La libertad de las masas

Massimo Recalcati

 

En nuestra época, el infierno ya no mana de las llamaradas enloquecidas de la ideología. Nos hallamos frente a una nueva versión –soft– del totalitarismo. El malestar freudiano en la cultura se deriva de la experiencia de la renuncia e impone al sujeto humano subordinar su vida a la Ley de la palabra. No se trata de una maldición, como ya hemos visto, sino de la condición misma de la humanización de la vida. Lo mejor que nos puede ocurrir es vernos gobernados, subyugados, sometidos a la Ley de la palabra. El siglo XX, por el contrario, ha puesto patas arriba esa ley. El sueño de toda forma de totalitarismo es encontrar la pureza de un Origen (la Raza, la Naturaleza, la Historia) que preceda a la Ley de la palabra. La versión hipermoderna del totalitarismo ha renunciado en cambio a toda idea de Origen. El nuevo infierno surge de una profunda distorsión del malestar en la cultura de Freud. Mientras ese malestar nacía del conflicto entre el programa del instinto y el programa de la Cultura -la civilización implicaba la muerte del animal y el sacrificio pulsional de ser humano-, el actual parece estar generado por el perverso culto a un goce inmediato, ilimitado, absoluto, carente de diques. Un goce sin causa, un goce que no goza del sacrificio, sino tan sólo de su crecimiento y de su infinita potenciación. Este goce que la máquina del discurso del capitalista pone difusamente en circulación, ya no es aquel que se ve limitado por la Ley de castración, sino que se convierte en una nueva forma de Ley. La única forma posible de Ley. La Ley que importa es la Ley del goce; es el goce el que toma la forma de un deber paradójico, donde, como anunciaba Lucrecio «todos quieren todo». El goce no es lo que transgrede la Ley, sino la versión hipermoderna de la Ley. De ahí nace ese malestar hiperhedonista de la Cultura en el que se han centrado muchos de mis trabajos.

¿Qué mentira sobre la condición humana se deriva de esta nueva configuración del malestar en la Cultura? ¿Por qué implica este infierno una nueva deshumanización del hombre respecto a la que ha poblado la tragedia del siglo XX? La mentira fundamental atañe, como ya se ha señalado, a la noción de libertad. El hombre libre es un hombre reducido a mero impulso hacia el goce, a una máquina de goce que no cumple en absoluto esa promesa de liberación que tal máquina parece en cambio alimentar. Esta nueva representación del hombre supone una alternativa al hombre ideológico del siglo XX, puesto que lo que lo mueve no son ya las grandes pasiones ideales, sino el impulso compulsivo del goce mortífero. La concepción de la vida del homo felix se nos muestra pragmática y hedonista. Sin embargo, como enseña la clínica del psicoanálisis, cuando el instinto se desentiende del deseo se convierte en pura pulsión de muerte. El hombre hipermoderno aspira a llevar hasta el final el impulso a gozar más allá del deseo. Su pregunta es radical: ¿qué puede dar sentido a esta vida más que gozar desesperadamente hasta la muerte? ¿Más que la repetición eternizadora de goce? ¿No es éste el imperativo del superyó de nuestro tiempo? ¿No es ésta su perversión de fondo? ¡Gozar de forma absoluta más allá de la Ley de la palabra! Si todos los ideales se han cubierto de mierda -como nos enseña el Salò de Pasolini-, si han perdido toda consistencia, lo único que queda es el hombre como pura máquina de goce. Es el rasgo cínico y narcisista de nuestro tiempo. Cada cual reivindica su propio derecho a la felicidad como derecho a gozar sin intrusión alguna por parte del Otro. Se trata de una nueva  ideología, una ideología que mana del abandono de toda ideología. Que glorifica la liberación del deseo, disociando radicalmente la renuncia pulsional -para  Freud efecto de la humanización de la vida producida por el programa de la Cultura- del sentido. Esta nueva versión de la condición humana se basa en el deterioro de la experiencia del deseo. ¿Y cuál es el destino del deseo más allá de la Ley de la palabra? Se transforma en un ávido impulso de gozar de la propia vida hasta la muerte. Se reduce a un movimiento repetitivo y sin satisfacción con la pretensión imposible de llenar al hombre, que es como un «recipiente perforado», según la famosa imagen propuesta por Lucrecio. [De rerum natura, VI, 20] Y es que se trata de algo imposible, debido a que la naturaleza del impulso instintivo que lo recorre es insaciable. De esta visión del deseo tenemos un retrato sin igual en La parábola de los ciegos del pintor flamenco Brueghel: una columna de ciegos aferrados a un guía ciego. Una columna perdida, que se dirige hacia el abismo. El deseo hipermoderno parece vivir en el mito de la propia expansión, del crecimiento, del potenciamiento de uno mismo, cuando en realidad, lo único que genera es una procesión infinita de objetos que no nos proporcionan la menor satisfacción. Ningún objeto puede en verdad llenar ese «recipiente perforado» que conforma al hombre. La potencia salvífica, medicinal, analgésica del objeto es la segunda gran mentira de nuestro tiempo. Como si lo que trajera la salvación fuese el nuevo objeto, el objeto más novedoso. Y, con todo, el recipiente sigue perforado. El deseo insaciable, mientras consume sus objetos, consume también a quien los consume. No hay aquí liberación alguna sino tan sólo coacción, servidumbre, dependencia patológica. El deseo insaciable sólo genera esclavitud. No la libertad de masas, como promete el discurso del capitalista, sino tan sólo el sometimiento anónimo. La paradoja que gobierna la libertad hipermoderna es que ésta no es libre. Lo Nuevo se convierte en un imperativo del superyó, revelándose como la otra cara de lo Mismo. Lo que se repite hasta el infinito es, en efecto, la misma insatisfacción. El infierno hipermoderno consiste en la reducción de la libertad al puro arbitrio del capricho. Es la fiesta continua, sin respeto alguno por la Ley de la palabra, de la noche de los pretendientes. El deseo se transfigura en un goce compulsivo. El malestar en la cultura no adopta ya el rostro del sacrificio y de la renuncia a lo instintivo, sino otro nuevo, el trastornado de las bulímicas, de los drogadictos, de los alcohólicos, de los enfermos de pánico, de los jóvenes apáticos y despreocupados. El instinto se ha escindido del deseo y no obedece de ninguna manera a la Ley de la palabra: es sencillamente pura voluntad de quererlo todo.

