El cubo de Rubik

Mercedes Ávila

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Más bien es un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher.
Entonces si bien podemos establecer el punto de ingreso al laberinto, y también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.
La pregunta que insiste es la de por qué alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista, una vez atravesado el recorrido, en el cual se observa claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea citaba Lacan, parafraseando a Santo Tomás, separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, o ¿por qué no elegirlo? Porque una vez dentro de un verdadero psicoanálisis no se puede hacer otra cosa más que rondar ese discurso.
En ese punto se entiende la frase de Lacan que del psicoanálisis no se espera más que un psicoanalista, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del psicoanalista que uno mismo será.

El deseo del analista es impuro, encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar.
Nace a partir de cualquier cosa, y en este caso a partir de una pregunta aparentemente inocente: ¿cómo funciona?
Esa pregunta determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer cosas, saber sobre ellas: tiene que haber algo más. El “cómo funciona” se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos, a todo.

Dos escenas infantiles lo muestran con claridad.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una de clase órgano, dejo las partituras sobre una mesa. Mi madre las toma y lee, canta en voz alta la canción allí escrita. La canción es Moritat. Sorpresa y admiración porque ha ocurrido algo imposible. ¿Cómo es posible que el sonido coincida con notas en el papel?
A esto se añade otra sorpresa: No todo es mentira. Mi madre hablaba mucho de las cosas que había hecho, y entre esas cosas estaba estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante esas afirmaciones, se conmovió. La línea verdad-mentira se atenuó.

2) Hay una mesa en la casa familiar en la que hay un plano desplegado. Es un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surge la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué?

La pregunta no desaparece nunca. No alcanza la explicación científica, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.

En algún momento, la pregunta se detiene sobre el cubo de Rubik y una obsesión por resolverlo, pero no sólo resolverlo sino entender cómo funciona todo el mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.

El análisis quedó estancado, a lo largo de muchos años, por esta pregunta que lo mueve todo y que ahora invadió al psicoanálisis mismo: ¿Cómo funciona el psicoanálisis? ¿Cómo funciona el final de análisis? ¿Hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Hay un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina todo, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender todo; si se toma un libro, se mira primero cuántas páginas tiene y se lee el final, si se ve una película se saltan partes.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar.
Paralelamente las instituciones psicoanalíticas ofrecieron una carrera universitaria absoluta, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se prestó como SAMCDA.
La salida de dichas instituciones y la creación de un espacio propio abrieron otras posibilidades.
Finalmente desapareció la preocupación y la obsesión por el final, se liberó algo. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, elegir. Ya no hay prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido es parte del viaje.

En el momento en el que se olvida el final, se termina el análisis. Se pueden ver las piezas del cubo con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra. Las carillas de colores. Pero, de repente, no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse.

La pregunta persiste, ¿cómo funciona? Las cosas funcionan, y a veces no. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace.

La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta, el orden y el desorden.
El fantasma se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro o puede llevarlo en el bolsillo.
Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa.


Escher Relatividad 1953
M. C. Escher – Relatividad, 1953

Los psicoanalistas y el deseo de aprender

Clase 8∗

Sebastián A. Digirónimo

1

Terminamos la clase anterior mencionando un libro que estaba por publicarse y que llevaba un título un poco desafortunado si se lo mira con cuidado. Ese título menciona el deseo de enseñar. Introduce, entonces, un término complejo, problemático y que, en última instancia, deberíamos desechar. Enseñar le apunta al narcisismo por necesidad.

No vamos a hacer una crítica del libro, ni tampoco decir que está mal o está bien posicionándonos en un pedestal imaginario que siempre es un error. Lo que nos interesa es aprovecharlo para ver dónde podemos quedarnos cortos en el pensar nosotros mismos y por qué ello ocurre, aunque las causas son siempre múltiples. Lo que nos interesa, entonces, es el talento para la lectura y la necesidad de luchar continuamente contra los prejuicios que arrastramos sí o sí y que nos hacen pensar estrechamente, aunque no lo supiéramos. Vamos a aprovechar ese libro, entonces, que de eso se trata un aspecto del saber leer, del talento para la lectura, de aprovechar lo que hay y de los detalles que pasan en general desapercibidos.

Habíamos mencionado en la clase anterior el doble coraje de la experiencia y el motivo fundamental por el cual ese doble coraje es necesario y es trabajoso: porque nos desplazamos espontáneamente por la pendiente del no-querer-saber. En Elogio de la furia y El hombre sin forma al núcleo del no-querer-saber lo llamamos estupidez, Lacan lo llamaba connerie (tiene muchas acepciones), podemos llamarlo tontería e incluso, en criollo, boludez. Eso quiere decir que hay un núcleo de boludez en lo más íntimo de nosotros mismos, y que con ese núcleo tenemos que vérnoslas todo el tiempo. Es una lucha constante y que, además, está destinada a la derrota, pero la clave es que hay distintas formas de derrota, y no es lo mismo que triunfe la boludez sin más a que estemos advertidos de su carácter incurable. Esto que estamos diciendo aquí es lo fundamental. Pero ocurre que hay que saber sostenerlo en acto, y no basta jamás con decirlo y tampoco con decirlo y repetirlo al infinito.

El libro que mencionamos arranca con una alocución de Miller que es muy aprovechable en varios aspectos pero que invita a los lacanianos, sin saberlo, sin esa intención, a no poder pensar más allá de Lacan. El problema con ir más allá de Lacan, lo mismo que con Freud, es que muchas veces se postula ese más allá estando evidentemente muchísimo más acá, y entonces ese más allá se convierte en sin. No en pecado en inglés, aunque también, sino sin Freud y sin Lacan. Allí no hay posibilidad de ningún más allá. Ciertamente es con, en castellano y en francés, es con Freud y con Lacan, pero también con el con de la connerie inevitable. Allí Miller (eso fue en 2001) lo dice bien: “la condición humana se caracteriza por el hecho de no saber hacer con lo que más nos importa”. De eso se trata el núcleo de no-querer-saber que nos acecha todo el tiempo y contra el cual debemos luchar también todo el tiempo. Un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, haciendo cada vez más real al síntoma y al inconsciente, como señalamos en las clases anteriores, nos permite un saber-hacer-con que sitúa de la buena manera lo incurable del no-querer-saber. ¿Qué forma toma? Una forma única para cada cual.

Recordemos el final de nuestra clase anterior, que se relacionaba con la lectura de nuestro gráfico: lo que nos interesa es entender cómo está armado y poder darle su lugar al dinamismo de las flechas, además de tratar de pensar cómo los elementos se modifican cuando entra en juego ese dinamismo. Y cada uno puede agregar más elementos, pero entendiendo la lógica que está en juego y las transformaciones que ocurren a merced de las corrientes que nos marcan las flechas. Corrientes que subrayan, además, la dimensión ética que tiene que ver con el conflicto de base que debemos enfrentar los seres hablantes por el hecho mismo de ser seres hablantes, condición de la cual no podemos sustraernos y que siempre será sintomática.

Eso último, en cursiva, es lo que no tenemos que perder jamás de vista, aunque todo el tiempo el empuje al no-querer-saber nos nuble la visión justamente allí. Y cuando nos quedamos cortos, porque no podemos no quedarnos cortos, es allí donde ocurre la cosa.

Lo que acabamos de decir es lo que debe marcar el camino. Luego, ese camino, tendrá muchísimos paisajes. El capítulo 21 de El hombre sin forma nos puede ayudar, aunque no lo vamos ni a leer ni a reeditar aquí. Vamos, como dijimos, a ir aprovechando también el libro que lleva el poco afortunado título, porque de él, seguramente, podremos extraer varias cosas. La primera ya es segura más allá de la cita que mencionamos antes. ¿Desde dónde arrancan, además del título que le ponen a su recorrido? Arrancan por una pregunta que hizo alguna vez Lacan y que es la siguiente: “lo que el psicoanálisis enseña, ¿cómo enseñarlo?”. Así lo sitúan ellos. Es algo que acuciaba a Lacan, vayan a ver el librito titulado Mi enseñanza. Pero nos conviene partir por un paso previo y formularlo así: “lo que el psicoanálisis nos enseña, ¿cómo aprenderlo?”. Y es claro que la pregunta formulada así, nos remite, necesariamente, al coraje de la experiencia y a sus coordenadas de entrada y de salida.

Es por esto por lo que ponemos como título, aquí, el que le hubiera convenido a ese libro: el deseo de aprender. Que se funda en el coraje de la experiencia, cosa complicada cuya existencia se confunde muchas veces con la pertenencia a ciertas hordas, sectas, parroquias, iglesias, catedrales, y un largo etcétera.

Giramos, entonces, en torno de la estupidez, de la tontería, de la boludez. Vamos a dar unas vueltas por la actualidad de globalización y redes sociales y demás. En la actualidad hay una nueva profesión para la cual no se necesita formación ninguna. Claro que, si le agregáramos una formación cualquiera a esa profesión, la haríamos más interesante, pero no suele ser el caso. Esa profesión actual es la de youtuber (el diccionario castellano, actualizado por la estupidez de la época, pretende que dijéramos youtubero, pero dejarla extranjera a la estúpida palabra es quitarle un poco de estupidez a la estupidez). Y tal profesión, si bien se mira, es mucho mejor que otra que comienza a existir o existe hace un rato y que es mucho peor: esa otra es tiktoker (en este caso el diccionario castellano actual no está todavía contaminado por la estupidización de la estupidez, aunque ya lo estará). Nombres acordes a la tontería. ¿Cuán lejos estamos de la película Idiocracy si hay una profesión, tiktoker, que permite, por ejemplo, que un japonés esté sacudiendo sus brazos durante horas frente a una cámara en alguna calle de Kioto y miles de personas lo miraran también durante horas? ¿Cuán lejos de esa otra película mencionada dentro de la película Idiocracy y que se llama, simplemente, Ass y es eso durante dos horas? Tenemos que entender que señalar la estupidez no es sinónimo de creerse ayunos de ella sino al contrario, o, por lo menos, debería ser así. Señalar la estupidez de la buena manera es tratar de luchar contra ella en nosotros mismos, y mejor si podemos ayudar a alguien más a hacerlo, aunque no fuera ése el fin último. Lo mismo ocurre con la escritura de los verdaderos escritores. Vayan a ver qué dicen los escritores sobre su escritura y podrán discernir eso de verdaderos (e impostores). Los verdaderos escritores no escriben para un público concreto o virtual, imaginado por ellos. Los verdaderos escritores escriben porque no pueden no escribir. Hay una diferencia enorme entre quien escribe porque no puede no escribir y quien, siendo un alumno universitario avanzado y teniendo la oportunidad de escribir algo en cierta revista, empieza su escrito con estas palabras: “querido lector”. ¿A quién le habla? Y hasta se le escucha la voz impostada que adopta ese mismo personaje cuando habla en persona delante de otros (con toda la etimología de la palabra persona encima). El impostor que imposta lejos está del saber hacer con lo que más importa.

Estamos solamente entrando en tema y ya rozamos varias cosas. Recordemos que luchamos contra la estupidez que nos acecha desde lo más profundo de nosotros mismos y no lo hacemos para vencerla sino para situarla de la buena manera. Hablamos antes de la construcción necesaria del talento para la lectura que es una lucha constante con nuestros propios prejuicios. Para ello necesitamos siempre una pregunta que se atreva a dar un paso para atrás, y después otro, y otro. Tenemos que atrevernos a poner en duda nuestras propias premisas. Pero en acto. Una y otra vez. Los practicantes que quedan atrapados en la actualidad ciegamente suelen hacer preguntas que consideran agudas y sería necesario revisar. Dos al azar que escuché hace poco: “¿por qué hoy hay más ataques de pánico que antes?” y, de la misma forma, “¿por qué hay más autismo?”. Las dos preguntas dan por hecho que eso es así objetivamente. Son preguntas que se pueden hacer, pero buscando rápidamente la precisión y no creyendo que eso es así sin más. Es decir, sí son etiquetas pregnantes (es decir, llenas de significado) a las cuales se aferran hoy más que antes los sujetos que no saben qué hacer con el malestar en la cultura, pero eso no quiere decir que “hay más” de esto o de aquello.

Empujar la pregunta hacia atrás, poner en duda las premisas de las cuales nosotros mismos partimos, implica una posición ética que tiene dos consecuencias: hacerse cargo del deslizamiento de las causas y, al mismo tiempo, hacerse cargo de las consecuencias.

Y vamos a mencionar más de una vez una diferencia que venimos mencionando en todas las clases. Es la diferencia entre en acto y teóricamente. Esta diferencia es enorme y tiene que ver con el obstáculo fundamental que es el no-querer-saber. Se puede hablar teóricamente del inconsciente y del goce, por mencionar dos conceptos fundamentales, y, al mismo tiempo, rechazar en acto su existencia. Un buen ejemplo es aquel practicante en el momento en que preguntó: “¿pero vos creés que todos los seres hablantes son sintomáticos?”. El problema es que él, en acto, no lo cree, aunque pudiera decirlo en teoría. Del lado de la teoría está el comprender, y comprender nunca nos conviene. ¿Por qué? Porque tapona el aceptar en acto, que es lo que nos permite luchar con el no-querer-saber que es, por su parte, la condición que nos comanda. O comprender o aceptar en acto, entonces. Y esto requiere una posición ética corajuda. Por esto subrayamos todo el tiempo la importancia de poner en duda nuestros prejuicios, cosa que implica, antes, aceptar que están allí indefectiblemente y construir entonces, desde esa aceptación ética, el talento para la lectura que funda el coraje de la experiencia. En esto que acabamos de decir está toda la clave.

