empuje a la razón en contra de la pasión, como se lo leyó, sino un empuje a no pincharse ya con el propio estilo que es lo que le ocurre espontáneamente al ser hablante. El cambio de síntoma, que es cambio de la satisfacción peor para nosotros por otra menos peor es lo que nos hace devolver la espada a la vaina. Síntoma, nombre y padre, más lo femenino, bien situados. Atenea tenía que ser de sexo femenino, aunque no supieran las generaciones por qué, ni aunque lo femenino tuviera que ver con el sexo femenino ni anatómico ni relacionado con el cuerpo sexuado si dejan de confundirse las dimensiones de la sexualidad humana. Y hay más, como señala bien Otto: “lo femenino no le pertenece ni como amante ni como madre, ni como bailarina ni como amazona”, se desprende de otra dimensión y tenemos también la característica fundamental de sus ojos, en el adjetivo estereotipado Glaucopis, “la de ojos claros” que no horrorizan jamás. Nunca Gorgopis, siempre Glaucopis. Alejada del horror a lo femenino.
Toda esta vuelta que dimos no está allí, sin embargo, para responder a la pregunta que atraganta a los eruditos, aunque acá hay mil datos para aprovechar, sino para pensar un poco qué pasa con el síntoma en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y, a parte de ello, poder entender qué es el síntoma mismo. Los que recién empiezan, y no solamente ellos, cuando intentan presentar un caso clínico, tratan de orientarse siempre, de entrada, de la misma manera y se preguntan acerca de qué se queja el paciente. Los que supuestamente les enseñan el camino a los que recién empiezan suelen preguntarles así: “¿cuál es el motivo de consulta?”. Esa pregunta tiene como fundamentos algunos prejuicios que tenemos que erradicar. El resultado de esos prejuicios, que ya vamos a mencionar, es que rápidamente se solapan las cosas y creen haber atrapado el síntoma en la queja o, en el mejor de los casos, en la rectificación de la queja. Algunos creen que basta preguntar cómo participa uno en aquello de lo cual se queja para haber llevado las cosas lo suficientemente lejos. Otros, peor todavía, están esperando el momento justo para formular esa pregunta. Y acá se solapan el practicante y el analizante porque el practicante que espera el momento justo en su práctica es porque lo está esperando en su análisis que, por eso mismo, no empezó todavía.
¿Cuál es el prejuicio fundamental que hay en ese “cuál es el motivo de consulta”? Es el mismo que está en el creer que el paciente puede saber con claridad qué es lo que no marcha, y eso no es ni más ni menos que la negación sin más del inconsciente por horror ante el acto que nos sobrepasa. El que hace esa pregunta con candidez es claro que no sabe que se le está deslizando por detrás un prejuicio moderno, y para entender cuál es volvamos a la tragedia griega.
Para un practicante es importante leer la tragedia griega (y toda la literatura universal, por otra parte) porque ella implica una posición ética que le da el lugar correcto al ser hablante. La tragedia griega surgió en un momento histórico particular que le permitió situar en el buen lugar la naturaleza del ser hablante. No vamos a mencionar cuál es ese momento histórico, aunque tiene que ver con una transición entre lo antiguo y lo nuevo, “cuando se empezó a mirar el mito con ojo de ciudadano”, escribió algún helenista. No importa, lo que importa es el resultado. Y el resultado es el hacerse cargo del inconsciente incluso no llamándolo así. No es casual que Freud pudo encontrar en la tragedia de Sófocles sobre Edipo un buen ejemplo para pensar lo que le enseñaba la clínica. Dos cosas nos enseña, de hecho, la tragedia griega: no negar el inconsciente, que constituye una fortaleza del héroe trágico y no una debilidad, se trata de una fortaleza ética; y el hecho de que la certidumbre se desprende del acto, al revés de lo que espera el obsesivo.
Aprovechemos, para entenderlo, lo que escribe Vernant sobre la tragedia. Vernant, cuando habla de la tragedia, está bien, aunque cuando habla del psicoanálisis demuestra no haber entendido nada, al punto que escribe un artículo muy extenso titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega” que empieza declarando que “para el hombre de las sociedades contemporáneas de Occidente, la voluntad constituye una de las dimensiones esenciales de la persona”, y en todo el artículo no menciona ni una sola vez al psicoanálisis que contradice, desde su propio nacimiento, esa dimensión esencial para el capitalismo.
¿Por qué mencionamos esto de pasada? Porque es justamente ese lugar dado a la voluntad el prejuicio que se desliza, sin que se vea, en la pregunta por el motivo de consulta, y es la tragedia griega la que nos muestra otra cosa. Vernant, cuando no niega afectivamente un psicoanálisis que no sabe qué es, dice cosas que están bien y que, además, son más que cercanas con el psicoanálisis verdadero: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa”. Y es por esto por lo que le da el lugar correcto al ser hablante. “Toda tragedia juega, por tanto, necesariamente con dos planos”.
Este aceptar el hombre que no es dueño de sí mismo le permite una posición ética que le hace entender, además, que la certidumbre se desprende del acto y no al revés, cosa que lo obliga al coraje de jugársela.
“En la perspectiva trágica, obrar comporta por tanto un carácter doble: es, por un lado, tomar consejo en uno mismo, sopesar los pros y los contras, prever al máximo el orden de los medios y los fines; por otro, es contar con lo desconocido y lo incomprensible, entrar en el juego de las fuerzas sobrenaturales de las que no se sabe si al colaborar con nosotros preparan nuestro éxito o nuestra perdición. En el hombre más previsor, la acción más pensada conserva el carácter de una aventurada apelación lanzada hacia los dioses y que sólo por su respuesta se sabrá, la mayoría de las veces a expensas propias, lo que valía y lo que quería decir exactamente. Es al final del drama cuando los actos cobran su verdadera significación y cuando los agentes descubren, a través de lo que realmente han cumplido sin saberlo, su verdadero rostro. Mientras no esté todo consumado, los asuntos humanos siguen siendo enigmas tanto más oscuros cuanto más seguros se crean los actores de lo que hacen y de lo que son”.

Esto es la tragedia griega, y es lo que enseña un psicoanálisis.
Volvamos, ¿qué es el síntoma y cuál es su destino en un psicoanálisis? Es, primero, algo complejo y heterogéneo que no debe comprenderse. Es suplencia. Es charlatán y mudo. Es algo que cambia y se vuelve, si hay psicoanálisis, cada vez más real. Es, por lo tanto, el centro de un psicoanálisis a la salida de él y nunca a la entrada, y esta es una clave fundamental para precisar las cosas.

Pallas Athena, Rembrandt.
Pallas Athena, Rembrandt.


