La transferencia develada

Marie-Hélène Brousse

¿Cómo encontré la disciplina freudiana? Pensándolo bien, se impone una diferencia entre el conocimiento y el encuentro: el psicoanálisis era un objeto de la cultura al que yo había tenido acceso. Pero el encuentro propiamente dicho, ¿cómo definirlo? Como el momento en que ese objeto (de saber) produjo un efecto en la persona que yo era. Tuvo lugar para mí en un juego de palabras que hizo un amigo sobre mi nombre: efecto de sorpresa y de enigma; en resumen , efecto de división. No hay encuentro con el psicoanálisis que no pase por la experiencia subjetiva.
Después, hubo el encuentro con un analista y la experiencia de esa aventura que es una cura. Enseguida tuve claro que ésta es una experiencia del decir preciso y riguroso. Pero lo que me preocupaba era la transferencia. Ponía el saber de los libros en el centro del dispositivo analítico y, en mi análisis, no lo veía por ningún lado. Muchas veces escuchaba a mi alrededor hablar de amor y de odio, veía cómo se desplegaban todas las modalidades del lazo, in vivo. En mi lazo con mi analista, nada de todo eso. La calma chicha. Sin embargo, lo había elegido yo, por su nombre y su discreción justamente. Pero de él yo no quería otra cosa que el ejercicio de su función. Lo quería funcionario del análisis. Hoy que soy analista, me doy cuenta al escribir estas líneas que la transferencia estaba, y bien que estaba, bajo la forma de ese «yo no quiero saber nada». Estaba en la asociación imposible entre el nombre, o sea lo contrario del profesional anónimo, y la discreción, aquí modo encarnado del silencio.
Sin embargo, los libros, es decir, la teoría analítica, tenían razón. Después de una sesión, en la escalera, como estricta consecuencia de un encadenamiento asociativo apareció ante mí el resorte de la transferencia: mi analista, ese hombrecillo tranquilo, discreto y silencioso, encarnaba para mí, el Santo Padre, el Dios clamoroso de la Biblia, el Dios de Abraham. A este Otro, le temía más que a nada, su palabra era un rayo… Todavía recuerdo la risa formidable que solté en esa escalera parisina que parecía una jaula. Mi analista era el imperativo de la demanda contenida en toda palabra. Si yo no lo veía por ninguna parte, es porque era ese todo, el cuadro general del mundo amenazador en el que vivía. Todas las particularidades de mi relación con los otros, que organizaban mis síntomas, respondían a ese partenaire interior del que había que, costara lo que costara, guardar distancia.
Haber experimentado eso no sólo tuvo efectos terapéuticos inmediatos, sino que modificó radical y profundamente mi concepción de las relaciones con los seres hablantes. No existen relaciones entre los seres humanos que no estén organizadas por la transferencia. Se despliegue bajo su forma imaginaria o simbólica, ella es la gran organizadora, ella es real. Organiza las respuestas y los actos del sujeto sin saberlo. Sin embargo, en los diferentes discursos en los que somos tomados, no aparece de ese modo, sino que sin cesar es objeto de maniobras: de sugestión, de influencia, de denegación, por ser el resorte de cualquier poder sobre el Otro. La evidencia y la formulación de las modalidades que adopta para cada sujeto es la condición del poder que un sujeto puede tomar de sus propios actos, la condición para convertirse en el agente de su destino.
Solamente el dispositivo analítico pone al analista en la obligación de renunciar al poder que le da la transferencia para operar. Es lo que permite que se devele. Un análisis produce, por ese hecho, consecuencias éticas y políticas en el sujeto.
La puesta al desnudo de la transferencia o, por el contrario, el velo mantenido sobre él, constituye una línea divisoria entre el psicoanálisis, por una parte, y las otras formas de discurso que siguen encontrando en eso las raíces de su poder sobre los sujetos, ya sea sin querer saberlo, como en el caso del discurso de la ciencia, o en pleno conocimiento de causa, en el de la política.
El odio que suscita hoy el psicoanálisis tiene su origen en la revelación, por la transferencia, del poder dado al Otro, que se produce para todo analizante en su cura. Las distintas técnicas de gestión de los seres humanos no quieren separarse (¡por el bien de los sujetos, evidentemente!). Lacan lo formula admirablemente en un texto escrito después de la Segunda Guerra Mundial: «En este siglo, el desarrollo que habrá de los medios para actuar sobre el psiquismo, una manipulación concertada de las imágenes y de las pasiones de la que ya se ha hecho uso con éxito contra nuestro juicio, nuestra resolución, nuestra unidad moral, serán la ocasión de nuevos abusos de poder».1 Es más que nunca de actualidad.

¹ Jacques Lacan, en Otros escritos. 

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Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008, página 50.

