La transferencia develada

Marie-Hélène Brousse

¿Cómo encontré la disciplina freudiana? Pensándolo bien, se impone una diferencia entre el conocimiento y el encuentro: el psicoanálisis era un objeto de la cultura al que yo había tenido acceso. Pero el encuentro propiamente dicho, ¿cómo definirlo? Como el momento en que ese objeto (de saber) produjo un efecto en la persona que yo era. Tuvo lugar para mí en un juego de palabras que hizo un amigo sobre mi nombre: efecto de sorpresa y de enigma; en resumen , efecto de división. No hay encuentro con el psicoanálisis que no pase por la experiencia subjetiva.
Después, hubo el encuentro con un analista y la experiencia de esa aventura que es una cura. Enseguida tuve claro que ésta es una experiencia del decir preciso y riguroso. Pero lo que me preocupaba era la transferencia. Ponía el saber de los libros en el centro del dispositivo analítico y, en mi análisis, no lo veía por ningún lado. Muchas veces escuchaba a mi alrededor hablar de amor y de odio, veía cómo se desplegaban todas las modalidades del lazo, in vivo. En mi lazo con mi analista, nada de todo eso. La calma chicha. Sin embargo, lo había elegido yo, por su nombre y su discreción justamente. Pero de él yo no quería otra cosa que el ejercicio de su función. Lo quería funcionario del análisis. Hoy que soy analista, me doy cuenta al escribir estas líneas que la transferencia estaba, y bien que estaba, bajo la forma de ese «yo no quiero saber nada». Estaba en la asociación imposible entre el nombre, o sea lo contrario del profesional anónimo, y la discreción, aquí modo encarnado del silencio.
Sin embargo, los libros, es decir, la teoría analítica, tenían razón. Después de una sesión, en la escalera, como estricta consecuencia de un encadenamiento asociativo apareció ante mí el resorte de la transferencia: mi analista, ese hombrecillo tranquilo, discreto y silencioso, encarnaba para mí, el Santo Padre, el Dios clamoroso de la Biblia, el Dios de Abraham. A este Otro, le temía más que a nada, su palabra era un rayo… Todavía recuerdo la risa formidable que solté en esa escalera parisina que parecía una jaula. Mi analista era el imperativo de la demanda contenida en toda palabra. Si yo no lo veía por ninguna parte, es porque era ese todo, el cuadro general del mundo amenazador en el que vivía. Todas las particularidades de mi relación con los otros, que organizaban mis síntomas, respondían a ese partenaire interior del que había que, costara lo que costara, guardar distancia.
Haber experimentado eso no sólo tuvo efectos terapéuticos inmediatos, sino que modificó radical y profundamente mi concepción de las relaciones con los seres hablantes. No existen relaciones entre los seres humanos que no estén organizadas por la transferencia. Se despliegue bajo su forma imaginaria o simbólica, ella es la gran organizadora, ella es real. Organiza las respuestas y los actos del sujeto sin saberlo. Sin embargo, en los diferentes discursos en los que somos tomados, no aparece de ese modo, sino que sin cesar es objeto de maniobras: de sugestión, de influencia, de denegación, por ser el resorte de cualquier poder sobre el Otro. La evidencia y la formulación de las modalidades que adopta para cada sujeto es la condición del poder que un sujeto puede tomar de sus propios actos, la condición para convertirse en el agente de su destino.
Solamente el dispositivo analítico pone al analista en la obligación de renunciar al poder que le da la transferencia para operar. Es lo que permite que se devele. Un análisis produce, por ese hecho, consecuencias éticas y políticas en el sujeto.
La puesta al desnudo de la transferencia o, por el contrario, el velo mantenido sobre él, constituye una línea divisoria entre el psicoanálisis, por una parte, y las otras formas de discurso que siguen encontrando en eso las raíces de su poder sobre los sujetos, ya sea sin querer saberlo, como en el caso del discurso de la ciencia, o en pleno conocimiento de causa, en el de la política.
El odio que suscita hoy el psicoanálisis tiene su origen en la revelación, por la transferencia, del poder dado al Otro, que se produce para todo analizante en su cura. Las distintas técnicas de gestión de los seres humanos no quieren separarse (¡por el bien de los sujetos, evidentemente!). Lacan lo formula admirablemente en un texto escrito después de la Segunda Guerra Mundial: «En este siglo, el desarrollo que habrá de los medios para actuar sobre el psiquismo, una manipulación concertada de las imágenes y de las pasiones de la que ya se ha hecho uso con éxito contra nuestro juicio, nuestra resolución, nuestra unidad moral, serán la ocasión de nuevos abusos de poder».1 Es más que nunca de actualidad.

¹ Jacques Lacan, en Otros escritos. 

escaleras


Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008, página 50.

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