*Clase 6 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Algunas puntuaciones sobre la práctica psicoanalítica, los cambios tecnológicos y los prejuicios

Mercedes Ávila
Sebastián A. Digirónimo

El psicoanálisis es una práctica que necesita dos elementos indispensables para funcionar: un encuentro entre alguien dispuesto a hablar, atreviéndose a evitar la censura sobre la palabra dicha, y otro, en el lugar del psicoanalista, dispuesto a escuchar, absteniéndose activamente de su propia subjetividad inconsciente y de su goce.
Estos dos lugares son absolutamente necesarios e imposibles de sustituir. Parecen sencillos, pero no lo son. Boca y oído son necesarios, pero no garantizan que hubiera psicoanálisis. El psicoanálisis surge de la posición atrevida del analizante y del psicoanalista. Atrevida y firme.

Ahora bien, estos dos elementos básicos han encontrado la forma, por medio de la tecnología, de alcanzar distancias que parecían imposibles. Teléfonos, computadoras, cámaras de video, llamadas y videollamadas son herramientas que expanden la capacidad de alcance de ojos, bocas y oídos. Y con seguridad el futuro deparará cosas aún más novedosas ya que lo que hoy llamamos virtualidad no pasa de ser una llamada telefónica con video y no hay nada verdaderamente virtual en ella.

Ante la introducción de llamadas y videollamadas en un psicoanálisis es imprescindible preguntar si la práctica se modifica o no por la presencia de estas extensiones. Pero para preguntar bien lo primero que hay que hacer es evitar los prejuicios que se arrastran desde antes necesariamente.

Hay practicantes que han usado y llevado a cabo análisis por medio de llamadas telefónicas desde hace muchos años, han hablado de su experiencia, y han mencionado que la práctica no queda ni reducida ni cercenada. Después importa entender teóricamente por qué ello sucede.

El teléfono se inventó alrededor del año 1870, antes que el psicoanálisis. Y a pesar de los testimonios, trabajos y presentaciones de algunos practicantes del psicoanálisis, otros practicantes sólo descubrieron que se ha usado para llevar a cabo análisis unos cien años más tarde.

Con la introducción de las videollamadas, que, repitamos, solamente agrega una cámara de video estable a una llamada telefónica también estable, se repite el mismo problema.

A partir de la pandemia declarada en el año 2020 por causa del Covid-19, lo que cambió es que se volvió necesario el uso de la videollamada como recurso de comunicación, laboral y personal, para casi toda la población mundial, es decir, que a aquellos que no se habían adaptado aún a la videollamada, se les volvió forzoso el aprendizaje y el uso de ésta. Pese a ello varios patalearon y no quisieron saber nada con probarla. La buena pregunta es en qué se fundaba esa negación. Por supuesto que ellos esgrimieron algunos motivos teóricos, pero, como siempre, lo que conviene es interrogar en qué se sostienen esos motivos teóricos. Se descubrirá entonces que muchos de ellos están allí ad hoc para salvaguardar los prejuicios más inveterados.

Podemos dividir a los practicantes en dos grandes grupos. A los más jóvenes, en términos de edad, esa adaptación no les implicó problema alguno, porque ya usaban esas tecnologías en otras esferas, es decir que ya las conocían. Los más viejos, de nuevo en términos de edad, se resistieron más. La vejez y la juventud, sin embargo, no deben nunca pensarse en términos de edad sino en términos de rigidez de los prejuicios. En este caso las dos cosas coinciden, pero puede haber viejos de veinte años y jóvenes de ochenta. Es más complicado de lo que parece a primera vista. Lo cierto es que algunos se resistieron más que otros a probar la obligada nueva forma.

Quizá el mejor ejemplo de esto que podemos tomar dentro del ámbito psicoanalítico es el de Jacques-Alain Miller en su primera participación en una actividad organizada y transmitida por Zoom en el año 2021[1]. Él manifestó allí, en acto, su alegría y su sorpresa al descubrir lo sencillo que era y que él mismo se había resistido hasta ese momento a ello por puros prejuicios.

Para considerar el uso de las nuevas herramientas, como para considerar cualquier cosa, es necesario despejarse de los prejuicios que arrastramos necesariamente. El punto es que los prejuicios que tenemos sobre cualquier cambio tecnológico se fundan en los prejuicios que tenemos sobre la práctica misma. Y no importan la cantidad de años durante los cuales se hubiera desarrollado esa práctica: habrá prejuicios intactos sí o sí. Y lo mejor que podemos hacer es estar advertidos de ello y tratar de no pensar con su lastre.

Establecer condiciones que vayan más allá, y, en realidad, se queden más acá, de la posición analizante y la del psicoanalista es nada más ni nada menos que apostar por un encuadre y una técnica que pretendidamente garantice algo que no tiene garantías y que sólo se puede sostener en el acto psicoanalítico. Y establecer condiciones de encuadre es, redondamente y le pese a quien fuera, negar el psicoanálisis.

El psicoanálisis, como la poesía verdadera, no acepta cobardes. Esto es imprescindible saberlo y aceptarlo. Freud escuchó pacientes en lo alto de una montaña, de vacaciones, y no pidió que le mandaran desde Viena un diván o lo que fuera para garantizar la técnica que no hay.

Desde aquí, el uso de las nuevas tecnologías (nuevas por un rato) cuestiona siempre los prejuicios que necesariamente están allí. Y hay, por lo menos, dos tópicos cargados de prejuicios que se esgrimen cuando se quiere ir en contra de la novedad más reciente.

1) La idea del cuerpo (y su confusión generalizada con el organismo) y, 2) qué es la presencia del psicoanalista.

El concepto de cuerpo en psicoanálisis altera totalmente toda concepción que se pudiera tener del organismo. El cuerpo está trastornado por el significante. Sin embargo, decirlo teóricamente no erradica el prejuicio primero del sentido común que nos hace decir cuerpo y pensar en el mero organismo. La buena pregunta aquí sería, sin creer saber demasiado rápido, ¿qué es el cuerpo si no se niega lo que un psicoanálisis verdadero enseña?

