Entonces, para la pareja del parlêtre femenino hay dos axiomas que debemos guardar en el espíritu si no queremos ser embrutecidos. Primero, para amar es preciso hablar, el amor es inconcebible sin la palabra, justamente porque amar es dar lo que no se tiene y no se puede dar lo que no se tiene a no ser hablando, porque es hablando que damos nuestra falta en ser. Tanto mejor cuando hablamos de amor, pero no es de manera alguna necesario, ya que hay mujeres que se satisfacen muy bien si la pareja las critica, con tal de que él hable. El verdadero problema del lado femenino es forzar el hombre a hablar, en lugar de mirar televisión, leer el diario, o ir al partido de fútbol. Las más inteligentes van con ellos al fútbol. Además para el hombre es mejor hablar, porque si él no habla va a ser ella quien lo haga y para reclamarle que hable. Segundo axioma, para gozar es preciso amar. Ésta es verdaderamente una exigencia del lado femenino y podría escribir la secuencia: hablar, amar, gozar. Del lado femenino, no se puede gozar sino del habla, con preferencia del habla de amor.
Jacques Alain Miller: El hueso de un análisis, Tres Haches, Buenos Aires, 1998, página 79.
Según un relato que data de la época del libertinaje francés en el siglo XVII, en una prisión de mujeres se sometía a las prisioneras a una prueba que les permitía, en caso de resolver adecuadamente el acertijo, obtener su libertad. Las reclusas eran puestas de a tres en una mesa triangular, cada una en uno de los lados, y eran sometidas sexualmente por distintos hombres. Cada una de ellas podía ver el hombre que sometía a las otras, pero no podía ver al que era sometida. Los hombres eran tres blancos y dos negros, y el acertijo consistía en descubrir el color del hombre. Reclinadas boca abajo sobre la mesa, desnudas y a disposición, las prisioneras pasaban por el ritual una y otra vez. El espectáculo, pensado tal vez como un método de tortura y humillación, contaba con la mirada cómplice de nobles y ricos que pagaban por observar. El director de la prisión tenía todo controlado, elegía a las prisioneras, elegía a los hombres, elegía a los espectadores y llevaba a cabo la prueba con la mayor rigurosidad. Pero su afán de control lo cegó ante lo más obvio. El 24 de abril de 1678 una de las reclusas sometidas insistió en decir rojo. La sorpresa del público, de las otras reclusas, de los hombres, de los guardias y del director fue inmediata. -¡Rojo!, gritó, cada vez que el hombre la arremetía con fuerza. No había en su rostro ni temor ni desesperación, era otra cosa. -¡Rojo!- una y otra vez. La prisionera en éxtasis, gritaba, gemía; estaba perdida… en otro goce. La satisfacción que siempre habían tenido los espectadores ante la humillación de las reclusas desapareció. En ese momento miraron horrorizados. Esa mujer lo arruinó todo para ellos.
La Justicia prevalece… ¿pero qué tipo de Justicia?
La última temporada de Game of Thrones impulsó protestas públicas y culminó en una petición (que ha sido firmada por casi un millón de espectadores indignados) que reprueba toda la temporada y solicita a su vez que sea grabada nuevamente. La ferocidad del debate es tal que es en sí misma una prueba de que los intereses ideológicos puestos en juego son altos.
El descontento se basó en un par de puntos: el mal escenario (bajo la presión de terminar rápidamente la serie, se simplificó la complejidad de la narrativa), y una mala psicología (el giro de Daenerys a “Reina Loca” no se justificó en el desarrollo de su personaje), etc.
Una de las pocas voces inteligentes en el debate fue la del autor Stephen King, quien notó que el malestar no fue generado por el mal final, sino por el hecho mismo del final. En nuestra época de series, que en principio podrían durar indefinidamente, la idea del cierre narrativo se vuelve intolerable.
Es cierto que, en la apresurada resolución de la serie, se impone una lógica extraña, una lógica que no viola la creencia psicológica sino las presuposiciones narrativas de una serie de televisión. En la última temporada esto es sencillamente la preparación para la batalla, el luto y la destrucción después de la misma, y el luchador en sí, con todo su sinsentido -mucho más realista para mí que las tramas melodramáticas góticas habituales.
La temporada ocho tiene tres etapas de luchas consecutivas. La primera es entre la humanidad y los “Otros” inhumanos (el Ejército de la Noche del Norte dirigido por el Rey de la Noche); luego entre los dos grupos principales de humanos (los malvados Lannisters y la coalición contra ellos liderados por Daenerys y los Starks); y por último el conflicto interno entre Daenerys y los Starks.