La parábola de los ciegos Brueghel
La parábola de los ciegos. Pieter Brueghel, el Viejo. 1568

Y, sin embargo, el deseo no tiene únicamente ese rostro tiránico e insatisfecho del deseo insaciable. Es también lo que resiste el imperio del goce mortífero. ¿Qué puede salvar la vida de esta nueva forma de esclavitud? Es el deseo como vocación, apertura, fuerza lo que trasciende la inmediatez del consumo. Es deseo que no cree en el poder salvífico del objeto y en su carácter serial. Es deseo que no sigue ciegamente el espejismo de lo Nuevo, sino que extrae lo Nuevo de la fidelidad a lo Mismo porque sabe hacer que las mismas cosas sean Nuevas. Esta fuerza -el poder del deseo- no es antitética a la responsabilidad. En la Odisea, Ulises, el padre de Telémaco, lo revela en el gesto del tiro con arco. Es precisa una fuerza orientada por la memoria, una fuerza racional, la fuerza que permite alcanzar el propio papel perdido. El arco se dobla, no rechaza las manos del que sabe  reconocerlo, quien a su vez se dobla ante su fuerza. [Odisea, canto XXI]


Massimo Recalcati (2013): El complejo de Telémaco, Anagrama, 2014, página 52.

*La tontería colectiva (sobre el fool y el knave)

Jacques Lacan

*Título que le hemos dado al fragmento

En la medida en que una materia delicada como la de la  ética es inseparable hoy en día de lo que se llama una ideología, me parece oportuno realizar aquí algunas precisiones acerca del sentido político de ese vuelco de la ética del que somos responsables, nosotros, los herederos de Freud.
Hablé pues de los tontos de capirote. Esta expresión puede parecer impertinente, hasta afectada de cierta desmesura. Quisiera dar a entender aquí de qué se trata a mi parecer.
Hubo una especie de época, ya lejana, justo al inicio de nuestra Sociedad, recuerden ustedes, en que se habló , a propósito del Menón de Platón, de los intelectuales. Querría decir al respecto cosas masivas, pero creo que deben ser esclarecedoras.
Existen, como se observó entonces, y desde hace mucho tiempo, el intelectual de izquierda y el intelectual de derecha. Querría darles al respecto fórmulas que, por tajantes que puedan parecer en una primera aproximación, pueden servirnos de todo modos para iluminar el camino. Sot [tonto y también bufón en francés] o incluso demeuré [retardado], término bastante bonito por el cual siento cierta inclinación, son palabras que sólo expresan de forma aproximada cierta cosa para la cual —ya retornaré a ella— la lengua y la elaboración de la literatura inglesa, me parece, proporcionan un significante más preciso. Una tradición que comienza con Chaucer, pero que se expande plenamente en el teatro de la época de Isabel, se centra alrededor del término fool.
El fool es un inocente, un retardado, pero de su boca salen verdades, que no sólo son toleradas, sino que además funcionan, debido al hecho de que ese fool está revestido a veces con las insignias del bufón. El valor del intelectual de izquierda, en mi opinión, consiste en esa sombra feliz, en esa foolery fundamental.
Le opondría la calificación de algo para lo cual la misma tradición nos proporciona un término estrictamente contemporáneo y empleado de manera conjugada —les mostraré si tenemos tiempo, los textos, que son abundantes y carentes de ambigüedad—, el de knave.
El knave se traduce en cierto nivel de su empleo por valet, pero es algo que va más lejos. No es cínico, con lo que esa posición entraña de heroico. Es hablando estrictamente lo que Stendhal llama le coquin fieffé [un villano consumado], es decir, el Señor Todo-el-Mundo, pero un Señor Todo-el-Mundo con más decisión.
Todos saben que cierto modo de presentarse que forma parte de la ideología del intelectual de derecha es, muy precisamente, el proponerse como lo que efectivamente es, un knave, en otra palabras no retrocede ante las consecuencias de lo que se llama el realismo, es decir, cuando es necesario, confiesa ser un canalla.
Esto sólo interesa si se considera el resultado de las cosas. Después de todo un canalla bien vale un tonto, al menos para la diversión, si el resultado de la constitución de una tropa de canallas no culminase infaliblemente en la tontería colectiva. Esto es lo que vuelve tan desesperante en política a la ideología de derecha.
Pero observemos lo que no se ve suficientemente —por un curioso efecto de quiasma, la foolery, que da su estilo individual al intelectual de izquierda, culmina muy bien en una knavery de grupo, en una canallada colectiva.
Esto que les propongo para que lo mediten, tiene, no se los disimulo, el carácter de una confesión. Entre ustedes, quienes me conocen entrevén mis lecturas, saben qué hebdomadarios quedan en mi gabinete. Lo que más me hace gozar, lo confieso, es la faz de canallada colectiva que allí se revela— esa disimulada astucia inocente, incluso esa tranquila impudicia, que les hace expresar tantas verdades heroicas sin querer pagar su precio. Gracias a lo cual lo que en primera página se afirma como el horror de Mamón, termina en la última, ronroneando de ternura a ese mismo Mamón.
Freud quizá no era un buen padre, pero en todo caso no era ni un canalla ni un imbécil. Por eso se pueden decir de él estas dos cosas, desconcertantes en su vínculo y en su oposición —era humanitario— ¿quién al recorrer sus escritos lo cuestionaría? y debemos tener en cuenta, por más desacreditado que esté el término por la canalla de derecha, que por otra parte, no era un retardado, de tal suerte que se puede decir también, y contamos con los textos, que no era un progresista.
Lo lamento, pero éste es un hecho, Freud no era en grado alguno progresista e incluso hay en él, en este sentido, cosas extraordinariamente escandalosas. El escaso optimismo acerca de las perspectivas abiertas por las masas está bien hecho seguramente para chocar bajo la pluma de uno de nuestros guías, pero es indispensable señalarlo para saber dónde se está ubicado.
Verán a continuación la utilidad de estas observaciones que les pueden parecer burdas.
Uno de mis amigos y paciente, un día tuvo un sueño que llevaba la huella de no sé qué sed que le dejaban las formulaciones del seminario y en el que alguien, refiriéndose a mí, gritaba: —¿Pero por qué no dice lo verdadero sobre lo verdadero?
Lo cito, pues es una impaciencia que sentí se expresaba en muchos, por vías muy diferente de la de los sueños. Esta fórmula es verdadera hasta cierto punto —quizá no digo lo verdadero sobre lo verdadero. ¿Pero no han observado ustedes que al querer decirlo, ocupación principal de aquellos a los que se llama metafísicos, sucede que, de lo que verdadero no queda demasiado? Esto es justamente lo que hay de escabroso en esta pretensión. Ella nos hace caer fácilmente en el registro de la canallada. ¿No existe también cierta knavery, metafísica ella, cuando alguno de nuestros modernos tratados de metafísica hace pasar, al abrigo del estilo de lo verdadero sobre lo verdadero, cosas que verdaderamente no deberían pasar de modo alguno?
Me contento con decir lo verdadero en su primer estadio y con andar paso a paso. Cuando digo que Freud es humanitario pero no progresista, digo algo verdadero. Intentemos encadenar y dar otro paso verdadero.

