Enunciaciones

La pregunta por la transmisión o la enseñanza de la práctica del psicoanálisis está viva y sigue resultando fértil para no adormecernos en lo ya-sabido. ¿Cómo enseñar lo que no se puede sistematizar, asir, saber anticipadamente? ¿Cómo enseñar a no aplicar una teoría? ¿Cómo enseñar a no estar prevenidos en la transferencia? ¿Cómo enseñar a disponerse al hallazgo, a la sorpresa? ¿Cómo enseñar la atención flotante? ¿Cómo enseñar a leer? Hay, en la transmisión del psicoanálisis, un imposible. La experiencia acerca de la práctica del psicoanálisis no depende de la cantidad de pacientes que se atienden, ni de los años que transcurrieron en el oficio. Tampoco de la edad cronológica del practicante. No se trata de acumular horas de vuelo.  Los que creen que se trata de eso son los mismos que suelen estar en piloto automático. La experiencia analítica no deja de ser novedosa cada vez, ya que el inconsciente es, él mismo, lo que no ocurrió antes, la sorpresa y la novedad.

Considero que esa experiencia se obtiene, sobre todo, atravesando la experiencia del análisis. Y no porque ahí uno aprenda, sino porque ahí es donde se horada esa roca insoportable llamada inhibición. Porque el análisis es el lugar -aunque no el único- en donde se trata de sacar la piedra del camino, esa piedra que nos impide movernos. Y la inhibición que cae gracias al análisis abre la posibilidad de leer más allá de la fascinación por el saber del otro, esa fascinación que impide cualquier acto de lectura. La inhibición que cae gracias al análisis sacude entonces la parálisis -una de sus formas-, pero también sacude el espejo -otra de ellas-. Y entonces ya no hace falta imitar a otros, hacer como si, pretender, aparentar o ser psicoanalista -“hagan como yo, no me imiten”, decía Lacan ya advertido de sus imitadores-. Una vez atravesado el espejo -que no se atraviesa de una vez y para siempre-, ya no se necesita la ortopedia de la impostura de ser. Ya se puede andar sin la evitación aparatosa del tropiezo. En todo caso, habrá que ver qué se hace con los tropiezos, pero de ningún modo pretender que no existan.

Lacan dijo que la transmisión del psicoanálisis se sostiene en “un estilo”. Y un estilo no se elige, está hecho de marcas inconscientes, se trama más en la enunciación que en los enunciados. Un estilo es entonces lo opuesto a una imitación, a una copia; un estilo no puede copiarse. Imitar a otros, copiarlos, incluso tragárselos, no es sino un artificio ortopédico que remeda una inhibición que es puro impedimento.

