13 de abril. Aniversario del nacimiento de Jacques Marie Émile Lacan.
Hace 122 años nació en París, y, a partir de una lectura rigurosa de Freud transmitió un estilo y orientó a un psicoanálisis que se hallaba perdido por los vacíos caminos del yo. Lacan ha sido acusado de amo, de esclavo, de diva, de rey, de dictador, de todo. Él, sabiendo el camino del héroe, avanzó solo. Dejó un legado, una enseñanza de la que cada uno debe apropiarse, enseñanza que indica una incompletud que uno mismo puede continuar.
Cuando se habla de obra se habla de Freud, cuando se habla de enseñanza se habla de Lacan. El movimiento de Lacan sigue los movimientos de un análisis, pasó por los tres registros, y volvió sobre ellos. La enseñanza de Lacan es una banda de Moebius, es infinita y nueva cada vez. ¿Cuál es la manera de continuar con su propuesta? Imitarlo en su posición, apropiarse del estilo propio, no copiando el de Lacan. Tomar eso que él transmite que va más allá de lo escrito y que se escucha.
Desde aquí celebramos su nacimiento y tomamos sus palabras.
Vamos a empezar con algo que ya dijimos en este espacio, para ratificarlo y darle mayor fuerza: los que creen que en la serie Black Mirror el tópico central es la tecnología están equivocados. Hay que introducir, con el psicoanálisis, una distinción importantísima: en el campo del ser hablante jamás hay que confundir lo mudable con lo inmutable. O, como le dijo Montale a Pasolini alguna vez: “no hay que cambiar lo esencial por lo transitorio”. No importan los términos que se usaran para la oposición, es la oposición misma la que hay que saber sostener, y ello quiere decir saber distinguir una cosa de la otra. No hacerlo lleva a errores groseros que implican todo el tiempo descubrir novedades fantásticas y olvidar el bíblico “nada nuevo bajo el sol” que debe considerarse todo el tiempo. En términos técnicos es, incluso, saber distinguir la diferencia que hay entre el sujeto y la subjetividad. Y esa distinción no es un mero capricho teórico, debe saber sostenerse en acto. Muchos hay que teóricamente creen saber distinguir una cosa de la otra, pero después terminan hablando de la subjetividad de la época como si ello hubiera cambiado lo esencial de la estructuración del sujeto por el funcionamiento significante. Y esto ocurre todo el tiempo.
Dicho esto, lo que sí se puede ver con claridad en la serie es el uso que hace siempre el ser hablante, el parlêtre, que es el sujeto más el goce, de las nuevas herramientas tecnológicas que se van inventando a lo largo de la historia, desde la rueda hasta los hologramas y cualquiera otra tecnología no existente todavía: y ese uso es siempre un uso de goce. Y, si bien se mira, es lo mismo que ocurrió siempre con la herramienta fundamental y primaria, que es el lenguaje. Siempre nos hemos engañado con el uso externo, con el uso que viene por añadidura, porque siempre se nos suele escapar el uso primario, básico y elemental, que es el uso de goce. El prejuicio utilitarista dominó siempre el pensamiento teórico y filosófico. Pero hay que entender que hay siempre, antes, un uso de goce. Así, el lenguaje sirve para comunicar sólo por añadidura, su uso primario es un uso de goce. Sin el concepto lacaniano de goce, se nos suelen escapar los resortes últimos del entero campo de lo humano, siempre. Y esto empezando por el lenguaje mismo. La distinción lacaniana entre el lenguaje y lalangue es lo que hay que saber sostener, y para ello hay que sacarlo del uso en jerga que sirve sólo para el sentimiento de pertenencia de los que se creen iniciados. Ahora, el problema es que no basta decir que se está considerando el concepto de goce para hacerlo en serio.
Dos preguntas podemos desprender de aquí. Una es, por supuesto, qué es el goce, y vamos a ver si podemos aprovechar los dos capítulos seleccionados de la serie para responder de una manera entendible por fuera de la jerga, pero, al mismo tiempo, sin vulgarizar un concepto difícil. La otra pregunta tiene que ver con una dicotomía que se suele usar en semiótica: la dicotomía entre uso e interpretación de una obra. Podemos aprovechar esa dicotomía introduciendo en ella una forma distinta de la que tiene en semiótica y agregando, además, un tercer término. Nos quedaría un tríptico formado porinterpretación, uso y abuso de una obra.
Partamos por la interpretación. El psicoanálisis tuvo siempre que ver con ella, pero las relaciones entre el psicoanálisis y la interpretación no son tan sencillas como se cree desde el sentido común. Porque si bien existe hasta un concepto que hace a la interpretación psicoanalítica, ésta, precisada, mirada con atención, es lo contrario a la interpretación común y corriente. Porque la interpretación en psicoanálisis no se funda en el añadir sentido, tarea que puede hacerse al infinito, sino que la interpretación psicoanalítica se basa en la introducción del no-sentido, en la sustracción de sentido y no es su añadido. Esto permite entender que el movimiento de un psicoanálisis no es el de la añadidura de un sentido verdadero aportado por el practicante (como creyeron y creen muchos) sino en la constatación y experiencia de la fuga del sentido para luego hacer algo con ella.
En semiótica se suelen distinguir varios tipos de interpretación, una de esas distinciones más comunes se da entre una interpretación semántica, relacionada con los sentidos que introduce un lector ante un texto, y una interpretación semiótica que explicaría estructuralmente por qué un texto puede producir esos sentidos. Queda claro que esta distinción lejos está de la interpretación psicoanalítica (que es también poética) y que lo que logra es vaciar de sentidos el texto sin atentar, al mismo tiempo, contra la ambigüedad de los vocablos, y, en realidad, justamente por eso.
Eso que llamamos ambigüedad de los vocablos es el hecho estructural de que el significante se presta a la interpretación (en el sentido vulgar del término) porque puede tomar muchos sentidos y, en el fondo, todos (que quiere decir infinitos, que es un todo que jamás se completa en realidad, y esto es importante en sentido lógico). Es esto lo que quiere decir aquella frase de que con el tiempo adecuado se le puede hacer decir a cualquier frase cualquier cosa. Como el significado se desprende de la unión entre significantes, basta agregar uno más de ellos para cambiar el significado y eso puede hacerse hasta el infinito. La interpretación psicoanalítica es, justamente, ponerle un freno a esta maquinaria infinita. En ese poner un freno, en ese dirigir hacia el sin-sentido la proliferación de sentidos, lo que hay es cesión de goce. Entonces, de nuestro tríptico inicial que era interpretación, uso y abuso, podemos agregar un cuarto término que es la interpretación psicoanalítica como contraria a la pendiente natural de la interpretación como proliferación de sentidos. Entonces tenemos dos interpretaciones que se oponen entre sí: la común y la psicoanalítica. Y podemos oponer entre sí los otros dos términos: uso y abuso de una obra de arte.
En semiótica la interpretación suele oponerse al uso tomándola como la lectura mejor y más precisa del texto (a la interpretación). Acá vamos a poner a cuenta de esa precisión la noción de uso y en contra del abuso. Y una lectura que usara una obra de arte para sus fines es una lectura que, análogamente a la interpretación psicoanalítica, no introduce sentidos y, sobre todo, no los introduce a la fuerza, a los martillazos y por doquier. La pendiente natural, en este caso, lleva hacia el abuso. No nos cansamos aquí de repetir que lo que suelen hacer los practicantes del psicoanálisis cuando abusan de las obras que fueran forzando sentidos psicoanalíticos en ellas es, justamente, atentar contra el psicoanálisis mismo, porque el psicoanálisis es otra cosa. Ciertamente le hace creer al hombre común que el psicoanálisis es la proliferación de sentidos, de sentidos supuestamente psicoanalíticos, que muchas veces se cree que son sentidos sólo sexuales, cuando el inevitable abordaje de la sexualidad en un psicoanálisis tiene que ver, en cambio, con el sin-sentido y con el agujero último de la relación sexual que no hay.
Planteamos, entonces, el uso como la lectura buena y el abuso como la lectura que introduce sentidos a la fuerza. Allí está el concepto de abstinencia acuñado por Freud para ayudar al practicante a entender que abusar de las obras introduciéndoles sentidos forzados es el camino al cual no debería guiar un psicoanálisis. De hecho, un psicoanálisis, como dijimos, no se guía por la proliferación semántica sino por lo que en el sujeto del sentido es lo sin-sentido que es lo que permite hacernos cargo de la famosa falta en ser. Pero no vamos a seguir la explicación de esto con más detalle porque nos desviaríamos demasiado del eje de nuestra actividad. Anotémoslo sólo como introducción necesaria y anotemos también, simplemente, que, en cuanto a la relación con las obras, al practicante del psicoanálisis le convendría usarlas y no abusar de ellas. Y esta diferencia no es un mero juego teórico e intelectual, ella estriba en abstenerse del poner e imponer sentidos y, por lo tanto, se relaciona con una ética que es la del acto psicoanalítico y, al mismo tiempo, la del buen lector que hace a lo que Borges llamó, en sus Nueve ensayos dantescos, lectura ingenua.
