Los miedos de los niños

Presentación, por Judith Miller (fragmentos)

Rio de janeiro, 07/06/2011. Judith Miller
Foto: Guillermo Giansanti

Un paso

¿De qué se trata? De proteger a los niños de las buenas intenciones y varias prevenciones de las cuales son objeto en la actualidad. En efecto, estas están al servicio del amo y, por consiguiente, son perfectamente conformistas. Por otra parte, ciegas frente a lo hecho a medida, tan sujetas a  «La» norma como están, unas y otras se convierten por cierto en medidas «sociales» de las cuales mucho ciudadanos se espantan.
Al mismo tiempo, y a las pruebas me remito, se trata de afirmar el remanso y el momento oportuno que constituye el discurso analítico para aquellos niños que se confrontan con un real que los obstaculiza con dificultades aparentemente insuperables.
Como sus mayores, y sin duda más que ellos, muchos de estos niños no sabrían encontrar una salida frente a los embrollos de lo real sin dirigirse a quien se formó para responder y escuchar uno por uno a quienes se encuentran en el impasse. Los niños hoy se ven condenados a una de estas alternativas: resistir o ceder. De lo cual resulta la angustia asegurada para algunos, o las sujeciones de otros a nombres de «trastornos», cuya enumeración, si no tuvieran resultados estragantes, daría risa.
Muchos padres reclaman estas «buenas intenciones». En un primer momento, tranquilizan, pero, a su término, se descubre a qué calvario llevan a padres e hijos. Sólo habrá un trastorno auténtico para cada cual en tanto pueda continuar experimentándolo, escapando a un condicionamiento programado capaz de ocultar repeticiones, desplazamientos y singularidad.
En efecto, estas buenas intenciones hacen oídos sordos a las pruebas que inevitablemente atraviesa casa niño. Prevén sin vergüenza su destino en nombre del «desarrollo normal»: por todos los medios, niños y jóvenes se verán reducidos cueste lo que cueste, y del modo más económico posible, a los decretos del experto, o serán pasados por la picadora de las medidas preventivas. La sospecha se generaliza bajo la lupa de los tests, cuya crueldad sorprende (véase, por ejemplo, el test denominado  Dominique interactif).

Un nombre

Quienes trabajan en las instituciones que albergan sujetos en extrema necesidad, y en aquellas que los niños frecuentan ordinaria o excepcionalmente -escuelas, guarderías, consultorios médicos, centros recreativos, instancias judiciales- aguardan las enseñanzas extraídas de la práctica analítica. ¿Cuántos bajan los brazos ante los atolladeros indigeribles de sus buenas voluntades? ¿Cuántos sufren en vano? ¿Cuántos ya han osado permitirse salir de las vías protocolares y preprogramadas, y pudieron así descubrir las alegrías de la invención que la medida requiere y suscita? ¿Cómo no recordad que Freud ya advertía acerca de los peligros del empeño por suprimir los síntomas? «Sus fobias son acalladas a gritos en la crianza […] Luego ceden, en el curso de meses o años; se curan en apariencia. En cuanto a las alteraciones psíquicas que su curación comporte, a las alteraciones de carácter enlazadas con ella, nadie posee una intelección»¹ No somos candidatos ni candidatas a la estupidez ni a la maldad engendradas por los procedimientos que pretenden suprimir los síntomas molestos para el trajín cotidiano y la paz familiar e institucional. Debemos preocuparnos por el sufrimiento que manifiestan y por el real que enfrentan. Rechazamos las vías obsoletas, llenas de cuantificaciones pseudocientíficas con las que se emperifollan. Las sabemos estúpidas, nocivas y retrógradas.
Todo resta por inventar en nuestra época de mutación, cuyas repercusiones permanecen imprevisibles y pueden conducir al peor de los infiernos, sembrado de las mejores intenciones, es decir, a una segregación reforzada en nombre del «todos iguales». Nosotros optamos por la excepción.
La invención, la resistencia sin nostalgia y la poesía provienen del discurso del analista que esclarece los otros tres discursos, más antiguos, formalizados por Jacques Lacan.

Empujoncitos

Apuntar a la singularidad absoluta y no a la promoción de recetas universales, no es apuntar al individuo socio-biológico-genético; es delimitar el real del cual cada ser hablante es la respuesta, en su contingencia, y una elección insondable para sí mismo.

[Michel Serres] Dice qué cambios radicales en menos de un siglo crean «en nuestra época y en nuestros grupos, una grieta tan amplia que pocas miradas han dimensionado su verdadero tamaño.»² A la grieta que habitamos, la compara con la del pasaje al neolítico, con la de los albores de la ciencia griega, así como con la del comienzo de la era cristiana, la del final de la Edad Media y del Renacimiento. No sabemos cómo esta generación «Pulgarcita» aprenderá, se distraerá, trabajará o socializará, pero sabemos que estará compuesta por seres hablantes como nosotros, lo cual la preserva del peligro de robotización que le prometen siniestras alucinaciones.
Esta colección quisiera darle unos empujoncitos a cada Pulgarcita y a los suyos, que les permitan orientarse en este tiempo crítico y encontrar en él referencias. El discurso analítico se lo propone fuertemente. El lugar que ocupa un analista, por su formación, le permite abordar de otro modo que el de los padres y abuelos las preguntas a las cuales responde un niño con sus rechazos, sus aquiescencias, sus identificaciones, sus éxitos y sus ficciones. Tan concernido como esté, un analista, desde este lugar, está en condiciones de permitir al niño explorar las coordenadas del sujeto de pleno derecho que es él.


Jacques-Alain Miller y otros: Los miedos de los niños, Buenos Aires, Paidós, 2017, p.11.


¹Freud, Sigmund: «Análisis de la fobia de un niño de cinco años», en Obras completas, Amorrortu, 1980, t. X, p. 114.

