El doble coraje de la experiencia y dónde situarlo

Clase 7*

Sebastián A. Digirónimo

A través del recorrido que hicimos en las clases anteriores vamos a situar ahora el coraje de la experiencia con sus dos momentos fundamentales. Vamos a rehacer, por eso, los gráficos que usamos para tratar de pensar lo impensable sin, al mismo tiempo, pasarlo del lado del pensamiento, esfuerzo imposible que justamente por eso vale la pena. Vamos a mencionar muchas cosas de pasada, abarcando un psicoanálisis desde el principio hasta el final, poniendo el acento en el coraje de la experiencia, doble, y en el no-querer-saber, que es la pendiente natural del ser hablante. Recordemos que buscamos poco a poco sistematizar el coraje de la experiencia que es lo que se opone a esa pendiente natural del ser hablante que nos acecha todo el tiempo y que llamamos, con su nombre completo, el no-querer-saber-nada-de-eso. En general ha habido esfuerzos por entender qué es “eso”, pero no ha habido esfuerzos suficientes por poner en el buen lugar, tanto el no-querer-saber, como el empuje contrario con el cual debería revestirse un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, y que implica el famoso “atrévete a saber”. Con esta divisa, mencionada por Miller más de una vez, pero no tan repetida por sus seguidores, ocurre lo mismo. Mucho más se ha puesto el acento en el saber y muchísimo menos en el atrévete.
En este punto, antes de empezar, podemos aprovechar algo que escribe Barros en su libro titulado El sinthome y que lleva como subtítulo lo siguiente: desde una perspectiva freudiana. Sin mencionar allí ni el coraje de la experiencia ni el no-querer-saber-nada-de-eso, aunque mencionándolos con otros términos, en la página 78 encontramos lo siguiente. “Freud había creado la metapsicología, los tres puntos de abordaje: tópico, dinámico y económico. Lo que hay que interrogar sobre los nudos de Lacan es hasta qué punto ellos dan cuenta del conflicto. A mi entender formalizan una falla, la confusión o la liberación de registros, pero no el conflicto, eso que Freud abordaba desde el punto de vista dinámico. Por ejemplo, él plantea la psicosis como un conflicto entre el yo y la realidad, entre un narcisismo que al no tolerar la castración la rechaza –Verwerfung–. El último Lacan parece eludir la noción de conflicto y el punto de vista dinámico en función de purificar la vía de buena lógica. La falla del nudo aparece como falla topológica, como lapsus o error. Se pierde la dimensión ética, la del sin (en inglés), la del pecado. Es el problema al que aludimos al principio, y acaso éste sea el pecado original de Lacan, algo no analizado en su deseo de esterilización, en el sentido de limpiar el psicoanálisis de la impureza dramática, de la “sangre roja” que hay en el efecto de verdad y el Edipo, tal como él mismo lo reconoce en el Seminario 18. Digamos que el cuarto nudo que Lacan hereda –a su pesar– de Freud, es el punto de vista dinámico, qué él habría querido reducir, logrando la evacuación completa del sentido y la anulación del psicoanalista como interpretante”.
Cita un poco larga. Pero es que tiene que ver exactamente con los puntos en los cuales debemos sistematizar el doble coraje de la experiencia que se opone al no-querer-saber-nada-de-eso. Si esto que dice Barros es así, vemos por qué mucho más se ha puesto el acento en el saber y mucho menos en el atrévete. Y vemos también por qué cuanto más los practicantes se vuelven eruditos de los nudos, más parecen alejarse de la dimensión clínica, cosa que constituye un error sobre el cual el mismo Lacan advertía todo el tiempo a los practicantes del psicoanálisis.
Es que ese atreverse depende de una decisión insondable que se relaciona directamente con la dimensión ética. Sin embargo, el camino difícil que va contra la corriente natural, es decir, el camino que va desde el horror hasta el coraje, puede llegar a sistematizarse. Y a la “vía de buena lógica” de los nudos se le puede agregar esa dimensión ética que implica, simplemente, tomarse en serio que una enseñanza de Lacan no elimina las otras.
En nuestro camino, entonces, encontraremos que hay dos momentos cruciales de ese coraje de la experiencia, al punto que podemos decir que hay un doble coraje necesario, y ello hace que las cosas se compliquen más para llevar un psicoanálisis hasta sus últimas consecuencias. Esta duplicación del coraje necesario nos explica, además, uno de los motivos por los cuales nunca podemos dar por concluido el movimiento del horror al coraje y siempre estamos a tiempo de horrorizarnos otra vez. Y, sin embargo, hay final. Hay que lidiar con esta paradoja.

Empecemos, entonces, por nuestro gráfico. Y para ello dibujemos tres columnas, agregando los elementos y las flechas, para luego ver qué podemos decir ellos.