Mientras fui estudiante en la facultad padecí, como muchos otros, ciertas posiciones: las de aquellos que, en materias psicoanalíticas, se presentaban ante el auditorio como psicoanalistas que lo sabían todo, que nunca trastabillaban, que nunca dudaban. No me refiero a los contenidos de los programas, a las clases que debían dar, sino a su relación respecto de esos contenidos, de esos saberes y, sobre todo, de la práctica clínica. Hemos escuchado intervenciones que maravillaban al auditorio, “curas exitosas”, casos complejos “manejados” sin ningún obstáculo, etc. Esos modos de presentación, lejos de transmitir algún saber, producían muchas veces, en los que pretendían aprender algo, bastante inhibición. Una inhibición que se expresaba a veces como parálisis, otras como acción. Porque existe la inhibición disfrazada de acción: la acción de imitar -y entonces el ámbito psi está plagado de personas que hablan igual, que adoptan los gestos de aquellos a los que “admiran”-. Los imitan en espejo, copian sus modos de hablar, de dar clase, de “analizar”. Por supuesto que este fenómeno puede pasar y pasa en muchos ámbitos, pero el ámbito del psicoanálisis acaso lleve esta particularidad: un analista deviene de su propio análisis, no nace psicoanalista. Parafraseando a Hebe Uhart cuando se refirió a los escritores: “no se nace psicoanalista, se nace bebé”. La formación del analista se extrae, sobre todo, del propio análisis. La experiencia del análisis es una experiencia de lectura y leer es lo opuesto a fascinarse con el saber del otro -y con el propio-. Sin análisis no hay analista, aunque el analista no está garantizado nunca. Por eso no hay un ser psicoanalista. Habrá, o no, acto analítico y eso nunca puede saberse de antemano, ni es el psicoanalista el que dará cuenta de ello. Pienso entonces en las distintas enunciaciones dentro del psicoanálisis y advierto que son muy pocas las que no se sostienen en el espejo que les devuelve la imagen de psicoanalista ideal. Hay muy pocos que, al tomar la palabra, evidencian que no necesitan aferrarse al poder que viene adosado al saber y a la imagen de ser. Son muy pocos los que pueden dar testimonio de lo que el psicoanálisis hizo en ellos. Es decir: son muy pocos los que, al tomar la palabra, lo hacen del único modo en que considero que se puede decir algo: en tanto que analizantes. Hay muchas personas que enseñan la barradura del sujeto, la castración, el Otro que no existe, mientras se sostienen férreamente en la pretensión de que esa barradura no se les note a ellos. Estar dispuestos a caer de los lugares de saber, de los lugares de ser, abre el juego y deja entrar, no solo aire fresco, sino también deja entrar a otros en el juego. Empezando por Freud, que inventó el psicoanálisis con materiales propios y no temió perder legitimidad por ponerse en juego, por escribir y analizar sus sueños, sus angustias y los demonios que lo atravesaban, pasando por Lacan que explicitó -como si hubiera hecho falta- que hablaba desde el lugar de analizante, los analistas que más me han enseñado son aquellos que no pretenden, son aquellos que están dispuestos a dar cuenta de las consecuencias del análisis. Hablen o no de sus análisis, en su enunciación se transmite ese hiato gracias al cual pasan cosas. Y lo que pasa es la posibilidad de un “saber leer». Lejos de enseñarnos qué leer, estos analistas nos enseñan de qué se trata leer. No se trata de lo que dicen, del contenido, sino de la posición desde la que toman la palabra. Y no la eligen o no la eligen voluntariamente: eso pasa o no, y si pasa, es porque ahí pasó el psicoanálisis.

Pienso en estas cosas cuando leo el final de El sujeto según Lacan, de Guy Le Gaufey, donde el autor relata un recuerdo de su infancia en relación a la lectura para dar cuenta de su interés por el sujeto del psicoanálisis; pienso en estas cosas cuando leo La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, de Jean Allouch, escrito con la muerte de su hija y las pesadillas que tuvo; pienso en José Luis Juresa cuando escribió Hallazgo de analista. Y pienso en Gérard Haddad que escribió El día que Lacan me adoptó, el relato de su análisis. Y pienso en algunos otros que no escribieron pero me transmitieron esto mismo. No estoy diciendo que las personas que se dedican a la transmisión del psicoanálisis estén obligadas a escribir sus experiencias. Digo que me llama la atención la cantidad de personas que se llenan la boca hablando de división, escisión, barradura, castración y que pretendan que todo eso no los atraviese en absoluto. Y sí, eso también pasa en otras disciplinas, pero en el psicoanálisis no hay distinción entre teoría y práctica, porque se trata, más bien, de una praxis. Me pregunto entonces por la enunciación, por el modo en que se toma la palabra, por el miedo que muestran algunos a exponerse en sus fallas, en sus fragilidades, en sus tropiezos. No digo que estén obligados a hacerlo, digo que me llama la atención ese constante disimulo, esas constantes imposturas. Y entonces pienso también en Anne Dufourmantelle que, con su obra, ha sabido darle lugar al otro, ahí donde su escritura, como la de los otros que mencioné, conlleva su propio riesgo. Nicolás Freibrun escribió acerca de la psicoanalista francesa y dijo: “Si su trabajo habla de uno mismo, es a condición de interrogar qué significa y quién sería, hoy, uno-mismo. Su escritura está hecha de un conjunto de registros orales que salta el espejo narcisista para adentrarse en las condiciones inmediatas del mundo: aquellas que constituyen el lazo siempre frágil con los otros”. Para seguir pensando la práctica del psicoanálisis no hace falta hablar de los pacientes -eso es un espectáculo que no enseña nada a nadie-. El psicoanálisis que me interesa es aquél que se hace y se trama con lo que no anda. Las personas que más me enseñaron y que me siguen enseñando son aquellas que no están preocupadas por las apariencias, son aquellas que no repelen los agujeros. Dejar de babearme por el saber del otro, eso también se lo debo a mis análisis.