²Serres, M.: «Petite Poucette», en La petite Girafe, n° 33, junio de 2011, publicación del Instituto del Campo Freudiano.

«Hay diagnósticos de TDAH que se hacen por los padres»

Entrevista a José R. Ubieto, autor de TDAH: Jose R Ubietohablar con el cuerpo (editorial UOC.)

TDAH. ¿A qué alude ese acrónimo? Uno, a la falta de atención. O dos, a la hiperactividad y la impulsividad. O tres, a una combinación de las anteriores. Se estima que el 6% de la población infantil padece este trastorno. El TDAH es una alteración real. Pero para ciertos ámbitos del psicoanálisis es sólo una etiqueta diagnóstica sin evidencias neurobiológicas ni genéticas.

¿Qué es el TDAH?

Es el nombre prêt-à-porter con el que hoy designamos el malestar en la infancia en sus diferentes formas: inquietud, problemas de conducta, dificultades de aprendizaje. En sentido más estricto se refiere a un diagnóstico psiquiátrico aplicable desde niños a adultos con síntomas de hiperactividad o falta de atención.

¿Cómo se diagnostica?

El diagnóstico debería hacerse por especialistas clínicos en un contexto de entrevistas personalizadas y con ayuda, cuando sea preciso, de otros instrumentos diagnósticos. En la práctica, profesionales del ámbito educativo o de la salud (no especialistas), e incluso los mismos padres, a veces «cuelgan» esa etiqueta para nombrar algo que los perturba y que no saben bien cómo comprender. El abordaje clínico debe priorizar la escucha de ese malestar y a partir de allí pensar las ofertas posibles: tratamiento psicológico, farmacológico, educativo.

Un niño es desatento, se muestra inquieto, rinde poco en clase. ¿Qué pueden hacer los padres?

Primero hablar con su tutor de la escuela para buscar juntos estrategias que mejoren ese rendimiento. Pensar también en el trabajo en casa, en cómo acompañarlo en sus deberes y en sus dificultades vitales, cómo estar al lado tomando en cuenta lo que a él le puede inquietar, que no siempre coincide con lo que nos inquieta a los padres o a los docentes. Cuando todo eso no funciona es el momento de consultar a un clínico. Pero primero la educación.

¿Cómo es un niño con TDAH?

Es alguien que muestra una inquietud. Algo hace que no pare de moverse, que lo despista y le complica la existencia y el vínculo educativo. Pero al mismo tiempo, y esto ya no es tan evidente, es alguien fijado a un punto, a un cierto impasse que le hace sufrir. Fijado a algo que no ha podido resolver de su relación familiar, de su relación con los compañeros o de la relación consigo mismo. De allí la paradoja de niños incapaces de concentrarse en una tarea escolar y, sin embargo, pendientes todo el tiempo de los cambios de humor de los adultos, del tono de su voz o de un videojuego.

El psicoanálisis niega que el TDAH tenga base genética o neurobiológica en contra de numerosos criterios científicos.

No es una afirmación del psicoanálisis, sino una constatación de la propia Guía de práctica clínica sobre el TDAH en niños y adolescentes del Ministerio de Sanidad. Es una evidencia que hoy por hoy no hay marcadores biológicos o genéticos que permitan determinar la existencia del TDAH.

No todos los que padecen el trastorno llegan a las consultas y, al mismo tiempo, hay un hiperdiagnóstico en chicos con problemas de aprendizaje y conducta. ¿Hay mucho diagnóstico erróneo?

La citada guía del ministerio admite también las dificultades en la detección, el proceso diagnóstico y la metodología que originan amplias variaciones (geográficas y demográficas), lo que conduce a un infradiagnóstico o un sobrediagnóstico del TDAH. Pediatras americanos admitían en un relevante reportaje publicado en The New York Times que lo diagnostican empujados por la demanda de los padres y por las abultadas ratios escolares, más que por criterios clínicos. En nuestro país empezamos a constatar este mismo efecto, lo que aumentará sin duda la prevalencia del cuadro.

¿Cuándo hay que medicar?

La medicación habitual son psicoestimulantes que funcionan como las anfetaminas. Mejoran el rendimiento a corto plazo, pero también tienen efectos secundarios que hay que considerar. No hay ninguna evidencia probada de que la ausencia de medicación comporte fracaso escolar.

Los detractores de los tratamientos con medicación suelen culpabilizar a los padres por buscar una «solución rápida».

Los padres buscan explicaciones y soluciones para problemas que a veces los desbordan. Se guían por consejos de otros padres o por indicaciones profesionales buscando lo mejor para sus hijos. Lo importante es que encuentren orientaciones que tomen en cuenta la subjetividad, la suya y la de sus hijos, y que no se limiten a contabilizar conductas y aplicar fórmulas universales que prometen curas imposibles.

Subjetividad. Hablar con el cuerpo. ¿A qué se refiere?

Cada niño o niña hiperactivo tiene sus propias razones para moverse o no prestar atención. Esos motivos, que él desconoce, hablan a través de su cuerpo, en esa inquietud que lo atraviesa. Son palabras apresadas que sin embargo contienen un mensaje cifrado que se dirige a los adultos cercanos (padres, profesores, clínicos). Escuchar ese malestar singular a cada uno es la tarea que nos hará comprender la función que cumple esa hiperactividad y cómo entonces tomar distancia de ese movimiento incesante.

Se está extendiendo el diagnóstico de TDAH a los adultos.

En los adultos se trata básicamente de la desatención como síntoma principal. No deja de ser curiosa la proliferación de este diagnostico en un mundo dominado por el zapping, los hipervínculos, los tuits de 140 caracteres y una cierta desresponsabilización sobre nuestros asuntos. Hoy cualquiera puede sentirse víctima de algo. Nombrar esa actitud como un trastorno puede aliviarnos de responder de nuestros actos. Es una falsa salida.

