Destete

Mercedes Ávila

El primer análisis se inicia a la edad de 16 años. En ese momento la consulta se produce porque una amiga le dijo que “porque sus padres habían muerto” debía consultar.

Las sesiones duraron aproximadamente dos años en los que logra cierta separación de su hermano menor, al que veía como desprotegido, y una elección de carrera que fuera más allá de lo que les había dicho a esos padres muertos.

Un sueño que recorta de ese análisis es el de “estar en medio de la selva y ver cómo se abría un camino, como una autopista que llevaba a la ciudad”.

El segundo análisis comienza a los 27 años, bajo el problema de querer ser madre y la imposibilidad de pensar en un embarazo, visto el mismo como una situación horrible y peligrosa por el parto.

La entrada en análisis se presenta bajo un sueño: está en un lugar en el que escucha a dos personas hablar sobre Mar del Plata y que van a visitar a “la vaca de Mar del Plata”. Entiende primero que se trata de un animal y luego descubre que la vaca en realidad es una mujer. Recuerda que a su madre le decía “La vaca Flora”.

A lo largo del análisis logra transitar un embarazo tranquilo y ameno, y toma cada vez más forma que el problema no era el ser madre sino ser hija. Una hija que todo el tiempo cuida al otro, a la madre enferma, luego al padre enfermo, y a cualquier cosa que ocupara el lugar de desvalido.

El significante “huérfana” ilustra esa posición. La huérfana había aparecido cuando tenía ocho años y supo que su madre iba a morir. La muerte posterior de los padres, cuando tiene 16, es un accidente que se añade a ese nombre, y además vela la posición, que es la de arreglárselas sin el otro, pero simultáneamente haciendo consistir a un otro que no está para ayudar.

Despejado el síntoma que inició la consulta, el ser madre, emerge otro síntoma, más consistente: el miedo a morir. Un estado súbito de hiperconciencia en el que aparece angustia por saber que se ha de morir y que no puede evitarse. Este estado no dura más que un minuto, pero se repite con asiduidad.

A lo largo del análisis se despejan varios problemas, el miedo a la muerte persiste.

Consiste cada vez más una forma de saber-hacer por medio de lo alegre y el humor, el chiste como el recurso privilegiado. Comienzan las risas a carcajadas que antes no estaban presentes.

Los encuentros de las sesiones del análisis de distienden cada vez más, se atraviesan momentos de cuestionamiento al analista y a su posición, su efectividad.

Hace pocos meses, en una conversación, le preguntan por sus padres y responde “soy huérfana”. En el acto del decir siente el exceso de ese término.

A los pocos días tiene un sueño: Está tomando la teta de su madre, el pecho tiene forma redonda, como una pelota de cuero y pelaje con los colores propios de las vacas lecheras, la escena es grotesca y obscena. Ella es adulta y está tomando la teta de su madre.

En su última sesión de análisis habla con su analista sobre ese sueño, no recuerda antes haber soñado con su madre, el sueño es grotesco, muestra algo excesivo, fuera de lugar, obsceno.

Recuerda el sueño de la vaca de Mar del Plata. Algo ha cambiado.

El miedo a la muerte ha desaparecido.

Por último, recuerda que en algún momento ella les tenía mucho miedo a los extraterrestres, que eran una representación clara de aquello que se desconoce. Se lo contó a su padre y él le dijo: “es cuestión de costumbre, por ejemplo, las vacas son animales muy feos, pero las vemos todo el tiempo y por eso ya no nos parecen ni feas ni nada”.

Esa respuesta de su padre introdujo una calma, se puede hacer algo con eso que se teme.

Cierta sorpresa aparece alrededor de la unión de todos esos elementos que siempre estuvieron disponibles allí pero sólo ahora pueden verse con claridad.

El analista se convirtió en una voz que se lleva y está disponible siempre. Acompaña. En las distintas circunstancias de la vida, si aparece la angustia, lo primero que surge es la pregunta de dónde sale esto. Siempre se puede hacer algo.