Jan Matejko, Stańczyk
Stańczyk en un baile en la corte de la Reina Bona tras la pérdida de Smolensk, de Jan Matejko

Jacques Lacan: El seminario, Libro 7 La ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2007, página 220.
Fuente de la imagen: Wikipedia

La ética del psicoanálisis

Jacques-Alain Miller


Fragmento de la conferencia dictada a los docentes de psicología de la Universidad de Buenos Aires,  por invitación de la decana Sara Slapak, en 1989.


En ocasiones se imagina que fue Lacan con su supuesto intelectualismo quien introdujo en el psicoanálisis el tema de la ética, quizá porque en su juventud fue un lector apasionado de Spinoza, pero es un error pensar que el tema de la ética fue introducido en el psicoanálisis por él. Pueden remitirse al capítulo VIII de «El malestar en la cultura», donde Freud se refiere explícitamente a la ética en relación con la terapia.
No parece inmediato que un analista tengo derecho a hablar de la ética. Parece salir de su competencia, aunque es verdad que hoy la ética se cruza a veces con la ciencia, por ejemplo, el miedo colectivo que tenemos, desde hace cinco o diez años, a las investigaciones bioquímicas. Estas investigaciones que tocan la reproducción misma de la vida humana.
El miedo colectivo que tenemos al progreso de la ciencia ha producido en los gobiernos el deseo de someter a un control esas investigaciones científicas. En Francia se hace a través de lo que se llama Comité Estatal de Ética, que trata de someter el desarrollo de la ciencia a una supuesta ética que sería: no tocar a la humanidad, no tocar la reproducción de la humanidad. Así, existe la idea de que hay un bien que vale más que la investigación o la búsqueda de la verdad científica. Estamos, en este fin de siglo, en una coyuntura muy distinta de la del siglo anterior, en el cual se podía pensar que, como por un milagro, el progreso del conocimiento científico debía confluir naturalmente con el bien de la humanidad. Nosotros ahora estamos en el período del malestar en la cultura y quizá un poco más adelante, en la época del horror en la cultura.
Ahora es la supervivencia de la humanidad misma la que está en discusión por el desarrollo de la ciencia, en ese sentido, con relación a la época de Freud; ahora cuando hablamos de la ética del psicoanálisis el problema es distinto. Por el momento nadie piensa que el desarrollo del psicoanálisis amenaza la supervivencia de la especie humana. El desarrollo del psicoanálisis puede amenazar a tal o cual persona por un error terapéutico, pero por el momento nadie piensa que el psicoanálisis amenaza a la humanidad.
Un análisis no es una aventura intelectual, la praxis de un análisis es un sufrimiento, es una queja, es la declaración de un ser que quiere cambiar, y cuando esos elementos faltan, un análisis es muy difícil. Alguien que se siente bien, alguien que se siente en el colmo de sus posibilidades y que quisiera hacer un análisis para poder ser analista, por ejemplo, no daría una praxis a la experiencia. Siempre hay que esperar cuando alguien dice: «Todo va bien para mí», hay que esperar hasta el segundo, tercer encuentro. Pero la praxis del psicoanálisis es un sufrimiento y no una búsqueda intelectual. Así, es claro que nada podría autorizar al analista a acoger esa queja si él no pensara en tener los medios de remediar ese sufrimiento. De tal manera que el analista está en una posición de terapeuta, de aquel que cura, que piensa poder curar. De este modo, tanto para los discípulos de Lacan como para Lacan mismo, y para Freud seguramente, el psicoanálisis cura, el psicoanálisis es una terapia. Pero no es por esa razón que podemos excluir, pensar, que no tenemos nada que ver con la ética, y la noción misma de cura —en el sentido de lo que resulta— no en el sentido de proceso sino del resultado, que sería la curación. Si el psicoanálisis es una cura, se crea un problema con la noción de curación, que es problemática en psicoanálisis, y eso se puede entender de manera muy sencilla: la noción misma de curación es solidaria de la noción de síntoma.
El síntoma analítico no tiene objetividad, a diferencia del síntoma psiquiátrico. El síntoma analítico está fundado sobre una autoevaluación del sujeto mismo, de tal manera que a veces, regularmente, es imperceptible para los demás. El síntoma obsesivo a veces se traduce claramente en la conducta, pero puede estar también únicamente reservado a la intimidad del sujeto, su imperceptible, a diferencia de los pacientes mandados al psiquiatra. A veces hay gente mandada al análisis por los padres, por los compañeros, etcétera, y sabemos que eso crea una cuestión propia en el análisis, que cuando la llegada de un sujeto a análisis se hace por un mandato exterior, una subjetivación de ese mandato es necesaria. Freud mismo en su comentario del caso de la joven homosexual nota la dificultad propia del caso debido a ese pedido exterior, y quizás el fracaso de ese análisis tiene que ver con la modalidad misma de la entrada en la experiencia.
Se entiende que si el síntoma analítico depende de la autoevaluación del sujeto, correlativamente la curación misma está fundada sobre dicha autoevaluación. Seguramente contamos también con una evaluación por parte del analista sobre la curación del paciente, pero sucede que a pesar de que el analista puede pensar que el paciente ha sido curado, el paciente no o cree; es lo que Freud llamó la reacción terapéutica negativa, y que describe, en cierto modo, que Freud pensaba que el paciente estaba curado y que el paciente no creía estar curado, no quería ser curado.
Así, creo que esa consideración bastante elemental puede explicar muy bien las impasses de la estadística. Cada vez que voy a los Estados Unidos hay preguntas sobre las cifras de curación, los norteamericanos han hecho muchos esfuerzos costosos para evaluar el resultado de la cura psicoanalítica, y las cifras nunca caen bien, no sirven, porque los criterios de la curación en análisis son subjetivos, dependen de la palabra del sujeto, y el hecho mismo de la transferencia hace esa evaluación difícil a tal punto que si uno se pregunta de qué puede curar el psicoanálisis, qué es la curación que realmente un análisis puede probar, puede ser la curación la transferencia analítica misma, y a menudo, dejar de ver al analista es ya curarse del analista como enfermedad.
De tal manera que eso conduce quizás a pensar que no hay otra finalidad en un análisis, ni otro fundamento de la curación analítica, sino una satisfacción; que el análisis se termina cuando ha producido en el sujeto una satisfacción, que se satisface de lo que ha ocurrido. Esta satisfacción depende de la confesión, del consentimiento del sujeto; es difícil pensar un bienestar, una felicidad que no incluyera el cuerpo del sujeto mismo. Difícilmente se puede pensar que otro puede decir: «Tú eres feliz» cuando el sujeto dice lo contrario; ahí es difícil pensar una objetividad de la felicidad. Así, eso hace ya de la ética del psicoanálisis quizás un hedonismo y eso se traduciría —y ha sido traducido— como un amoralismo psicoanalítico, lo que en el momento de la emergencia del psicoanálisis parecía parte integrante de éste.