Retomemos, entonces, el libro que mencionamos al final de la clase anterior y veamos algunas cosas. En él dicen, por ejemplo, lo siguiente: “o se enseña lo que se sabe o se enseña respetando el agujero en el saber”. Pero una cosa es decirlo y otra cosa enteramente distinta es hacerlo en acto. Porque, al mismo tiempo que lo dicen, citan “a muerte”, y con esa falacia de autoridad constante logran no tener voz propia casi nunca. Todo es “Lacan dijo” y “Miller dijo”, y muy difícilmente agregan algo a esa repetición porque citan sin casi nunca adueñarse de la cita. Sí les parece maravilloso, increíble, estupendo lo que dijeron los otros, pero algo trastabilla en tanto elogio. La buena pregunta es, por supuesto, ¿por qué? ¿A qué es funcional esa repetición? Citan a Lacan diciendo que él dice (de nuevo ellos no se adueñan) que la enseñanza hace de obstáculo al saber, pero, en acto, ¿qué hacen? Vayan a ver. Dejemos acá solamente uno ejemplo rápido. Nosotros partimos dándole forma a lo que Stevenson, Robert Louis Stevenson, llamó, en uno de sus ensayos, talento para la lectura. Ellos no lo saben. Porque ni Lacan ni Miller señalaron jamás el ensayo de Stevenson, aunque tanto Lacan como Miller hablaron muchas veces del talento para la lectura sin llamarlo nunca así ni hacer de él un concepto. Si ellos escucharan lo que citan, el título del libro hablaría del deseo de aprender, corajudo y ético, y no haría referencia al deseo de enseñar, narcisista y adormecedor. Lo mismo ocurre cuando dicen esto: “la escritura de Lacan, precisamente porque tiene esa oscuridad, porque no se entiende, es una escritura que no duerme, es una escritura que despierta, que despierta odio, que despierta curiosidad, que despierta una voracidad para buscar las referencias dónde lo dijo, cuándo lo dijo”. Se olvidan, al decir esto, de la necesaria participación del lector en la escritura. La intención de Lacan es una cosa, lograrlo, en cambio, no depende de esa intención porque existe o no, dependiendo de la insondable decisión del lector, el talento para la lectura, y es más factible que no existiera a que sí. Y notemos que ello se ve claramente en esa voracidad que menciona. “Despierta una voracidad para buscar las referencias”, el dónde y el cuándo. Las referencias de Lacan. ¿Cuáles quedan afuera y, generalmente, por siempre? Las propias. No hay jamás referencias propias para añadirle a las de Lacan. Y, si las hay, suelen ser, digámoslo suavemente, actuales y globalizadas. No hay Stevenson salvo que Lacan dijera Stevenson. Y luego añaden una confesión personal que dice así: “en fin, es difícil dormirse con la lectura de Lacan, en todo caso, a mí no me duerme en absoluto, me exaspera”. ¿Dónde está el problema? En dos palabras que suelen pasar desapercibidas al leer esa oración: ese en absoluto que suelta alegremente. Sin que lo supiera, y ello precisamente por ese alegre en absoluto, la exasperación puede, tranquilamente, desembocar en la erudición sin alma, y eso no es otra cosa que dormirse. Exasperarse no garantiza la construcción del talento para la lectura, lejos está de ello. En acto se ve, entonces, que a veces aciertan, pero muchísimas veces se duermen en la cita sagrada. Y volvamos al título que eligieron, que nos ofrece el título de esta clase por oposición: eso es dormir, le pese a quien fuera. Y un ratito después dice esto otro: “es ese el dilema en el que nos encontramos: o bien nos convertimos en expertos de los textos de Lacan y tratamos de traducirlos en nuestra pequeña parroquia, o bien nos preocupamos por cómo hacer para que el discurso de Lacan siga siendo deseable”. Bueno, ¿y entonces? Ellos creen sin más estar en la segunda parte de la frase, pero se quedan en la primera por un simple motivo que tiene, en realidad, varias aristas: niegan en acto, y esta frase que acabamos de copiar textual lo hace nuevamente, la existencia del talento para la lectura y ponen todo del lado del que enseña, y enseña porque sabe, y sólo tiene que inventar artilugios para despertar el deseo en los otros, los alumnos, sin ver que ese deseo se despierta por contagio, pero para contagiarlo tiene que estar, y todo el entusiasmo que supuestamente les despierta el psicoanálisis suele ser un poco problemático, sobre todo porque jamás lo interrogan y lo cuestionan, y todo por sus en absoluto, desperdigados por todos lados sin que lo supieran siquiera ver.

Con Lacan, en la teoría, ellos distinguen al profesor, tomado por el discurso universitario, del enseñante, quien respetaría el agujero en el saber, el Falta del otro. Pero al sostener como lo hacen el deseo de enseñar, sólo logran, en acto, ser profesores tomados enteramente por el discurso universitario. Y fallan hasta en la erudición. Esto es enteramente anecdótico, una nadería, pero está. Se equivocan hasta en el año de la muerte de Freud. Es anecdótico, pero no es casual y, en realidad, es sintomático. Deberían distinguir, con Borges, el profesor del maestro. Alguna vez Borges dijo que el maestro es quien nos muestra, en acto, cómo enfrentarnos con el universo. Podemos decir, en lugar de universo, lo real lacaniano, o el agujero en el saber, pero siempre subrayando ese en acto. Otra cosa anecdótica es que, de pasada, hablan de la juventud de una manera enteramente chata, y se puede entrever que uno de ellos no está tan de acuerdo con eso que dice otro, pero no lo dice del todo, es decir, no lleva las cosas hasta las últimas consecuencias, que es la forma buena de hacernos cargo del agujero en el saber. Vamos a darle forma un poco a esto: la forma buena de hacernos cargo del agujero en el saber.

Luego de cien páginas, ni por asomo se acercan a pensar algo relacionado con un pasaje del deseo de enseñar, que es lo primero que se les ocurrió, a un deseo de aprender, contagioso, que ni siquiera entrevén. Ellos siguen con el deseo del enseñante. ¿Por qué? En parte porque repiten a Lacan y buscan referencias de ese “deseo del enseñante” en lo que Lacan dijo sobre la enseñanza, y si Lacan jamás dijo “deseo de aprender”, no se van a atrever a pensarlo ellos y darle forma. Pero mucho más porque, en acto, no se atreven a salir de una clase “sabiendo menos de lo que sabían al entrar”, es decir, poniendo en duda lo que creían saber ellos mismos antes de la clase que dan. Y sobre esto hay una perla. Antes había dicho esta mujer que el discurso universitario no hay que confundirlo con un edificio, pero en la página 101 dice esto, mezclando lo que ella dice con algo que dijo Lacan: “Lacan dice no me ocupo de limar la antipatía entre el discurso universitario y el discurso analítico, al contrario, exploto la antipatía, me dedico a eso desde hace cuatro años, desde que creé el Departamento de Psicoanálisis en la Universidad. No lo hace desde el consultorio levantando el dedito contra el discurso universitario, lo hace en la Universidad, desde adentro”. Pero esa opción que ella piensa es errónea, porque en eso que dice, la Universidad es un edificio y parece que no lo sabe o no le importa. En páginas posteriores vuelve sobre ello de mejor manera, pero oscila de una forma a la otra todo el tiempo. Claramente no es desde el consultorio, pero no tiene que ver con la Universidad ni tampoco con una Escuela que garantizaría sin más la no preponderancia del discurso universitario. Acá es donde tienen el problema mayor. Vamos hacia allí para evitarlo en nosotros mismos. Todo depende de que hubiera profesor que sólo repite lo que dijeron Lacan y Miller o que hubiera otra cosa, relacionada con el deseo de aprender, que permitiera decir algo más, con Lacan y con Miller. Es que a ellos les ocurre lo que les ocurre a todos allí, y su pensar se queda corto casi siempre, porque creen que la Escuela está garantizada por el lugar geográfico o espacial, en una palabra, por el edificio, incluso diciendo que nada tiene que ver con el edificio, pero el problema es que hay una garantía supuesta que permite adormecerse. Ello no puede no ocurrir, pero justamente de ello convendría estar advertidos de la buena manera. Quizá advertidos están, pero evidentemente no de la buena manera.

Sucede que a la mujer que comanda los encuentros que se editan en forma de libro le suele ocurrir el quedarse corta con algunas cosas. Hace unos meses estábamos por viajar al Parque Nacional Iguazú, a las cataratas, y dio la casualidad de que unos días antes vi, de pasada, algo que había dicho esta mujer en una clase y que se refería justamente a las cataratas. Decía que, estando allí ante ellas, se angustió al pensar que “un día yo no voy a estar y las cataratas van a seguir ahí por siempre”. Hasta en la angustia se queda corta. Porque, si bien es cierto que las cataratas van a durar más que nosotros, también ellas desaparecerán un día, y el planeta mismo, y el sistema solar. Y al quedarse corta se angustia más en vez de angustiarse menos. Y ello es lo mismo que la hace poner en el título el deseo de enseñar y no el deseo, corajudo, de aprender, infinito, además, el único que se hace cargo en serio del agujero en el saber. Me sorprendería mucho que apareciera, en las ciento veinte páginas que todavía no leí, un esbozo al menos de ese deseo de aprender que debería sustituir al deseo de enseñar, incluso aunque apareciera con otro nombre. Ojalá ocurriera, aunque imagino que no, y lo vamos a saber en las próximas líneas, sin demasiado suspenso.

En la página 103, por otra parte, dicen esto: “Lacan no trabaja para hacerse querer, no trata de hacerse comprender, no trata de que lo acepten. Y si muchas veces es incomprensible es porque no le concede nada al Otro: es un solitario”. Pero a ellos les basta con que Lacan hubiera tomado esa posición y buscan pertenecer, se tiran flores entre sí indefectiblemente, todo lo que dice uno de ellos es maravilloso para los otros y, si no es maravilloso, por lo menos es pertinente (les encanta esa palabra, aunque la usan, sobre todo, con los que todavía no son feligreses reconocidos por la parroquia). Por detrás, sin embargo, muchas veces se aborrecen entre sí. Y con todo esto nunca se acercan, en acto, a hacerse cargo del agujero en el saber, aunque lo pregonaran teóricamente a cada paso. Por eso subrayamos, una y mil veces, ese en acto que hay que sostener… en acto. Dicen “hay que demostrar lo que se dice”, pero después hacen que lo demuestre alguna cita de Lacan o de Miller, y ellos, en acto, sostienen el discurso universitario en ese mismo momento. Pero “desde adentro”, desde adentro de cualquier edificio, tanto en la Universidad como en la Escuela.

En la página 129 se acercan un poco mencionando algo que llaman hambre de saber, pero, ¿cómo se lo sostiene en acto? La pregunta buena es esa, pero no se la hacen. De hecho, cuando hablan de esa hambre de saber no lo hacen con firmeza, es decir, parecen no creer del todo eso que dicen. Demostrémoslo citando literalmente, dice así: “mantenerse al menos con un poco de hambre de saber es más interesante que saciarse y volverse doctor en Lacan con el esplendor del saber que circula en la Escuela o en sus bordes”. Y parece estar bien lo que dice, pero es en los detalles que está la clave. Otra vez es el desapercibido “al menos con un poco” lo que es enteramente problemático. Es con toda el hambre de saber o nada. Otra vez, le pese a quien fuere.

Se quedan cortos, como dijimos. Pero vamos a aprovechar ese quedarse cortos característico para tratar de ir un poco más allá y tratar también, entonces, de inventar algo. En un momento le preguntan por la diferencia entre la posición del analista y la posición enseñante y dice esto: “aun siendo la misma persona, enseñante y psicoanalista sirven a dos discursos diferentes”. Dejemos de lado eso de “la misma persona” que es problemático y aceptemos lo de los dos discursos diferentes. Pero es necesario precisar esa diferencia, porque en el lugar enseñante, que tiene que ver con el deseo de aprender y no de enseñar, ocurre algo muy complejo. No va a llegar hasta allí porque, como venimos diciendo, se le escapa la enorme diferencia que hay entre el deseo de enseñar y el deseo de aprender. Sigue diciendo esto: “en el discurso analítico, el analista ocupa el lugar del a, de semblante, causa de deseo, encarna eso de lo que el sujeto no quiere saber nada, ese plus de goce del cual la neurosis quiere desembarazarse, y entonces en el discurso analítico el a tiene lugar de agente”. Sí, pero ocurre en esto que dice lo que le ocurre a la neurosis misma. Está confundiendo las dos caras de a en esto que dice, y eso va a tener consecuencias en cómo puede pensar la diferencia que quiere aclarar. En esto que dice, plus de goce y objeto causa de deseo son lo mismo y, en realidad, aunque son dos caras de lo mismo, tienen signo contrario y por eso se relacionan de manera distinta con el no-querer-saber. La neurosis, queriendo desembarazarse del plus de goce, arrastra también el objeto causa de deseo, porque van juntos, pero es conveniente distinguir una cosa de otra, para no hacer lo que hace la neurosis, porque el no-querer-saber le apunta solamente a una cosa y no a las dos, aunque termina llevándose todo por delante.

