“El psicoanálisis es el heredero de los derechos humanos”

Colette Soler

“Es importante para mí hablar en un lugar así porque es un lugar de memoria y que intenta conservar la memoria de las víctimas. Entonces, siempre es algo importante en la historia, en general, y también en el psicoanálisis luchar contra el olvido. Efectivamente lo intentamos y luchamos, pero hay que decir que no es fácil”, dice Colette Soler en la entrevista exclusiva con Página 12, poco antes de viajar a Buenos Aires. “Hace unos días escuché a un historiador que dijo algo muy fuerte: ‘Enseñamos la historia, pero la historia no enseña nada puesto que las sociedades son siempre al tiempo presente’. Creo que es un deber no olvidar de generación en generación. El psicoanálisis, que apareció a principios del siglo pasado en Europa, más precisamente en Viena, es el heredero de los derechos humanos”, agrega Soler.

–Claro, porque el psicoanálisis siempre estuvo en contra de cualquier totalitarismo…

–Absolutamente. El totalitarismo hace imposible al psicoanálisis porque en el psicoanálisis recibimos la palabra  de cada sujeto, sea cualquiera su sexo, edad, estructura. Entonces, es algo que pertenece a la valoración del individuo en los derechos humanos.

–¿Cómo puede colaborar el psicoanálisis con la memoria histórica?

–El psicoanálisis opera a nivel individual y trabaja con la memoria de cada uno. Hay que decir que entre la memoria de cada uno y la memoria de la historia colectiva, hay lazos, no hay un corte. Es cierto que en los sujetos la memoria de lo que pasó en la generación anterior está siempre presente. Y, especialmente, los individuos heredan una memoria de las desgracias de las generaciones anteriores.

–Vamos a sus inicios. ¿Cómo lo recuerda a Jacques Lacan?

–En realidad, hay dos aspectos diferentes de mis recuerdos. Tengo el recuerdo de él, como mi analista, ligado a mi análisis. Tengo recuerdos de momentos en que Lacan estaba muy presente, pero con el tiempo la memoria de Lacan como mi analista se fue diluyendo y me queda la memoria de mi análisis. Cuando terminé mi análisis hubiera dicho lo contrario, pero con el tiempo fue así.

–¿Y como formador?

–Formador es una palabra que no usaría con Lacan. Quizás es un problema de idioma, pero para mí “formador” evoca al “educador”. Lacan no era del todo un educador. Era alguien que producía una enseñanza, que hacía presentación de enfermos. Y al enseñar, Lacan era para mí toda una fuente continua de nuevas preguntas porque era una enseñanza difícil en la que uno necesitaba tiempo para apropiarse de lo que él decía. Era una fuente de preguntas, pero al mismo tiempo siempre estaba la percepción de que se decía algo. También Lacan fue un ejemplo de alguien que no cedía. Por ejemplo, lo vemos en el momento en el cual fue excluido de la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA), cuando empezó su seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. No se detuvo nunca con todos los episodios sucesivos de dificultades institucionales. A este nivel, es un ejemplo para mí.

–Después de más de 35 años de la muerte de Lacan, ¿cree que hay una relectura de su obra en el campo psi?

–Creo que con el correr del tiempo y el trabajo de diversas personas después de Lacan, hay una asimilación de su enseñanza, pero parcial, no completa. Los últimos años de su enseñanza, después de los 70, no son todavía bien captados ni sus fundamentos son bien entendidos.

–¿A qué atribuye que aún hoy el psicoanálisis genere odios tan fuertes?

–Hay que decir dos cosas: el odio al psicoanálisis empezó con el psicoanálisis. Se puede recordar que fue calificado de “ciencia judía” por los antisemitas, también de “ciencia burguesa” desde la izquierda, y ahora de “no científico” por la ciencia del cognitivismo. La crítica y el odio fueron desde siempre, pero quizás ahora se escucha más porque el psicoanálisis es más popular: se conoce en todas partes, se ve en los medios y, entonces, las voces que odian el psicoanálisis se escuchan más todavía. Pero es el signo de que el psicoanálisis no está muerto porque no se odia lo que ya desapareció.

–¿Y qué tiene para ofrecer el psicoanálisis en este mundo globalizado?

–Puede ofrecer la cosa más preciosa porque los sujetos adaptados a la globalización somos todos, en cierta medida. Estamos adaptados al capitalismo y compartimos el deseo que funda el capitalismo, un deseo de ganancia de dinero y de gozar de los objetos producidos. A ese nivel, somos todos parecidos. El psicoanálisis ofrece al sujeto la posibilidad de descubrir y asumir lo que es como sujeto singular, no parecido a los demás.

–¿Encuentra un incremento de angustia en el siglo XXI? ¿La depresión sería el factor más notorio en esta época?

–Hay todo un discurso sobre la depresión actual. La depresión implica no tener ganas, no tener la chispa, no tener el deseo de continuar y de actuar. La depresión le importa más al mundo capitalista porque les impide trabajar a los sujetos. Se tiran en la cama y no quieren trabajar más. El discurso común enfatiza más la depresión. Se enfatiza menos la angustia que la depresión, pero me parece que la angustia está más presente porque no impide trabajar ni desempeñarse en las actividades. A veces, acompaña en el trabajo.