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Sobre la rudeza o dulzura del psicoanalista

Mercedes Ávila
Sebastián Digirónimo

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Ewoud De Groot, Call of the loon, 2012. https://www.ewoud.nl/

En el filme de Gérard Miller “Rendez-vous chez Lacan” (2011) podemos escuchar distintos testimonios sobre la práctica de Lacan, podemos conocer, en parte, al Lacan psicoanalista a través del relato de sus propios analizantes.
Entre los testimonios se destaca el de Antonio Di Ciaccia, quien, junto con otros entrevistados, en dos minutos de metraje relatan lo difícil que era sostener un análisis con Lacan.
Di Ciaccia dice que Lacan “te sostenía con una mano y te sacudía con la otra… pero te sostenía.”
Muchos creen, erróneamente, que un análisis debe ser un lugar cómodo, entendiendo lugar cómodo como un espacio en el que se va a dar testimonio y se espera consuelo y perdón. Eso en todo caso sería un confesionario. Un análisis es otra cosa. Es el lugar de la inhumanidad, pero hay que definir con precisión qué quiere decir ello. Desde ya, no implica que el psicoanalista deba ser cruel.

Lacan daba una mano para poder sostener y, simultáneamente, tironeaba con la otra. ¿Qué enseñanza nos ofrece este ejemplo? Que un psicoanálisis no debe dar lugar a la comodidad ni al estancamiento ni al regodeo en el sufrimiento.
Porque si bien hay que darle lugar al malestar, alojarlo, como dicen muchos abusando del término, porque ello es un paso imprescindible en los inicios de un análisis, no hay que caer en la trampa de esperar el momento adecuado para intervenir como psicoanalista y darle por fin lugar al análisis, eso debe ocurrir desde el primer momento ya que no quita lo anterior. El analista no es un sádico, es inhumano. No goza en su acto, pero tampoco pierde la oportunidad de hacer existir al psicoanálisis.
Los testimonios señalan bien esa oscilación entre la rudeza y la dulzura: había siempre algo que permitía soportar el malestar y continuar hacia el horizonte del psicoanálisis, hasta que el malestar y el sujeto mismo se transformaran en otra cosa.