Vamos a tratar de entrever un poco, pensando en los discursos, cómo es que podría sostenerse el lugar del enseñante, pero sin estar tomados por el discurso universitario. Porque lo que pasa en el lugar del enseñante, si no cae en el discurso universitario y todo se achata, es muy complejo, porque tiene dos caras. Pero hay que entender que ese no caer en el discurso universitario no va de suyo y depende de una lucha constante que se sostiene enteramente en la fortaleza del coraje de la experiencia y en acto. Vamos a volver al final a esto y a tratar de escribir esa doble cara compleja. Pero antes demos algunas vueltas más.

Es claro que cuando decimos que se quedan cortos, no excluimos que todos nos quedamos cortos, pero hay una diferencia enorme entre el estar advertidos de ello en serio y, por lo tanto, luchar contra la estrechez, y el creer haber alcanzado las alturas de la cátedra, narcisista pedestal que niega el agujero en el saber, y esto aunque esa creencia pasara desapercibida para nosotros mismos, es decir, aunque se lo creyera sin saber que se lo está creyendo. El problema que tienen está en el pregonar una cosa, pero demostrar, en acto, lo contrario. Y ello ocurre por tener una fe ciega en que el psicoanálisis puede funcionar solo, sin que lo sostuviera el imposible lugar del psicoanalista que no existe. Y esto también lo dicen, pero en acto ocurre otra cosa. Y el quedarse cortos, cosa que ocurrirá necesariamente, puede volvernos prelacanianos, aunque nos consideráramos los más lacanianos del lacanismo (y sobre todo si ello ocurre). En la página 187 uno dice esto: “es un cuerpo que interpreta y por eso el énfasis en la voz, en la boca, en algo que supone en presencia. En presencia, un cuerpo que habla y que toca el cuerpo del analizante, en el encuentro de dos cuerpos en el análisis”. Y acá sucumben al prejuicio materialista que nos acecha todo el tiempo, y en el hacerlo niegan lo que venían diciendo antes, hablaban del poder de la palabra y del concepto de vociferación, y lo niegan en acto al sucumbir al prejuicio materialista más rastrero. Ese prejuicio materialista que toma una forma geográfica y espacial. Ese encuentro del que habla se puede dar por teléfono, por videollamada o por lo que fuera, no es necesario coincidir en el mismo lugar geográfico o espacial, y se toca el cuerpo, aunque los cuerpos estén a miles de kilómetros de distancia. Basta que hubiera, al mismo tiempo (es una cuestión temporal y no espacial) un cuerpo que habla y que toca, con la voz, otro cuerpo que escucha e interpreta, porque la interpretación queda del lado del analizante, del lado del psicoanalista está el coraje de permitir el encuentro, sosteniendo en acto esa palabra que no adormece sino que despierta, y eso no tiene que ver con una presencia pensada como burda presencia material, sino con una presencia del significante llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas que incluye la presencia del campo libidinal, y es material, pero de otra materialidad mucho más compleja. Es mucho más complejo de lo que nos permite pensar el sentido común de la debilidad mental defensiva. Ni la presencia ni el cuerpo son conceptos tan simples. Y ese burdo prejuicio les hace renegar del optimismo simbólico del primer Lacan y dejarlo de lado oponiéndolo al último, pero sin entender que el último necesita la existencia del primero, aunque lo dicen todo el tiempo. De nuevo: lo hacen en acto, aunque declararan lo contrario una y mil veces. Si recuerdan la clase tercera habíamos escrito esto:

Sentido  //  Real

y luego, a partir de allí, esto otro:

Sentido    /   Significante   /   Real

Al arrastrar el prejuicio lo que hacen es unificar los dos primeros términos, negando la primera de las barras, cuando en realidad hay que saber sostener esa barra primera tanto como la segunda. Se puede decir que, en el síntoma, que tomamos como paradigma, gracias a esa primera barra, hay dos caras: del lado del sentido podemos escribir la cara signo del síntoma, luego la barra, y luego la cara significante del síntoma que señala hacia lo real, sin negar por ello la segunda barra. Hay más afinidad, entonces, entre el significante y lo real que entre el significante y el sentido, aunque varios prejuicios unidos les hicieran renegar del concepto de significante oponiéndolo a lo real. Se oponen, sí, pero no como se oponen sentido y real.

Se puede ver otro ejemplo de esto mismo aquí. El hombre opone la enunciación, que él relaciona con el primer Lacan, a la vociferación, que relaciona con la última enseñanza y dice esto: “se puede encontrar la enunciación en un escrito, en una novela; en cambio, para la vociferación hace falta el cuerpo que habla”. En esto que dice está el mismo prejuicio con el mismo resultado que podemos llamar antilacaniano. Y no es un detalle menor que pusiera como ejemplo una novela y no un poema. El cuerpo que habla puede estar en la escritura si es escritura de verdad, y se puede leer su presencia o su ausencia. Ciertamente que, si se escribe de verdad, se escribe con todo el cuerpo, aunque depende también del lector poder encontrarse con ello en la lectura de un escrito. Una buena anécdota aquí es que, al escuchar lo que decía este hombre, alguien dijo por lo bajo, unamunianamente: “hay escritos que tienen más cuerpo que vos”. Es un toque de color gracioso, pero tiene razón, porque, si nos quedamos cortos, no hay vociferación posible, ni cuerpo que habla, ni agujero en vez de falta, aunque coincidamos en la misma habitación con quien fuere. Un poco después otro dice lo siguiente: “permitir que algo contenga el circuito de la inflexión de la voz”. Anecdóticamente de nuevo, anotemos que es contuviera, pero las peras no crecen en los olmos. De todas formas, eso que dice sí, y con ello niega lo que había dicho el otro antes quedándose muy pero muy corto. No queda claro en el texto si fue una respuesta velada o no, porque quizá hasta sostiene los mismos burdos prejuicios y no pesca que lo que dice niega lo anterior y permitiría pensar una presencia un poco más sofisticada que la del sentido común, burdamente material. Una presencia, digámoslo, más verdaderamente lacaniana.

Entre las páginas 195 y 200, comentando un texto de Miller que hemos comentado antes también nosotros aquí, dicen algunas cosas que podemos aprovechar. “Allí Lacan dejaba en claro que el interés de la presencia del psicoanálisis en la Universidad no era otro que esclarecer a los otros discursos, no amoldarse a estos, sino introducir la perspectiva psicoanalítica en discursos ajenos al psicoanálisis, perturbar el discurso universitario con la presencia del psicoanálisis”. Sí, pero es muy complejo. En cuanto algo se da por hecho, es decir, en cuanto se cree en acto que hay ser del psicoanalista, aunque se pregonara lo contrario de palabra, ocurre la perturbación al revés. La pendiente fácil no es que el discurso analítico perturbara a los otros, es al revés. Estamos a merced de ese engaño todo el tiempo. Esto ya le pasó a Freud, cuando, llegando a los Estados Unidos en barco, creyó que les llevaba la peste y ellos no lo sabían. Fue exactamente al revés, porque no es una peste fácil la peste psicoanalítica, sino que se sostiene en la mayor de las fragilidades, porque se sostiene en el coraje de la experiencia que no es nunca la elección sencilla y jamás se da de una vez y para siempre. La peste fácil es la otra, la de la american way of life, la de las psicoterapias y las autoayudas y los que, habiendo luchado un rato en contra de la pendiente natural, se cansan y se adormecen pregonando, mientras tanto, que no hay que adormecerse.

Lo dice bien claro un poco más adelante, hablando de ella, pero entendiendo que a todos les pasa lo mismo, y con otro detalle precioso que nos muestra esa posición descansada que es análoga a la que adoptamos frente a la muerte: “ya sé que todos somos mortales… pero tal vez yo no, pues jamás me morí”. Dice esto: “a veces preferimos no hablar porque hay analizantes en la sala, no queremos participar porque la suposición de saber que el analizante deposita en nosotros se vería herida en comparación con el saber escaso que tenemos”, y hasta ahí notemos que, si esto ocurre, el practicante se está creyendo el lugar que le ofrece el analizante, como decimos siempre con la referencia bíblica, se pone de buena gana la túnica de muchos colores que le ofrece el analizante necesariamente, pero no es todo. Sigue así: “para unos esto se manifiesta como inhibición, para otros como infatuación o como erudición. En cada caso es una manera de arreglárselas con esa tensión inevitable entre el saber supuesto y el saber expuesto”. Y aquí está el detalle, la enorme sutileza que no hay que dejar jamás de observar. Acá está lo que se sitúa mal y la clave de ello. Y nos conviene recordar la distinción que hacíamos entre el sinthome espontáneo y el sinthome analítico, porque esto tiene una forma análoga. Dice “es una manera de arreglárselas” y eso cerraría la cuestión, pero es ahí que en realidad hay que abrirla y no cerrarla, y entender que esas dos opciones que menciona, extremos del mismo plano, son dos maneras de no arreglárselas con esa tensión, son formas de tratar de escapar de ella. Y la complejidad radica en pasar de ese no-querer-saber nada a un saber-hacer-con el agujero en el saber y, por lo tanto, con esa tensión que menciona entre el saber supuesto y el saber expuesto. Es una sutileza que pasa desapercibida, pero es enorme la diferencia. Y es una diferencia tan enorme como la que hay entre el deseo de enseñar y el deseo de aprender.

Lo que se puede leer, en esa página y las que inmediatamente la siguen, es que les ocurre lo mismo que le ocurría al practicante que dijo, una vez, hablando con otros practicantes, “confíen en el dispositivo”. Eso es lo que decíamos sobre creer que hay garantías. “Confíen en el dispositivo” es sinónimo exacto de otra cosa que jamás se atreverían a decir en voz alta: “no pongan nada de sí”. Niegan el coraje de la experiencia en acto, aunque no lo saben. Y ello ocurre porque lo dan por hecho. Sostienen una garantía sin saberlo. Al discutir sobre otro problema que se les presenta en la Escuela lo dicen de nuevo: “el Instituto es discurso universitario no sostenido por universitarios, sino por analistas, lo cual trastoca el discurso universitario”. Pero ello supone sostener que hay psicoanalista sin más, sólo porque pertenece a esta o aquella iglesia. Es el problema fundamental de la Escuela misma, ellos dirían que la Escuela garantiza que hubiera, pero garantiza que hubiera lo que no puede haber, al mismo tiempo. Sin entrar de lleno en esto que es muy complejo y no nos interesa demasiado acá ahora, ¿qué se ve en acto? Que ello no ocurre y, la mayor parte de las veces ocurre lo contrario. ¿Por qué? Porque la pendiente natural lleva a dormirnos, incluso a dormirnos en los laureles, y el despertar del coraje de la experiencia empieza por hacernos cargo de ese adormecerse en nosotros mismos, con el deseo de aprender comandando cualquier posibilidad de enseñar, no con el deseo de enseñar taponando la posibilidad del deseo de aprender.

Se acercan a ello, lo rozan, pero sin fuerza. Es notable esto que se relaciona con lo que dijimos antes, hablan entre ellos y uno le dice al otro: “en una de las reuniones del Consejo dijiste algo que me interesó: que no alcanzaba con los dispositivos, que además hay que estar dispuesto”. ¿Se ve la falta de fuerza? Lo más importante está en el agregado de ese además, y, para peor, se desliza ese “algo que me interesó”, que sabemos por la clínica cómo siempre quiere decir “no quiero saber nada de ello”. Donde está el declarado interés, está también el no-querer-saber. ¿Y por qué falta fuerza? Porque hay cosas que se dan por hechas y el resultado es un relajamiento, porque el coraje vacila y se desliza de lo insoportable a lo insufrible. Y el otro resultado es la pérdida del acento de la dimensión del acto.

2

Volvamos a la figura del youtuber. Un día, de casualidad, oí a un youtuber diciendo cómo estaba haciendo “terapia” (uso sus términos) y cómo la “psicóloga” le había permitido aliviar el síntoma que él llamaba “ansiedad” haciéndolo respirar profundamente y sentir los olores del ambiente. Y le ponía todo el sentido diciendo que eso lo hacía estar conectado con el ambiente aquí y ahora y dejaba de enredarse con un futuro inexistente. Por supuesto que eso funciona… hasta que deja de funcionar. El problema es que se queda en el plano de la conducta, y así se pierde de vista enteramente la dimensión ética que nos permitiría hacernos cargo de las causas y, posteriormente, de las consecuencias. Respirar profundo jamás introduce la pregunta por las causas de esa “ansiedad” (con todas las comillas) ni por la implicación que tiene él en eso que le ocurre. Consecuentemente, ese hacer del respirar profundo y sentir los olores nada tiene que ver con el saber-hacer-con lo que más nos importa, y entonces deja intacta la cuestión. Y esto nos permite distinguir con claridad el hacer del plano de la conducta con el saber-hacer-con que se sitúa enteramente en otro plano.