Jacques-Alain Miller: Conferencias porteñas, Paidós, Buenos Aires, 2009, Tomo I, página 253.

«La cosa freudiana es el deseo»

Jacques LacanLacan

La cosa freudiana es el deseo. Así es como nosotros la enfocamos este año, por hipótesis, pero sostenidos como estamos  por la marcha  concéntrica  de nuestra búsqueda precedente.
No obstante, al articular esta fórmula nos damos cuenta de una suerte de contradicción, en la medida en que todo el esfuerzo de teorización de los analistas parece manifestarse en el sentido de hacer que el deseo pierda el acento original que sin embargo tiene -no podemos dejar de palparlo- cuando tenemos que vérnoslas con él en la experiencia analítica.
Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione de manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias de una suerte de preformación orgánica que llevaría por vías trazadas con antelación y a las cuales habríamos de reconducirlo cuando se aparta de ellas. Muy por el contrario desde el origen de la articulación analítica por parte de Freud, el deseo se presenta con el carácter que designa el término lust en inglés, que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el mismo término en alemán dentro de la expresión Lustprinzip, y ustedes saben que ésta conserva toda la ambigüedad que oscila del placer al deseo.
En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. Trastorna la percepción del objeto. Tal  como nos lo muestran las maldiciones de los poetas y de los moralistas, degrada al objeto, lo desordena, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver incluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto.
Encontramos ese acento, por cierto, al principio de la posición freudiana. No obstante, tal como Freud lo pone en primer plano, la Lust se articula de una manera radicalmente diferente de todo lo que antes había sido articulado acerca del deseo. El Lustprinzip se nos presenta como algo que en su fuente se opone al principio de realidad. La experiencia original del deseo resulta contraria a la construcción de la realidad. La búsqueda que la caracteriza posee un carácter ciego. En resumidas cuentas, el deseo se presenta como el tormento del hombre.
Ahora bien, todos aquellos que hasta este momento habían intentado articular el sentido de las vías del hombre en su exploración, siempre habían puesto en el principio la búsqueda, por parte del hombre, de su bien. Todo el pensamiento filosófico, a través de los siglos, jamás ha formulado una teoría moral del hombre en la cual el principio de placer, sea cual fuere, no haya sido de entrada definido y afirmado como hedonista. Esto significa que el hombre, sépalo o no, busca fundamentalmente su bien, de suerte tal que los errores y las  aberraciones de su deseo sólo pueden promoverse en la experiencia a título de accidentes.
Con Freud aparece por primera vez una teoría del hombre cuyo principio está en contradicción fundamental con el principio hedonista. Se da al placer un acento muy diferente, en la medida en que, en Freud, ese significante mismo está contaminado por el acento especial con el cual se presenta the lust, la Lust, la codicia, el deseo.
Al revés de lo que una idea armónica, optimista, del desarrollo humano podría a fin de cuentas llevarnos a suponer, no hay ningún acuerdo preformado entre el deseo y el campo del mundo. No es así como se organiza, como se compone, el deseo. La experiencia analítica nos lo enseña: las cosas van en un sentido muy diferente. Según lo hemos enunciado aquí, el análisis nos embarca en una vía de experiencia cuyo desarrollo mismo nos hace perder el acento del instinto primordial, invalida para nosotros su afirmación.
Es decir que la historia del deseo se organiza como un discurso que se desarrolla en lo insensato. Esto es el inconsciente. Los desplazamientos y condensaciones en el discurso del inconsciente son sin duda alguna lo que en el discurso en general constituyen desplazamientos y condensaciones, o sea, metonimias y metáforas. Pero aquí son metáforas que no engendran sentido alguno, y desplazamientos que no transportan ningún ser y en los cuales el sujeto no reconoce algo que se desplace.
La experiencia del análisis se ha desarrollado consagrándose a la exploración de ese discurso del inconsciente. La dimensión radical que aquí está en juego es la diacronía. En cambio, la sincronía es lo que constituye la esencia de la búsqueda que proseguimos este año. Nuestro esfuerzo va a recuperar lo tocante al deseo para situarlo en la sincronía.