–¿Qué es lo que deshace los lazos sociales en la era de la comunicación digital?

–Cuando hablamos de lazo social, hablamos de lazo de cuerpos, de convivencia de los cuerpos. Y la comunicación digital no es una comunicación de cuerpos sino de palabras o de escritos a distancia. Sucede que cuanto más los lazos reales se deshacen, más la comunicación digital se desarrolla. Es una pequeña compensación. Los sujetos que se encuentran solos, aislados, sin deseo, ¿qué hacen? Van a la comunicación: mandan mensajes, van a ver la pantalla. Es una compensación, no una causa.

–¿Hay un incremento del pensamiento de que nada vale la pena, que los sujetos no saben cómo darle rumbo a sus vidas y, en consecuencia viven en el sinsentido? ¿El psicoanálisis, a su vez, les ayuda a entrar en una búsqueda del sentido?

–Sí, hay muchos sujetos que ahora tienen el sentimiento del sinsentido. Pero, ¿qué es lo que produce el sentimiento de sinsentido? Sobre este punto hay una frase maravillosa de Freud: cuando un sujeto empieza a interrogarse sobre el sentido de la vida es que se trata de un enfermo del deseo. Lo que da sentido a la vida del hablante es el deseo. Cuando se desea algo con firmeza no se percibe el sinsentido de la vida, al contrario: el deseo es la vida del sujeto. Entonces, podemos decir que el sinsentido tiene algo que ver con el capitalismo, en cierta manera. Pero para entenderlo hay que mirarlo desde el lado del deseo.

–¿El psicoanálisis puede producir un cambio en el deseo del sujeto?

–Es cierto. No cambia todo el psicoanálisis, pero al menos puede tocar el deseo de dos maneras: primero, permitir a un sujeto reapropiarse su propio deseo y actuarlo. El segundo cambio, si seguimos a Lacan respecto de lo que dice sobre la producción del analista en un análisis, a veces se puede producir el deseo nuevo del psicoanalista. Ese es un cambio importante.

–Ya habló del deseo ¿Y en cuanto al amor? ¿Cómo nota, a grandes rasgos, la actual configuración de las relaciones afectivas?

–Las configuraciones actuales están menos determinadas por el discurso. En la época clásica, las formas del amor eran bien modeladas. Cada discurso daba una definición de lo que era el amor. Ahora, el capitalismo no se ocupa del amor de ninguna manera porque se ocupa sólo de lo que se compra y de lo que se vende. Las formas son múltiples y más contingentes. Dependen más del encuentro, de la coyuntura. Es difícil decir si es un logro o una pérdida.

–¿Por qué cree que hay parejas que llevan años de convivencia y no saben bien por qué?

–No se sabe nunca por qué uno ama al otro. La elección del amor surge del inconsciente y nunca uno puede decir: “Lo amo” o “La amo” por “tal y tal razón”. Pero eso es un poco diferente de la duración de las parejas porque en las que duran varios años, cuando se festejan los cincuenta años de un matrimonio, no son solamente cincuenta años de amor. Hay otros factores sociales que inciden. Me parece que hay una evolución en dirección de un carácter más efímero de las parejas. Atendí a una jovencita en análisis que me decía: “Oh, seguro voy a intentar al menos tener una familia, un hombre, un niño, al menos para algunos años. No sé cuántos: siete, ocho o diez”. Lo pensaba así. Hubo una época en la cual una jovencita soñaba con el amor de por vida. Ahora, se sueña con el amor por un tiempo.

–¿El amor del siglo XXI carece, entonces, de modelos?

–Es lo que quería decir. Carece de modelo instituido. Lo que Lacan llama “el verdadero amor” es algo que se desarrolla fuera de los discursos establecidos, en el margen de los discursos establecidos. Entonces, habría que distinguir los amores que encuentran un modelo socializante y los amores míticos.

–El domingo pasado se celebró en la Argentina el Día de la Madre. ¿Cree que el capitalismo hace un comercio del amor?

–Sí. Si bien decía que el capitalismo no se ocupa del amor, se ocupa de lo que vende. Entonces, están el Día del Padre, del Niño, de los Abuelos. Efectivamente, hay una explotación del gusto que los humanos tienen por el amor. El capitalismo lo explota, pero no se ocupa de sostener el amor. Explota lo que se encuentra.

–¿Por qué definió como “narcinistas” a los sujetos que se dedican a sus satisfacciones propias en cualquier campo que sea: profesional, amoroso, sexual?

–Es una condensación de las palabras “narcisismo” y “cinismo”. El narcisismo consiste en ocuparse de sí mismo. El cinismo consiste en dedicarse a su propio goce. Lo que subrayé fue que el cinismo actual no es el antiguo. El antiguo era un cinismo que tenía un alcance político, como sucedía en los tiempos del emperador Alejandro. El actual no tiene un alcance político. Los sujetos no tienen más causas colectivas para dedicarse. El cinismo actual es por falta de causas. Los sujetos se dedican a sus pequeñas cosas, a sus logros, a sus beneficios.

–¿Por qué el deseo no llega a ser algo patológico si todos se quejan del mismo: el deseo insatisfecho en la histeria, el deseo imposible del obsesivo, el deseo masoquista del perverso?