2021

Para no olvidarlo

Miquel Bassols

Hace falta la chispa de la transferencia para que la experiencia del inconsciente se haga realidad y encienda su reguero de pólvora. Es una chispa que, en el instante mismo, siempre se muestra como un encuentro contingente, pero que se demuestra también como necesario visto un tiempo después. Hay que añadir algo de lo imposible de soportar, lo que solemos llamar «síntoma», para que esta mezcla tenga efectos eruptivos, de verdadera pasión por el saber. O también, lo que puede resultar más complicado, de pasión por la verdad sin saber porqué.
Es lo que me ocurrió contando dieciséis años, cuando el país se debatía contra su propia oscuridad a finales del franquismo y yo con la mía a finales de un bachillerato nada apacible. La imagen que viene ahora para cifrar este encuentro, el que actuó de precipitante de la mezcla, procede de un regalo familiar, el regalo hecho por una hermana, un verdadero regalo: un ejemplar de la Psicopatología de la vida cotidiana de Sigmund Freud en la edición española de Alianza Editorial. Era una edición de bolsillo con una sugerente ilustración de tapa: el dibujo a tinta negra de una mano con el dedo índice levantado y un hilo rojo con un nudo atado a media altura.
Un nudo para no olvidarse.
¿Para no olvidarse de qué? Había que abrir el libro para empezar a saberlo. Y el lector empezó a saberlo, a leer con pasión, sin saber porqué: Signorelli, la sexualidad y la muerte, aliquis, las mujeres y las generaciones, el olvido de los nombres y las palabras extranjeras, la pluralidad del sentido, el equívoco y los recuerdos infantiles, el olvido colectivo y los puentes de palabras, el goce sexual y las leyes fonéticas, la fe de los padres y la repetición, el estilo y el sinsentido, lo interior y lo exterior, el síntoma y el encuentro con lo nuevo… Cada cosa llevaba por un camino u otro al nudo de la propia historia y del propio malestar.
psicopatologia de la vida cotidiana AlianzaSin embargo, el amor al saber conducía entonces en primer término al lugar donde se suponía que ese saber estaba, a la universidad, la de psicología si se trataba de seguir los nudos del hilo rojo en cuestión: Great Expectations, como decía el título de una pieza de jazz que acompañaba esas lecturas. Bastaron unos meses para experimentar la desilusión más descorazonadora y casi perder el hilo en las grandes expectativas. ¿Qué tenían que ver las «dos sigmas de separación de la media de adaptación», el «condicionamiento palpebral» o la «sinapsis neuronal» con aquel nudo que se había formado para mí entre el síntoma, el saber y la verdad? Y además, esa apariencia de falsa ciencia con la que se revestía una ideología sostenida muchas veces desde la impostura, aunque fuera con algunos gestos progresistas, ¿cómo podía ni tan siquiera considerar la existencia de ese nudo con el que me las veía desde hacía un tiempo? Salvo honrosas excepciones, el discurso general iba del eclecticismo más diluido al reduccionismo empirista más banal. Casi nada que hablara de psicoanálisis y, cuando se hacía, era más bien para confinarlo en los anales de la historia de la psicología. Digamos al pasar que la cosa no es hoy, treinta años después, muy distinta. En aquel momento, aquella caída de los ideales de saber tuvo la virtud de hacerme interesar por la epistemología, por las condiciones con las que un saber se constituye y se propone como ciencia, por el estudio del lenguaje y de las lenguas, y de empezar a buscar fuera de aquel medio universitario una relación con el saber más viva y verdadera.
Una cita leída al vuelo como exordio en un libro crítico con la psicología académica, aconsejado por una de aquellas excepciones universitarias, sigue hoy subrayada en rojo: «La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa más que el padrinazgo que la hace calificar de académica. El ideal es siervo de la sociedad». La cita, tan explosiva para mí en aquel contexto como precisa en la actualidad, iba firmada por un tal Jacques Lacan y quedó como hilo conductor de las lecturas de ese primer año de Universidad. Era un hilo a la espera de un nuevo nudo, que no tardaría mucho tiempo en formarse. La frase tocaba de lleno el corazón del síntoma: la servidumbre de los ideales transmitidos en la historia familiar, el rechazo de esos ideales que acuciaban un deseo difícil de escuchar, cuando no imposible de decir, un «padrinazgo» que delataba la orfandad del deseo, el malestar de ese deseo ante cualquier academicismo de impostura.
Digamos que la apariencia de ciencia con la que se revestía la psicología académica era entonces menos pretenciosa: las TMC de la época decían mejor, aunque con igual brutalidad, lo que las TCC de hoy piensan camuflar bajo el nombre de «Terapias Cognitivo Conductuales»: eran puras y meras «Técnicas de Modificación de la Conducta». Las contradicciones eran, sin embargo, fecundas para quien supiera escucharlas con cierta inquietud: a la vez que se aconsejaba la lectura y la ideología autoritaria de Walden 2 de Skinner, se comentaba el crudo impacto de La Naranja Mecánica de Kubrik; a la vez que se proponía la modificación de la conducta fóbica por medio de técnicas de implosión confrontando sistemáticamente al sujeto con el objeto fóbico, se flirteaba con el progresismo de Cooper y Laing en el tratamiento de la locura.
Lo heteróclito del panorama no escondía sin embargo el proyecto general, que ya tomaba la forma de programa universitario, de ignorar y hacer ignorar al psicoanálisis en los departamentos de la psicología científica. En el despacho de al lado, los «Psicodinámicos» que hoy diluyen el nombre y la experiencia del psicoanálisis en el eclecticismo de las psicoterapias aconsejaban entonces, lisa y llanamente, no leer a Jacques Lacan: demasiado difícil, demasiado abstracto, demasiado intelectual, demasiado incomprensible, demasiado… Y uno, que siguiendo el hilo rojo de la letra se había encontrado ya con aquella máxima de José Lezama Lima, «Sólo lo difícil es estimulante», no podía no encontrarse ya con el texto de Jacques Lacan.