Tenemos dos capítulos para comentar y empecemos por orden cronológico. En el capítulo titulado The entire history of you lo que tenemos es un dispositivo tecnológico que nos convertiría a todos en una especie de Funes el memorioso, el famoso personaje de Borges cuya memoria era tan minuciosa que, para recordar un día, tardaba exactamente un día, porque lo recordaba todo. De hecho, de costado, casi al pasar al principio del capítulo, hay una publicidad que sostiene que “memory is for living”. Acá sostenemos, y el capítulo mismo lo hace en realidad, que decir que la memoria es para vivir implica decir que la memoria es para gozar. Ocurre allí que el dispositivo permite revisar cada acontecimiento de la vida cotidiana volviéndola a ver en imágenes (e incluso pudiendo proyectarla en pantallas para que lo vieran los demás). El capítulo está bien armado y nos muestra algo de lo que ocurriría si ese dispositivo se usara realmente. Sería captado, en seguida, para el regocijo del goce. El goce es aquello con lo cual se topó Freud rápidamente y que le hizo entender, en forma temprana, que no era hacer consciente lo inconsciente el fin de un psicoanálisis. Él no lo llamó goce, hay que esperar a Lacan para ello, pero se acercó a entreverlo en lo que se llama el giro de los años veinte. Lo llamó pulsión de muerte y, los que vinieron después de Freud, en general intentaron deshacerse de ese concepto contradictorio y poco manejable. Lacan lo volvió a poner en el centro de la consideración de los practicantes con el concepto de goce, pero los que se dicen lacanianos suelen hacer lo mismo que hacían los que se decían freudianos y sólo lo tratan como un concepto. Podemos extraer una sentencia con forma axiomática de esto: todo concepto es contrario a la experiencia psicoanalítica y la pendiente espontánea de la cobardía del ser hablante empuja a hacer, de cada cosa, un concepto. El concepto se vuelve aséptico y ello permite que no interfiriera con el goce, justamente. Tiene un fin esa pendiente y esa cobardía: no ceder goce que es no-querer-saber-nada-de-ello. La idea de hacer consciente lo inconsciente, que el sentido común sostiene todavía incluso aunque crea no hacerlo cuando ese sentido común se encarna en alguien que se sostiene practicante del psicoanálisis lacaniano, es la lisa y llana negación del inconsciente mismo. Es algo que se puede constatar en la experiencia clínica cotidiana, en los casos escuchados como en el caso que uno mismo es: saber por dónde pasa el goce no nos permite para nada dejar de gozar ahí. De lo que se trata en el goce es del no poder parar, y esa característica queda enteramente figurada en el capítulo.El protagonista no puede parar de regocijarse con la figura del engañado, primero, y con la idea del amor perdido, después. Allí podríamos señalar algo que le daría más fuerza a ello y los escritores de la serie perdieron la oportunidad. Nos muestran, primero, cómo se regocija con el querer ver la infidelidad, con la satisfacción anudada a la posición del no elegido por la mujer. Es bien claro el carácter paradójico de esa satisfacción que es sentida como malestar. Ello se observa en el rostro del protagonista cuando obliga a la mujer a mostrarle el acto sexual con el otro y se obliga a sí mismo a verlo. Ocurre en el minuto 42 con 48 segundos y el goce se ve en el rostro bien actuado por el protagonista. Luego, al final, cuando queda claro que ella se fue, nos muestran que se regocija de la peor manera con escenas en las cuales puede inferir, con cierto margen de certeza, que ella lo amaba y eso se veía con claridad incluso en cómo ella lo miraba. Eso es cristalino en la serie, pero podría haber tenido más fuerza todavía si se nos mostraba que esa diferencia de lectura que el protagonista hace podía hacerla exactamente con las mismas escenas. Ellos pierden la oportunidad y nos muestran escenas distintas para cada lectura. De todas formas, la cosa funciona, y vemos con claridad cuál es una de las definiciones posibles del goce y entendible para cualquiera: es, simplemente, regocijarse en el peor lugar para nosotros mismos. El capítulo nos muestra dos de los ingredientes fundamentales de los fantasmas que se anudan al goce y que se encuentran siempre en la clínica: primero, el desfasaje que tanto molesta al neurótico entre él y el deseo del Otro (primer tiempo en la serie) y esto se ve en el empuje a la verificación del “no me elegís” tanto con la mujer como con la entrevista de trabajo, esa respuesta del no elegido vela la pregunta del “¿qué me querés?” (y que hace al doble movimiento necesario en un psicoanálisis que implica, primero, eliminar la respuesta para abrir la pregunta y, segundo, pasar de esa pregunta al “pero, ¿qué quiero yo mismo?”; y, segundo, el problema del objeto perdido (segundo tiempo en la serie) que toma la forma allí del “me amaba y la perdí” que es “había algo que me completaba y ya no está”. La idea de pérdida es enteramente neurótica e implica el buscar incesantemente el objeto perdido que, en realidad, jamás fue. La neurosis es hacer pérdida (que se considera reversible) del agujero que hay (y que es irreversible). Ello implica no hacerse cargo de lo imposible lógico y enmarañarse en la impotencia. Si tomamos estas cuestiones y dividimos el capítulo en dos tiempos, lo que ocurre es que vemos que se trata de un capítulo pesimista. El movimiento de un tiempo al otro nada tiene que ver con el movimiento que ofrecería un psicoanálisis y que nos permite resolver de la buena manera ese regocijo situado en el peor lugar. Del primero al segundo tiempo lo único que cambia es que ella se fue, él sigue regocijándose exactamente con lo mismo, aunque parecieran dos regocijos distintos. Son dos tiempos del mismo impasse neurótico y lejos está el movimiento que se observa en el capítulo de la serie de la resolución que permite un psicoanálisis. De hecho, el final, en el cual él se arranca el dispositivo, es enteramente cobarde y, además, fútil. Podemos saber cómo debería seguir la cosa después del final del capítulo. El protagonista descubriría, pocos minutos después de haberse arrancado el dispositivo, que no lo necesitaba en la menor medida para regocijarse con esas imágenes que estaban supuestamente contenidas en él. El verdadero dispositivo no puede arrancarse con tanta facilidad, implica los movimientos necesarios para un psicoanálisis, y esos movimientos comportan una complicación: para ellos es necesaria una posición ética contraria a la cobardía natural del ser hablante que no quiere ceder goce.Cuando Freud introdujo su noción de pulsión de muerte, hacía referencia a eso que, si se sabe leer, se ve en ese capítulo. Si existiera un Funes el memorioso, el hecho de recordarlo todo no sería su problema, sino el uso que haría de ese recordar en demasía. De hecho, hay que tomar en serio lo que señala Freud (lo señala también Thomas De Quincey e incluso un poco antes que Freud) y entender que, en realidad, todos somos, de alguna manera, Funes el memorioso. El problema del ser hablante es que no hay olvido, y es tratar de forzar ese olvido que no hay lo que se vuelve problemático. En el marco de la neurosis eso se llama represión. Que estamos enfermos de conciencia es, en realidad, que estamos enfermos de memoria, que no hay olvido, que en todo caso puede haber sólo recuerdos encubridores, pero olvido no. Y el problema fundamental es que hay goce, y para atreverse a moverlo de lugar es necesario eso que llamamos, en otro lado, el coraje de la experiencia, y atreverse a él es parte de una insondable decisión que nos concierne en lo más íntimo y a cada uno de nosotros en radical soledad.
Al otro capítulo que elegí para comentar hoy, White christmas, es justamente por aquí que podemos entrar. Acabamos de decir que al final de The entire history of you el protagonista se arranca el dispositivo en un intento fútil por eliminar la fuente de malestar. Este es un punto de diferencia fundamental entre los dos capítulos ya que, esa salida fácil e inútil está impedida en White christmas. A los 26 minutos y 24 segundos uno de los protagonistas lo dice con todas las letras: “los ojos Z no pueden extraerse”. Y el otro también lo dirá a los 51 minutos y 31 segundos, agregando que no puede evitar por ello la mutilación de los recuerdos provocados por el bloqueo y diciendo bastante cómicamente que “no puede sumergirse en la miseria” mientras lo vemos en acto sumergirse en la miseria y regocijarse con esos recuerdos mutilados. Los ojos Z, por lo tanto, se acercan más a figurar lo que es el goce que el dispositivo del capítulo anterior. Al goce no se lo extrae. Sin embargo, con él se puede hacer algo distinto a lo que hacemos espontáneamente desde la posición del no-querer-saber-nada-de-eso. En este punto los capítulos parecen oponerse pero eso ocurre sólo en apariencia y vemos que, sin importar la característica del dispositivo tecnológico que fuere, la clave está en el goce imparable.
El otro protagonista es el que mejor nos muestra lo que dijimos al final del comentario del capítulo anterior: que no hay olvido. Él intenta olvidar de la peor manera posible, y ello constituye justamente el no-quiero-saber-nada-de-eso. Podría pensarse que lo que acomuna a los dos capítulos elegidos es que hay en juego algo relacionado con la infidelidad amorosa, pero eso es sólo una superficie insulsa, lo sustancioso está en otro lado y tiene que ver con la relación del ser hablante con el no querer saber. Ese no-querer-saber tiene que ver con la no-relación sexual, y por lo tanto es fácil que se mostrara, desde el abordaje espontáneo, con el mal encuentro amoroso, pero lo que más importa no es el mal encuentro amoroso sino su motivación estructural. Hay que precisar qué es el saber para entender por qué es necesario hacerse cargo del agujero en él. Someramente podríamos definir el saber en contra del sentido común: el sentido común lo definiría como la articulación de sentidos y lo confundiría entonces con el conocimiento, el psicoanálisis nos permite definirlo de una manera más compleja pero más precisa, justamente al contrario, como la articulación de no-sentidos. Con esto chocó Freud cuando postuló la pulsión de saber. Lacan lo rectifica bien al señalar que ese empuje por saber es en realidad un empuje por no saber nada de eso, por esconder el agujero de la no-relación. Las teorías sexuales infantiles son el mejor ejemplo de ello: la curiosidad del niño está ahí para encubrir la evidencia del agujero de la no-relación sexual. Todo conocimiento es, en realidad, un esfuerzo por desconocer. Un esfuerzo que, además, está destinado al fracaso.
Pero volvamos al inicio y desmenucemos el capítulo. Éste tiene una forma más compleja que el anterior y podemos decir, como dijimos, que tiene dos protagonistas. Vamos a descomponerlo en cuatro, no como la mayoría que dice que el capítulo incluye tres historias. Primero está lo que ocurre en el presente del capítulo, que es la interacción entre uno de los protagonistas y lo que sabremos que es la copia del otro en el intento de confesión de un crimen. Las otras tres partes sí son las tres historias que desembocan en el presente del capítulo, pero ese presente es la cuarta historia, son cuatro en el texto, aunque la mayoría cuenta sólo tres. Lo peor es que a veces fuerzan ese tres sólo para unirlo al tiempo navideño y decir que el capítulo es una alusión a la famosa obra de Dickens titulada Canción de navidad. Incluso si hubiera sido esa la intención de los autores, una especie de homenaje a Dickens, ello al texto no le importa nada. Y siempre es así, en el arte, si hay obra, a ella nada le importa de la intención de su autor. Entonces, tres partes, sí, pero sin olvidar la cuarta, que es en realidad la más importante. De esas tres, una es la historia central, que lleva al crimen del cual se busca la confesión, y las otras dos son las que hacen a la historia del experto en maniobrar con cookies, es decir, con esas problemáticas copias sobre las cuales se explica el origen en el mismo capítulo. De todas ellas podemos extraer algo, aunque ello no se refiriera todo el tiempo al núcleo de nuestro comentario. Vamos a hacerlo igual tratando de evitar, con todos los problemas que ello implica, el insertar sentido a la fuerza. Es decir, vamos a tratar de ejercer en acto la lectura verdadera.
En la primera historia el centro interesante parece estar descentrado para el ojo común, pues, por lo que anduve leyendo, todos se concentran en otras cosas y nadie lo señala. Ese centro es el hecho del desencuentro que implica la no-relación. Es eso lo que hace que existieran, por todos lados y todo el tiempo, supuestos expertos en seducción y encuentros amorosos. Es una ilusión neurótica. Y en la historia la cosa falla de la peor manera al toparse con la locura. Aunque en la serie se trata, de todas formas, de una lectura neurotizada del fenómeno psicótico que sirve, sin embargo, para hacer surgir lo real de la no-relación. Aunque la mayoría no lee esto, por lo que he visto, sí leen el voyeurismo y el engaño y blablablá. Decimos que es una lectura neurotizada del fenómeno psicótico porque se lo piensa sólo bajo la forma de la desesperación impotente del neurótico y no como la radicalidad impensable de lo que retorna desde lo real. Esto se observa dos veces en el capítulo: en la relación de “la loca” con sus voces (y decimos sus y no las a propósito), y, al final del episodio, en la escena de la radio que no puede eliminarse y vuelve al mismo lugar. De hecho, la radio se acerca más al fenómeno psicótico que las voces, pero se la lee también desde la impotencia neurótica.
La segunda historia tiene que ver con el origen de la calidad de experto de uno de los protagonistas: su trabajo formal como “entrenador de cookies”. El centro de esa historia es el que nos vuelve a poner en la dirección del goce. Ese centro es la satisfacción que él obtiene torturando copias que no son pensadas como humanas, pero la clave no es que no son pensadas como humanas, la clave es esa satisfacción de la cual él no se hace cargo y ello es el motivo por el cual se esfuerza por no pensarlas jamás como humanas. Eso es lo mismo que hicieron los nazis y cualquiera que no se hiciera cargo de la existencia de esa satisfacción, y, en algún punto, ese que no se hace cargo de la propia satisfacción, somos todos. Esa satisfacción está en juego en el rico que mira al pobre y también en el pobre que no se reconoce como tal y mira al otro pobre desde un pedestal engañoso (todo pedestal es engañoso). Esa satisfacción no reconocida es lo que hace a la persistencia de lo que en términos políticos del siglo XX se llamó la derecha. El capitalismo le sacó y le sigue sacando el jugo a ello. La derecha será siempre, por afinidad de goce, aunque éste quedara escondido, hermana de manifestaciones como el nazismo. Aunque reivindicara para sí palabras como libertad y democracia y las sazonara con mil y un eufemismos, esconderá siempre detrás la satisfacción que encuentra en la deshumanización del prójimo pasándolo siempre, para eso, de lo simbólico a lo imaginario. Este es el motivo fundamental por el cual la derecha política no tiende a desaparecer con el paso del tiempo y de las palabras que la definen, sino que tiende a afianzarse. Y es este también el motivo estructural por el cual el psicoanálisis verdadero no puede tender a la derecha política y, si lo hace, es sólo por la misma negación, en cada practicante, uno por uno, que hace a la posición del nazi que, en potencia, somos todos. Estamos diciendo cosas fuertes que arman revuelo y generan rechazos airados, pero es lo que ocurre al hablar del goce y del no-querer-saber-nada-de-ello. Pongamos un ejemplo más. Básicamente lo que está en juego en la derecha, en forma encubierta, es que mi derecho es más importante que el del otro. Es claro que nunca se dice abiertamente salvo a través de lapsus, pues esto se escapa al abrir la boca. Tomemos como ejemplo la energía. Si se declarara que es un derecho para todos, los dueños de las empresas energéticas protestarían airadamente simplemente (ya lo hacen) porque “mi derecho a hacer negocios es más importante que el derecho del otro a estar confortable, y el que no pueda pagar calor en invierno que se muera de frío”. No lo dicen así, pero lo piensan, y por eso llegan a decir que la cuestión de los derechos humanos es un robo, como dicen acá en Argentina. Pero como está naturalizado que la energía se paga, es un ejemplo que a muchos se les va a hacer difícil pensar. Si ponemos el aire en el lugar de la energía quizá la cosa se simplifica. Por ahora respiramos más o menos gratis, aunque si se mira con cuidado se verá que los aires más contaminados son para los pobres y no para los ricos. Igual podemos decir que por ahora no debemos pagar directamente por el aire que respiramos. Por ahora. Y todo esto es evidente, está a la luz del sol, y sin embargo suelen quedar perplejos todos cuando la derecha consigue incluso ganar elecciones supuestamente democráticas. Es que conseguir mantener oculto todo esto que está a la luz del día es posible si al otro lo deshumanizamos y ello se logra con facilidad pasando del eje simbólico al eje imaginario. Y todos lo hacemos en algún momento y espontáneamente. En el capítulo ocurre un breve diálogo entre los dos protagonistas sobre esto. Uno considera que la cookie no es humana por ser sólo un simple código y por eso puede torturarla sin más y, sobre todo, sin hacerse cargo él mismo de la satisfacción que obtiene en ello. El otro, que es el que confiesa al final el asesinato, considera que, si la cookie se piensa humana, entonces es humana. El otro, calculando empujarlo hacia la confesión, le dice que es un buen hombre y que empatiza. La empatía, que tan de moda está hoy como concepto, nada tiene que ver con esto y, en realidad, no existe, porque es sólo la negación del núcleo real de no-relación. Lo que ocurre no es empatía, sino que es otra cosa: sin tener que esconder de sí mismo la satisfacción de la tortura, el otro puede mantener la consideración en el eje simbólico y no desplazarla convenientemente al imaginario. El problema es que la pendiente espontánea en el ser hablante es no hacerse cargo y horrorizarse con esas satisfacciones inconciliables para los ideales yoicos, como señalaba Freud. Pero no somos un yo, somos seres deseantes y sustancia gozante y un psicoanálisis es hacerse cargo de ello. Pero hacerse cargo con todas las letras, hasta las últimas consecuencias, no decir teórica e intelectualmente que nos estamos haciendo cargo. No se trata de conceptos sino de experiencia. Y, si se mira bien y sólo habiendo llevado las cosas hasta las últimas consecuencias, de esa experiencia sí se puede extraer algo análogo a un concepto pero que funciona distinto y es mucho más estable: un nombre de goce. Uno por uno.