Ritalin

(2015)

Fuente: La Vanguardia

«Hay tantas normalidades como personas»

Entrevista a Jean Claude Maleval, por Lluís Amiguet

JC Maleval
Jean Claude Maleval

Usted es autor de textos científicos como Lógica del delirio, Locuras histéricas o Necrofilia y perversión

Habrá visto de todo… ¿Qué ha visto?
Mi primera impresión al contemplar mis treinta años como psicoanalista es que somos muy diferentes…
¿Y…?
… Pero, sobre todo, vivimos en mundos diferentes. Cada uno se construye el suyo. Y he visto que el mundo insólito del otro no tiene nada que ver con el tuyo. Por eso, comunicar nuestros mundos parece una ilusión.
De ella vivimos.
Y por eso la normalidad sólo es otra ilusión. Hay tantas normalidades como personas. Freud enseñó que la normalidad sólo es una manera más de vivir aprovechando mecanismos psicopatológicos. Cada uno construye su normalidad con sus esquemas enfermos.
¿Todos somos neuróticos?
O neuróticos o psicóticos en alguna medida.
¿La psicosis más grave duele más?
No existe proporción gravedad-dolor. Hay quien sufre muchísimo con una psicosis leve y quien no sufre nada con una gravísima.
¿El dolor psicológico sirve para algo?
A veces forma parte inevitable de la curación al empujar a la creatividad. Y es exactamente lo que persigue el psicoanálisis: estimular nuestra capacidad de autoterapia.
Autoterapia: al menos es barata.
Necesitas a otra persona para incentivar esa capacidad. El psicoanalista estimula al sujeto para que halle sus propias soluciones.
¿Y al psicoanalista quién lo estimula?
Los psicoanalistas nos psicoanalizamos. En cambio, los psicólogos cognitivo-conductuales no necesitan aplicarse su propia terapia, porque curan a partir del síntoma.
¿Y los psicoanalistas cómo curan?
Ayudamos al paciente a desconstruir y reconstruir su personalidad y su existencia.
Lo dice como si fuera sencillo.
En realidad, la estructura de las personas no es tan compleja: el reto es su diversidad, y por eso Lacan repetía que «el psicoanálisis hay que redescubrirlo en cada sujeto».
Pero, cuando la enfermedad es grave, ¿mejor ir al psiquiatra a que te medique?
Yo trato a pacientes con psicosis graves aunque ya estén en tratamiento psiquiátrico.
¿Por qué van a su consulta?
Porque sienten la inquietud de conocer sus estructuras profundas y así desvelar los mecanismos que causan sus conflictos.
¿Y si tus problemas no son tan graves?
También me piden ayuda quienes simplemente sufren disfunciones de pareja.
¿No es más efectivo tomar pastillas para curarse, por ejemplo, el insomnio?
Las pastillas sólo tratan el síntoma que es el insomnio, pero no le dirán por qué a usted le cuesta dormir ni le revelarán cuál es el conflicto profundo que le quita el sueño.
Otros ven el psicoanálisis como parloteo de gente rica, aburrida y narcisista.
Es una opinión. Muchos psicoanalistas cobran en proporción a la renta del sujeto y para otros el precio es parte de la terapia.
Explíqueme su último caso.
Un bisexual con problemas de adaptación.
¿Ser bisexual es un problema?
Es un problema sólo en la medida en que él lo vive como un problema.
¿Por qué lo vive como un problema?
Porque me explica que tiene relaciones hetero y homo, pero ninguna le satisface.
¿Y usted qué piensa?
Yo no juzgo. Escucho, espero y ayudo a que cada uno encuentre sus propias respuestas. Les estimulo y ayudo a autoexplorarse.
¿Cómo?
Más que de curar una enfermedad, se trata de aprender a vivir con una condición determinada: otro paciente homosexual quería ingresar en un monasterio, pero su homosexualidad le hacía dudar de su vocación.
¿Y…?
Acabó asumiendo plenamente su condición homosexual y entonces descubrió que en realidad no quería ingresar en el convento.
¿Se puede ser «un poco» homosexual?
Digamos que nadie es enteramente homosexual o heterosexual, sino que todos somos en cierto grado ambas cosas.
¿Cómo ayuda al sujeto a descubrirse?
Trato de ayudar a que aprenda a vivir con todo aquello que, aun estando en nosotros mismos, escapa a nuestro control.
¿Un tic, una fobia, una manía…?
Son síntomas que revelarían un conflicto que sólo quien lo sufre puede llegar a descubrir con nuestra ayuda. Más que curar, podríamos precisar que ayudamos al sujeto a explorarse, saberse, aceptarse.
¿Y así mejora su existencia?
En la medida en que de ese modo aprende a convivir con lo que no controla de sí mismo.
¿Puedes mejorar sin sufrir?
El sufrimiento sólo adquiere sentido cuando te obliga a actuar; si no, es absurdo. El sufrimiento sólo es útil cuando te lleva a la transformación creativa de tus conflictos.
¿Si dejas de sufrir, pierdes creatividad?
Eso preguntan quienes se plantean psicoanalizarse. Y yo les contesto que depende de cada uno. Conocerte también puede hacerte más creativo.

(2013)

Fuente: La Vanguardia

Jean Claude Maleval

Nació en el año 1946. Es psicoanalista, miembro de la École de la Cause Freudienne y de la AMP, profesor de Psicopatología de la Universidad de Rennes 2.
Es autor de Locuras histéricas y psicosis disociativas (1981), Lógica del delirio (1997), La forclusión del Nombre del Padre (2000), El autista y su voz (2009), y ¡Escuchen a los autistas! (2012)

«Nunca dispondremos de píldoras de la felicidad»

Entrevista a José María Álvarez, por Ana GaiteroJosé María Álvarez

José María Álvarez es psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de
Psicoanálisis, doctor en Psicología por la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en Psicología Clínica del Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid, donde reside. Es autor de más de setenta publicaciones sobre psicopatología y psicoanálisis y de algunos libros, como La invención de las enfermedades mentales y Estudios sobre la psicosis.
Compagina la clínica en el servicio público de Salud Mental de Sacyl con la consulta privada. Es coordinador del Seminario del Campo Freudiano en Castilla y León y uno de los fundadores de la Otra psiquiatría , así como miembro del trío Alienistas del Pisuerga, desde el que han recuperado textos fundamentales de los clásicos de la psicopatología inéditos en castellano.