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Las flechas en rojo nos marcan el primero y el segundo coraje. La flecha en verde nos marca el punto de retroceso neurótico y cobarde, que se relaciona con la doble barra que dibujamos sobre la flecha azul, que nos marca el imposible pasaje del amor al saber al deseo de saber y dado éste por el obstáculo ante la posibilidad de hacerse un síntoma (que es también hacerse un nombre y servirse del padre adueñándonos de la herencia).
El segundo coraje, está dado, entonces, si sabemos situar la imposibilidad en el buen lugar sin tratar de eludirla.
Nuestro doble coraje lo que hace es recuperar la noción de conflicto subrayando de la buena manera lo que muchos lacanianos olvidan y que Freud señalaba con otros términos: la centralidad del no-querer-saber que implica una insondable decisión del ser.
Queda claro que, simplificando, el primer coraje es el de la entrada en análisis y el segundo el de salida.
En la tercera columna tenemos que agregar, además, la encarnación del síntoma, que suele conocerse como identificación con el síntoma y, mucho peor por el castellano doliente, al síntoma en vez de con el síntoma, pero en la página 165 del Seminario 23 tenemos esa encarnación mencionada por el mismo Lacan por lo menos una vez. Allí dice de Joyce que, como escriben otros en algún lado, se identifica con lo individual, y agrega “él es aquél que tiene el privilegio de haber llegado al extremo de encarnar en él el síntoma”. Ese encarnar el síntoma está en nuestra tercera columna y no es un privilegio de Joyce sino de cualquiera que se atreva a llevar las cosas hasta allí y que implica abrazar la muerte haciendo surgir en su centro un núcleo indestructible de inmortalidad.
Después de la enorme condensación que implica nuestro gráfico, tenemos que volver a empezar entendiendo que la sistematización del coraje de la experiencia que está en nuestro horizonte depende del poder hacernos cargo de lo incurable del no-querer-saber, que se relaciona con la doble barra sobre la flecha azul. Situar mal la pendiente natural por la cual se desliza indefectiblemente el ser hablante tiene un único resultado: la negación de ese no-querer-saber en el punto en el cual más nos interesa: en la relación que nosotros mismos tenemos con ese no-querer-saber. Rechazar el no-querer-saber en nosotros mismos es sinónimo de impedirnos el coraje de la experiencia.
Tomemos un ejemplo actual que, sin embargo, está presente siempre a lo largo de la historia, aunque toma formas distintas. La progresía políticamente correcta en general en la sociedad globalizada y la forma que ésta toma también entre los practicantes del psicoanálisis. Entre los angloparlantes está de moda un término para referirse a esa progresía políticamente correcta, término que seguramente se va a globalizar rápidamente pasando a los demás idiomas. Es un término que surge de ellos mismos y que pretende tener una connotación positiva. Es la progresía woke. Ellos se llaman a sí mismos “los despiertos”. Queda claro que el término se opone a los otros, a los que quedan por fuera, que serían los dormidos. Ellos son los despiertos, los avispados, los que entendieron y, además, entendieron todo. Usan también la palabra desconstrucción, aunque dicen “deconstrucción” porque torturan al castellano, aunque el castellano ahora, resignado y por cansancio, ha tenido que aceptar el término. ¿Y qué ocurre con esta autodefinición? Dos cosas. Una a la vista de todos, que genera además la existencia de muchos que rechazan militantemente a “los despiertos” y los caricaturizan. Y otra que, aunque es también flagrante, no se suele observar por el simple hecho que tiene relación con algo que, aunque siempre a la vista, nunca fue tomado del todo en serio.
La primera de esas cosas es que “los despiertos” se sitúan siempre en un pedestal narcisista y postulan, desde allí, una superioridad moral que los hace desdeñar a “los dormidos”. Narcisismo moral bien alejado de la ética de las consecuencias que se desprende del situar en el buen lugar lo incurable.
Y eso mismo es lo segundo: que lo incurable es siempre lo incurable del no-querer-saber que, para que podamos luchar contra él, tiene que situarse en el buen lugar y no ser rechazado en su característica central e inevitable: lo incurable es incurable.
“Los despiertos” creen que se han curado de sus prejuicios, y no hay cosa más prejuiciosa que esa creencia. Son gentes de creencia, jamás gentes de fe en el sentido de Kierkegaard.
No hay peor manera, en ese sentido, de dormir, que creer estar despierto. Y, por eso, no hay nada menos subversivo socialmente que un despierto, porque cree luchar contra el statu quo reproduciéndolo. De hecho, podemos decirlo así: si querés mantener dormido a alguien, no hay mejor manera que hacerle creer que está despierto. Y, mejor todavía si, en el camino, ridiculiza la posibilidad de una alternativa al statu quo. Esto lo saben muy bien las agencias imperialistas de cualquier imperio histórico.
Esto tiene muchísimas aristas sociales y políticas. Todo el siglo XX está plagado de hechos que deberían leerse desde acá, pero lo que nos interesa a nosotros es la relación del ser hablante con el no-querer-saber y el núcleo que ese no-querer-saber tiene.
Entre los practicantes del psicoanálisis esto mismo se repite con los “desconstruidos” y los “rancios”. Pero lo que no se ve es que el “desconstruido” es solamente un rancio que cree que los rancios son los otros. Es un despierto que se opone a los dormidos sin saber que él duerme también. ¿Qué queda intacta en esta lucha de rancios contra rancios y de dormidos contra dormidos? La relación propia con el no-querer-saber y, por lo tanto, la negación de lo incurable de ese no-querer-saber. Y el resultado es el duro y puro rechazo de la no-relación sexual. Y eso no es otra cosa que el rechazo del psicoanálisis desde el psicoanálisis mismo, cosa que, desde Freud en adelante, no cesa de ocurrir.
