¿Desea eliminar al usuario? Esta acción no puede deshacerse*

Mercedes Ávila

Black Mirror es una serie de Netflix, la plataforma de streaming, que nos hace creer que habla sobre la tecnología, pero en realidad nos habla sobre el ser humano y el goce, es decir nos habla sobre el parlêtre, la tecnología es una buena excusa para ello.
A lo largo de la historia las cosas no cambian tanto como uno cree, porque desde que el humano es humano, una de las cosas más difíciles de hacer para todo ser hablante es la de hacerse cargo del deseo, la posición espontánea frente a ello es no-querer-saber-nada. Siempre aparecen excusas y justificaciones. Todo sirve para no-querer-saber.
Entonces, con mucha suerte, nos encontramos con el psicoanálisis, que, a diferencia de cualquier otra práctica, no va por el camino de las intenciones, sean estas buenas o malas: al psicoanálisis le interesan los actos. Porque son los actos del ser hablante los que determinan su posición frente a la vida. Obviamente los actos no salen de una galera, pero tienen algo mágico: hacen que aparezca un nuevo sujeto.
Entonces, al psicoanálisis le interesan los actos, pero además el psicoanálisis es pretencioso: quiere, por medio de los actos, es decir, por medio de lo simbólico, tocar lo real.
Por ello, en una de las muchas lecturas que podemos hacer de los dos capítulos que hoy vamos a comentar, el acento va a estar puesto en los actos.
¿Qué es un acto? Es un movimiento que hace el sujeto a partir del cual ya no hay vuelta atrás y por eso él ya no es el mismo. Es decir, el sujeto que inicia el acto no es el mismo que sale de él. Quiero señalar que el término movimiento no tiene que ver con una acción, sino con un cambio en términos simbólicos. Todo acto es simbólico, es intransferible e irreversible.
Lo que nos interesa es una posición ética necesaria que luego se podrá poner en juego en todos los ámbitos. Y es una posición ética que no se puede imponer.
Quiero remarcar esto: no se puede imponer. Este es un problema, ¿es un problema?

 Hated in the Nation, se presenta como un policial, narra una serie de muertes extrañas. Por medio de la investigación se llega a descubrir que esas muertes son asesinatos, y que, además, no son fruto del azar, aunque tampoco son absolutamente planificados. Hay un factor decisivo que tiene que ver con las tendencias en las redes sociales, que determinan quién ha de morir. Un hacker programa un grupo de abejas robóticas para matar a las personas. Las abejas que siempre están ahí (y nadie las ve, porque son como el cartero del cuento de Chesterton), que servían para polinizar y para otras cosas ocultas que luego se descubrirán, se convierten en una amenaza.
Se descubre el motivo del hacker: su manifiesto apunta a que la gente se haga responsable de sus dichos en línea y que sientan el peso de las palabras. Es decir, el hacker hace de una manera brutal, que lo que se dice, como las expresiones de muerte sobre otros, retorne como muerte sobre uno mismo.
La propuesta es interesante, pero tiene un error: el hacker los obliga a hacerse responsables, pero no logra que efectivamente haya un efecto subjetivo de responsabilidad en cada muerto, porque a partir de ese momento, con su muerte, cada muerto pasa a ser una víctima. Lo que vemos con este ejemplo es que no puede obligarse a nadie a hacerse responsable, es un acto que sólo el sujeto puede atribuirse y ese acto es fundacional. Es una posición ética.
También hay otra cosa que es necesario destacar: el hacker tampoco se hace cargo, huye. Se erige como aquel que ha de hacer pagar a los otros, se postula como agente del saber sobre el bien y sobre el castigo, pero él mismo retrocede frente a la responsabilidad sobre las consecuencias. En verdad podemos discutir eso, tal vez el hacker sólo quería matar y encontró una buena excusa.
En el capítulo se repite una y otra vez la palabra consecuencias. Y es de eso de lo que tenemos que hablar: de la ética de las consecuencias, que es la ética que propone el psicoanálisis, una nueva ética con respecto a la del sentido común. No se trata de una moral, de una adaptación a las buenas costumbres, a lo correcto o lo incorrecto con respecto a la sociedad. Se trata de una línea de conformidad con el propio deseo y soportar los efectos que tiene tomar esa posición.

En National Anthem se presenta un argumento sencillo: se secuestra a un personaje importante, una princesa popular, y para liberarla se exige que un político de primer nivel –el primer ministro– sea filmado mientras mantiene sexo con un animal. La actividad debe ser transmitida en vivo.
Al final, el secuestrador libera a la princesa antes de la hora en la que debe comenzar la transmisión, pero nadie se entera porque todos están mirando las pantallas. Nadie se entera, ni siquiera el equipo del político, que podría ahorrarle toda la exposición y el malestar. Nadie se abstuvo en cuanto a ese mirar.

black mirror national anthem

Este capítulo, mirado en su estructura, se reduce a la decisión de mirar o no mirar algo que pertenece a la esfera de lo íntimo de otro. Si lo pensamos, es la misma estructura de la historia y el relato que se construyó sobre Lady Godiva.
Lady Godiva fue la mujer que, por defender a los vasallos de su marido, se paseó desnuda por Coventry, montando a caballo. Según la versión que se encuentre de la leyenda, se dice que en el pueblo cerraron puertas y ventanas para proteger el pudor de la dama, y casi todos lo hicieron, excepto uno: Peeping Tom, un sastre que miró a través de las persianas. El pueblo conservó su dignidad y también la de la dama y Tom quedó ciego.
En la historia de Lady Godiva, nadie mira. Salvan su honor y obtienen un beneficio. El que mira es castigado. En la de National Anthem todos miran, pero ¿salvan algo?, ¿pierden algo? No sabemos del público en general, pero sí sabemos del primer ministro. El primer ministro pierde.
La pregunta que hay que hacer es por qué accedió el primer ministro a cumplir con lo que pedía el secuestrador, porque podría haberse negado. Tal vez perdía el puesto, tal vez quedaba como un cobarde, pero al acceder, buscando no perder, también pierde. La situación es la bolsa o la vida.

Entonces, miremos la distancia entre las intenciones y los actos. Las intenciones suponen un saber sobre el otro, ya fuera lo mejor o lo peor, en cambio los actos se sostienen en la incertidumbre, porque no se puede saber qué ha de ocurrir hasta que se hagan. Podríamos pensar que el ministro actuó pensando en su popularidad, en la seguridad de su familia o cualquier cosa, pero lo importante es qué hizo. A partir de allí las explicaciones caen y debe lidiar con las consecuencias. El ministro actúa bajo coacción con las mejores o las peores intenciones, pero el resultado del acto es incalculable. Pierde.
En el caso de National Anthem el hacker tiene la intención de castigar, pero sólo crea víctimas. El policía tiene la intención de eliminar el programa y activa las abejas que matan a miles de personas.

¿Por qué detenernos en esto que podríamos llamar un detalle sobre estos capítulos? Para hacer un esfuerzo de lectura sin insertar sentido, que es lo que hace un psicoanalista. ¿A qué me refiero? A que no debemos caer en las explicaciones totalizantes, ésas que intentan llenar todos los huecos para calmarnos ilusoriamente, porque eso es lo que hace el sentido: calma inmediatamente, pero de forma ilusoria. Comprender es simplemente insertar a la fuerza nuestra idea sobre las cosas.
Es muy fácil crear una cuenta en una red social, pero eliminarla puede ser muy difícil. Nunca una red social nos pregunta si estamos seguros de crear una cuenta. Pero, parafraseando a la serie, eliminar al usuario no es la respuesta adecuada.
Si cambiamos usuario por ser hablante entendemos que el movimiento necesario es hacer responsable al usuario y, de esa forma, se elimina al usuario anterior y se crea uno nuevo, que incluso puede tener el mismo nombre. Eso es el sujeto, y eso se logra con el psicoanálisis.