Esta es la razón por la que las batallas en la octava temporada siguen un camino lógico desde una resistencia externa a la división interna: la derrota del inhumano Ejército de la Noche, la derrota de los Lannisters y la destrucción de Desembarco del Rey; la última lucha entre los Starks y Daenerys -en última instancia, entre la nobleza tradicional “buena” (Starks) que protege fielmente a sus súbditos de los malos tiranos, y Daenerys como un nuevo tipo de líder fuerte, una especie de bonapartista progresista que actúa en nombre de los que carecen de privilegios.
Por lo tanto, lo que está en juego en el conflicto final sería: ¿debería la revuelta contra la tiranía ser sólo una lucha por el retorno de la vieja versión, más amable, del mismo orden jerárquico o debería convertirse en la búsqueda de un nuevo orden que se necesita?
El final combina simultáneamente el rechazo de un cambio radical con un antiguo motivo antifeminista, que podemos encontrar en la obra de Wagner.
Para Wagner, no hay nada más desagradable que una mujer que interviene en la vida política, impulsada por el deseo de poder. En contraste con la ambición masculina, una mujer quiere poder para promover sus propios intereses familiares o, lo que es peor, su capricho personal, incapaz de percibir la dimensión universal de la política estatal.
La misma feminidad que, dentro del círculo de la vida familiar, es el poder del amor protector, se convierte en un frenesí obsceno cuando es desplegado al nivel de los asuntos públicos y estatales. Recordemos el punto más bajo en un diálogo de Game of Thrones cuando Daenerys le dice a Jon que si él no puede amarla como a una reina, entonces el miedo debería reinar -el motivo vergonzoso y vulgar de una mujer insatisfecha sexualmente que explota en una furia destructiva-.
Daenerys Targaryen (Actriz Emilia Clarke)
Pero, -mordamos nuestra manzana amarga- ¿qué pasa con los estallidos asesinos de Daenerys? ¿Puede el asesinato despiadado de las miles de personas inocentes en el Desembarco del Rey realmente ser justificado como un paso necesario hacia la libertad universal? En este punto, debemos recordar que el escenario fue escrito por dos hombres. Daenerys como la Reina Loca es estrictamente una fantasía masculina, por lo que los críticos tenían razón cuando señalaron que su descenso hacia la locura no estaba justificado psicológicamente. La visión de Daenerys con una expresión furiosa que vuela sobre un dragón, quemando casas y personas, expresa una ideología patriarcal con miedo de una mujer política fuerte.
El destino final de las mujeres líderes en Game of Thrones corresponde a estas coordenadas. Incluso si la buena Daenerys gana y destruye a la mala Cersei, el poder la corrompe. Arya (quien los salvó a todos matando sola al Rey de la Noche) también desaparece, navegando hacia el Oeste del Oeste (como si fuera a colonizar América).
La que permanece (como la reina del reino autónomo del Norte) es Sansa, un ejemplo de mujer amada por el capitalismo actual: combina la suavidad y la comprensión femenina con una buena dosis de intriga, y por lo tanto se ajusta perfectamente a las nuevas relaciones de poder. Esta marginación de las mujeres es un momento clave de la lección general liberal-conservadora del final: las revoluciones tienen que salir mal, traen nueva tiranía o, como Jon dijo a Daenerys:
«La gente que te sigue sabe que hiciste algo imposible. Tal vez eso les ayude a creer que puedes hacer que sucedan otras cosas imposibles: construir un mundo diferente al de mierda que siempre han conocido. Pero si usas dragones para destruir castillos y quemar ciudades, no eres diferente.» En consecuencia, Jon mata por amor (salvando a la maldita mujer de sí misma, como dice la vieja fórmula machista-chauvinista) al único agente social de la serie que realmente luchó por algo nuevo, por un mundo nuevo que acabaría con las viejas injusticias.
Entonces la justicia prevaleció -pero ¿qué tipo de justicia?- El nuevo rey es Bran: lisiado, omnisciente, que no quiere nada -con la evocación de esa insípida sabiduría de que los mejores gobernantes son aquellos que no quieren el poder-. Una risa desdeñosa, que se produce cuando uno de los integrantes de las nuevas élites propone una selección más democrática del rey, lo dice todo.
