Gustavo Dessal
“The answer, my friend, is blowing in the wind”, cantó una vez Bob Dylan, y esa canción seguirá por siempre flotando en el espacio de la memoria colectiva.
Alguien tuvo la amabilidad de hacerme llegar una noticia que desconocía. En 2011, tras el tsunami que arrasó el norte del Japón, el pequeño pueblo de Otsuchi perdió casi la totalidad de sus dos mil habitantes. Pero poco antes de la tragedia, el señor Itaru Susaki, que vivía allí, atravesaba el duelo por la muerte de un ser querido. Tuvo entonces la ocurrencia de instalar en lo alto de una colina, habitualmente azotada por fuertes vientos, una cabina telefónica en la que depositó un clásico teléfono negro, sin conexión alguna, para hablar con los muertos. El señor Susaki, por lo que se desprende de la noticia, parecía estar en lo que vulgarmente llamamos su sano juicio, es decir, que estaba convencido de que las palabras a veces pueden tocar lo real. Su idea era que a través del viento podía hablar con los muertos, lo cual no difiere mucho de lo que cualquier creyente hace de vez en cuando, incluso los que no profesan religión oficial alguna, o los que a través de alguna plataforma de internet hacen algo semejante mediante sistemas mucho más sofisticados. Me apresuro a corregirme: esta última opción es muy distinta. Las plataformas que cada vez se perfeccionan más y son capaces de crear un asombroso avatar de alguien que ha muerto, de manera que sus deudos puedan “conversar” con él, “verlo” y escuchar sus respuestas, tal vez den consuelo a mucha gente. No pongo eso en cuestión, porque el psicoanálisis es, entre otras cosas, un antídoto bastante eficaz contra la humana tendencia al juicio moral. Es probable que la Inteligencia Artificial aplicada a reencontrarse con los muertos cumpla una función nada desdeñable. Yo mismo no me atrevería a anticipar lo que podría sentir si se me ocurriese entrar en esa experiencia. Pero la invención del señor Susaki es algo por completo diferente. Desde entonces, lo que comenzó siendo una idea personal, se transformó en un lugar donde acuden los que han perdido a las personas que amaron, gente que no espera que del otro lado del teléfono suene una voz digitalizada y les responda. Ellos saben que el viento transporta las palabras y que, a diferencia de Internet, quedan alojadas en el sentir poético de cada uno.
Los ejemplos de las conversaciones a través del teléfono mágico del señor Susaki son tan conmovedores que me resulta muy difícil leerlos y no identificarme con el dolor. Siempre dejo muy clara mi posición respecto de las tecnologías, sus alcances, sus beneficios, sus límites actuales y también sus posibles consecuencias infames. Pero pienso que todavía quedan algunos ámbitos de la existencia en los que el exceso de realismo técnico se convierte en algo mucho más que artificial: se vuelve un forzamiento que pretende arrebatarnos el dolor, porque el dolor es aquello que el discurso actual condena cada vez más, hasta el extremo de declararlo inadmisible.
En cambio el invento del señor Susaki no está hecho para borrar el dolor, ni forma parte de la esclavitud consistente en imponer la búsqueda de la felicidad como una de las mayores explotaciones a las que los seres humanos estamos expuestos. El teléfono para hablar a través del viento tiene la ventaja de conservar el registro del dolor, que es indispensable para que en cada uno de nosotros sobreviva algo de la perecedera belleza de la vida. Tampoco querría inducir a una idealización del dolor. Para eso se construyó pieza a pieza el catolicismo, para que el dolor nos acompañe sin descanso, como masoquismo moral y condena por el solo hecho de existir. El invento del señor Susaki sirve para que de verdad podamos hablar con los muertos. Hablar de verdad con los muertos, tal como yo lo imagino, es haber comprendido que las palabras poseen un misterio único e indescifrable. El misterio que nace en la lengua, se vuelve polizón en el habla, y se lanza a volar impulsado por el soplo de la vida. En el fondo, en aquel lugar que llamamos inconsciente, que es el lugar donde se escribe el poema singular de cada criatura humana, una pequeña dicha se pone en movimiento. Es la pequeña dicha de decir, de decir incluso más allá o más acá de cualquier significado.
Y que esa dicha de lo dicho se esparza por el viento, resistiendo el olvido.
2021
Fuente: Gustavo Dessal