–El deseo tiene una doble cara. Por un lado, el deseo es la vida del sujeto, la vida que la muerte soporta. Deseamos porque somos faltantes en tanto que seres hablantes. Entonces, es la forma de vida, no del cuerpo, pero del sujeto. Al mismo tiempo, hay una destructividad porque el deseo es algo que, al mismo tiempo, fuerza al sujeto. Uno, a veces, puede asumir su deseo, pero éste fuerza al sujeto. Entonces, hay una doble cara. Ahora, si usted habla del deseo insatisfecho, imposible y masoquista, eso designa una forma de deseo ligado a una sintomatología precisa. No designa un objeto en sí mismo pero sí un modo de goce. En cada estructura encontramos un deseo específico, pero siempre ligado a un modo de goce. El goce no es algo que necesariamente satisfaga.

–A diferencia de Freud, ¿Lacan respondió la pregunta “¿Qué quiere una mujer?”?

–Sí, podemos decir que respondió algo. Freud no respondió pero tuvo el mérito de plantear la pregunta, porque después de años para aplicar el Edipo en la mujer, Freud dijo: “No sabemos qué quiere una mujer”. Era una confesión de su fracaso para contestarla. Lacan retomó la pregunta de Freud e intentó decir algo nuevo sobre las mujeres y planteó la diferencia a nivel del goce

2017

Eco y Narciso John William Waterhouse
Eco y Narciso, 1903, John William Waterhouse

Fuente: Página 12

“El sexo trae problemas”

Marcelo Barros

Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.

Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.

El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?

Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.

La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.

La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.

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La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.

El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.

Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.

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El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David

* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).


Fuente: Página 12
Imágenes: Don Adams / El rapto de las sabinas, de Jacques-Louis David

«El amor es una invención feliz que nos permite soportar la existencia»

Gustavo Dessal

– ¿El amor es para nosotros como el cristal para las moscas?
– Me parece una imagen excelente. En su pregunta usted ha introducido un concepto fundamental para el psicoanálisis, que es la idea de repetición en el sentido de que tendemos a repetir cosas que nos producen placer, como el niño pequeño que disfruta cuando le contamos el mismo cuento una y otra vez y además con las mismas palabras.

– No sé si es el caso de las moscas.
– Hay otra repetición. Tendemos a repetir algo que va más allá del placer, que nos proporciona sufrimiento y sin embargo nos vemos arrastrados como por una especie de fototropismo extraño hacia amores que matan. Tendemos a idealizar el amor de verdad, pero no necesariamente tiene las connotaciones románticas y de plenitud con las que solemos asociarlo. El amor también puede tener un componente trágico. Eso lo han sabido los poetas desde tiempos inmemoriales.

– ¿El verdadero amor tiene que doler?
– Es difícil definir qué es el verdadero amor pero, sin entrar en esto, yo creo que tiene un componente de dolor y de sufrimiento incluso en el estado más magnífico, más ideal, que es el enamoramiento y que es algo diferente del amor. Incluso en esos momentos el sujeto se encuentra en un estado de máxima vulnerabilidad porque en el enamoramiento el otro cobra una grandeza, una idealización, un nivel sublime tal que el enamorado, el que ama, queda en un lugar de muchísima vulnerabilidad. Ni en el mejor de los casos existe un amor que pueda contener solo el placer y la armonía.

– ¿Es una forma de locura?
– Freud definió el enamoramiento como un estado patológico en el sentido de que se trata de una exaltación de las características del otro que no concuerda con el principio de la realidad. Con el paso del tiempo suele ocurrir que del enamoramiento se pase a un estado más acorde con lo que podemos entender con la realidad. Es una especie de locura, pero necesaria.

– ¿Necesaria para qué?
Incluso en su estado de no plenitud el amor es en muchos casos una invención feliz que nos permite soportar la existencia. No todo el mundo lo necesita o lo pone en el plano más importante como asidero para las inclemencias de la vida, pero es bastante habitual que el amor sea un refugio importante. En muchos casos puede llegar a ser una verdadera locura y en otros esa pequeña fantasía nos permite encontrar un refugio frente al desamparo al que todos estamos expuestos.

– Si el amor es una invención, ¿cuánto de cierto hay en él? ¿Es una ilusión que perseguimos?
– Sí, sí, es una ilusión. Por lo menos desde el punto de vista del psicoanálisis, el amor no tiene nada de objetivo, es decir, no amamos al otro por ninguna cualidad que se pueda objetivar, sino que amamos en tanto le suponemos al otro algo que es consustancial a nuestro deseo. Todo eso funciona a nivel absolutamente inconsciente. Un buen encuentro amoroso es aquel en el que, debido a ciertas contingencias, el otro tiene alguna característica que de alguna forma entra en sintonía con algo que estamos buscando en nuestro deseo.

– Al final el amante ama a una persona imaginada.

El beso en Siria Tammam Azzam

(2016)


Fuente: El diario Vasco
Imagen: El beso, de G. Klimt en ruinas de Siria. Fotomontaje de Tammam Azzam

“La ciencia es hoy el principio de autoridad”

Éric Laurent, entrevistado por Pablo E. Chacón

 

Eric Laurent pasó por Argentina, presentó su último libro, “El sentimiento delirante de la vida” (ediciones Diva), una paráfrasis de “El sentimiento trágico de la vida”, el clásico de Miguel de Unamuno que le sirve al francés de pretexto para argumentar sobre la mutación del concepto de tragedia en un planeta de cielos saturados de satélites, escaneado y vigilado donde el sujeto ha perdido las referencias y la desorientación es, prácticamente, la norma.