*La tontería colectiva (sobre el fool y el knave)

Jacques Lacan

*Título que le hemos dado al fragmento

En la medida en que una materia delicada como la de la  ética es inseparable hoy en día de lo que se llama una ideología, me parece oportuno realizar aquí algunas precisiones acerca del sentido político de ese vuelco de la ética del que somos responsables, nosotros, los herederos de Freud.
Hablé pues de los tontos de capirote. Esta expresión puede parecer impertinente, hasta afectada de cierta desmesura. Quisiera dar a entender aquí de qué se trata a mi parecer.
Hubo una especie de época, ya lejana, justo al inicio de nuestra Sociedad, recuerden ustedes, en que se habló , a propósito del Menón de Platón, de los intelectuales. Querría decir al respecto cosas masivas, pero creo que deben ser esclarecedoras.
Existen, como se observó entonces, y desde hace mucho tiempo, el intelectual de izquierda y el intelectual de derecha. Querría darles al respecto fórmulas que, por tajantes que puedan parecer en una primera aproximación, pueden servirnos de todo modos para iluminar el camino. Sot [tonto y también bufón en francés] o incluso demeuré [retardado], término bastante bonito por el cual siento cierta inclinación, son palabras que sólo expresan de forma aproximada cierta cosa para la cual —ya retornaré a ella— la lengua y la elaboración de la literatura inglesa, me parece, proporcionan un significante más preciso. Una tradición que comienza con Chaucer, pero que se expande plenamente en el teatro de la época de Isabel, se centra alrededor del término fool.
El fool es un inocente, un retardado, pero de su boca salen verdades, que no sólo son toleradas, sino que además funcionan, debido al hecho de que ese fool está revestido a veces con las insignias del bufón. El valor del intelectual de izquierda, en mi opinión, consiste en esa sombra feliz, en esa foolery fundamental.
Le opondría la calificación de algo para lo cual la misma tradición nos proporciona un término estrictamente contemporáneo y empleado de manera conjugada —les mostraré si tenemos tiempo, los textos, que son abundantes y carentes de ambigüedad—, el de knave.
El knave se traduce en cierto nivel de su empleo por valet, pero es algo que va más lejos. No es cínico, con lo que esa posición entraña de heroico. Es hablando estrictamente lo que Stendhal llama le coquin fieffé [un villano consumado], es decir, el Señor Todo-el-Mundo, pero un Señor Todo-el-Mundo con más decisión.
Todos saben que cierto modo de presentarse que forma parte de la ideología del intelectual de derecha es, muy precisamente, el proponerse como lo que efectivamente es, un knave, en otra palabras no retrocede ante las consecuencias de lo que se llama el realismo, es decir, cuando es necesario, confiesa ser un canalla.
Esto sólo interesa si se considera el resultado de las cosas. Después de todo un canalla bien vale un tonto, al menos para la diversión, si el resultado de la constitución de una tropa de canallas no culminase infaliblemente en la tontería colectiva. Esto es lo que vuelve tan desesperante en política a la ideología de derecha.
Pero observemos lo que no se ve suficientemente —por un curioso efecto de quiasma, la foolery, que da su estilo individual al intelectual de izquierda, culmina muy bien en una knavery de grupo, en una canallada colectiva.
Esto que les propongo para que lo mediten, tiene, no se los disimulo, el carácter de una confesión. Entre ustedes, quienes me conocen entrevén mis lecturas, saben qué hebdomadarios quedan en mi gabinete. Lo que más me hace gozar, lo confieso, es la faz de canallada colectiva que allí se revela— esa disimulada astucia inocente, incluso esa tranquila impudicia, que les hace expresar tantas verdades heroicas sin querer pagar su precio. Gracias a lo cual lo que en primera página se afirma como el horror de Mamón, termina en la última, ronroneando de ternura a ese mismo Mamón.
Freud quizá no era un buen padre, pero en todo caso no era ni un canalla ni un imbécil. Por eso se pueden decir de él estas dos cosas, desconcertantes en su vínculo y en su oposición —era humanitario— ¿quién al recorrer sus escritos lo cuestionaría? y debemos tener en cuenta, por más desacreditado que esté el término por la canalla de derecha, que por otra parte, no era un retardado, de tal suerte que se puede decir también, y contamos con los textos, que no era un progresista.
Lo lamento, pero éste es un hecho, Freud no era en grado alguno progresista e incluso hay en él, en este sentido, cosas extraordinariamente escandalosas. El escaso optimismo acerca de las perspectivas abiertas por las masas está bien hecho seguramente para chocar bajo la pluma de uno de nuestros guías, pero es indispensable señalarlo para saber dónde se está ubicado.
Verán a continuación la utilidad de estas observaciones que les pueden parecer burdas.
Uno de mis amigos y paciente, un día tuvo un sueño que llevaba la huella de no sé qué sed que le dejaban las formulaciones del seminario y en el que alguien, refiriéndose a mí, gritaba: —¿Pero por qué no dice lo verdadero sobre lo verdadero?
Lo cito, pues es una impaciencia que sentí se expresaba en muchos, por vías muy diferente de la de los sueños. Esta fórmula es verdadera hasta cierto punto —quizá no digo lo verdadero sobre lo verdadero. ¿Pero no han observado ustedes que al querer decirlo, ocupación principal de aquellos a los que se llama metafísicos, sucede que, de lo que verdadero no queda demasiado? Esto es justamente lo que hay de escabroso en esta pretensión. Ella nos hace caer fácilmente en el registro de la canallada. ¿No existe también cierta knavery, metafísica ella, cuando alguno de nuestros modernos tratados de metafísica hace pasar, al abrigo del estilo de lo verdadero sobre lo verdadero, cosas que verdaderamente no deberían pasar de modo alguno?
Me contento con decir lo verdadero en su primer estadio y con andar paso a paso. Cuando digo que Freud es humanitario pero no progresista, digo algo verdadero. Intentemos encadenar y dar otro paso verdadero.

