Enunciaciones

La pregunta por la transmisión o la enseñanza de la práctica del psicoanálisis está viva y sigue resultando fértil para no adormecernos en lo ya-sabido. ¿Cómo enseñar lo que no se puede sistematizar, asir, saber anticipadamente? ¿Cómo enseñar a no aplicar una teoría? ¿Cómo enseñar a no estar prevenidos en la transferencia? ¿Cómo enseñar a disponerse al hallazgo, a la sorpresa? ¿Cómo enseñar la atención flotante? ¿Cómo enseñar a leer? Hay, en la transmisión del psicoanálisis, un imposible. La experiencia acerca de la práctica del psicoanálisis no depende de la cantidad de pacientes que se atienden, ni de los años que transcurrieron en el oficio. Tampoco de la edad cronológica del practicante. No se trata de acumular horas de vuelo.  Los que creen que se trata de eso son los mismos que suelen estar en piloto automático. La experiencia analítica no deja de ser novedosa cada vez, ya que el inconsciente es, él mismo, lo que no ocurrió antes, la sorpresa y la novedad.

Considero que esa experiencia se obtiene, sobre todo, atravesando la experiencia del análisis. Y no porque ahí uno aprenda, sino porque ahí es donde se horada esa roca insoportable llamada inhibición. Porque el análisis es el lugar -aunque no el único- en donde se trata de sacar la piedra del camino, esa piedra que nos impide movernos. Y la inhibición que cae gracias al análisis abre la posibilidad de leer más allá de la fascinación por el saber del otro, esa fascinación que impide cualquier acto de lectura. La inhibición que cae gracias al análisis sacude entonces la parálisis -una de sus formas-, pero también sacude el espejo -otra de ellas-. Y entonces ya no hace falta imitar a otros, hacer como si, pretender, aparentar o ser psicoanalista -“hagan como yo, no me imiten”, decía Lacan ya advertido de sus imitadores-. Una vez atravesado el espejo -que no se atraviesa de una vez y para siempre-, ya no se necesita la ortopedia de la impostura de ser. Ya se puede andar sin la evitación aparatosa del tropiezo. En todo caso, habrá que ver qué se hace con los tropiezos, pero de ningún modo pretender que no existan.

Lacan dijo que la transmisión del psicoanálisis se sostiene en “un estilo”. Y un estilo no se elige, está hecho de marcas inconscientes, se trama más en la enunciación que en los enunciados. Un estilo es entonces lo opuesto a una imitación, a una copia; un estilo no puede copiarse. Imitar a otros, copiarlos, incluso tragárselos, no es sino un artificio ortopédico que remeda una inhibición que es puro impedimento.

Mientras fui estudiante en la facultad padecí, como muchos otros, ciertas posiciones: las de aquellos que, en materias psicoanalíticas, se presentaban ante el auditorio como psicoanalistas que lo sabían todo, que nunca trastabillaban, que nunca dudaban. No me refiero a los contenidos de los programas, a las clases que debían dar, sino a su relación respecto de esos contenidos, de esos saberes y, sobre todo, de la práctica clínica. Hemos escuchado intervenciones que maravillaban al auditorio, “curas exitosas”, casos complejos “manejados” sin ningún obstáculo, etc. Esos modos de presentación, lejos de transmitir algún saber, producían muchas veces, en los que pretendían aprender algo, bastante inhibición. Una inhibición que se expresaba a veces como parálisis, otras como acción. Porque existe la inhibición disfrazada de acción: la acción de imitar -y entonces el ámbito psi está plagado de personas que hablan igual, que adoptan los gestos de aquellos a los que “admiran”-. Los imitan en espejo, copian sus modos de hablar, de dar clase, de “analizar”. Por supuesto que este fenómeno puede pasar y pasa en muchos ámbitos, pero el ámbito del psicoanálisis acaso lleve esta particularidad: un analista deviene de su propio análisis, no nace psicoanalista. Parafraseando a Hebe Uhart cuando se refirió a los escritores: “no se nace psicoanalista, se nace bebé”. La formación del analista se extrae, sobre todo, del propio análisis. La experiencia del análisis es una experiencia de lectura y leer es lo opuesto a fascinarse con el saber del otro -y con el propio-. Sin análisis no hay analista, aunque el analista no está garantizado nunca. Por eso no hay un ser psicoanalista. Habrá, o no, acto analítico y eso nunca puede saberse de antemano, ni es el psicoanalista el que dará cuenta de ello. Pienso entonces en las distintas enunciaciones dentro del psicoanálisis y advierto que son muy pocas las que no se sostienen en el espejo que les devuelve la imagen de psicoanalista ideal. Hay muy pocos que, al tomar la palabra, evidencian que no necesitan aferrarse al poder que viene adosado al saber y a la imagen de ser. Son muy pocos los que pueden dar testimonio de lo que el psicoanálisis hizo en ellos. Es decir: son muy pocos los que, al tomar la palabra, lo hacen del único modo en que considero que se puede decir algo: en tanto que analizantes. Hay muchas personas que enseñan la barradura del sujeto, la castración, el Otro que no existe, mientras se sostienen férreamente en la pretensión de que esa barradura no se les note a ellos. Estar dispuestos a caer de los lugares de saber, de los lugares de ser, abre el juego y deja entrar, no solo aire fresco, sino también deja entrar a otros en el juego. Empezando por Freud, que inventó el psicoanálisis con materiales propios y no temió perder legitimidad por ponerse en juego, por escribir y analizar sus sueños, sus angustias y los demonios que lo atravesaban, pasando por Lacan que explicitó -como si hubiera hecho falta- que hablaba desde el lugar de analizante, los analistas que más me han enseñado son aquellos que no pretenden, son aquellos que están dispuestos a dar cuenta de las consecuencias del análisis. Hablen o no de sus análisis, en su enunciación se transmite ese hiato gracias al cual pasan cosas. Y lo que pasa es la posibilidad de un “saber leer». Lejos de enseñarnos qué leer, estos analistas nos enseñan de qué se trata leer. No se trata de lo que dicen, del contenido, sino de la posición desde la que toman la palabra. Y no la eligen o no la eligen voluntariamente: eso pasa o no, y si pasa, es porque ahí pasó el psicoanálisis.