—¿Algún día habrá esas pastillas de la felicidad?

—Por desgracia, no existen las pastillas para la felicidad. Por desgracia, además, nunca dispondremos de píldoras de la felicidad. La felicidad no es un estado, sino momentos, a menudo efímeros.

—¿Ni pastillas, ni felicidad?pidorasdefelicidad1

—Aunque es una aspiración muy loable, la felicidad no está en el programa de los logros posibles del hombre. La condición humana y la felicidad describen trayectorias asintóticas. Por eso decía que, aunque mejoremos las pastillas, la felicidad se nos escapará como agua entre las manos.

—¿Estamos pasando de la mitificación de los fármacos como remedio para todos los trastornos anímicos a su maldición?

—Aún estamos lejos de maldecir los medicamentos. Hay mucho negocio en juego para que eso pueda darse. Creo que nadie en su sano juicio renegaría de los fármacos. Bien usados, son saludables. Mal usados, como su nombre indica, son veneno. Ahora bien, considerar, como se hace a menudo, que los psicofármacos son el único tratamiento en las dolencias anímicas, es un grave error. También es un grave error descartarlos. Creo que ese tipo de opiniones extremas las tienen quienes no bregan a diario con el sufrimiento humano.

—¿El uso de fármacos ha reducido los trastornos?

Desde más de medio siglo se ha generalizado paulatinamente la creencia en los psicofármacos, a los que se considera el único o el principal remedio para las alteraciones psíquicas. A mi manera de ver, eso es falso. Es falso puesto que cuantos más y mejores medicamentos tenemos, el número de enfermos y enfermedades mentales se ha multiplicado. Y se ha multiplicado tanto, que hoy día es difícil encontrar a alguien a quien no colgarle un diagnóstico psicopatológico, es decir, alguien que no necesite tratamiento farmacológico o psicológico. Este hecho invita a pensar que hay algo turbio en todo este mundo de la salud mental.

—El exceso de confianza en los fármacos para remediar depresiones, ansiedad y trastornos similares ¿resta a la persona capacidad de respuesta para buscar su bienestar?

—Yo creo que sí. La excesiva «medicalización» y «psicologización» de las desgracias y sufrimientos acaba por hacernos más débiles. Cuando se protege demasiado a alguien se le convierte en un indefenso y en un pusilánime. Si un antiguo, un medieval o un renacentista se asomara a nuestro tiempo, le horrorizaría comprobar que para nosotros la tristeza es una enfermedad y que además la tratamos como tal.

—¿Estaban más acertados que en el siglo XXI? ¿Qué tipo de problemas presenta la gente que acude a las consultas?

—Con respecto a esto, los hombres que nos han precedido nos superaban. Freud mismo, cuando escribió hace ya un siglo su ensayo Duelo y melancolía, señalaba en las primeras páginas que a ningún médico se le ocurriría tratar a alguien que está sufriendo un duelo, porque eso es un dolor humano y él tendrá que espabilarse para irlo solucionando. Pues bien, una buena parte de las personas que nos visitan en los Servicios de Salud Mental vienen por ese tipo de dolores. De manera que, como decía, el paternalismo y la compasión aumentan nuestra debilidad, y nos convierten en marionetas de los que mueven los hilos económicos.

—¿Qué propuestas tiene el psicoanálisis frente a las pastillas y la felicidad?

—En líneas generales, el psicoanálisis va por un camino distinto al de la psicología y psiquiatría biomédicas. Los métodos terapéuticos que proponen estas últimos están destinados a cerrar los ojos y a fomentar el no querer saber nada sobre lo que nos hace sufrir. Pero, el hecho de que uno cierre los ojos no garantiza que nuestras dramas desaparezcan. El discurso de la psiquiatría y el de la psicología clínica oficial promocionan el no pensar y el no sentir demasiado, promocionan el cambiar los pensamientos por otros positivos, el tomar tal tratamiento para seguir adelante con la vida, el trabajo, el cuidado de los hijos, para aguantar al jefe o pagar las letras de la hipoteca. Esa es una opción, sin duda muy respetable.

—¿Y el psicoanálisis?

—Por el contrario, el psicoanálisis promueve la conquista de un saber acerca de nosotros mismos, de lo que nos hace sufrir y gozar, de lo que repetimos y no nos damos cuenta, de aquello con lo que nos engañamos y acaba pasándonos factura y haciéndonos más desgraciados, aunque le echemos la culpa a otro. La conquista, en definitiva, de un saber que sea liberador, aunque eso lleve tiempo, soledad y sufrimiento, y necesite cierta valentía.

—¿Cuáles son los malestares de nuestro tiempo y nuestra sociedad? ¿Lo sufren igual hombres o mujeres?

—Seguramente la depresión, la llamada depresión. Cuando hablo de depresión me refiero a las formas neuróticas o distímicas de depresión, no a las grandes depresiones o melancolía. En cierta medida, estas depresiones de andar por casa muestran el fracaso del deseo, es decir, el bajar los brazos ante las adversidades de la vida y el renunciar a solucionar los problemas que se nos plantean por el mero hecho de vivir. En este sentido, quien se deprime ha fracasado. Y para curarse tiene que volver a meterse en los problemas de la vida, recuperar las aspiraciones que tuvo o inventar otras nuevas, es decir, tiene que hacer de su insatisfacción el motor y no el obstáculo de la vida.

—¿Qué influencia tiene la sociedad en la que vivimos en estas formas de depresión?