Y no se puede dejar de notar que los fieles a Daenerys hasta el final son de los más diversos -su comandante militar es negro-, mientras que los nuevos gobernantes son claramente blancos Nórdicos. A la reina radical, que quería más libertad para todos, más allá de su posición social y raza, la eliminan; y las cosas vuelven a la normalidad.
Por supuesto, está el coraje de las mujeres, de seres que con respecto a la referencia fálica no tienen nada que perder. Eso puede dar un coraje sin límite que se encuentra en las mujeres, no se encuentra en los hombres. También las puede hacer feroces, mujeres que para proteger lo más precioso -como ocurre cuando uno no tiene nada para defender-, ante lo más precioso que encuentran, están preparadas para ir hasta el final sin detenerse y para luchar como quieran. También el sentimiento de un handicap puede conducir a la posición de víctima, de queja o de miedo, pero es en la mujer donde se observa la inversión súbita del miedo en el coraje sin límite cuando se toca lo que se debe respetar, y se puede ver, al extremo, a la más miedosa de las mujeres convertirse de repente en una heroína.
La cobardía fundamental de los hombres es que están embarazados de algo que tienen que proteger, eso puede despertar en ellos la ferocidad del dueño amenazado de robo, pero es a los hombres a quienes les gusta hablar, negociar, dialectizar, todo eso para proteger lo que hay que proteger, muy distinto del hablar. De tal manera que en la lucha por puro prestigio, el invento de Hegel, puede parecer que finalmente, si se sexualiza esta lucha, los hombres salen amos y las mujeres se someten; no es así, es el hombre, aunque puede parecer mandar, el esclavo, el siervo. Él es siervo porque, de manera estructural, el que sale siervo de esa lucha es el que debe proteger algo, supuestamente su vida en Hegel. Cuando en esta condición el sujeto femenino ya ha perdido todo y no tiene nada que proteger y se encuentra en la posición estructural del amo, que Lacan reconoce cuando llama a eso capricho, el capricho supuestamente de la madre, que significa que la voluntad despreciada como insensatez se encuentra del lado de la mujer -y que traté este año en mi curso de desarrollar la función errática de la voluntad en la mujer-, las mujeres gozan de su voluntad y es así como entran en la metáfora paterna con lo que Lacan llama el deseo de la madre. El Deseo de la Madre es el capricho, es decir, la voluntad sin reglas, mientras que el Nombre-del-Padre es la autoridad pero en la medida que depende de reglas. Y por eso hay un desfasaje: el hombre amo-siervo se inscribe en el discurso del amo, es decir, los amos hombres son siempre solamente amos de siervos, son falsos amos, como lo denunciara Nietzche. Cuando la dominación femenina se desprende de un discurso histérico, es decir, de una posición de un amo sin reglas que denuncia al falso amo, él mismo siervo de las reglas. Es decir, para ubicarse como brújula en la cuestión del coraje, hay que tener opinión, fundarse sobre la relación entre el coraje y la castración. El coraje siempre se ubica cuando podemos situar el franqueamiento de la barrera del horror a la feminidad. Hay coraje cuando se franquea esta barrera. Este horror a la feminidad lo tienen los dos sexos pero más los hombres que las mujeres. Entonces también hay una cobardía de las mujeres en el horror a la feminidad, que tiene que ver con proteger su imagen y eventualmente la belleza de su imagen, como última protección antes del horror de la castración. Eso que es atacado en el análisis, esta barrera que constituye el culto a la imagen bella, a lo que una supuestamente quiere ser para al menos un hombre -que también hace al culto a la imagen- es lo que regularmente hace más difícil para las mujeres que para los hombres la palabra pública. La palabra en público significa sacrificar algo de la protección de la imagen, del fetiche de la imagen. La de los hombres es la cobardía bien escondida, son tan cobardes que esconden la cobardía misma, es decir que van a luchar en otro lugar que en la relación de los sexos; en el campo del saber polemizan, subrayan errores de tipografías en las tesis o, más avanzados, cuando están realmente inquietos sobre su virilidad, se vuelven militares. Es lo que el joven Lacan señaló de la manera más precisa cuando tenía cuarenta y seis años en su texto «La psiquiatría inglesa y la guerra». Hace esta anotación: «El valor viril que expresa el tipo más acabado de la formación tradicional del oficial entre nosotros -y la tradición militar francesa tiene su peso importante- me ha parecido en muchas ocasiones como una compensación de lo que nuestros ancestros habrían llamado cierta debilidad en la cama». Es decir que es buscar las insignias de oficiales de la virilidad precisamente para huir del otro campo de batalla, del campo de batalla fundamental, del campo de batalla de hombre y mujeres. De tal manera que el coraje sexual es lo mismo que el coraje epistémico, es afrontar el otro sexo en la medida en que lo femenino es el sexo Otro también para las mujeres. Como dice Lacan, la mujer es otra para ella misma.