Pienso en estas cosas cuando leo el final de El sujeto según Lacan, de Guy Le Gaufey, donde el autor relata un recuerdo de su infancia en relación a la lectura para dar cuenta de su interés por el sujeto del psicoanálisis; pienso en estas cosas cuando leo La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, de Jean Allouch, escrito con la muerte de su hija y las pesadillas que tuvo; pienso en José Luis Juresa cuando escribió Hallazgo de analista. Y pienso en Gérard Haddad que escribió El día que Lacan me adoptó, el relato de su análisis. Y pienso en algunos otros que no escribieron pero me transmitieron esto mismo. No estoy diciendo que las personas que se dedican a la transmisión del psicoanálisis estén obligadas a escribir sus experiencias. Digo que me llama la atención la cantidad de personas que se llenan la boca hablando de división, escisión, barradura, castración y que pretendan que todo eso no los atraviese en absoluto. Y sí, eso también pasa en otras disciplinas, pero en el psicoanálisis no hay distinción entre teoría y práctica, porque se trata, más bien, de una praxis. Me pregunto entonces por la enunciación, por el modo en que se toma la palabra, por el miedo que muestran algunos a exponerse en sus fallas, en sus fragilidades, en sus tropiezos. No digo que estén obligados a hacerlo, digo que me llama la atención ese constante disimulo, esas constantes imposturas. Y entonces pienso también en Anne Dufourmantelle que, con su obra, ha sabido darle lugar al otro, ahí donde su escritura, como la de los otros que mencioné, conlleva su propio riesgo. Nicolás Freibrun escribió acerca de la psicoanalista francesa y dijo: “Si su trabajo habla de uno mismo, es a condición de interrogar qué significa y quién sería, hoy, uno-mismo. Su escritura está hecha de un conjunto de registros orales que salta el espejo narcisista para adentrarse en las condiciones inmediatas del mundo: aquellas que constituyen el lazo siempre frágil con los otros”. Para seguir pensando la práctica del psicoanálisis no hace falta hablar de los pacientes -eso es un espectáculo que no enseña nada a nadie-. El psicoanálisis que me interesa es aquél que se hace y se trama con lo que no anda. Las personas que más me enseñaron y que me siguen enseñando son aquellas que no están preocupadas por las apariencias, son aquellas que no repelen los agujeros. Dejar de babearme por el saber del otro, eso también se lo debo a mis análisis.


Fuente: elDiarioAR 


Fajar P. Domingo. Lonely crow
Fajar P. Domingo. Lonely crow, 2014

Transfiguraciones

Germán García

Psicoanalista, escritor

Primer amor

No había entrado en la pubertad cuando me enamoré de una mujer de más de veinte años. El amor era su presencia en mis ensoñaciones, la presencia de su imagen antes de dormir. Y, lo más importante, el despertar del deseo de escribirle un poema, al que después siguieron otros.
Un día desapareció del barrio y, años después, la reconocí en los rasgos de Katherine Hepburn actuando en La reina de África: el cabello levantado, que adivinaba rojizo, un cuello grácil, una figura delgada y firme, la decisión femenina de su mirada.
Escribir: en ese infinitivo donde nadie escribía encontraba una brújula; leía poesía, trataba de juntarme con poetas, me interesaba por la vida de los escritores, convertía en grotescos los dramas familiares. Cualquier cosa, hasta el dolor, podía ser escrito. Cualquier experiencia valía la pena porque sería escrita.
Pero —el adversativo se impone— la ciudad en que había nacido, a casi trescientos kilómetros de Buenos Aires, no descollaba por su amor a las letras. Y la familia que me había tocado en suerte, con excepción de mi madre que soñaba su vida como Madame Bovary, no parecía dispuesta a facilitarme las cosas. Fue por mi madre como conocí, a los quince años, el nombre de Sigmund Freud impreso en una edición popular que contenía resúmenes de sus diversas obras. 

El paso decisivo

A pesar de estar enamorado de quien después sería mi mujer por mucho tiempo, decidí abandonar la familia y la ciudad natal cuando tenía dieciséis años. Empezaban los sesenta, viviría solo en Buenos Aires, trabajaría lo menos posible y me dedicaría a escribir y estudiar.
En efecto, las amistades me fueron fáciles, las pensiones baratas, el entusiasmo sin límites y la soledad soportable.
Me hice habitué de los bares de la avenida Corrientes, de algunas clases de lingüística de la facultad de la calle Viamonte; y alumno regular de las clases nocturnas del Instituto José Manuel Estrada.
Los lugares comunes de mi vida anterior se transfiguraban en materia de una novela de iniciación, a la vez que dejaba la poesía por los «misterios» del cuento. Escribir cuentos, cuentos perfectos como algunos que se admiraban, era un anhelo compartido por muchos.
Por mi parte, la novela en primera persona me facilitaba la descripción de situaciones desoladoras, íntimas, divertidas, líricas, etcétera.
A los veinte años terminé Nanina, que se publicó tres años después. Tuvo un éxito sostenido hasta que la prohibición de un gobierno militar la hizo desaparecer de las librerías. Vivía con aquella mujer, tuvimos un hijo. Algo irreversible que la muerte de mi padre terminó de sellar. En menos de dos años me había convertido en padre, había asistido a la muerte de mi padre y era a la vez un autor conocido y procesado.
Escribía Cancha Rayada, mi segunda novela, en un estado de creciente incertidumbre.
El nombre remite a una batalla que fue una derrota. Intentaba el humor, una parábola sobre la actualidad política de 1970.
Lector de psicoanálisis, de los escritores de la beat generation, del budismo zen y diversos filósofos, no había seguido el ascenso del compromiso político a la militancia y de ahí a la lucha armada. Estaba con la vanguardia, pero no creía en la toma del poder según los cálculos de entonces. No tardé en conocer víctimas de esos postulados que nunca se revisaban porque eran velados por los mártires. La proliferación de metáforas religiosas era evidente para cualquiera que no compartiera ese lenguaje. El horizonte se oscurecía, las amistades se subordinaban a las posiciones políticas, la dimensión lúdica introducida por autores como Cortázar se redujo a un humor ideológico codificado hasta la imbecilidad. 