Clase del 13 de mayo de 1959 (fragmento)


Jacques Lacan: Seminario 6 El deseo y su interpretación, Paidós, Buenos Aires, 2014, página 396.


El enigma de mi deseo o mi madre mi madre mi madre1929-Salvador Dali

El Witz ilustra la función del Nombre del Padre como un «dejar pasar» (fragmento)

Marcelo BarrosMarcelo Barros

El Witz es un recurso contra la pretendida omnipotencia del Otro

La reducción que opera el Witz es, en realidad, la concreción más lograda del «asesinato» del padre en su aspecto más feliz, por decirlo así, dado que no hay asesinato más eficaz que el que no necesita ser perpetrado. Hay ciertamente un acto, un cruce del Rubicón, pero eso pone en evidencia de que lo que se trataba, a fin de cuentas, era de un rubis con (en francés: «rubí boludo».) El chiste siempre ha sido un arma contra la fatalidad y las infatuaciones del poder. Una fascinación horrorizada tiñe la creencia en la infalibilidad trágica que acompaña a la figura del padre terrible, el hombre de la arena, el bogeyman. El chiste, lo cómico y el humor lo desarman, como lo muestra la película animada Monsters Inc. Los avatares del espantajo son máscaras imaginarias del automatismo pulsional que se presenta como imperativo de goce. Su mandato inexorable es una formación reactiva que implica la continuidad moebiana con respecto a aquello contra lo que reacciona. Sabemos que la obediencia compulsiva al ideal no separa al sujeto, y que donde reina el superyó es donde la función paterna desfallece. El Witz es, por eso, el paradigma del buen uso del Nombre del Padre, de un uso que permite conjurar el fantasma del Otro terrible o idealizado, un Otro que Freud hubiese llamado, pertinentemente, «incestuoso».

Lo «santo» tiene una íntima conexión con la risa

Como el padre, la santidad suele ser tenida por solemne. En «Televisión», Lacan sostiene por el contrario que cuantos más santos hay, se ríe más. Debo a mi colega Aarón Saal el conocimiento de la figura del Mulá Nasrudin, personaje que ilustrará nuestro tema. El hombre versado en la lectura del Corán y los asuntos que vinculan a los hombres con Dios es nombrado en la tradición musulmana como Mulá. Es alguien del llano -no hay clero en el Islam- pero que es tenido por hombre sabio. Hallaremos un tanto extraño el saber del Mulá Nasrudin, que se distingue de otros maestros por ser una suerte de «sabio tonto». Sus anécdotas siempre concluyen con un chiste, pero tienen un trasfondo alegremente ético. Veamos un ejemplo:

Cierto día el Mulá Nasrudin llegó al mercado seguido de una veintena de personas que imitaban todos sus movimientos. El Mulá saltaba y gritaba «ho-ho-ho», mientras que los demás hacían lo mismo. Se ponía en cuatro patas, y los otros lo imitaban. Un conocido del Mulá se acercó a él y por lo bajo le dijo: «¿Qué te pasa? Estás haciendo el ridículo.» El Mulá contestó: «Soy un gran maestro sufi. Estos son mis seguidores y los ayudo a alcanzar la iluminación.» El otro preguntó: «¿Cómo sabes tú si alguien alcanzó o no la iluminación?» Dijo entonces el Mulá: «Esa es la parte más fácil. Por la mañana los cuento. Si uno de ellos me ha abandonado, ése alcanzó la iluminación.»

Camellos y sus sombras

Basta esta anécdota que forma parte de una antigua tradición oral, para percibir que siempre hubo gente dormida y gente un poco más despierta. Las menudas aventuras del Mulá aprovechan los senderos del absurdo y la risa. Si lo principal suele ser solemne, lo risible es visto como secundario y por eso él es un sabio  «de segunda», si bien su fama se extiende por el Medio Oriente, Asia, y Europa del Este. Sus muchas anécdotas fueron repetidas en las noches innumerables de las caravanas. Empero, el perfil secundario es esencial a su posición. No ocupa el lugar de amo como S1, sino que lo hace en posición de objeto al igual que un analista. Sin embargo, el S1 no le es ajeno —detenta el título de «Mulá»—. El S1 tampoco es ajeno al psicoanalista; el asunto es que, como su saber, es algo que mantiene en reserva, es un poder del que se priva. En el Mulá el saber nunca es un atributo del poder, y su estatuto es extraño. No pareciera que él lo tenga a su disposición. Es como un tonto, un loco, o un niño, que acaso dice verdades pero las dice al azar, bajo la forma de un saber no sabido. Nos deja en la duda de si «es o se hace». No se le puede «sacar la ficha», en lo que reconocemos el semblante de objeto causa del deseo. Su tonta sabiduría es la de un saber que está en el lugar de la verdad, de lo que se dice a medias. No escapa a quien tenga conocimiento del Zen, su reflejo en las intervenciones del Mulá. Eso también está vinculado con el manejo de la transferencia. Nótese que el vaciamiento de sentido no hace que desechemos la intervención del Mulá. Nos lleva a apropiarnos sintomáticamente de ella, convocados a poner algo de nosotros. De sus muchos cuentos me detendré en uno solo.

