«Pero más adelante, ¿cuándo era?»

Pierre ReyPierre Rey

Más avanzaba, y mayor percepción tenía de esos «algos» por plasmar. Para devolver en parte lo que había recibido del análisis, me prometía escribir más adelante lo que me había enseñado acerca de materias que yo había buscado en vano que me fueran enseñadas durante el tiempo en que erraba (según el tan conocido aforismo «los no-incautos yerran».)
Pero más adelante, ¿cuándo era?
Empecé la escritura de este libro hace más de diez años. En su redacción actual, había escrito los dos primeros capítulos. Hay que creer que en esa época yo no podía aportar más. ¿Acaso las cosas debían madurar más? No lo sé. Lo que persiste es que después de esas veinte o treinta páginas abandoné mi trabajo para pasar a ese extenso período de nada al que me referí más arriba.
En el momento en que escribo estas líneas, nueve años más tarde, me doy cuenta hasta qué punto, sin darme cuenta, reviví, mientras procuraba limpiar los síntomas que tenía atragantados, los síntomas de angustia y regresión que había conocido durante el desarrollo de mi análisis. Aderezados con un fenómeno psicosomático novedoso para mí.
En estos últimos días, tan cerca de la meta —dar término a estas últimas páginas— una bola me obstruyó la garganta. Con «bola» intento describir una sensación afín a la úlcera, a un peso sobre el pecho, a un ahogo acompañado de un dolor preciso en un lugar impreciso, en la zona del plexo: ¿y cómo podría no saltar a los ojos, a propósito de plexus, la etimología en común con complejo, no mencionada en los diccionarios especializados?
Atribuí esa señal al cansancio: había escrito demasiado, me había entregado en demasía a la escritura. Sin embargo, en sí, escribir no es nada. La dificultad consiste en alcanzar ese estado de receptividad en que las palabras se encadenan con tanta velocidad que a uno le cuesta transcribirlas: eso se llama estado de gracia. El percherón se vuelve un pura sangre, las frases llegan con tanta felicidad, como hechas de antemano con su forma definitiva, que no hay necesidad alguna de releerlas para saber que no se las podría haber escrito de otro modo. A veces esa gracia se ausenta. Entonces nada es posible. Pese a los días y noches de concentración, ninguna palabra toma la posta de lo que se dijo y lo que queda por decir; en ese preciso punto de silencio yace el bloqueo. Una vez más, hay que ganarse la gracia, buscar el fuego, atizar las brazas hasta conseguir el equivalente de ese punto de fusión en que se transforma la materia, sube la llama y finalmente se  produce ese cambio de estado, de estado de gracia.
De hecho lo que estaba en juego en esa bola que me irritaba el plexo y la garganta era el acto de escritura en sí y, metafóricamente, por medio del final que implicaba, el temor inconsciente de llegar a término, de revivir como una muerte la conclusión de mi análisis, y la muerte de mi padre, y la muerte del Gordo, y la muerte de Lacan.
Apenas lo hube verbalizado, instantáneamente, todos los síntomas somáticos que me atormentaban desaparecieron, tan de improviso como se habían manifestado.
El punto de bloqueo se ubicaba unas líneas más arriba en la frase: «Pero más adelante, ¿cuándo era.»
Más adelante siempre es ya mismo.


Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 198.

¿Hay una edad ideal para el análisis?

Pierre Rey

 