—También la depresión supone, desde un punto de vista sociológico, un fracaso: un fracaso del modelo que se nos ha vendido como felicidad, es decir, tener muchas cosas para ser felices y descubrir que cuanto más tenemos más en falta estamos.

No es la primera vez que José María Álvarez viene a León. Ya lo hizo en otra ocasión para presentar en el hospital psiquiátrico Santa Isabel su libro Estudio sobre la psicosis. La mayoría de sus publicaciones combinan el psicoanálisis con la psicopatología clásica y se ocupan en especial de la locura y sus temas esenciales, como las alucinaciones, los polos de la psicosis y el delirio; también de los grandes maestros de psicosis, sobre todo Schreber, Aimée, Wagner y Joyce; y de los problemas tradicionales de la psicopatología, como la melancolía, la paranoia y la histeria. Sus intereses están prefijados desde su tesis doctoral sobre la paranoia, perspectiva desde la que ha analizado la subjetividad, la psicosis y la terapéutica de la locura.

(2016)

Fuente: Diario de León

El autismo sin marcadores, Miquel Bassols

Miquel BassolsIntervención en el Foro Autismo, Barcelona, 11/12/2015

Estamos en una época en la que los modelos clínicos para el tratamiento de las diversas enfermedades se suceden a una velocidad creciente. Y ello es debido en parte a los avances técnicos, tanto en el procesamiento de datos informáticos como en los nuevos equipos de observación no invasiva del organismo humano.

Pero los avances tecnológicos no siempre significan un avance en los conceptos que deberían orientar y ordenar la clínica. Más bien puede suceder al revés. Así, en el campo de las llamadas “neurociencias”, lugar de referencia habitual de dichos avances en el campo de la salud mental, se ha señalado con razón el estado más bien precario de la consistencia de los conceptos utilizados. Por ejemplo, y para dar sólo una de las múltiples referencias que hoy encontramos sobre este tema, dos investigadores del Neurocentre Magendie de Burdeos, (Michel Le Moal y Joël Swendsen), han señalado recientemente que “las neurociencias han progresado más sobre la base de avances tecnológicos que no sobre la base de avances conceptuales”. El recurso constante a las nuevas técnicas provenientes de otras ciencias, como las imágenes por resonancia magnética (IRM) o similares, “ha conducido [así] a una visión progresivamente reduccionista del cerebro y de sus funciones”. Por otra parte, tal como señalan los mismos autores, las construcciones psicológicas que intentan escapar a este reduccionismo dejan en el más oscuro misterio buena parte de las conductas individuales observadas: “de hecho —acaban diciendo— la separación entre estas dos aproximaciones nunca ha sido tan grande como ahora”[1]. Así, se constata un progresivo distanciamiento entre los instrumentos diagnósticos y la práctica terapéutica efectiva.

Dicho de otra manera: en este campo, cuanta más precisión existe en las técnicas de exploración, menos se comprende qué se está observando y qué relación tiene con lo que se acaba diagnosticando. Lo que es una muestra más de la creciente independización de la técnica y de sus nuevos recursos en relación a la ciencia que debería saber pensar y orientar su uso. Tal como señalaba Jacques-Alain Miller hace un tiempo en su Curso: “Nos damos cuenta hoy de que la tecnología no está subordinada a la ciencia, representa una dimensión propia de la actividad del pensamiento. La tecnología tiene su propia dinámica”.[2]

Esta dinámica propia de la técnica es la que, de hecho, está arrastrando desde hace unas décadas a la clínica a sus sucesivas remodelaciones. Con respecto a la llamada “salud mental”, y muy en especial en la clínica del autismo, no se trata ya de una remodelación del edificio sino de un cambio radical del propio modelo en sus fundamentos. El clásico manual del DSM, que ha ido extendiendo de manera tan ambigua el término “autismo” hasta transformarlo en ese “trastorno de espectro autista” cada vez más inespecífico, responde a un modelo de descripción estadístico que sus propios redactores están poniendo, como es sabido, cada vez más en cuestión.

No olvidemos que el manual del DSM tuvo de hecho sus primeras inspiraciones en los desarrollos de una clínica psicoanalítica en la que los postfreudianos habían perdido ya la brújula de la propia experiencia freudiana. El furor descriptivo y estadístico fue ganando así la partida hasta hacer hoy de este manual un pesado instrumento cada vez más inoperante para una clínica que, de hecho, desapareció en combate ya hace tiempo.

Con respecto al autismo, el resultado es finalmente de lo más confuso. ¿Qué designa hoy el nombre autismo? Éric Laurent lo ha resumido de manera precisa en su libro La batalla del autismo. De la clínica a la política, donde leemos: “Se puede sacar en todo caso una primera enseñanza de los debates con respecto al autismo: un nombre excede a las descripciones de su sentido. Ya no se sabe muy bien lo que este nombre designa exactamente. Su función clasificatoria produce efectos paradójicos: la clasificación que resulta de ello se revela de lo más inestable.”[3]

Así, las marcas del autismo, en el sentido de los rasgos clínicos que lo definirían, se han vuelto cada vez más imprecisas hasta llegar a ampliarse a rasgos que pueden encontrarse también en el común de los humanos.