El Mulá Nasrudin fue invitado a dar un sermón. Entonces desde lo alto preguntóNasreddin 17th century miniaturea los oyentes: «¿Ustedes saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que no. «Entonces no hay sentido alguno en hablarle a gente que no tiene la menor idea de lo que voy a decir.» Y se fue. Confundidos, volvieron a invitarlo a la semana siguiente y el Mulá hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que sí. «Entonces, dijo, no les haré perder su tiempo.» Otra vez perplejos, volvieron a invitarlo para dar el sermón y Nasrudin hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué les voy a hablar?» Esta vez la mitad de la congregación contestó que no y la otra mitad contestó que sí. Nasrudin dijo: «Bien, que la mitad que sabe le cuente de qué se trata  a la otra mitad que no sabe.» Y se fue.

No se burla de los oyentes, sino del saber y del lenguaje mismo. Él no se deja embrollar por eso, y no se presta a que los otros se embrollen con argumentaciones. Si el Mulá es un maestro, es porque nos libra de la ignorancia como la pasión del saber que se cree establecido, tal como la define la pagina 15 de Hablo a las paredes. No se rehúsa por completo a ocupar el lugar del ideal porque aloja la demanda de los otros; pero su respuesta hace vacilar ese ideal mismo al que es convocado. Lo reduce a su función de herramienta. Como Walt Whitman, sabe que la lógica y los sermones jamás convencen y que la humedad de la noche penetra el ser más profundamente. Pero esto último, que es poesía -y no la humedad de la noche-, también penetra el ser.


Marcelo Barros: Intervención sobre el Nombre del Padre, Grama, Buenos Aires, 2014, página 44.


Agradecemos al autor su autorización para publicar el fragmento.

La lámpara de Edison

Pauline Prost
Psicoanalista

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En El racionalismo aplicado Gastón Bachelard nos ofrece una hermosa imagen de corte epistemológico: la humanidad, dice, ha producido luz siempre por medio de técnicas e combustión, haciendo arder algo; el genio de Edison es haber inventado el medio para dar luz impidiendo que arda una materia: en el vacío, el filamento titila pero no se consume. En ello se puede encontrar la alegoría, el emblema de la revolución freudiana.
El inconsciente freudiano no es el inconsciente de siempre, dice Lacan. ¿Por qué? ¿De qué fuente bebían los humanos, qué fuego atizaban para iluminar su camino en la existencia? Puede arriesgarse esta respuesta: el inconsciente se apagaba en el amor.
«Al principio era el amor». Amor al amo, variante del amor al padre, en las sociedades autoritarias y en las religiones, amor al saber, bajo el régimen de la Sabiduría y, más tarde, de la Ciencia, amor por la Verdad finalmente, acorralando el saber en sus fallas y sus límites, en los momentos de subversión, colectiva o individual. Cada uno de los momentos de la Historia, que Lacan llama universos de discurso, encuentran el limite donde se consume el deseo, y dejan el lugar a un nuevo amor. Freud se adelanta en la escena donde flamea la histérica, figura eminente de la subversión, y, nuevo Edison, inventa el lugar vacío donde ella titila y traza el camino de un saber inédito.

Lo ídolos y el completamente -otro

En la caravana del mundo, la escena analítica cual tabernáculo del Éxodo, es una tienda vacía. En este espacio despejado, si no deshabitado, la queja, la demanda, los remordimientos y la angustia pueden desplegar su letanía evitando los dos escollos de todo diálogo: la pregunta y la respuesta. Si el otro, en efecto, me pregunta, me interroga, él me impone, bajo el velo de su interés, sus esperas, sus referencias, su vocabulario. La pregunta, a fortiori, el cuestionario, es siempre hipócrita, porque aunque aparenta ignorar, es a partir de lo que se sabe que se pregunta, a partir de lo que parece importante, útil, sensato. Por eso toda pregunta, y ésa es su astucia, contiene ya su respuesta. Al sujeto que llega con su pregunta «¿Qué debo hacer?» o «¿Quién soy yo?», el análisis le ofrece tan sólo una respuesta: tú puedes saber, con un saber que nadie más que tú detentas, pero que solamente puede  enunciarse con una palabra, dirigida a otro que se convierte en testigo de ella, palabra en la que cada uno hace entrar sus maneras de decir, sus imágenes, sus sueños, su historia, procediendo a una «puesta en intriga» de su vida. Ningún diagnóstico, psicológico o médico, puede desposeer al sujeto de esta dramaturgia singular en la que, al construir su épos, el sujeto no puede compararse con ningún otro.
Porque el análisis desidentifica. Toda identificación es un esfuerzo por vestirse con los oropeles de otro, tomar prestado su hábito, su prestancia, sus certezas. El análisis cura para siempre de la supuesta consistencia del otro. El sujeto desidentificado sabe ver la división, la falla, escapando a la fascinación celosa por quien se ofrece en la brillantez del espejo.
Por eso el psicoanálisis está a contracorriente de todos los ofrecimientos de ayuda al desarrollo de sí, del aprendizaje de la autonomía, del vademécum del «saber seducir o saber imponerse», ser amado u obedecido, doble impasse de la demanda, doble fracaso del deseo. La abdicación del sujeto, bajo la apariencia de «desarrollo personal», toma su forma más monstruosa en la práctica del coaching, en el cual el sujeto delega en el experto, ángel de la guarda, daimon o suplente, doble, el cuidado de su existencia.