Un encuentro

Entonces me encontré con Oscar Masotta y con la gente del psicoanálisis. Al poco tiempo estaba, como se decía entonces, en análisis. En la primera entrevista el analista calmó mi angustia por una apelación a lo universal: cualquiera puesto en mi lugar, etcétera. Hoy supongo que por la vía inversa hubiera ido más lejos. De cualquier manera, seguí ese análisis hasta un final acordado unos cinco años después. En esos años repasé la novela familiar, construí otra versión del pasado, enganché con la alegría del ambiente que facilitaba las fiestas y los amores.
Pero ya había puesto en Nanina un epígrafe de Sartre: «Podemos curarnos de una neurosis, pero no curarnos de nosotros mismos». El pasado que vuelve, como la lluvia, era la extraña derrota de mi padre. Había tenido la inteligencia, el humor y el gusto por la vida que le admiré en mi infancia. Pero eso había desaparecido entre fracasos laborales que convirtió en destino, en el creciente desamor que instalaba con sus arrebatos, sin entender que estaba con una de esas mujeres que (según Sigmund Freud) no se separan del marido porque no han terminado de vengarse. La infelicidad manifiesta de mi madre se le había convertido en una acusación viviente. Entendí, en algún momento, que no sería yo quien podría salvarlo.
Tuve la suerte de tener dos hermanas algo mayores que yo, dos hermanas con las que podía arreglar salidas (las acompañaba a los bailes) a cambio de que me facilitaran el encuentro con alguna de sus amigas que me gustara. En cambio, con mi hermano menor no tenía ninguna complicidad. Esto había vuelto con el análisis, pero algo de lo que se instalaba en mi vida pasó en silencio según el dicho de Freud, «El destino es un deseo que se ignora».
A su vez seguía con el estudio del psicoanálisis, contento de mi amistad con Oscar Masotta, orgulloso de participar en sus proyectos.
En cuatro años conocía las diversas corrientes del psicoanálisis, una lectura sistemática de Sigmund Freud y estudiaba las disciplinas necesarias para la lectura de Jacques Lacan, que había comenzado junto con mi análisis.
Mi analista no era «lacaniano», más bien tomaba distancia con su estilo ecléctico, donde resonaban Freud, Melanie Klein y la psicología social.
Era un lector políglota, distante en su práctica, con interpretaciones extrañas. Por mi parte, los recuerdos y los sueños, el retorno de dichos populares y de historias familiares, se convirtieron en un diario de viaje y en una reserva: más de un fragmento pasó a un texto literario. Incluso el proyecto de la revista Literal surgió de ese nudo que se había convertido en el haiku de mi vida.
Propagué el psicoanálisis de maneras diversas. Trabajaba en publicidad y lo que sabía, llegado el caso, lo usaba para difundirlo. Criado en la cultura popular, lector de la alta cultura, tenía un gusto especial por las de vanguardias. Y, en aquel momento, la lectura de Jacques Lacan era una provocación que conducía a gente como el Marqués de Sade y sus diversas lecturas relacionadas con lo que se llamaba «estructuralismo». Oscar Masotta polemizaba con el psicoanálisis oficial; yo lo acompañaba desde algunas revistas culturales. Cuando publiqué, en 1975, Macedonio Fernández, la escritura en objeto, sabía orientarme por el psicoanálisis y evitar lo que se llamaba «psicoanálisis aplicado».
En 1974 Oscar Masotta propone una escuela, pongo mi firma entre los fundadores. Poco antes había leído con atención El yo y el ello, y desconcertado por la aparición del «superyó» —que me parecía salido de una galera invisible— le comenté a Oscar Masotta que la cosa me parecía inconsistente. Me respondió que la única respuesta era practicar el psicoanálisis, sin buscar un sistema en los libros de Sigmund Freud. Y menos en los de Jacques Lacan.

La segunda muerte

Oscar Masotta tiene que irse del país poco después de la fundación de la escuela. Termino mi análisis, dejo la publicidad y me dedico a la enseñanza. Escribo La vía regia, una novela con un capítulo titulado «Bocas cerradas de las que salen moscas». Nadie, por suerte, se dio por enterado. Llegó el fatídico marzo de 1976, comienzo del terrorismo de Estado.
Inquieto, visito a Oscar Masotta en Barcelona, voy a un congreso de psicoanálisis en Milán, donde conozco a Daniel Sibony, escucho en París clases de Jacques Lacan, quien me concede una entrevista en su consultorio.
De vuelta en Buenos Aires, promuevo la invitación de Daniel Sibony, quien tenía la ventaja de saber castellano. Mal cálculo. Tensiones, llamadas inquietantes.
Muere Oscar Masotta (1979). Con la misma mujer y entonces dos hijos me instalo en Barcelona, donde soy bien recibido por los catalanes estudiosos del psicoanálisis y con recelo por los compatriotas instalados en la ciudad. «Allá como un ausente, aquí como una sombra», escribí, entre dos muertes.
Lo construido desde el encuentro con Oscar Masotta se había esfumado, la ciudad que tanto había deseado en la adolescencia era una Buenos Aires desolada por el terror a la que sería difícil volver por algún tiempo.
En Barcelona de día trabajaba en el psicoanálisis, de noche me refugiaba en restos de identificaciones paternas: iba a beber y disparatar con amigos, en un clima de humor masoquista que no presagiaba nada bueno. La situación familiar me resultaba asfixiante, no sabía cómo actuar con mis hijos. Gracias a la confianza y la ayuda de los que después serían nuevos amigos, logré sobreponerme a esa situación y solicitar un segundo análisis.

De historias a palabras

Acudí a una entrevista analítica en París, cerca de la Place de l’Odéon. En el mismo día y en pocas horas había pasado por una serie de encuentros relámpagos, que como fichas de dominó redujeron una historia a ciertas palabras que podía cruzar de diferentes maneras. Volví a pasar por la vergüenza, la angustia, la culpa. Volví a interesarme por los sueños, por detalles olvidados, por el retorno de lo que se suponía perimido. También, de manera extraña, alguna vez el silencio y la lluvia en la ventana fueron la serenidad de estar en un lugar presente que podría resumirse en un proverbio budista: «Preocuparte por tu suerte después de morir es tan absurdo como interrogarte por lo que será de tu puño al abrir la mano».
La elación de la sala de espera, la fraternidad cómica que se instalaba algunas veces, era el reverso de esa posición de no estar «ni solo ni acompañado» de quien habla en un análisis. Posición que explica lo que Jacques Lacan llamó «milagro del cuerpo», esas lágrimas que suelen acompañar el vacío que habla.
James Joyce se refirió a esas grandes palabras que nos hacen tanto daño, pero se olvidó de las pequeñas; miserables palabras de la infancia cuyas cicatrices nunca se borran.
La historia con mi mujer terminaría en el momento en que las identificaciones que la sostenían se borraron a partir de una epifanía que no sabría explicar.
El famoso destino de mi familia era haber probado que el significante del dinero puede abolir cualquier significación —como dijo con fuerza Jacques Lacan— y que la palabra entre nosotros carecía por eso de propiedad alguna. Letras de cambio borradas, enigmas que terminaron por causar risa, pero que no fueron nada graciosos en aquel pasado.
Un día, después de una sesión en la cual conté que un nativo de Barcelona se refería a los argentinos como unos «buscavidas», caminaba junto a mi analista porque estábamos en el contexto de alguna Jornada de Psicoanálisis: entonces le escuché decir, sin dirigirse en particular a mí, que ese catalán también viviría de algo. Me sorprendí en ese momento. Pero más en los años siguientes, porque me separé de manera definitiva de lo que parecía un destino inexorable. Ahora me ocupo del psicoanálisis y el psicoanálisis se encarga del resto.


Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008

Pedro Ruiz, Desplazamiento #110, 2008. Colombia

El artesano

Esthela Solano-Suárez

Psicoanalista

En un pueblo ubicado en el hueco de un valle en una lejana provincia de Argentina, vivía un señor que poseía el arte de reconstruir la cabeza y el cuerpo de muñecas rotas. En su taller, se podían admirar las muñecas deliciosamente expuestas, una vez salidas de la operación de reconstrucción. Uno llevaba trozos y se iba con una muñeca nueva y sonriente.
Para la niña de cuatro años que yo era, el arte de ese señor formaba parte de la creación divina. Ahora bien, a pesar de su edad, no dejaba de saber que este pensamiento era un «pensamiento malo»: no se podía comparar la obra de un hombre cualquiera con la del Señor. Pero, después de todo, ¿no le habían explicado que con barro se creó un hombre y que de una costilla de éste emergió de la nada una mujer? Si el cuerpo del primer hombre y de la primera mujer había sido creado a partir de elementos, el artesano de su pueblo, ¿no hacía lo mismo, volviendo a crear las muñecas a partir de piezas sueltas, incluso de pedazos?
Si para ella el artesano era un dios y su hacer un misterio, era porque, al recomponer su muñeca rota, este hombre la había curado, a ella, de una profunda pena. Efectivamente, a los cuatro años ella había tenido la experiencia del encuentro con el accidente, el choque, la rotura, la contingencia que introduce en un instante la ruptura, la rotura de la consistencia y hace aparecer, allí donde había una imagen, un agujero. Entonces había comprendido seguramente que bastaba nada para que, al instante, el cuerpo y la vida que lo anima se separen para siempre dejando aparecer el abismo de la muerte.
No sería exagerado suponer que el encuentro con el psicoanálisis ya estaba prefigurado en el encuentro con el saber hacer enigmático del artesano.
Muchos años después, en la adolescencia, un encuentro desafortunado la precipitó hacia el lado de la caída. Fue un encuentro con una palabra desafortunada. Esa palabra había sido provocada seguramente por ella, ella había querido oír su propio mensaje invertido, poniéndolo en la boca de otro, de un pequeño otro. Esa palabra tuvo el poder de hacerle captar, en el fulgor del instante, todo el peso de los dichos que la aprisionaban, de los dichos provenientes de las generaciones que la precedían y que se estrechaban en ese momento a su alrededor, como una maldición. Esa palabra desafortunada quebró el acuerdo del cuerpo y del sentido con la vida que la habita, haciendo aparecer el agujero del sinsentido, un puro real, donde todo apetito de vida se consume en su anulación.
De ese momento de catástrofe subjetiva, de ruptura, de rotura, extrajo la enseñanza del enigma doloroso de su propia vida y del misterio de la relación entre el cuerpo, la vida y el sentido. En el fondo, cuestiones que giraban en torno a este enigma la habían habitado siempre. Antes, por el apoyo encontrado en la religión, cuestiones atinentes a la vida y a la muerte encontraban un andamiaje simbólico y un arreglo sensato. Ahora bien, como había dejado de creer, ya no contaba con el aparato casuístico del dogma religioso, este enigma se le apareció en plena adolescencia en su valor de cifra pura, encerrando en su encandescencia el límite del soporte fundamental que le procuraban sus pensamientos. Se le hizo urgente entonces descifrar el enigma que ella era para ella misma y, en consecuencia, se dirigió a un psicoanalista. Ella encontró un primer análisis. El efecto mayor de este encuentro fue el que la llevó a tomar la decisión de abandonar su país, con el fin de encontrar un segundo analista.
Ese segundo analista, ella lo había encontrado leyendo los Escritos. Esa lectura le hizo comprender que el psicoanálisis era algo más que hablar estirada sobre un diván. Algo más que una experiencia de palabra donde el sentido recubriría todo y donde la búsqueda de sentido estaría abierta al infinito. En ese caso, el síntoma se nutre del sentido para ejercer mejor su tiranía sobre el sujeto, llevando en su cortejo más inhibición y más angustia.
Empujada por su deseo de conocerlo, ella fue a París. Ella le pidió una cita y él se la acordó. Ella le expuso su demanda de análisis y, después de una larga entrevista, él acepto ser su analista. Como ella no tenía muchos medios, él le propuso que le diera lo que quisiera. Él era así, abierto a acoger una demanda que parte del que o la que sufre.
Y con él, por medio de su acto analítico, ella encuentra el psicoanálisis y su eficacia. Con él, no era cuestión de hablar para no decir nada o para no oír nada o para complacerse en la queja. No, con él, se hacía la experiencia de lo que se dice sin saber, de lo que insiste a la manera de una melodía secreta y que no se oye, porque no se quiere saber nada. Para poder oír, había que romperse a una experiencia muy penosa al principio, que se vuelve alegre seguidamente, una experiencia de disyunción de sonidos con el sentido de las palabras. Este analista llevaba la experiencia de palabra hacia la zona donde la palabra se anuda al real. En ese diseño, él desarticulaba el lenguaje con el fin de hacer emerger el rumor de lalangue.
Agujereando los enunciados, hacía brotar los sonidos que estaban incrustados en la carne, los sonidos del dolor, los sonidos parásitos de los pensamientos dolorosos, los sonidos de cosas entendidas o más bien de los malentendidos soldándose por tantas trabas que hacen girar en falso. Así, gracias a ese trabajo, uno podía desasirse del goce ruinoso, del goce que es sufrimiento y que sólo se admite en tanto que satisfacción. Ese goce muestra no ser más que un resto, un residuo cuya consistencia lógica se deduce como objeto. Ese objeto, una nada, comanda silenciosamente la puesta en escena sostenida por el sujeto en su teatro más íntimo, ese de donde provienen las representaciones que dan consistencia a su mundo.
Así, poco a poco, tuve la impresión de haber sido dada vuelta como un guante por este analista. Allí donde había habido dolor, se instalaba la alegría, allí donde la inhibición reinaba como principio de detención, una energía ignorada de mí misma aparecía por la experiencia del análisis, uno puede pensar de sí mismo que no es más que una respuesta, bricolé a la buena de Dios, con restos de cosas dichas, oídas, olvidadas, para llenar el agujero en lo real.
En ese análisis, cuya conducción no pasaba por la solidificación de un sentido que explicara todo, hice la experiencia de lo imposible. Pude saber que hay imposible y que es eso la respuesta última al enigma. Pude hacer la experiencia de un análisis que no hacía del sentido sexual la clave última del pensamiento inconsciente, sino que permitía captar que ese sentido está en el lugar de eso que, en lo referente a lo sexual, se desprende de lo imposible de escribir, como escritura de un saber que no hay, relativo a los asuntos del sexo. Hacer la prueba de lo imposible abre hacia todos los posibles, que por otra parte residen solamente en el saber hacer allí con los recursos que se tiene.
La presencia de este analista, su forma de operar con la lengua, su saber hacer con el tejido, el trenzado de las palabras de donde proviene el sujeto, me han hecho recordar por supuesto en varias oportunidades al artesano de mi infancia pero en su reverso. Si aquel recomponía las muñecas rotas a partir de pedazos, el analista en cambio operaba una puesta en pedazos, una pulverización de la materia del lenguaje para aislar los elementos, los Unos constitutivos del nudo del sujeto. Aislar el nudo del sujeto hace posible no tropezar todo el tiempo con él, incluso tener una idea del carozo constitutivo entre el amor y el deseo de donde se nace.
Por todas esas razones y muchas más, puedo decir que mi análisis con Lacan me ha dejado un saldo de alegría y de urgencia. Ese saldo nace de un saber hacer allí con la vida que se nos escapa todo el tiempo y de la que no se tiene la menor idea, pero ajustada a partir del límite cierto de la muerte que nos apremia a cada instante con su paso apresurado. Pero no se sabe hacer allí para siempre, en una suerte de continuidad sin corte. No, no hay eternidad prometida en la tierra, porque lo más cómico del asunto es que, a cada momento, hay que volver a empezar.


Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008

Life, de Shira Barzilay -Koketit-

Sobre la rudeza o dulzura del psicoanalista

Mercedes Ávila
Sebastián Digirónimo

ewoud-de-groot-wildlife-call-of-the-loon-2012
Ewoud De Groot, Call of the loon, 2012. https://www.ewoud.nl/

En el filme de Gérard Miller “Rendez-vous chez Lacan” (2011) podemos escuchar distintos testimonios sobre la práctica de Lacan, podemos conocer, en parte, al Lacan psicoanalista a través del relato de sus propios analizantes.
Entre los testimonios se destaca el de Antonio Di Ciaccia, quien, junto con otros entrevistados, en dos minutos de metraje relatan lo difícil que era sostener un análisis con Lacan.
Di Ciaccia dice que Lacan “te sostenía con una mano y te sacudía con la otra… pero te sostenía.”
Muchos creen, erróneamente, que un análisis debe ser un lugar cómodo, entendiendo lugar cómodo como un espacio en el que se va a dar testimonio y se espera consuelo y perdón. Eso en todo caso sería un confesionario. Un análisis es otra cosa. Es el lugar de la inhumanidad, pero hay que definir con precisión qué quiere decir ello. Desde ya, no implica que el psicoanalista deba ser cruel.

Lacan daba una mano para poder sostener y, simultáneamente, tironeaba con la otra. ¿Qué enseñanza nos ofrece este ejemplo? Que un psicoanálisis no debe dar lugar a la comodidad ni al estancamiento ni al regodeo en el sufrimiento.
Porque si bien hay que darle lugar al malestar, alojarlo, como dicen muchos abusando del término, porque ello es un paso imprescindible en los inicios de un análisis, no hay que caer en la trampa de esperar el momento adecuado para intervenir como psicoanalista y darle por fin lugar al análisis, eso debe ocurrir desde el primer momento ya que no quita lo anterior. El analista no es un sádico, es inhumano. No goza en su acto, pero tampoco pierde la oportunidad de hacer existir al psicoanálisis.
Los testimonios señalan bien esa oscilación entre la rudeza y la dulzura: había siempre algo que permitía soportar el malestar y continuar hacia el horizonte del psicoanálisis, hasta que el malestar y el sujeto mismo se transformaran en otra cosa.

2021

La transferencia develada

Marie-Hélène Brousse

¿Cómo encontré la disciplina freudiana? Pensándolo bien, se impone una diferencia entre el conocimiento y el encuentro: el psicoanálisis era un objeto de la cultura al que yo había tenido acceso. Pero el encuentro propiamente dicho, ¿cómo definirlo? Como el momento en que ese objeto (de saber) produjo un efecto en la persona que yo era. Tuvo lugar para mí en un juego de palabras que hizo un amigo sobre mi nombre: efecto de sorpresa y de enigma; en resumen , efecto de división. No hay encuentro con el psicoanálisis que no pase por la experiencia subjetiva.
Después, hubo el encuentro con un analista y la experiencia de esa aventura que es una cura. Enseguida tuve claro que ésta es una experiencia del decir preciso y riguroso. Pero lo que me preocupaba era la transferencia. Ponía el saber de los libros en el centro del dispositivo analítico y, en mi análisis, no lo veía por ningún lado. Muchas veces escuchaba a mi alrededor hablar de amor y de odio, veía cómo se desplegaban todas las modalidades del lazo, in vivo. En mi lazo con mi analista, nada de todo eso. La calma chicha. Sin embargo, lo había elegido yo, por su nombre y su discreción justamente. Pero de él yo no quería otra cosa que el ejercicio de su función. Lo quería funcionario del análisis. Hoy que soy analista, me doy cuenta al escribir estas líneas que la transferencia estaba, y bien que estaba, bajo la forma de ese «yo no quiero saber nada». Estaba en la asociación imposible entre el nombre, o sea lo contrario del profesional anónimo, y la discreción, aquí modo encarnado del silencio.
Sin embargo, los libros, es decir, la teoría analítica, tenían razón. Después de una sesión, en la escalera, como estricta consecuencia de un encadenamiento asociativo apareció ante mí el resorte de la transferencia: mi analista, ese hombrecillo tranquilo, discreto y silencioso, encarnaba para mí, el Santo Padre, el Dios clamoroso de la Biblia, el Dios de Abraham. A este Otro, le temía más que a nada, su palabra era un rayo… Todavía recuerdo la risa formidable que solté en esa escalera parisina que parecía una jaula. Mi analista era el imperativo de la demanda contenida en toda palabra. Si yo no lo veía por ninguna parte, es porque era ese todo, el cuadro general del mundo amenazador en el que vivía. Todas las particularidades de mi relación con los otros, que organizaban mis síntomas, respondían a ese partenaire interior del que había que, costara lo que costara, guardar distancia.
Haber experimentado eso no sólo tuvo efectos terapéuticos inmediatos, sino que modificó radical y profundamente mi concepción de las relaciones con los seres hablantes. No existen relaciones entre los seres humanos que no estén organizadas por la transferencia. Se despliegue bajo su forma imaginaria o simbólica, ella es la gran organizadora, ella es real. Organiza las respuestas y los actos del sujeto sin saberlo. Sin embargo, en los diferentes discursos en los que somos tomados, no aparece de ese modo, sino que sin cesar es objeto de maniobras: de sugestión, de influencia, de denegación, por ser el resorte de cualquier poder sobre el Otro. La evidencia y la formulación de las modalidades que adopta para cada sujeto es la condición del poder que un sujeto puede tomar de sus propios actos, la condición para convertirse en el agente de su destino.
Solamente el dispositivo analítico pone al analista en la obligación de renunciar al poder que le da la transferencia para operar. Es lo que permite que se devele. Un análisis produce, por ese hecho, consecuencias éticas y políticas en el sujeto.
La puesta al desnudo de la transferencia o, por el contrario, el velo mantenido sobre él, constituye una línea divisoria entre el psicoanálisis, por una parte, y las otras formas de discurso que siguen encontrando en eso las raíces de su poder sobre los sujetos, ya sea sin querer saberlo, como en el caso del discurso de la ciencia, o en pleno conocimiento de causa, en el de la política.
El odio que suscita hoy el psicoanálisis tiene su origen en la revelación, por la transferencia, del poder dado al Otro, que se produce para todo analizante en su cura. Las distintas técnicas de gestión de los seres humanos no quieren separarse (¡por el bien de los sujetos, evidentemente!). Lacan lo formula admirablemente en un texto escrito después de la Segunda Guerra Mundial: «En este siglo, el desarrollo que habrá de los medios para actuar sobre el psiquismo, una manipulación concertada de las imágenes y de las pasiones de la que ya se ha hecho uso con éxito contra nuestro juicio, nuestra resolución, nuestra unidad moral, serán la ocasión de nuevos abusos de poder».1 Es más que nunca de actualidad.