Fuente: elDiarioAR 


Fajar P. Domingo. Lonely crow
Fajar P. Domingo. Lonely crow, 2014

«La cosa freudiana es el deseo»

Jacques LacanLacan

La cosa freudiana es el deseo. Así es como nosotros la enfocamos este año, por hipótesis, pero sostenidos como estamos  por la marcha  concéntrica  de nuestra búsqueda precedente.
No obstante, al articular esta fórmula nos damos cuenta de una suerte de contradicción, en la medida en que todo el esfuerzo de teorización de los analistas parece manifestarse en el sentido de hacer que el deseo pierda el acento original que sin embargo tiene -no podemos dejar de palparlo- cuando tenemos que vérnoslas con él en la experiencia analítica.
Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione de manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias de una suerte de preformación orgánica que llevaría por vías trazadas con antelación y a las cuales habríamos de reconducirlo cuando se aparta de ellas. Muy por el contrario desde el origen de la articulación analítica por parte de Freud, el deseo se presenta con el carácter que designa el término lust en inglés, que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el mismo término en alemán dentro de la expresión Lustprinzip, y ustedes saben que ésta conserva toda la ambigüedad que oscila del placer al deseo.
En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. Trastorna la percepción del objeto. Tal  como nos lo muestran las maldiciones de los poetas y de los moralistas, degrada al objeto, lo desordena, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver incluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto.
Encontramos ese acento, por cierto, al principio de la posición freudiana. No obstante, tal como Freud lo pone en primer plano, la Lust se articula de una manera radicalmente diferente de todo lo que antes había sido articulado acerca del deseo. El Lustprinzip se nos presenta como algo que en su fuente se opone al principio de realidad. La experiencia original del deseo resulta contraria a la construcción de la realidad. La búsqueda que la caracteriza posee un carácter ciego. En resumidas cuentas, el deseo se presenta como el tormento del hombre.
Ahora bien, todos aquellos que hasta este momento habían intentado articular el sentido de las vías del hombre en su exploración, siempre habían puesto en el principio la búsqueda, por parte del hombre, de su bien. Todo el pensamiento filosófico, a través de los siglos, jamás ha formulado una teoría moral del hombre en la cual el principio de placer, sea cual fuere, no haya sido de entrada definido y afirmado como hedonista. Esto significa que el hombre, sépalo o no, busca fundamentalmente su bien, de suerte tal que los errores y las  aberraciones de su deseo sólo pueden promoverse en la experiencia a título de accidentes.
Con Freud aparece por primera vez una teoría del hombre cuyo principio está en contradicción fundamental con el principio hedonista. Se da al placer un acento muy diferente, en la medida en que, en Freud, ese significante mismo está contaminado por el acento especial con el cual se presenta the lust, la Lust, la codicia, el deseo.
Al revés de lo que una idea armónica, optimista, del desarrollo humano podría a fin de cuentas llevarnos a suponer, no hay ningún acuerdo preformado entre el deseo y el campo del mundo. No es así como se organiza, como se compone, el deseo. La experiencia analítica nos lo enseña: las cosas van en un sentido muy diferente. Según lo hemos enunciado aquí, el análisis nos embarca en una vía de experiencia cuyo desarrollo mismo nos hace perder el acento del instinto primordial, invalida para nosotros su afirmación.
Es decir que la historia del deseo se organiza como un discurso que se desarrolla en lo insensato. Esto es el inconsciente. Los desplazamientos y condensaciones en el discurso del inconsciente son sin duda alguna lo que en el discurso en general constituyen desplazamientos y condensaciones, o sea, metonimias y metáforas. Pero aquí son metáforas que no engendran sentido alguno, y desplazamientos que no transportan ningún ser y en los cuales el sujeto no reconoce algo que se desplace.
La experiencia del análisis se ha desarrollado consagrándose a la exploración de ese discurso del inconsciente. La dimensión radical que aquí está en juego es la diacronía. En cambio, la sincronía es lo que constituye la esencia de la búsqueda que proseguimos este año. Nuestro esfuerzo va a recuperar lo tocante al deseo para situarlo en la sincronía.