Volvamos a YouTube por un segundo con otra cosa. En la página 170 recuerdan en el libro eso que les encanta recordar, que es algo que dijo Lacan en una conferencia en el año 1974 sobre los gadgets tecnológicos puestos en el centro de la cultura y funcionando de manera tal que los seres hablantes confundieran todo el tiempo el deseo con los objetos de deseo. Lacan decía que esos objetos “terminan desguazados en el vertedero”, que terminan en la basura y en los basurales, que son la demostración, hecha objeto, del no-saber-hacer-con que nos gobierna. Son objetos que brillan por un momento y luego muestran la hilacha de lo que son, desecho. Ellos lo aprovechan diciendo que el psicoanalista debería estar advertido del carácter de desecho que no solamente les compete a los gadgets tecnológicos sino al psicoanalista mismo, y que por eso “no debería creerse gran cosa”. En acto, sin embargo, vemos todo el tiempo lo contrario. ¿Por qué? Porque aceptar ese lugar de desecho es aceptar lo insoportable, y, aunque teóricamente muchos hablaran de esa aceptación, que ella existiera realmente es más difícil que la mera teoría y la erudición sin alma porque necesita la existencia del coraje de la experiencia. Agreguemos, en chiste que, a la letra, dicen que el psicoanalista debería pensarse como un gadget tecnológico pero obsoleto. El psicoanalista sería un iPhone 6 en la época del iPhone 15, pero eso no es pensarse desecho de la buena manera, que es pensar en serio en el no ser del psicoanalista. “No creerse gran cosa” no es tan fácil como lo declaran. Hay mucha liviandad allí para lo que está en juego.

Con respecto a los gadgets tecnológicos y lo que decía Lacan, hay un canal de YouTube que cuenta, hoy mismo, con más de ocho millones de suscriptores y se funda, básicamente, sin saberlo, presintiéndolo quizá, pero sin saberlo, en mostrar la verdad de esos gadgets tecnológicos. Es claro que los seres hablantes, tomados por el brillo de esos gadgets, están fascinados también por la verdad de desecho y se sienten liberados cuando, en ese canal, ocurre que se toman esos gadgets, nuevos, relucientes, apenas salidos de sus cajas, apenas hecho el unboxing, que tiene nombre y todo y es parte del mercadeo de esos productos, y se los hace pasar por las mil y una torturas. Teléfonos celulares nuevos, apenas extraídos de sus cajas, que son quemados, aplastados, desguazados sin ningún miramiento, y más de ocho millones de personas en todo el mundo fascinados con la escena. No es casual.

3

Vayamos un poco más allá y escribamos, entonces, lo que ocurre en el lugar del enseñante si se hace fuerza todo el tiempo por no caer en el discurso universitario. Es lo que ocurre si se sabe sostener el deseo de aprender y desde allí se busca decir, cada vez mejor, lo que no puede decirse. Que es el punto de unión, además, entre un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y la transmisión de una enseñanza, que es para otros solamente de rebote, primero es para uno mismo, y es por eso por lo que jamás será deseo de enseñar y sólo puede sostenerse lejos del discurso universitario y sus efectos si es deseo de aprender. Es complejo y difícil de sostener, no basta con escribirlo teóricamente. Recordemos que decían que, en el consultorio, el discurso analítico hace que el agente sea el a, pero que “ello no ocurre en la enseñanza” (así decía). Sin embargo, la cosa tiene dos caras, y, para los otros, para el público tomado, como quería Borges, uno por uno, sigue estando en el lugar del agente y se sigue dirigiendo a sujeto barrado. Eso quiere decir que el discurso analítico, en el piso superior, sigue siendo igual, pero sí hay un cambio en el piso inferior. No se dirige a sujeto barrado para que produjera los Significante Amo que están en la base de su malestar, sino que podemos escribir al revés ese piso de abajo. Simplemente, entonces, escribimos al revés el piso de abajo (obviemos las flechas por ahora, recordando solamente que se lee arrancando arriba a la izquierda, yendo hacia la derecha y girando en el sentido de las agujas del reloj).

Discursos 1

Eso para los otros. Y, para sí mismo, en posición analizante, escribimos el discurso de la histérica con un pequeño cambio en diagonal, pues el sujeto barrado, en el lugar de agente, en lugar de dirigirse al amo para obligarlo a trabajar para que produjera un saber, se dirige a a para que produjera un saber que estuviera agujereado por el mismo a.

Discursos 2

El piso de abajo se mantiene siempre igual, pero arriba se alternan el agente y a quién se dirige. Lo que importa en todo esto, en esta hibridación discursiva, sin embargo, es cómo sostenerla en acto. Es claro que debemos evitar todo el tiempo que en el lugar del agente advinieran tanto el amo como el saber que se cree no agujereado. Es la posición analizante pero no sola, sino con la posición del psicoanalista mezclada con ella, cosa extremadamente compleja porque implica no renegar, ni siquiera por un momento, del Falta del otro. Pero es imposible y sólo podemos estar atentos a los detalles en los cuales se muestra, en acto, que flaqueamos, como vimos en los ejemplos. Detalles que pueden parecer pequeñeces, que pasan desapercibidos, y lo que pasa desapercibido es el flaquear y, por lo tanto, nos dormimos. El resultado del luchar contra ello no es dejar de flaquear, es, en acto, flaquear de la buena manera, sin dormirnos jamás en los laureles.


*Clase 8 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Banksy -Agency job-
Banksy -Agency job-

Algunas puntuaciones sobre la práctica psicoanalítica, los cambios tecnológicos y los prejuicios

Mercedes Ávila
Sebastián A. Digirónimo

El psicoanálisis es una práctica que necesita dos elementos indispensables para funcionar: un encuentro entre alguien dispuesto a hablar, atreviéndose a evitar la censura sobre la palabra dicha, y otro, en el lugar del psicoanalista, dispuesto a escuchar, absteniéndose activamente de su propia subjetividad inconsciente y de su goce.
Estos dos lugares son absolutamente necesarios e imposibles de sustituir. Parecen sencillos, pero no lo son. Boca y oído son necesarios, pero no garantizan que hubiera psicoanálisis. El psicoanálisis surge de la posición atrevida del analizante y del psicoanalista. Atrevida y firme.

Ahora bien, estos dos elementos básicos han encontrado la forma, por medio de la tecnología, de alcanzar distancias que parecían imposibles. Teléfonos, computadoras, cámaras de video, llamadas y videollamadas son herramientas que expanden la capacidad de alcance de ojos, bocas y oídos. Y con seguridad el futuro deparará cosas aún más novedosas ya que lo que hoy llamamos virtualidad no pasa de ser una llamada telefónica con video y no hay nada verdaderamente virtual en ella.

Ante la introducción de llamadas y videollamadas en un psicoanálisis es imprescindible preguntar si la práctica se modifica o no por la presencia de estas extensiones. Pero para preguntar bien lo primero que hay que hacer es evitar los prejuicios que se arrastran desde antes necesariamente.

Hay practicantes que han usado y llevado a cabo análisis por medio de llamadas telefónicas desde hace muchos años, han hablado de su experiencia, y han mencionado que la práctica no queda ni reducida ni cercenada. Después importa entender teóricamente por qué ello sucede.

El teléfono se inventó alrededor del año 1870, antes que el psicoanálisis. Y a pesar de los testimonios, trabajos y presentaciones de algunos practicantes del psicoanálisis, otros practicantes sólo descubrieron que se ha usado para llevar a cabo análisis unos cien años más tarde.

Con la introducción de las videollamadas, que, repitamos, solamente agrega una cámara de video estable a una llamada telefónica también estable, se repite el mismo problema.

A partir de la pandemia declarada en el año 2020 por causa del Covid-19, lo que cambió es que se volvió necesario el uso de la videollamada como recurso de comunicación, laboral y personal, para casi toda la población mundial, es decir, que a aquellos que no se habían adaptado aún a la videollamada, se les volvió forzoso el aprendizaje y el uso de ésta. Pese a ello varios patalearon y no quisieron saber nada con probarla. La buena pregunta es en qué se fundaba esa negación. Por supuesto que ellos esgrimieron algunos motivos teóricos, pero, como siempre, lo que conviene es interrogar en qué se sostienen esos motivos teóricos. Se descubrirá entonces que muchos de ellos están allí ad hoc para salvaguardar los prejuicios más inveterados.

Podemos dividir a los practicantes en dos grandes grupos. A los más jóvenes, en términos de edad, esa adaptación no les implicó problema alguno, porque ya usaban esas tecnologías en otras esferas, es decir que ya las conocían. Los más viejos, de nuevo en términos de edad, se resistieron más. La vejez y la juventud, sin embargo, no deben nunca pensarse en términos de edad sino en términos de rigidez de los prejuicios. En este caso las dos cosas coinciden, pero puede haber viejos de veinte años y jóvenes de ochenta. Es más complicado de lo que parece a primera vista. Lo cierto es que algunos se resistieron más que otros a probar la obligada nueva forma.

Quizá el mejor ejemplo de esto que podemos tomar dentro del ámbito psicoanalítico es el de Jacques-Alain Miller en su primera participación en una actividad organizada y transmitida por Zoom en el año 2021[1]. Él manifestó allí, en acto, su alegría y su sorpresa al descubrir lo sencillo que era y que él mismo se había resistido hasta ese momento a ello por puros prejuicios.

Para considerar el uso de las nuevas herramientas, como para considerar cualquier cosa, es necesario despejarse de los prejuicios que arrastramos necesariamente. El punto es que los prejuicios que tenemos sobre cualquier cambio tecnológico se fundan en los prejuicios que tenemos sobre la práctica misma. Y no importan la cantidad de años durante los cuales se hubiera desarrollado esa práctica: habrá prejuicios intactos sí o sí. Y lo mejor que podemos hacer es estar advertidos de ello y tratar de no pensar con su lastre.

Establecer condiciones que vayan más allá, y, en realidad, se queden más acá, de la posición analizante y la del psicoanalista es nada más ni nada menos que apostar por un encuadre y una técnica que pretendidamente garantice algo que no tiene garantías y que sólo se puede sostener en el acto psicoanalítico. Y establecer condiciones de encuadre es, redondamente y le pese a quien fuera, negar el psicoanálisis.

El psicoanálisis, como la poesía verdadera, no acepta cobardes. Esto es imprescindible saberlo y aceptarlo. Freud escuchó pacientes en lo alto de una montaña, de vacaciones, y no pidió que le mandaran desde Viena un diván o lo que fuera para garantizar la técnica que no hay.

Desde aquí, el uso de las nuevas tecnologías (nuevas por un rato) cuestiona siempre los prejuicios que necesariamente están allí. Y hay, por lo menos, dos tópicos cargados de prejuicios que se esgrimen cuando se quiere ir en contra de la novedad más reciente.

1) La idea del cuerpo (y su confusión generalizada con el organismo) y, 2) qué es la presencia del psicoanalista.

El concepto de cuerpo en psicoanálisis altera totalmente toda concepción que se pudiera tener del organismo. El cuerpo está trastornado por el significante. Sin embargo, decirlo teóricamente no erradica el prejuicio primero del sentido común que nos hace decir cuerpo y pensar en el mero organismo. La buena pregunta aquí sería, sin creer saber demasiado rápido, ¿qué es el cuerpo si no se niega lo que un psicoanálisis verdadero enseña?

Y luego la presencia. Es claro que cuando hablamos de presencia del psicoanalista no podemos referirnos a la imagen. La videollamada puede engañarnos si nos volvemos demasiado modernos, impidiéndonos tomar distancia de la actualidad y volvernos así contemporáneos, y nos podría engañar como buenos homo videns actuales. Pero creer evitar ese prejuicio es muy probable que nos relaje demasiado y no nos permita ver que, en realidad, lo estamos sosteniendo por la negativa. Si le damos demasiado crédito al video de la videollamada, es probable que estemos atrapados en el prejuicio que creímos sortear. El psicoanalista no es la imagen, pero tampoco es la presencia en el supuesto cuerpo a cuerpo del consultorio. Hay que revisar ese cuerpo a cuerpo. Hay  una dimensión que sí se pierde, la única, la dimensión de los olores, pero si ni el analizante ni el psicoanalista son demasiado perros, esa dimensión no cuenta casi para nada, como nada cuenta por sí mismo sin la verdadera presencia del psicoanalista que está dada por otra cosa. Los prejuicios mal trabajados que se manifiestan cuando los practicantes hablan de estos temas demuestran la fuerza que tiene un prejuicio fundamental que siempre juega en contra del acto psicoanalítico: el de la materialidad física. Y cuando se pone en acto el prejuicio de la materialidad física, téngase por seguro que no se está situando en el buen lugar la materialidad significante.

 De pasada notemos algo más: ¿en serio es tan difícil pensar que en un futuro no tal lejano se podrán escanear los olores de un ambiente y reproducirlos en otro ambiente a miles de kilómetros de allí? Lo que llamamos virtualidad es una virtualidad cavernícola, hay mucho más por delante y conviene, por eso, que por delante también hubiera psicoanalista en serio.

