Gustavo Dessal

Lacan creía que la falla que vuelve para siempre al hombre enfermo era la ausencia de relación sexual, que esa enfermedad era irremediable, que nada podía colmar ni curar la distancia entre un sexo y otro, que cada uno, como sexuado, está aislado de lo que siempre quiso considerar como su complemento. La ausencia de relación sexual invalida toda noción de salud mental y de tratamiento terapéutico como retorno a la salud mental.
Vemos entonces que, contrariamente a lo que el optimismo gubernamental profesa, no hay salud mental. Se opone a la salud mental —y a todo tratamiento terapéutico, que supone que conduce a ella— la erótica. En otras palabras, el aparato del deseo, que es singular para cada uno, objeta la salud mental.
El deseo está en el polo opuesto de cualquier norma, es como tal extranormativo. Y si el psicoanálisis es la experiencia que permitiría al sujeto explicitar su deseo en su singularidad, este no puede desarrollarse más que rechazando toda intención terapéutica.
Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, página 35.
Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, página 36.
Psicoanalista, escritor
Primer amor
No había entrado en la pubertad cuando me enamoré de una mujer de más de veinte años. El amor era su presencia en mis ensoñaciones, la presencia de su imagen antes de dormir. Y, lo más importante, el despertar del deseo de escribirle un poema, al que después siguieron otros.
Un día desapareció del barrio y, años después, la reconocí en los rasgos de Katherine Hepburn actuando en La reina de África: el cabello levantado, que adivinaba rojizo, un cuello grácil, una figura delgada y firme, la decisión femenina de su mirada.
Escribir: en ese infinitivo donde nadie escribía encontraba una brújula; leía poesía, trataba de juntarme con poetas, me interesaba por la vida de los escritores, convertía en grotescos los dramas familiares. Cualquier cosa, hasta el dolor, podía ser escrito. Cualquier experiencia valía la pena porque sería escrita.
Pero —el adversativo se impone— la ciudad en que había nacido, a casi trescientos kilómetros de Buenos Aires, no descollaba por su amor a las letras. Y la familia que me había tocado en suerte, con excepción de mi madre que soñaba su vida como Madame Bovary, no parecía dispuesta a facilitarme las cosas. Fue por mi madre como conocí, a los quince años, el nombre de Sigmund Freud impreso en una edición popular que contenía resúmenes de sus diversas obras.
El paso decisivo
A pesar de estar enamorado de quien después sería mi mujer por mucho tiempo, decidí abandonar la familia y la ciudad natal cuando tenía dieciséis años. Empezaban los sesenta, viviría solo en Buenos Aires, trabajaría lo menos posible y me dedicaría a escribir y estudiar.
En efecto, las amistades me fueron fáciles, las pensiones baratas, el entusiasmo sin límites y la soledad soportable.
Me hice habitué de los bares de la avenida Corrientes, de algunas clases de lingüística de la facultad de la calle Viamonte; y alumno regular de las clases nocturnas del Instituto José Manuel Estrada.
Los lugares comunes de mi vida anterior se transfiguraban en materia de una novela de iniciación, a la vez que dejaba la poesía por los «misterios» del cuento. Escribir cuentos, cuentos perfectos como algunos que se admiraban, era un anhelo compartido por muchos.
Por mi parte, la novela en primera persona me facilitaba la descripción de situaciones desoladoras, íntimas, divertidas, líricas, etcétera.
A los veinte años terminé Nanina, que se publicó tres años después. Tuvo un éxito sostenido hasta que la prohibición de un gobierno militar la hizo desaparecer de las librerías. Vivía con aquella mujer, tuvimos un hijo. Algo irreversible que la muerte de mi padre terminó de sellar. En menos de dos años me había convertido en padre, había asistido a la muerte de mi padre y era a la vez un autor conocido y procesado.
Escribía Cancha Rayada, mi segunda novela, en un estado de creciente incertidumbre.
El nombre remite a una batalla que fue una derrota. Intentaba el humor, una parábola sobre la actualidad política de 1970.
Lector de psicoanálisis, de los escritores de la beat generation, del budismo zen y diversos filósofos, no había seguido el ascenso del compromiso político a la militancia y de ahí a la lucha armada. Estaba con la vanguardia, pero no creía en la toma del poder según los cálculos de entonces. No tardé en conocer víctimas de esos postulados que nunca se revisaban porque eran velados por los mártires. La proliferación de metáforas religiosas era evidente para cualquiera que no compartiera ese lenguaje. El horizonte se oscurecía, las amistades se subordinaban a las posiciones políticas, la dimensión lúdica introducida por autores como Cortázar se redujo a un humor ideológico codificado hasta la imbecilidad.