Lo mismo ocurre con otro punto. Viendo que Lacan señala que el artista anticipa al practicante, algunos se preguntaron si será que el artista anticipa o el psicoanalista va lento y atrasa. Eso es leer las cosas en el plano equivocado de los adelantados por oposición a los atrasados. Mejor sería entender los resortes internos de esa anticipación, y ellos tienen que ver con que el artista, para ser artista de verdad, debe luchar contra los prejuicios propios, y ello lo pone en la buena posición para hacerse cargo, incluso sin saberlo y sobre todo sin saberlo, del no-querer-saber y su núcleo incurable.
¿De dónde se desprende la posibilidad de otra cosa? Allí la importancia del coraje de la experiencia, por más que ésta se desprenda de una insondable decisión.
El problema de los prejuicios es enorme y el mayor obstáculo. Veamos otro ejemplo. Una practicante argentina del psicoanálisis, practicante de renombre, escribe un libro titulado Los psicoanalistas y el deseo de enseñar. Aplausos de los demás practicantes. “Un libro necesario”, dicen en las redes sociales, incluso antes de leerlo. Veremos luego, cuando esté disponible en las librerías, el contenido del libro, pero el título, crudo, es enteramente problemático. Si en el contenido no parte de una premisa fundamental que hace a cualquier disciplina, entonces se va a perder en el camino de la infatuación consigo misma, cerrándose el camino hacia la sabiduría y abriendo el de la erudición sin alma, como le gustaba decir a Unamuno. El título, de entrada, apunta hacia allí, hacia ese camino problemático. Lo importante, en la espera de ver qué ocurre con el contenido, es entender por qué ese título apunta mal. La premisa fundamental que no hay que negar jamás es la siguiente: nadie enseña nada si no hay alguien que, con su consentimiento, se atreviera a aprender. Lo han sabido todos los verdaderos maestros a lo largo de la historia. Esto implica, crudamente, que la enseñanza sólo existe si hay el aprendizaje. Es uno de los motivos por los cuales Freud situaba el educar como una de las tres profesiones imposibles. La transmisión, luego, sólo existe si hay el deseo de aprender que es lo que guía cualquier enseñanza verdadera. El título bueno, es, claramente, Los psicoanalistas y el deseo de aprender y no El deseo de enseñar. Esa misma practicante, alguna vez, en una presentación de un libro, distinguía la lectura “concentrada y estudiosa” de la lectura “de playa”. El prejuicio que subyace es el mismo. La lectura de playa no es lectura. La lectura es la lectura verdadera o no es lectura. El verdadero lector es el que dialoga con el libro y se atreve a dejar de lado lo que creía saber antes de leer. Eso es el talento para la lectura que mencionaba Robert Louis Stevenson y que recordamos fuertemente en las primeras clases. De la misma forma, el deseo de enseñar es un engaño narcisista. El hecho innegable es que se aprende mejor enseñándoles a los otros, pero lo que está en juego allí no es el deseo de enseñar, sino el deseo de aprender. Sólo haciendo el esfuerzo que implica tratar de explicar-nos cada vez mejor la complejidad de los hechos es que logramos transmitir algo que podría considerarse enseñanza. El deseo de enseñar de su título implica un “mirá todo lo que sé” y ese “todo lo que sé” implica la detención del aprendizaje propio en lo que se cree entendido. Para ir en contra de los prejuicios y del narcisismo está el deseo de aprender que permite la transmisión de ese mismo deseo. Y sólo desde el doble coraje bien situado puede existir ese deseo de aprender. Enseñar es el engaño narcisista que vela ese movimiento posible.
Nuestro doble coraje nos muestra que no es suficiente entrar en análisis. Es más, las flechas nos muestran que se puede entrar para retroceder rápidamente y a paso redoblado. Primera flecha roja para rápidamente tomar el camino de la flecha verde, incluso quedándose en el consultorio y haciendo infinito el camino hacia un no-final.
Sobre cada uno de los términos que están en cada una de las columnas podemos decir muchas cosas, pero no vamos a hacerlo ahora. Lo que importa es tratar de ver el dinamismo de las flechas y después entender cómo se oponen los elementos de cada columna entre sí, porque están correlacionados. Después, ese dinamismo indicado en las flechas, que tiene que ver con la dimensión ética, va a tomar distintas formas de acuerdo con la estructura clínica que esté en juego, sin embargo, detrás de todo está ciertamente el no-querer-saber-nada-de-eso y la elección entre la cobardía y el coraje. Es con ejemplos clínicos que podemos dar cuenta de esto último, pero de nuevo tenemos que decir que no va a ser ahora, porque se nos estiraría demasiado el horizonte y hoy solamente tenemos que tratar de captar el juego que hay entre los elementos y las flechas en nuestro gráfico. ¿Para qué? Para darle una forma cada vez más consistente al coraje de la experiencia.
En las últimas semanas la clínica cotidiana nos aportó un ejemplo de esa cobardía y la diferencia que hay con ella cuando está en juego la neurosis o la psicosis. Sin entrar en los detalles aquí, podemos decir que, cuando el psicótico es cobarde, se vuelve un peligro. Pero ello no ocurre por psicótico, sino por cobarde.
De nuevo: lo que nos interesa de nuestro gráfico es entender cómo está armado y poder darle su lugar al dinamismo de las flechas, además de tratar de pensar cómo los elementos se modifican cuando entra en juego ese dinamismo. Y cada uno puede agregar más elementos, pero entendiendo la lógica que está en juego y las transformaciones que ocurren a merced de las corrientes que nos marcan las flechas. Corrientes que subrayan, además, la dimensión ética que tiene que ver con el conflicto de base que debemos enfrentar los seres hablantes por el hecho mismo de ser seres hablantes, condición de la cual no podemos sustraernos y que siempre será sintomática.