Por supuesto, esta circunstancia es una objeción de principio que no ha pasado desapercibida para los gestores de la salud mental y sus evaluadores. Ante esta confusión creciente, se anuncia ya una nueva clínica, que promete barrer con las imprecisiones y contradicciones de la clínica que parece destinada a pasar pronto a la historia, como la antigua clínica basada en el DSM. Aunque el debate entre las dos orientaciones se ha establecido ya a ambos lados del Atlántico, todo indica que el cambio de modelo será progresivo pero también profundo. Se trata, en efecto, no de una nueva remodelación de la fachada del edificio clínico sino de un cambio de sus fundamentos siguiendo el nuevo modelo de la hoy llamada “Precision Medicine”, la “Medicina de precisión”. Es la orientación marcada por el National Institute of Mental Health americano, que se propone de hecho substituir a la “Evidence Based Medicine”, la medicina basada en la evidencia o en los indicios, que requería de alguna forma de una interpretación de los rasgos clínicos. El modelo de la “Precision Medicine” no tiene por qué hacer ya un recurso al ambiguo testimonio de la palabra del propio sujeto o de sus familiares, palabra siempre equívoca en sus posibles y múltiples sentidos, o a las descripciones y observaciones que se multiplican de manera incesante. El proyecto Precision Medicine Iniciative, anunciado por el presidente Obama el pasado mes de Enero, cuenta con una nuevo instrumento, —además de un enorme presupuesto— , un instrumento absolutamente independiente desde su principio de la palabra y del lenguaje, igualmente independiente de la observación clínica clásica. Este nuevo modelo, bautizado como RDoc (Research Domain Criteria) cuenta con la técnica basada en los biomarcadores.

Un biomarcador es una sustancia que funciona como indicador de un estado biológico. Debe poder medirse objetivamente y ser evaluado como signo de un proceso biológico normal o patológico, o como respuesta a un tratamiento farmacológico. En el registro genético, un biomarcador puede ser una secuencia de ADN detectada como posible causa de un trastorno. Así, el mismo procedimiento que puede utilizarse para la detección y tratamiento de la diabetes o de distintas formas de cáncer, se piensa también utilizable para toda la serie de trastornos mentales, incluido por supuesto el autismo cuando se lo incluye en esta serie. Desde hace un par de décadas, los laboratorios de investigación se han lanzado a la búsqueda de biomarcadores de la más amplia serie de trastornos descritos, con un optimismo exacerbado por los lobbies de la industria farmacéutica y de ingeniería genética, con la promesa de descubrir los biomarcadores que determinarían dichos trastornos. Con respecto al autismo, no había día sin que apareciera un artículo en las revistas científicas con la hipótesis de tal o cual biomarcador, de tal o cual secuencia de ADN que estarían “implicados” —es el término que se suele utilizar— en la determinación del amplio cuadro definido como autismo o como “trastorno de espectro autista.” Hemos reseñado ya algunos en otra parte. El optimismo decrece y va dando lugar a un fundado escepticismo a medida que se encuentran más y más hipótesis imposibles de verificar para un número suficiente de casos. Más bien parece que a cada caso correspondería una configuración específica.

Se da aquí una nueva paradoja, señalada por nuestro colega Dr. Javier Peteiro, propio de la era de las tecnociencias: “Es llamativo que la Biología se haga determinista cuando la Física ha dejado de serlo. Un determinismo absolutamente infundado, genético o neurobiológico persigue dar cuenta no sólo de cómo es un individuo sino de cómo actuará en un contexto dado.”[4] Como reacción a este determinismo infundado, la nueva Biología llamada “de sistemas” sostiene por el contrario la continua interacción entre procesos que pertenecen a niveles distintos de la jerarquía biológica, que van desde lo molecular hasta la totalidad de los órganos, aparatos y sistemas que conforman el organismo.[5] Y en todo caso, esta interacción está lejos de explicar la respuesta singular que cada sujeto da a su complejidad.

En la carrera a la búsqueda de marcadores del autismo, los llamados “candidatos” no han faltado. Hace cinco años, un conocido y polémico artículo publicado por Helen V. Ratajczak, que había sido una de las principales científicas en un notorio laboratorio farmacológico, hacía una recensión de al menos 79 biomarcadores para el autismo, que podían ser medidos en los sistemas gastrointestinal, inmunológico, neurológico y toxicológico del organismo. Les ahorro la enumeración. La propia autora no deja de avisar de entrada sobre la enorme dificultad y complejidad a la hora de definir las condiciones tan heterogéneas que definen el autismo. Y termina afirmando que “no puede considerarse un solo biomarcador como específico para el autismo”, de modo que resulta absolutamente “inadecuado indicar marcadores únicos”[6] para este amplio espectro de trastornos. Por otra parte, muchas veces el autismo resulta sindrómico, es decir secundario con respecto a otros trastornos orgánicos, lo que hace todavía más complejas las hipótesis.

La lista de biomarcadores candidatos sigue, sin embargo, aumentando. El problema no es ya si puede existir o no un biomarcador para el autismo. El problema es que, siguiendo esta vía, no dejan de aparecer cada vez más, en una progresión que tiende infinitesimalmente a definir el conjunto de rasgos que configuran el organismo humano. De ahí el progresivo escepticismo en estas vías de investigación que, por lo demás, no han tenido la menor incidencia en el tratamiento y en la vida de los sujetos con autismo.
Cuando uno se aventura a explorar esta selva de referencias, de las que nadie puede tener hoy una visión de conjunto, se da pronto cuenta de la existencia de un problema de principio. Los investigadores que promueven y llevan a cabo estas investigaciones rara vez son clínicos, es decir, rara vez se han visto confrontados al tratamiento de personas con autismo. Peor aún: buen número de veces —como en el caso que comenté hace poco sobre un nuevo posible candidato situado en la proteína denominada Shank3— los datos han sido extrapolados a partir de la experimentación con roedores, ratones que han sido diagnosticados como autistas por el hecho de observarse en ellos conductas antisociales, o una “anormalidad en la sociabilidad”, después de haberlos privado de dicha proteína.

De más estaría señalar que la mera idea de diagnosticar a un ratón de “autismo” es un contrasentido absoluto, cuando no un insulto a una tradición clínica que ya tiene suficientes dificultades, como hemos visto, para ordenar el cuadro de fenómenos agrupados bajo este término.