Un encuentro
Entonces me encontré con Oscar Masotta y con la gente del psicoanálisis. Al poco tiempo estaba, como se decía entonces, en análisis. En la primera entrevista el analista calmó mi angustia por una apelación a lo universal: cualquiera puesto en mi lugar, etcétera. Hoy supongo que por la vía inversa hubiera ido más lejos. De cualquier manera, seguí ese análisis hasta un final acordado unos cinco años después. En esos años repasé la novela familiar, construí otra versión del pasado, enganché con la alegría del ambiente que facilitaba las fiestas y los amores.
Pero ya había puesto en Nanina un epígrafe de Sartre: «Podemos curarnos de una neurosis, pero no curarnos de nosotros mismos». El pasado que vuelve, como la lluvia, era la extraña derrota de mi padre. Había tenido la inteligencia, el humor y el gusto por la vida que le admiré en mi infancia. Pero eso había desaparecido entre fracasos laborales que convirtió en destino, en el creciente desamor que instalaba con sus arrebatos, sin entender que estaba con una de esas mujeres que (según Sigmund Freud) no se separan del marido porque no han terminado de vengarse. La infelicidad manifiesta de mi madre se le había convertido en una acusación viviente. Entendí, en algún momento, que no sería yo quien podría salvarlo.
Tuve la suerte de tener dos hermanas algo mayores que yo, dos hermanas con las que podía arreglar salidas (las acompañaba a los bailes) a cambio de que me facilitaran el encuentro con alguna de sus amigas que me gustara. En cambio, con mi hermano menor no tenía ninguna complicidad. Esto había vuelto con el análisis, pero algo de lo que se instalaba en mi vida pasó en silencio según el dicho de Freud, «El destino es un deseo que se ignora».
A su vez seguía con el estudio del psicoanálisis, contento de mi amistad con Oscar Masotta, orgulloso de participar en sus proyectos.
En cuatro años conocía las diversas corrientes del psicoanálisis, una lectura sistemática de Sigmund Freud y estudiaba las disciplinas necesarias para la lectura de Jacques Lacan, que había comenzado junto con mi análisis.
Mi analista no era «lacaniano», más bien tomaba distancia con su estilo ecléctico, donde resonaban Freud, Melanie Klein y la psicología social.
Era un lector políglota, distante en su práctica, con interpretaciones extrañas. Por mi parte, los recuerdos y los sueños, el retorno de dichos populares y de historias familiares, se convirtieron en un diario de viaje y en una reserva: más de un fragmento pasó a un texto literario. Incluso el proyecto de la revista Literal surgió de ese nudo que se había convertido en el haiku de mi vida.
Propagué el psicoanálisis de maneras diversas. Trabajaba en publicidad y lo que sabía, llegado el caso, lo usaba para difundirlo. Criado en la cultura popular, lector de la alta cultura, tenía un gusto especial por las de vanguardias. Y, en aquel momento, la lectura de Jacques Lacan era una provocación que conducía a gente como el Marqués de Sade y sus diversas lecturas relacionadas con lo que se llamaba «estructuralismo». Oscar Masotta polemizaba con el psicoanálisis oficial; yo lo acompañaba desde algunas revistas culturales. Cuando publiqué, en 1975, Macedonio Fernández, la escritura en objeto, sabía orientarme por el psicoanálisis y evitar lo que se llamaba «psicoanálisis aplicado».
En 1974 Oscar Masotta propone una escuela, pongo mi firma entre los fundadores. Poco antes había leído con atención El yo y el ello, y desconcertado por la aparición del «superyó» —que me parecía salido de una galera invisible— le comenté a Oscar Masotta que la cosa me parecía inconsistente. Me respondió que la única respuesta era practicar el psicoanálisis, sin buscar un sistema en los libros de Sigmund Freud. Y menos en los de Jacques Lacan.
La segunda muerte
Oscar Masotta tiene que irse del país poco después de la fundación de la escuela. Termino mi análisis, dejo la publicidad y me dedico a la enseñanza. Escribo La vía regia, una novela con un capítulo titulado «Bocas cerradas de las que salen moscas». Nadie, por suerte, se dio por enterado. Llegó el fatídico marzo de 1976, comienzo del terrorismo de Estado.
Inquieto, visito a Oscar Masotta en Barcelona, voy a un congreso de psicoanálisis en Milán, donde conozco a Daniel Sibony, escucho en París clases de Jacques Lacan, quien me concede una entrevista en su consultorio.
De vuelta en Buenos Aires, promuevo la invitación de Daniel Sibony, quien tenía la ventaja de saber castellano. Mal cálculo. Tensiones, llamadas inquietantes.
Muere Oscar Masotta (1979). Con la misma mujer y entonces dos hijos me instalo en Barcelona, donde soy bien recibido por los catalanes estudiosos del psicoanálisis y con recelo por los compatriotas instalados en la ciudad. «Allá como un ausente, aquí como una sombra», escribí, entre dos muertes.