Jan Matejko, Stańczyk
Stańczyk en un baile en la corte de la Reina Bona tras la pérdida de Smolensk, de Jan Matejko


Jacques Lacan: El seminario, Libro 7 La ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2007, página 220.
Fuente de la imagen: Wikipedia

«Porque la vida era demasiado perra…»

Gérard Miller

Psicoanalista

 

Era principios del otoño de 1972. Un mes antes, había tomado la decisión de dejar la Izquierda proletaria para la que trabajaba día y noche desde hacía un tiempo que me parecía inmemorial, y me encontraba como suspendido en el aire. Tenía veinticuatro años, todavía era estudiante y no se me ofrecía ninguna perspectiva. Como alumno de la École Normale Supérieure de Saint-Cloud, al finalizar mis estudios, yo debía cinco años de enseñanza al Estado, pero empezar a enseñar me parecía tan extravagante como volver a plantar repollos o cuidar chanchos, que era lo que, establecido en la Bretaña, había hecho durante los dos últimos años.
Sin siquiera pensar en insertarme en la profesión, decidí empezar un análisis con un psicoanalista de la École Freudienne de París, de la que mi hermano era miembro. Sentía que después de haber pasado mi juventud guerreando a los maestros, ahora tenía que, mal que bien, tratar de conducir un poco mi propia historia. No tenía elección, torturado por una sensación de urgencia que nada podía calmar. Estaba mal, al menos eso era una certeza; mejor tomarlo en serio.
Llamé a Jacques Lacan, a quien conocía desde el liceo por haberlo frecuentado en familia, y le pedí que me aconsejara un psicoanalista. Me recibió, me escuchó evocar ampliamente mi malestar, después me aseguró que me daría rápidamente los datos de uno de sus «mejores alumnos». Diez días después, como no recibí nada de parte suya, lo volví a llamar (¿quería que insista para acceder a mi demanda?) y esta vez recibí inmediatamente una pequeña tarjeta de manos de Gloria, que era su asistente. Había un nombre escrito, del que yo ignoraba todo, el de Claude Conté.
Conté vivía en París, en el fondo de una calle sin salida, en una casa privada que olía a campo. Su despacho estaba en la primera planta y, justo al lado de la sala de espera donde dos enormes perros esperaban al paciente, un loro repetía regularmente su nombre, Claude, y algunas otras palabras que le habían enseñado.
Visto desde el diván, el psicoanalista me pareció inmediatamente como un pájaro tan original como su loro, increíblemente atento y distante a la vez. Nunca estaba donde se esperaba, pero sin afectación. No buscaba la empatía y parecía desconfiar de todos los remilgos sociales. Comprendí lo que significaba para él «dirigir una cura». Consistía en primer lugar en cuidar que nada ni nadie, empezando por el psicoanalista, hiciera obstáculo a su buen desarrollo.
Como izquierdista no arrepentido, enseguida fui seducido por esta práctica que contrarrestaba de ese modo los posibles abusos de poder de los que lo ejercían. A diferencia de la religión, incluso de la política, el psicoanálisis no alentaba ninguna esperanza mesiánica, no desarrollaba ninguna concepción del mundo, ni la menor higiene de la vida válida para todos. Con él, la única esperanza era lo particular; cada uno con su evangelio.
Desde los primeros meses, la verdad fue incómoda de soportar, tan cierto como que el confort de la realidad está fundado en su desconocimiento. Contrariamente a lo que escribía Joubert en sus Pensamientos, el error tranquiliza, la verdad agita. El psicoanálisis no me pareció mimoso, y lo primeros efectos que provocó en mí, si merecía volver sobre ellos, no me proyectaron hacia el lado de la exaltación. El descubrimiento freudiano no tenía decididamente nada que ver con una epopeya del narcisismo.
Lacan no se equivocaba cuando desanimaba a quienes se acercaban a él para «¡conocerse mejor!». Eso no es suficiente. Hace falta que algo suene y dificulte e intrigue para sostener la cuesta a lo largo de las sesiones. Es necesario aspirar a que algo crucial cambie en su existencia para soportar oír la musiquita que toca su inconsciente. A partir de ese momento, adquirí la convicción, que ya no me abandonó más, de que el psicoanálisis vale la pena solamente para aquellos para quienes la vida es demasiado perra, y tienen razones para querer, un querer testimoniado por su sufrimiento, orientarse en relación con lo que los determina.
Entonces, casi veinticinco años después del final de mi propia cura, ¿qué decir de mi experiencia con el psicoanálisis como paciente? Que no libera a nadie de su inconsciente, pero que permite habitar su síntoma, ponerlo al servicio de su deseo y de su causa. Cada uno de nosotros es llevado por lo que ignora y que, sin embargo, encuentra en la repetición: ese curioso objeto causa de nuestro deseo, que nada nos garantiza que nos guste. ¿Cambiarlo? Imposible. Pero entreverlo de otra manera que no sea a través de las catástrofes con las que él sacude nuestra vida, sí, es eso lo que puede permitir una cura a quien la lleve adelante.
Gracias al psicoanálisis, diría que la vida para mí adquirió colores insospechados. El campo de los posibles se volvió más extenso y más variado a la vez. Además y sobre todo, dejé para siempre de lado el registro de la comparación en la que me encerraba mi neurosis. De allí esta divisa pospsicoanalítica que hice mía y aún hoy me acompaña: cada vida tiene un gusto que sólo gusta quien la vive, y que es incomparable.