¿Por qué se refiere a Unamuno en el título de su libro?

Unamuno produjo un impacto particular en su época, entre las guerras. Y su proyecto era, precisamente, tratar de influir, de advertir sobre la segunda parte que veía venir, la segunda guerra mundial. Cierto que él pensaba en un modo de rearme moral, en un llamado que incluyera al sentimiento trágico de la vida, la finitud, la muerte, y no seguir soñando con el entusiasmo fácil de los años veinte a los treinta, los años locos, que se iban a apagar, y que se apagaron.

En la actualidad, ese sentimiento ¿ya no existe?

No es que no exista. Las tragedias no han dejado de ocurrir. El ejemplo más cercano es la crisis financiera global desatada en 2008. Es una tragedia enorme, una crisis financiera sin par, al interior de un sistema que está completamente desarreglado. Y es probable que haya más tragedias de este tipo y otras, insólitas, inéditas.

¿Como cuáles?

Catástrofes ambientales, humanitarias, pestes masivas… es lo que está pasando.

Sin embargo, usted piensa que el sujeto puede enfrentar este nuevo malestar.

Efectivamente. Pero para enfrentarlas, esta vez lo mejor no es un llamado a un nuevo orden moral sino despertar de ciertos sueños. El psicoanálisis puede ayudar en algo a este estado de las cosas. Situémonos. Estamos en una época posterior a la caída del principio de autoridad que se resume en una destitución del padre, las figuras clásicas, la autoridad. ¿Y qué queda en un mundo sin referencias? Bueno, el hecho de que todos estamos un poco locos. Y que es necesario inspirarse, también, en el esfuerzo que hacen las personas designadas o estigmatizadas como tales. A los locos, por no poder utilizar los instrumentos estándar, no les queda más remedio que inventarse creencias, delirios, instrumentos particulares, o a medida; no creencias comunes pero sí algo que les permita sostenerse en la vida. Lo que queda después de la caída de las grandes figuras, es inventarse creencias que permitan sostener el lazo social, no apoyándose en los discursos comunes pero transformándolos, como para inventarse ciertos sistemas, sin creer por eso que vaya a surgir una figura de autoridad que pueda rearmar la historia, no; un lazo social pero sin este viejo sentimiento de la existencia común.

Es decir, más cerca de la multitud de Toni Negri que de la psicología de las masas de Freud. 

Algo así. El lazo social del cual habla Negri es el de esta época. Es el lazo social de la multitud, que no se articula en un relato, una ideología global, pero que constata que el lazo social está fragmentado, y que esa fragmentación no es vivida, digamos así, como una tragedia.

Al contrario de lo que sucede en los consultorios.

En los consultorios y en el mundo. Las guerras del siglo XXI, que son cantidad, no tienen fin. Estamos entrando en un estado de excepción que parece no levantarse nunca; sólo se desplaza. Es una época extraña. La tragedia hace parte del cuadro común de la existencia, pero de una manera muy distinta a lo que fueron las grandes catástrofes del siglo XX. Este es un mundo militarizado. Y lo que caracteriza nuestro tiempo es haber salido de la ilusión de la historia cuando cayó el muro de Berlín, en 1989. Se pensó que después del enfrentamiento de los bloques se iba a producir una reunificación de la humanidad, como sucedió en la propia Alemania. Y sería el final glorioso de la historia pensado por Francis Fukuyama. Pero no, sucedió justo al revés. No estamos en el choque de las civilizaciones, como pensaba Samuel Huntington, pero sí entre catástrofes, guerras locales que se difunden, alteración de los derechos públicos… a su manera, en todos los países. Es esta crisis permanente la que teje nuestra existencia. Bien, no ignorar esta situación es uno de los objetivos del libro, y efectivamente, pensarla a partir de las tragedias que llegan al consultorio, donde cada vez más y más gente tiene que inventarse soluciones a medida para resistir a la pulsión de muerte, al goce invasor, a la relación adictiva que se tiene con los objetos de goce. Porque casi todo puede transformarse en un objeto de goce. Las viejas autoridades podían atemperar esa adicción, pero no funcionan más. Puede volverse adictivo el shopping, el tabaco, la droga, el sexo, todo puede tomar el matiz de una invasión.

¿Y entonces?

Y entonces la gente se inventa soluciones a medida. Pero de todas maneras, eso no ha hecho desaparecer los aparatos higiénicos, los discursos generales sobre las “malas costumbres” o el sanitarismo autoritario. Existe un derecho que esos discursos no contemplan: el derecho de cada uno a dañarse un poco, no del todo, sólo un poco.

¿Cómo entender esto que usted dice?