Dejemos de lado esto, sin embargo, con una nota de color. En esta historia del “entrenador-torturador de cookies” hay dos errores de continuidad que pueden ir a verificar si no los vieron. En un momento hay en juego una tostada, al principio ocurre que la tiene en su mano, en otro corte ella vuelve el tostador y un segundo después regresa a la mano del protagonista. Precisemos: a los 36’ y 14’’ segundos tiene la tostada en la mano; a los 36’ y 21’’ no la tiene; y a los 36’ y 29’’ reaparece en su mano. Luego, un poco más adelante, a esa tostada le da un mordisco. Si prestan atención, después del mordisco habrá un corte en el cual la tostada vuelve a estar entera y en los cortes siguientes recupera el mordisco perdido. A los 36’ y 46’’ la muerde; a los 37’ y 03’’ está mordida; a los 37’ y 07’’ vuelve a estar entera; y a los 37’ y 19’’ recupera el mordisco perdido. Al final, el protagonista dice “buena tostada”: sí, buena y mágica. Dato de color, como dijimos, que se desprende de la lectura atenta. Y, lectura atenta es, en realidad, un pleonasmo, porque lectura que no fuera atenta no es lectura. Convendría que hubiera dos palabras que distinguieran la lectura verdadera de la otra que no es lectura y que hacemos de manera automática como cuando leemos una lista de supermercado, pero no hay tal cosa y ello complica la situación, de todas formas, podemos hacer siempre un esfuerzo de precisión, que es un esfuerzo lógico, que es un esfuerzo de poesía.
Agreguemos, para los pocos que buscarán precisiones donde no son tan necesarias, que hay, en este capítulo, otro objeto casi mágico. Como error de continuidad no es tan claro como los que tienen a la tostada por protagonista. En la primera de las historias, los vasos que contienen la poción redentora, el veneno liberador, no es tan claro dónde quedarían cuando no se ven, en la interacción entre la suicida y el asesinado. De alguna manera, aparecen y desaparecen de las manos de la que llamamos, entre comillas, la loca. Y sí hay un objeto casi mágico como la tostada: el embudo que usa para hacerle tragar el resto de la bebida venenosa. Si se presta atención, no queda claro de dónde sale ese embudo que parece materializarse de la nada. Pero no es tan claro, pues podría traerlo escondido en sus ropas, en su cintura, por detrás. La tostada es irrefutable.
De los tres episodios que remiten al pasado nos queda ahora, entonces, el episodio central, el que desencadena el crimen y la cobarde voluntad de olvido que fue por donde entramos a la consideración de este capítulo.
Es el episodio que más comentarios recibió entre los que revisé luego de escribir esto. Tuve que volver a esta consideración, entonces, para agregar que todos esos comentarios se concentran en la subjetividad de la época y en lo que hoy llaman apresuradamente, sobre todo aquí en Argentina, “la cultura de la cancelación”. El centro del capítulo, pese a esos comentarios, no es el bloqueo provocado por los ojos Z, que genera esas siluetas anónimas y potencian artificialmente la no-relación (como si hiciera falta), el centro del capítulo es el no querer-saber-nada ubicuo que llega al extremo de “no mencionar” para olvidar, cosa que se traduciría directamente en un “no ocurrió”. El extremo de la cobardía es ese bloqueo, que no es bloqueo del otro, es no hacerse cargo de nada, bloqueo del coraje que implica atreverse a saber. Ésa es la cancelación que debería temerse, la que se dirige hacia uno mismo, la que se dirige, justamente, a no hacerse cargo de que somos sujetos deseantes y sustancia gozante. Un psicoanálisis es, desde este punto de vista, el reverso de la cancelación.
Para seguir sobre este tópico central, podemos agregar, además, alguna consideración sobre las cookies, esas copias que antes adjetivamos como problemáticas. Pensemos un poco en esas copias y veamos alguno de los motivos que las vuelven problemáticas. Si se considerara la existencia del goce, del hecho de que el parlêtre es el sujeto más el goce, esa idea de las copias de uno mismo como un mero código en un procesador interno es un problema enorme. Veamos algunos aspectos de esto. En el capítulo, el experto intenta demostrarle a la copia que no tiene cuerpo arengándola a que le sople la cara, e inmediatamente después le aporta un cuerpo simulado. ¿Se puede creer ser uno mismo, como lo creen las copias, sin el cuerpo? Ahí ya hay una imprecisión que se desprende de que el sentido común entiende demasiado rápido qué es el cuerpo. Aportar un cuerpo simulado debería implicar aportar un goce simulado. El cuerpo no es sencillo como lo suponemos desde el sentido común. Suspendamos por un momento la incredulidad, como quería Coleridge, y pensemos que hay una obra de arte en juego. Supongamos, entonces, que la existencia de esas copias es posible. Mantengamos, sin embargo, la idea de que no es tan fácil como parecería desde el sentido común hacer una copia de la singularidad del parlêtre. Igualmente concedamos la posibilidad de su existencia. Volvamos, para eso, a lo que dijimos antes: desde el sentido común entendemos con demasiada facilidad qué es el cuerpo cuando, en realidad, se trata de algo muy complejo. Y esto ocurre todo el tiempo y ocurre también con los practicantes del psicoanálisis. Un buen ejemplo está dado por algunos de estos practicantes del psicoanálisis que parecen obsesionados con la idea del cuerpo y su importancia, pero no se toman demasiadas molestias por precisar un concepto dificultoso y múltiple. Ocurre que la mayoría de ellos, leyendo sólo las manifestaciones menores de cierta literatura actual que no ha de perdurar, y no habiendo leído jamás a los clásicos de todas las épocas que pasan la prueba del tiempo, exclaman extasiados “¡en eso está el cuerpo, el cuerpo!” (como el niño del cuento exclamaba “¡el lobo, el lobo!”), confundiendo el cuerpo, ese concepto múltiple y complicado, con cierta cualidad excrementicia e idealizando una seudo-trasgresión en el describir esa cualidad, sin ver que, siempre, sin importar la época, la verdadera trasgresión es apuntar a lo perdurable, a lo esencial, y no a lo transitorio que se confunde con lo esencial por mera estrechez de miras. Apuntar a lo esencial constituye siempre una trasgresión porque lo fácil es apuntar a lo mudable confundiéndolo con lo esencial. El cuerpo no está en lo excrementicio de cierta literatura menor que intenta sorprender al público con algo que sólo sorprendería la mojigatez de algunos, el cuerpo está en la verdadera escritura, y el verdadero arte. Como señaló Poe, el arte no será jamás la figuración de un queso podrido a través del mostrar un queso podrido. Pero, sin distinguir con precisión lo mudable y lo inmutable, esto no puede entenderse. En la descripción de alguien que se exprime un grano frente al espejo y genera un estallido de pus repugnante, no hay nada del cuerpo, aunque algunos escritores creyeran que sí y ciertos practicantes del psicoanálisis los aplaudieran en esa creencia. Son los mismos que se sorprenden porque “Freud sigue siendo actual” y “Lacan ya lo había anticipado”. La contracara de esos prejuicios es la creencia de que Freud es anticuado y Lacan también. Convendría aprender a leer y a pensar. ¿Y cómo se logra tal cosa?
Para responder a esto volvamos a la posible existencia de esas copias llamadas cookies. Suspendamos la incredulidad, como dijimos, y aceptemos la posibilidad de su existencia de la forma que la muestra la serie. ¿Para qué se usarían las cookies? Si sabemos distinguir lo mudable de lo inmutable podemos conocer la respuesta: para la cobardía neurótica, para, antes del acto, hacer un ensayo a través de las copias de uno mismo. Hay otro capítulo de la serie que se basa en esos posibles ensayos, se titula Hang de DJ. Es un capítulo demasiado optimista que evita encontrarse con lo que en realidad ocurriría. Y ello sería el descubrimiento de que tales ensayos no pueden funcionar, el descubrimiento de que no se puede simular el acto y de que una copia de uno no es uno ya que, en realidad, ni siquiera uno es uno mismo. El acto no puede ensayarse. Es o no es. El coraje de la experiencia es atreverse a sostener esto, precisamente, en acto. Y es ese coraje de la experiencia lo que posibilita aprender a leer y a pensar, pero ese coraje no sale de la nada, hay que atreverse a ello en un acto singular y difícil del cual, espontáneamente, no queremos saber nada.
Otro capítulo de la serie, titulado USS Callister, muestra algo que podríamos llamar una especie de rebelión de las copias. Y está bien que en ese capítulo se rebelen las cookies, ya que allí se vuelven todavía más problemáticas que en los capítulos anteriores. Eso ocurre porque los escritores sucumben al más llano de los prejuicios biologicistas y materialistas. Si es un error considerar al sujeto como una serie de códigos que se pueden escribir en un microprocesador, muchísimo más equivocado es pensarlo como el fruto del código genético. Siempre debemos evitar los prejuicios llanos que nos acechan: para que hubiera psicoanálisis en serio lo que no tiene que haber es llaneza. En ese capítulo, el protagonista genera las copias a través de una especie de impresora de cookies cuya materia prima es el ADN. Cualquier biólogo sabe que no se van a copiar los recuerdos de alguien a través del ADN, mucho menos al sujeto, aunque el biólogo no sabe muy bien qué es. Pero tampoco se va a copiar al sujeto trascribiendo en códigos ese concepto anglosajón y vago que es la mente. La mente no existe, y se la llama en causa siempre para desconocer al sujeto que es, como saben los que manejan la jerga que acá intentamos evitar, eso que queda entre significantes. El sujeto no es sustancia, es ese vacío que se desprende del funcionamiento mismo de la maquinaria significante. Como lo dice Lacan, aunque parece ser, el sujeto es en realidad poema que se escribe. Lo que sí es sustancia es el goce. Y somos parlêtre, que es, como dijimos, el sujeto más el goce. Volvamos a la cookie de White christmas, un poco menos problemática que las de USS Callister, pero problemática al fin. Suspendamos la incredulidad y aceptemos la posibilidad de su existencia. Pero, si nos atrevemos a considerar la existencia del goce y a entrever el goce en nosotros mismos, ¿le daríamos el control completo de nuestra cotidianeidad, como ocurre en la serie, a una copia de nosotros mismos, a una copia esclavizada de nosotros mismos? Lo mínimo que haría cualquiera de nosotros sería cerrarle el agua caliente a nuestro original mientras se está duchando. Lo mínimo.