Purpureicephalus spurius - Edward Lear
Purpureicephalus spurius, por Edward Lear

 


Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 213.

Fuente de la imagen: Wikimedia Commons

La ternura de los terroristas*

*Fragmento de Cartas a la opinión ilustrada. Título de la tercera carta


Jacques-Alain Miller

Un terrorista es un idealista. Es un loco, no un canalla.
Poco faltó sin duda para que quien le habla hubiera conocido la suerte de Feltrinelli, el artificiero torpe que voló cerca de un poste. En ese caso se justifican las palabras de Lacan según las cuales «el error de buena fe es entre todos el más imperdonable» (Escritos, p. 837).
Este efecto de escala invertida proviene de la misma inspiración que el inmortal ensayo de Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes, donde puede leerse: «Por poco que un hombre se deje llevar hacia el asesinato, rápidamente empezará a beber y a infringir el sabbath, y de allí caerá en la descortesía y la indolencia».
La paradoja lacaniana expresa la esencia misma del freudismo en su salubridad. La manera de obrar del inconsciente  les prohíbe, en efecto, invocar su buena fe, su buena intención, su alma bella. «No quise esto» no vale la absolución. Sí, lo que hiciste, o que resulta de lo que hiciste, lo quisiste, porque lo que quisiste no lo sabes. Te lo enseñan las consecuencias. El hombre está condenado a no saber más que a posteriori lo que quiso.
La ética de la intención es buena chica, hace del sujeto siempre un inocente, salvo si se duda, como Kant, de que alguna vez una buena intención, absolutamente buena, haya aparecido en el mundo. El inconsciente quiere una moral más viril: no podrás considerarte liberado de las consecuencias involuntarias de tu tontería. Hay más cosas en tu voluntad y en tu corazón, Horacio, de lo que soñó tu filosofía (id est la filosofía de todo el mundo).
Se repiten las palabras de Lacan, «No cedas en tu deseo», y se grita «¡Al homicida! ¡Al asesino! ¡Atentado contra la moral pública!», se alborota la población, se llama sobre él como antes sobre Freud la censura de los conformistas. Lacan dice exactamente, en mi versión del seminario La ética del psicoanálisis (Paidós, 1991, p. 379): «Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo».
Ya antes demostré, y recordé en Le Monde, que Lacan se hace eco aquí del Freud de El malestar en la cultura, según el cual «cada renuncia a la pulsión –’a la satisfacción pulsional’– se vuelve una fuente dinámica de la conciencia moral, cada nueva renuncia aumenta la severidad y la intolerancia de esta». Lo que significa que según Freud, y contrariamente a lo que querría el sentido común, el sentimiento de culpabilidad inconsciente nunca es tan vivo como cuando el sujeto sacrifica su goce al ideal moral. Así el superyó se nutre de las renuncias mismas que él exige. Freud presenta esta observación como el aporte específico de la clínica psicoanalítica a la cuestión de la ética. El haber cedido en su deseo de Lacan traduce y transpone a la vez el  Triebverzitch de Freud.
Era también la intuición de Nietzsche, a quien citaba recientemente. El genial filósofo psicótico, hijo del pastor de Röcken, como Cioran, depresivo insomne, era hijo del sacerdote ortodoxo de Rasinari, imputaba al «training de la penitencia y de la redención» lo que llamaba «el delirio colectivo de aquellos fanáticos de la muerte, cuyo horrible grito Evviva la morte» condenaba (Genealogía de la moral, III, 21, p. 374 de la edición de Aguilar, 1932).
Asimismo el inconsciente no quiere decir: todos víctimas.
El inconsciente quiere decir: tus intenciones amables, tus ideas que son tus prostitutas, todo eso es un disfraz, una façade [fachada], dice Freud (en francés en el texto). Son las consecuencias las que pesan, y de las que eres responsable. Descifra tu inconsciente (imperativo ético), porque lo que no quisiste, lo que no sabes se recordará en tu contra. Es la dura ley de Freud, la terrible lex freudiana.
Se piensa que la doctrina psicoanalítica exonera a la humanidad, que el determinismo inconsciente redime a cada hijo de vecino, que Freud es el nuevo redentor, que les condona sus pecados. Inconsciente = castigo imposible. Es así como se interpreta el freudismo al público: al revés. Este hecho no incrimina a Freud ni al común de los periodistas sino a los freudianos, incapaces de igualarse al pensamiento de que el inconsciente quiere decir todo lo contrario: que soy responsable más allá de donde mi conciencia extienda su imperio. Sólo Lacan escribe, y sigue siendo incomprendido: «De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables. Llamen a eso terrorismo donde quieran» (Escritos, p. 837).availu
Me di cuenta sólo el año pasado, al leer a un colega argentino muerto demasiado pronto, el admirable Javier Aramburu, de que Lacan no hacía aquí más que dar el estilo Saint-Just, el estilo André Breton, a un brevísimo texto de Freud de 1925, «Die sittliche Verantwortung für den Inhalt der Träume» (trad. castellana: «La responsabilidad moral por el contenido de los sueños», en Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1987, t. XIX, pp. 133-136).
Los viejos bolcheviques, lejos de ser los hombres sin falla de la leyenda dorada de la Revolución, parecían bastante afectados a los ojos del clínico. La mayoría, neuróticos rematados, que arriesgaban locamente su vida y eran curiosamente cobardes en el momento decisivo, quienes creían en Papá Noel y perdían la cabeza con el primer desengaño; histéricos perdidos que querían que se los ame, que pescaban cumplidos; obsesivos desconfiados, que dudaban, embarulladores, o incluso gozadores a corto plazo.
Stalin era de un temple totalmente distinto. Ningún escrúpulo, ninguna decencia. Sin vacilación, sin falta en ser. El hombre de acero, el perfecto canalla, intocable, cerrado sobre sí mismo, «calmo monolito caído en este bajo mundo por  una oscura catástrofe».