Lo construido desde el encuentro con Oscar Masotta se había esfumado, la ciudad que tanto había deseado en la adolescencia era una Buenos Aires desolada por el terror a la que sería difícil volver por algún tiempo.
En Barcelona de día trabajaba en el psicoanálisis, de noche me refugiaba en restos de identificaciones paternas: iba a beber y disparatar con amigos, en un clima de humor masoquista que no presagiaba nada bueno. La situación familiar me resultaba asfixiante, no sabía cómo actuar con mis hijos. Gracias a la confianza y la ayuda de los que después serían nuevos amigos, logré sobreponerme a esa situación y solicitar un segundo análisis.
De historias a palabras
Acudí a una entrevista analítica en París, cerca de la Place de l’Odéon. En el mismo día y en pocas horas había pasado por una serie de encuentros relámpagos, que como fichas de dominó redujeron una historia a ciertas palabras que podía cruzar de diferentes maneras. Volví a pasar por la vergüenza, la angustia, la culpa. Volví a interesarme por los sueños, por detalles olvidados, por el retorno de lo que se suponía perimido. También, de manera extraña, alguna vez el silencio y la lluvia en la ventana fueron la serenidad de estar en un lugar presente que podría resumirse en un proverbio budista: «Preocuparte por tu suerte después de morir es tan absurdo como interrogarte por lo que será de tu puño al abrir la mano».
La elación de la sala de espera, la fraternidad cómica que se instalaba algunas veces, era el reverso de esa posición de no estar «ni solo ni acompañado» de quien habla en un análisis. Posición que explica lo que Jacques Lacan llamó «milagro del cuerpo», esas lágrimas que suelen acompañar el vacío que habla.
James Joyce se refirió a esas grandes palabras que nos hacen tanto daño, pero se olvidó de las pequeñas; miserables palabras de la infancia cuyas cicatrices nunca se borran.
La historia con mi mujer terminaría en el momento en que las identificaciones que la sostenían se borraron a partir de una epifanía que no sabría explicar.
El famoso destino de mi familia era haber probado que el significante del dinero puede abolir cualquier significación —como dijo con fuerza Jacques Lacan— y que la palabra entre nosotros carecía por eso de propiedad alguna. Letras de cambio borradas, enigmas que terminaron por causar risa, pero que no fueron nada graciosos en aquel pasado.
Un día, después de una sesión en la cual conté que un nativo de Barcelona se refería a los argentinos como unos «buscavidas», caminaba junto a mi analista porque estábamos en el contexto de alguna Jornada de Psicoanálisis: entonces le escuché decir, sin dirigirse en particular a mí, que ese catalán también viviría de algo. Me sorprendí en ese momento. Pero más en los años siguientes, porque me separé de manera definitiva de lo que parecía un destino inexorable. Ahora me ocupo del psicoanálisis y el psicoanálisis se encarga del resto.
Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008
Jacques Lacan, Seminario 8 La transferencia, Paidós, Buenos Aires, 2003, página 65.
En el filme de Gérard Miller “Rendez-vous chez Lacan” (2011) podemos escuchar distintos testimonios sobre la práctica de Lacan, podemos conocer, en parte, al Lacan psicoanalista a través del relato de sus propios analizantes.
Entre los testimonios se destaca el de Antonio Di Ciaccia, quien, junto con otros entrevistados, en dos minutos de metraje relatan lo difícil que era sostener un análisis con Lacan.
Di Ciaccia dice que Lacan “te sostenía con una mano y te sacudía con la otra… pero te sostenía.”
Muchos creen, erróneamente, que un análisis debe ser un lugar cómodo, entendiendo lugar cómodo como un espacio en el que se va a dar testimonio y se espera consuelo y perdón. Eso en todo caso sería un confesionario. Un análisis es otra cosa. Es el lugar de la inhumanidad, pero hay que definir con precisión qué quiere decir ello. Desde ya, no implica que el psicoanalista deba ser cruel.
Lacan daba una mano para poder sostener y, simultáneamente, tironeaba con la otra. ¿Qué enseñanza nos ofrece este ejemplo? Que un psicoanálisis no debe dar lugar a la comodidad ni al estancamiento ni al regodeo en el sufrimiento.
Porque si bien hay que darle lugar al malestar, alojarlo, como dicen muchos abusando del término, porque ello es un paso imprescindible en los inicios de un análisis, no hay que caer en la trampa de esperar el momento adecuado para intervenir como psicoanalista y darle por fin lugar al análisis, eso debe ocurrir desde el primer momento ya que no quita lo anterior. El analista no es un sádico, es inhumano. No goza en su acto, pero tampoco pierde la oportunidad de hacer existir al psicoanálisis.