De nuevo: el acto no se ensaya, es o no es, porque hay real, hay real lacaniano en su radicalidad impensable, y un psicoanálisis es atreverse a saber esto y a sostener en acto todas las consecuencias que ello implica en contra del no-querer-saber-nada que nos constituye espontáneamente.
Presentado el 25-09-2021 en la actividad Black Mirror en la Red, transmitida por Zoom.
«El deseo implica esencialmente en el ser que habla y es hablado, en el parlêtre, un no como todo el mundo , un aparte, una desviación fundamental y no adventicia. El discurso del amo siempre quiere lo mismo, el discurso del amo quiere el como todo el mundo. Y el psicoanálisis representa justamente la reivindicación, la rebelión del no como todo el mundo, el derecho a una desviación experimentada como tal, que no se mide por ninguna norma. Esta desviación afirma su singularidad y es incompatible con un totalitarismo, con un para todo x. El psicoanálisis promueve el derecho de uno solo, a diferencia del discurso del amo, que hace valer el derecho de todos. ¡Qué frágil es el psicoanálisis! ¡Qué delicado! ¡Y qué amenazado está siempre! Sólo se sostiene por el deseo del analista de dar lugar a lo singular del Uno…
Respecto del todos, que sin dudas tiene sus derechos – y los agentes del discurso del amo se pavonean hablando en nombre de estos–, el deseo del analista se pone del lado del Uno. Con una voz temblorosa y bajita el psicoanalista hace valer el derecho a la singularidad. »
Agradezco la presentación del profesor R. Mazzuca. He elegido para esta charla, como tema, el concepto de Escuela en Lacan – también desde Lacan porque es un concepto que tiene en el mundo algunas realizaciones. Y porque inspira también algunos deseos de realizarlo. Hay, creo, un modo de hablar en la Universidad del concepto Escuela de psicoanálisis, porque tanto la palabra Escuela como la palabra Universidad, en el uso contemporáneo de las mismas, son dos palabras que califican una relación con el saber. Pero, a la vez, se trata de dos regímenes distintos, y quizás opuestos, del saber. En todo caso, son dos relaciones con el saber muy distintas. La Escuela, como se sabe, es una idea mucho más antigua que la idea de Universidad. La idea de una Escuela, como un conjunto de personas que siguen una enseñanza, es un concepto presente ya en la antigüedad griega y romana. Por el contrario, nuestro concepto de Universidad no aparece antes del siglo XII. Es un concepto que ha tomado forma en la Edad Media, en lugares como Bolonia, Salerno, en Italia, también en Francia, en París, y luego en otros lugares. En la antigüedad, una Escuela -y eso es lo evidente para Lacan cuando considera su concepto- era un agrupamiento de gente alrededor de alguien que… ¿cómo decirlo?… pensaba bien, hablaba bien. Alguien que la gente quería escuchar, de manera que trataba de encontrarlo. En el caso de Sócrates, como siempre estaba en las calles de la ciudad, cuando se trataba de encontrarlo había que andar. Había que deambular por las calles de Atenas. Cuando se lo encontraba, se agrupaba gente, y se empezaba a discutir con él, generalmente en casa de un amigo. Sócrates hablaba mucho, y no quería quedarse en casa porque su mujer no era muy agradable. Esto es histórico. Tanto estaba en las calles que sería difícil decir que haya habido una Escuela de Sócrates. Había adictos de Sócrates. Es con Platón con quien empezó realmente una Escuela, una Escuela con su lugar, la Academia, y una tradición. Y a partir del momento en que Platón comienza a escribir, la gente comienza a leerlo y a comentarlo y a repetirlo hasta el cansancio. En cuanto Platón terminaba de escribir algo, pues bien, ya comenzaba a suscitar comentarios. Un chiste de Sócrates, escrito por Platón, se ha transformado en axioma a lo largo de los siglos. Hay un trabajo de repetición, una continuidad intelectual, que nos permite decir que ha habido, durante, siglos, una Escuela Platónica. Renovada, incluso, después, de tal manera que podemos hablar de los neoplatónicos. Como ustedes saben bien, también hubo otras Escuelas, como la Escuela de Aristóteles, el Liceo, la de Epicuro, con su jardín famoso, es decir, Escuelas frecuentemente designadas por el lugar específico en el cual se podía escuchar al maestro. Cada Escuela se refiere a un lugar, y a un primer maestro que le ha dado su orientación. Quizás, para recordar todo esto, hoy debemos hacer un esfuerzo, porque lo que ha triunfado como modo de transmisión del saber es otra cosa: es el modo universitario de transmisión del saber. Éste se distingue del otro en tanto exige como necesario para enseñar -así se impuso el orden universitario en la Edad Media- una licencia docente. Un permiso para enseñar. Licencia es una palabra de origen latino que, hay que decirlo, se sigue utilizando hasta nuestros días. ¿Se habla aquí, ahora, de licencia?. R. Mazzuca: Sí, es justamente el título de grado para nosotros. J-A. Miller: Licencia significa «se permite». Hay, pues, la cuestión de la libertad o del permiso para enseñar. Un Sócrates no tenía la licencia de filosofía. Platón tampoco. O sea que esos docentes de las Escuelas antiguas se autorizaban por sí mismos, y del interés que podían despertar en la gente. Lo que se esperaba al final no era un diploma (ni Sócrates ni Platón dieron nunca un diploma), más aún, es discutible que hubiese un final, porque lo que se esperaba era vivir mejor. Se esperaba un acceso a una mayor dignidad de la vida humana, un cierto saber vivir. No se esperaba un know-how, un saber hacer, ni conquistar una competencia o una técnica. Saben ustedes que cuando llegaron a Atenas los sofistas, que pretendían dar una enseñanza conducente a una técnica, a un saber hacer con la palabra en particular, hubo una lucha de Sócrates y Platón en su contra. Los sofistas, en cierto modo, anticiparon la idea universitaria. A tal punto es así que hay algunas tesis universitarias en las que se intenta defenderlos, señalando que, bajo cierto aspecto, eran ellos los modernos. En nuestro lenguaje diríamos que los docentes de las Escuelas antiguas se autorizaron por la transferencia que producían. Por eso había, por parte de ellos y de la asistencia, una implicación subjetiva muy grande. No se trataba de un programa de cursos fijos a seguir, más o menos interesantes, a los fines de conseguir un diploma. Es importante recordar la fecha de nacimiento de la Universidad, porque no hay que confundirla con la ciencia. La Universidad nace en el siglo XII, en tanto que la ciencia moderna nace en el siglo XVII. No hay afinidad natural o consustancialidad alguna entre la Universidad y la ciencia. El producto paradigmático del saber universitario es la Summa de Santo Tomás de Aquino, un corpus argumentativo, escolástico, racional, pero que nada tiene de científico. Contrariamente a esa supuesta afinidad, sabemos que en el nacimiento del discurso científico, en el siglo XVII, hubo toda una lucha de las universidades en su contra. En el momento en que aparece un Galileo o un Descartes, las universidades eran aristotélicas, y fue difícil para ellos lograr imponerse. La Universidad se maneja con cierto espíritu de demora constante. Por ejemplo, la Universidad de París, más tarde, se convirtió al cartesianismo, pero para rechazar a Newton. Siempre, pues, con un tiempo de retraso en comparación con aquellos que hacían la ciencia y que no estaban para nada en una relación universitaria con el saber, sino en una posición de creación. Se puede decir, también, que Descartes, Galileo, Newton, se autorizaban por sí mismos. Ahora estamos acostumbrados a la captura del discurso científico por parte de la Universidad, pero, en realidad, aunque la ciencia creativa tiene a veces un pie en la Universidad, se desarrolla con métodos y con un modo de vida muy distinto al régimen universitario del saber. Todo este régimen, por ejemplo las tesis, la defensa de una tesis, etc., viene de la Edad Media, de una edad pre científica. Es notable cómo Lacan ha renovado la palabra Escuela en el sentido antiguo. Para él, la Universidad participa del malestar en la cultura y es una forma bastante evidente del mismo en cada país. Eso se ve ya en la Edad Media. Inicialmente, aún había algo allí de las Escuelas en el sentido antiguo. La gente se acercaba a tal o cual profesor porque gustaba de su manera de decir las cosas. Después apareció realmente el orden universitario, y entonces ya podemos leer, en las cartas de los estudiantes de esa época, que con la Universidad empezó el aburrimiento. Antes no había eso, no había aburrimiento. La gente seguía las Escuelas porque se divertía escuchando al profesor. Pero con el orden universitario, necesariamente, empieza el aburrimiento. Es por eso que en toda la historia de los estudiantes de la Universidad, desde su inicio, en la Edad Media, y después también, siempre encontramos esas historias de las fiestas estudiantiles. Precisamente porque los estudiantes, en la Universidad, se aburren. De ahí que deban, al lado, encontrar formas regulares, casi diríamos, de goce ritualizado, para complementar la vida universitaria. Es muy notable, por ejemplo, cómo en las universidades alemanas, ya en el siglo XVII, nos encontramos con esos clubes de estudiantes cuyas manifestaciones van contra el efecto de aburrimiento producido por el régimen universitario del saber. Retrotrayéndose a la Escuela en sentido antiguo, Lacan nos dice que se trata, a partir de esa idea, de construir un refugio contra el malestar en la cultura. Cuando hablamos de Escuelas psicoanalíticas nos referimos a cierta incidencia de lo antiguo en lo contemporáneo. Parece, entonces, algo un poco intempestivo, fuera. del tiempo, como si hubiese una confusión cronológica por la que se nos podría decir: «eso no pertenece a nuestra época». Los universitarios siempre tienen cierta desconfianza respecto de esas escuelas y/o sociedades psicoanalíticas, porque para ellos es sospechoso un régimen de saber fundado en la transferencia. Confunden el modo universitario con el modo científico. Como lo ha recordado R. Mazzuca, yo mismo soy director de un departamento universitario, de manera que cuando hablo de esto hablo de algo que conozco, desde el interior, y desde hace bastante tiempo. Lacan, le dejaré la responsabilidad de esto, dice que hay una afinidad de la Universidad, no con la ciencia, sino con la ignorancia. Una afinidad con el oscurantismo, pues en el régimen universitario se repite. Es un régimen construido sobre cierta continuidad tradicional que no acepta fácilmente una innovación. Y tenemos, a lo largo de la historia, muchos argumentos para defender esta idea. La Universidad en la Edad Media consistía en hacer un listado de lo que los maestros habían dicho. Era el reino del magister dixit. Pero se nos puede decir que, al menos, había varios magisterios, en tanto que en una Escuela hay solamente un maestro. Se nos puede decir que para los lacanianos se trata del reino del Lacan dixit. O un poco el del Freud dixit, también. Se cree que esos maestros tendrían el conjunto del saber. A su vez, en contra de esto, en contra del régimen universitario, los analistas pueden decir que hay algo muerto, algo seco en la transmisión universitaria del saber. Dejaremos, por ahora, esta controversia. Lo que surge en torno a la elección de la palabra Escuela, por parte de Lacan, es la cuestión de porqué situar al saber en el centro del grupo analítico. Es decir, que en la medida en que Lacan habla de Escuela, lo que hace es poner al saber en el centro del grupo analítico. En primer lugar, podríamos decir, quizás, que esto es así porque al principio, su grupo analítico, formado en el ’64, era gente que había elegido seguir su enseñanza. En el momento de la ruptura entre la IPA y Lacan, la gente que se quedó con él lo hacía porque quería que continuase su enseñanza. Por lo tanto, se puede explicar la palabra Escuela por ese hecho, a saber, que había un maestro al que querían seguir, al que querían continuar escuchando. Les parecía más importante seguir con ese maestro aún fuera de la Asociación Internacional. Les parecía más importante que todo reconocimiento institucional. Ubiquemos un segundo argumento para elegir la palabra Escuela. Se refiere a la definición del inconsciente como tal, y a la definición del efecto del discurso analítico como sujeto