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Póster de propaganda. Texto: «La dulzura de Stalin brilla en el futuro de nuestros niños»

El esplendor del canalla, su particular brillo maléfico proviene de que no posee alteridad: el canalla no acepta ni al Otro con mayúscula, que no es más que ficción, ni a los otros, que no valen nada. No se trata de narcisismo, porque a Narciso le hace falta la escena y el espectador. Tampoco podemos  llamarlo cinismo, elevada ascesis espiritual e higiénica. Sería más bien un autismo político, para hablar como los amigos Lefort.  Miren a Stalin en la reunión del Comité Central que destituyó el 9 de septiembre de 1940 a su protegido Avdeenko, el viejo minero del Dombass (pp. 594 y 595 del libro de Marie).
Se le pueden reprochar muchas cosas a Stalin, pero hay que decir algo en su favor: no fue dañado por su nacimiento, comenzó por ser seminarista, como Julien Sorel, pero nunca, nunca fue un terrorista. Entiéndanme bien: organizó el Gran Terror, reclutó terroristas, hizo padecer hambre al pueblo, fue un despoblador, pero nunca fue uno de esos terroristas que ponen su vida en juego, es decir, que aceptan perderla por un significante ideal, como lo fue Julien.
Stalin -Koba en aquella época- se hizo pasar por el organizador de la manifestación sangrienta se Batum, puerto del Mar Negro, en marzo de 1902, a continuación del cierre de la refinería Rothschild. Barbusse lo describe «como un blanco que encabezaba la manifestación». «En lo tocante al blanco -escribe Marie-, nadie lo vio, salvo un comisario de policía cuyo testimonio rechazaron los jueces» (p. 69).
Nada más lejos del canalla que el terrorista que da su vida para tomar la de otros. El principio subjetivo del terrorismo no se distingue del de la anorexia. «Quería un cuerpo de ángel», me dijo en el almuerzo la antigua anoréxica, que no hace más que picotear. Sí, de ángel exterminador.
Más vale, ¿no es cierto?, la démocrassouille¹, como dicen los fachos.
La verdadera cuestión es saber por qué el psicoanálisis no echa raíces en tierra del Islam. Sería necesario, sin embargo, para desecar el goce mortífero del sacrificio.

Comenzada el 19 de septiembre, terminada el 30

(2001)


Jacques-Alain Miller: Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Buenos Aires, 2002, página 126.


¹Démocrassouille es una condensación de los términos démocratie (democracia) y souiller (manchar) [N.de la T.]

«La cosa freudiana es el deseo»