*Clase 7 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


El coraje de la experiencia

Sebastián Digirónimo


En otro lugar dijimos que el psicoanálisis no existe. La sentencia lapidaria se entiende sólo al precisarla. Esto quiere decir que el psicoanálisis no es una disciplina intelectual, no es un juego intelectual, sino que el psicoanálisis es tal sólo si se trata de un psicoanálisis en acto. Tomando en serio esto, llevándolo hasta sus últimas consecuencias, podemos llegar a poner en su lugar algo que se menciona siempre pero que necesita una y otra vez ser vuelto a interrogar: la noción de experiencia psicoanalítica. El psicoanálisis es una experiencia. Esto ya lo decía Freud al subrayar la importancia de hacer la experiencia del inconsciente para poder trabajar con él. En este sentido la palabra experiencia se opone a lo que se entiende por experiencia desde el sentido común. No es para nada algo acumulable que sólo exige tiempo y dedicación. La experiencia psicoanalítica, análoga en esto a la experiencia poética, implica entrar en un terreno desconocido que es incluso más que ello, pues es incognoscible. Hay, comenzando por aquí, paralelismos entre la experiencia poética y la experiencia psicoanalítica y hay un punto fundamental que implica una posición ética: o coraje o cobardía. El coraje de la experiencia, que es el título de esta charla, se refiere a esta elección ética. Un psicoanálisis se desprende del coraje que implica elegir que un psicoanálisis ocurriera.

La vecindad entre la experiencia psicoanalítica y la experiencia poética que acabamos de mencionar está dada, fundamentalmente, por ese coraje, que es una posición particular ante lo real del no-hay relación. Esto implica un problema y en la práctica se ve todo el tiempo el deslizamiento cómodo de un psicoanálisis hacia el psicoanálisis. Esto ocurre, incluso, cuando un practicante del psicoanálisis alaba al artista, repitiendo aquello de Lacan de que “nos precede”, y en el mismo movimiento de aparente gratitud y humildad, está haciendo sólo una declaración que implica retroceder en cuanto a ese coraje. Cuando se repite aquello del esfuerzo de poesía necesario pero, acto seguido, se lo deja al poeta que es siempre otro y no quien repitió la frase, se está cediendo a ese deslizamiento encubierto entre un psicoanálisis posible y el psicoanálisis que decimos que no existe sin el coraje de la ética.

No hay el psicoanálisis, entonces, hay un psicoanálisis. El lugar primordial del propio análisis suele ser mencionado pero ninguneado en acto. Por supuesto que el deslizamiento al cual nos referimos es defensivo y no basta declarar que el psicoanalista transmite desde la posición analizante para que eso se cumpliera sin más. No basta, como dijo una vez un practicante, confiar en el dispositivo. El dispositivo no funciona solo. Y tampoco basta repetir la palabra de los maestros del psicoanálisis para que hubiera un psicoanálisis. El problema es cómo tomar la palabra y cuál es el lugar adecuado para la cita. Cuando Lacan decía “no repitan lo que digo, imítenme”, estaba mostrando ese lugar: no repetir sus enunciados sino imitar su posición de enunciación ante lo real. Y no basta citarlo diciendo esto para estar ya en el lugar adecuado. Se puede repetir con total facilidad la frase de Lacan y, en acto, no estar ni siquiera cerca de imitarlo.

Convendría imitar a los maestros en acto. Borges señaló alguna vez que un maestro es alguien que nos muestra cómo enfrentarnos con el universo. El problema fundamental es que imitar al maestro implica liberarse de él, es asumir una posición singular de coraje ante el agujero de lo real, y ello no es fácil. No es fácil porque implica sostener en cada momento, a cada paso, que estamos solos ante lo que nos agujerea, pero, ¿y? Esa pregunta compuesta por una sola letra es la pregunta del coraje de la experiencia.

Es una posición difícil porque implica sostener lo imposible en el buen lugar, que es pasar de lo insufrible a lo insoportable. Que se puede decir incluso ahora pasar de lo insufrible del goce a lo insoportable del deseo. Atreverse a ese movimiento que va de la historia a la poesía, de la narración a la música singular, de la repetición a la invención.

Para ello no hay técnica, hay sólo la posibilidad de un psicoanálisis con coordenadas formalizables. Hay el acto psicoanalítico, hay el deseo del analista, pero ello lo hay en acto, no teóricamente, no intelectualmente. La teoría, muchas veces, suele estar allí sólo para no atreverse al acto. Por supuesto que ocurre también el error contrario: suponer que la teoría no importa es un producto de la misma cobardía. El coraje imposible lo que hace es que sepamos hacer con la teoría uno por uno. Pero de nuevo, esto no basta decirlo, se demuestra en acto a cada paso clínico o de transmisión, que tienen la misma forma.