Y luego la presencia. Es claro que cuando hablamos de presencia del psicoanalista no podemos referirnos a la imagen. La videollamada puede engañarnos si nos volvemos demasiado modernos, impidiéndonos tomar distancia de la actualidad y volvernos así contemporáneos, y nos podría engañar como buenos homo videns actuales. Pero creer evitar ese prejuicio es muy probable que nos relaje demasiado y no nos permita ver que, en realidad, lo estamos sosteniendo por la negativa. Si le damos demasiado crédito al video de la videollamada, es probable que estemos atrapados en el prejuicio que creímos sortear. El psicoanalista no es la imagen, pero tampoco es la presencia en el supuesto cuerpo a cuerpo del consultorio. Hay que revisar ese cuerpo a cuerpo. Hay  una dimensión que sí se pierde, la única, la dimensión de los olores, pero si ni el analizante ni el psicoanalista son demasiado perros, esa dimensión no cuenta casi para nada, como nada cuenta por sí mismo sin la verdadera presencia del psicoanalista que está dada por otra cosa. Los prejuicios mal trabajados que se manifiestan cuando los practicantes hablan de estos temas demuestran la fuerza que tiene un prejuicio fundamental que siempre juega en contra del acto psicoanalítico: el de la materialidad física. Y cuando se pone en acto el prejuicio de la materialidad física, téngase por seguro que no se está situando en el buen lugar la materialidad significante.

 De pasada notemos algo más: ¿en serio es tan difícil pensar que en un futuro no tal lejano se podrán escanear los olores de un ambiente y reproducirlos en otro ambiente a miles de kilómetros de allí? Lo que llamamos virtualidad es una virtualidad cavernícola, hay mucho más por delante y conviene, por eso, que por delante también hubiera psicoanalista en serio.

De nuevo, donde las cosas se reducen a una materialidad física, estamos impedidos para pensar esa otra materialidad que es la que nos importa: la materialidad del acto psicoanalítico. La presencia se sostiene en la firmeza (de ella debemos hacer un concepto) de alguien que se atreve a abandonar en acto su propio goce y lo que lo sujeta y agujerea, para hacer aparecer un vacío que le permitiera, al analizante, atreverse a la misma locura. ¿Estamos tan seguros de que la virtualidad no virtual de la videollamada impediría ello si ello está bien situado?

Y es claro que, si situamos bien esa materialidad que no es física, descubriríamos también que el psicoanalista no podrá ser jamás remplazado por ningún tipo de programa o inteligencia artificial, porque es necesario algo que jamás tendrán los programas que fueran o la inteligencia artificial que fuera, y que, si lo tuvieran un día, dejarían de ser programas e inteligencia artificial y se convertirían en seres deseantes y sustancia gozante y, entonces, ya no les estaría impedida por necesidad la relación analizante del propio psicoanalista con su inconsciente como experiencia previa necesaria para lograr ese acto.

A una practicante, un día, otra practicante le dijo lo siguiente: “vos no hacés clínica porque atendés por videollamada”. ¿En serio pensamos tan mal? Igual la primera podría haberle respondido lo siguiente: “bueno, concedido, hago videollamadaclínica”. Lo que importaría es pensar un poquito mejor las diferencias entre una cosa y otra y, si las hay y si no, y si las hay dónde, y, para eso, eliminar una infinidad de prejuicios que necesariamente se tienen al pensar cosas tan difíciles como el psicoanálisis.

El punto clave, de entrada, es pensar la presencia de una manera un poquito más sofisticada que como lo hacemos desde el sentido común. La mayoría piensa hoy la presencia con tanta sofisticación como quien, mirando hacia el cielo, dijera que, como ve moverse el sol en el transcurso del tiempo y no siente moverse la tierra, el sol gira alrededor de la tierra y la tierra está quieta. No se preguntan qué es la presencia para un psicoanálisis, lo dan por hecho sin más y sin haberlo pensado antes. ¿Será que como Freud y Lacan jamás hicieron una videollamada no saben por dónde empezar a pensar sin subirse a los hombros de otros? Un poco sí, pero no solamente eso.

Todos empiezan a pensar siempre los tratamientos por videollamada refiriéndose a la cuestión de compartir físicamente el mismo espacio con el otro: la diferencia entre dos personas en la misma habitación y entre dos personas conectadas por los medios tecnológicos actuales. Pero no empiezan a pensar con premisas de complejidad creciente buscando llegar a conclusiones, empiezan con una conclusión que es la siguiente: hay una diferencia enorme, se pierde todo. Pero no es tan sencillo, como no es el sol el que gira alrededor de la tierra. Podemos conceder que sí, efectivamente hay algo distinto en cuanto el otro está ahí, en la cercanía, pero entonces tenemos que precisar qué es eso distinto, porque no se puede seguir confundiendo eso con “el encuentro entre los cuerpos”, confundiendo, además, los cuerpos con los organismos. En una conferencia por Zoom Juan Carlos Indart intentó darle forma a esa diferencia subrayando lo que tiene que ver con ese punto inevitable de todo encuentro físico con el otro, en la cercanía en la cual no se sabe si el otro es amigo o enemigo, si el otro me va a golpear o no, lo inesperado de esa posibilidad. De todas formas, se puede golpear muy certeramente con la palabra, si se sabe hacerlo, y esa dimensión de no saber si el otro es amigo o enemigo puede conservarse a la distancia, no es tan fácil encontrar las diferencias si pensamos un poco más allá de los prejuicios fáciles. La materialidad, digámoslo de nuevo, es otra, y hay que saber situarla.

Anotemos, de pasada, otro ejemplo de cómo los prejuicios nos nublan la mirada sin que lo sepamos. Un rato antes, en la misma conferencia, mencionó el hecho de aplicar una inyección a un paciente y de cómo tienen que estar allí, necesariamente, los dos cuerpos. ¿En serio es tan difícil pensar, en un futuro no muy lejano, el “médico a distancia”? Una máquina que no solamente fuera capaz de aplicar una inyección con total precisión y seguramente en forma indolora, sino incluso preparar el inyectable con las indicaciones exactas dadas por un médico que podría estar a miles de kilómetros del paciente. Si los prejuicios nos ganan, no solamente pensamos mal, también pensamos poco. Ese es el punto donde el artista siempre anticipa al practicante, como decía Lacan, porque el artista, para ser artista en serio, tiene que luchar contra sus prejuicios. ¿Y si el practicante se atreviera a ser artista? Al fin y al cabo, el psicoanálisis verdadero es un arte. (Pero, ¿qué será un arte?).

Pasemos por otro ejemplo de cómo tenemos que atrevernos a pensar mejor y más amplio y para eso luchar contra los prejuicios que necesariamente llevamos encima: el avance de la tecnología en la guerra ha logrado que los combates que antes se realizaban cuerpo a cuerpo ahora se hagan desde una habitación con un operador controlando un dron, cuya única acción podría llegar a ser presionar un botón de lanzamiento. Para el muerto el costo es casi el mismo que antes, la diferencia, grande, es que no ve venir al enemigo verdugo. ¿El costo de la destrucción y la muerte del otro, sobre el operador, es el mismo que para aquel que lucha con la carne expuesta frente al enemigo? Seguramente habrá diferencias, pero una cosa es segura: no será jamás gratis, ni para un neurótico, ni para un psicótico, ni para un perverso. Quedarnos con la diferencia y dormirnos tranquilos en los laureles de nuestro gran descubrimiento no hace más que restringirnos el pensamiento. Es claro que el homo videns actual piensa mal y piensa poco, y es claro que todos somos hoy homo videns que vivimos en un mundo globalizado que cultiva la superficialidad, honra la codicia material y desprecia la dificultad del pensamiento, pero podríamos hacer un esfuerzo.