Fue un encuentro en compañía de algún otro que cultivaba igualmente lo difícil y lo estimulante en la conversación amistosa y fue también un encuentro en la soledad de la lectura. Fue un encuentro mediado por alguien que había sido tocado también por ese texto, en otro país y momento, el psicoanalista argentino Oscar Masotta, que había iniciado en Barcelona y otras ciudades de España un trabajo de lectura y de impulso de un movimiento que sería después el crisol para una escuela lacaniana en el país. Sin esta coyuntura, hecha de intersticios y de fracturas, no habría habido para mí encuentro con la disciplina freudiana, con la experiencia y con el discurso del psicoanálisis. Supe ya entonces que esas condiciones son de estructura y que, por lo mismo, un encuentro así no podrá sumirse ni organizarse nunca en las formas universitarias del saber, que su propia naturaleza y su transmisión implican la existencia de lo intersticial para hacerlo habitable.
El encuentro con el texto de Jacques Lacan fue así lo más parecido a una experiencia traumática, un encuentro como a destiempo, con lo súbito incomprensible, pero realizado a la vez de un modo lento, con el paciente destello de lo que no se comprende pero toca lo más íntimo del ser, lo más ignorado de uno mismo. ¿Cómo un texto podía subvertir de tal manera el sentido común y producir efectos tan estimulantes, exigir un trabajo tan opaco a veces, tan a tientas, y ofrecer finalmente un relámpago tan certero, tan directo y de consecuencias tan singulares como pragmáticas? No, no había nada de «intelectual» en todo aquello, ese texto llamaba a la acción sobre el sujeto en su singularidad más íntima e irreductible, la incluía en su lógica de un modo que ninguna teoría ni ideario «revolucionario» podía ni imaginar. Tardes y tardes de conversaciones, noches y noches de lecturas, mañanas y mañanas de levantarse a tientas y con un sentimiento de fractura subjetiva que llegaba en sus resonancias a cada rincón de la vida. A la vez, había que escuchar de algún avispado y futuro ejecutivo del mundo «psi» que todo eso eran retóricas vacías, piruetas en el aire cuando el mundo real de la enfermedad y la locura exigía acciones concretas, verificables sólo en la empiria objetivada del laboratorio conductual y científico.
¿Pero qué había de más real que esa división subjetiva que yo mismo encarnaba? ¿Qué había de más concreto y verificable que ese efecto de la letra y del significante sobre el sentido vacilante de la vida en el que algo de la locura y su estructura misma se hacían evidentes? De ese real y de esos efectos podían deducirse las leyes de una clínica mucho más rigurosa que cualquier descripción empírica de lo observable.
Ése era el nudo, el nudo para no olvidar, el nudo que había que defender con una pasión por la verdad que muchas veces hacía estragos en uno mismo. Tiempo después, esa pasión por la verdad se demostraba como un verdadero obstáculo para poder operar con el sujeto de la experiencia analítica. Pero faltaba entonces ver cómo hacer y deshacer ese nudo, cómo rehacerlo para explicárselo a uno mismo y explicarlo a otro.
De ahí a estirarse en un diván había un paso, el que exige dar el sufrimiento del síntoma para empezar un análisis. Y la experiencia de estirarse en un diván y hablar al Otro –«hay que volver a aprender a hablar», recuerdo haber dicho al inicio– empezó a cambiar muy pronto el pathos de la verdad por cierta alegría en el gay saber y por unos efectos de formación en los que encontré el deseo del analista, es decir, el deseo de ocupar esa extraña posición que es la del analista. Las consecuencias de este pasaje no fueron, por supuesto, extraídas de un día para otro. Tres períodos de análisis con tres analistas distintos –a la tercera fue la vencida, de trece años, y fuera de mi país– y una implicación constante en el movimiento psicoanalítico tejieron los hilos. El nudo, para no olvidarse, está formado ahora por la experiencia analítica y mi vínculo de trabajo con la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, que hace presente el discurso del psicoanálisis en España en el marco de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la que impulsó y sigue orientando con su deseo Jacques-Alain Miller.
Hoy sé que le debo a esa experiencia haber podido librarme del efecto mortificante de aquellos síntomas, pero también haber podido encontrar un modo de decir que toque y pueda tratar la división subjetiva, la que había sufrido con toda mi pasión, dándole un lugar más digno. Es esta una experiencia que nunca podrá reducirse a una adquisición de saber, una adquisición que, es cierto, no deja de producirse de múltiples formas una vez encontrado ese deseo inédito del analista y haber operado con él en la práctica. «Un modo de decir» es lo que Jacques Lacan formalizó con el Discurso del analista, es también un estilo de vida que parte de lo que no tiene forma para formarse en la singularidad de cada ser que habla, es también lo que cada psicoanalista debe hacer hoy presente para estar a la altura de la subjetividad de su época.
La experiencia analítica me ha enseñado, sin embargo, que tal modo de decir, extemporáneo en relación con los ideales de la época, sólo subsiste en la medida en que fracasa de la buena manera, sin llegar a la suficiencia de su éxito, que sólo obtiene su lugar y sus verdaderas consecuencias sobre lo real en su «no dejar de no conseguirlo». Era la idea, más bien antiexitista, de Jacques Lacan: «Si el psicoanálisis tiene éxito, se extinguirá hasta no ser más que un síntoma olvidado»¹. El psicoanalista, más que nadie, sabe la importancia de lo fallido para hacer posible el tratamiento del sujeto y no borrarlo de lo real con la solución más rápida y eficaz.
Para no olvidarlo, conviene defender hoy la experiencia del psicoanálisis de su reducción a un saber evaluable según los criterios generales de la eficacia utilitarista.