De nuevo, donde las cosas se reducen a una materialidad física, estamos impedidos para pensar esa otra materialidad que es la que nos importa: la materialidad del acto psicoanalítico. La presencia se sostiene en la firmeza (de ella debemos hacer un concepto) de alguien que se atreve a abandonar en acto su propio goce y lo que lo sujeta y agujerea, para hacer aparecer un vacío que le permitiera, al analizante, atreverse a la misma locura. ¿Estamos tan seguros de que la virtualidad no virtual de la videollamada impediría ello si ello está bien situado?

Y es claro que, si situamos bien esa materialidad que no es física, descubriríamos también que el psicoanalista no podrá ser jamás remplazado por ningún tipo de programa o inteligencia artificial, porque es necesario algo que jamás tendrán los programas que fueran o la inteligencia artificial que fuera, y que, si lo tuvieran un día, dejarían de ser programas e inteligencia artificial y se convertirían en seres deseantes y sustancia gozante y, entonces, ya no les estaría impedida por necesidad la relación analizante del propio psicoanalista con su inconsciente como experiencia previa necesaria para lograr ese acto.

A una practicante, un día, otra practicante le dijo lo siguiente: “vos no hacés clínica porque atendés por videollamada”. ¿En serio pensamos tan mal? Igual la primera podría haberle respondido lo siguiente: “bueno, concedido, hago videollamadaclínica”. Lo que importaría es pensar un poquito mejor las diferencias entre una cosa y otra y, si las hay y si no, y si las hay dónde, y, para eso, eliminar una infinidad de prejuicios que necesariamente se tienen al pensar cosas tan difíciles como el psicoanálisis.

El punto clave, de entrada, es pensar la presencia de una manera un poquito más sofisticada que como lo hacemos desde el sentido común. La mayoría piensa hoy la presencia con tanta sofisticación como quien, mirando hacia el cielo, dijera que, como ve moverse el sol en el transcurso del tiempo y no siente moverse la tierra, el sol gira alrededor de la tierra y la tierra está quieta. No se preguntan qué es la presencia para un psicoanálisis, lo dan por hecho sin más y sin haberlo pensado antes. ¿Será que como Freud y Lacan jamás hicieron una videollamada no saben por dónde empezar a pensar sin subirse a los hombros de otros? Un poco sí, pero no solamente eso.

Todos empiezan a pensar siempre los tratamientos por videollamada refiriéndose a la cuestión de compartir físicamente el mismo espacio con el otro: la diferencia entre dos personas en la misma habitación y entre dos personas conectadas por los medios tecnológicos actuales. Pero no empiezan a pensar con premisas de complejidad creciente buscando llegar a conclusiones, empiezan con una conclusión que es la siguiente: hay una diferencia enorme, se pierde todo. Pero no es tan sencillo, como no es el sol el que gira alrededor de la tierra. Podemos conceder que sí, efectivamente hay algo distinto en cuanto el otro está ahí, en la cercanía, pero entonces tenemos que precisar qué es eso distinto, porque no se puede seguir confundiendo eso con “el encuentro entre los cuerpos”, confundiendo, además, los cuerpos con los organismos. En una conferencia por Zoom Juan Carlos Indart intentó darle forma a esa diferencia subrayando lo que tiene que ver con ese punto inevitable de todo encuentro físico con el otro, en la cercanía en la cual no se sabe si el otro es amigo o enemigo, si el otro me va a golpear o no, lo inesperado de esa posibilidad. De todas formas, se puede golpear muy certeramente con la palabra, si se sabe hacerlo, y esa dimensión de no saber si el otro es amigo o enemigo puede conservarse a la distancia, no es tan fácil encontrar las diferencias si pensamos un poco más allá de los prejuicios fáciles. La materialidad, digámoslo de nuevo, es otra, y hay que saber situarla.

Anotemos, de pasada, otro ejemplo de cómo los prejuicios nos nublan la mirada sin que lo sepamos. Un rato antes, en la misma conferencia, mencionó el hecho de aplicar una inyección a un paciente y de cómo tienen que estar allí, necesariamente, los dos cuerpos. ¿En serio es tan difícil pensar, en un futuro no muy lejano, el “médico a distancia”? Una máquina que no solamente fuera capaz de aplicar una inyección con total precisión y seguramente en forma indolora, sino incluso preparar el inyectable con las indicaciones exactas dadas por un médico que podría estar a miles de kilómetros del paciente. Si los prejuicios nos ganan, no solamente pensamos mal, también pensamos poco. Ese es el punto donde el artista siempre anticipa al practicante, como decía Lacan, porque el artista, para ser artista en serio, tiene que luchar contra sus prejuicios. ¿Y si el practicante se atreviera a ser artista? Al fin y al cabo, el psicoanálisis verdadero es un arte. (Pero, ¿qué será un arte?).

Pasemos por otro ejemplo de cómo tenemos que atrevernos a pensar mejor y más amplio y para eso luchar contra los prejuicios que necesariamente llevamos encima: el avance de la tecnología en la guerra ha logrado que los combates que antes se realizaban cuerpo a cuerpo ahora se hagan desde una habitación con un operador controlando un dron, cuya única acción podría llegar a ser presionar un botón de lanzamiento. Para el muerto el costo es casi el mismo que antes, la diferencia, grande, es que no ve venir al enemigo verdugo. ¿El costo de la destrucción y la muerte del otro, sobre el operador, es el mismo que para aquel que lucha con la carne expuesta frente al enemigo? Seguramente habrá diferencias, pero una cosa es segura: no será jamás gratis, ni para un neurótico, ni para un psicótico, ni para un perverso. Quedarnos con la diferencia y dormirnos tranquilos en los laureles de nuestro gran descubrimiento no hace más que restringirnos el pensamiento. Es claro que el homo videns actual piensa mal y piensa poco, y es claro que todos somos hoy homo videns que vivimos en un mundo globalizado que cultiva la superficialidad, honra la codicia material y desprecia la dificultad del pensamiento, pero podríamos hacer un esfuerzo.

La tecnología es aprovechable de la buena manera, siempre. Hoy, en el ámbito de la práctica psicoanalítica, está haciendo visibles algunas cosas que, por demasiado naturalizadas y obvias, no se ven. Pero si pensamos mal, poco y estrecho, lo único que hacemos es regocijarnos satisfechos en el chiquero de nuestros propios prejuicios que, repitámoslo al infinito, están allí necesariamente, y mucho más presentes y fuertes en el seudo intelectual esclarecido que se cree ayuno de ellos.


[1] 2 de mayo de 2021, presentación del libro de Jacques-Alain Miller, «Polémica política». La presentación sería trasmitida a través de la plataforma virtual Zoom. JAM, antes de ello: “Es la primera vez qué hablaré en videoconferencia”. Era una actividad organizada por la ELP.


Tecnologia y psicoanálisis

Las tres dimensiones de la sexualidad humana y la sistematización del coraje de la experiencia

Clase 5*

Sebastián A. Digirónimo

Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.

Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.

Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.

Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.

Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.

El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.

Rechazo-real

Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.

Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El sujeto barrado está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.

Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.

Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.

Las tres dimensiones son las siguientes:

1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.

2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.

3)  Lamujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.

Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.

Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.


*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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Edgar Degas, Joven con Ibis

Las dos dimensiones del ser hablante y la operación de la transferencia

Clase 4

Sebastián A. Digirónimo

Hoy vamos a comenzar retomando la doble dimensión que mencionamos la vez anterior y que podemos encontrar por todos lados tanto en la obra de Freud como en la enseñanza de Lacan. Esa doble dimensión es la doble dimensión del sujeto y del objeto. Es claro que estos dos términos no hay que entenderlos como lo suele hacer el sentido común que los reduce a dos términos distintos que nada tienen que ver con ellos: ni el sujeto es el individuo, sin división, entero, completo de ser, ni el objeto es el mundo exterior, lo que se opone a ese individuo yoico desde afuera. Es mucho más complejo que eso. De todas formas, siempre debemos tratar de entender cómo estas dos dimensiones, sin reducirse jamás a los prejuicios del sentido común, se relacionan entre sí. El año pasado tratábamos de hacerlas pensables incluso reduciéndolas al 0 y al 1. El 0 del sujeto barrado y el 1 del goce. Pero esa reducción no concluye con el problema, porque esas dos dimensiones se desdoblan ellas mismas. Tomemos ahora otra dicotomía lacaniana, la de 1964, y situemos, en estas dos dimensiones, la alienación y la separación. De entrada tenemos que poner la alienación del lado del sujeto sujetado al lenguaje a través del significante (que es mucho más “cosa” que sentido o significación), y la separación del lado del objeto. En esta sola frase tenemos mucho para desglosar. Primero estamos introduciendo un nuevo término, que es el de significación, además tenemos que ver en qué sentido podemos decir que el significante es “cosa” (es importante tratar de entender la materialidad del significante –si hay algo material no es el cerebro sino el significante).

Volvamos a la clase anterior. Retomemos nuestro esquema:

Cuadro 1 peq

Para poder desdoblar los dos puntos que estamos tomando hoy introduciendo los conceptos de alienación y separación, tenemos que ver cómo de los dos lados se nos reproduce una doble cara. La doble cara del lado del objeto a ya la mencionamos la vez pasada y jamás hay que perderla de vista: es siempre objeto causa de deseo y, a la vez, plus de goce. Eso implica que es siempre 0 y 1 en sí mismo. Pero de otro lado, del lado de sujeto barrado, también tenemos al mismo tiempo 0 y 1. Del lado 0 está el inconsciente, pero del lado 1 está algo que puede sorprender, pero que, si se lee bien lo que dice Lacan, se verá que es así, del lado 1 está el ello. El ello no está del lado del objeto y de la pulsión, el ello está del lado de la gramática. Freud lo vio, por eso puso tanto el acento en la gramática de la pulsión, usando ese mismo término.
Entonces, si ponemos el 0 del lado de sujeto barrado, ese mismo lugar se desdobla a su vez en 0 y 1. Y si ponemos el 1 del lado de a, ese 1 se desdobla a su vez en 0 y 1.
Vamos a aprovechar, entonces, una dicotomía que señala bien Miller entre el yo no pienso y el yo no soy. Al estar atravesados por el lenguaje ocurre una elección forzada. Dijimos que el significante traumatiza al sentido, y allí mismo ocurre la partición de esas dos dimensiones. Para salvar el sentido, (dijimos el valor de aquel título que tanto les agrada a los seres hablantes: el hombre en busca de sentido), lo que debemos hacer, forzadamente, es perder el ser. Elegimos perder el ser tratando de salvar al sentido traumatizado por el significante. ¿Y qué ocurre entonces? Ocurre que no funciona, dijimos que el sentido falla siempre, pero se abre una doble dimensión porque el sacrificio sobrepasa a la ganancia. Perdiendo el ser el sentido no se completa y trastabilla, queda marcado todo el tiempo por el sin-sentido. Esta es la operación de la alienación, que nos hace sujetos a las formaciones del inconsciente. Y allí ponemos en juego el no-querer-saber del lado de sujeto barrado. ¿Cómo lo llamamos? Rechazo del inconsciente. Es lo que dijimos miles de veces, y lo dijeron desde siempre los poetas.
Lo que hay que entender es que este sacrificio del ser es necesario en sentido lógico, es inevitable. Y al sacrificar el ser para salvaguardar al sentido lo que ocurre son las formaciones del inconsciente que nos muestran, todo el tiempo, que en ese sacrificio no hubo ganancia. ¿Qué hacemos con eso? Negamos el inconsciente. Y tenemos que entender la radicalidad de ese rechazo. También él es inevitable. Un psicoanalista, por estos días, escribió un pequeño artículo que comenzaba declarando lo siguiente: “que el inconsciente haya sido admitido en el campo médico, psicológico, sociológico y de otras disciplinas de lo subjetivo…”, y seguía. Pero ya empezó muy mal. No fue admitido ni lo será jamás. Una de las formas de rechazar lo inconsciente es reducir esa palabra al sentido descriptivo que el mismo Freud se encargó de precisar. Lo único admitido es lo inconsciente como no-consciente, pero eso no tiene nada que ver con el inconsciente que hace al descubrimiento de Freud. ¿Ven la importancia de dar siempre un paso hacia atrás y tratar de ver desde dónde arrancamos? Esa frase hace que el artículo ya empiece mal. Después puede estar bien todo lo que dice, pero ya deslizó una idea que lo único que hace es validar el rechazo por el inconsciente. Ese rechazo es inevitable y hace a la dimensión de la alienación. Lo que nos hace sujetos del inconsciente es, ni más ni menos, que haber sacrificado la dimensión del ser por salvaguardar el sentido pero, en la falla del sacrificio, inventar un engaño que Lacan llama falso-ser y que no se opone a un ser verdadero sino a la verdad del inconsciente. Cuando ocurre esto sucede que nos olvidamos de la posibilidad de ser poetas y nos volvemos historiadores introduciendo la dimensión diacrónica en la sincronía. Lacan lo dice así: “el sujeto traduce una sincronía significante en esa primordial pulsación temporal que es el fading constituyente de identificación”. Podemos decirlo así: inventamos un ser-yo a costa del inconsciente y eso lo hace falso-ser a costa de la verdad del hecho de estar atravesados por la materialidad significante. ¿Por qué a este lado lo llama Miller, con Lacan, yo-no-pienso? Tiene que ver con el famoso cogito cartesiano, el pienso, luego soy. Aquí tenemos el cogito freudolacaniano, que es no pienso ni soy pero con una doble negación de ello. Ambos términos van a estar tomados por el no-querer-saber. De un lado nos queda el no-pienso que la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Del otro lado nos queda el no-soy que también la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del mismo ser-yo y a favor del ser que sí se desprende del final de un psicoanálisis y que es el consentir a ser ese objeto de desecho.
Pero ahí nos vamos demasiado lejos. Estamos por ahora del lado de sujeto barrado, con lo que llamamos teoría del sujeto que, en realidad, no es una teoría académica, es una experiencia que cualquiera puede hacer si lucha en contra del no-querer-saber.
Volvamos hacia atrás. En algún momento de sus cursos Miller señala que en Lacan nunca hay que tomar los términos con un sentido unívoco, que siempre se los puede hacer jugar en contra de sí mismos, eso está muy bien. En cuanto a la alienación señala que hay dos, invertidas, pero en realidad es una sola, porque la alienación es todo lo que acabamos de decir a la vez. La alienación es a la vez el sacrificio necesario que nos hace estar sujetados al lenguaje pero es, al mismo tiempo, la consecuencia de ese sacrificio que, tomado por el no-querer-saber (que también tendrá dos dimensiones) se convierte en rechazo del inconsciente, es decir que califica al sujeto “en tanto que se imagina amo de su ser”.
Volvamos a decir que estamos del lado de sujeto barrado. Y aquí nos conviene introducir el concepto de transferencia. Pero hay que entender qué es eso. Por supuesto que es un concepto acuñado por Freud y es, por tanto, un concepto eminentemente clínico. Hay algunos que creen poder entender el concepto de transferencia sin reconducirlo a la clínica. ¿Por qué introduciríamos aquí el concepto de transferencia? Porque la transferencia es la operación que valida el no-pienso en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Pero la transferencia tiene dos caras también ya señaladas por Freud diciendo que es en ella que se juega la partida del psicoanálisis pues la transferencia puede ser el motor de un psicoanálisis si, y sólo si, no se convierte en obstáculo. ¿Por qué puede ser motor y obstáculo?
Partamos de nuevo por la dicotomía que introduce el funcionamiento significante, dicotomía entre no-pienso y no-soy. La transferencia es lo que permite relacionar ambos extremos. Si volvemos a la lectura y la escritura, precisadas como hicimos en los primeros encuentros, tenemos que hablar, en un psicoanálisis, de lectura inocente y escritura del sujeto. Esto implica lo que podemos llamar disparidad subjetiva, es decir, ausencia de intersubjetividad. En un psicoanálisis no hay intersubjetividad: hay un sujeto y otra cosa (cosa que un paciente llamó alguna vez psicoanalista máquina). Lo que permite la transferencia en su uso a favor de un psicoanálisis se desprende de esta disparidad. El carácter de obstáculo o motor al mismo tiempo se debe a que aquí entra en juego la posición del psicoanalista. Transferencias hay todo el tiempo, no puede no haberlas, pero, al mismo tiempo, deberíamos decir que la transferencia se da solamente en la sesión psicoanalítica, si hay un psicoanálisis propiciado por un psicoanalista que ejerce su acto desde su lugar, rompiendo la dualidad engañosa de la intersubjetividad. Si es que en la transferencia, como decía Freud, se da la posibilidad de fracaso o éxito del psicoanálisis, es por esto. Para poner en relación el no-pienso de un extremo con el no-soy del otro de la buena manera tiene que haber un psicoanalista que no es alguien: es un acto efectuado desde un lugar y dirigido a un sujeto (no a una persona, es decir a un ser-yo engañoso).
¿Qué implica desde aquí la transferencia? Implica un ir contra el rechazo del inconsciente. Es por esto que un psicoanalista sólo se desprende de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Tenemos que ir en contra del rechazo del inconsciente en nosotros mismos para poder ejercer ese acto paradójico que es luchar contra el rechazo del inconsciente desde un lugar que implica no ser sujeto del inconsciente en ese mismo acto.
Lo hemos llamado alguna vez inhumanidad del analista, palabra que suele generar malentendidos pero que no por eso debe infundir temor (todas las palabras generan malentendidos). Se trata, por supuesto, de salir del registro imaginario, pero ello no es suficiente, debemos ir, desde el primer momento, hacia el horizonte de lo real, hacia la imposibilidad del registro simbólico. Para ello hay que atreverse a sostener la doble discontinuidad, no ya con la fórmula del fantasma sino con el piso de arriba del discurso del analista (que es análogo al fantasma perverso, pero para nada lo mismo).
El primer engaño a evitar con el concepto de transferencia lo acabamos de mencionar de pasada en ese “desde el primer momento”. Los que hacen técnica universitaria lo dicen todo el tiempo: “hay que esperar que se instale la transferencia” (como si fuera una aplicación en un dispositivo tecnológico). Lacan señaló ese engaño muy temprano en su enseñanza. Dijo que el practicante tiende a imputarle el nacimiento de la transferencia al paciente, pero lo que hace nacer la transferencia es ofrecerse como psicoanalista. Pero como psicoanalista, no como psicoterapeuta, o como médico, o como sacerdote, o como amigo, o lo que fuera. Como psicoanalista, que es algo bien específico y tiene que ver con apuntarle al horizonte (a las últimas consecuencias) desde el primer momento. En ese apuntarle al horizonte desde el primer momento es que se ponen en relación de la buena manera los dos extremos del no-pienso y el no-soy luchando contra las dos caras del no-querer-saber-nada-de-eso.
El “hace falta tiempo” tan de moda entre los practicantes que se acobardan ante el acto que los sobrepasa es un error que los vuelve, sin que ellos lo supieran, pre lacanianos, porque desplazan las cosas desde el campo del lenguaje (la lengua saussureana, sincrónica) hacia la palabra diacrónica. Como vemos, se puede conocer muy bien teóricamente esta distinción y, sin embargo, en acto negarla, y esto sucede todo el tiempo y con muchas cosas, no solamente con el “hace falta tiempo” que niega la evacuación del tiempo que debería ocurrir si el acto analítico se sostiene. De esa evacuación del tiempo debería hacerse la experiencia en la sesión, cuya duración no debería estar en la cabeza ni del analizante ni del practicante. Una vez en una institución había practicantes novatos que pedían la instalación de relojes en los consultorios porque no sabían cómo manejarse con los tiempos. Es claro que solamente escuchaban palabras y, por eso mismo, se les dificultaba el corte de la sesión que implica que la escucha del practicante pudiera pasar la palabra del paciente a escritura. O reloj o psicoanalista, podemos decir. O tiempo cronológico o un psicoanálisis.
La escucha singular que hace al acto psicoanalítico reintroduce el significante en el sentido emparchado por el falso yo-soy (introduce la poesía en la historia) generando una discontinuidad en ese sentido emparchado. En ese punto entra en juego el consentimiento del futuro analizante en potencia. Esto toma la forma de un “o entrás en análisis o te vas” que, por supuesto, nunca se formula en estos términos. He visto practicantes que lo formularon sin el sostén del acto analítico y lo único que lograron es volver al plano imaginario y deshacer la discontinuidad que debería subrayarse, es decir, lo que lograron es darle más fuerza al parche yoico que tapona el agujero del sentido.
Volvamos para atrás a pescar una vez más que no-pienso y no-soy son el resultado inevitable del funcionamiento del significante. Pero hay un problema, porque todo esto nos podría hacer creer que el funcionamiento del significante nos explica cómo ocurren las cosas del lado de sujeto barrado. Pero el problema mayor es que ese mismo funcionamiento es el que explica qué ocurre del lado de a. Y de los dos lados tenemos esa doble cara de un 0 y un 1 marcados, además, por un no-querer-saber. No vamos a avanzar más por ahora, sólo mencionemos que, del lado de sujeto barrado, el no-querer-saber toma la forma del rechazo del inconsciente que se vuelve negación del hecho de que estamos sujetados a las formaciones del inconsciente. El no-querer-saber del lado de a nos va a remitir a su forma radical del no-querer-saber, es decir, no-querer-saber-nada de la no-relación sexual, y de ese lado vamos a tener que ver qué hacemos los seres hablantes con la significación fálica y la sexuación, porque también de ese lado inventamos un parche fallido.


*Clase 4 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery
Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery

Las dos discontinuidades del sujeto

Clase 3*

Sebastián A. Digirónimo

Vamos a comenzar esta vez deteniéndonos en los motivos por los cuales tenemos que romper el prejuicio del sentido para poder encontrar otra cosa. Dijimos antes que hay un camino que va del sentido al sonido. La pendiente espontánea en el ser hablante es, por supuesto, la busca de sentido. Y si el humano va en busca continua de sentido es porque el sentido trastabilla y siempre falla. Vamos a decirlo mejor: el sentido está traumatizado. ¿Y qué es lo que traumatiza al sentido? Respondamos sin dilación: el significante. Tenemos que ver, entonces, qué implica pasar del sentido al significante.
Ello nos lleva, por supuesto, a aquello que podemos llamar teoría del sujeto. Tenemos que ver qué implica ese término en psicoanálisis y por qué el sujeto es siempre sujeto del inconsciente. Ello tiene que ver, por supuesto, con el sentido traumatizado por el significante.
Al contrario de lo que hicimos las dos veces anteriores, esta vez vamos a fundarnos en un solo punto y a darle varias vueltas sin encadenar muchos axiomas como la vez anterior. Ese punto es una fórmula que resume la última enseñanza de Lacan y que, en realidad, resume al psicoanálisis todo, pero solamente si nos atrevemos a llevarla hasta las últimas consecuencias. La fórmula es la siguiente: sentido // real. Esto quiere decir que nada del sentido pasa a lo real y nada real cobrará jamás sentido. Es por esto que aquel ejemplo que mencionamos antes, el de aquella practicante que sostenía que cierto virus era real porque no sabíamos todavía los humanos cómo funcionaba, es un error garrafal que niega directamente la radicalidad de esta fórmula y su doble barra. Y nosotros vamos a detenernos en esa doble barra, porque ella implica una doble discontinuidad que hace a la teoría del sujeto.
Lo que nos interesa, ya lo dijimos antes, es entender lo que implica pasar del sentido al significante, que es un movimiento enteramente necesario para evitar los engaños que el registro imaginario genera en el registro simbólico. Esto se puede decir de muchas maneras, y en esto se fundaba la primera enseñanza de Lacan que era una enseñanza enteramente dirigida a la práctica de los psicoanalistas que, al no discernir esos registros, se engañaban con el registro imaginario, que equivale a decir que se engañaban con el yo, y, por tanto, con el desconocimiento que el yo implica. De allí se desprende toda una lógica funcional al capitalismo y a the american way of life, lógica que niega el inconsciente y nada bien le hace al ser hablante, aunque jamás será erradicada porque extrae su poder del poder de la defensa y del empuje natural del humano hacia el no querer saber nada de la no-relación que lo atraviesa.
Una vez más, lo que a nosotros nos interesa es extraer las consecuencias que implica pasar del sentido al significante y entender que, sin ese pasaje, no hay psicoanálisis posible. Y entender, además, que ese pasaje inicial, relacionado con la primera enseñanza de Lacan, implica ya, de una punta a la otra, la fórmula que resume la última enseñanza de Lacan. Este punto nos muestra con claridad el error que cometen los que separan las enseñanzas de Lacan de manera tajante y por oposición radical. Esa separación es recurso académico pedagógico que puede ser útil para el estudio intelectual de su enseñanza, pero que luego hace que se arrastre con facilidad esa separación tajante que sólo se vuelve defensivo e impide entender bien las consecuencias del descubrimiento de Freud.
Volvamos a la fórmula, entonces:

Sentido // Real

Dijimos que esa doble barra, en su radicalidad, tiene que ver con una doble discontinuidad de la cual tenemos que hacernos cargo entendiendo la teoría del sujeto y por qué el sujeto es siempre sujeto del inconsciente. Entonces debemos introducir el significante y su funcionamiento. Y tenemos que entender que el significante, por su funcionamiento mismo, traumatiza al sentido. Esto quiere decir que el significante mismo, en su funcionamiento, introduce un término que es antinómico al sentido. De una manera un tanto imprecisa podemos decir que el sujeto del sentido es traumatizado necesariamente por el significante.
Escribamos, entonces, una nueva fórmula introduciendo al significante y su funcionamiento en la fórmula anterior. Ello nos permitirá leer esa doble discontinuidad graficada en la doble barra y entender esas dos discontinuidades introducidas por la interferencia del significante.

Sentido    /    Significante    /    Real

Ello nos permite ver la doble discontinuidad, más acá del significante, entre sentido y significante, y más allá del significante, entre significante y real.