Jacques LacanLacan

La cosa freudiana es el deseo. Así es como nosotros la enfocamos este año, por hipótesis, pero sostenidos como estamos  por la marcha  concéntrica  de nuestra búsqueda precedente.
No obstante, al articular esta fórmula nos damos cuenta de una suerte de contradicción, en la medida en que todo el esfuerzo de teorización de los analistas parece manifestarse en el sentido de hacer que el deseo pierda el acento original que sin embargo tiene -no podemos dejar de palparlo- cuando tenemos que vérnoslas con él en la experiencia analítica.
Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione de manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias de una suerte de preformación orgánica que llevaría por vías trazadas con antelación y a las cuales habríamos de reconducirlo cuando se aparta de ellas. Muy por el contrario desde el origen de la articulación analítica por parte de Freud, el deseo se presenta con el carácter que designa el término lust en inglés, que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el mismo término en alemán dentro de la expresión Lustprinzip, y ustedes saben que ésta conserva toda la ambigüedad que oscila del placer al deseo.
En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. Trastorna la percepción del objeto. Tal  como nos lo muestran las maldiciones de los poetas y de los moralistas, degrada al objeto, lo desordena, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver incluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto.
Encontramos ese acento, por cierto, al principio de la posición freudiana. No obstante, tal como Freud lo pone en primer plano, la Lust se articula de una manera radicalmente diferente de todo lo que antes había sido articulado acerca del deseo. El Lustprinzip se nos presenta como algo que en su fuente se opone al principio de realidad. La experiencia original del deseo resulta contraria a la construcción de la realidad. La búsqueda que la caracteriza posee un carácter ciego. En resumidas cuentas, el deseo se presenta como el tormento del hombre.
Ahora bien, todos aquellos que hasta este momento habían intentado articular el sentido de las vías del hombre en su exploración, siempre habían puesto en el principio la búsqueda, por parte del hombre, de su bien. Todo el pensamiento filosófico, a través de los siglos, jamás ha formulado una teoría moral del hombre en la cual el principio de placer, sea cual fuere, no haya sido de entrada definido y afirmado como hedonista. Esto significa que el hombre, sépalo o no, busca fundamentalmente su bien, de suerte tal que los errores y las  aberraciones de su deseo sólo pueden promoverse en la experiencia a título de accidentes.
Con Freud aparece por primera vez una teoría del hombre cuyo principio está en contradicción fundamental con el principio hedonista. Se da al placer un acento muy diferente, en la medida en que, en Freud, ese significante mismo está contaminado por el acento especial con el cual se presenta the lust, la Lust, la codicia, el deseo.
Al revés de lo que una idea armónica, optimista, del desarrollo humano podría a fin de cuentas llevarnos a suponer, no hay ningún acuerdo preformado entre el deseo y el campo del mundo. No es así como se organiza, como se compone, el deseo. La experiencia analítica nos lo enseña: las cosas van en un sentido muy diferente. Según lo hemos enunciado aquí, el análisis nos embarca en una vía de experiencia cuyo desarrollo mismo nos hace perder el acento del instinto primordial, invalida para nosotros su afirmación.
Es decir que la historia del deseo se organiza como un discurso que se desarrolla en lo insensato. Esto es el inconsciente. Los desplazamientos y condensaciones en el discurso del inconsciente son sin duda alguna lo que en el discurso en general constituyen desplazamientos y condensaciones, o sea, metonimias y metáforas. Pero aquí son metáforas que no engendran sentido alguno, y desplazamientos que no transportan ningún ser y en los cuales el sujeto no reconoce algo que se desplace.
La experiencia del análisis se ha desarrollado consagrándose a la exploración de ese discurso del inconsciente. La dimensión radical que aquí está en juego es la diacronía. En cambio, la sincronía es lo que constituye la esencia de la búsqueda que proseguimos este año. Nuestro esfuerzo va a recuperar lo tocante al deseo para situarlo en la sincronía.

Clase del 13 de mayo de 1959 (fragmento)


Jacques Lacan: Seminario 6 El deseo y su interpretación, Paidós, Buenos Aires, 2014, página 396.


El enigma de mi deseo o mi madre mi madre mi madre1929-Salvador Dali

El Witz ilustra la función del Nombre del Padre como un «dejar pasar» (fragmento)

Marcelo BarrosMarcelo Barros

El Witz es un recurso contra la pretendida omnipotencia del Otro

La reducción que opera el Witz es, en realidad, la concreción más lograda del «asesinato» del padre en su aspecto más feliz, por decirlo así, dado que no hay asesinato más eficaz que el que no necesita ser perpetrado. Hay ciertamente un acto, un cruce del Rubicón, pero eso pone en evidencia de que lo que se trataba, a fin de cuentas, era de un rubis con (en francés: «rubí boludo».) El chiste siempre ha sido un arma contra la fatalidad y las infatuaciones del poder. Una fascinación horrorizada tiñe la creencia en la infalibilidad trágica que acompaña a la figura del padre terrible, el hombre de la arena, el bogeyman. El chiste, lo cómico y el humor lo desarman, como lo muestra la película animada Monsters Inc. Los avatares del espantajo son máscaras imaginarias del automatismo pulsional que se presenta como imperativo de goce. Su mandato inexorable es una formación reactiva que implica la continuidad moebiana con respecto a aquello contra lo que reacciona. Sabemos que la obediencia compulsiva al ideal no separa al sujeto, y que donde reina el superyó es donde la función paterna desfallece. El Witz es, por eso, el paradigma del buen uso del Nombre del Padre, de un uso que permite conjurar el fantasma del Otro terrible o idealizado, un Otro que Freud hubiese llamado, pertinentemente, «incestuoso».

Lo «santo» tiene una íntima conexión con la risa

Como el padre, la santidad suele ser tenida por solemne. En «Televisión», Lacan sostiene por el contrario que cuantos más santos hay, se ríe más. Debo a mi colega Aarón Saal el conocimiento de la figura del Mulá Nasrudin, personaje que ilustrará nuestro tema. El hombre versado en la lectura del Corán y los asuntos que vinculan a los hombres con Dios es nombrado en la tradición musulmana como Mulá. Es alguien del llano -no hay clero en el Islam- pero que es tenido por hombre sabio. Hallaremos un tanto extraño el saber del Mulá Nasrudin, que se distingue de otros maestros por ser una suerte de «sabio tonto». Sus anécdotas siempre concluyen con un chiste, pero tienen un trasfondo alegremente ético. Veamos un ejemplo:

Cierto día el Mulá Nasrudin llegó al mercado seguido de una veintena de personas que imitaban todos sus movimientos. El Mulá saltaba y gritaba «ho-ho-ho», mientras que los demás hacían lo mismo. Se ponía en cuatro patas, y los otros lo imitaban. Un conocido del Mulá se acercó a él y por lo bajo le dijo: «¿Qué te pasa? Estás haciendo el ridículo.» El Mulá contestó: «Soy un gran maestro sufi. Estos son mis seguidores y los ayudo a alcanzar la iluminación.» El otro preguntó: «¿Cómo sabes tú si alguien alcanzó o no la iluminación?» Dijo entonces el Mulá: «Esa es la parte más fácil. Por la mañana los cuento. Si uno de ellos me ha abandonado, ése alcanzó la iluminación.»