La tecnología es aprovechable de la buena manera, siempre. Hoy, en el ámbito de la práctica psicoanalítica, está haciendo visibles algunas cosas que, por demasiado naturalizadas y obvias, no se ven. Pero si pensamos mal, poco y estrecho, lo único que hacemos es regocijarnos satisfechos en el chiquero de nuestros propios prejuicios que, repitámoslo al infinito, están allí necesariamente, y mucho más presentes y fuertes en el seudo intelectual esclarecido que se cree ayuno de ellos.


[1] 2 de mayo de 2021, presentación del libro de Jacques-Alain Miller, «Polémica política». La presentación sería trasmitida a través de la plataforma virtual Zoom. JAM, antes de ello: “Es la primera vez qué hablaré en videoconferencia”. Era una actividad organizada por la ELP.


Tecnologia y psicoanálisis

Las tres dimensiones de la sexualidad humana y la sistematización del coraje de la experiencia

Clase 5*

Sebastián A. Digirónimo

Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.

Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.

Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.

Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.

Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.

El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.

Rechazo-real

Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.

Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El sujeto barrado está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.

Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.

Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.

Las tres dimensiones son las siguientes:

1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.

2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.

3)  Lamujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.

Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.

Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.


*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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Edgar Degas, Joven con Ibis

Las dos dimensiones del ser hablante y la operación de la transferencia

Clase 4

Sebastián A. Digirónimo

Hoy vamos a comenzar retomando la doble dimensión que mencionamos la vez anterior y que podemos encontrar por todos lados tanto en la obra de Freud como en la enseñanza de Lacan. Esa doble dimensión es la doble dimensión del sujeto y del objeto. Es claro que estos dos términos no hay que entenderlos como lo suele hacer el sentido común que los reduce a dos términos distintos que nada tienen que ver con ellos: ni el sujeto es el individuo, sin división, entero, completo de ser, ni el objeto es el mundo exterior, lo que se opone a ese individuo yoico desde afuera. Es mucho más complejo que eso. De todas formas, siempre debemos tratar de entender cómo estas dos dimensiones, sin reducirse jamás a los prejuicios del sentido común, se relacionan entre sí. El año pasado tratábamos de hacerlas pensables incluso reduciéndolas al 0 y al 1. El 0 del sujeto barrado y el 1 del goce. Pero esa reducción no concluye con el problema, porque esas dos dimensiones se desdoblan ellas mismas. Tomemos ahora otra dicotomía lacaniana, la de 1964, y situemos, en estas dos dimensiones, la alienación y la separación. De entrada tenemos que poner la alienación del lado del sujeto sujetado al lenguaje a través del significante (que es mucho más “cosa” que sentido o significación), y la separación del lado del objeto. En esta sola frase tenemos mucho para desglosar. Primero estamos introduciendo un nuevo término, que es el de significación, además tenemos que ver en qué sentido podemos decir que el significante es “cosa” (es importante tratar de entender la materialidad del significante –si hay algo material no es el cerebro sino el significante).

Volvamos a la clase anterior. Retomemos nuestro esquema:

Cuadro 1 peq

Para poder desdoblar los dos puntos que estamos tomando hoy introduciendo los conceptos de alienación y separación, tenemos que ver cómo de los dos lados se nos reproduce una doble cara. La doble cara del lado del objeto a ya la mencionamos la vez pasada y jamás hay que perderla de vista: es siempre objeto causa de deseo y, a la vez, plus de goce. Eso implica que es siempre 0 y 1 en sí mismo. Pero de otro lado, del lado de sujeto barrado, también tenemos al mismo tiempo 0 y 1. Del lado 0 está el inconsciente, pero del lado 1 está algo que puede sorprender, pero que, si se lee bien lo que dice Lacan, se verá que es así, del lado 1 está el ello. El ello no está del lado del objeto y de la pulsión, el ello está del lado de la gramática. Freud lo vio, por eso puso tanto el acento en la gramática de la pulsión, usando ese mismo término.
Entonces, si ponemos el 0 del lado de sujeto barrado, ese mismo lugar se desdobla a su vez en 0 y 1. Y si ponemos el 1 del lado de a, ese 1 se desdobla a su vez en 0 y 1.
Vamos a aprovechar, entonces, una dicotomía que señala bien Miller entre el yo no pienso y el yo no soy. Al estar atravesados por el lenguaje ocurre una elección forzada. Dijimos que el significante traumatiza al sentido, y allí mismo ocurre la partición de esas dos dimensiones. Para salvar el sentido, (dijimos el valor de aquel título que tanto les agrada a los seres hablantes: el hombre en busca de sentido), lo que debemos hacer, forzadamente, es perder el ser. Elegimos perder el ser tratando de salvar al sentido traumatizado por el significante. ¿Y qué ocurre entonces? Ocurre que no funciona, dijimos que el sentido falla siempre, pero se abre una doble dimensión porque el sacrificio sobrepasa a la ganancia. Perdiendo el ser el sentido no se completa y trastabilla, queda marcado todo el tiempo por el sin-sentido. Esta es la operación de la alienación, que nos hace sujetos a las formaciones del inconsciente. Y allí ponemos en juego el no-querer-saber del lado de sujeto barrado. ¿Cómo lo llamamos? Rechazo del inconsciente. Es lo que dijimos miles de veces, y lo dijeron desde siempre los poetas.
Lo que hay que entender es que este sacrificio del ser es necesario en sentido lógico, es inevitable. Y al sacrificar el ser para salvaguardar al sentido lo que ocurre son las formaciones del inconsciente que nos muestran, todo el tiempo, que en ese sacrificio no hubo ganancia. ¿Qué hacemos con eso? Negamos el inconsciente. Y tenemos que entender la radicalidad de ese rechazo. También él es inevitable. Un psicoanalista, por estos días, escribió un pequeño artículo que comenzaba declarando lo siguiente: “que el inconsciente haya sido admitido en el campo médico, psicológico, sociológico y de otras disciplinas de lo subjetivo…”, y seguía. Pero ya empezó muy mal. No fue admitido ni lo será jamás. Una de las formas de rechazar lo inconsciente es reducir esa palabra al sentido descriptivo que el mismo Freud se encargó de precisar. Lo único admitido es lo inconsciente como no-consciente, pero eso no tiene nada que ver con el inconsciente que hace al descubrimiento de Freud. ¿Ven la importancia de dar siempre un paso hacia atrás y tratar de ver desde dónde arrancamos? Esa frase hace que el artículo ya empiece mal. Después puede estar bien todo lo que dice, pero ya deslizó una idea que lo único que hace es validar el rechazo por el inconsciente. Ese rechazo es inevitable y hace a la dimensión de la alienación. Lo que nos hace sujetos del inconsciente es, ni más ni menos, que haber sacrificado la dimensión del ser por salvaguardar el sentido pero, en la falla del sacrificio, inventar un engaño que Lacan llama falso-ser y que no se opone a un ser verdadero sino a la verdad del inconsciente. Cuando ocurre esto sucede que nos olvidamos de la posibilidad de ser poetas y nos volvemos historiadores introduciendo la dimensión diacrónica en la sincronía. Lacan lo dice así: “el sujeto traduce una sincronía significante en esa primordial pulsación temporal que es el fading constituyente de identificación”. Podemos decirlo así: inventamos un ser-yo a costa del inconsciente y eso lo hace falso-ser a costa de la verdad del hecho de estar atravesados por la materialidad significante. ¿Por qué a este lado lo llama Miller, con Lacan, yo-no-pienso? Tiene que ver con el famoso cogito cartesiano, el pienso, luego soy. Aquí tenemos el cogito freudolacaniano, que es no pienso ni soy pero con una doble negación de ello. Ambos términos van a estar tomados por el no-querer-saber. De un lado nos queda el no-pienso que la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Del otro lado nos queda el no-soy que también la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del mismo ser-yo y a favor del ser que sí se desprende del final de un psicoanálisis y que es el consentir a ser ese objeto de desecho.
Pero ahí nos vamos demasiado lejos. Estamos por ahora del lado de sujeto barrado, con lo que llamamos teoría del sujeto que, en realidad, no es una teoría académica, es una experiencia que cualquiera puede hacer si lucha en contra del no-querer-saber.
Volvamos hacia atrás. En algún momento de sus cursos Miller señala que en Lacan nunca hay que tomar los términos con un sentido unívoco, que siempre se los puede hacer jugar en contra de sí mismos, eso está muy bien. En cuanto a la alienación señala que hay dos, invertidas, pero en realidad es una sola, porque la alienación es todo lo que acabamos de decir a la vez. La alienación es a la vez el sacrificio necesario que nos hace estar sujetados al lenguaje pero es, al mismo tiempo, la consecuencia de ese sacrificio que, tomado por el no-querer-saber (que también tendrá dos dimensiones) se convierte en rechazo del inconsciente, es decir que califica al sujeto “en tanto que se imagina amo de su ser”.
Volvamos a decir que estamos del lado de sujeto barrado. Y aquí nos conviene introducir el concepto de transferencia. Pero hay que entender qué es eso. Por supuesto que es un concepto acuñado por Freud y es, por tanto, un concepto eminentemente clínico. Hay algunos que creen poder entender el concepto de transferencia sin reconducirlo a la clínica. ¿Por qué introduciríamos aquí el concepto de transferencia? Porque la transferencia es la operación que valida el no-pienso en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Pero la transferencia tiene dos caras también ya señaladas por Freud diciendo que es en ella que se juega la partida del psicoanálisis pues la transferencia puede ser el motor de un psicoanálisis si, y sólo si, no se convierte en obstáculo. ¿Por qué puede ser motor y obstáculo?
Partamos de nuevo por la dicotomía que introduce el funcionamiento significante, dicotomía entre no-pienso y no-soy. La transferencia es lo que permite relacionar ambos extremos. Si volvemos a la lectura y la escritura, precisadas como hicimos en los primeros encuentros, tenemos que hablar, en un psicoanálisis, de lectura inocente y escritura del sujeto. Esto implica lo que podemos llamar disparidad subjetiva, es decir, ausencia de intersubjetividad. En un psicoanálisis no hay intersubjetividad: hay un sujeto y otra cosa (cosa que un paciente llamó alguna vez psicoanalista máquina). Lo que permite la transferencia en su uso a favor de un psicoanálisis se desprende de esta disparidad. El carácter de obstáculo o motor al mismo tiempo se debe a que aquí entra en juego la posición del psicoanalista. Transferencias hay todo el tiempo, no puede no haberlas, pero, al mismo tiempo, deberíamos decir que la transferencia se da solamente en la sesión psicoanalítica, si hay un psicoanálisis propiciado por un psicoanalista que ejerce su acto desde su lugar, rompiendo la dualidad engañosa de la intersubjetividad. Si es que en la transferencia, como decía Freud, se da la posibilidad de fracaso o éxito del psicoanálisis, es por esto. Para poner en relación el no-pienso de un extremo con el no-soy del otro de la buena manera tiene que haber un psicoanalista que no es alguien: es un acto efectuado desde un lugar y dirigido a un sujeto (no a una persona, es decir a un ser-yo engañoso).
¿Qué implica desde aquí la transferencia? Implica un ir contra el rechazo del inconsciente. Es por esto que un psicoanalista sólo se desprende de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Tenemos que ir en contra del rechazo del inconsciente en nosotros mismos para poder ejercer ese acto paradójico que es luchar contra el rechazo del inconsciente desde un lugar que implica no ser sujeto del inconsciente en ese mismo acto.
Lo hemos llamado alguna vez inhumanidad del analista, palabra que suele generar malentendidos pero que no por eso debe infundir temor (todas las palabras generan malentendidos). Se trata, por supuesto, de salir del registro imaginario, pero ello no es suficiente, debemos ir, desde el primer momento, hacia el horizonte de lo real, hacia la imposibilidad del registro simbólico. Para ello hay que atreverse a sostener la doble discontinuidad, no ya con la fórmula del fantasma sino con el piso de arriba del discurso del analista (que es análogo al fantasma perverso, pero para nada lo mismo).
El primer engaño a evitar con el concepto de transferencia lo acabamos de mencionar de pasada en ese “desde el primer momento”. Los que hacen técnica universitaria lo dicen todo el tiempo: “hay que esperar que se instale la transferencia” (como si fuera una aplicación en un dispositivo tecnológico). Lacan señaló ese engaño muy temprano en su enseñanza. Dijo que el practicante tiende a imputarle el nacimiento de la transferencia al paciente, pero lo que hace nacer la transferencia es ofrecerse como psicoanalista. Pero como psicoanalista, no como psicoterapeuta, o como médico, o como sacerdote, o como amigo, o lo que fuera. Como psicoanalista, que es algo bien específico y tiene que ver con apuntarle al horizonte (a las últimas consecuencias) desde el primer momento. En ese apuntarle al horizonte desde el primer momento es que se ponen en relación de la buena manera los dos extremos del no-pienso y el no-soy luchando contra las dos caras del no-querer-saber-nada-de-eso.
El “hace falta tiempo” tan de moda entre los practicantes que se acobardan ante el acto que los sobrepasa es un error que los vuelve, sin que ellos lo supieran, pre lacanianos, porque desplazan las cosas desde el campo del lenguaje (la lengua saussureana, sincrónica) hacia la palabra diacrónica. Como vemos, se puede conocer muy bien teóricamente esta distinción y, sin embargo, en acto negarla, y esto sucede todo el tiempo y con muchas cosas, no solamente con el “hace falta tiempo” que niega la evacuación del tiempo que debería ocurrir si el acto analítico se sostiene. De esa evacuación del tiempo debería hacerse la experiencia en la sesión, cuya duración no debería estar en la cabeza ni del analizante ni del practicante. Una vez en una institución había practicantes novatos que pedían la instalación de relojes en los consultorios porque no sabían cómo manejarse con los tiempos. Es claro que solamente escuchaban palabras y, por eso mismo, se les dificultaba el corte de la sesión que implica que la escucha del practicante pudiera pasar la palabra del paciente a escritura. O reloj o psicoanalista, podemos decir. O tiempo cronológico o un psicoanálisis.
La escucha singular que hace al acto psicoanalítico reintroduce el significante en el sentido emparchado por el falso yo-soy (introduce la poesía en la historia) generando una discontinuidad en ese sentido emparchado. En ese punto entra en juego el consentimiento del futuro analizante en potencia. Esto toma la forma de un “o entrás en análisis o te vas” que, por supuesto, nunca se formula en estos términos. He visto practicantes que lo formularon sin el sostén del acto analítico y lo único que lograron es volver al plano imaginario y deshacer la discontinuidad que debería subrayarse, es decir, lo que lograron es darle más fuerza al parche yoico que tapona el agujero del sentido.
Volvamos para atrás a pescar una vez más que no-pienso y no-soy son el resultado inevitable del funcionamiento del significante. Pero hay un problema, porque todo esto nos podría hacer creer que el funcionamiento del significante nos explica cómo ocurren las cosas del lado de sujeto barrado. Pero el problema mayor es que ese mismo funcionamiento es el que explica qué ocurre del lado de a. Y de los dos lados tenemos esa doble cara de un 0 y un 1 marcados, además, por un no-querer-saber. No vamos a avanzar más por ahora, sólo mencionemos que, del lado de sujeto barrado, el no-querer-saber toma la forma del rechazo del inconsciente que se vuelve negación del hecho de que estamos sujetados a las formaciones del inconsciente. El no-querer-saber del lado de a nos va a remitir a su forma radical del no-querer-saber, es decir, no-querer-saber-nada de la no-relación sexual, y de ese lado vamos a tener que ver qué hacemos los seres hablantes con la significación fálica y la sexuación, porque también de ese lado inventamos un parche fallido.