*Comentario presentado el 31 de julio de 2021 en la actividad Black Mirror en la Red.


Hated in the nation Black Mirror

Notas sobre la supervisión

Gustavo Dessal

Para ocupar la posición del analista se requieren una serie de condiciones, que son la consecuencia de la experiencia a la que el practicante se ha sometido en su propio análisis. Dicha experiencia tiene que haber producido una pérdida: la renuncia a todo fantasma de dominio del saber. Esta asunción de la castración del Otro se traduce en una herida narcisista. Implica, como lo expresa Lacan en su lección del 17 de diciembre de 1969 [1], abandonar “…la idea de que de alguna forma o en algún momento, aunque sea como una esperanza en el futuro, el saber pueda constituir una totalidad cerrada…”
Uno de los problemas relacionados con la supervisión es la posibilidad de que el analista en posición de supervisor trate, de manera inconsciente, de restaurar esa pérdida, de aliviar esa herida narcisista ocupando el lugar de amo del saber, o de un meta-saber. La posición del supervisor supone el riesgo de jugar el papel de ser el Otro del Otro. Eso se ve reforzado por el hecho de que el practicante pone al supervisor en el lugar del sujeto supuesto saber, es decir, hay una tendencia a establecer una transferencia que no es fácil de distinguir de aquella que se desarrolla en un análisis. Prueba de ello es que no es inusual que el practicante pueda convertir el control en una sesión analítica, es decir, pasar del inconsciente del sujeto del caso a su propio inconsciente. Pero la cuestión es aún más compleja. En lo que acabo de decir, se puede suponer que podría existir una línea divisoria muy precisa entre el practicante y el caso. En realidad, tenemos que partir de algo muy elemental: preguntarnos qué es aquello que se lleva a un control. Incluso una pregunta mucho más simple: ¿por qué supervisamos? No hay una única respuesta a esa pregunta, pero me parece que una de las razones frecuentes es que la demanda de supervisión surge cuando el practicante experimenta alguna clase de incomodidad con el caso. Esa incomodidad está relacionada con algo que sobrepasa al practicante, algo que conmueve su posición en la escucha. De allí la importancia que tiene localizar ese punto en la supervisión. En otras palabras, del mismo modo en que es fundamental investigar qué es lo que ha desencadenado una demanda de análisis, es imprescindible descubrir qué es lo que mueve a una demanda de supervisión.
La supervisión no es un encuentro entre un maestro y su discípulo. Su objetivo principal es despejar el obstáculo, la resistencia del analista. Es en ese sentido que la supervisión puede enseñar algo, que es distinto a la idea de que es el supervisor quien enseña. El supervisor puede, sin duda, añadir algo. Algo en referencia al diagnóstico, la dirección de la cura, pero su función principal es la que permitir que el practicante pueda restablecer su posición respecto de su propio acto, dado que finalmente es el sentimiento de estar sobrepasado por su acto lo que desencadena el pedido de supervisión. Quiero detenerme un poco en la importancia de sentirse sobrepasado por el acto analítico. Para ello me voy a servir de una observación de Lacan en la lección del 14 de noviembre de 1962 al comienzo de su seminario sobre la angustia: “El analista que entre en su práctica no está excluido de sentir, gracias a Dios, aunque presente muy buenas disposiciones para ser un psicoanalista, en sus primeras relaciones con el enfermo en el diván alguna angustia”. [2] ¿Por qué Lacan considera que la angustia puede ser un signo positivo de la posición del analista? Les ofrezco una interpretación: porque la angustia está muy próxima al no-saber. La posición del analista implica estar en condiciones de sostener una determinada relación con el no-saber. De un modo análogo, es preciso que el practicante no permanezca instalado en la comodidad del automaton. El analista bien instalado en su lugar, el analista que no está un poco descentrado de su lugar, puede favorecer una estática inercial en la cura del analizante. La demanda de supervisión parte de allí, tiene su origen en la incomodidad saludable que impide que la práctica se vuelva somnolienta.
No hay muchas referencias de Lacan al tema de la supervisión. Al menos no hay las suficientes como para deducir una doctrina lacaniana de la supervisión. Quién sabe, tal vez Lacan no estaba interesado en promover una doctrina de la supervisión. En la lección del 18 de noviembre de 1975 del seminario 23 [3] , hay una observación muy curiosa que Lacan hace respecto de las personas que supervisan con él. Por una parte, considera que los analistas se comportan como rinocerontes. El rinoceronte, Albrecht Dürer Rinoceroscomo sabemos, es un animal torpe y miope. Por otra, dice que él encara la supervisión en dos etapas. Hay una primera etapa en la que él se muestra de acuerdo con todo lo que los practicantes hacen. No les cuestiona absolutamente nada. No es una actitud paternalista, del tipo “aprende de tus errores por ti mismo”. Esta primera etapa consiste en no alimentar en el supervisante la idea de que lo que está en juego en la supervisión es la obtención de un saber. Más tarde vendrá la segunda etapa, que Lacan describe así: “La segunda etapa consiste en jugar con ese equívoco que podría liberar el sinthome[4]. En efecto, la interpretación opera únicamente por el equívoco: “Es preciso que haya algo en el significante que resuene” [5]. Esto es absolutamente enigmático. ¿Qué es esa interpretación de la que habla Lacan en ese contexto, el de la segunda etapa que se lleva a cabo con los practicantes que supervisan con él? ¿Se trata de la interpretación que el supervisor hace del caso y que trata de conmover el goce anudado con el síntoma del analizante? Seguramente podemos responder que sí. Pero también puede suceder que la interpretación produzca una resonancia en el analista. Cuando esa interpretación da en el blanco le permite al analista encontrar las coordenadas que lo guían de nuevo hacia la posición de semblante del objeto causa del deseo en la transferencia. En ese sentido, el control opera más como una rectificación de la posición en la transferencia que como una transmisión de saber. Es fundamental subrayar que la supervisión no proporciona una acumulación de saber. No sabré más por supervisar cien veces que si superviso diez. No es eso lo que está en juego, porque se trata del deseo del analista y de su “saber hacer”. Ese “saber hacer” no es una información o conocimiento, no es un saber referencial que se almacena, puesto que tanto la sesión analítica como el control remiten a un acontecimiento que es siempre singular, que siempre cuenta como uno.
Tenemos una idea clásica de la supervisión:

S1-S2

En la supervisión orientada por la enseñanza de Lacan debemos pensar en estos términos:

S1 y S2 14

¿Qué significa esto? Que el problema de la supervisión es cómo evitar que la demanda se satisfaga mediante una respuesta que alimente el fantasma del saber del analista como un saber que progresa. Por supuesto, interferir el vector que va de S1 a S2 no significa que la dificultad que el analista trae a la supervisión permanezca igual. Es preciso encontrar el modo de deshacer el nudo, para lo cual hay que tener siempre presente que lo que ha creado ese nudo no es un déficit de saber.
Como parte de la formación, la supervisión puede tener efectos analíticos en el practicante, y estimular la posibilidad de dar un paso más en su propio análisis. En mi experiencia personal como supervisante los mejores controles que he tenido fueron aquellos que me sirvieron para descubrir algo nuevo en mi proceso de análisis. Cuando me sitúo en la posición de supervisar a otros, siempre tengo en mente un principio básico: nadie conoce al analizante más y mejor que su analista. Por eso, en general confío en lo que hacen los analistas que supervisan conmigo. Confío en que han hecho un recorrido analítico, y que van a apoyarse fundamentalmente en eso. Por eso mi papel se limita a despertarlos un poco cuando caen bajo la hipnosis de la comprensión, que es una pendiente por la que es muy fácil deslizarse.
Hay otro aspecto de la supervisión que me gustaría traer. Es necesario supervisar también para que el practicante elabore su sentimiento de culpabilidad. Ese sentimiento, que como sabemos está ligado con el superyó, interviene en la dirección de la cura al menos de dos modos principales. Por una parte, cuando el analista toma a su cargo el peso de la queja del paciente de que no hay progresos terapéuticos. A menudo los practicantes se identifican con esa demanda. En tales casos la supervisión es muy útil para clarificar eso, para no enredarse en la agresividad transferencial. Por otra parte, y esto es algo que vemos muchas veces especialmente en los que inician su práctica, la culpa se manifiesta en el hecho de no poder sostener una posición de silencio. Inconscientemente creen que su función tiene que justificarse, y que la justificación consiste en el imperativo superyoico de que tienen que interpretar, que el paciente no puede marcharse con las manos vacías, o, mejor dicho, con los oídos vacíos. La supervisión puede ser el lugar donde tratar esa culpa, o al menos traerla a la luz para que luego se elabore en el análisis.
Quiero traer ahora un ejemplo, algo que dejó una marca fundamental en mi formación analítica: la primera vez que supervisé un caso. De esa primera vez extraje una enseñanza inolvidable, algo que algunos años más tarde encontré leyendo el seminario 3 de Lacan, donde al inicio dice algo así como: “Absténganse de comprender”. Se trataba de una joven paciente que me había contado un sueño. En el sueño, su madre estaba subida al tejado de una casa. La paciente está junto a la casa, mirando a su madre. De repente, la madre tropieza y cae. Su cuerpo se queda inmóvil en el suelo. Le relaté el sueño al supervisor, y la interpretación que hice de él: el deseo de muerte de la madre. El supervisor frunció el ceño y me preguntó en qué me basaba para hacer esa interpretación. “En que la madre se cae del tejado y se muere”, respondí. “Su paciente no dijo eso. Ha dicho que veía la caída de su madre”. En efecto, que la madre se caiga del lugar en donde está no significa que haya muerto. Sólo ha caído. El significante del sueño, que señala la angustia, es la caída. El supervisor, al hacer resonar el equívoco del significante “caer”, me permitió internalizar el consejo de Lacan: no se trata de comprender. Comprender es una de las maneras en las que se manifiesta el fantasma de domino del saber.
Es muy importante notar que la función principal de la supervisión no es resolver una urgencia, sino crear un espacio donde poder pensar, a posteriori, las consecuencias del acto analítico. La demanda de auxilio para evitar la pérdida de un paciente produce una distorsión de aquello que debería suceder en una supervisión. Introduce la demanda de un saber mágico, que reclama la omnipotencia, como si se pudiese encontrar la interpretación salvadora. Por supuesto, no estoy sugiriendo que la supervisión no pueda a veces ser muy útil en este sentido, pero no puede ser por defecto aquello en lo que se base.
En el Acta de Fundación de su Escuela, Lacan afirma que el análisis del psicoanalista tiene efectos sobre toda la práctica del sujeto que en él se compromete. El control se impone, por lo tanto, en el momento mismo en que esos efectos se manifiestan en dicha práctica, con el objetivo de proteger al paciente de esos efectos. ¿Cómo entender esto? Es muy interesante ese lado de la cuestión. La supervisión es abordada aquí por Lacan como una tarea fundamentalmente ética, que apunta no tanto al practicante como al paciente. Lo que está en juego es la necesidad de preservar al analizante, de evitar que sea afectado por los efectos que se producen en el análisis del analista.
El control tiene sin duda un valor epistémico. Ese valor no se corresponde con una enseñanza en el sentido de la transferencia de un saber del supervisor al supervisante. La ganancia de saber que se produce en la supervisión proviene del hecho de que contar un caso y el impasse que ha provocado la demanda tiene en sí mismo un efecto de interpretación. El relato constituye una elaboración de saber.
También hay una dimensión estrictamente clínica. Allí la cuestión diagnóstica puede parecer esencial, pero no lo es tanto. Por supuesto, el diagnóstico tiene toda su importancia. Conviene saber qué sujeto es aquel a quien recibimos. Pero importa mucho más es la dimensión ética. El control es una práctica que se apoya fundamentalmente en la ética del psicoanálisis. Cómo preservar el deseo del analista, el deseo que está implicado en su acto, que no es un deseo subjetivo, de la incidencia del discurso corriente, del discurso en el que el practicante está inevitablemente incluido a pesar de que su propio análisis tiene que reducir todo lo posible esa incidencia.
¿Cómo conciliar la supervisión con el principio de que el analista se autoriza por sí mismo? Porque hay una etapa en la cual el practicante solicita un control porque en el fondo lo que está en juego es una demanda de autorización. “Quiero saber si lo estoy haciendo bien o no”. Eso es lo que Lacan trataba de evitar dando la razón a los rinocerontes. Solo en un segundo tiempo, cuando el practicante alcanza una destitución del SSS del supervisor (lo cual es un efecto de su propio análisis), es cuando la supervisión se convierte en el espacio donde poner a prueba los efectos de subjetivación del deseo del analista.


[1] Lacan, J.: El reverso del psicoanálisis, Paidós, Barcelona, 1992, página 31.

[2] Lacan, J.: La angustia, Paidós, Buenos Aires, 2006, página 13.

[3] Lacan, J.: El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, página 17.

[4] Op. Cit.: página 17.

[5] Ibid.

Publicado originalmente con el mismo título en Freudiana 89/90

Agradecemos a Gustavo Dessal por su generosidad.

Vanidad, Frank Cadogan Cowper, 1907

“Desde el sentido hacia el efecto poético”

Laura García Cairoli

Todo poema se cumple a expensas del poeta.
Octavio Paz

 

Que el tema de nuestro primer “Tres contra uno” sea el Psicoanálisis presenta sus ventajas y desventajas.  Podría seleccionar al azar cualquier página de las obras de Freud o los seminarios de Lacan y señalara donde señalara podríamos estar hablando de psicoanálisis. Cientos de definiciones seguramente circulan por todos lados. ¿Cómo lograr saber entonces, y lo que es aún más complicado de pensar, cómo explicar, qué es el psicoanálisis?
En una sesión de mi análisis, le cuento a mi analista, un poco quejándome de mí misma, que hablar no era algo que me gustara mucho, y que incluso, cuando encuentro que los otros se ponen algo charlatanes, me puedo llegar a fastidiar un poco. Pero le decía que en el diván era distinto, que las palabras se soltaban, que el “no querer hablar” se borraba hasta desaparecer. Y me señaló algo que marca el horizonte de cualquier análisis y de la experiencia que creo que estamos intentando repetir con estos encuentros. Me dijo que, en una sesión de psicoanálisis, “hablar era escribir”. Y estas palabras me golpearon. Inmediatamente se volvieron mías. Ya no era lo que el analista dijo, sino lo que escuché y lo que ahí mismo pudo escribirse. ¡Eso era el psicoanálisis! El pasaje de una narrativa verborreica a un texto inédito vaciado de goce. Un movimiento ético, siempre audaz, desde la propia biografía a la poesía.

Acá nos encontramos ya con una especie de definición: El psicoanálisis es el camino que cada uno puede decidir recorrer desde la biografía a la poesía. Son de esas definiciones que sirven porque no están repletas de sentido teórico, pero al mismo tiempo no deja de ser un intento de definición, y de ese lugar más vale siempre intentar moverse, al menos por ahora.