El problema es singularizar la posición analítica. En el mundo de la técnica, que es el nuestro, en el cual todo tiene que tener una función, el psicoanalista no es alguien que se ofrece como una herramienta útil. Y eso singulariza la posición analítica. Para ser claro: el psicoanalista trata de dirigirse a lo inútil de cada uno. Si se pudiera pasar de esas costumbres inútiles que nos invaden, sería extraordinario. Pero no es el caso. Es imposible separarse de esa parte oscura que nos habita; esa parte desdichada, maldita, como la llamaba Georges Bataille. Pero el psicoanalista tiene esa distancia sobre el discurso de la utilidad. Y tratar de transformar eso “que no va” en algo que vale es una tarea. Pero de lo “que no va”, tampoco es imprescindible separarse de una manera autoritaria. Hay que considerar a esa parte maldita como algo a lo que vale la pena dirigirse y hacer hablar.

¿Por qué cree que hay tantas mujeres en el psicoanálisis?

Está claro que el psicoanálisis es una de las invenciones del siglo XX de la cual las mujeres se apoderaron. Muy rápidamente, este discurso inventado por Freud se transmitió después por su hija, Anna Freud y Melanie Klein, que fueron las que inventaron la transmisión de ese discurso. En la Universidad de Buenos Aires, el 85 por ciento de las estudiantes de psicología son mujeres. Es un tsunami de mujeres, pero eso no significa que la cosa está arreglada. Las mujeres no son la solución a la crisis de autoridad global. Ellas no reemplazarán a la destitución paterna. Además, existen todo tipo de creencias: las vírgenes, la dama de hierro, que pudo parecer, por ejemplo, una solución cuando los hombres aflojan. Pero eso no es tan claro. No es casualidad que en los dos países más importantes de América latina, el carisma del líder esté encarnado por mujeres, Dilma Rousseff y Cristina Fernández de Kirchner, que con su liderazgo está resolviendo tensiones que podrían ser insuperables. Se puede decir también que la dueña de Europa, ahora mismo, es Angela Merkel. Es verdad, sin embargo, que el sobrenombre de Merkel, en alemán, es madre. Pero la idea del psicoanálisis es tratar de inventar una figura de mujer que no sea la virgen, la dama de hierro o la madre sino una mujer que ocupe un lugar en el fantasma del hombre. Las mujeres son sensibles a la singularidad, no a lo universal, no a los grandes ideales. Eso decía Freud. Lo que en Freud sería una crítica a ese rasgo femenino, Jacques Lacan lo retoma y hace de ese rasgo lo más interesante de la posición de la mujer: interesadas por la singularidad, lo particular del hombre. Porque también cada mujer quiere ser una mujer particular. La mujer quiere ser amada por lo que ella es. Ella no es todas las mujeres. El psicoanálisis intenta producir –lejos de las antiguas identificaciones– una nueva versión de la mujer. Esa es una de sus apuestas en este siglo.

¿Y los hombres?

Bueno, la actual situación no es culpa de los hombres. Los hombres encarnaban la función del padre. Pero esa función no opera de la misma manera con la ciencia que sin la ciencia. Con el régimen de certeza de la ciencia, la noción de autoridad paterna queda desplazada. El psicoanálisis puede ayudar a los hombres que piensan este cambio como una castración insoportable a su autoridad. Y evitar, de esa manera, las explosiones de agresividad contra las mujeres sobre las que leemos todos los días.


(2011)

Mujeres en la historia
Mujeres

Fuente: Revista Ñ
Fuente de la imagen: Wikimedia

La clave de la felicidad, ¿un combo?

Gustavo Stiglitz

Es indudable que las Neurociencias progresan, (Progreso: “avance, adelanto, perfeccionamiento”. Diccionario de la Real Academia Española). Pero indudable no es lo mismo que inequívoco. Equívoco es lo que da lugar a juicios varios y no a uno único e indiscutible. Por ejemplo, en el campo de la salud, es probable que un bien se acompañe de complicaciones y, entonces, se vuelve discutible el balance “costo beneficio” de un tratamiento. Es decir que a un tratamiento determinado, algunos lo juzgarán conveniente y otros no. No me refiero, en este caso, a lo indudable e inequívoco de las ventajas en el campo de la neurocirugía, neurofisiología y la rehabilitación (de los cuales he sido beneficiario). Lo que es equívoco en ocasiones, es el empuje y entusiasmo de los investigadores que puede llevarlos al anhelo de expandir su campo de acción y su supuesto saber, a todos los órdenes de la vida.

Hace poco se afirmaba, en un conocido programa de televisión, que una larga investigación en los Estados Unidos había dado con la clave de la felicidad. Estudiaron a muchas personas desde su infancia hasta la adultez y se concluyó que la felicidad no la dan ni el poder ni el dinero, sino las relaciones humanas, el lazo con los otros, porque somos seres sociales.

¡Eureka! ¡Éramos seres sociales y no lo sabíamos! La primera reacción fue de alivio y simpatía. Escuchar a un experto en el cerebro explicando públicamente que la felicidad no la dan los psicofármacos, ni la estimulación eléctrica o kinesiológica de un área cerebral determinada y localizada a través de neuroimágenes, sino los afectos y los lazos sociales, fue muy interesante. Pero el alivio y la simpatía duraron lo que la transmisión de información de una neurona a otra. Es decir, muy poco. Que pena.

Es que seguidamente pensamos: si alguien dice tener la clave para que todos seamos felices, el paso siguiente será enseñarnos a todos qué hacer para conseguirlo.