Los testimonios señalan bien esa oscilación entre la rudeza y la dulzura: había siempre algo que permitía soportar el malestar y continuar hacia el horizonte del psicoanálisis, hasta que el malestar y el sujeto mismo se transformaran en otra cosa.
2021
¿Cómo encontré la disciplina freudiana? Pensándolo bien, se impone una diferencia entre el conocimiento y el encuentro: el psicoanálisis era un objeto de la cultura al que yo había tenido acceso. Pero el encuentro propiamente dicho, ¿cómo definirlo? Como el momento en que ese objeto (de saber) produjo un efecto en la persona que yo era. Tuvo lugar para mí en un juego de palabras que hizo un amigo sobre mi nombre: efecto de sorpresa y de enigma; en resumen , efecto de división. No hay encuentro con el psicoanálisis que no pase por la experiencia subjetiva.
Después, hubo el encuentro con un analista y la experiencia de esa aventura que es una cura. Enseguida tuve claro que ésta es una experiencia del decir preciso y riguroso. Pero lo que me preocupaba era la transferencia. Ponía el saber de los libros en el centro del dispositivo analítico y, en mi análisis, no lo veía por ningún lado. Muchas veces escuchaba a mi alrededor hablar de amor y de odio, veía cómo se desplegaban todas las modalidades del lazo, in vivo. En mi lazo con mi analista, nada de todo eso. La calma chicha. Sin embargo, lo había elegido yo, por su nombre y su discreción justamente. Pero de él yo no quería otra cosa que el ejercicio de su función. Lo quería funcionario del análisis. Hoy que soy analista, me doy cuenta al escribir estas líneas que la transferencia estaba, y bien que estaba, bajo la forma de ese «yo no quiero saber nada». Estaba en la asociación imposible entre el nombre, o sea lo contrario del profesional anónimo, y la discreción, aquí modo encarnado del silencio.
Sin embargo, los libros, es decir, la teoría analítica, tenían razón. Después de una sesión, en la escalera, como estricta consecuencia de un encadenamiento asociativo apareció ante mí el resorte de la transferencia: mi analista, ese hombrecillo tranquilo, discreto y silencioso, encarnaba para mí, el Santo Padre, el Dios clamoroso de la Biblia, el Dios de Abraham. A este Otro, le temía más que a nada, su palabra era un rayo… Todavía recuerdo la risa formidable que solté en esa escalera parisina que parecía una jaula. Mi analista era el imperativo de la demanda contenida en toda palabra. Si yo no lo veía por ninguna parte, es porque era ese todo, el cuadro general del mundo amenazador en el que vivía. Todas las particularidades de mi relación con los otros, que organizaban mis síntomas, respondían a ese partenaire interior del que había que, costara lo que costara, guardar distancia.
Haber experimentado eso no sólo tuvo efectos terapéuticos inmediatos, sino que modificó radical y profundamente mi concepción de las relaciones con los seres hablantes. No existen relaciones entre los seres humanos que no estén organizadas por la transferencia. Se despliegue bajo su forma imaginaria o simbólica, ella es la gran organizadora, ella es real. Organiza las respuestas y los actos del sujeto sin saberlo. Sin embargo, en los diferentes discursos en los que somos tomados, no aparece de ese modo, sino que sin cesar es objeto de maniobras: de sugestión, de influencia, de denegación, por ser el resorte de cualquier poder sobre el Otro. La evidencia y la formulación de las modalidades que adopta para cada sujeto es la condición del poder que un sujeto puede tomar de sus propios actos, la condición para convertirse en el agente de su destino.
Solamente el dispositivo analítico pone al analista en la obligación de renunciar al poder que le da la transferencia para operar. Es lo que permite que se devele. Un análisis produce, por ese hecho, consecuencias éticas y políticas en el sujeto.
La puesta al desnudo de la transferencia o, por el contrario, el velo mantenido sobre él, constituye una línea divisoria entre el psicoanálisis, por una parte, y las otras formas de discurso que siguen encontrando en eso las raíces de su poder sobre los sujetos, ya sea sin querer saberlo, como en el caso del discurso de la ciencia, o en pleno conocimiento de causa, en el de la política.
El odio que suscita hoy el psicoanálisis tiene su origen en la revelación, por la transferencia, del poder dado al Otro, que se produce para todo analizante en su cura. Las distintas técnicas de gestión de los seres humanos no quieren separarse (¡por el bien de los sujetos, evidentemente!). Lacan lo formula admirablemente en un texto escrito después de la Segunda Guerra Mundial: «En este siglo, el desarrollo que habrá de los medios para actuar sobre el psiquismo, una manipulación concertada de las imágenes y de las pasiones de la que ya se ha hecho uso con éxito contra nuestro juicio, nuestra resolución, nuestra unidad moral, serán la ocasión de nuevos abusos de poder».1 Es más que nunca de actualidad.
¹ Jacques Lacan, en Otros escritos.
Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008, página 50.