Pierre Rey
Pierre Rey, fotografía de Yann Gamblin

Desde que Freud lo inventó, se discurrió larga y copiosamente acerca de la edad ideal para comenzar un análisis: cuando sea, y ya mismo, no bien el sufrimiento y el deseo dispongan su urgencia. Por sí sola, la perspectiva de morir menos idiota debería hacer tabula rasa de cualquier vacilación.
Excepto una reserva: hay un riesgo.
Cuando llega a su término, el análisis confronta a cada cual con su deseo: precisamente por estar develado, uno sabrá que su desenlace fue feliz. «Feliz» no quiere decir en medida alguna el advenimiento de un nirvana en que de pronto se allanarían las dificultades de la vida y se alcanzaría una zona fuera de turbulencias en que todo tomaría el sabor soso del paraíso.
Al contrario. Una vez descubierto, el deseo puede causar estragos. A los veinte años, cuando todavía no se ha construido nada, nadie intenta destruir nada. A los cuarenta, su vida ya está «hecha» —y es más que perceptible: antes que eso, mejor sería estar des-hecho— cargado de familia, abrumado por las trampas del éxito que van echando raíces, y esclavo de los mil y un esclavos de su empresa; el Señor Presidente-de-lo-que-diantres-sea va a percibir que, quién sabe, su verdadero deseo no era presidir no importa qué, tener una mujer, hijos, una posición social, un prestigio profesional, etc., sino, de suponer que su destino se encuentre en otro sitio, romper el círculo en que oscuramente él sabe que se apelmaza lo que le resta de vida.
Si todavía tiene la suficiente fuerza interior para seguir su lógica y acceder a ella, para luego decidir, ante el encuentro de todo lo que le había enseñado su código cultural en el cual ya estaban inscritos, sin que lo supiera, su sitio y la trayectoria de su itinerario, de por fin vivir su propio deseo, él habrá de partir, pagando la eventualidad de su salvación a expensas de la maldición de los suyos, el oprobio general, y una descalificación en la escala social.
Ese es el precio posible.
De allí surge la paradoja del análisis: como libera, condena. Al hacer volver a la vida, mata.
Al saberlo, cada cual queda en libertad de comprometerse si lo desea, sin olvidar que su última meta es el registro de una ética, no de una moral. Y después de leer lo anterior cada cual queda en libertad de aportar su propia respuesta a la pregunta «¿Hay una edad ideal para el análisis?» Después de todo, cuando uno lo concluye, a veces quizá descubre en él que lo que uno deseaba era precisamente lo que tiene.
Puede ser, pero tengo mis dudas.
¿En sí la pregunta no implica el malestar ligado al deseo de cualquier replanteo general? ¿Qué iría uno a hacer a un diván, si no fuera para volverse otro, es decir uno mismo?
Lo primero que se desprende de ello es una pérdida de la inocencia respecto del sonido huero de las vaguedades, desde el momento en que todo consiste en generosidad, caridad o libertad: ya no se puede hacer de cuenta que no se sabe que en ese juego los dados están trucados.
Y a cuántos habré visto lavar sus culpas con una acción pública, a la cabeza de marchas que surcan las calles, con pancartas entre loas a la no violencia y la paz en este u otro sitio, que apenas llegan a sus casas llenan salvajemente de magullones a sus hijos, golpean a sus mujeres y muelen a patadas al perro. Generosidad aplicada a la conciencia universal y diluida hasta el grado cero del enunciado que la sustenta.
Imposible no ver el sadismo que se oculta tras el discurso acerca de la caridad, el poder detentado por sobre quien no tiene nada, gracias a un puñado de pan, un colchón para pasar la noche, un tazón de sopa. En cuanto a la libertad, reivindicada por todos como el más preciado de los bienes, ¿verdaderamente quién la desea? Quien puede asumir riesgos mientras secretamente la mayoría aspira a una posición jerárquica dentro de un grupo donde las relaciones se entablan a través de las órdenes dadas o recibidas, aquel que, de oficio, saca del juego el pensamiento —mi jefe decide en mi lugar— y excluye la responsabilidad: no soy yo, es el Otro.
¿Qué Otro? Tal Otro
Cimentada sobre los riesgos que implica, la libertad —decir mierda o gritar «no»— requiere mayores cosas y sólo pertenece a aquellos que lo merecen porque, para conseguirla, están dispuestos a dejar la vida.
—¡Estoy harto, harto, harto!
—¿De qué?
—¡De no hacer lo que quiero!
Entró a mi oficina sin golpear.
Unos cuarenta y cinco años, quizá. Seguramente tomó algo para darse ánimo.
—¿Y qué querrías hacer?
—Crear  dirigir un servicio de rewriting.
Concedido.
Duda un momento. La carga de la cólera que había ido incubando para enfrentarme —no es contra mi persona sino contra la función que desempeño— es demasiado violenta para disiparse de un segundo a otro.
—¡No se me paga lo suficiente!
—¿Cuánto ganas?
—Ocho mil.
—¿Y cuánto querrías?
—Diez mil.
—Pongamos quince. ¿Te va bien?
Sale caminado para atrás. Aturdido. Él había ido a restregar sus sueños contra la realidad. En un instante, se hicieron realidad. Está acorralado. ¿Cómo sigue eso? Una semana más tarde, su mujer, muy inquieta, va a anunciarme que él desapareció. Dos días después, se le vuelve a ver el pelo: después del éxito de su entrevista, fue a llenarse de alcohol a un hotel de las afueras. Nunca más hará la menor alusión a su promoción o al aumento.