La cosa entonces, ya no es tan feliz. Una regla fundamental del mercado es que con la oferta se crea demanda. La aparición de un nuevo objeto en el mundo hace que mucha gente lo desee y haga lo posible por procurárselo. Por ejemplo, a nadie se le hubiera ocurrido decir que quería tomar una coca cola, antes de que esa bebida apareciera en el mundo. La “clave de la felicidad” puede ser un nuevo objeto en el mercado y, si se dice que existe se creará la demanda de ese objeto. Es infalible. Muchos van a esperar, exigir la clave, hasta pagarán por ello, transformando el saber en un objeto más en el mercado. Y bien costoso, seguramente. Los celulares de última generación se volverán obsoletos si no incluyen la clave de la felicidad en su play store.

Pero… ¿todos somos felices de la misma manera?

Esta no es una pregunta ociosa. La experiencia indica que la felicidad nunca es constante. Todos accedemos a ella periódicamente. Pero cabe preguntarse: cuando eso sucede, que accedemos a la felicidad, ¿todos lo hacemos de una única y misma manera? ¿Es una experiencia generalizable? ¿Dónde quedará ese detalle intransferible que hace feliz a cada uno si la clave es universal? Es como si a uno lo obligaran a ser libre. “¡Sé libre!”. La sola indicación ya impide lo que indica. ¿Puedo ser libre respondiendo a la orden de otro que me lo exige? ¿No se ve dibujarse en el horizonte al rebaño que sigue a la campana de la felicidad? Allí, al progreso, se suma el desmán. (Desmán: “exceso, desorden, tropelía, suceso desafortunado”. Diccionario RAE). La tropelía de indicar la libertad y la felicidad, más allá de las condiciones del bienestar de cada uno. El abuso de la idea de una escritura cerebral de la felicidad. El desafortunado suceso que se seguiría de esto, de creer que en las escuelas se podría educar a todos los niños con el programa de la felicidad.

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Aldous Huxley

En 1932 el escritor inglés Aldous Huxley publicó su excelente novela Un mundo feliz.

Allí la felicidad de distribuía por igual con una píldora llamada “soma” (¿o sería “maso”?) que el estado aseguraba a todos los ciudadanos. Nadie elegía su destino, pero todos eran felices. Se había decidido pagar la felicidad al precio de la libertad.

Nuestra época también tiene sus Aldous que descubren que somos seres sociales y que podríamos tragarnos la clave de felicidad a través de programas de aprendizaje y rehabilitaciones cognitivo conductuales.

En fin… Bienvenidos los nuevos conocimientos sobre el funcionamiento cerebral.

Bienvenidas las mejoras en la calidad de vida. Pero ello no habilita a dirigir las políticas educativas, ni de salud mental, ni los destinos de las personas cuya felicidad – digan lo que digan – depende de lo que a cada uno, uno por uno, lo haga feliz. No de lo que un grupo dicte para todos. Cuando decimos un grupo no decimos un grupo de mal intencionados, pero sí al desafortunado suceso de la amalgama entre científicos, industria farmacéutica y de aparatos de neuroimágenes y especialistas en técnicas cognitivo conductuales.

Eso ya no es progreso, sino desmán. Espero que se entiendan los grandes riesgos que nos acechan, paradójicamente, desde un lugar desde el que sólo esperaríamos nuestro bien.

(2017)

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Fuente: Clarín 

«La videocámara más difícil de desactivar es la que se nos ha metido dentro»

Entrevista a Gustavo Dessal

-¿En qué dirección pensar algunas conjeturas para el psicoanálisis en el siglo XXI?

-Ayer por la noche una colega de nuestra Escuela dictó una magnífica conferencia sobre el deseo. Resulta muy interesante volver de tanto en tanto a revisar los conceptos clásicos, fundamentales del psicoanálisis, una buena ocasión para encontrar algo nuevo, especialmente si hacemos el esfuerzo de situarnos en la contemporaneidad que nos toca vivir.
El deseo. Todo un clásico del psicoanálisis, y que Lacan, incluso a pesar de su teoría del goce, no olvidó jamás. ¿Cómo pensar el problema del deseo en el siglo XXI? Algo salta a la vista, que no podemos pasar por alto. Tanto Freud como Lacan definieron el deseo como inconsciente e insatisfecho. Hoy en día, estos dos términos tropiezan con el obstáculo de un discurso que se confabula en su contra. Por una parte, la sociedad de la transparencia ve con muy malos ojos (¡valga la metáfora!) que algo pueda ser invisible.
El inconsciente ya no despierta en la actualidad el sentimiento de ofensa narcisista del que hablaba Freud en Las resistencias al psicoanálisis. Nadie es hoy en día tan necio como para creer que la conciencia sea capaz de agotar la gigantesca y compleja actividad que supone la vida mental. Hasta el más mediocre neurocientífico sabe eso. Otra cosa es aceptar que el deseo no puede hacerse visible ni por la palabra ni por las imágenes cerebrales; que el deseo humano sólo puede vivir si no se ataca su derecho al misterio y al medio decir.
Por otra parte, tenemos el bendito asunto de la insatisfacción, palabra de la que actualmente nadie quiere siquiera oír hablar. ¿Insatisfacción? Eso hiere mucho más la sensibilidad contemporánea que las observaciones de Freud sobre la sexualidad en la Viena de principios del siglo pasado. En El malestar en la cultura, texto de 1930, la civilización se define por aquello que es capaz de limitar y de inhibir. Hoy día es todo lo contrario: vivimos en la cultura de la satisfacción, que se exige rotunda, inmediata, absoluta.
Ello no significa que sea posible, sino que la desdicha que esa imposibilidad genera se ha vuelto definitivamente insoportable. Vivimos en un estado de la civilización que propicia la cobardía moral, y que ha degradado la falta fecunda del deseo, lo que Freud llamaba la pulsión de vida. Thanatos no ha nacido en el siglo XXI, pero actualmente está más contento que nunca con las condiciones tan ventajosas en la que puede ejercer su viejo oficio.