¹ Jacques Lacan, en Otros escritos. 

escaleras


Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008, página 50.

El coraje de la experiencia

Sebastián Digirónimo


En otro lugar dijimos que el psicoanálisis no existe. La sentencia lapidaria se entiende sólo al precisarla. Esto quiere decir que el psicoanálisis no es una disciplina intelectual, no es un juego intelectual, sino que el psicoanálisis es tal sólo si se trata de un psicoanálisis en acto. Tomando en serio esto, llevándolo hasta sus últimas consecuencias, podemos llegar a poner en su lugar algo que se menciona siempre pero que necesita una y otra vez ser vuelto a interrogar: la noción de experiencia psicoanalítica. El psicoanálisis es una experiencia. Esto ya lo decía Freud al subrayar la importancia de hacer la experiencia del inconsciente para poder trabajar con él. En este sentido la palabra experiencia se opone a lo que se entiende por experiencia desde el sentido común. No es para nada algo acumulable que sólo exige tiempo y dedicación. La experiencia psicoanalítica, análoga en esto a la experiencia poética, implica entrar en un terreno desconocido que es incluso más que ello, pues es incognoscible. Hay, comenzando por aquí, paralelismos entre la experiencia poética y la experiencia psicoanalítica y hay un punto fundamental que implica una posición ética: o coraje o cobardía. El coraje de la experiencia, que es el título de esta charla, se refiere a esta elección ética. Un psicoanálisis se desprende del coraje que implica elegir que un psicoanálisis ocurriera.

La vecindad entre la experiencia psicoanalítica y la experiencia poética que acabamos de mencionar está dada, fundamentalmente, por ese coraje, que es una posición particular ante lo real del no-hay relación. Esto implica un problema y en la práctica se ve todo el tiempo el deslizamiento cómodo de un psicoanálisis hacia el psicoanálisis. Esto ocurre, incluso, cuando un practicante del psicoanálisis alaba al artista, repitiendo aquello de Lacan de que “nos precede”, y en el mismo movimiento de aparente gratitud y humildad, está haciendo sólo una declaración que implica retroceder en cuanto a ese coraje. Cuando se repite aquello del esfuerzo de poesía necesario pero, acto seguido, se lo deja al poeta que es siempre otro y no quien repitió la frase, se está cediendo a ese deslizamiento encubierto entre un psicoanálisis posible y el psicoanálisis que decimos que no existe sin el coraje de la ética.

No hay el psicoanálisis, entonces, hay un psicoanálisis. El lugar primordial del propio análisis suele ser mencionado pero ninguneado en acto. Por supuesto que el deslizamiento al cual nos referimos es defensivo y no basta declarar que el psicoanalista transmite desde la posición analizante para que eso se cumpliera sin más. No basta, como dijo una vez un practicante, confiar en el dispositivo. El dispositivo no funciona solo. Y tampoco basta repetir la palabra de los maestros del psicoanálisis para que hubiera un psicoanálisis. El problema es cómo tomar la palabra y cuál es el lugar adecuado para la cita. Cuando Lacan decía “no repitan lo que digo, imítenme”, estaba mostrando ese lugar: no repetir sus enunciados sino imitar su posición de enunciación ante lo real. Y no basta citarlo diciendo esto para estar ya en el lugar adecuado. Se puede repetir con total facilidad la frase de Lacan y, en acto, no estar ni siquiera cerca de imitarlo.

Convendría imitar a los maestros en acto. Borges señaló alguna vez que un maestro es alguien que nos muestra cómo enfrentarnos con el universo. El problema fundamental es que imitar al maestro implica liberarse de él, es asumir una posición singular de coraje ante el agujero de lo real, y ello no es fácil. No es fácil porque implica sostener en cada momento, a cada paso, que estamos solos ante lo que nos agujerea, pero, ¿y? Esa pregunta compuesta por una sola letra es la pregunta del coraje de la experiencia.

Es una posición difícil porque implica sostener lo imposible en el buen lugar, que es pasar de lo insufrible a lo insoportable. Que se puede decir incluso ahora pasar de lo insufrible del goce a lo insoportable del deseo. Atreverse a ese movimiento que va de la historia a la poesía, de la narración a la música singular, de la repetición a la invención.

Para ello no hay técnica, hay sólo la posibilidad de un psicoanálisis con coordenadas formalizables. Hay el acto psicoanalítico, hay el deseo del analista, pero ello lo hay en acto, no teóricamente, no intelectualmente. La teoría, muchas veces, suele estar allí sólo para no atreverse al acto. Por supuesto que ocurre también el error contrario: suponer que la teoría no importa es un producto de la misma cobardía. El coraje imposible lo que hace es que sepamos hacer con la teoría uno por uno. Pero de nuevo, esto no basta decirlo, se demuestra en acto a cada paso clínico o de transmisión, que tienen la misma forma.

Lo que estamos diciendo, entonces, a partir de esto, es que un psicoanálisis se demuestra en acto, no se postula, y se demuestra porque en el acto queda a la vista, en forma cristalina, cuál es la relación que ese que se atreve al acto sostiene con su propio no-querer-saber inextinguible. Sostener la pregunta por el propio no-querer-saber y luchar contra él en acto sabiendo, además, que es una lucha perdida, es la posición del coraje de la experiencia. Es el lugar del saber por fin atragantarse de la buena manera, sin postular que se puede estar no atragantado. Es el lugar en el cual por fin aprendemos a perdernos de la buena manera. Y esto no se postula de una vez y para siempre sino que se sostiene en acto o no. Esta es una de las cosas que quiere decir que no hay ser del psicoanalista. Pero hay acto analítico. Uno, y otro, y otro, y otro. Y fundamentalmente hay inextinguible no-querer-saber.

Esto implica poder poner en el buen lugar aquello de que no hay ser del psicoanalista. Se repite con demasiada facilidad pero no se sostiene en acto de la misma manera. El motivo de ello es claro, y es lo que llamamos aquí el coraje de la experiencia. Repetirlo es fácil porque se hace sin ningún coraje y sin poner la experiencia en el centro que le conviene. Uno de los motivos por los cuales se suele repetir que no hay ser del psicoanalista es salvaguardar la ilusión de completitud que da el narcisismo. Y ello permite no hacerse cargo de lo real del no-hay-relación. Desde aquí encontramos otra opción tan tajante como la del coraje o cobardía: o la ilusión narcisista o el hacerse cargo de lo real del no-hay-relación. Esto toca un punto clave que se relaciona con el coraje de la experiencia: con demasiada facilidad se usa la teoría psicoanalítica para justificar la propia cobardía ante la experiencia. Y estar atento a que ello no ocurra con uno mismo es una de las claves del coraje que estamos mencionando.