En la primera discontinuidad lo que encontramos es algo relacionado con un “no es del todo eso” que nos permite ir más allá, relanzar el juego sin que coagulara nunca el sentido, en contra del sentido mismo, porque el sentido siempre es sentido coagulado. En esa discontinuidad estará graficada la indeterminación del inconsciente, que debe sostenerse para que pudiéramos pasar, en sentido lógico, a la segunda discontinuidad. Esa primera discontinuidad la escribimos sujeto barrado. En la segunda discontinuidad estará aquello que debemos intentar apresar y que podrá hacerse sólo en el acto propiamente dicho. Ese acto estará soportado por el psicoanalista sólo si él no está allí como sujeto barrado, sólo si él no está allí como sujeto del inconsciente. Esa segunda discontinuidad la escribimos a. Lacan introdujo este término a como un elemento no significante en el campo significante. Cuando lo introdujo, lo real lacaniano no era lo real lacaniano todavía y por eso lo escribe en cursiva, como todo término imaginario, pero ello no debe hacernos creer que el objeto a está relacionado con la primera discontinuidad sino que se relaciona estrechamente con la segunda, al punto de ser una buena figuración de esa discontinuidad misma.
Aprovechemos para subrayar, una vez más, que este objeto a tiene siempre dos caras indisociables, aunque los practicantes, cuando hablan de él teóricamente, suelen olvidar esa indisociabilidad y lo reducen a una sola de esas caras. El objeto a es siempre objeto causa de deseo y, a la vez, plus de goce. Suele ocurrir ese olvido cuando los conceptos tienen dos caras indisociables. Lo mismo ocurrió siempre con el concepto de Nombre del padre.
Escribamos de nuevo nuestra fórmula.

Cuadro 1

El significante que traumatiza el sentido con su funcionamiento mismo nos permite pensar esos cuatro términos imprescindibles y, además, pensarlos situándolos con respecto a la orientación que debería tener un psicoanálisis, hacia lo real: sujeto, objeto a, inconsciente y goce.
La fórmula del fantasma, notemos, aúna las dos discontinuidades postulando, además, entre ellas, todas las relaciones menos la identificación:fanstasma
Estas dos discontinuidades están ya en la obra de Freud. La trilogía simbólica que se encuentra en La interpretación de los sueños, Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con el inconsciente nos remite directamente a la primera de nuestras dos discontinuidades. La segunda de nuestras discontinuidades se relaciona con todo el campo que se abre con Más allá del principio de placer. Pero no es en 1920 que Freud se ocupa de esa segunda discontinuidad, ello ya estaba mucho antes en los Tres ensayos de teoría sexual con la teoría del objeto perdido que es del año 1905. Miller señala esto diciendo, más de una vez, que hay dos descubrimientos de Freud. En realidad, se trata del descubrimiento paralelo de dos discontinuidades que van juntas pero son distintas.
Estas dos discontinuidades implican dos tiempos lógicos de un psicoanálisis. El primero empujaría las cosas a favor del trabajo del inconsciente, con la producción de no-sentidos que nos permitieran admitir, en nosotros mismos, la existencia de esa dimensión inconsciente, admitir un sujeto, como señala uno de los textos. El segundo, en cambio, empujaría en contra de ese trabajo del inconsciente que corre el riesgo de volverse infinito porque hay en ese trabajo una satisfacción a la cual debemos ponerle coto. Ello implicaría pasar de esos no-sentidos al saber, que estará siempre agujereado y se reducirá a una articulación de todos esos no-sentidos producidos al hacer caer el rechazo por el inconsciente.
A la vez que tenemos estas dos discontinuidades que nos permiten pensar mejor dos dimensiones que podemos encontrar por todos lados tanto en la obra de Freud como en la enseñanza de Lacan, tenemos que empezar a distinguir dos dimensiones que van a estar siempre presentes cuando pensemos en un psicoanálisis. Una de esas dimensiones tiene que ver con entender cómo funciona el ser hablante, ese extraño ser sin ser que está constituido él mismo por dos dimensiones ya que es sujeto deseante (una dimensión) y, al mismo tiempo, sustancia gozante (otra dimensión). Pero cada vez que hablemos del ser hablante y de cómo funciona tenemos que hablar también de la técnica que no hay, porque cada vez que hablemos de algo de lo que ocurre en un psicoanálisis vamos a hablar de la posición que le conviene al practicante para no obstaculizar lo que en un psicoanálisis tiene que ocurrir. Hay un punto donde ambas dimensiones, la que tiene que ver con la praxis y la que tiene que ver con el ser hablante, se solapan y se aúnan: la posición analizante. En el resto de los puntos tenemos que separar ambas cosas por una necesidad de precisión que suele pasarse por alto pero es más que necesaria.
Repitamos que ese esfuerzo de precisión es un esfuerzo de poesía que hace al talento para la lectura y que no puede haber un psicoanálisis sin la construcción de ese talento para la lectura corajudo. Repitamos también lo que señalamos en la clase anterior acerca de cómo las preguntas por las cuales iniciamos cualquier recorrido deben ser miradas con más atención porque en ellas, muchas veces, arrastramos prejuicios que nos impiden la orientación necesaria para esa misma construcción del talento para la lectura. Dijimos que cuando los practicantes comienzan por la pregunta que formulan así: “¿cómo se lee en psicoanálisis?”, ya cometen un error grave porque en esa pregunta arrastran el prejuicio que nos hace creer que leer es el mero hecho de estar alfabetizados. Leer a secas es, en cambio, la construcción de ese talento para la lectura que le conviene al psicoanalista, pero le conviene antes al ser hablante en sí mismo, porque lo acerca a la poesía de la cual es capaz sin saberlo del todo, y leer es ser poeta si se lee de verdad, es decir, sabiendo subrayar lo que William Blake llamaba “la santidad de lo minúsculo particular”, como recuerda George Steiner en Después de Babel. Los practicantes, repitiendo a Miller, se refieren a ello hablando de los “divinos detalles” y creen, además, que eso es sólo cuestión de psicoanalistas. Ese libro de Steiner, Después de Babel, está marcado de una punta a la otra por la doble discontinuidad en la cual hoy ponemos el acento, y al practicante le convendría poder leerlo desde allí para descubrir algo que Steiner dice tal vez sin saberlo del todo. Quizá a Steiner le hubiera convenido también conocer mejor el psicoanálisis verdadero y hubiera visto así que su libro dice más de lo que cree y que otros han dicho cosas cercanas a él acaso sin saberlo.
Hagamos un paréntesis para ver cómo, en la página 47, se habla del talento para la lectura sin llamarlo así. «La familiaridad con un autor, esa suerte de cohabitación inquieta que exige el conocimiento de toda su obra, de lo mejor tanto como de lo más flojo, de las obras juveniles y postreras, allanará la comprensión en cualquier punto. Leer a Shakespeare o a Hölderlin es, literalmente, prepararse para leerlos. Pero ni la erudición, ni la obstinación industriosa podrán remplazar el salto intuitivo hacia el centro. “Leer atentamente, pensar correctamente, no omitir ninguna consideración relevante y reprimir el impulso propio no son logros ordinarios”, señaló Alfred Edward Housman en su lección inaugural, pronunciada en Londres, y sin embargo se requiere algo más: “una justa percepción literaria, una intimidad que es afinidad con el autor, la experiencia ganada por el estudio y un ingenio natural venido del seno materno”. Al comentar su edición de Shakespeare, Johnson fue todavía más lejos: la crítica conjetural, expresión con que aludía a esa interacción final con un texto que permite al lector la enmienda del autor, “exige más de lo que la humanidad puede ofrecer”». Y es así, pero nos da una orientación y hacia allí tenemos que dirigirnos. El talento para la lectura es imposible, de cierta manera, pero no como horizonte, y es apuntando hacia ese horizonte que podemos construir el coraje con el cual sostener esa otra imposibilidad que tiene que ver con el acto analítico. Esto hace que en un psicoanálisis fuera imposible aquella definición de ciencia que dio Max Gluckman alguna vez y que dice que “ciencia es cualquier disciplina en la que incluso un estúpido de esta generación puede superar el punto alcanzado por un genio de la generación anterior”. Ello no puede ocurrir tampoco con la poesía. Y es así por lo que implica el talento para la lectura y, por lo tanto, la posición analizante. Miller señala (nosotros también y lo que importa es sostenerlo en acto) que el practicante estará siempre bajo el dominio de la estructura y que por eso todos nos vamos a ver superados por el acto analítico siempre y necesariamente (él también, cosa que olvidan los que lo sitúan en el lugar de Otro y se impiden a sí mismos hacerse cargo de ese ser superados en acto), y que por eso nadie puede encarnar el acto analítico y que sólo se puede hacer con un resto. Hay que agregar que ese resto sí se puede encarnar y es lo que llamamos encarnación del sinthome y que permitiría, justamente, hacernos cargo de ese nadie que es fácil decir, pero no sostener en acto. Agrega más adelante algo que decimos muchas veces y que es necesario entender a la luz de las dos clases anteriores: un sujeto sólo puede asumir la estructuración paradójica del saber mediante un acto.
Todo esto nos va a llevar a los próximos encuentros que tendrán que ver con captar lo que podemos llamar disparidad subjetiva en un psicoanálisis. No hay intersubjetividad. Hay un sujeto y otra cosa. Y la disparidad está dada por una relación distinta en cuanto al deseo y al goce. El psicoanalista no es alguien: es un acto efectuado desde un lugar y dirigido a un sujeto (no a una persona, a un yo). Pero para llegar allí tenemos que entender bien lo que hemos llamado hoy las dos discontinuidades del sujeto.


*Clase 3 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

Magritte pipa
La traición de las imágenes – René Magritte-1929

El talento para la lectura

Clase 2*

Sebastián A. Digirónimo

Nuestro primer punto del programa tiene que ver con la lectura, pero ¿qué es la lectura?, ¿qué es leer? Tenemos que subvertir la idea vulgar de lectura porque hay un problema ya que, espontáneamente, entendemos demasiado rápido qué es leer. Leer de verdad no es el mero estar alfabetizados, leer es construir eso que Stevenson llamó talento para la lectura y que implica, ni más ni menos, que no encontrar en el texto que leemos lo que ya sabíamos antes de leerlo, es decir, no reflejar sobre el texto nuestros propios prejuicios. Es fácil entender cómo esto se relaciona con algo fundamental de la clínica psicoanalítica. Podemos decir que sin talento para la lectura el practicante comprende sin saberlo y se vuelve enteramente sordo para con el texto que tiene delante de sí. Pero hay más, porque no sólo tiene que ver con el texto que trae un paciente sino, primero, con el texto que él mismo es y que debería poder leer desde la posición analizante verdadera, que implica la no comprensión de lo que él cree saber espontáneamente de sí mismo. Podemos dar de pasada una de las definiciones de un psicoanálisis que no deben nunca cerrar la pregunta. Un psicoanálisis es hacer la experiencia de construcción del talento para la lectura en el lugar más difícil, es decir, relacionándola con los puntos ciegos propios. Y es claro que, desde aquí, el talento para la lectura no es algo anodino, es lo único que nos permite no rechazar el inconsciente. Porque lejos está de creer en el inconsciente quien sólo cree en él académicamente, en la teoría, como concepto dentro de un juego intelectual, y rechaza la experiencia de él. Y quien lejos está de creer en el inconsciente, lejos está de la posición analizante verdadera y, por ende, también de la posición del analista. Por más que diga que tiene años de psicoanálisis encima y se diga psicoanalista él mismo. El talento para la lectura es, entonces, algo fundamental para la posición del analista aunque los psicoanalistas, en general, no se hubieran dado cuenta de ello por sumergirse rápidamente en las bondades narcisistas que propicia el discurso universitario cuando nos subimos a la cátedra y miramos desde lo alto del engaño yoico. Entre paréntesis, hay algunos que miran los programas que hacen otros y tratan de copiarlos, sin ver que es inútil, porque lo que importa no es el programa en sí sino la manera de abordar los puntos que lo componen, exactamente de la misma manera que no es lo mismo la lectura en sentido vulgar que el talento para la lectura. Notemos con esto que el talento para la lectura es siempre singular y que, sin embargo, ello no implica que fuera siempre talento para la lectura. Hay, entre la lectura en sentido vulgar y el talento para la lectura, la misma relación que hay entre el deseo a secas y el deseo del analista como concepto formalizable. El talento para la lectura también es formalizable, tiene una forma universalizable aunque fuera siempre singular.

Los practicantes del psicoanálisis suelen partir por la pregunta equivocada. Ellos se preguntan qué es leer en psicoanálisis, pero esa pregunta deja intacta, por detrás de sí, la idea vulgar de lectura como mera alfabetización. Y los que más recorrido tienen lo transmiten así a los que recién empiezan, y el prejuicio queda intacto, invisible y fortalecido. Todo ocurre por un agujero cultural que podría evitarse con trabajo y atreviéndose a dudar de lo ya sabido. Pero, en general, el que más recorrido tiene prefiere tapar ese agujero cultural con jerga psicoanalítica que se convierte fácilmente en hueca erudición, y el que recién empieza no suele estar interesado por el discurso psicoanalítico sino por pertenecer al grupo, que es, en realidad, la mejor manera de defenderse del discurso psicoanalítico. El resultado es que hoy los prejuicios quedan intactos y mañana también, porque el practicante con más recorrido fue ayer el iniciado que quiere pertenecer al grupo y el iniciado que quiere pertenecer al grupo será mañana el practicante con más recorrido. Y así el psicoanálisis muere desde adentro y la escuela, idealizada, directamente no existe. Pero puede existir en cada uno, si ese uno se atreve a otra cosa. La construcción del talento para la lectura es parte de ese atreverse a otra cosa.