En lugar de “¿qué es?” me pregunté si no sería mejor decir algo relacionado con “¿para qué sirve?”. Pero inmediatamente apareció una pregunta más, quizás escondida detrás de las otras y que tal vez permita orientarme un poco mejor: “¿para quién?”. Esta parece un poco más problemática, lo que significa que vamos en la dirección correcta, o al menos en la dirección que a mí me gusta.
Puedo decir en principio que el psicoanálisis es para aquel que esté dispuesto a no retroceder frente al propio e incurable no querer saber que nos funda como seres del lenguaje. Para pensar esto deberemos dinamitar por un rato los ideales románticos del Iluminismo y suspender la creencia de que el ser humano es un ser racional cuyo centro es eso llamado “yo”. También hagamos el intento de no dejarnos engañar por lo que el discurso universitario pueda llegar a ofrecernos, por más tentador que sea. No por acumular cursos, licenciaturas o doctorados sabremos mejor que otros acerca de lo que se trata el psicoanálisis. Hay que moverse del academicismo cínico o del cientificismo estéril. Podemos incluso ir más allá y sostener que la cultura misma es un saber contra lo real, para defendernos de él, una elucubración para velar un radical “no hay”. Estamos a un paso ya de animarnos a pensar que el inconsciente mismo es el saber no sabido que cada uno inventa en el lugar del desajuste entre la verdad y lo real.

Cito lo que Lacan decía en la Nota italiana: “el saber por Freud designado del inconsciente es lo que inventa el humus humano para su perennidad de una generación a otra. Hoy que se lo ha inventariado, se sabe que da pruebas de una falta de imaginación terrible. Hay recurrir a lo simbólico y lo real que lo imaginario anuda e intentar agrandar los recursos para prescindir de esa molesta relación y hacer que el amor sea más digno que la abundancia del parloteo que constituye hoy día”. Entonces: desde el amor del lado del parloteo hacia al de la invención y la poesía. Desde el descifrado infinito del inconsciente a lo que hace efecto de ausencia. De lo real que cesa de no escribirse en el síntoma a una escritura que haga temblar al síntoma y resuene algo más que el sentido.

Volvamos a la pregunta “¿para quién?”. ¿Para la neurosis? ¿Para la psicosis? ¿Para los que sufren? ¿Los que sueñan? ¿Para algunos? ¿Para cualquiera? El psicoanálisis apunta siempre al sujeto y, como analistas, debemos suponer que siempre lo hay. Pero psicoanalizarse sólo es posible si existe una demanda. Una demanda que será formulada por cada cual de manera distinta pero que, indefectiblemente, deberá llevar una forma parecida a la ya famosa intervención que Freud le hace a Dora y que empuja a un movimiento analítico siempre inaugural: “¿que tienes que ver tú en esto de lo que te quejas?”. Umbral con el que deberemos encontrarnos no sólo con cada analizante, cada vez, sino también en nosotros mismos. Y allí, se retrocede o se avanza. Digamos que sólo atravesando uno mismo la experiencia analítica se logra llegar a saber de qué saber de trata ahí. Si afirmamos que no hay pulsión de saber, que no hay deseo de saber, sino sobre todo horror al saber, entonces conviene sostener esto otro: el saber viene al lugar de velar la falla fundamental. Paradoja que sólo el psicoanálisis supo mostrar: sabemos para desconocer y comprendemos para mantenernos ignorantes.


El psicoanálisis propone una manera única de preguntarse acerca del síntoma. Lo aborda de una manera distinta a cualquier otro tipo de terapéutica del sufrimiento. Se abstiene de la necesidad de los tiempos actuales que demandan brevedad en los tratamientos y resultados eficaces acordes a lo que la época propone como normalidad. No considera el síntoma como una anomalía a deshacerse, sino como signo. Signo de lo que no funciona. ¿Y qué es lo que no funciona? La relación del sujeto con el lenguaje. Porque allí hay un desarreglo fundamental, una relación siempre asintótica entre el saber y el sujeto. El psicoanálisis es la posibilidad de volver al inconsciente el aparato de lectura del síntoma. Es hacer legible el síntoma a través de coordenadas éticas que tienen que ver con la manera en que cada uno ha afrontado la sexualidad, lo impensable, la castración, la muerte y todo lo que podamos poner del lado de lo que espontáneamente le resulta insoportable al ser hablante. Lo vuelve legible porque intenta situar la manera singular en que cada uno se las tuvo que arreglar con lo que no funciona. Y para ello es necesario un deseo que va más allá de cualquier idea de voluntarismo. Con una ética imposible de reducir a la moral y con un saber distinto al de la idea clásica de conocimiento. Frente al “¿para quién el psicoanálisis?” debemos responder entonces que no es para todos pero puede llegar a serlo. No es una experiencia de erudición o de curación, es una experiencia de constante búsqueda del encuentro con la causa de lo que somos. Con lo ineliminable, incurable. Una experiencia de sabiduría, pero no de saber. Porque un análisis produce un sabio, sabio de su deseo, pero sólo de su deseo.

Volvamos al inicio una vez más, como tantas veces hacemos en un análisis, un intento más por captar el movimiento de un análisis, este que denomino de la autobiografía a la poesía. Al comienzo de la experiencia analítica vemos florecer la primavera del inconsciente y reordenamos el mundo de acuerdo con esta nueva relación simbólica con él. Luna de miel de la transferencia. Nos atrevemos a descubrir el sentido oculto detrás del sentido mismo. Hablamos, narramos, relatamos, soñamos. Ponemos a funcionar la maquinaria significante. Pero algo viene a hacer obstáculo a esta narrativa incesante. Algo debe advenir al lugar de ese funcionamiento imparable del significante. Un vaciamiento, una violencia ejercida sobre lalengua, un forzamiento para hacer sonar otra cosa que el sentido. Un uso de la palabra que pueda producir efecto poético y le haga freno al parloteo gozoso, al de la aprisionante y voraz maquinaria fantasmática. Un efecto de agujero. Un nuevo significante que no tenga sentido pero que pueda ser usado. Un buen uso del sin sentido. La utilidad del vacío, de lo que hace efecto de ausencia. Ese que sólo el psicoanálisis y la poesía pueden lograr.

Por último, quería finalizar con unas líneas de un poema de Octavio Paz con el que me encontré mientras iba leyendo y escribiendo para hoy y que creo logra decir algo de lo que significa ser habitantes del lenguaje y algo también de lo significa atravesar una experiencia de análisis. Una invitación a tomar la palabra para luego poder deshacerse de ella y crear algo distinto:
“…Gran abrazo mortal de los adversarios que se aman: cada herida es una fuente. Los amigos afilan bien sus armas, listos para el diálogo final, el diálogo a muerte para toda la vida. Cruzan la noche los amantes enlazados, conjunción de astros y cuerpos. El hombre es el alimento del hombre. El saber no es distinto del soñar, el soñar del hacer. La poesía ha puesto fuego a todos los poemas. Se acabaron las palabras, se acabaron las imágenes. Abolida la distancia entre el nombre y la cosa, nombrar es crear, e imaginar, nacer…”

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Poeme maudit, Santiago Caruso


Presentado en “Tres contra uno”, el 25 de julio de 2020, en la plataforma Zoom.

Sobre el estilo en psicoanálisis

Mercedes Ávila

El estilo, lo singular, lo intransferible

Comencemos tomando las palabras que George-Louis Leclerc, conde de Buffon, pronunció en su “Discurso sobre el estilo”, en 1753:

«Las obras bien escritas serán las únicas que pasarán a la posteridad: el caudal de los conocimientos, la singularidad de los hechos, la novedad misma de los descubrimientos, no son garantía segura de inmortalidad.

Si las obras que los contienen no tratan sino de nimiedades, si están escritas sin gusto, sin nobleza y sin talento, perecerán, porque los conocimientos, los hechos y los descubrimientos se escapan fácilmente, se desplazan y huyen hasta ser empleados por manos más hábiles. Estos son exteriores al hombre; en cambio, el estilo es el hombre mismo. El estilo no puede, pues, ni robarse ni transferirse ni alterarse; si es elevado, noble, sublime, el autor será igualmente admirado en todos los tiempos, pues sólo la verdad es duradera y aun eterna. Así, un estilo bello no lo es, en efecto, sino por el número infinito de verdades que presenta.»