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 200.

«Me había vestido para seducirlo»

Pierre Rey

Me había vestido para seducirlo. Tweed, terciopelo, cachemir. Por añadidura, ese encanto mío iba acompañado por la molestia de una leve renguera debida a una patada recibida durante un combate de savate. Tomé como cuestión de orgullo personal llegar a la hora exacta en que me había convocado. Él siguió el juego más allá: no me hizo esperar siquiera un segundo. Sincronismo perfecto. Gloria ni había terminado de abrirme la puerta cuando se corrió la hoja de la correspondiente a su estudio. Nos dirigimos una gran sonrisa. Con toda evidencia, pese a los pacientes que yo había visto en la sala de espera, él sólo me esperaba a mí. La puerta de su consultorio se cerró detrás de nosotros. Ubicó su silla en paralelo a su escritorio. Me senté en la mía.
Cara a cara.
Ya desde la noche anterior había tenido tiempo para organizar mis defensas. Lo observé con una curiosidad divertida, crucé las piernas y encendí un cigarrillo —no, eso no le molestaba en absoluto; me tendió un cenicero— y en unas frases púdicas, en las que esparcía, como si el relato lo requiriera, nombres cargados de importancia que tornaba cotidianos para mí, le tracé el retrato resplandeciente de un diletante con condiciones, llegado a él —no estaba formulado, pero era un presupuesto— prácticamente por conjunción del azar y la curiosidad intelectual.
Dio la impresión de entender muy bien. Estaba subyugado. Yo también. Cuando le hablaba de mis ocupaciones profesionales en el diario en que trabajaba, me preguntó si conocía a la señora Z., que también trabajaba allí. Yo nunca antes había oído ese nombre, y se lo dije. De golpe me preguntó si bebía. Me quedé desconcertado. No, yo no bebía. Algo de vino, como todo el mundo, pero beber por beber, no. Yo era un deportista, ¿cómo habría podido? Él asintió de buena gana.
Encendí un cigarrillo tras otro. Él no dejó de tenderme el cenicero. Después, con una última sonrisa, se puso de pie. La entrevista había terminado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora? Acaso más. Le pregunté cuánto le debía. Por más que nadie me hubiera informado al respecto, ya conocía la cifra que me lanzó. Yo había decidido que sería exorbitante. Lo fue. Correspondía exactamente a la suma que había conseguido en préstamo el día anterior de manos de dos amigos tan insolventes como yo. Por ende, le tendí mis tres billetes, sin sorpresa. Desaparecieron instantáneamente en un bolsillo de su pantalón. Me estrechó la mano con una gran sonrisa y me dijo: «Hasta mañana.» Le contesté que desgraciadamente eso era imposible, porque no tenía con qué pagarle. Él no dejaba que su mano soltara la mía; busqué el modo de retirársela sin que tomara mi gesto como una ofensa. Abrió la puerta como si no hubiera oído y repitió: «Hasta mañana.»

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 54.