supuesto saber. La dificultad de una Escuela radica en que en ella se trata de un saber expuesto. No funciona la Escuela, tampoco la Universidad, si uno se queda a nivel del saber supuesto. El saber supuesto es el modelo alrededor del cual funciona la relación analítica. El problema de la Escuela, en el sentido de Lacan, es cómo articular el saber supuesto del analista, que funciona en la cura, y el saber expuesto. Lo que tortura a algunos analistas, que pueden funcionar muy bien como tales, es decir, respecto del sujeto supuesto saber, es tener que exponer su saber. Temen, en ese momento, sentirse desnudos, tontos. Saben que el saber que pueden exponer es mínimo. Es tanto más pequeño que el que les es supuesto, que hay toda una doctrina acerca de que el analista no debe hablar, ni debe exponerse en las salas, porque, justamente, podría herir ese saber supuesto. Al fin resulta que el saber supuesto es tan supuesto que nadie lo puede ver. Es bastante reciente, y gracias a Lacan, que los analistas han tenido que comenzar a exponerse. En París se produjo un escándalo cuando Lacan abrió su Seminario, como si los seminarios tuviesen que ser reservados. Reservados de manera que, así fuesen mejores o peores, desde afuera se pueda suponer que los analistas intercambian y producen entre sí los secretos de la humanidad. Es un riesgo exponer. No es algo fácil sino, más bien, bastante difícil de elaborar. Por eso hay tensión entre el saber supuesto y el saber expuesto, y la Escuela, en el sentido de Lacan, es el lugar mismo de esa tensión. Es el lugar donde esa falla puede aparecer. Hay un tercer argumento. Creo que Lacan eligió la palabra Escuela porque quería dar al grupo analítico una forma distinta de la forma clásica de la Sociedad Analítica, tal como se construyó en esa época. Aclaro que ahora hemos creado un concepto de sociedad analítica distinto, pero estoy hablando aquí de la sociedad analítica clásica. La sociedad analítica clásica es una sociedad supuestamente compuesta de analistas, donde se reconocen, y donde son socios entre sí. En una sala donde hay una reunión de una sociedad analítica como la IPA se tiene la seguridad, tanto de que son todos analistas, como de que nadie entra en la misma si no es analista. El concepto de Escuela de Lacan supone que no analistas formen parte explícitamente de ese conjunto. Es decir, que así se impide que haya seguridad en cuanto a estar entre analistas. Al contrario, cada vez que hay una reunión de la Escuela, debemos saber que hay no analistas en medio de nosotros. El enemigo está adentro. Para Lacan, su Escuela no debía ser un lugar seguro, donde uno se sienta como con sus pares, esos pares que, tantas veces, se odian. Así prosiguen las sociedades analíticas clásicas, donde saben ustedes que hay los más refinados odios que se puedan imaginar, y así conviven juntos, años enteros. Como todos somos analistas, nos quedamos, nos quedamos entre nosotros, aunque fuese para amarnos, odiarnos, etc. En cambio, la Escuela de tipo lacaniano es lugar de inseguridad. No se sabe bien con quién uno puede llegar a encontrarse en esa Escuela. A pesar de todas las selecciones, nadie está completamente limpio, hay una forma de suciedad, siempre hay algo un poco sucio. Esto puede ser tomado, por la reacción de ustedes, de manera divertida, pero es trágico. Lo que está en juego es algo muy serio, a saber, que el concepto clásico de sociedad analítica está fundado sobre la noción o la creencia en la identidad del analista. Una identidad que se puede reconocer a partir de algunos inventos que permiten decir, con toda seguridad: esto es un analista y esto no es un analista. ¿Cómo podemos saber si un analista tiene, supuestamente, una competencia sobre una materia tan especial como es el inconsciente? En la demostración de que uno sabe manejar el inconsciente la objetividad es bastante difícil. Se necesitaría una prueba de que uno sabe manejar el inconsciente, de que uno se conoce con el inconsciente.«Conozco el inconsciente, sé como apaciguar sus manifestaciones cuando aparecen, estoy en buenos términos con él, somos de la misma familia, nos conocemos desde hace mucho tiempo». Es fácil darse cuenta de que esto es muy difícil. Si el analista es considerado como sujeto que funciona con relación al inconsciente, es muy difícil atribuirle un idéntico criterio respecto de un saber hacer. Precisamente, la Escuela, en el concepto de Lacan, está fundada de modo opuesto. Está fundada, voy a decirlo así, en la no identidad del psicoanalista. Su carta de identidad se ha perdido. El concepto de Escuela de Lacan supone que no hay concepto del analista. Que no hay, para decirlo de manera lógica, un predicado analista que se pueda, a partir de criterios estandarizados, atribuir a ese sujeto, o, para decirlo de otra manera, que no hay el significante del analista. Quizás ustedes ya conocen la famosa frase de Lacan «la mujer no existe», que ahora se entiende mejor, pero cuando Lacan la dijo por primera vez, en los años 70, en Italia, un periodista de la prensa tituló: «Para el Doctor Lacan las mujeres no existen». Da la impresión de que Lacan estaba preparado para todo. Retomando esa frase, se puede decir, y Lacan casi lo dice, que «el analista no existe«. Puedo, pues, presentar así la paradoja de la Escuela de psicoanalistas en Lacan: la Escuela debe ser el lugar donde no se sabe lo que es un analista. Es claro que en la Escuela se debe saber un poco, para ir a encontrar un analista, pero dentro de la Escuela, el secreto abierto de la Escuela, digo secreto porque no creo que se haya entendido muy bien, lo que explica las dificultades de varias escuelas lacanianas, es que desde adentro, la Escuela, dice Lacan, es el lugar por excelencia de la ignorancia a propósito de lo que es un analista. El lugar donde qué es un analista no se considera algo bien conocido. Generalmente un analista es aquel que es como yo. Tal es la respuesta de cada uno, lo que da como resultado una cierta uniformidad. Se lee en un reportaje sobre la New York Association of Psychoanalysis, que en un cóctel la periodista advirtió que todos los hombres tenían el mismo traje. Creo que eso remite a esa identidad, a la búsqueda de rasgos de identidad. ¿Por qué los lacanianos repiten que lo esencial de la Escuela es el famoso pase? Lo que Lacan llamó el pase, como dispositivo con relación al final del análisis, es precisamente de lo que les hablo. Lo que Lacan llamó el pase es el dispositivo de investigación sobre lo que es un analista. Pues bien, eso es concebible solamente si uno no piensa saberlo de antemano. En caso contrario sería falsa investigación. Se trata de un error que han cometido mis colegas en Francia, por años. El pase no es sólo un dispositivo de investigación para saber si tal o cual fulano es analista, porque si se lo concibe así es porque uno piensa que sabe lo que es un analista. Se trataría solamente, entonces, de comprobar si el tal fulano tiene cara de analista. La cara o el inconsciente. El pase no es sólo un dispositivo de investigación acerca de si fulano es un analista, sino acerca de qué es un analista, acerca de qué podría ser un analista. O sea que se plantea la paradoja de tener que pensar y practicar una Escuela como lugar de una ignorancia que condiciona una auténtica búsqueda. Cuando Lacan funda su Escuela, la Escuela Freudiana de París, lo hace en dos tiempos. Primero, en el ’64, crea el espacio de la Escuela, abriendo sus puertas a los no analistas, y diciendo que no se trataba de constituir una sociedad sino una Escuela. Por ejemplo, a mí mismo, que era estudiante de filosofía, tenía veinte años, me permitió entrar a la Escuela sin decirme que esperase un poquito para ejercitarme. No me dijo: «Por favor, espera a envejecer un poquito», la cosa más cómoda del mundo, para cada uno, y perfectamente compatible con la pereza. En el ’67, en un segundo tiempo, introdujo en ese espacio el dispositivo de investigación que llamó el pase. A veces es difícil hacer entender a algún colega esos dos pasos: primero hay que tener el espacio de la Escuela; después, dentro de ella, comienza la investigación. Hay una selección de los analistas según dos categorías. Por una parte, hay lo que Lacan llamó los Analistas Miembros de la Escuela. Por otra parte, hay los Analistas de la Escuela. ¿Qué despejaban estas dos categorías? El título de AME se otorgaba para consagrar un hecho. Es decir, es un hecho que alguien funciona como analista y se reconoce ese hecho. Eso supone ya cierto envejecimiento en la práctica. Se puede consagrar el hecho pasándolo al derecho con el título de Analista Miembro de la Escuela. Lo que Lacan llamó Analista de la Escuela era algo completamente distinto y muy sorprendente, porque se trataba de nombrar, de dar el título más grande de la Escuela, sobre la base, no de la práctica que los analistas tuvieran, sino sobre la base del análisis realizado en tanto analizantes. Es algo muy notable. Es algo muy notable porque transforma la definición del analista. Uno puede llamar analista a una profesión, puede llamar analista a alguien que ejerce una cierta profesión. Es el uso habitual de la palabra. En Lacan a eso responde el título Analista Miembro de la Escuela. Si el analista es un profesional se debe controlar si ha resistido la prueba de la práctica, a través de supervisiones, y de todo un aparato difícil que se debe poner en juego. Pero Lacan cambió la definición del analista propiamente dicho con el título de AE. Esto implica que ser analista no es tanto una profesión como cierto estado del sujeto en relación con su goce. Eso es lo que se debe controlar al final del análisis; que se ha logrado una cierta modificación subjetiva que hace de uno un analista. Es difícil. Es difícil pensarlo porque no se trata ya del analista como una función sino del analista como un ser. No es una idea que Lacan haya tenido desde siempre sino el resultado de una elaboración. Es como si con el pase Lacan quisiera dar un certificado de final de análisis, un control analítico del producto a la salida del proceso de transformación. Por eso es un error concebir la presencia de no analistas en el seno de la Escuela como algo que permitiría formar dos de sus categorías: los analistas y los no analistas. Es verdad que Lacan, en el ’64, dice que los no analistas pueden ser miembros, con lo que alguien podría decir, entonces, que en la Escuela tenemos la clase de los analistas y la clase de los no analistas. Creo que el manejo adecuado de esta introducción de no analistas en la Escuela debe entenderse de otra manera. Debe entenderse en el sentido de que el no analista está, en realidad, en todas partes en la Escuela. Es decir, que siempre se puede sospechar que el vecino no es analista. Es un lugar de sospecha generalizada porque en el centro de la Escuela está la presencia de la pregunta: ¿qué es un analista? El pase era la pregunta de Lacan. ¿Qué pasa? ¿Qué debe pasar que permita a alguien decir «soy un analista», y tratar de ver si puede transmitir a otros qué le ha pasado a él que le permite decir eso, y que eso no sea una impostura? Quizás diga «soy analista» porque sabe manejar a los pacientes, que vienen, le pagan, y se van. El pase es para obtener otros argumentos. Es para obtener argumentos que no se refieran a un saber hacer con el otro , sino a la relación de uno mismo con su propio inconsciente. Porque si no el psicoanalista no sería más que un saber hacer. Sólo se puede sostener el psicoanálisis, si se puede, poniendo en cuestión el ser del analista. De tal manera que podemos imaginar a Lacan como una suerte de Diógenes. Así como Diógenes andaba con la linterna diciendo su frase famosa: «estoy buscando a un hombre», así andaba Lacan con su: «estoy buscando a un analista». Tal vez buscaba un analista para analizarse. La verdad es que a partir de cierto momento no se puede imaginar alguien que hubiese podido analizar a Lacan. Se analizó, se sabe, siete años con Lowenstein. Lacan quería construir su Escuela como el lugar donde unos y otros fuesen a buscar un analista. No solamente los pacientes buscan un analista. En la Escuela cada uno busca lo que es un analista. Entonces, primera: el concepto de Escuela en Lacan implica la noción del ser analista. Noción peligrosa, difícil. Implica que ser analista no responde a un