Si es estilo es el hombre mismo, y no puede ni robarse, ni transferirse ni alterarse, entonces el estilo apunta a algo que no se repite ni se puede imitar bien, el estilo apunta a lo singular. Monterroso lo señala correctamente al notar que un gran estilo puede imitarse pero ello es enteramente inútil, pues se convierte en algo demasiado fácil y demasiado evidente. Pensemos en todos los que hay en el psicoanálisis tratando de imitarlo a Lacan: nada hay más patético. Podemos aprovechar una diferencia que propone Leclerc entre forma y contenido. Es necesario que retengamos esta distinción, porque es una distinción que aplicamos en psicoanálisis cuando hablamos de vaciar el sentido.

¿Por qué tenemos que hablar del estilo? ¿Qué es el estilo?  Hay que ir más allá del sentido común. El término estilo proviene del latín stilus que era el punzón con el cual se escribía antiguamente en tablas enceradas. El estilo, entonces, deja una marca, escribe, pero también se escribe.

Freud en su artículo “Sobre psicoterapia” toma a Leonardo Da Vinci y la oposición entre el trabajo del artista per la via di porre y per la via del levare, siendo este último ejemplo del camino del psicoanálisis. Per la via del levare es la técnica que aplican los escultores, la de quitar el exceso, en el mármol, por ejemplo, para que emerja la forma verdadera de la obra, esa técnica, paradójicamente es la misma del estilo, del punzón que quita el exceso sobre la superficie lisa.

Pero en psicoanálisis hay un problema que encierra el estilo, y lo podemos ver claramente en la trasmisión: tenemos dos ejemplos paradigmáticos, uno es Freud, el otro fue Lacan.

Freud fue claro en su escritura, amante de la prosa, recibió el premio Goethe por ello. Lacan, en cambio, tomó un camino enmarañado, oscuro. Ninguno fue entendido.

Ambos querían transmitir su experiencia, sus descubrimientos. Uno con la expectativa, tal vez, de que ser claro era lo mejor, el otro, en cambio, con los resultados de la mala lectura que se hizo de la obra de Freud, inventa una forma rebuscada de hacer participar al lector en la construcción del texto.

Podemos pensar que no hay un arquetipo del estilo, sino que se inventa un estilo, en acto, cada vez. Aquí tenemos que sostener la pregunta: ¿una vez alcanzado un estilo, el mismo permanece? ¿O es necesario convocarlo cada vez?

Pero, más allá de estas preguntas, vemos que el problema no es el estilo en sí mismo, aunque éste pudiera contribuir en la generación de claridad, o confusión, el problema reside en la posición ética del lector.

Tenemos que apuntar a la construcción de un estilo-ético. ¿Habrá otro estilo?

La posición ética del lector es que la hace que de cualquier estilo se pueda convertir una lectura en una lectura cabalística, de la escritura de Dios y su palabra sagrada, y que por ello deba interpretarse al infinito, o también que, justamente por haber sido escrito por Dios, a eso escrito no se le haga crítica alguna (para entender ambos ejemplos basta escuchar o leer los axiomas lacanianos que circulan por todas partes y lo que se dice de ellos.)

También podría ocurrir que de un estilo se genere otro estilo, el propio.

Entonces vemos que, de lo que puede plantearse como un problema inicial: ¿cómo transmitir?, rápidamente aparece otro problema: ¿cómo lograr una posición ética del lector?

Entonces, ¿con qué estilo se ha de transmitir en psicoanálisis? ¿Qué estilo sería el adecuado para alentar una posición ética del lector? ¿Existe algo así? Bueno, podríamos pensar en un estilo de transmisión de la falta, de la exposición, de la posición analizante, con la experiencia que uno obtiene en el propio análisis. Trabajar en un espacio en el que el juego esté permitido, en el que uno pueda autorizarse a divagar con seriedad. Ése fue el estilo de Freud, también fue el de Lacan.

En la práctica analítica, en todos sus niveles, encontramos siempre el mismo movimiento inicial: trabajar con lo que no hay. Como analizante, como analista, como integrante de cualquier lugar en el que haya encuentro con otros practicantes, como ser hablante, se repite siempre la misma estructura, como en los fractales.

Hay una relación íntima entre la creación de un estilo, y la práctica analítica. Siempre se repite lidiar con lo que no hay, porque sencillamente no hay; y una y otra vez… y eso es insoportable.

Hay que desterrar la idea de que un analista es el que atiende pacientes. Eso no es un analista, un analista es el que logra alcanzar otra relación con su propia falta y, por lo tanto, otra relación con el propio goce (y deseo, y síntoma).

La invención de un estilo es la invención que se espera lograr al final de un análisis.

Saber supuesto, saber expuesto, acto

El que toma la palabra expone, y se expone.

Cualquiera, enfrentado al acto de tomar la palabra, debe tomar una decisión: encantarse en el lugar del saber supuesto, o soportar el lugar del saber expuesto. Justo antes de hablar aparece la vacilación sobre lo que se dice: ese es el vértigo del acto.

El lugar del saber supuesto es el del apoyo en los papeles, por así decir, es escudarse en lo escrito, en las citas, en las verdades escritas a lo largo de los siglos, el lugar del saber expuesto es el lugar de la invención a partir del no-saber, es decir, hablar como quien quiere descubrir algo nuevo, sin saber si se podrá lograr. Para descubrir hay que arriesgar, hay que hablar a partir de lo que no se sabe.

«Lo que tortura a algunos analistas, que pueden funcionar muy bien como tales, es decir, respecto del sujeto supuesto saber, es tener que exponer su saber. Temen, en ese momento, sentirse desnudos, tontos. Saben que el saber que pueden exponer es mínimo. Es tanto más pequeño que el que les es supuesto, que hay toda una doctrina acerca de que el analista no debe hablar, ni debe exponerse en las salas, porque, justamente, podría herir ese saber supuesto. Al fin resulta que el saber supuesto es tan supuesto que nadie lo puede ver. Es bastante reciente, y gracias a Lacan, que los analistas han tenido que comenzar a exponerse. En París se produjo un escándalo cuando Lacan abrió su Seminario, como si los seminarios tuviesen que ser reservados. Reservados de manera que, así fuesen mejores o peores, desde afuera se pueda suponer que los analistas intercambian y producen entre sí los secretos de la humanidad. Es un riesgo exponer. No es algo fácil sino, más bien, bastante difícil de elaborar. Por eso hay tensión entre el saber supuesto y el saber expuesto, y la Escuela, en el sentido de Lacan, es el lugar mismo de esa tensión. Es el lugar donde esa falla puede aparecer[1]

Hay en estos dichos de Miller todo lo que mencionamos sobre la posición ética, pero tenemos que hacer una salvedad porque se puede observar por todos lados el malentendido: la Escuela no es un lugar meramente físico, la Escuela se crea en acto.

En todo esto que hablamos se presenta algo que concierne al acto: “El que no arriesga no gana” reza el dicho, que, sin embargo, oculta algo más, muy importante: el que no arriesga, pierde, siempre pierde.

Antes mencionamos la posición ética del lector. Vamos a reducir esa frase a la posición ética, que es lo que nos interesa, porque es una posición ética necesaria que luego se podrá poner en juego en todos los ámbitos. Y es una posición ética propia, lo cual quiere decir que no se puede imponer a otro.

Quiero remarcar esto: no se puede imponer. Este es un problema, ¿es un problema?