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Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

«El análisis no era más que un medio para mi libertad»

pierre-reyPierre Rey

Hay grandes semejanzas entre análisis y escritura. Para empezar, en uno y otro caso, movilizan, las veinticuatro horas del día, una energía tan absoluta que a partir de ello se instaura un irritante estado de indisponibilidad a todo lo que sea ajeno a ella, esto es, en la práctica, a todo lo demás.
A continuación, gracias a esa mirada interior que imponen, ya sea que se concentre estrictamente en el universo mental en que los tiempos encuentran su punto de inflexión, o en la necesidad de los personajes que habitan su creador, tanto una como el otro implican un desdoblamiento que erige ente quien los practica y el mundo exterior una campana de cristal que atenúa los rumores de la vida.
Ni más ni menos lo que les pasa a quienes nunca se tutearon con la locura, los que nunca pudieron penetrar en la médula de ese punto focal del aislamiento: no pueden entender qué significa un corte radical, ni el sentido profundo del giro «en otro sitio.»
—Siento vergüenza… Ayer a la tarde hice una especie de análisis salvaje. Sin duda hubiera hecho mejor si no avanzaba más…
El día anterior, para ayudarla a salir de una situación de angustia que había encontrado traducción en uno de sus sueños, había sido ganado por un irresistible deseo de revelar su sentido a una amiga.
—Usted está perfectamente calificado para hacerlo— me dijo enfáticamente Lacan.
Yo no sabía demasiado bien si me estaba metiendo el perro o no.
Ni una ni otra cosa.
Unas semanas más tardes, repitió:
—¿Usted nunca pensó en hacerse analista?
Lo miré, petrificado. ¿Analista, yo?
—¿Usted me está hablando en serio?
Yo sólo estaba allí porque había habido una zona de sombra en el desenvolvimiento de mi goce y para que, llegado a ese punto, ya no se me robase la menor parcela del mundo exterior, en la plenitud de su espacio y de su tiempo.
—¿Usted me ve en un sillón durante años oyendo la repetición con pelos y señales de lo que estoy  intentando resolver al venir a su consultorio?
El análisis no era más que un medio para mi libertad.
No un fin en sí: estaba demasiado poco preparado para el displacer como para desear ser, de manera profesional, escucha del ajeno.

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 158.


Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

Sobre la reedición del libro en Argentina: Télam

Encuentro y silencio

Por Jorge Forbes

El mejor relato de un análisis con Jacques Lacan fue hecho por Pierre Rey. Se llama «Una temporada con Lacan«, una temporada que duró diez años. Pierre Rey era periodista y escritor. Nació en el sur de Francia, en 1930, y murió en julio de 2006, a los setenta y seis años de edad, de cáncer, en París. Quien no lo conoce, tal vez se acuerde de un film famoso sobre Onassis, interpretado por Anthony Quinn y Jacqueline Bisset -«El magnate griego» de 1978-, film que fue inspirado en uno de sus mayores éxitos literarios: El griego.