Pasajero clandestino

Intempestivo, inactual, a contracorriente de cualquier intención de normalización, el psicoanálisis sufre las consecuencias en la opinión pública, y muchas veces las desencadena, al revelar y asumir lo que se esconde detrás del llamado a los semblantes de la conformidad: la búsqueda de goce, el individualismo, la aspiración a un «ser sí mismo» sin límites ni trabas, llamado ciego pero tanto más insistente en una singularidad refractaria al lazo social, a los grandes ideales de identidad como han sido la religión, la política o la familia. Ese lazo social inencontrable se busca paradójicamente en la «comunicación», «la transparencia», la exhibición de sí.
El psicoanálisis tiene el privilegio de ir hasta el fondo de esta lógica de lo único. Sabe y hace apreciar a quien se compromete que el «sí» tiene cierta relación con el goce imposible de compartir. Aprende a no dejarse engañar por el llamado del otro «que me comprende», porque por haber ido hasta el fondo de los poderes de la palabra, escapando de la impostura del «lo he comprendido», él sabe que, sobre eso que le es más cercano, hay un imposible de decir que abre el campo a lo que es para hacer.
Al filo de una palabra que descubre la obligación escondida bajo su aparente libertad, la cura analítica depura la voluntad de decir, disipa el espejismo de cualquier elucidación. La ascesis del análisis, su lentitud, su eternización a veces, testifican la dignidad de la palabra, su valentía interpretativa, sus efectos de sorpresa, de creación, de poesía, difiriendo sin cesar y haciendo retroceder al infinito el punto en el que el sujeto es liberado de la pasión por hacerse comprender.
Solamente el silencio atento del otro, invitando al sujeto a recorrer sin descanso los meandros de su historia, a utilizar sus significaciones hasta los límites del sinsentido, ofrece a cada uno el acceso a su punto de silencio, reserva y recelo de su voluntad de vivir, que lo hace apto para acoger todos los ruidos del mundo.


Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 246.

La «acción analítica»