Un capítulo de la serie Black Mirror, titulado “Hated in the Nation”, muestra un hacker que programa un grupo de abejas robóticas para matar personas. Las abejas robóticas, que remplazaban a las abejas naturales, que se usaban para polinizar las plantas (y para otras cosas que luego se descubrirán) y que pasaban desapercibidas mientras cumplían su función, se convierten súbitamente en una amenaza.

Hated in the nation Black Mirror

A lo largo del capítulo se descubre el motivo del hacker: su manifiesto apunta a que la gente se haga responsable de sus dichos en línea y que sientan el peso de las palabras. Es decir, el hacker señala de una manera brutal que lo que se dice tiene consecuencias y hace volver las expresiones de muerte que profería la gente ligeramente bajo la forma de muerte real sobre uno mismo.

La propuesta es interesante, pero tiene un error: el hacker los obliga a hacerse responsables y por eso mismo es que no logra que efectivamente haya un efecto subjetivo de responsabilidad en cada muerto, porque a partir de ese momento, con su muerte real, cada muerto pasa a ser una víctima.

Lo que vemos con este ejemplo es que no puede obligarse a nadie a hacerse responsable, es un acto que sólo el sujeto puede atribuirse y ese acto es fundacional. Así como lo es el acto de leer. Es una posición ética.

Entonces, de nuevo: ¿cómo transmitir al psicoanálisis? ¿cómo lograr un efecto de transmisión? No hace falta que recordemos a Freud con lo de las profesiones imposibles porque se ha vuelto proverbial y se repite por todos lados, pero tomemos ese punto fundamental: lo imposible. Y justamente porque es imposible es que vale la pena ir hacia allí. El psicoanálisis no ofrece garantías en ningún momento: es un paso que se da sin saber si hay suelo.

Nuevamente: ¿cómo, entonces, transmitir el psicoanálisis?: Por medio de un estilo, ¿cómo?: Poniéndose en juego, porque sólo poniéndose en juego se puede producir un efecto contagio, mostrando en acto que podemos hacernos cargo de lo imposible y atrevernos a saber desde allí. Ese contagio lleva a que el otro quisiera saber también, que quisiera descubrir su estilo: el suyo, singular, único, intransferible e inimitable.

Gustav Klimt
Gustav Klimt, The Park, 1910.

Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.


[1] Jacques-Alain Miller: “El concepto de escuela”. Publicado en Cuadernillos del Pasador, 1993.
También disponible en el sitio de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

La ética de la lectura

Sebastián Digirónimo

 

 

(…) Cada página de la obra de Borges lleva a este postulado distinto al del sentido común: no hay textos originales en el sentido de originarios. Los ejemplos más claros de esto son, quizá “Pierre Menard, autor del Quijote” y “Kafka y sus precursores”. Un psicoanálisis orientado implica tomar, ante la presuposición de la existencia de un texto de origen, la misma posición de Borges. No hay textos originarios. Ello se inscribe en el mismo lugar que el axioma lacaniano del no hay relación sexual.
En “Las versiones homéricas”, Borges escribe lo siguiente: «presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H –ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio».
Con la caída del concepto de texto definitivo tenemos que sostener la caída del concepto de texto original. Un crítico señala que Borges “nos invita a pensar la literatura como una serie de borradores pasible de extenderse indefinidamente”. Al notar que su obra toda es una puesta en acto de una clara teoría de la traducción, lectura, escritura, en seguida damos en pensar, por ejemplo, en cuentos como “El libro de arena” y “La biblioteca de Babel”.
¿Pero por qué al psicoanalista le interesaría el desdibujamiento del concepto de texto original en el sentido de originario? Porque nos remite rápidamente a varias preguntas acerca del quehacer del psicoanalista y nos aporta algunas respuestas. Alguna vez un practicante del psicoanálisis preguntaba, en conversación con otros practicantes, si el psicoanalista, en un psicoanálisis, lee o escribe. Como la conversación tenía la forma de las conversaciones actuales, las que permiten las redes sociales virtuales, el otro le respondió con el apresuramiento típico de esas conversaciones. Le dijo, sin pensarlo mucho, que lee hasta el dispositivo del pase y allí se pone a escribir. Las cosas no son tan sencillas. Es claro que, en el apresuramiento, sucumbió a los conceptos vulgares de lectura y escritura y, sin saberlo, había en su respuesta también una teoría de la traducción no menos vulgar. Lo que Miller llamó dispositivo joyceano, ayuda a entender algo de esto y a no sucumbir al apresuramiento.
Hay un axioma que se repite cada tanto sin que, al parecer, hiciera demasiada mella en los oídos en los cuales cae: un psicoanálisis es aprender a leer para que surja así lo ilegible. En un libro de Sergio Waisman titulado Borges y la traducción, se señala que «como ha observado un buen número de críticos, cuando Borges lee, escribe». Esto, que es ya un lugar común, parece no entenderse del todo, o parece no ser tomado en serio. Ocurre ello con Borges porque Borges era un poeta. Cuando Borges lee, escribe. No quiere decir que Borges lee en el tiempo 1 y escribe en el tiempo 2. Es así como entiende la mayoría este señalamiento que cualquiera podría hacer. Que no hubiera un tiempo de la lectura y después un tiempo de la escritura es el resultado del no hay texto original postulado en acto. Notemos que es lo contrario a lo que postulaba ese practicante del psicoanálisis al sostener que hay un tiempo de lectura y luego uno de escritura. Lo que señalan los críticos agudos sobre Borges lo acerca a lo que debería esperarse de un psicoanalista. Cuando un psicoanalista lee, escribe. Cuando un analizante lee, escribe. Y eso es lo que quiere decir que un psicoanálisis se trata de aprender a leer para que surja así lo ilegible. No hay en esa idea un tiempo 1 de aprendizaje de la lectura y un tiempo 2 de surgimiento de lo ilegible. El problema es que se trata, ciertamente, de una forma de lectura distinta del concepto vulgar de lectura. Aunque el concepto vulgar de lectura es una ilusión. La lectura debería ser siempre la borgeana, poética, psicoanalítica, furiosa. A esto es a lo que se refería Stevenson, en uno de sus bellos ensayos, postulando el talento para la lectura mencionado antes.
No hay texto original. Para un psicoanálisis tenemos que presuponer la misma idea, que claramente subvierte el pensamiento. Los psicoanalistas que, entre los lacanianos, se han dado en llamar imprecisamente postfreudianos, pierden la esencia del descubrimiento de Freud justamente por sucumbir a la idea de texto originario a ser leído-traducido. Y Freud mismo pega un resbalón, en ese punto, con su noción de neurosis de transferencia. ¿Por qué patina? Porque presupone un texto original sobre el que se fundaría el texto artificial a través de la transferencia. Otros han formulado la pregunta de esta manera: ¿hay un sujeto escrito que el psicoanálisis lee o el sujeto es escrito en el mismo momento de su lectura? La respuesta buena tiende, por supuesto, a eso último, y ello a través de la idea fundamental de que no hay texto original. La distinción que hace Miller entre inconsciente real e inconsciente transferencial, y que los psicoanalistas lacanianos repiten con cierto apresuramiento, corre el riesgo de caer en el mismo desfiladero del error si no tenemos en cuenta la ausencia de texto original.
Que hubiera texto original es la ilusión de la neurosis. Borges es muy agudo al señalar que la idea de un texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio. La presuposición de un texto original es un sueño neurótico. La neurosis postula la idea del destino, la idea de lo que está ya escrito. (Cuando Lacan señala que no hay destino humano que no sea disparatado hay que saber oír lo que señala acerca de lo disparatado de la neurosis).
Jorge Alemán escribió alguna vez un par de líneas que rápidamente vinieron a la mente al escribir las frases que están más arriba. Es que en ellas está ilustrada una frase de Verlaine que se relaciona estrechamente con la fórmula poesía//literatura. «El sueño de la neurosis y de la vana literatura imagina un goce sin fallas, mítico y absoluto, una cópula animal no interferida por la lengua y su modo siempre fallido y parcial de gozar». Es por esto que la posición de Borges es la que le conviene al psicoanalista y es por esto que el no hay texto original está estrechamente vinculado con el no hay relación sexual.
Un día alguien señaló que sinónimo del concepto de rectificación subjetiva, que hace al movimiento que permite entrar en un psicoanálisis, es la creencia en el inconsciente. Y es desde allí que hay que entender la frase de Freud que señala que el deber de todo ser vivo es soportar la vida. Esto quiere decir que, ante el trauma de la lengua, parafraseando al mismo Jorge Alemán, surge una pregunta: ¿tendrá la existencia el coraje de aceptar su fractura, y sabrá leer en el inconsciente el modo singular en que habita el trauma de la lengua? Es con ese coraje que se relaciona la obra de Borges, es decir, esa teoría sobre la traducción, la lectura y la escritura en acto. Se trata, además, del coraje necesario para la furia. Y es por esto que son muchísimos más los iracundos que los furiosos.
Por ser la obra de Borges la puesta en acto de este no hay texto original es que alguien como Piglia puede decir, textualmente, que «es como si hubiera entrado y salido siempre del mismo texto y lo hubiera reescrito a lo largo de su vida, un trabajo continuo de reescritura, de variantes y versiones». Agreguemos a ese trabajo, el adjetivo furioso. Es un trabajo furioso continuo de reescritura, de variantes y de versiones.