Camellos y sus sombras

Basta esta anécdota que forma parte de una antigua tradición oral, para percibir que siempre hubo gente dormida y gente un poco más despierta. Las menudas aventuras del Mulá aprovechan los senderos del absurdo y la risa. Si lo principal suele ser solemne, lo risible es visto como secundario y por eso él es un sabio  «de segunda», si bien su fama se extiende por el Medio Oriente, Asia, y Europa del Este. Sus muchas anécdotas fueron repetidas en las noches innumerables de las caravanas. Empero, el perfil secundario es esencial a su posición. No ocupa el lugar de amo como S1, sino que lo hace en posición de objeto al igual que un analista. Sin embargo, el S1 no le es ajeno —detenta el título de «Mulá»—. El S1 tampoco es ajeno al psicoanalista; el asunto es que, como su saber, es algo que mantiene en reserva, es un poder del que se priva. En el Mulá el saber nunca es un atributo del poder, y su estatuto es extraño. No pareciera que él lo tenga a su disposición. Es como un tonto, un loco, o un niño, que acaso dice verdades pero las dice al azar, bajo la forma de un saber no sabido. Nos deja en la duda de si «es o se hace». No se le puede «sacar la ficha», en lo que reconocemos el semblante de objeto causa del deseo. Su tonta sabiduría es la de un saber que está en el lugar de la verdad, de lo que se dice a medias. No escapa a quien tenga conocimiento del Zen, su reflejo en las intervenciones del Mulá. Eso también está vinculado con el manejo de la transferencia. Nótese que el vaciamiento de sentido no hace que desechemos la intervención del Mulá. Nos lleva a apropiarnos sintomáticamente de ella, convocados a poner algo de nosotros. De sus muchos cuentos me detendré en uno solo.

El Mulá Nasrudin fue invitado a dar un sermón. Entonces desde lo alto preguntóNasreddin 17th century miniaturea los oyentes: «¿Ustedes saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que no. «Entonces no hay sentido alguno en hablarle a gente que no tiene la menor idea de lo que voy a decir.» Y se fue. Confundidos, volvieron a invitarlo a la semana siguiente y el Mulá hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que sí. «Entonces, dijo, no les haré perder su tiempo.» Otra vez perplejos, volvieron a invitarlo para dar el sermón y Nasrudin hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué les voy a hablar?» Esta vez la mitad de la congregación contestó que no y la otra mitad contestó que sí. Nasrudin dijo: «Bien, que la mitad que sabe le cuente de qué se trata  a la otra mitad que no sabe.» Y se fue.

No se burla de los oyentes, sino del saber y del lenguaje mismo. Él no se deja embrollar por eso, y no se presta a que los otros se embrollen con argumentaciones. Si el Mulá es un maestro, es porque nos libra de la ignorancia como la pasión del saber que se cree establecido, tal como la define la pagina 15 de Hablo a las paredes. No se rehúsa por completo a ocupar el lugar del ideal porque aloja la demanda de los otros; pero su respuesta hace vacilar ese ideal mismo al que es convocado. Lo reduce a su función de herramienta. Como Walt Whitman, sabe que la lógica y los sermones jamás convencen y que la humedad de la noche penetra el ser más profundamente. Pero esto último, que es poesía -y no la humedad de la noche-, también penetra el ser.


Marcelo Barros: Intervención sobre el Nombre del Padre, Grama, Buenos Aires, 2014, página 44.


Agradecemos al autor su autorización para publicar el fragmento.

Lo que el psicoanálisis me enseñó

Antonio Di Ciaccia
Psicoanalista

Antonio Di Ciaccia.