Madre de la Plaza de Mayo discutiendo con policías, 1982, fotografía de Jorge Sánchez
C. S. Lewis sostiene en Una pena observada que, así como es una arrogancia por parte de los hombres llamar “masculinas” a la caballerosidad, la franqueza y la justicia cuando son encontradas en una mujer, también en las mujeres es arrogante calificar como “femeninos” el tacto, la ternura y la sensibilidad de un hombre. Según el contexto y la ideología dominantes, no solamente se conciben perfiles psicológicos de los sexos, sino que se asignan valores a los rasgos que les son atribuidos, valoración que oscila entre la exaltación y la depreciación. Si se tiene, por ejemplo, a la “rudeza” como varonil, alguno la apreciará como fuerza, franqueza, ejecutividad o seguridad en sí mismo, mientras que otro lamentará su derivación en brutalidad, suficiencia o estrechez de juicio. Parejamente se le concede a la mujer el privilegio de una “sensibilidad” que unos concebirán como agudeza de espíritu, disposición amorosa o creatividad y que otros despreciarán por entenderla como labilidad emotiva, capricho, fragilidad. ¿Qué hemos de entender por “sensibilidad”? Es un rasgo que, sin mucha imaginación, suele asociarse con el poeta y que jamás se adjudica al cazador. La palabra “disciplina” evocará para muchos un imaginario marcial, mientras se pasarán por alto los rigores de la mujer que entregó su vida a la danza.
El cliché que identifica la feminidad con la inclinación a lo amoroso, la sensibilidad, la ternura y otras especies de lo edulcorante, no sólo es sostenido por las perspectivas conservadoras. Mientras uno apela al cliché para relegar a la mujer al ámbito de lo doméstico, otro puede usarlo para mostrar las ventajas de integrar la feminidad al mercado, la política y la guerra con el fin de hacerlos más humanitarios. Un mismo estereotipo puede servir, según el caso, para denigrar como para idealizar. Esto no debe sorprender, ya que degradación e idealización son operaciones correlativas. Se trata de patrones que persisten, y nuestra pretendida liberalidad no hizo más que acompañarlos de una cosmética nueva.
Lamia, John William Waterhouse [Public domain], via Wikimedia Commons
Lo que resulta particularmente perturbador en una mujer es su demanda de amor. No es como las otras demandas. La angustia que provoca surge ante el deseo enigmático que subyace a ella. Según Freud, esta demanda no es insaciable, pero es inconmensurable. Freud diferencia lo insaciable del deseo sexual de la inconmensurabilidad de la demanda de amor. Mucho de lo que aparece como insaciabilidad en una mujer puede obedecer a esta dimensión sin medida de su anhelo amoroso.
Una demanda de amor, más allá de la dimensión narcisista de reconocimiento que pueda haber en ella, es la interrogación por lo que se es en el deseo del Otro. La demanda de amor es inconmensurable porque no hay ningún significante que pueda dar la medida de la respuesta. Angustia porque el deseo que subyace a ella no apunta a un significante. El amor, y sobre todo el amor de la mujer, apunta al ser del otro y no un atributo que pudiera cifrarse en un significante. Está concernido lo más íntimo del sujeto. Muchos hombres no entienden nada de eso, ni quieren enterarse. Otros lo saben o lo intuyen confusamente. Algunos huyen a la homosexualidad, o a la guerra, que es una variante sublimada de la homosexualidad. Algunos van y vienen.
Desde su neurosis, el sujeto se siente culpable ante un deseo que sobrepasa cualquier medida. Pero el anhelo amoroso femenino no es desmesurado, sino que es in-menso; pensar en estar a la altura de eso, en dar una respuesta a la medida de eso, entenderlo en términos de suficiencia o insuficiencia (“no te alcanza lo que te doy”), ya es empantanarse en la culpa. La ventaja de ese barro es que la culpa siempre es defensa contra la angustia.
(2011)
John William Waterhouse (1849–1917). Circe Offering the Cup to Odysseus. 1891.
Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.
Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.
El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?
Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.
La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.
La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.
La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.
El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.
Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.
El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David
* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).