Lo que estamos diciendo, entonces, a partir de esto, es que un psicoanálisis se demuestra en acto, no se postula, y se demuestra porque en el acto queda a la vista, en forma cristalina, cuál es la relación que ese que se atreve al acto sostiene con su propio no-querer-saber inextinguible. Sostener la pregunta por el propio no-querer-saber y luchar contra él en acto sabiendo, además, que es una lucha perdida, es la posición del coraje de la experiencia. Es el lugar del saber por fin atragantarse de la buena manera, sin postular que se puede estar no atragantado. Es el lugar en el cual por fin aprendemos a perdernos de la buena manera. Y esto no se postula de una vez y para siempre sino que se sostiene en acto o no. Esta es una de las cosas que quiere decir que no hay ser del psicoanalista. Pero hay acto analítico. Uno, y otro, y otro, y otro. Y fundamentalmente hay inextinguible no-querer-saber.

Esto implica poder poner en el buen lugar aquello de que no hay ser del psicoanalista. Se repite con demasiada facilidad pero no se sostiene en acto de la misma manera. El motivo de ello es claro, y es lo que llamamos aquí el coraje de la experiencia. Repetirlo es fácil porque se hace sin ningún coraje y sin poner la experiencia en el centro que le conviene. Uno de los motivos por los cuales se suele repetir que no hay ser del psicoanalista es salvaguardar la ilusión de completitud que da el narcisismo. Y ello permite no hacerse cargo de lo real del no-hay-relación. Desde aquí encontramos otra opción tan tajante como la del coraje o cobardía: o la ilusión narcisista o el hacerse cargo de lo real del no-hay-relación. Esto toca un punto clave que se relaciona con el coraje de la experiencia: con demasiada facilidad se usa la teoría psicoanalítica para justificar la propia cobardía ante la experiencia. Y estar atento a que ello no ocurra con uno mismo es una de las claves del coraje que estamos mencionando.

Cuando decimos lo real del no-hay-relación estamos hablando de lo real lacaniano. Radicalmente impensable. El problema es cómo atreverse a no pensar lo impensable de lo real. Una de las maneras de no hacerse cargo de ello es sustancializarlo. Tenemos un ejemplo que solemos usar para tratar de no pensar lo impensable y luchar contra esta sustancialización. Es el ejemplo de la pantalla de tela con una grieta. El sentido común nos hace pensar que, si miráramos a través de la rajadura de la pantalla, veríamos por detrás lo real. Pues no, lo real es la rajadura misma. Esto que decimos como “no pensar lo impensable de lo real” es lo mismo que, en la enseñanza de Lacan, hace que no hubiera una escritura de este no-hay. Justamente un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es el intento fallido de escribir la no-relación para que se desprendiera de allí su radicalidad de no-hay.

Todo ello se puede hacer solamente desde el coraje: el coraje de la experiencia que se opone a la cobardía del juego intelectual.

Vamos de nuevo, entonces, un psicoanálisis no es un juego intelectual, mucho menos un ornamento narcisista para el mero pavoneo. Contrario a eso, lo que dijimos y que contradice punto por punto al supuesto sentido común que funciona siempre sólo como obstáculo epistemológico, usando esa noción tan fructífera de Bachelard: es una experiencia por demostrar, en sentido lógico, como se demuestra un teorema, y, además, en acto y a nadie.

De allí se desprende la necesidad de aquello que Lacan llamó escuela, pero ocurre que también con la escuela suelen los practicantes tener una relación mal situada. El mejor ejemplo es aquel practicante que dijo un día que “pertenecer a la escuela te cambia la vida”. Cuando lo dijo, los oyentes no escucharon el verbo pertenecer, que es allí la clave. Pertenecer a la escuela aniquila la escuela. La relación es otra, en acto también.

Lo que postulamos, entonces, es que la experiencia psicoanalítica suele estar mal situada por los mismos que creen acceder a ella, y ello implica un retroceder en detrimento del coraje y a favor de la cobardía neurótica. Precisar la forma del propio no-querer-saber es la clave de la cual se desprende la experiencia por demostrar. Preguntarse todo el tiempo, en el diván, ¿cuál es mi no-querer-saber? El mío, singular, único. Es fácil recordar ahora a ese practicante que decía, en una charla, que él iba por la calle preguntándose por el goce de los demás, y que eso es lo que debía hacer un psicoanalista. No, lo que debe hacer es preguntarse por el propio goce, sabiéndolo, además, único e inconmensurable, y si quiere lo puede hacer yendo por la calle, eso no importa, si estamos en la buena posición el diván lo llevamos con nosotros. Y todo ello sabiendo únicamente que el propio no-querer-saber está allí, y que lo estará siempre. Preguntarse por él empuja hacia la divisa de un psicoanálisis orientado: el famoso (por repetido, no por ejecutado) ¡atrévete a saber!

Ese ¡atrévete a saber!, se ejecuta sólo desde el coraje. Este es, por lo tanto, un elogio del coraje imposible, que es justamente por su imposibilidad que es coraje. Atreverse a saber es atreverse a hacer la experiencia de la no escritura de lo real del no-hay-relación.