Desde que leí su libro sobre Lacan, en 1989, cuando fue lanzado, quedé con curiosidad de conocer a su autor, y, al mismo tiempo, a su personaje. Eso finalmente ocurrió por azar. Yo almorzaba un día en París con un amigo, Antoine Gallimard, editor de Rey, cuando nos encontramos y fuimos presentados. Mi interés por conversar con él era comprensible, no tanto lo opuesto; quizás fue el hecho de encontrarse con un brasilero que había ido a Francia a formarse en la Escuela de su analista, que era amigo de su editor, no sé, el hecho es que la conversación se lanzó fácilmente y desde aquél día nos volvimos progresivamente grandes amigos a pesar, también, de la diferencia de edad y de las experiencias de vida, lo que nunca, sin embargo, fue resaltado en nuestras innumerables conversaciones. Como dice François Leguil, un amigo psicoanalista que presenté a Pierre, lo mágico de conversar con él consistía en que en poco tiempo él te hacía sentir la persona más interesante del mundo. Todos sabían que sus amigos más próximos eran Picasso, Dalí, Anouk Aimée, Michel Legrand, y por ahí seguía la lista. Hacer parte de esa serie, decía Leguil, aún sólo por un momento, no dejaba de ser bueno. La generosidad afectiva de Pierre Rey era increíble. Él era una lección de amistad.
Ya desde 2004 se notaba una caída física impresionante en Pierre que, a pesar de la edad y contrariando los hábitos sedentarios de los escritores, era un deportista aplicado, lo que le confería un aire más joven y una disposición envidiable. Preguntado, él siempre negaba cualquier enfermedad, disfrazando siempre que podía su dificultad para comer con las disculpas más diversas.
Fue cerca de junio de 2006, la última vez que vi a mi amigo. Estaba hacía una semana en París, y no conseguía encontrarlo; cada vez, surgía un impedimento de última hora. Finalmente, yendo al aeropuerto a tomar el avión de vuelta para Sao Paulo, manejando un auto alquilado, consigo hablarle al teléfono. Su voz susurrante mal me dejó entender la terrible frase: «Je souffre». De pronto le dije: «Ah, ¡no! Voy a sentir tu falta», a lo que él contestó bien a su estilo: «Y yo ya estoy sintiendo la tuya.»
Ahí, le pedí que esperase al menos hasta agosto, cuando yo debería volver, para vernos. Él me respondió que no se iba a dar. Le dije, entonces, que iría a verlo en aquél momento, aún estando a un kilómetro del aeropuerto -era su preocupación -y arriesgando perder el vuelo. Di media vuelta. Él me dijo: «no hagas esa locura». Yo: «Ya la hice». Él, riendo: «Yo habría hecho lo mismo. Sin duda, lo mismo».
Dejé el auto en doble fila en el medio de la Rue du Faubourg Saint Honoré, donde él vivía, y subí corriendo hasta su departamento en la punta del edificio. Me atendió su mujer, que me hizo entrar inmediatamente en su cuarto. Encontré una sombra de lo que él había sido. Hablamos poco -era para él un esfuerzo enorme hablar nos restringimos a las amenidades, futuros no vividos, poco del pasado, nada de la enfermedad, o casi nada para ser más exacto, a no ser de lo incómodo que se sentía en estar en aquélla posición.
Nos despedimos comedidamente, sin mayores expresiones afectivas. Cuando yo ya llegaba al ascensor, lo oigo, con gran esfuerzo, llamarme. Vuelvo y él me pide: «Jorge, como sos un buen psicoanalista (él fue muy gentil con eso), ayudame a interpretar un sueño. En estas últimas tres noches tuve tres sueños importantes. Primero, soñé que corría la maratón. Fue fácil para mí comprenderlo, al final, habiendo hecho gimnasia la vida entera, es normal que yo sueñe en correr una maratón, lejos de la inmovilidad a la que fui reducido. Segundo, ayer, soñé que estaba en un enorme banquete. También es fácil de entender para quien adoraba comer y que fui reducido a estos tubos.»
Yo oía todo con atención, sin decir ninguna palabra. «Ahora, hoy, tuve un tercer sueño que no consigo entender y, además, a diferencia de los otros, me angustió. Yo soñé que estaba en este cuarto y tenía ratas por todas partes, en las paredes, en el techo, debajo de la cama, en la cama». Preocupado, le pregunté en francés, lengua con la que siempre nos comunicábamos: -¿Dijiste ratas? -«Sí», me respondió, des rats (en francés), rats (en inglés), rats par tout«. Respiré hondo y le respondí: «Pierre, ese sueño es tan fácil de ser comprendido como los otros, los rats aluden al Rat Pack, que andan queriendo compañía.» Yo apostaba que Pierre habiendo vivido en Los Ángeles, y siempre en el medio artístico, no podría dejar de saber que Rat Pack es como se intitulaban los amigos Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., y algunos pocos más. Ese inolvidable grupo de talentosos granujas que descolló en Las Vegas y cuyo recuerdo y estampa aún puede verse en celuloide. Pierre cayó en una cómica carcajada, dentro de lo posible, y me dijo: «Yo sabía que vos eras un gran analista y que ibas a entender mi sueño.» Nos despedimos, salí corriendo, tomé el avión.
Un mes después llama el teléfono en mi casa, era el hijo de Pierre, Stéphane, que me dice: «Estoy llamándolo para comunicarle en primer lugar, a pedido de mi padre, que él acaba de morir. Él me pidió que le diga que fue a encontrarse con el Rat Pack. ¿Usted entiende qué rayos él quiso decir con eso?, porque nosotros no entendemos de qué se trata.»
Respondí con media sonrisa de tristeza: «Entiendo».

(2010)


Rat Pack


Fuente (original en portugués): Jorge Forbes
Fuente: Página 12