Clase del 13 de mayo de 1959 (fragmento)


Jacques Lacan: Seminario 6 El deseo y su interpretación, Paidós, Buenos Aires, 2014, página 396.


El enigma de mi deseo o mi madre mi madre mi madre1929-Salvador Dali

La «solución Lacan»

Jacques-Alain Miller

Hay que decir que el retorno a Freud, como se expresaba Lacan, era más bien hacerle una buena treta a Freud. La buena treta es que la solución Lacan no pasó en absoluto por los caminos de Freud. Pareció que pasaba por los mismo, pues Lacan creó una Escuela. Nos dijimos ¡Bravo, es un lugar! ¡Por fin un lugar de clasificación! Es un lugar donde manejaremos el sello, la estampilla, y podremos recomenzar para mejorar la operación que había fallado luego de Freud. Pero hete aquí que esa no era en absoluto la solución Lacan, y la prueba es que él llegó a la disolución de esa Escuela, la suya, la única que fuera suya. Su decir sostenía a esta Escuela, la perforaba. Y antes de que la Escuela del decir se volviera una Escuela de los dichos, en la que todos pudieran estar juntos, la hace volar en mil pedazos.
La conclusión que extraigo de esto y de algunos otros datos es que la solución Lacan no pasa por el lugar freudiano, no pasa por el lugar concebido en forma freudiana. La solución Lacan, la que él practicó e indicó, pasaba por hacer existir el psicoanálisis. Esto es algo totalmente diferente de guarecerse en un lugar.
¿Qué implica? Hacer existir el psicoanálisis de otra manera que por la historia, pues eso no es más que hacerlo existir por la tradición. ¡Tradición, traición! Para Lacan, hacer existir el psicoanálisis era claramente hacerlo existir por medio de la lógica, no de la historia, hacerlo existir por medio de su necesario y su imposible, y también alojar su posible y su contingente. Pero demos aquí a lo necesario el primer lugar. El filo de la enseñanza de Lacan consiste no obstante en plantear que el psicoanálisis conduce a algún lado, que, si comienza como es debido, también puede terminar como es debido, y que hay allí una determinación que pertenece a la esencia del psicoanálisis, una determinación esencial de la experiencia analítica. Es algo totalmente distinto de tomar nuestra taza de té con quien corresponda, pasearnos, saber que nos relacionamos con alguien que se relacionó con alguien, etc., hasta llegar a Freud.
En el psicoanálisis siempre se ocuparon mucho de las filiaciones, de hacerlo existir por medio de la tradición y de la filiación. A Lacan le interesó hacerlo ex-sistir mediante lo que por ahora llamo su lógica, por su necesario; despejar su esencia, pues aquí la ex-sistencia del análisis depende de su esencia.
Para él era muy poco el infinito freudiano, ese infinito que afectaría a la experiencia psicoanalítica, o la idea de que habría que retornar periódicamente a esa experiencia. Es una diferencia absolutamente esencial, que depende de la elección de Lacan. El infinito en Lacan existe, sí, pero es el infinito analizante. Y este infinito analizante tiene el nombre de enseñanza del psicoanálisis. Se basa en el lazo que él establece entre el psicoanálisis puro y la enseñanza del psicoanálisis. Para decirlo con mucha precisión, los remito a la página 228 de los Escritos, donde evoca, en modo imperativo, «la restauración del estatuto idéntico del psicoanálisis didáctico y de la enseñanza del psicoanálisis, en la abertura científica de ambos», fórmula de la que podemos decir que aún es ingenua, pero que muestra la dirección que tomó Lacan. Digo ingenua porque ella todavía habla de psicoanálisis didáctico, una expresión que Lacan abandonará porque implicaría que el psicoanálisis se aprende. Si eso fuera posible, sus operadores no necesitarían pasar por un análisis. De hecho, esta frase, esta ecuación formulada entre el psicoanálisis didáctico y la enseñanza del psicoanálisis significa exactamente lo mismo que decir que el psicoanálisis es intransmisible. El psicoanálisis no pasa como por un tubo. Tiene medios de transmisión, pero no pasa así. La prueba es que ustedes mismos deben pasar por él como una carta. No es que el muchacho vaya a depositar su pequeña misiva para que enseguida eso siga su curso, es él mismo quien se desliza allí dentro, como una carta; el sujeto es lo que se transmite y se transforma en esa transmisión, al menos para saber leer la carta que él es.
Podemos incluso hacer de ello una bella historia. Además es mucho mejor que esta historia sea buena antes que bella -es la tesis de Lacan. Es lo que denominó pase: cuando podemos contar la carta que somos, o que fuimos, como una buena historia. Y felizmente escuchamos buenas historias de este tipo. Si no las hubiera, nos preguntaríamos qué hacemos. Felizmente hay buenas historias, que nos cuentan quienes son invitados a hacerlo por haber cumplido un procedimiento -el pase- pero noten que esto nada dice aún acerca de lo que el sujeto de esta buena historia hará, a su turno, en el psicoanálisis. Por otra parte, a menudo se mantiene allí una distancia, un hiato, incluso podría decirse un hiatus irrationalis.