Estamos diciendo que ocurre espontáneamente, por más que se repita que lo fundamental en la formación de un psicoanalista es su propio análisis, que hay prejuicios que, en acto, nos hacen situarlo en el mal lugar. Y eso quiere decir que hay que hacer un esfuerzo más, un esfuerzo que es de lectura verdadera, que es la que empuja hacia la escritura. Sin ese esfuerzo sólo estamos en el lugar del psicoanálisis que no hay y no alcanzamos el que sí hay, que no es el psicoanálisis sino un psicoanálisis.

Se sitúa mal el lugar del propio análisis, aunque teóricamente se repitiera una y otra vez que es la pata más fuerte de la formación de un psicoanalista. Es siempre interesante interrogar ese tipo de repeticiones tan concurridas, y suele no hacerse. ¿Qué ocurre si situamos mal el lugar del análisis propio? Que el no-querer-saber toma el mando y con ello nos deslizamos, sin advertirlo, hacia el no hacernos cargo de lo real, incluso diciendo que tomamos un camino hacia lo real y su clínica. Podemos tomar un ejemplo de un libro, para ejercer la lectura en acto. Dice correctamente, en una de sus páginas, que “no hay teoría ni práctica que pudiera agotar el encuentro y el desencuentro del parlêtre con lo real”. Tal vez convendría decir sólo desencuentro e incluso inadecuación, pero está bien. Sin embargo, dice algo que contradice en acto esta misma declaración si se la sabe leer, y eso hace que, generalmente, pasara desapercibido y que el deslizamiento hacia el no-querer-saber se hiciera furtivo. Dice: “aun siendo psicoanalistas, con muchos años de análisis a cuestas, los del propio análisis incluidos”, y sigue la frase después de este prolegómeno. Y en eso solo ya se deslizó lo que hay que saber leer y ya se contradijo en acto la otra afirmación correcta. Implica un prejuicio común, que nos acecha desde lo más hondo de nosotros mismos, así que probablemente les pasará desapercibido a todos hasta que no lo señalemos con atención. Ese prejuicio común, tan difícil de romper, es el siguiente: un psicoanalista es alguien que atiende pacientes. No, un psicoanalista es, como señaló Lacan alguna vez, alguien de quien se espera un psicoanálisis. Pero vamos a leerlo con cuidado: ello implica alguien que llevó su propio análisis hasta sus últimas consecuencias, y de estos no hay tantos como se cree, porque el coraje imposible no abunda. Volvamos a la frase que está en ese libro: eso que agrega al final, “los del propio análisis incluidos”, hace que se sitúe el análisis propio como algo secundario, y el prejuicio se desliza desapercibido tanto para el que articula la frase como para el que la oye. Los “muchos años de análisis a cuestas” son, fundamentalmente, los del propio análisis, pero es peor todavía, porque la cronología es secundaria, y no son años, es otra cosa, es precisión, es poesía, es escritura. Está lleno de gente que dice “tengo veinte años de análisis” (y ese tengo ya es una clave de alarma) y, en acto, se manifiesta que, en todo caso, tiene veinte años de concurrir a sesiones en las cuales no se pasa casi nunca más allá del gozoso parloteo, del blablablá que no mueve en nada el amperímetro de la relación con el no-querer-saber propio. Y el problema es que esto se desliza con el mayor de los mutismos. El prejuicio halaga el narcisismo: “somos psicoanalistas porque atendemos pacientes, a diferencia de todos los que no lo son”, y, prejuicio análogo: “y lo somos porque leímos a Freud y a Lacan” (y a Winnicott, y a Melanie Klein, y a Ferenczi y al que fuera). ¿Seguro que los leímos? Leer no es la acción de pasar los ojos por la letra impresa, leer es pasar la palabra a escritura y eso sólo ocurre poniendo en su lugar el propio análisis y sabiendo que él empieza a existir cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

Sin ese coraje imposible que elogiamos aquí, ello no ocurre.

Y ese coraje imposible implica una dirección: de la historia a la poesía, del sentido al sin-sentido, de la palabra al silencio que pasó por la palabra y que suele resumirse con una frase que se repite pero que no debe comprenderse: hacia lo real.

Conviene volver siempre a algo que no se le presta demasiada atención: al no-querer-saber. George Steiner, en el prólogo de La poesía del pensamiento, señala que “tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada”. Pero es peor que eso: tenemos que postular que no habrá nunca algo así como “aprender a pensar”; lo que habrá siempre es no-querer-saber. El homo sapiens está horrorizado y lo estará siempre. Pero si bien el horrorizado no-querer-saber es lo que habrá siempre, también puede haber un empuje contrario a él. Por supuesto, destinado a perder, pero, ¿y?

Esa es la pregunta comodín de la posición corajuda, que usamos cada tanto explícitamente con los analizantes en el consultorio, ese ¿y?