*Clase 4 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery
Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery

El talento para la lectura

Clase 2*

Sebastián A. Digirónimo

Nuestro primer punto del programa tiene que ver con la lectura, pero ¿qué es la lectura?, ¿qué es leer? Tenemos que subvertir la idea vulgar de lectura porque hay un problema ya que, espontáneamente, entendemos demasiado rápido qué es leer. Leer de verdad no es el mero estar alfabetizados, leer es construir eso que Stevenson llamó talento para la lectura y que implica, ni más ni menos, que no encontrar en el texto que leemos lo que ya sabíamos antes de leerlo, es decir, no reflejar sobre el texto nuestros propios prejuicios. Es fácil entender cómo esto se relaciona con algo fundamental de la clínica psicoanalítica. Podemos decir que sin talento para la lectura el practicante comprende sin saberlo y se vuelve enteramente sordo para con el texto que tiene delante de sí. Pero hay más, porque no sólo tiene que ver con el texto que trae un paciente sino, primero, con el texto que él mismo es y que debería poder leer desde la posición analizante verdadera, que implica la no comprensión de lo que él cree saber espontáneamente de sí mismo. Podemos dar de pasada una de las definiciones de un psicoanálisis que no deben nunca cerrar la pregunta. Un psicoanálisis es hacer la experiencia de construcción del talento para la lectura en el lugar más difícil, es decir, relacionándola con los puntos ciegos propios. Y es claro que, desde aquí, el talento para la lectura no es algo anodino, es lo único que nos permite no rechazar el inconsciente. Porque lejos está de creer en el inconsciente quien sólo cree en él académicamente, en la teoría, como concepto dentro de un juego intelectual, y rechaza la experiencia de él. Y quien lejos está de creer en el inconsciente, lejos está de la posición analizante verdadera y, por ende, también de la posición del analista. Por más que diga que tiene años de psicoanálisis encima y se diga psicoanalista él mismo. El talento para la lectura es, entonces, algo fundamental para la posición del analista aunque los psicoanalistas, en general, no se hubieran dado cuenta de ello por sumergirse rápidamente en las bondades narcisistas que propicia el discurso universitario cuando nos subimos a la cátedra y miramos desde lo alto del engaño yoico. Entre paréntesis, hay algunos que miran los programas que hacen otros y tratan de copiarlos, sin ver que es inútil, porque lo que importa no es el programa en sí sino la manera de abordar los puntos que lo componen, exactamente de la misma manera que no es lo mismo la lectura en sentido vulgar que el talento para la lectura. Notemos con esto que el talento para la lectura es siempre singular y que, sin embargo, ello no implica que fuera siempre talento para la lectura. Hay, entre la lectura en sentido vulgar y el talento para la lectura, la misma relación que hay entre el deseo a secas y el deseo del analista como concepto formalizable. El talento para la lectura también es formalizable, tiene una forma universalizable aunque fuera siempre singular.

Los practicantes del psicoanálisis suelen partir por la pregunta equivocada. Ellos se preguntan qué es leer en psicoanálisis, pero esa pregunta deja intacta, por detrás de sí, la idea vulgar de lectura como mera alfabetización. Y los que más recorrido tienen lo transmiten así a los que recién empiezan, y el prejuicio queda intacto, invisible y fortalecido. Todo ocurre por un agujero cultural que podría evitarse con trabajo y atreviéndose a dudar de lo ya sabido. Pero, en general, el que más recorrido tiene prefiere tapar ese agujero cultural con jerga psicoanalítica que se convierte fácilmente en hueca erudición, y el que recién empieza no suele estar interesado por el discurso psicoanalítico sino por pertenecer al grupo, que es, en realidad, la mejor manera de defenderse del discurso psicoanalítico. El resultado es que hoy los prejuicios quedan intactos y mañana también, porque el practicante con más recorrido fue ayer el iniciado que quiere pertenecer al grupo y el iniciado que quiere pertenecer al grupo será mañana el practicante con más recorrido. Y así el psicoanálisis muere desde adentro y la escuela, idealizada, directamente no existe. Pero puede existir en cada uno, si ese uno se atreve a otra cosa. La construcción del talento para la lectura es parte de ese atreverse a otra cosa.