concepto, con sus criterios hechos. Por eso Lacan vincula al ser analista, no con los significantes, sino con el objeto pequeño a. Es su manera de designar un «elemento» que no se integra a un concepto. Segundo: es por eso que el ser analista está relacionado con una investigación que se hace uno por uno. Como no hay concepto, hay que ir a ver en lo singular a uno por uno. Tercero: el concepto de Escuela implica que ser analista es el resultado del propio análisis, el resabio de un análisis, y no el ejercicio de una práctica. Implica, como lo he dicho, la distinción entre función y ser. El concepto de Escuela implica un cambio de la definición del analista. Hay una parte donde responde al concepto clásico de analista. Pero lo que Lacan llama AE, Analista de la Escuela, es algo que realmente cambia la definición del analista. Lo que sabemos ahora, por la experiencia que hemos tenido en Francia, es que ese uno por uno no es suficiente si se trata de confrontar a cada uno con un modelo ideal de analista. Si se hace así, el pase no funciona. Es esencial para el funcionamiento, en la Escuela, del pase, que el jurado se mantenga en una posición de no saber, y que no se refiera a un modelo de analista, un modelo que no existe. En cierto modo es el pasante, es decir, el analizante, al entrar en el dispositivo para contar su relación con el inconsciente, para contar cómo se ha modificado su relación con el inconsciente, quien es el didacta. O sea que cuando estamos en un jurado debemos acoger al analizante como el que puede enseñarnos qué es un analista. Nombrar a ese analizante Analista de la Escuela significa: «tú nos has enseñado algo que no conocíamos». De tal manera que no se debe entender, cuando Lacan emplea la palabra verificación, que se debe verificar la calidad del analista; no se debe entender que tenemos ya el modelo del analista y que vamos a verificar si fulano encaja bien o mal en ese molde. Eso es la perversión interna del pase, de la intención del pase, y es por eso que en Francia fue un fracaso por años. Hemos retornado a la cuestión el año pasado. Hay -por haber sido un año jurado del pase lo he visto- una lucha entre ese analizante del final del análisis y el jurado. El jurado no quiere reconocer que debe abandonar su posición de saber. A pesar de que sí hay signos del final del análisis, esto es verdad, no sirve de nada el pase si se trata de verificar lo que uno ya sabe. Se trata de verificar algo que uno no sabe. Eso es lo interesante. Es decir, que lo esencial es la correcta ubicación del sujeto supuesto saber. Cuando hay un jurado que va a decir sí o no es el jurado el sujeto supuesto saber. Toda la apuesta del pase es que la función del sujeto supuesto saber puede pasar al pasante, que el jurado acepta su propia destitución como sujeto supuesto saber, y es la entronización del analizante como sujeto supuesto saber lo que le hace merecer el título de Analista de la Escuela. Efectivamente, de él se espera un esclarecimiento. Lacan dice: a partir de este momento el Analista de la Escuela debe enseñar. A él se le supone que puede exponer algo nuevo sobre la pregunta qué es un analista, y sin que por eso su enseñanza sea un modelo pues en esto vemos que el analista responde al no todo. Cada uno debe exponer su caso, en tanto no hay un único modo de autorizarse por sí mismo. La dificultad que puede haberes comparable a lo que interviene en Aristóteles cuando habla de la prudencia. Hay un concepto muy curioso de prudencia, esa virtud esencial, en Aristóteles. La prudencia es para Aristóteles la virtud que responde a la contingencia de las cosas humanas. Es decir, no es un científico el prudente aristotélico, no es un artista, porque no produce casas; lo que Aristóteles llama el prudente es alguien que sabe moverse a nivel de lo particular y de lo contingente. Precisamente, la prudencia está ligada para Aristóteles con lo particular. La prudencia es algo que no se puede universalizar. Por ejemplo, Kant pensaba que la práctica era reductible a lo universal, al significante. Pensaba que se podía dar un axioma de la acción ética capaz de regular todos los casos que se presenten. Y da un test universal para saber cómo ser ético en cualquier situación. Aristóteles sabía que no hay regla universal de la prudencia, y que ella opera caso por caso. Es en lo particular, en lo contingente, que se debe decidir. Se puede establecer que siempre se debe decir la verdad, como axioma universal. Pero ¿qué pasa si el tirano necesita esa verdad para perseguir a otro? Para Kant era contradictorio con la palabra misma permitir la mentira. Era una ética profundamente inhumana y es por eso que Lacan la compara con Sade. Aristóteles sabía que la acción humana tiene algo que no es universalizable, que la práctica tiene que ver con el objeto pequeño a como no universalizable. El concepto de prudencia de Aristóteles sigue en toda una tradición ética, sigue en Baltasar Gracián. Cuando trata de definir la prudencia, Aristóteles dice que no se puede definir con respecto a ninguna idea universal. Para definir la prudencia no hay otra manera de hacerlo que mostrar a un hombre prudente como ejemplo. No puede darse un concepto general. Se deben dar ejemplos. Es así que describe al «hombre que inspira confianza por razón de sus trabajos, cerca del cual uno se siente seguro, el que uno toma en serio». Y decía también del prudente -de ese prudente no universalizable que se debe mostrar uno por uno- que es el hombre distinguido y libre que es su propia ley. En cierta modo ya era el autorizarse por sí mismo. Podemos considerar que lo que llamaba el prudente era un hombre de criterio. No había un criterio universal sino que era como si el hombre y el criterio fuera la misma cosa. Uno por uno. De tal manera que sólo se puede decir que el prudente es alguien que sabe hacer lo que se debe hacer cuando se debe hacer, que no da ninguna regla técnica, y que es una cuestión del ser. Creo que a través de esta noción del prudente, que ha seguido en la historia del pensamiento, ya había algo de lo que anunciaba Lacan que debía ser, cada vez en lo particular, un analista. Y no se sabe si existe.
Discusión P: ¿Qué lugar da Ud. al cartel, dado que Lacan lo nombró como dispositivo que hace a la Escuela? J-AM.: ¿Se sabe lo que es un cartel? Lo voy a decir. Lacan, cuando en el ’64 fundó la Escuela, invitó a gente que así lo quisiera a formar pequeños grupos de trabajo. Dijo que cada uno fuese de cuatro por lo menos, de seis como máximo, y después lo dejó en cinco, entre los cuales hay un más uno que ayuda a conducir el trabajo. Después puede permutarse, porque no es un cargo jerárquico, y no es permanente sino rotativo. Efectivamente, los carteles son algo muy original en las Escuelas de inspiración lacaniana, porque permiten a gente que no es miembro declarar ese tipo de grupo de trabajo a la Escuela. Eso se enlista. Ahora se hace en toda Europa. Se hace en Argentina, no en todo el sector lacaniano, pero sí en el sector del Campo Freudiano. Se hace también en Brasil. Es verdad que el cartel y el pase son los dos fundamentos de la Escuela. Se podría hacer una oposición entre los dos. He dicho que el pase era el régimen del no todo. Al contrario, el cartel es régimen del todo. Se trata de hacer un conjunto bien chico, con un miembro más uno que lo completa. Se puede también hacer una oposición entre los dos dispositivos, en tanto el cartel es realmente para cualquier persona, mientras que el pase implica que es para un analizante al final del análisis. Los dos son esenciales.
P: ¿Se puede pensar la Universidad como ámbito apto para la constitución del cartel? J-A.M.: ¿Por qué no? Creo que Lacan inventó el cartel a partir de la Universidad. Es mi hipótesis. Conozco esto porque era estudiante en esa época. Habíamos inventado una Federación General de los Estudiantes de Letras, y Filosofía, en la Sorbona. Se había inventado la idea de hacer pequeños grupos de trabajo, que tenían un nombre, ya no recuerdo cuál, porque era antes del ’68, en el ’64, y había un rechazo del curso de los maestros. La idea era que no había que estar escuchando, como ahora, una hora y media a un tipo que habla, sino que debíamos producir nosotros mismos saber, y generar una utopía, como luego la del ’68, ya. De manera que estos grupos de trabajo se habían inventado del lado de los estudiantes, y habían obtenido un cierto reconocimiento por parte de las autoridades universitarias. Creo, esta es mi opinión, que Lacan retomó esa inspiración con el cartel, asentando bien la inspiración anti jerarquía que había en la juventud de esa época. Mucho más que ahora, si uno compara lo rebelde que fuimos con la juventud actual, por lo menos en Francia, tan tranquila, tan seria, tan atenta a adquirir competencia de los maestros… Es cierto que la situación económica es más difícil que en los años ’60, pero, en fin, creo que el cartel viene de allí. Entonces, ¿por qué no un cartel en el ámbito universitario?
P: En lo concreto, ¿qué es el pase? J-A.M.: El pase no es un trabajo personal escrito, no es una charla oral, es una presentación del propio análisis. ¿Qué es en lo concreto? Discúlpeme, no le voy a decir.
P: ¿Qué saber reconoce el jurado, en tanto el que sabe es el pasante? J-A.M.: Es una paradoja, la paradoja de cuando uno es enseñado. Es una paradoja que se ha trabajado desde la antigüedad. Hay que saber algo para reconocer el saber. Esas paradojas pueden conducir a las reminiscencias platónicas. Allí se trata solamente de reaprender aquello que uno ya sabía, pero que había olvidado. El Menón de Platón responde a eso también. Se podría decir que el jurado lo sabía, pero que lo había olvidado, pues hay una dimensión del inconsciente allí. Pero creo que, precisamente porque el jurado sabe algo, puede reconocer algo más que no sabía: lo que el pasante le enseña sobre su modo propio, particular, de haber tenido acceso al ser analista. Seguramente es una mezcla de saber antes, y de reconocer lo nuevo, pero lo nuevo solamente se puede reconocer a partir del saber que ya uno tiene. Por eso es algo muy difícil. A veces el jurado discute por horas, y pasa por momentos distintos, y recomienza, lo que a veces dura… tres meses.
P: ¿Cómo se articula la destitución del ser con el lugar del ser analista? J-A.M.: Lacan no habla de la destitución del ser al final del análisis. Al revés, habla de la destitución del sujeto. En tanto define al sujeto como falta de ser, la destitución del sujeto como falta de ser produce, al contrario, un ser bastante fuerte. Da ejemplos, varios, acerca de cómo, cuanto menos uno se plantea como sujeto, más ser tiene. Por ejemplo, los neuróticos, en caso de guerra -es un ejemplo freudiano -andan mejor, porque deben olvidar varias faltas de ser -dolores, inhibiciones, etc. -para sobrevivir. En cierto modo se encuentran allí con más ser.
P: ¿Cómo se constituye el jurado del pase? J-A.M.: Es difícil, no hay ninguna manera adecuada para hacerlo. Lacan lo hizo proponiendo al conjunto de la Escuela elegir el jurado del pase. Proponía hacerlo por votación. Son procedimientos, pero que apuntan a una cosa esencial, y es que no hay que pensar que el jurado está habilitado para hacer eso. Hay que decirlo, hay que decir a veces que el jurado es un poco incapaz, de tal manera que la gente que no obtiene el título de AE no se sienta molesta en el fondo del ser. Hay que permitir que siempre se pueda decir: el jurado es tonto. Es más, por haber participado en el jurado desde hace un año, puedo decir: el jurado siempre es tonto. Es decir, que hay una tontería que viene con la función misma, y que no hay que identificarse demasiado con ella. El que fuera realmente analista no tendría que molestarse si no es nombrado analista de la Escuela. Si realmente es analista no debe importarle un título más o menos. De tal manera que si uno no recibe el título de AE y se queja es prueba de que no es analista. De modo que obtenemos finales de queja también.
P: ¿Quién garantiza al jurado? J-A.M.: Bien, el espíritu del psicoanálisis.
P: ¿Cuál es el criterio para determinar quiénes forman el jurado de la Escuela? J-A.M.: Que gustan a los demás.
P: ¿Quién es y cómo se autoriza a un analista a ser jurado del pase? J-A.M.: A eso lo autorizan los otros. No se autoriza a sí mismo a ser jurado. Si no, no funciona.