La impresión, después de volver de esta selva de referencias, es que, tanto en los estudios más bienintencionados como en los más inverosímiles (como el que afirma que el plaguicida glifosato producirá un 50% por ciento de niños diagnosticados como autistas dentro de diez años), ya no se sabe muy bien qué es lo que se está buscando. El autismo es hoy una llave perdida y, como en el cuento de Wenceslao Fernández Flórez, es una llave perdida que se sigue buscando en la noche bajo el farol con la buena excusa de que ahí hay más luz.

Digámoslo así para recapitular: la multiplicación de hipótesis sobre biomarcadores y marcadores genéticos, lejos de arrojar alguna luz sobre la imprecisión conceptual que subyace en la noción de autismo, no hace más que oscurecer el verdadero lugar en el que conviene investigar, el que debe promover nuestro interés para tratar y hacer más soportable la vida del sujeto con autismo. El sujeto con autismo es, en primer lugar y a pesar de las apariencias, un sujeto que tiene algo que decirnos —así lo planteó Jacques Lacan de manera tan simple como subversiva—. Es un sujeto que vive y se debate en un mundo de lenguaje que le resulta tan inhóspito como a veces indiferente, pero que tiene sus leyes propias, leyes que debemos aprender a descifrar en cada caso. Y en este campo, en el campo del lenguaje en el que siempre tratamos al sujeto, las resonancias magnéticas, como suelo decir, sirven de bien poco porque de lo que se trata es de estar atento a las resonancias semánticas, a los sentidos y sinsentidos que atraviesan cada acto, cada momento de la vida del sujeto con autismo.

En este campo de juego del lenguaje el autismo se escabulle, en efecto, de todos los marcadores que queramos emparejarle, ya sea —si me permiten la analogía— con el sistema de marcadores por zonas o de un marcaje jugador a jugador. Y ello por la sencilla razón de que la verdadera marca del sujeto con autismo se encuentra no en su organismo sino en su objeto, en ese objeto que con el que suele acompañarse con tanta frecuencia, ese objeto que a veces nos parece tan inútil como ineficaz para vivir en el mundo, incluso molesto, aunque otras veces se muestre de una utilidad y de una eficacia asombrosas.

Permítanme aquí un testimonio personal sobre un episodio que sigue hoy muy presente para mí. A finales de los años setenta, tuve la suerte de empezar a trabajar en un centro de educación especial. Ahí me encontré con un niño de siete años, llamado José. Era un niño que no reconocía su imagen en el espejo, que apenas dirigía una palabra a nadie, que sólo gritaba palabras sueltas e incomprensibles, acompañadas de extrañas estereotipias repetidas una y otra vez. José deambulaba frenéticamente por las distintas estancias de la institución, intentando encontrar el perímetro de un espacio que parecía para él tan invivible como imposible de delimitar. Buscaba así desesperadamente un borde en el que alojar su cuerpo, un cuerpo que él mismo experimentaba, precisamente, sin borde alguno. Cuando me encontré con él, José mostraba en su cara dos marcas, dos inquietantes heridas, exactamente simétricas, en sus mejillas, dos marcas que él mismo se abría constantemente. Con estas dos marcas, José se movía de un lugar a otro sin sentido aparente, como si fuera arrastrado por las dos únicas palabras que gritaba a las paredes, dos palabras que eran una en realidad: “Tren-José”. Cuando a veces llegaba a detenerse, su actividad preferida era formar hileras con objetos de lo más heterogéneos, en un tren inmóvil que sólo se hacía un lugar añadiendo, de forma metonímica, un vagón más para llegar a ninguna parte. Quien haya tratado con niños con autismo reconocerá de inmediato este tipo de fenómenos. Son fenómenos de lenguaje a los que prestamos la mayor atención cuando nos orientamos en la enseñanza de Lacan.

Por mi parte, tardé más de seis meses en entender que el tren en cuestión no era para José un objeto exterior a él, no era un objeto constituido y representable fuera de su cuerpo, un cuerpo que carecía de los bordes simbólicos necesarios para distinguir un interior y un exterior. José venía cada día en tren con su madre al centro. Tardé más de seis meses en entender que ese “Tren-José” atravesaba literalmente su cuerpo de manera aterradora, que no había para él distancia alguna con el rugir del tren incrustado en él, que ese rugir seguía resonando en su cuerpo una vez el tren ya había partido. Y que atravesaba su cuerpo siguiendo las dos vías que aparecían exactamente marcadas en su rostro, sin imagen especular posible.

Con ese descubrimiento hubiera podido tal vez iniciarle en una serie de rutinas adaptativas destinadas a hacerle más soportable el viaje en tren con su madre, y tal vez parar un poco así su ritmo frenético con la esperanza de incrustarle por mi parte las llamadas “habilidades sociales” necesarias para convivir de la buena manera con sus congéneres. No hice nada de eso. Me permití únicamente acompañarle en su deambular frenético por la sala en la que estaba con él y aprovechar los momentos de detención para incluirme yo en la serie de objetos de su tren. Así apareció un buen día un nuevo elemento en el tren de vagón único de sus palabras y vino con un nuevo grito: “Tren-José-Miel”. Entiéndase “Miel” como un trasunto o como una dulce transcripción de mi nombre, si quieren. Lo importante es que ese nuevo vagón fue el inicio de una posible entrada en su vía cortada, el inicio de un extraño vínculo entre “mi” y “él”. Si esa contingencia, casi azarosa, como al pasar, no me pasó por alto fue sin duda porque yo transitaba ya los escritos y los seminarios de Lacan, aunque no lograra entenderlos del todo.

Lo que puedo decir hoy es que si yo hubiera tenido en aquel momento más formación en el Campo Freudiano habría tardado desde el principio no más de seis minutos en entender que en ese “Tren-José” se jugaba toda la estructura de lo que hoy llamamos el “objeto autista”, un objeto sin bordes y que no está localizado a partir de un interior y un exterior del cuerpo, un objeto que es, sin embargo, la vía regia para tratar la insondable decisión del sujeto de rechazar todo vínculo con el otro, todo vínculo que no pasara por esa vía extraña. De este objeto fundamental, principio de todo tratamiento posible, no hay marcadores, sólo marcas que a veces aparecen en el cuerpo, en la lengua o en la imposibilidad de construir uno y otra.