Aprovechamos aquí, entonces, lo que Borges llamó lectura inocente en sus Nueve ensayos dantescos. Esa inocencia tiene que ver con evitar los prejuicios del sentido. Y este es un punto clave: los prejuicios son, siempre, prejuicios del sentido. Por eso decíamos la vez anterior que una clave es entender por qué la asociación psicoanalítica no se funda en el sentido sino en el sonido. Y eso sólo es posible si hay talento para la lectura que evita el embate espontáneo de los prejuicios del sentido. Los prejuicios nos acechan todo el tiempo porque el sentido nos acecha todo el tiempo. Y es por eso que no comprender no es tan simple como decirlo y repetirlo como papagayo crónico. Todo esto quiere decir que la regla fundamental no recae, como se cree, sobre el paciente. La regla fundamental recae sobre el practicante e implica que sin el talento para la lectura, sin lo formal del deseo del analista, no hay regla fundamental posible. Y de nuevo, cuando decimos formal, hablamos de una forma lógica, precisa y universalizable, que hace al deseo del analista y a su presencia o ausencia.

Todo esto quiere decir que no basta con postularse psicoanalista para que psicoanalista hubiera y que cuando Lacan dice que el psicoanalista se autoriza en sí mismo dice algo muy preciso y que tiene que ver con la experiencia de un camino recorrido en posición analizante verdadera, es decir, con la experiencia de un camino de construcción del talento para la lectura. Y es un camino que va de la historia a la poesía, que va del sentido al sonido, que va de la lectura a la escritura. Con esto podemos decir que la escritura es una lectura que no se pierde en los recovecos del sentido y no es el mero marcar signos en alguna superficie propicia para ello. Y aquí hay un malentendido que es necesario que evitemos, un prejuicio muy común que nos puede perder. Cuando decimos que hay un camino que va de la historia a la poesía, del sentido al sonido y de la lectura a la escritura, no decimos para nada que los primeros términos de ese camino son innecesarios y prescindibles, por más que pueden perdernos porque pueden obstaculizar el ir más allá de ellos. No rechacemos la historia, el sentido y la lectura. Sin ellos no podría haber poesía, sonido ni escritura. Sólo atravesándolos de la buena manera no nos vamos a perder en sus recodos. Es decir, sólo si construimos el talento para la lectura que nos lleva de la lectura en sentido vulgar a la escritura en sentido formal.

Había una vez alguien que se decía psicoanalista y que cometía este error común y entonces decía que en la poesía la dimensión del sentido no existe. Error garrafal. Y como razonaba muy mal, para demostrar eso que aseveraba, dijo lo siguiente: “por eso, cuando leo poesía, no entiendo nada”. Sí, eso último seguro que sí. Lo anterior, sin embargo, no. La dimensión del sentido en la poesía existe, existe tanto que se amplía casi al infinito, y como se amplía casi al infinito podemos ceñirnos luego a un núcleo que no se pierde en esa dimensión del sentido. Exactamente igual que el resultado que logra la asociación libre en el psicoanálisis. Amplía tanto la dimensión del sentido que nos permite ver, cara a cara, que no sabemos lo que decimos y podemos entrever, de esa manera y sólo si nos atrevemos y consentimos a ello, que, como escribió Quignard en la página 79 de El niño de Ingolstadt, «es el lenguaje el que vive a expensas de quien lo escucha».

El mismo personaje que dijo aquello de la poesía y el sentido dijo también que en un cuento, por breve que fuera, siempre existe el sentido (y que él, por lo tanto, los cuentos sí los entendía, cosa, esta última, dudable). La dimensión del sentido existe siempre, y tanto en la poesía como en el cuento, esa dimensión se amplía hasta no ser ya la dimensión fundamental y es por eso que cuento y poesía son estructuralmente análogos. No ocurre lo mismo en la novela, que, podemos decir, habla de más. Lo mismo que la neurosis. Por eso decimos con Chejov que el arte es recortar lo que sobra, y ello es así sobre todo en el arte de la escritura. Vamos a ver ahora cómo ese recortar lo que sobra se relaciona íntimamente con el talento para la lectura y su construcción, que implica también el hacerse sordos de un oído que mencionaba Lacan.

En el camino de este primer punto se nos va a hacer presente, por todo esto que estamos diciendo, la noción de ficción. Sin entender lo que acabamos de decir acerca del cuento y la poesía, se va a dificultar mucho eliminar el prejuicio fundamental que surge cuando se piensa en el concepto de ficción. Ese prejuicio fundamental implica, básicamente, identificar la ficción con lo falso. Desde allí, por supuesto, oponerlo a lo verdadero. Esa falsa oposición es defensiva e imposibilita ver la buena oposición que queda oculta por detrás de ella, que es entre lo verdadero y lo real. Vamos a tratar de precisar esto que no es fácil porque implica romper con un prejuicio muy arraigado. Y es un prejuicio al que, además, la actualidad alimenta todo el tiempo porque hay un empuje a no tomar en serio la ficción que es funcional al capitalismo extremo (esto último no lo vamos a desarrollar, por lo menos no ahora).

La ficción, sin embargo, es mucho más seria de lo que parece si no sucumbimos a ese prejuicio enorme. La ficción, de hecho, es más seria que la verdad misma, porque la verdad no es otra cosa que una ficción que no se reconoce como tal.

Vamos de nuevo: oponer lo ficcional a lo verdadero es defensivo y oculta la dimensión sobre la cual no queremos saber nada: lo real. Los practicantes del psicoanálisis lacaniano, cuando leen a Lacan que les señala que la verdad tiene estructura de ficción creen descubrir algo que solamente quien leyó a Lacan podría descubrir. Nada más falso que eso. Y, para peor, ni siquiera entienden del todo bien qué quiere decir, hasta sus últimas consecuencias lógicas, que la verdad tiene estructura de ficción.