-¿Por qué crees que hay tantas personas que eligen otros modos de tratar su malestar? El psicoanálisis no creo que esté reservado sólo a una élite que hará o no el pase. Incluyo a la religión entre esos otros modos.

-Desde luego, existen muchas formas de abordar el malestar humano. La religión ha sido (y continúa siendo) un método por excelencia. A título personal, estoy tan convencido de la potencia del método analítico que no necesito aplicarme a la crítica feroz que otros colegas dedican a las múltiples terapias que existen. En primer lugar, porque Lacan nos enseñó que el secreto reside en saber cómo actuar con el propio ser.
Muchos psicoanalistas no lo consiguen, y a veces algunos psicoterapeutas sí. Por lo tanto, cuando recibo a un paciente que proviene de alguna experiencia terapéutica anterior, no investigo ni el método, ni la corriente del tratamiento que ha realizado. Prefiero preguntarle qué es lo que aprendió en dicha experiencia. La respuesta me resulta más instructiva que conocer el modo en que la ha alcanzado.
Y desde luego, el psicoanálisis no está reservado para ninguna élite. En primer lugar, porque el deseo de saber no existe para nadie, y si acaso logramos hacer surgir una pequeña chispa, esta puede darse en un aristócrata o en un cartonero. Y no debemos desdeñar la religión, que a mucha gente le aporta un sostén fundamental en la vida. ¿Con qué derecho habríamos de oponernos a que existan algunas personas que se dediquen a salvar almas? Los psicoanalistas deberían preocuparse más por no sucumbir a esa misma tentación, y sobre todo a no contribuir a que sus instituciones se parezcan demasiado a la Iglesia. Y subrayo lo de demasiado. Pretender que no se parezcan en nada ya está visto que es imposible…

-Al respecto, Lacan, si entendí bien, forjó, alguna vez, una ley de hierro: psicoanálisis o religión. En ese caso, la religión gana por robo.

-Lacan era lo suficientemente astuto como para comprender que el verdadero ateísmo es algo muy difícil de obtener. Creer que por definición el pase nos librará de la creencia religiosa es una ingenuidad. Podría ser hasta divertida si no fuese porque no tiene gracia.

-Si el psicoanálisis es una experiencia del ser, ¿están los psicoanalistas, los que se nombran así, a la altura de semejante desafío? Consideremos la cantidad de repeticiones y habladurías que se escuchan en un congreso, las cantidades que ignoran que la escritura de William Faulkner también es una experiencia del ser.

-Sin duda, un psicoanálisis es una experiencia del ser. Eso es inobjetable. Claro que no es la única, desde luego. No estoy muy seguro de que los analistas suelan frecuentar a Faulkner. Si lo hicieran probablemente analizarían mucho mejor a sus pacientes. Muchos escritores me han ayudado a entender algunos de mis casos bastante mejor que lo que a veces me aportan los locos literarios, como ironizaba Lacan respecto de la literatura analítica. Pero ¡ojo!, sin olvidar el deber de la supervisión, y desde luego el principio de los principios: el propio análisis.
Tu comentario encierra además un dilema muy grave, y hasta cierto punto insoluble. La soledad del analista suele conducirlo al delirio. En el extremo opuesto, la comunión con sus compañeros de partido, produce en demasiadas ocasiones efectos de identificación que estrangulan los postulados éticos del psicoanálisis. Puesto a elegir entre un psicoanalista delirante, o un delirio psicoanalítico entre varios, necesito pensarlo un buen rato.

-Los psicoanalistas lacanianos no quieren adaptarse, ni renunciar a sus principios, estructuralmente es una práctica refractaria al poder. ¿Cómo entender entonces que en la AMP no esté más Colette Soler, Stuart Schneiderman, Slavoj Zizek, Jean Allouch? ¿O no son lacanianos?

-Bueno, que el psicoanálisis sea una práctica refractaria al poder…, suena muy bien. Lacan inicia su escrito La dirección de la cura diciendo que el poder que los analistas quieren ejercer traduce una impotencia para sostener una práctica verdadera. Si empezó de este modo, es porque sabía que el poder no está en absoluto reñido con la práctica analítica, o al menos con los analistas. Como lo decía él con su habitual acidez: mirémonos a las caras.
¿De verdad podemos creer que estamos hechos de otra pasta? Por otra parte, la ausencia de esos nombres en la AMP responde a vicisitudes e historias que desconozco en detalle, y que además no puede explicarse en virtud de una fórmula general. De todos modos, nunca ha sido fácil que varios amos convivan bajo un mismo techo. ¿Por qué habría de serlo bajo el techo del psicoanálisis?