Cuando decimos lo real del no-hay-relación estamos hablando de lo real lacaniano. Radicalmente impensable. El problema es cómo atreverse a no pensar lo impensable de lo real. Una de las maneras de no hacerse cargo de ello es sustancializarlo. Tenemos un ejemplo que solemos usar para tratar de no pensar lo impensable y luchar contra esta sustancialización. Es el ejemplo de la pantalla de tela con una grieta. El sentido común nos hace pensar que, si miráramos a través de la rajadura de la pantalla, veríamos por detrás lo real. Pues no, lo real es la rajadura misma. Esto que decimos como “no pensar lo impensable de lo real” es lo mismo que, en la enseñanza de Lacan, hace que no hubiera una escritura de este no-hay. Justamente un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es el intento fallido de escribir la no-relación para que se desprendiera de allí su radicalidad de no-hay.

Todo ello se puede hacer solamente desde el coraje: el coraje de la experiencia que se opone a la cobardía del juego intelectual.

Vamos de nuevo, entonces, un psicoanálisis no es un juego intelectual, mucho menos un ornamento narcisista para el mero pavoneo. Contrario a eso, lo que dijimos y que contradice punto por punto al supuesto sentido común que funciona siempre sólo como obstáculo epistemológico, usando esa noción tan fructífera de Bachelard: es una experiencia por demostrar, en sentido lógico, como se demuestra un teorema, y, además, en acto y a nadie.

De allí se desprende la necesidad de aquello que Lacan llamó escuela, pero ocurre que también con la escuela suelen los practicantes tener una relación mal situada. El mejor ejemplo es aquel practicante que dijo un día que “pertenecer a la escuela te cambia la vida”. Cuando lo dijo, los oyentes no escucharon el verbo pertenecer, que es allí la clave. Pertenecer a la escuela aniquila la escuela. La relación es otra, en acto también.

Lo que postulamos, entonces, es que la experiencia psicoanalítica suele estar mal situada por los mismos que creen acceder a ella, y ello implica un retroceder en detrimento del coraje y a favor de la cobardía neurótica. Precisar la forma del propio no-querer-saber es la clave de la cual se desprende la experiencia por demostrar. Preguntarse todo el tiempo, en el diván, ¿cuál es mi no-querer-saber? El mío, singular, único. Es fácil recordar ahora a ese practicante que decía, en una charla, que él iba por la calle preguntándose por el goce de los demás, y que eso es lo que debía hacer un psicoanalista. No, lo que debe hacer es preguntarse por el propio goce, sabiéndolo, además, único e inconmensurable, y si quiere lo puede hacer yendo por la calle, eso no importa, si estamos en la buena posición el diván lo llevamos con nosotros. Y todo ello sabiendo únicamente que el propio no-querer-saber está allí, y que lo estará siempre. Preguntarse por él empuja hacia la divisa de un psicoanálisis orientado: el famoso (por repetido, no por ejecutado) ¡atrévete a saber!

Ese ¡atrévete a saber!, se ejecuta sólo desde el coraje. Este es, por lo tanto, un elogio del coraje imposible, que es justamente por su imposibilidad que es coraje. Atreverse a saber es atreverse a hacer la experiencia de la no escritura de lo real del no-hay-relación.

Estamos diciendo que ocurre espontáneamente, por más que se repita que lo fundamental en la formación de un psicoanalista es su propio análisis, que hay prejuicios que, en acto, nos hacen situarlo en el mal lugar. Y eso quiere decir que hay que hacer un esfuerzo más, un esfuerzo que es de lectura verdadera, que es la que empuja hacia la escritura. Sin ese esfuerzo sólo estamos en el lugar del psicoanálisis que no hay y no alcanzamos el que sí hay, que no es el psicoanálisis sino un psicoanálisis.

Se sitúa mal el lugar del propio análisis, aunque teóricamente se repitiera una y otra vez que es la pata más fuerte de la formación de un psicoanalista. Es siempre interesante interrogar ese tipo de repeticiones tan concurridas, y suele no hacerse. ¿Qué ocurre si situamos mal el lugar del análisis propio? Que el no-querer-saber toma el mando y con ello nos deslizamos, sin advertirlo, hacia el no hacernos cargo de lo real, incluso diciendo que tomamos un camino hacia lo real y su clínica. Podemos tomar un ejemplo de un libro, para ejercer la lectura en acto. Dice correctamente, en una de sus páginas, que “no hay teoría ni práctica que pudiera agotar el encuentro y el desencuentro del parlêtre con lo real”. Tal vez convendría decir sólo desencuentro e incluso inadecuación, pero está bien. Sin embargo, dice algo que contradice en acto esta misma declaración si se la sabe leer, y eso hace que, generalmente, pasara desapercibido y que el deslizamiento hacia el no-querer-saber se hiciera furtivo. Dice: “aun siendo psicoanalistas, con muchos años de análisis a cuestas, los del propio análisis incluidos”, y sigue la frase después de este prolegómeno. Y en eso solo ya se deslizó lo que hay que saber leer y ya se contradijo en acto la otra afirmación correcta. Implica un prejuicio común, que nos acecha desde lo más hondo de nosotros mismos, así que probablemente les pasará desapercibido a todos hasta que no lo señalemos con atención. Ese prejuicio común, tan difícil de romper, es el siguiente: un psicoanalista es alguien que atiende pacientes. No, un psicoanalista es, como señaló Lacan alguna vez, alguien de quien se espera un psicoanálisis. Pero vamos a leerlo con cuidado: ello implica alguien que llevó su propio análisis hasta sus últimas consecuencias, y de estos no hay tantos como se cree, porque el coraje imposible no abunda. Volvamos a la frase que está en ese libro: eso que agrega al final, “los del propio análisis incluidos”, hace que se sitúe el análisis propio como algo secundario, y el prejuicio se desliza desapercibido tanto para el que articula la frase como para el que la oye. Los “muchos años de análisis a cuestas” son, fundamentalmente, los del propio análisis, pero es peor todavía, porque la cronología es secundaria, y no son años, es otra cosa, es precisión, es poesía, es escritura. Está lleno de gente que dice “tengo veinte años de análisis” (y ese tengo ya es una clave de alarma) y, en acto, se manifiesta que, en todo caso, tiene veinte años de concurrir a sesiones en las cuales no se pasa casi nunca más allá del gozoso parloteo, del blablablá que no mueve en nada el amperímetro de la relación con el no-querer-saber propio. Y el problema es que esto se desliza con el mayor de los mutismos. El prejuicio halaga el narcisismo: “somos psicoanalistas porque atendemos pacientes, a diferencia de todos los que no lo son”, y, prejuicio análogo: “y lo somos porque leímos a Freud y a Lacan” (y a Winnicott, y a Melanie Klein, y a Ferenczi y al que fuera). ¿Seguro que los leímos? Leer no es la acción de pasar los ojos por la letra impresa, leer es pasar la palabra a escritura y eso sólo ocurre poniendo en su lugar el propio análisis y sabiendo que él empieza a existir cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

Sin ese coraje imposible que elogiamos aquí, ello no ocurre.