Tenemos que partir por donde nunca empiezan ellos. Es que ven la luz demasiado rápido y se encandilan. Eso porque, creyendo derribar un prejuicio, lo arrastran al creerlo derribado. Un excelente ejemplo de cómo los desengañados se engañan. Otro buen ejemplo es el progresismo políticamente correcto de la actualidad. ¿Qué manera mejor de mantenerse dormido que creer estar despierto? Es por eso que el progresismo políticamente correcto lejos está de ser reaccionario y es conservador a ultranza, nada más funcional para el statu quo del mundo que básicamente hace cada vez más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Pero volvamos a partir por donde nunca empiezan ellos. Ellos empiezan por el hecho de creer haber entendido que la verdad tiene estructura de ficción. Pongamos el acento, por una vez, en la definición complementaria, que ellos no suelen considerar jamás: la ficción tiene estructura de verdad. Notemos la cosa más sutil. Si decimos, enteramente satisfechos, que la verdad tiene estructura de ficción, es muy posible que quede intacto el prejuicio que sostiene la ficción como idéntica a lo falso, lo único que hacemos es pensar que la verdad misma es idéntica también a lo falso. Pero vamos a seguir oponiendo lo falso a lo verdadero que ya no vamos a llamar verdadero y que podemos llamar como quisiéramos. Desplazamos los sentidos, pero el prejuicio se mantiene intacto por detrás. Al considerar la definición complementaria escondida decimos que la ficción tiene estructura de verdad y ya no podríamos oponer lo falso a lo verdadero sin más y se nos podría facilitar desplazar la oposición hacia otra dimensión, que es lo que tenemos que hacer. Lo que importa es no caer en la oposición errónea entre falso y verdadero. Si sostenemos solamente que la verdad tiene estructura de ficción no tocamos, en general, la falsa oposición, solamente la desplazamos, si agregamos que, al mismo tiempo, la ficción tiene estructura de verdad, ya sostener el prejuicio se complica un poco.

Aprovechemos un ejemplo para ver cómo la oposición entre falso y verdadero, entre verdad y mentira, no nos permite distinguir nada y, fundamentalmente, no nos permite distinguir nada en cuanto a los conceptos de ficción y real.

Volvemos a Quignard. Es relato que menciona en uno de sus libros. Él lo menciona, nosotros le tenemos que agregar los comentarios. Para eso citemos fragmentos: “Petrarca está en su mula. Sigue el sendero sinuoso. En el cruce de caminos dos pastores avanzan. Uno dice siempre la verdad. El otro miente siempre. Nunca se sabe qué camino elegir una vez que se presta oídos a lo que cuentan. Después de que han dado sus argumentos, ya no se sabe siquiera cómo arreglárselas, a tal punto sus respuestas son detalladas y sus argumentos contradictorios”.

Ahí tenemos la escenografía del relato. Petrarca en su mula sin saber qué camino elegir en la encrucijada y dos personajes que le dicen al viajero, con mucho detalle, cuál es el camino mejor, sólo que uno miente siempre y el otro dice siempre la verdad. En el relato, además, después de que los pastores dan sus argumentos, les podemos hacer solamente una pregunta a cada uno, una sola.

El relato demuestra algo estructural: por más que opongamos verdad y mentira, eso no nos permite distinguir nada. Sabemos que uno miente y el otro no. Si venimos con el prejuicio que nos hace identificar la ficción con lo falso, no entendemos nada. Qué camino tomamos. Da lo mismo, los dos argumentan con precisión y detalle y jamás vamos a saber distinguir entre verdad y mentira, salvo que supiéramos de antemano quién miente y quién dice la verdad, o que supiéramos de antemano cuál es el camino bueno y entonces para qué preguntaríamos. La verdad y la mentira no nos permiten distinguir nada y no se distinguen entre sí. Esto quiere decir que la verdad tiene estructura de ficción y que la ficción tiene estructura de verdad.

Más de una vez algún paciente me preguntó qué pasaba si él mentía en lo que contaba en el consultorio, les dije siempre que nada, que mintiera tranquilo porque cualquier mentira que dijera la iba a decir desde la misma posición que si decía la supuesta verdad y lo que nos interesaba era esa posición y no el contenido de lo que decía. Al preguntar el eventual paciente sólo veía la defensiva oposición entre mentira y verdad y no llegaba a ver cómo la ficción nos da acceso a lo real. Si sabemos leer posiciones de enunciación y no nos perdemos en los enunciados, es decir, si hay el talento para la lectura que nos permite abstenernos de los sentidos propios y de la comprensión, entonces vamos a poder entender de qué manera la ficción nos permite acceder a lo real inaccesible.

El relato de Petrarca y los pastores termina así, con Petrarca introduciendo otra dimensión aprovechando la única pregunta que les podía formular a cada uno de ellos, tanto al que siempre miente como al que dice siempre la verdad. “Petrarca el letrado llega con su mula”, Petrarca el psicoanalista. “No les presta atención a los discursos que profieren”, es decir, se hace sordo de un oído y no se pierde en el blablablá hueco. “Alza los hombros. Les pregunta a los dos pastores lo siguiente: ¿cuál es la ruta que me indicaría su compañero como la mejor ruta?”.

Con esto accede a otra dimensión. El que dice la verdad va a señalar la mala ruta. El que miente va a señalar también la mala ruta. La buena ruta es la otra, la no señalada. Es una buena metáfora también de cómo vamos a tener acceso a lo real desde la ficción si la sabemos leer. Un acceso siempre indirecto, porque lo real es lo real y sólo podemos pensarlo como la rajadura en la pantalla simbólica, como lo imposible lógico a lo cual no podemos acceder pero que tenemos que situar en el buen lugar.

Petrarca, con sus preguntas, que son la misma para los dos, introduce otra dimensión porque no se engaña con la oposición entre falso y verdadero. Quignard escribe “resulta pues que lo contrario de lo verdadero y lo falso es lo no-lingüístico”. Que no quiere decir, esta es la clave, la ausencia de lo lingüístico. Lo real impensable sólo existe para el ser hablante y siempre en los límites del lenguaje. En los límites. Jamás más allá de los límites. Jamás más acá de los límites. Como la rajadura en la pantalla simbólica. Ni fuera ni dentro de la pantalla. Por eso aquella practicante que decía, en plena pandemia, que el virus es real hasta que sepamos cómo funciona, lejos está de poder pensar la radicalidad de lo impensable de lo real lacaniano. Podía pensar en un más allá o en un más acá del límite, pero no en el límite mismo que, a la vez, no se puede localizar. Es en el límite, en el límite ilocalizable de lo lingüístico. En cuanto creamos localizarlo, lo perdemos.

¿Y saben de qué está lejos esa practicante aunque no lo supiera? Del talento para la lectura y entonces de la posición del analista. Aunque se dijera psicoanalista lacaniana y fuera miembro de la institución con más renombre, galardones y etcéteras.


Mark Pugh Autumn roses by the sea
Mark Pugh – Autumn roses by the sea

*Clase 2 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?