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En “Sobre el Vathek de William Beckford” Borges escribió esto: «sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción». Estamos en el extremo de ese no hay texto original. Borges postula que el idioma inglés es más favorable que el francés al ambiente de pesadilla de la obra de Beckford y que, por eso, el original en francés es infiel a la traducción en inglés. Detrás está, por supuesto, el postulado mucho más fuerte e irreverente de que no hay textos originales sino sólo borradores. Y un psicoanálisis hay que pensarlo desde allí, desde este no hay texto original. Y se trata de inventarlo. La frase de Borges acerca del Vathek de William Beckford es la que nos da la clave de la relación que hay entre lo que se escribe en un psicoanálisis y la neurosis. El supuesto texto originario (la neurosis vela el hecho de que no hay texto originario y se postula a sí mismo como tal, como destino ya escrito), es infiel a su supuesta traducción. La furia, que es la del poeta y debería ser la del psicoanalista, nos revela esta irreverencia casi impensable.


tapa-sebastian-digironimo-2016-Sebastián Digirónimo: Elogio de la furia, Letra Viva, Buenos Aires, 2017, página 91.

Admitir un sujeto

Mercedes Ávila

Al practicar psicoanálisis en una institución es indispensable examinar lo institucional y su relación –o la ausencia de relación– con la clínica y la teoría psicoanalítica, y a su vez poder delimitar, si es posible, efectos psicoanalíticos en la institución.
Se creería que las entrevistas de admisión institucional difieren radicalmente de aquellas entrevistas que se llevan a cabo con un paciente en la práctica privada. He aquí algunos axiomas para considerar si hay diferencias entre ambas y cuáles podrían ser las consecuencias de ello.

  • Primer axioma: si hay psicoanalista, hay admisión de un sujeto.

Las entrevistas preliminares son un ejercicio necesario de puesta en forma de la demanda de un sujeto para avalar –o no– el comienzo de un análisis. Toda entrevista, entonces, es una entrevista de admisión, y en ellas no sólo se aspira admitir un sujeto en un análisis sino –y sobre todo– se aspira la admisión de un sujeto del inconsciente por parte del paciente.
El paciente se dirige a la institución con una demanda. Salvo casos excepcionales, no es una demanda de análisis, y por ello es necesario que se encontrara con un psicoanalista. Un psicoanalista no deja de advertir que la institución funciona como un velo entre él y quien consulta, y no responde a la demanda, abriendo así las puertas de otro lugar.
Una entrevista de admisión en una institución implica el desafío de encontrar un sujeto en aquel que consulta y que solicita que alguien más –en este caso el entrevistador­­­– lo autorice en su demanda; implica, para el paciente, la oportunidad de encontrarse con el psicoanálisis y, para el entrevistador, de dar cuenta de la práctica psicoanalítica. La institución, entre ambos, es un velo acerca del cual es necesario estar advertidos.
El psicoanalista, en la admisión, sabiendo que no será él quien tomará en análisis al sujeto, debe trabajar en un límite: aquel que ofrece la oportunidad para instalar una resignificación, una pregunta, un hueco, y la puerta que abre el espacio que le corresponderá a quien fuera el futuro psicoanalista del paciente. Bordeando ese límite no señalado se instala una práctica, que, sin embargo, siempre tiene como meta buscar y encontrar al sujeto.
No responder a la demanda es un desafío constante: no basta declarar que no se responde a la demanda para no responderla. El psicoanálisis es un discurso que se sostiene en un acto.

  • Segundo axioma: El psicoanalista sólo puede sostener su acto dentro de la ética del psicoanálisis.

La premisa que dirige cada entrevista es fundar una base para la transferencia con el psicoanálisis. Se busca la admisión del sujeto. Es importante mantener la ambigüedad del término: no se trata de la admisión de un paciente a la institución. La admisión es otra cosa, mucho más profunda que eso.
La dicotomía psicoanálisis puro y psicoanálisis aplicado se presenta, pues, como falsa y es una puerta de entrada al retroceso ante el deseo del analista. Todo psicoanálisis es puro –aunque se pudiera sostener con fuerza que todo psicoanálisis es aplicado–, se sabe que los efectos terapéuticos son un resultado añadido. El mero acto de hablar constituye ya un alivio. Si sólo se buscara alojar el sufrimiento y calmarlo, no habría lugar para el psicoanálisis; la práctica no se distinguiría de la sugestión y el psicoanálisis no se distinguiría de la psicoterapia. Si se respondiera a la demanda, no habría psicoanálisis posible. En el marco de la institución es todavía más importante estar todo el tiempo advertidos de ello, porque el velo de la institución puede hacer perder el horizonte al cual debería apuntarse. Se sabe que el psicoanálisis no recorre el camino del “para todos”, sino el camino de “para cada uno.” El solo hecho de autorizar al sujeto en su desviación deseante constitucional implica otorgar calma con respecto al sufrimiento, pero la meta es otra. Esa otra meta implica una responsabilidad mayor. El psicoanálisis es mucho más responsable que la terapia y, por supuesto, que la caridad.
La ética del psicoanalista sostiene la práctica. El psicoanalista no avala cualquier demanda, se abstiene de saber el bien del sujeto. El psicoanálisis es una práctica solitaria. El psicoanalista está solo. Únicamente el deseo del analista funda la práctica y le otorga un lugar a lo singular de cada sujeto.
Miller señala lo siguiente: «¡qué frágil es el psicoanálisis, qué delgado, qué amenazado está siempre! No se mantiene, no se sostiene más que por el  deseo del analista  de hacer su lugar a lo singular, a lo singular del Uno. El deseo del analista se pone del lado del Uno, en relación con el “todos.” El “todos” tiene sus derechos, sin duda, y los agentes del discurso del amo se pavonean hablando en nombre del derecho de todos. El psicoanálisis tiene una voz temblorosa, una voz muy pequeña para hacer valer el derecho a la singularidad.»¹ En el marco de una institución esa fragilidad se acentúa por el velo que la institución implica. El psicoanalista debe estar más advertido que nunca de lo que implica el psicoanálisis. Todo el tiempo.
Es claro que la institución funciona como un punto de referencia, como el centro del laberinto. La institución es un medio para trabajar por el psicoanálisis, y la forma de recibir a cada sujeto da cuenta de ello. Pero este saber queda del lado del psicoanalista. Es él quien, con su práctica, hace existir al psicoanálisis, y por ello su carga es distinta. Ante cada sujeto que consulta, es el psicoanalista el que debe dar el paso ético y no retroceder ante él.