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Beili Liu -Señuelos- http://www.beililiu.com

¹ Jacques Lacan, «La tercera», en Intervenciones y Textos 2, Editorial Manantial, Buenos Aires, 1988, p. 85.


Fuentes:
Miquel Bassosl: «Para no olvidarlo», en Desescrits, 2005.
Jacques-Alain Miller, Bernard-Henri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 31.

«El análisis no era más que un medio para mi libertad»

pierre-reyPierre Rey

Hay grandes semejanzas entre análisis y escritura. Para empezar, en uno y otro caso, movilizan, las veinticuatro horas del día, una energía tan absoluta que a partir de ello se instaura un irritante estado de indisponibilidad a todo lo que sea ajeno a ella, esto es, en la práctica, a todo lo demás.
A continuación, gracias a esa mirada interior que imponen, ya sea que se concentre estrictamente en el universo mental en que los tiempos encuentran su punto de inflexión, o en la necesidad de los personajes que habitan su creador, tanto una como el otro implican un desdoblamiento que erige ente quien los practica y el mundo exterior una campana de cristal que atenúa los rumores de la vida.
Ni más ni menos lo que les pasa a quienes nunca se tutearon con la locura, los que nunca pudieron penetrar en la médula de ese punto focal del aislamiento: no pueden entender qué significa un corte radical, ni el sentido profundo del giro «en otro sitio.»
—Siento vergüenza… Ayer a la tarde hice una especie de análisis salvaje. Sin duda hubiera hecho mejor si no avanzaba más…
El día anterior, para ayudarla a salir de una situación de angustia que había encontrado traducción en uno de sus sueños, había sido ganado por un irresistible deseo de revelar su sentido a una amiga.
—Usted está perfectamente calificado para hacerlo— me dijo enfáticamente Lacan.
Yo no sabía demasiado bien si me estaba metiendo el perro o no.
Ni una ni otra cosa.
Unas semanas más tardes, repitió:
—¿Usted nunca pensó en hacerse analista?
Lo miré, petrificado. ¿Analista, yo?
—¿Usted me está hablando en serio?
Yo sólo estaba allí porque había habido una zona de sombra en el desenvolvimiento de mi goce y para que, llegado a ese punto, ya no se me robase la menor parcela del mundo exterior, en la plenitud de su espacio y de su tiempo.
—¿Usted me ve en un sillón durante años oyendo la repetición con pelos y señales de lo que estoy  intentando resolver al venir a su consultorio?
El análisis no era más que un medio para mi libertad.
No un fin en sí: estaba demasiado poco preparado para el displacer como para desear ser, de manera profesional, escucha del ajeno.

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 158.


Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

Sobre la reedición del libro en Argentina: Télam