Para localizarlo, no hacía falta ningún escáner, ninguna resonancia magnética, ningún otro medio y presupuesto —entiéndase incluso en su sentido más económico— que haber entendido un poco al menos el aforismo lacaniano según el cual “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, haber entendido que ahí reside finalmente la eficacia de un tratamiento posible siguiendo su orientación.
Este episodio me enseñó que el único marcador del sujeto, el más fiable, se encuentra en el lenguaje, y más todavía cuando la palabra se pierde en los laberintos de un cuerpo imposible de construir. El autismo sin marcadores es el autismo de la palabra, de la lengua privada que debemos aprender a escuchar y a descifrar en las marcas del cuerpo hablante.

Es un tema de suficiente importancia en la actualidad como para que la Asociación Mundial de Psicoanálisis haya creado un Observatorio sobre políticas del autismo, dedicado a investigar y a proponer acciones siguiendo esta orientación.

Es un problema de actualidad clínica, sin duda, pero lo es porque también es finalmente un problema de civilización, es decir de qué civilización queremos. O bien una civilización de sujetos reducidos a biomarcadores, o bien una civilización de seres de lenguaje que quiera descifrar su destino en una cadena de palabras, por simple que parezca, para tratar su malestar.


[1] Michel Le Moal, “Sciences du cerveau : la longue route vers la maturité et le réductionnisme du temps présent”, in Comptes Rendus Biologies 2015.

Disponible on-line: http://www.em-consulte.com/en/article/993264

[2] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007 (inédito).

[3] Éric Laurent, La bataille de l’autisme. De la clinique à la politique. Navarin-Le Champ freudien, Paris 2012, p. 52-53.

[4] Javier Peteiro Cartelle, “Víctima. La presión de las tecnociencias: habitar o ser rehén del cuerpo”, en Freudiana nº 73, Barcelona, Abril 2015, p. 75.

[5] Ver al respecto, Denis Noble, La música de la vida. Más allá del genoma humano. Ediciones Akal, Madrid 2008.

[6] Helen V. Ratacjzak, “Theoretical aspects of autism: biomarkers —a review”, in Journal of Immunotoxicology, 2011; 8(1): 80-94.


 

Fuente: Desescrits

¿La clínica ha cambiado? Jorge Bafico

0614-robert-silvers-mona-lisa-remastered-2
Robert Silvers – Remastered Mona Lisa

Muchas veces se cuestiona al psicoanálisis y se lo presenta como algo obsoleto. Sus detractores declaran que las manifestaciones clínicas han variado y que los grandes cuadros de las neurosis como la obsesión, fobia y sobre todo la histeria han desaparecido.

Los trastornos, llamase del humor, de ansiedad, de la personalidad, han copado la clínica. Hoy nadie deja de pensarse desde esos lugares: “estoy deprimido, soy ansioso, soy fibriomiálgico, tengo estrés, etc.”. Síntomas contemporáneos le dicen. Es así que hoy la sociedad occidental se ve enfrentada a una «epidemia” de anorexias, bulimias, fibromialgias, depresiones, ansiedades y adicciones.

¿Es que acaso no existían desde siempre estas manifestaciones clínicas? Por supuesto que sí, pero no seguramente con tanta frecuencia como en la actualidad.

Estas patologías tienen algo en común, y es que en general, el sujeto no se pregunta por lo que le pasa y el síntoma aparece más claramente del lado de un goce alejado de lo simbólico. Sujetos mudos congelados en una palabra que los nombra.

Quizás la falta de pregunta del sujeto en la actualidad tenga que ver con la imposición del mercado: para todo un medicamento, un psicofármaco que nos arregle la vida.
Nombres gigantes, patologías generales que incluyen al sujeto en conjunto universal, quitándole lo más importante: su singularidad. Pero como consecuencia se produce un rebajamiento o anulación de la particularidad de cada sujeto.

Nos encontramos con una contradicción a partir de esto, por un lado, el intento de terapeutizar al conjunto del para todos, a partir de una única solución medicamentosa. Pero por otro aparece la omnipresencia del psicofármaco y concomitantemente la producción masiva de objetos de consumo de la cual nos volvemos esclavos.

¿Alguien plantea los efectos secundarios que tienen la mayoría de los psicofármacos?

No se trata de una guerra a los psicofármacos, sino que la indicación del fármaco sea precisa y necesaria. Lacan decía que el analista debe estar a la altura de la subjetividad de la época. Hoy es una época que muestra un modo de gozar y un modo particular de vivir la pulsión donde los objetos de consumo se han impuesto. Uno de esos objetos de consumo es el psicofármaco, aquella pastilla que colma y ponga al sujeto en los parámetros de las exigencias sociales de la actualidad.


Jorge Bafico
Psicoanalista, escritor, doctorando de la USAL (Universidad Del Salvador, Argentina). Ejerce su práctica desde 1993. Es docente del Instituto de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República Oriental del Uruguay dando teóricos de Psicopatología y siendo el responsable de la práctica en Hospital Pasteur. Participa como columnista en el programa “Desayunos informales” en Tele doce y “Abrepalabra” de Océano FM. Ha publicado varios artículos y trabajos, así como también ha presentado ponencias en Jornadas nacionales e internacionales. Autor de varios libros entre ellos: “El origen de la Monstruosidad” (Ediciones Urano Argentina, 2015), “Restos de historias” (Aguilar 2014), “Cosas que pasan” (Aguilar 2012), “Los perros me hablan. Ocho historias de asesinos en serie” (Ediciones de la Plaza 2011), “¿Hablamos de amor?” (Ediciones de la Plaza, 2008) y “Casos locos” (Editorial Fin de Siglo, 2006).