El coraje implica un empuje que es un esfuerzo de escritura, que es un esfuerzo de poesía. Es sabido que Platón rechazaba dos cosas en las que él mismo estaba sumergido: la poesía y la escritura. Lo que ocurre es que no se mira con cuidado ese rechazo y sólo se lo repite casi como lugar común. Lo que Platón temía, tanto de la escritura como de la poesía, es la autocomplacencia de lo que llamamos, con Lacan, comprensión y que es algo bien específico. Estamos todo el tiempo en peligro de comprender, a punto de ceder a esa autocomplacencia propiciatoria del no-querer-saber. En ese punto Platón estaba orientado, su problema comienza por la suposición, que sostiene todo el tiempo, de que el desvío de la comprensión puede evitarse. Pues bien, no se puede. El no-querer-saber manda. Pero sí puede mitigarse su efecto, justamente haciendo el esfuerzo de pasar la palabra a escritura y la narración a poesía, que es exactamente lo que el mismo Platón hizo. Como señaló Roland Barthes en una conferencia que dictó en Italia en 1974, si la escritura va más allá de la palabra es porque ella es la verdad del lenguaje (y no de la persona del autor). Y hay dos experiencias que son, en acto, la demostración de esto: la de la poesía y la de un psicoanálisis. Eso mismo que decía Barthes puede decirse, con Octavio Paz, de la siguiente manera: los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía. El camino de un psicoanálisis, de la biografía a la poesía, de la historia a la poesía, de la narración a la poesía, tiene que ver con esto.

La poesía es esfuerzo de precisión. ¿Por qué? Porque no atenta contra la ambigüedad de los vocablos (como sí lo hace, por ejemplo, la neurosis obsesiva, muchas veces en el consultorio, cuando postula que “lo que quise decir es x” –la respuesta que suelo dar es “no importa lo que quisiste decir, importa lo que decís sin querer”). No atentar contra la ambigüedad de los vocablos es hacerse cargo de que no hay sinonimia absoluta y ello permite escribir al pie de la letra. Sí, la ambigüedad no negada es precisión, y sólo la poesía lo sabe. Y el psicoanálisis, pero no el que no existe, no la disciplina intelectual: un psicoanálisis en acto, singular, escrito, ético, llevado hasta sus últimas consecuencias, demostrado y poético. Y eso está al alcance de todos, sólo que, llegado allí, el todos se desvanece y nos queda la singularidad no-toda del estilo. Y es por ello por lo que podemos sostener, al mismo tiempo, lo que decía Freud y que suele ser mal entendido: un psicoanálisis no es para todos. Para todos y psicoanálisis no van juntos, no pueden ir juntos. O psicoanálisis o para todos. Se excluyen. Un psicoanálisis es adueñarse en acto del propio estilo, y, como señaló Mallarmé, hay ritmo desde que hay estilo. Por eso un psicoanálisis implica un esfuerzo de poesía a ser demostrado en acto, no postulado y sólo enunciado teórica e intelectualmente.

Un psicoanálisis, entonces, y ¿qué es un psicoanálisis? Es ese empuje incansable contra el inextinguible no-querer-saber. Hasta se puede decir que es un empuje imposible contra la naturaleza misma del parlêtre. Eso es lo que hace a su fragilidad. A que se sostenga sólo de eso que Lacan llamó deseo del analista, que es formalizable y que no debe confundirse con el deseo a secas del sujeto. Pero no sirve de nada formalizarlo intelectualmente, hay que hacer su experiencia. ¿Dónde nace? En el diván, haciéndose cargo del propio no-querer-saber, llevando la solución espontánea y salvaje que instauramos ante el no-hay, que llamamos sinthome espontáneo, que es defensivo, a ese otro sinthome, que llamamos analítico, inventado en el camino de un análisis y que implica el perturbar la defensa hasta sus últimas consecuencias y hacerse al final un nombre. Como el poeta. Lo escribió bien María Zambrano: “como el poeta no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse”, esto antes, decimos nosotros, “tendría que adoptar el nombre de lo que lo posee”, sigue Zambrano, “de lo que lo toma allanando la morada de su alma, de lo que lo arrebata”. Y adoptar no es suficiente, agregamos, encarnar ese nombre singular.

Retomemos algo que está escrito en otro lugar: porque callo después de haber pasado por la palabra es que escribo. Hay algo más que el desnudo no-querer-saber que, en realidad, jamás está desnudo sino vestido y disfrazado con aplastante sentido, y podemos atrevernos a ese algo más.

Parte del coraje es, entonces, la importancia de poner el propio análisis en su lugar. Los poetas lo supieron siempre. El joven Borges, en su libro de 1926 del cual luego renegó hasta el final (al punto de eliminarlo de su obra completa), escribió que “pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. El mejor lugar para ello es un psicoanálisis, donde ese vivir las palabras es pasarlas a escritura. Pero hay que atreverse a ello, y una de las formas de no atreverse es venerar a los poetas como si fueran seres especiales, inalcanzables para el común mortal. El que considera al poeta como algo inalcanzable ya se acerca a la poesía de la mala manera y no está en grado de adueñarse de las palabras viviéndolas. Un esfuerzo de poesía es eso, específico, difícil, imposible, no basta mentarlo para ejercerlo. Un esfuerzo de poesía es en acto y contra el no-querer-saber. Porque eso es lo que hay: no-querer-saber perpetuo, incansable, infinito, pero en algún lugar hay también uno que le dice no al ruido, al parloteo vacío, al zumbido que aturde, al horror y, desde la soledad y el silencio que no niegan la muerte, se atreve al coraje de la experiencia de lo imposible.