P: ¿Existe alguna posibilidad de que la Escuela en la Argentina funcione de acuerdo al gusto de Lacan, implementando los dispositivos creados por él? ¿Cuáles son las condiciones en Argentina para la Escuela? J-A.M.: No veo por qué los argentinos no podrían tener derecho, también, a este excelente dispositivo, tan divertido, de la Escuela. Hay ya varios grupos que se llaman Escuela, pero por lo que sé no practican el concepto de Escuela de esta manera refinada y paradójica. Hay que decir que es una Escuela bastante imposible. Lacan lo dijo en un texto: «si alguien me dice que todo esto no puede dar una Escuela que funcione, de acuerdo, pero no se trata de funcionar bien«. Se trata de funcionar mal, quiero decir, se trata de funcionar con fracasos, crisis, con lapsus, con rebeldía, con dificultades, eso es lo interesante. Es por eso que casi todos los grupos lacanianos de Francia han dejado el pase. No se practica porque organiza un desorden muy considerable en la Escuela. Algunos han dicho: tenemos que elegir entre la institución y el pase. Obtener una institución con el pase es vivir con una bomba explosiva adentro. Esto es lo que lo hace interesante. Hemos logrado en la Escuela de la Causa, en Francia, convivir con esa bomba por seis años, y explotó finalmente. Ha habido una crisis, que ha sido superada, y me ha permitido entender algo de lo que no iba en esa manera de sostener el pase. Y continuamos. Armamos una nueva bomba, que desde hace un año funciona bien. Al hacer ese artículo de los estatutos, hace varios años, en el ’82, yo había previsto que íbamos a examinar los resultados seis años después. Pensaba que la bomba iba a esperar. Efectivamente, he logrado convencerla de esperar seis años y, exactamente en el momento en que hubo la primera reunión de balance de los seis años, empezó la explosión. Como conocedor de bombas, ahora ya he previsto que en seis años vamos a tener, en el ’96, una crisis en la Escuela de la Causa Freudiana. No se sabe de qué manera va a ocurrir pero hay que prepararse para el ’96. Ahora, sobre cuáles son las condiciones de Argentina para la Escuela… hay el conocimiento del concepto del pase, el conocimiento del concepto de Escuela con el pase, creo que hay muchas condiciones en Argentina para la Escuela, porque algunas ya están desde hace mucho tiempo, de hecho. Hay una pasión por el psicoanálisis en la Argentina. Hay muchas condiciones realizadas. Lo que faltaba, creo, lo he dicho, era que algunos analistas pudieran soportarse los unos a los otros, entre varios grupos, para armar cierta cohesión. Creo que eso no es imposible ahora. Hay ya otras escuelas que se refieren a Lacan, pero creo que no tienen esa exquisita bomba de tiempo.
P: ¿Cómo evaluaba Lacan a sus alumnos? J-A.M.: No sé si tenía una muy buena opinión de ellos. Cuando estaba en el jurado del pase parece que hablaba muy poco si se trataba de sus analizantes. Dejaba que la decisión recayera sobre los otros del jurado. A pesar de que algunos han hecho de él una imagen de tirano, al contrario, creo que no defendía a sus analizantes en tanto tales sino que dejaba al jurado la decisión al respecto. Es más, la gente se quejaba de que Lacan hablaba poco y no de que hiciera él la evaluación, o autorizara. Si se entiende alumnos en un sentido más general, creo que con el tiempo Lacan llegó a pensar que era mal entendido por ellos. Ha dado entrevistas a periodistas que le decían: Nadie entiende lo que Ud. dice. El respondía que, cuando había seiscientos en la sala, quizás diez lo entendían. Lo ha dicho. De manera que parece no tenía tan buena opinión de sus alumnos. De todos modos también era responsable, porque si no podía transmitir, era su culpa. Pero, quizás, teniendo dificultades para transmitir en el momento mismo, logró transmitirse a mucha más gente de otras lenguas y otros países. Quizás había que pasar por esa dificultad de entender de los primeros alumnos para que hoy, en el mundo, se estudie Lacan en todas partes, en la Asociación Internacional también.
P: En la Escuela, a partir de la pregunta qué es un analista, ¿se logra enriquecer y reelaborar la obra de Lacan? J-A.M.: Es cierto que da un hilo. Se puede ver en su enseñanza el tiempo en el que pensaba saber mejor lo que era un analista, y en el transcurso de esa enseñanza más y más lo que es un analista se problematiza para él, hasta llegar a un cierto misterio, y a mantener esa pregunta con cierta insatisfacción respecto de la respuesta. Es que, realmente, si uno piensa cómo sería una relación del sujeto con su inconsciente, y con su fantasma, tal que le permita estar tan desprendido de este último que podría ver lo real… No tener más las gafas de su fantasma, ese fantasma que le permite dar significado a su vida. Un analista debe estar tan desprendido de su fantasma como para poder percibir el fantasma del otro. Esto es muy general, pero -¿cómo lograrlo? Qué sujeto inhumano resultaría, alguien acéfalo, sin cabeza, con la seguridad de la ameba, que es casi el mejor ejemplo de la pulsión, ameba de la que se puede suponer que no tiene imaginario, que no tiene fantasma, y que va adonde debe ir con toda seguridad. Un analista ameba sería… bien, pueden verlo a eso.
P: Ud. decía que el pasaje de la forma «sociedad» a la forma «escuela», en la formación de los analistas, implica un relativo progreso en términos de cierto freno a la cuestión de la identificación. La pregunta es la siguiente: El pase, como dispositivo de la Escuela, ¿sería aquello que garantizaría el freno con ese empuje a la identificación de los analistas? J-A.M.: Puede ser la cosa mejor y la peor. Lo divertido de los nombramientos en el tiempo de Lacan -como he dicho, no han sido tantos- es que había logrado una cierta diversidad. Había los del nivel erudito, grave, había una pequeña señora de provincia que parecía ama de casa, había un ex jesuita, si es que existe un ex jesuita, realmente era un catálogo donde no se podía encontrar un rasgo identificatorio de los analistas de la Escuela. Creo que hay que soportar esto. Es por eso que algunos colegas, con los que me he entrevistado ayer, decían que querían una Escuela con heterogeneidad. Eso es esencial. La idea de Lacan, lo que entendí de eso, era la de hacer un paisaje, un panorama. Para un lindo paisaje se necesita un poco de esto, un poco de lo otro, una diversidad. Si todos tienen el mismo modelo empieza el aburrimiento, el odio entre los semejantes. Es difícil, a veces, para los colegas, soportar un colega muy distinto. Quieren estilos comunes porque se sienten más cómodos entre semejantes. Al contrario, es un aporte tener no semejantes en la Escuela. La Escuela no es un lugar para semejantes sino para extranjeros. Y siempre llega el momento en que cierto estilo empieza a tomar consistencia, momento donde las disoluciones pueden ser bienvenidas, para reconstruir un panorama diverso, ahora quizás, también, transnacional.
P: Si bien ahora hay mucho más de diez alumnos que entienden y estudian a Lacan, ¿no hay una identificación de su discurso con el saber? Cada chiste que pudo decir Lacan, ¿no es elevado a la categoría de axioma, como Ud. decía de Platón y Sócrates? Y esto, como Freud lo explica en Psicología de las Masas, ¿no es lo que produce la identificación entre todos esos analistas que, digamos, identifican el discurso de Lacan con el saber? J-A.M.: Lo que dije de Platón lo dije pensando en lo que hacemos con Lacan. Cada dicho de Lacan puede transformarse en un axioma repetido indefinidamente. Y lo hacemos. Construimos una lengua de maneras, con sintagmas fijos. Lacan ha dicho tres veces sujeto supuesto saber y eso se repite, se repite se repite hasta que no se puede soportar más. Por ejemplo Lacan ha dicho una vez: la transferencia de trabajo. Empecé a estudiarla y dije: vamos a hacer de eso un concepto. Lacan lo había dicho una vez y empezaron a escribirse volúmenes y volúmenes sobre transferencia de trabajo. Pero, ¿cómo salir de ese tren? Yo querría salir de ese tren, pero sería salir de la palabra. La palabra conduce ella misma a la repetición. De lo que no se trata, seguramente, es de identificar a Lacan con el saber. Lacan era una persona que leía mucho, que transformaba su enseñanza frecuentemente, que avanzaba, pero seguramente es insuficiente conocer, del saber, solamente a Lacan. Tampoco solamente a Freud. Hay que tratar de conocer algo de lo que ellos conocían, y otras cosas además. Se puede entender el respeto. No hay que tener vergüenza de la admiración y el respeto. Freud o Lacan eran de estilos muy distintos -con la escritura, con la vida, con las mujeres, con los alumnos- pero cada uno a su manera era un hombre entero, al cual uno se puede referir para ver cierto ejemplo de lo que puede dar la humanidad. Enseñan de ese modo. Sin que eso quiera decir que haya que imitarlos, porque no se puede. Hay que imitarlos en lo que tienen de no imitables. Hay que asumir sus referencias, no por el gusto de las referencias, sino por la agudeza que tienen. No podemos dar un modelo ideal del analista; pero podemos mostrar con el dedo uno u otro, Freud o Lacan, y decir: él parece un analista; él encarna algo que podemos reconocer como analista. Es un ejemplo.
Desgrabación: Daniela S. Pisante Corrección: Juan Carlos Indart. Publicado en Cuadernillos del Pasador, 1993.
Comencemos tomando las palabras que George-Louis Leclerc, conde de Buffon, pronunció en su “Discurso sobre el estilo”, en 1753:
«Las obras bien escritas serán las únicas que pasarán a la posteridad: el caudal de los conocimientos, la singularidad de los hechos, la novedad misma de los descubrimientos, no son garantía segura de inmortalidad.
Si las obras que los contienen no tratan sino de nimiedades, si están escritas sin gusto, sin nobleza y sin talento, perecerán, porque los conocimientos, los hechos y los descubrimientos se escapan fácilmente, se desplazan y huyen hasta ser empleados por manos más hábiles. Estos son exteriores al hombre; en cambio, el estilo es el hombre mismo. El estilo no puede, pues, ni robarse ni transferirse ni alterarse; si es elevado, noble, sublime, el autor será igualmente admirado en todos los tiempos, pues sólo la verdad es duradera y aun eterna. Así, un estilo bello no lo es, en efecto, sino por el número infinito de verdades que presenta.»
Si es estilo es el hombre mismo, y no puede ni robarse, ni transferirse ni alterarse, entonces el estilo apunta a algo que no se repite ni se puede imitar bien, el estilo apunta a lo singular. Monterroso lo señala correctamente al notar que un gran estilo puede imitarse pero ello es enteramente inútil, pues se convierte en algo demasiado fácil y demasiado evidente. Pensemos en todos los que hay en el psicoanálisis tratando de imitarlo a Lacan: nada hay más patético. Podemos aprovechar una diferencia que propone Leclerc entre forma y contenido. Es necesario que retengamos esta distinción, porque es una distinción que aplicamos en psicoanálisis cuando hablamos de vaciar el sentido.
¿Por qué tenemos que hablar del estilo? ¿Qué es el estilo? Hay que ir más allá del sentido común. El término estilo proviene del latín stilus que era el punzón con el cual se escribía antiguamente en tablas enceradas. El estilo, entonces, deja una marca, escribe, pero también se escribe.
Freud en su artículo “Sobre psicoterapia” toma a Leonardo Da Vinci y la oposición entre el trabajo del artista per lavia di porre y per lavia del levare, siendo este último ejemplo del camino del psicoanálisis. Per la via del levare es la técnica que aplican los escultores, la de quitar el exceso, en el mármol, por ejemplo, para que emerja la forma verdadera de la obra, esa técnica, paradójicamente es la misma del estilo, del punzón que quita el exceso sobre la superficie lisa.
Pero en psicoanálisis hay un problema que encierra el estilo, y lo podemos ver claramente en la trasmisión: tenemos dos ejemplos paradigmáticos, uno es Freud, el otro fue Lacan.
Freud fue claro en su escritura, amante de la prosa, recibió el premio Goethe por ello. Lacan, en cambio, tomó un camino enmarañado, oscuro. Ninguno fue entendido.
Ambos querían transmitir su experiencia, sus descubrimientos. Uno con la expectativa, tal vez, de que ser claro era lo mejor, el otro, en cambio, con los resultados de la mala lectura que se hizo de la obra de Freud, inventa una forma rebuscada de hacer participar al lector en la construcción del texto.
Podemos pensar que no hay un arquetipo del estilo, sino que se inventa un estilo, en acto, cada vez. Aquí tenemos que sostener la pregunta: ¿una vez alcanzado un estilo, el mismo permanece? ¿O es necesario convocarlo cada vez?
Pero, más allá de estas preguntas, vemos que el problema no es el estilo en sí mismo, aunque éste pudiera contribuir en la generación de claridad, o confusión, el problema reside en la posición ética del lector.
Tenemos que apuntar a la construcción de un estilo-ético. ¿Habrá otro estilo?
La posición ética del lector es que la hace que de cualquier estilo se pueda convertir una lectura en una lectura cabalística, de la escritura de Dios y su palabra sagrada, y que por ello deba interpretarse al infinito, o también que, justamente por haber sido escrito por Dios, a eso escrito no se le haga crítica alguna (para entender ambos ejemplos basta escuchar o leer los axiomas lacanianos que circulan por todas partes y lo que se dice de ellos.)
También podría ocurrir que de un estilo se genere otro estilo, el propio.
Entonces vemos que, de lo que puede plantearse como un problema inicial: ¿cómo transmitir?, rápidamente aparece otro problema: ¿cómo lograr una posición ética del lector?