Aprovechamos aquí, entonces, lo que Borges llamó lectura inocente en sus Nueve ensayos dantescos. Esa inocencia tiene que ver con evitar los prejuicios del sentido. Y este es un punto clave: los prejuicios son, siempre, prejuicios del sentido. Por eso decíamos la vez anterior que una clave es entender por qué la asociación psicoanalítica no se funda en el sentido sino en el sonido. Y eso sólo es posible si hay talento para la lectura que evita el embate espontáneo de los prejuicios del sentido. Los prejuicios nos acechan todo el tiempo porque el sentido nos acecha todo el tiempo. Y es por eso que no comprender no es tan simple como decirlo y repetirlo como papagayo crónico. Todo esto quiere decir que la regla fundamental no recae, como se cree, sobre el paciente. La regla fundamental recae sobre el practicante e implica que sin el talento para la lectura, sin lo formal del deseo del analista, no hay regla fundamental posible. Y de nuevo, cuando decimos formal, hablamos de una forma lógica, precisa y universalizable, que hace al deseo del analista y a su presencia o ausencia.

Todo esto quiere decir que no basta con postularse psicoanalista para que psicoanalista hubiera y que cuando Lacan dice que el psicoanalista se autoriza en sí mismo dice algo muy preciso y que tiene que ver con la experiencia de un camino recorrido en posición analizante verdadera, es decir, con la experiencia de un camino de construcción del talento para la lectura. Y es un camino que va de la historia a la poesía, que va del sentido al sonido, que va de la lectura a la escritura. Con esto podemos decir que la escritura es una lectura que no se pierde en los recovecos del sentido y no es el mero marcar signos en alguna superficie propicia para ello. Y aquí hay un malentendido que es necesario que evitemos, un prejuicio muy común que nos puede perder. Cuando decimos que hay un camino que va de la historia a la poesía, del sentido al sonido y de la lectura a la escritura, no decimos para nada que los primeros términos de ese camino son innecesarios y prescindibles, por más que pueden perdernos porque pueden obstaculizar el ir más allá de ellos. No rechacemos la historia, el sentido y la lectura. Sin ellos no podría haber poesía, sonido ni escritura. Sólo atravesándolos de la buena manera no nos vamos a perder en sus recodos. Es decir, sólo si construimos el talento para la lectura que nos lleva de la lectura en sentido vulgar a la escritura en sentido formal.

Había una vez alguien que se decía psicoanalista y que cometía este error común y entonces decía que en la poesía la dimensión del sentido no existe. Error garrafal. Y como razonaba muy mal, para demostrar eso que aseveraba, dijo lo siguiente: “por eso, cuando leo poesía, no entiendo nada”. Sí, eso último seguro que sí. Lo anterior, sin embargo, no. La dimensión del sentido en la poesía existe, existe tanto que se amplía casi al infinito, y como se amplía casi al infinito podemos ceñirnos luego a un núcleo que no se pierde en esa dimensión del sentido. Exactamente igual que el resultado que logra la asociación libre en el psicoanálisis. Amplía tanto la dimensión del sentido que nos permite ver, cara a cara, que no sabemos lo que decimos y podemos entrever, de esa manera y sólo si nos atrevemos y consentimos a ello, que, como escribió Quignard en la página 79 de El niño de Ingolstadt, «es el lenguaje el que vive a expensas de quien lo escucha».

El mismo personaje que dijo aquello de la poesía y el sentido dijo también que en un cuento, por breve que fuera, siempre existe el sentido (y que él, por lo tanto, los cuentos sí los entendía, cosa, esta última, dudable). La dimensión del sentido existe siempre, y tanto en la poesía como en el cuento, esa dimensión se amplía hasta no ser ya la dimensión fundamental y es por eso que cuento y poesía son estructuralmente análogos. No ocurre lo mismo en la novela, que, podemos decir, habla de más. Lo mismo que la neurosis. Por eso decimos con Chejov que el arte es recortar lo que sobra, y ello es así sobre todo en el arte de la escritura. Vamos a ver ahora cómo ese recortar lo que sobra se relaciona íntimamente con el talento para la lectura y su construcción, que implica también el hacerse sordos de un oído que mencionaba Lacan.

En el camino de este primer punto se nos va a hacer presente, por todo esto que estamos diciendo, la noción de ficción. Sin entender lo que acabamos de decir acerca del cuento y la poesía, se va a dificultar mucho eliminar el prejuicio fundamental que surge cuando se piensa en el concepto de ficción. Ese prejuicio fundamental implica, básicamente, identificar la ficción con lo falso. Desde allí, por supuesto, oponerlo a lo verdadero. Esa falsa oposición es defensiva e imposibilita ver la buena oposición que queda oculta por detrás de ella, que es entre lo verdadero y lo real. Vamos a tratar de precisar esto que no es fácil porque implica romper con un prejuicio muy arraigado. Y es un prejuicio al que, además, la actualidad alimenta todo el tiempo porque hay un empuje a no tomar en serio la ficción que es funcional al capitalismo extremo (esto último no lo vamos a desarrollar, por lo menos no ahora).

La ficción, sin embargo, es mucho más seria de lo que parece si no sucumbimos a ese prejuicio enorme. La ficción, de hecho, es más seria que la verdad misma, porque la verdad no es otra cosa que una ficción que no se reconoce como tal.

Vamos de nuevo: oponer lo ficcional a lo verdadero es defensivo y oculta la dimensión sobre la cual no queremos saber nada: lo real. Los practicantes del psicoanálisis lacaniano, cuando leen a Lacan que les señala que la verdad tiene estructura de ficción creen descubrir algo que solamente quien leyó a Lacan podría descubrir. Nada más falso que eso. Y, para peor, ni siquiera entienden del todo bien qué quiere decir, hasta sus últimas consecuencias lógicas, que la verdad tiene estructura de ficción.

Tenemos que partir por donde nunca empiezan ellos. Es que ven la luz demasiado rápido y se encandilan. Eso porque, creyendo derribar un prejuicio, lo arrastran al creerlo derribado. Un excelente ejemplo de cómo los desengañados se engañan. Otro buen ejemplo es el progresismo políticamente correcto de la actualidad. ¿Qué manera mejor de mantenerse dormido que creer estar despierto? Es por eso que el progresismo políticamente correcto lejos está de ser reaccionario y es conservador a ultranza, nada más funcional para el statu quo del mundo que básicamente hace cada vez más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Pero volvamos a partir por donde nunca empiezan ellos. Ellos empiezan por el hecho de creer haber entendido que la verdad tiene estructura de ficción. Pongamos el acento, por una vez, en la definición complementaria, que ellos no suelen considerar jamás: la ficción tiene estructura de verdad. Notemos la cosa más sutil. Si decimos, enteramente satisfechos, que la verdad tiene estructura de ficción, es muy posible que quede intacto el prejuicio que sostiene la ficción como idéntica a lo falso, lo único que hacemos es pensar que la verdad misma es idéntica también a lo falso. Pero vamos a seguir oponiendo lo falso a lo verdadero que ya no vamos a llamar verdadero y que podemos llamar como quisiéramos. Desplazamos los sentidos, pero el prejuicio se mantiene intacto por detrás. Al considerar la definición complementaria escondida decimos que la ficción tiene estructura de verdad y ya no podríamos oponer lo falso a lo verdadero sin más y se nos podría facilitar desplazar la oposición hacia otra dimensión, que es lo que tenemos que hacer. Lo que importa es no caer en la oposición errónea entre falso y verdadero. Si sostenemos solamente que la verdad tiene estructura de ficción no tocamos, en general, la falsa oposición, solamente la desplazamos, si agregamos que, al mismo tiempo, la ficción tiene estructura de verdad, ya sostener el prejuicio se complica un poco.

Aprovechemos un ejemplo para ver cómo la oposición entre falso y verdadero, entre verdad y mentira, no nos permite distinguir nada y, fundamentalmente, no nos permite distinguir nada en cuanto a los conceptos de ficción y real.

Volvemos a Quignard. Es relato que menciona en uno de sus libros. Él lo menciona, nosotros le tenemos que agregar los comentarios. Para eso citemos fragmentos: “Petrarca está en su mula. Sigue el sendero sinuoso. En el cruce de caminos dos pastores avanzan. Uno dice siempre la verdad. El otro miente siempre. Nunca se sabe qué camino elegir una vez que se presta oídos a lo que cuentan. Después de que han dado sus argumentos, ya no se sabe siquiera cómo arreglárselas, a tal punto sus respuestas son detalladas y sus argumentos contradictorios”.

Ahí tenemos la escenografía del relato. Petrarca en su mula sin saber qué camino elegir en la encrucijada y dos personajes que le dicen al viajero, con mucho detalle, cuál es el camino mejor, sólo que uno miente siempre y el otro dice siempre la verdad. En el relato, además, después de que los pastores dan sus argumentos, les podemos hacer solamente una pregunta a cada uno, una sola.

El relato demuestra algo estructural: por más que opongamos verdad y mentira, eso no nos permite distinguir nada. Sabemos que uno miente y el otro no. Si venimos con el prejuicio que nos hace identificar la ficción con lo falso, no entendemos nada. Qué camino tomamos. Da lo mismo, los dos argumentan con precisión y detalle y jamás vamos a saber distinguir entre verdad y mentira, salvo que supiéramos de antemano quién miente y quién dice la verdad, o que supiéramos de antemano cuál es el camino bueno y entonces para qué preguntaríamos. La verdad y la mentira no nos permiten distinguir nada y no se distinguen entre sí. Esto quiere decir que la verdad tiene estructura de ficción y que la ficción tiene estructura de verdad.

Más de una vez algún paciente me preguntó qué pasaba si él mentía en lo que contaba en el consultorio, les dije siempre que nada, que mintiera tranquilo porque cualquier mentira que dijera la iba a decir desde la misma posición que si decía la supuesta verdad y lo que nos interesaba era esa posición y no el contenido de lo que decía. Al preguntar el eventual paciente sólo veía la defensiva oposición entre mentira y verdad y no llegaba a ver cómo la ficción nos da acceso a lo real. Si sabemos leer posiciones de enunciación y no nos perdemos en los enunciados, es decir, si hay el talento para la lectura que nos permite abstenernos de los sentidos propios y de la comprensión, entonces vamos a poder entender de qué manera la ficción nos permite acceder a lo real inaccesible.

El relato de Petrarca y los pastores termina así, con Petrarca introduciendo otra dimensión aprovechando la única pregunta que les podía formular a cada uno de ellos, tanto al que siempre miente como al que dice siempre la verdad. “Petrarca el letrado llega con su mula”, Petrarca el psicoanalista. “No les presta atención a los discursos que profieren”, es decir, se hace sordo de un oído y no se pierde en el blablablá hueco. “Alza los hombros. Les pregunta a los dos pastores lo siguiente: ¿cuál es la ruta que me indicaría su compañero como la mejor ruta?”.

Con esto accede a otra dimensión. El que dice la verdad va a señalar la mala ruta. El que miente va a señalar también la mala ruta. La buena ruta es la otra, la no señalada. Es una buena metáfora también de cómo vamos a tener acceso a lo real desde la ficción si la sabemos leer. Un acceso siempre indirecto, porque lo real es lo real y sólo podemos pensarlo como la rajadura en la pantalla simbólica, como lo imposible lógico a lo cual no podemos acceder pero que tenemos que situar en el buen lugar.

Petrarca, con sus preguntas, que son la misma para los dos, introduce otra dimensión porque no se engaña con la oposición entre falso y verdadero. Quignard escribe “resulta pues que lo contrario de lo verdadero y lo falso es lo no-lingüístico”. Que no quiere decir, esta es la clave, la ausencia de lo lingüístico. Lo real impensable sólo existe para el ser hablante y siempre en los límites del lenguaje. En los límites. Jamás más allá de los límites. Jamás más acá de los límites. Como la rajadura en la pantalla simbólica. Ni fuera ni dentro de la pantalla. Por eso aquella practicante que decía, en plena pandemia, que el virus es real hasta que sepamos cómo funciona, lejos está de poder pensar la radicalidad de lo impensable de lo real lacaniano. Podía pensar en un más allá o en un más acá del límite, pero no en el límite mismo que, a la vez, no se puede localizar. Es en el límite, en el límite ilocalizable de lo lingüístico. En cuanto creamos localizarlo, lo perdemos.

¿Y saben de qué está lejos esa practicante aunque no lo supiera? Del talento para la lectura y entonces de la posición del analista. Aunque se dijera psicoanalista lacaniana y fuera miembro de la institución con más renombre, galardones y etcéteras.


Mark Pugh Autumn roses by the sea
Mark Pugh – Autumn roses by the sea

*Clase 2 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?