Presentado el 7 de septiembre de 2020, en Facebook Live de Yoica.

Georges Antoine Rochegrosse ( 1859-1938) War and Peace

La estructura ha atribuido a lo femenino el coraje y a lo masculino la cobardía

Jacques-Alain Miller

Por supuesto, está el coraje de las mujeres, de seres que con respecto a la referencia fálica no tienen nada que perder. Eso puede dar un coraje sin límite que se encuentra en las mujeres, no se encuentra en los hombres. También las puede hacer feroces, mujeres que para proteger lo más precioso -como ocurre cuando uno no tiene nada para defender-, ante lo más precioso que encuentran, están preparadas para ir hasta el final sin detenerse y para luchar como quieran. También el sentimiento de un handicap puede conducir a la posición de víctima, de queja o de miedo, pero es en la mujer donde se observa la inversión súbita del miedo en el coraje sin límite cuando se toca lo que se debe respetar, y se puede ver, al extremo, a la más miedosa de las mujeres convertirse de repente en una heroína.

La cobardía fundamental de los hombres es que están embarazados de algo que tienen que proteger, eso puede despertar en ellos la ferocidad del dueño amenazado de robo, pero es a los hombres a quienes les gusta hablar, negociar, dialectizar, todo eso para proteger lo que hay que proteger, muy distinto del hablar. De tal manera que en la lucha por puro prestigio, el invento de Hegel, puede parecer que finalmente, si se sexualiza esta lucha, los hombres salen amos y las mujeres se someten; no es así, es el hombre, aunque puede parecer mandar, el esclavo, el siervo. Él es siervo porque, de manera estructural, el que sale siervo de esa lucha es el que debe proteger algo, supuestamente su vida en Hegel. Cuando en esta condición el sujeto femenino ya ha perdido todo y no tiene nada que proteger y se encuentra en la posición estructural del amo, que Lacan reconoce cuando llama a eso capricho, el capricho supuestamente de la madre, que significa que la voluntad despreciada como insensatez se encuentra del lado de la mujer -y que traté este año en mi curso de desarrollar la función errática de la voluntad en la mujer-, las mujeres gozan de su voluntad y es así como entran en la metáfora paterna con lo que Lacan llama el deseo de la madre. El Deseo de la Madre es el capricho, es decir, la voluntad sin reglas, mientras que el Nombre-del-Padre es la autoridad pero en la medida que depende de reglas. Y por eso hay un desfasaje: el hombre amo-siervo se inscribe en el discurso del amo, es decir, los amos hombres son siempre solamente amos de siervos, son falsos amos, como lo denunciara Nietzche. Cuando la dominación femenina se desprende de un discurso histérico, es decir, de una posición de un amo sin reglas que denuncia al falso amo, él mismo siervo de las reglas. Es decir, para ubicarse como brújula en la cuestión del coraje, hay que tener opinión, fundarse sobre la relación entre el coraje y la castración. El coraje siempre se ubica cuando podemos situar el franqueamiento de la barrera del horror a la feminidad. Hay coraje cuando se franquea esta barrera. Este horror a la feminidad lo tienen los dos sexos pero más los hombres que las mujeres.
Entonces también hay una cobardía de las mujeres en el horror a la feminidad, que tiene que ver con proteger su imagen y eventualmente la belleza de su imagen, como última protección antes del horror de la castración. Eso  que es atacado en el análisis, esta barrera que constituye el culto a la imagen bella, a lo que una supuestamente quiere ser para al menos un hombre -que también hace al culto a la imagen- es lo que regularmente hace más difícil para las mujeres que para los hombres la palabra pública. La palabra en público significa sacrificar algo de la protección de la imagen, del fetiche de la imagen.
La de los hombres es la cobardía bien escondida, son tan cobardes que esconden la cobardía misma, es decir que van a luchar en otro lugar que en la relación de los sexos; en el campo del saber polemizan, subrayan errores de tipografías en las tesis o, más avanzados, cuando están realmente inquietos sobre su virilidad, se vuelven militares. Es lo que el joven Lacan señaló de la manera más precisa cuando tenía cuarenta y seis años en su texto «La psiquiatría inglesa y la guerra». Hace esta anotación: «El valor viril que expresa el tipo más acabado de la formación tradicional del oficial entre nosotros -y la tradición militar francesa tiene su peso importante- me ha parecido en muchas ocasiones como una compensación de lo que nuestros ancestros habrían llamado cierta debilidad en la cama». Es decir que es buscar las insignias de oficiales de la virilidad precisamente para huir del otro campo de batalla, del campo de batalla fundamental, del campo de batalla de hombre y mujeres. De tal manera que el coraje sexual es lo mismo que el coraje epistémico, es afrontar el otro sexo en la medida en que lo femenino es el sexo Otro también para las mujeres. Como dice Lacan, la mujer es otra para ella misma.

madre de plaza de mayo discutiendo con policia
Madre de la Plaza de Mayo discutiendo con policías, 1982, fotografía de Jorge Sánchez


Jacques-Alain Miller: Conferencias porteñas, Tomo 3, Paidós, Buenos Aires, 2010, página 67.