La madre superiora de una orden de clausura me llama por teléfono. Desea que vea a una nueva «vocación» para su monasterio. Antes de la admisión, en el transcurso de la reunión capitular, las monjas se habían hecho algunas preguntas en relación con este pedido. La madre superiora había entonces apelado a monseñor, esperando de su parte una aclaración que pudiera orientarla sobre cómo seguir. Éste había propuesto que la joven candidata realizara unos tests psicológicos. Las religiosas pensaron en presentarme el «caso», confiadas en los buenos resultados «personales y sociales» que ya habían constatado en otra situación difícil en que una joven monja había armado alguna gresca en el monasterio «porque el Cristo le hablaba y le decía qué hacer».
Hice notar a la madre superiora que mi intervención había consistido en un trabajo clínico que atañía a la religiosa misma y al discurso que me había remitido. Si eso había seguido un resultado positivo para la comunidad monástica, me alegraba, pero la cura había tenido otro objetivo: concernía solamente a ese sujeto, a esa hermana precisamente. Mi trabajo no fue evaluarla ni juzgarla apta para tal o cual vocación. Eso había permitido que pudiera encontrarse en su propio discurso. Haciéndolo, el Cristo había empezado a hablarle menos; después terminó callando. Y esto había tranquilizado a la comunidad entera. «Querida madre superiora —le dije—, en relación con el caso de la candidata que usted me propone ver, no podría seguir un camino distinto. De todos los caminos que propone la psicología no conozco otro que el freudiano. Por otra parte, usted sabe muy bien cómo arreglárselas para evaluar una vocación sin utilizar tests psicológicos. No pierda su saber trocándolo por otros bienes, aun cuando  éstos muestren aspectos científicos. ¿Qué puntuación habrían obtenido en un test de personalidad un san Agustín o un san Jerónimo, tan pesadamente afligidos en su carne? ¿Y santa Hildegarda de Bingen o santa Teresa de Ávila, tan presas en un mundo fuera de lo común? ¿Y el papa Inocencio III no tuvo razón al confiar en su sueño para detectar en san Francisco de Asís al polarizador de un movimiento de hermanitos medio espirituales y medio locos?» La madre superiora, dama de una gran inteligencia, asintió, y dejó los tests para monseñor.

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Éxtasis de Santa Teresa, Bernini.  http://www.stj500.com/

Esta breve historia que me sucedió hace poco no podía no recordarme una situación más antigua, la mía. Como he contado en otra parte,¹  mi encuentro con el psicoanálisis se produjo también sobre el fondo de una cuestión religiosa. Frente a un sufrimiento agudo ligado a la elección que había hecho (hacerme religioso y sacerdote), había conseguido encontrar en el psicoanálisis no sólo un alivio a mi tormento, sino una verdadera salida por un agujero inesperado. Y eso sin compromiso alguno.
Para decir las cosas de la manera más justa, hablar de un encuentro con el psicoanálisis no es nunca exacto, porque si hay encuentro, es con un psicoanalista, ese del que un sujeto puede llegar  decir: es el mío. Es el mío, exclusivamente el mío, aunque muchas veces sea, el pobre o la pobre, el analista de algunos otros. Ese a quien vamos a investir con las insignias de nuestro inconsciente se convierte rápidamente, poco tiempo después de los primeros encuentros, en alguien privado. Privado porque es el nuestro. Tan nuestro que parece que estuviera allí desde siempre. Pero privado también, porque está, si es verdaderamente un analista, siempre en otra parte. De hecho, todo eso no tiene ninguna importancia sino para subrayar que el psicoanálisis, para que funcione, debe estar encarnado. Pero esta encarnación debe escapar como la peste a todo abuso de poder, so pena de rebajar el psicoanálisis al nivel de cualquier práctica de sugestión.
En lo que a mí respecta, resumiría la cuestión en estos términos: ¿cómo permanecer fiel a mi pasión, a pesar de los cambios que, por la cura analítica, se habían operado en mi existencia?
Para eso sirvió mi análisis. Primo, aceptarme por lo que yo era, sin adornarme ni precaverme con ilusiones, las mías o las de alguien cercano. Secundo, advertir que el objeto de mi deseo —que era también eminentemente el deseo de los otros, principalmente el de mi madre— no  tenía nada que ver con lo que le causaba ese deseo. Tertio, si bien el objeto del deseo podía volverse caduco, el objeto que lo causaba no había caducado en absoluto: por el contrario, la causa que alimentaba la pasión deseante se ejercía a pesar de la contingencia del objeto. Quarto, para alcanzar ese objeto que causaba el deseo, debía pasar por una verdadera renuncia: renunciar a todo lo que se presentaba bajo alguna marca susceptible de recubrir un agujero. Ese agujero que es el mío. Ese agujero es un lugar sin etiquetas, sin objetos fútiles, un lugar sin nombre. Sin embargo, no es simplemente un vacío. Porque un agujero es un vacío con un borde. Y el psicoanálisis —mi psicoanálisis— me sirvió para hacer el recorrido de ese agujero, para explorar sus bordes hasta el punto de poder habitar, sin ninguna angustia ese lugar vacío: para, simplemente, estar allí.
Lo que el psicoanálisis me ha enseñado es que ese agujero, ese agujero sin nombre y que no conozco, es, sin embargo, lo más precioso que tengo. Porque allí soy extraño a mí mismo, siempre extranjero, trascendente diría, sin por ello ser de ningún modo divino, sino simplemente un ser mortal.
Desde ese lugar vacío puedo escuchar a un sujeto que me habla. Pero también desde este lugar vacío puedo amarlo como mi prójimo. «Porque en él, este lugar es el mismo», como dice Lacan.² Y finalmente desde ese lugar vacío puedo amarme como siendo, para mí mismo, mi propio prójimo.

 

Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 92.


¹. Antonio Di Ciaccia, «L’homme qui voulait être pape» en Qui sont vos psychanalystes?, Seuil, París, 2002.

². J. Lacan, Le triomphe de la Réligion, predecido por Discours aux catholiques, Seuil, París, 2005 ⌈Trad. Cast.: El triunfo de la religión: precedido del Discurso a los católicos, Paidós, Buenos Aires, 2006.]