Entonces, ¿con qué estilo se ha de transmitir en psicoanálisis? ¿Qué estilo sería el adecuado para alentar una posición ética del lector? ¿Existe algo así? Bueno, podríamos pensar en un estilo de transmisión de la falta, de la exposición, de la posición analizante, con la experiencia que uno obtiene en el propio análisis. Trabajar en un espacio en el que el juego esté permitido, en el que uno pueda autorizarse a divagar con seriedad. Ése fue el estilo de Freud, también fue el de Lacan.
En la práctica analítica, en todos sus niveles, encontramos siempre el mismo movimiento inicial: trabajar con lo que no hay. Como analizante, como analista, como integrante de cualquier lugar en el que haya encuentro con otros practicantes, como ser hablante, se repite siempre la misma estructura, como en los fractales.
Hay una relación íntima entre la creación de un estilo, y la práctica analítica. Siempre se repite lidiar con lo que no hay, porque sencillamente no hay; y una y otra vez… y eso es insoportable.
Hay que desterrar la idea de que un analista es el que atiende pacientes. Eso no es un analista, un analista es el que logra alcanzar otra relación con su propia falta y, por lo tanto, otra relación con el propio goce (y deseo, y síntoma).
La invención de un estilo es la invención que se espera lograr al final de un análisis.
Saber supuesto, saber expuesto, acto
El que toma la palabra expone, y se expone.
Cualquiera, enfrentado al acto de tomar la palabra, debe tomar una decisión: encantarse en el lugar del saber supuesto, o soportar el lugar del saber expuesto. Justo antes de hablar aparece la vacilación sobre lo que se dice: ese es el vértigo del acto.
El lugar del saber supuesto es el del apoyo en los papeles, por así decir, es escudarse en lo escrito, en las citas, en las verdades escritas a lo largo de los siglos, el lugar del saber expuesto es el lugar de la invención a partir del no-saber, es decir, hablar como quien quiere descubrir algo nuevo, sin saber si se podrá lograr. Para descubrir hay que arriesgar, hay que hablar a partir de lo que no se sabe.
«Lo que tortura a algunos analistas, que pueden funcionar muy bien como tales, es decir, respecto del sujeto supuesto saber, es tener que exponer su saber. Temen, en ese momento, sentirse desnudos, tontos. Saben que el saber que pueden exponer es mínimo. Es tanto más pequeño que el que les es supuesto, que hay toda una doctrina acerca de que el analista no debe hablar, ni debe exponerse en las salas, porque, justamente, podría herir ese saber supuesto. Al fin resulta que el saber supuesto es tan supuesto que nadie lo puede ver. Es bastante reciente, y gracias a Lacan, que los analistas han tenido que comenzar a exponerse. En París se produjo un escándalo cuando Lacan abrió su Seminario, como si los seminarios tuviesen que ser reservados. Reservados de manera que, así fuesen mejores o peores, desde afuera se pueda suponer que los analistas intercambian y producen entre sí los secretos de la humanidad. Es un riesgo exponer. No es algo fácil sino, más bien, bastante difícil de elaborar. Por eso hay tensión entre el saber supuesto y el saber expuesto, y la Escuela, en el sentido de Lacan, es el lugar mismo de esa tensión. Es el lugar donde esa falla puede aparecer.»[1]
Hay en estos dichos de Miller todo lo que mencionamos sobre la posición ética, pero tenemos que hacer una salvedad porque se puede observar por todos lados el malentendido: la Escuela no es un lugar meramente físico, la Escuela se crea en acto.
En todo esto que hablamos se presenta algo que concierne al acto: “El que no arriesga no gana” reza el dicho, que, sin embargo, oculta algo más, muy importante: el que no arriesga, pierde, siempre pierde.
Antes mencionamos la posición ética del lector. Vamos a reducir esa frase a la posición ética, que es lo que nos interesa, porque es una posición ética necesaria que luego se podrá poner en juego en todos los ámbitos. Y es una posición ética propia, lo cual quiere decir que no se puede imponer a otro.
Quiero remarcar esto: no se puede imponer. Este es un problema, ¿es un problema?
Un capítulo de la serie Black Mirror, titulado “Hated in the Nation”, muestra un hacker que programa un grupo de abejas robóticas para matar personas. Las abejas robóticas, que remplazaban a las abejas naturales, que se usaban para polinizar las plantas (y para otras cosas que luego se descubrirán) y que pasaban desapercibidas mientras cumplían su función, se convierten súbitamente en una amenaza.
A lo largo del capítulo se descubre el motivo del hacker: su manifiesto apunta a que la gente se haga responsable de sus dichos en línea y que sientan el peso de las palabras. Es decir, el hacker señala de una manera brutal que lo que se dice tiene consecuencias y hace volver las expresiones de muerte que profería la gente ligeramente bajo la forma de muerte real sobre uno mismo.
La propuesta es interesante, pero tiene un error: el hacker los obliga a hacerse responsables y por eso mismo es que no logra que efectivamente haya un efecto subjetivo de responsabilidad en cada muerto, porque a partir de ese momento, con su muerte real, cada muerto pasa a ser una víctima.
Lo que vemos con este ejemplo es que no puede obligarse a nadie a hacerse responsable, es un acto que sólo el sujeto puede atribuirse y ese acto es fundacional. Así como lo es el acto de leer. Es una posición ética.
Entonces, de nuevo: ¿cómo transmitir al psicoanálisis? ¿cómo lograr un efecto de transmisión? No hace falta que recordemos a Freud con lo de las profesiones imposibles porque se ha vuelto proverbial y se repite por todos lados, pero tomemos ese punto fundamental: lo imposible. Y justamente porque es imposible es que vale la pena ir hacia allí. El psicoanálisis no ofrece garantías en ningún momento: es un paso que se da sin saber si hay suelo.
Nuevamente: ¿cómo, entonces, transmitir el psicoanálisis?: Por medio de un estilo, ¿cómo?: Poniéndose en juego, porque sólo poniéndose en juego se puede producir un efecto contagio, mostrando en acto que podemos hacernos cargo de lo imposible y atrevernos a saber desde allí. Ese contagio lleva a que el otro quisiera saber también, que quisiera descubrir su estilo: el suyo, singular, único, intransferible e inimitable.
Gustav Klimt, The Park, 1910.
Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.
La Justicia prevalece… ¿pero qué tipo de Justicia?
La última temporada de Game of Thrones impulsó protestas públicas y culminó en una petición (que ha sido firmada por casi un millón de espectadores indignados) que reprueba toda la temporada y solicita a su vez que sea grabada nuevamente. La ferocidad del debate es tal que es en sí misma una prueba de que los intereses ideológicos puestos en juego son altos.
El descontento se basó en un par de puntos: el mal escenario (bajo la presión de terminar rápidamente la serie, se simplificó la complejidad de la narrativa), y una mala psicología (el giro de Daenerys a “Reina Loca” no se justificó en el desarrollo de su personaje), etc.
Una de las pocas voces inteligentes en el debate fue la del autor Stephen King, quien notó que el malestar no fue generado por el mal final, sino por el hecho mismo del final. En nuestra época de series, que en principio podrían durar indefinidamente, la idea del cierre narrativo se vuelve intolerable.
Es cierto que, en la apresurada resolución de la serie, se impone una lógica extraña, una lógica que no viola la creencia psicológica sino las presuposiciones narrativas de una serie de televisión. En la última temporada esto es sencillamente la preparación para la batalla, el luto y la destrucción después de la misma, y el luchador en sí, con todo su sinsentido -mucho más realista para mí que las tramas melodramáticas góticas habituales.
La temporada ocho tiene tres etapas de luchas consecutivas. La primera es entre la humanidad y los “Otros” inhumanos (el Ejército de la Noche del Norte dirigido por el Rey de la Noche); luego entre los dos grupos principales de humanos (los malvados Lannisters y la coalición contra ellos liderados por Daenerys y los Starks); y por último el conflicto interno entre Daenerys y los Starks.
Esta es la razón por la que las batallas en la octava temporada siguen un camino lógico desde una resistencia externa a la división interna: la derrota del inhumano Ejército de la Noche, la derrota de los Lannisters y la destrucción de Desembarco del Rey; la última lucha entre los Starks y Daenerys -en última instancia, entre la nobleza tradicional “buena” (Starks) que protege fielmente a sus súbditos de los malos tiranos, y Daenerys como un nuevo tipo de líder fuerte, una especie de bonapartista progresista que actúa en nombre de los que carecen de privilegios.
Por lo tanto, lo que está en juego en el conflicto final sería: ¿debería la revuelta contra la tiranía ser sólo una lucha por el retorno de la vieja versión, más amable, del mismo orden jerárquico o debería convertirse en la búsqueda de un nuevo orden que se necesita?
El final combina simultáneamente el rechazo de un cambio radical con un antiguo motivo antifeminista, que podemos encontrar en la obra de Wagner.
Para Wagner, no hay nada más desagradable que una mujer que interviene en la vida política, impulsada por el deseo de poder. En contraste con la ambición masculina, una mujer quiere poder para promover sus propios intereses familiares o, lo que es peor, su capricho personal, incapaz de percibir la dimensión universal de la política estatal.
La misma feminidad que, dentro del círculo de la vida familiar, es el poder del amor protector, se convierte en un frenesí obsceno cuando es desplegado al nivel de los asuntos públicos y estatales. Recordemos el punto más bajo en un diálogo de Game of Thrones cuando Daenerys le dice a Jon que si él no puede amarla como a una reina, entonces el miedo debería reinar -el motivo vergonzoso y vulgar de una mujer insatisfecha sexualmente que explota en una furia destructiva-.
Daenerys Targaryen (Actriz Emilia Clarke)
Pero, -mordamos nuestra manzana amarga- ¿qué pasa con los estallidos asesinos de Daenerys? ¿Puede el asesinato despiadado de las miles de personas inocentes en el Desembarco del Rey realmente ser justificado como un paso necesario hacia la libertad universal? En este punto, debemos recordar que el escenario fue escrito por dos hombres. Daenerys como la Reina Loca es estrictamente una fantasía masculina, por lo que los críticos tenían razón cuando señalaron que su descenso hacia la locura no estaba justificado psicológicamente. La visión de Daenerys con una expresión furiosa que vuela sobre un dragón, quemando casas y personas, expresa una ideología patriarcal con miedo de una mujer política fuerte.
El destino final de las mujeres líderes en Game of Thrones corresponde a estas coordenadas. Incluso si la buena Daenerys gana y destruye a la mala Cersei, el poder la corrompe. Arya (quien los salvó a todos matando sola al Rey de la Noche) también desaparece, navegando hacia el Oeste del Oeste (como si fuera a colonizar América).
La que permanece (como la reina del reino autónomo del Norte) es Sansa, un ejemplo de mujer amada por el capitalismo actual: combina la suavidad y la comprensión femenina con una buena dosis de intriga, y por lo tanto se ajusta perfectamente a las nuevas relaciones de poder. Esta marginación de las mujeres es un momento clave de la lección general liberal-conservadora del final: las revoluciones tienen que salir mal, traen nueva tiranía o, como Jon dijo a Daenerys:
«La gente que te sigue sabe que hiciste algo imposible. Tal vez eso les ayude a creer que puedes hacer que sucedan otras cosas imposibles: construir un mundo diferente al de mierda que siempre han conocido. Pero si usas dragones para destruir castillos y quemar ciudades, no eres diferente.» En consecuencia, Jon mata por amor (salvando a la maldita mujer de sí misma, como dice la vieja fórmula machista-chauvinista) al único agente social de la serie que realmente luchó por algo nuevo, por un mundo nuevo que acabaría con las viejas injusticias.
Entonces la justicia prevaleció -pero ¿qué tipo de justicia?- El nuevo rey es Bran: lisiado, omnisciente, que no quiere nada -con la evocación de esa insípida sabiduría de que los mejores gobernantes son aquellos que no quieren el poder-. Una risa desdeñosa, que se produce cuando uno de los integrantes de las nuevas élites propone una selección más democrática del rey, lo dice todo.
Y no se puede dejar de notar que los fieles a Daenerys hasta el final son de los más diversos -su comandante militar es negro-, mientras que los nuevos gobernantes son claramente blancos Nórdicos. A la reina radical, que quería más libertad para todos, más allá de su posición social y raza, la eliminan; y las cosas vuelven a la normalidad.
Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.
Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.
El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?
Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.
La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.
La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.
La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.
El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.
Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.
El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David
* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).