Algo incurable habita al ser hablante. En tiempos de vigilancia global, policía, fundamentalismo, disolución de lo público y lo privado, ¿cuál pensás qué es el estatuto de la intimidad frente a esa invasión?, ¿cómo decir no en un mundo que obliga todo el tiempo a decir ?

-Los esclavos romanos solían llevar un cartel colgado del cuello que decía: Tenemene fucia et revo cameadomnum et viventium in aracallisti, o sea: Detenedme si escapo y devolvedme a mi dueño. Claro que en esa época no había cámaras de videovigilancia. Ahora lo tenemos un poco más difícil, y no necesitamos llevar ese cartelito para que nos devuelvan a nuestro dueño. Peor aún: nos devolvemos solos, sin que nadie nos lleve. Después de todo, en eso consiste el discurso rayado del que hablaba Lacan.
Tu pregunta me evoca el eterno problema del superyó: Freud creyó al principio que era el policía que soplaba el silbato y nos hacía ¡No! con el dedo. Al final de su obra se dio cuenta de que era al revés, y eso Lacan lo pescó al vuelo. Es el policía, desde luego, pero uno muy especial, porque nos incita a decir que sí. Sí al goce. Más que una incitación, es un mandato. Como lo dice Zygmunt Bauman: ser hoy un buen ciudadano es cumplir con los deberes del shopping game. El psicoanálisis descubrió una cosa muy interesante: el no es una invención del padre. No ser loco consiste en decir al no paterno.
Pero en el siglo XXI las reglas del juego han cambiado. Se puede decir  ¡no! al no paterno, hacerle pito catalán, y sin embargo no estar completamente loco. Hay síntomas con las que uno se puede arreglar para solventar ese problema. El neurótico suele quejarse (y es un motivo frecuente para consultar a un analista) de que no sabe decir que no, que con tal de sentirse amado es capaz de soportar cualquier cosa. Va a necesitar un tiempito para comprender que soportar cualquier cosa es un goce que puede rozar el éxtasis, y que debe librarse de ese goce, y no del Otro al que procura complacer. La videocámara más difícil de desactivar es la que se nos ha instalado adentro. Para que se le agote la batería, hay que usar mucho el diván.

(2013)


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Banksy

Fuente: Télam

Gozar con impunidad

Miquel Bassols
Miquel Bassols

Por Miquel Bassols

Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. La historieta contada por el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: «Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara.» Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune.

Es sin duda una de las razones por las que, según los rankings internacionales, los países con menos corrupción son los más influidos por la tradición luterana, una tradición que no confía en modo alguno en una simple confesión de los pecados para lograr la absolución y la impunidad del goce. Es una tradición que ha criticado duramente la costumbre del tráfico de indulgencias -la compra del perdón-, principio de toda corrupción. No hay goce impune, responde el sentimiento de culpa al argumento utilitarista del cómico americano, tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.

Si a este argumento añadimos la creencia en la reciprocidad del goce -si el otro lo hace, también puedo hacerlo yo- la lógica del virus de la corrupción está asegurada hasta en el mejor de los mundos posibles.

No es de extrañar entonces que todos los historiadores del fenómeno de la corrupción lo conciban como un hecho irreductible e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así «un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de reciprocidad», tal como indica Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción. Siguiendo esta ley, no hay ningún favor desinteresado y gozar de una prebenda quedará siempre justificado. A la vez, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar de lo que otro goza sin sentirse culpable por ello.

A partir de aquí, todo parece una cuestión de grado, de la mayor o menor suposición del goce del otro, del mayor o menor intercambio recíproco de prebendas, de más o menos concesiones para obtener el objeto de goce, esa bicicleta que cada uno exige como derecho propio. La creencia en el Otro que perdona y en el Otro que contabiliza el goce está en el principio del mercantilismo y de una parte de los vínculos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa como cualquier otra.

En nombre de esta creencia puede admitirse toda corrupción como algo relativo al tiempo y a la realidad en la que vivimos. ¿Quién se atrevería a sostener hoy, por ejemplo, como políticamente correcta la frase del gran Winston Churchill: «Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia». Sólo una cuestión de grado la distingue de las afirmaciones que sostenía hace poco Luis Roldán, ejemplo de corrupción de la sociedad española de nuestro tiempo, en una contundente entrevista: «La corrupción era y es estructural». Es, me dirán, sólo un problema de lenguaje, de la significación que demos a las palabras para sentirnos más confortables en la justificación intelectual del fenómeno de la corrupción. Pero entonces, será más cierta todavía aquella afirmación de Jacques Lacan: «El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor». Lo que quiere decir también que la primera corrupción a la que cedemos es la corrupción del lenguaje que modula y determina nuestros deseos.

Porque a todo esto: ¿por qué y para qué quería usted una bicicleta?

Niño con bicicleta Fototeca de Xiloca

 

(2016)

Fuente: Página 12

(Bassols se refiere a situación española, pero puede aplicarse a muchos otros ámbitos y países.)