Jacques-Alain Miller: El lugar y el lazo, Paidós, Buenos Aires, 2013, página 19.


UN POEMA DE JACQUES LACAN

Hiatus irrationalis (1929)

Choses que coule en vous la sueur ou la sève,
Formes, que vous naissiez de la forge ou du sang,
Votre torrent n’est pas plus dense que mon rêve,
Et si je ne vous bats d’un désir incessant,

Je traverse votre eau, je tombe vers la grève
Où m’attire le poids de mon démon pensant;
Seul il heurte au sol dur sur quoi l’être s’élève,
Le mal aveugle et sourd, le dieu privé de sens.

Mais, sitôt que tout verbe a péri dans ma gorge,
Choses qui jaillissez du sang ou de la forge,
Nature –, je me perds au flux d’un élément :

Celui qui couve en moi, le même vous soulève,
Formes que coule en vous la sueur ou la sève,
C’est le feu qui me fait votre immortel amant.


Cosas, ya fluya en vosotras el sudor o la savia,
Formas, ya nazcáis de la fragua o de la sangre,
Vuestro torrente no es más denso que mi sueño;
y, cuando no os golpeo con un deseo incesante,

Atravieso vuestra agua, caigo hacia la arena
Donde me arroja el peso de mi demonio pensante.
Sólo, choca contra el duro suelo donde se eleva el ser
Al mal ciego y sordo, hacia el dios privado de sentido.

Pero, al perecer todo verbo en mi garganta,
Cosas, ya nazcáis de la sangre o de la fragua,
Naturaleza, -me pierdo en el flujo de un elemento:

Aquel que arde en mí, el mismo que os subleva,
Formas, ya fluya en vosotras el sudor o la savia,
El fuego me hace vuestro inmortal amante.¹

(Versión de Oscar Masotta)
¹ Publicado en la sección “Fronteras”, de la Revista El Caldero de la Escuela, N°51, mayo 1997


Diogenes buscando a un hombre
Diógenes buscando a un hombre, Castiglione, Giovanni Benedetto 1645 – 1655. Óleo sobre lienzo, 97 x 145 cm. Museo del Prado