  • Tercer axioma: psicoanálisis o caridad

La elección es precisa y tajante, como la elección entre dos mundos que se excluyen mutuamente. O psicoanálisis o caridad. No hay medias tintas. Se sabe que no se puede servir a dos amos al mismo tiempo. No hay soluciones de compromiso. Y si las hay tienen un nombre: síntomas. Y cuando no se hace la elección de forma precisa y tajante aparecen los síntomas, también en la institución. La clave está en no retroceder.

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Pandora, de John William Waterhouse, 1896.


¹Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, página 36.

Publicado en Revista Litura no todo psicoanálisis, n° 2, octubre 2010.

La ética del psicoanálisis

Jacques-Alain Miller


Fragmento de la conferencia dictada a los docentes de psicología de la Universidad de Buenos Aires,  por invitación de la decana Sara Slapak, en 1989.


En ocasiones se imagina que fue Lacan con su supuesto intelectualismo quien introdujo en el psicoanálisis el tema de la ética, quizá porque en su juventud fue un lector apasionado de Spinoza, pero es un error pensar que el tema de la ética fue introducido en el psicoanálisis por él. Pueden remitirse al capítulo VIII de «El malestar en la cultura», donde Freud se refiere explícitamente a la ética en relación con la terapia.
No parece inmediato que un analista tengo derecho a hablar de la ética. Parece salir de su competencia, aunque es verdad que hoy la ética se cruza a veces con la ciencia, por ejemplo, el miedo colectivo que tenemos, desde hace cinco o diez años, a las investigaciones bioquímicas. Estas investigaciones que tocan la reproducción misma de la vida humana.
El miedo colectivo que tenemos al progreso de la ciencia ha producido en los gobiernos el deseo de someter a un control esas investigaciones científicas. En Francia se hace a través de lo que se llama Comité Estatal de Ética, que trata de someter el desarrollo de la ciencia a una supuesta ética que sería: no tocar a la humanidad, no tocar la reproducción de la humanidad. Así, existe la idea de que hay un bien que vale más que la investigación o la búsqueda de la verdad científica. Estamos, en este fin de siglo, en una coyuntura muy distinta de la del siglo anterior, en el cual se podía pensar que, como por un milagro, el progreso del conocimiento científico debía confluir naturalmente con el bien de la humanidad. Nosotros ahora estamos en el período del malestar en la cultura y quizá un poco más adelante, en la época del horror en la cultura.
Ahora es la supervivencia de la humanidad misma la que está en discusión por el desarrollo de la ciencia, en ese sentido, con relación a la época de Freud; ahora cuando hablamos de la ética del psicoanálisis el problema es distinto. Por el momento nadie piensa que el desarrollo del psicoanálisis amenaza la supervivencia de la especie humana. El desarrollo del psicoanálisis puede amenazar a tal o cual persona por un error terapéutico, pero por el momento nadie piensa que el psicoanálisis amenaza a la humanidad.
Un análisis no es una aventura intelectual, la praxis de un análisis es un sufrimiento, es una queja, es la declaración de un ser que quiere cambiar, y cuando esos elementos faltan, un análisis es muy difícil. Alguien que se siente bien, alguien que se siente en el colmo de sus posibilidades y que quisiera hacer un análisis para poder ser analista, por ejemplo, no daría una praxis a la experiencia. Siempre hay que esperar cuando alguien dice: «Todo va bien para mí», hay que esperar hasta el segundo, tercer encuentro. Pero la praxis del psicoanálisis es un sufrimiento y no una búsqueda intelectual. Así, es claro que nada podría autorizar al analista a acoger esa queja si él no pensara en tener los medios de remediar ese sufrimiento. De tal manera que el analista está en una posición de terapeuta, de aquel que cura, que piensa poder curar. De este modo, tanto para los discípulos de Lacan como para Lacan mismo, y para Freud seguramente, el psicoanálisis cura, el psicoanálisis es una terapia. Pero no es por esa razón que podemos excluir, pensar, que no tenemos nada que ver con la ética, y la noción misma de cura —en el sentido de lo que resulta— no en el sentido de proceso sino del resultado, que sería la curación. Si el psicoanálisis es una cura, se crea un problema con la noción de curación, que es problemática en psicoanálisis, y eso se puede entender de manera muy sencilla: la noción misma de curación es solidaria de la noción de síntoma.
El síntoma analítico no tiene objetividad, a diferencia del síntoma psiquiátrico. El síntoma analítico está fundado sobre una autoevaluación del sujeto mismo, de tal manera que a veces, regularmente, es imperceptible para los demás. El síntoma obsesivo a veces se traduce claramente en la conducta, pero puede estar también únicamente reservado a la intimidad del sujeto, su imperceptible, a diferencia de los pacientes mandados al psiquiatra. A veces hay gente mandada al análisis por los padres, por los compañeros, etcétera, y sabemos que eso crea una cuestión propia en el análisis, que cuando la llegada de un sujeto a análisis se hace por un mandato exterior, una subjetivación de ese mandato es necesaria. Freud mismo en su comentario del caso de la joven homosexual nota la dificultad propia del caso debido a ese pedido exterior, y quizás el fracaso de ese análisis tiene que ver con la modalidad misma de la entrada en la experiencia.
Se entiende que si el síntoma analítico depende de la autoevaluación del sujeto, correlativamente la curación misma está fundada sobre dicha autoevaluación. Seguramente contamos también con una evaluación por parte del analista sobre la curación del paciente, pero sucede que a pesar de que el analista puede pensar que el paciente ha sido curado, el paciente no o cree; es lo que Freud llamó la reacción terapéutica negativa, y que describe, en cierto modo, que Freud pensaba que el paciente estaba curado y que el paciente no creía estar curado, no quería ser curado.
Así, creo que esa consideración bastante elemental puede explicar muy bien las impasses de la estadística. Cada vez que voy a los Estados Unidos hay preguntas sobre las cifras de curación, los norteamericanos han hecho muchos esfuerzos costosos para evaluar el resultado de la cura psicoanalítica, y las cifras nunca caen bien, no sirven, porque los criterios de la curación en análisis son subjetivos, dependen de la palabra del sujeto, y el hecho mismo de la transferencia hace esa evaluación difícil a tal punto que si uno se pregunta de qué puede curar el psicoanálisis, qué es la curación que realmente un análisis puede probar, puede ser la curación la transferencia analítica misma, y a menudo, dejar de ver al analista es ya curarse del analista como enfermedad.
De tal manera que eso conduce quizás a pensar que no hay otra finalidad en un análisis, ni otro fundamento de la curación analítica, sino una satisfacción; que el análisis se termina cuando ha producido en el sujeto una satisfacción, que se satisface de lo que ha ocurrido. Esta satisfacción depende de la confesión, del consentimiento del sujeto; es difícil pensar un bienestar, una felicidad que no incluyera el cuerpo del sujeto mismo. Difícilmente se puede pensar que otro puede decir: «Tú eres feliz» cuando el sujeto dice lo contrario; ahí es difícil pensar una objetividad de la felicidad. Así, eso hace ya de la ética del psicoanálisis quizás un hedonismo y eso se traduciría —y ha sido traducido— como un amoralismo psicoanalítico, lo que en el momento de la emergencia del psicoanálisis parecía parte integrante de éste.


Jacques-Alain Miller: Conferencias porteñas, Paidós, Buenos Aires, 2009, Tomo I, página 253.