Jacques-Alain Miller

¿De qué se trata en «La dirección de la cura y los principios de su poder»?
Para empezar, podemos decir que se trata de la acción analítica, entendida como la acción del psicoanalista. Ese texto es el testimonio de un analista que trata de pensar lo que hace en su práctica, sin prejuicios, en su autenticidad. Y eso implica primero, para un analista, reconocer que se queda  una parte oscura, de misterio, para él mismo, en los efectos que produce. Puede ser en los mejores casos lo que estimula a los analistas a pensar y a repensar de manera interminable el psicoanálisis. Uno se puede burlar de los analistas, es una de las cosas más fáciles en el mundo —sus analizantes se burlan del analista, ¿cómo no?—; se puede burlar de los analistas en grupo, que repiten de manera interminable las referencias de Freud y de Lacan, again and again, buscando una verdad que escapa en esa repetición. Pero se puede también tener respeto por esa repetición que a veces traduce el sentimiento que se queda para ellos mismos, en su propia acción, en los propios efectos que produce, algo que los traspasa. Y eso es también lo específico de lo que llamamos el inconsciente gracias a Freud y a Lacan, porque después de Freud se había olvidado el concepto mismo de inconsciente. Parecía un concepto arcaico de Freud y en la psicología del yo era muy poco utilizado y descartado. Lo que llamamos inconsciente es algo con lo cual no hay una buena comprensión, no tiene, el analista tampoco, manera de entenderse bien con el inconsciente, no es un amigo leal, un compañero al lado del cual uno puede sentirse cómodo; al lado del Dr. Mansur me siento muy cómodo, pero al lado de su propio inconsciente uno no se siente muy cómodo. Freud ha presentado el inconsciente como algo que siempre traiciona al sujeto; el lapsus, el acto fallido, son manifestaciones de traición. El inconsciente es traidor y cada uno desconfía del suyo.
Esto hace también a la dificultad de improvisar charlas en el ámbito del psicoanálisis: la audiencia no perdona al conferencista, psicoanalista, sus eventuales lapsus, lo que hace de eso cada vez una partida con su propio inconsciente. Además, cuando es en otra lengua que la lengua materna, tiene también su dificultad. Pueden referirse al texto  de Lacan, cap. IV. «encontrar la comprehensión, en contra de entender», para desvalorizar el hecho de entender, y eso es un tema fundamental por cuanto, finalmente, uno no entiende el inconsciente. Se repiten cosas pero eso no constituye una comprehensión. Entonces, en este texto, Lacan siempre presenta proposiciones asertivas, pero hay que captar también el patetismo de su búsqueda, aunque no lo pone él mismo en evidencia.
¿Qué hace exactamente el analista? Ésa es su pregunta a él mismo. ¿Qué debe hacer para obrar conforme a la esencia del psicoanálisis? Hay cierta paradoja al centrar la pregunta sobre la acción del analista, porque si hay en el mundo un personaje que no parece hacer mucho, es el analista, a tal punto que hay como un aspecto, un aura de pereza alrededor del analista; no parece trabajar. Incluso, muchos años después de este texto, Lacan dirá: bien, evidentemente el paciente trabaja, el analista hace el acto analítico, pero el trabajo analítico lo hace el paciente, el analista en cierto modo lo pone a trabajar. Cuando vemos un cirujano o un trapecista, trabaja; el analista es más complicado, nos obliga a repensar lo que es el trabajo. En cierta medida el analista no hace nada y pueden encontrar, en las primeras páginas de ese texto también, la teoría que retoma Lacan del no hacer del analista. Lacan mismo en textos anteriores ha teorizado el no hacer del analista, que para lograr mantenerse en el no hacer y, eventualmente, en el no decir, es necesaria una formación; porque la agitación corporal, la compasión, ir a buscar al otro, dar un consejo, moverse, ver al otro, pegarle, acariciarlo, todo eso produce cierto placer al ser humano; se puede entender que hay una forma superior del no hacer que es como el colmo de una formación, y que solamente a los ignorantes parece una pereza común. Lacan busca referencias en las sabidurías orientales. Por ejemplo, en su texto anterior que se llama «Variantes de la cura tipo», se refiere a la vía del analista, la vía es el tao, habla del parentesco que hay entre el tao y la posición analítica del no-hacer. Pueden encontrar en el cap. I de este texto, punto V, la comparación que hace Lacan entre el análisis y el bridge y dice que el analista se apoya en lo que se llama en el bridge «el muerto»; en textos anteriores Lacan compara al analista con el muerto del juego, y habla de la caracterización de la posición del analista. Pero en cierta medida en este texto Lacan habla contra esa teoría del él mismo; es decir no se satisface con la idea de la posición analítica como una posición de no hacer y, al contrario, elabora como novedad una teoría de la acción analítica, más allá de la descripción de la posición analítica como de un no hacer, con la idea de que el analista, en su modo propio de no hacer, revela algo de la verdad de cada acción humana. Ahora bien, este texto no es de teoría pura y en realidad el analista no es un contemplativo; en eso por lo menos se distingue del taoísta o del filósofo «al estilo de Platón» como contemplativo. Y el analista no es un contemplativo, porque el inconsciente no se contempla, porque ya no se queda inmóvil suficiente tiempo para que uno lo pueda contemplar; se mueve, como el deseo: un momento acá, otro momento allá. Y es difícil casarse con el deseo; uno se casa con una persona del otro sexo, pero no se casa con el deseo, y a veces confundir las dos cosas produce algunos problemas.
No es un contemplativo y en este texto Lacan trata de elaborar la teoría de la «praxis analítica», el término que vuelve también en el título del capítulo IV del texto cuando se pregunta: «¿Cómo actuar?», y responde: «con su ser.» Pero «¿cómo actuar?» es la pregunta del texto. Por supuesto, trata de ubicar esa acción con referencia a una estructura muy precisa que no aparece de manera evidente en el texto, que hay que recomponer, cosa que haremos. La expresión «la acción analítica» se encuentra varias veces en el texto. A veces hay que leer un poco a Lacan como se leyeron los jeroglíficos, y también como Freud descifró el inconsciente, es decir, estando atento a las repeticiones. «La acción analítica» entonces es una preocupación, una expresión que vuelve regularmente en este texto; por ejemplo, en el capítulo V, punto 16, tercer y cuarto parágrafos, ahí, en la última parte del texto, Lacan dice: «Es increíble que ciertos rasgos que sin embargo desde siempre han saltado a los ojos de la acción del hombre como tal no hayan sido aquí sacados a la luz por el análisis.» Y después describe cómo percibe la acción humana a partir del punto de vista analítico: «Nos referimos a aquello por lo cual esa acción del hombre es la gesta que toma apoyo en su canción. Esa faceta de hazaña, de realización, de resultado estrangulado por el símbolo […] aquello en fin por lo cual se habla de un paso al acto, ese Rubicón cuyo deseo propio está siempre camuflado en la historia en beneficio de su éxito, todo aquello a lo que la experiencia de lo que el analista llama el acting-out le da un acceso casi experimental, puesto que él domina todo su artificio, el analista lo rebaja en el mejor de los casos a una recaída del sujeto, en el peor a una falta del terapeuta.»
Se queda uno estupefacto ante esa falsa vergüenza del analista ante la acción en la que se disimula sin duda una verdadera —una verdadera vergüenza—, «la que tiene de una acción, la suya —la acción analítica—, una de las más altas cuando desciende a la abyección.» Resulta difícil seguirlo cuando se lo lee o escucha por primera vez, estoy tratando de ver o de sentir si perciben el sentido. Lo voy a tomar solamente como testimonio, que es realmente lo que está en las últimas páginas del texto, nodal, un hilo conductor en la lectura de ese texto de Lacan, la preocupación por la acción y el cómo de la acción analítica, que parece un no-hacer, que devela algo de la acción humana. Ese tema Lacan lo va a continuar muchos años después en un seminario que se llama «El acto analítico» y ese seminario complementa esta «Dirección de la cura…» La preocupación por la acción humana es anterior en Lacan y, la ha estudiado en lo que llama «sofisma de los tres prisioneros», en «El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma.» Ese análisis del tiempo lógico es sobre la estructura de la acción humana, porque demuestra, mediante el sofisma, que si los personajes del cuento no actúan, nunca van a poder descubrir la verdad. Deben actuar sin saber la verdad para poder descubrirla; es decir , deben actuar, precipitar una conclusión sin tener la conclusión lógica ya hecha. Por eso habla de tiempo lógico, porque introduce un factor temporal en la búsqueda de la verdad. Hay que anticipar con la acción la posesión de la verdad y después verificar esa certeza en una precipitación. En ese texto de 1944, «El tiempo lógico…», es decir, catorce años antes de «La dirección de la cura», Lacan escribe: «La verdad se manifiesta avanzando sola en el acto que engendra su certidumbre.» La verdad depende de un acto, eso es lo que trata de demostrar. «Inversamente el error, como confirmándose en su inercia y engarzándose difícilmente para seguir la iniciativa conquistadora de la verdad.» Una verdad que va conquistando, y más allá del saber que detenta antes.
El texto «La dirección de la cura…» de manera velada se apoya en ese tiempo lógico, en esa doctrina de la acción, del acto, que anticipa sobre el saber que uno detenta y que abre el camino conquistador de la verdad. Uno no puede solamente someterse a la realidad. La verdad es de un orden , un registro distinto y en cierto modo superior a la realidad.»

(1992)

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Herbert James Draper, Ulises y las sirenas. 1909

Jacques-Alain Miller: Conferencias porteñas, tomo 2, Buenos Aires, Editorial Paidós, página 177.

Imagen: Wikipedia