Y ese coraje imposible implica una dirección: de la historia a la poesía, del sentido al sin-sentido, de la palabra al silencio que pasó por la palabra y que suele resumirse con una frase que se repite pero que no debe comprenderse: hacia lo real.

Conviene volver siempre a algo que no se le presta demasiada atención: al no-querer-saber. George Steiner, en el prólogo de La poesía del pensamiento, señala que “tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada”. Pero es peor que eso: tenemos que postular que no habrá nunca algo así como “aprender a pensar”; lo que habrá siempre es no-querer-saber. El homo sapiens está horrorizado y lo estará siempre. Pero si bien el horrorizado no-querer-saber es lo que habrá siempre, también puede haber un empuje contrario a él. Por supuesto, destinado a perder, pero, ¿y?

Esa es la pregunta comodín de la posición corajuda, que usamos cada tanto explícitamente con los analizantes en el consultorio, ese ¿y?

El coraje implica un empuje que es un esfuerzo de escritura, que es un esfuerzo de poesía. Es sabido que Platón rechazaba dos cosas en las que él mismo estaba sumergido: la poesía y la escritura. Lo que ocurre es que no se mira con cuidado ese rechazo y sólo se lo repite casi como lugar común. Lo que Platón temía, tanto de la escritura como de la poesía, es la autocomplacencia de lo que llamamos, con Lacan, comprensión y que es algo bien específico. Estamos todo el tiempo en peligro de comprender, a punto de ceder a esa autocomplacencia propiciatoria del no-querer-saber. En ese punto Platón estaba orientado, su problema comienza por la suposición, que sostiene todo el tiempo, de que el desvío de la comprensión puede evitarse. Pues bien, no se puede. El no-querer-saber manda. Pero sí puede mitigarse su efecto, justamente haciendo el esfuerzo de pasar la palabra a escritura y la narración a poesía, que es exactamente lo que el mismo Platón hizo. Como señaló Roland Barthes en una conferencia que dictó en Italia en 1974, si la escritura va más allá de la palabra es porque ella es la verdad del lenguaje (y no de la persona del autor). Y hay dos experiencias que son, en acto, la demostración de esto: la de la poesía y la de un psicoanálisis. Eso mismo que decía Barthes puede decirse, con Octavio Paz, de la siguiente manera: los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía. El camino de un psicoanálisis, de la biografía a la poesía, de la historia a la poesía, de la narración a la poesía, tiene que ver con esto.

La poesía es esfuerzo de precisión. ¿Por qué? Porque no atenta contra la ambigüedad de los vocablos (como sí lo hace, por ejemplo, la neurosis obsesiva, muchas veces en el consultorio, cuando postula que “lo que quise decir es x” –la respuesta que suelo dar es “no importa lo que quisiste decir, importa lo que decís sin querer”). No atentar contra la ambigüedad de los vocablos es hacerse cargo de que no hay sinonimia absoluta y ello permite escribir al pie de la letra. Sí, la ambigüedad no negada es precisión, y sólo la poesía lo sabe. Y el psicoanálisis, pero no el que no existe, no la disciplina intelectual: un psicoanálisis en acto, singular, escrito, ético, llevado hasta sus últimas consecuencias, demostrado y poético. Y eso está al alcance de todos, sólo que, llegado allí, el todos se desvanece y nos queda la singularidad no-toda del estilo. Y es por ello por lo que podemos sostener, al mismo tiempo, lo que decía Freud y que suele ser mal entendido: un psicoanálisis no es para todos. Para todos y psicoanálisis no van juntos, no pueden ir juntos. O psicoanálisis o para todos. Se excluyen. Un psicoanálisis es adueñarse en acto del propio estilo, y, como señaló Mallarmé, hay ritmo desde que hay estilo. Por eso un psicoanálisis implica un esfuerzo de poesía a ser demostrado en acto, no postulado y sólo enunciado teórica e intelectualmente.

Un psicoanálisis, entonces, y ¿qué es un psicoanálisis? Es ese empuje incansable contra el inextinguible no-querer-saber. Hasta se puede decir que es un empuje imposible contra la naturaleza misma del parlêtre. Eso es lo que hace a su fragilidad. A que se sostenga sólo de eso que Lacan llamó deseo del analista, que es formalizable y que no debe confundirse con el deseo a secas del sujeto. Pero no sirve de nada formalizarlo intelectualmente, hay que hacer su experiencia. ¿Dónde nace? En el diván, haciéndose cargo del propio no-querer-saber, llevando la solución espontánea y salvaje que instauramos ante el no-hay, que llamamos sinthome espontáneo, que es defensivo, a ese otro sinthome, que llamamos analítico, inventado en el camino de un análisis y que implica el perturbar la defensa hasta sus últimas consecuencias y hacerse al final un nombre. Como el poeta. Lo escribió bien María Zambrano: “como el poeta no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse”, esto antes, decimos nosotros, “tendría que adoptar el nombre de lo que lo posee”, sigue Zambrano, “de lo que lo toma allanando la morada de su alma, de lo que lo arrebata”. Y adoptar no es suficiente, agregamos, encarnar ese nombre singular.

Retomemos algo que está escrito en otro lugar: porque callo después de haber pasado por la palabra es que escribo. Hay algo más que el desnudo no-querer-saber que, en realidad, jamás está desnudo sino vestido y disfrazado con aplastante sentido, y podemos atrevernos a ese algo más.

Parte del coraje es, entonces, la importancia de poner el propio análisis en su lugar. Los poetas lo supieron siempre. El joven Borges, en su libro de 1926 del cual luego renegó hasta el final (al punto de eliminarlo de su obra completa), escribió que “pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. El mejor lugar para ello es un psicoanálisis, donde ese vivir las palabras es pasarlas a escritura. Pero hay que atreverse a ello, y una de las formas de no atreverse es venerar a los poetas como si fueran seres especiales, inalcanzables para el común mortal. El que considera al poeta como algo inalcanzable ya se acerca a la poesía de la mala manera y no está en grado de adueñarse de las palabras viviéndolas. Un esfuerzo de poesía es eso, específico, difícil, imposible, no basta mentarlo para ejercerlo. Un esfuerzo de poesía es en acto y contra el no-querer-saber. Porque eso es lo que hay: no-querer-saber perpetuo, incansable, infinito, pero en algún lugar hay también uno que le dice no al ruido, al parloteo vacío, al zumbido que aturde, al horror y, desde la soledad y el silencio que no niegan la muerte, se atreve al coraje de la experiencia de lo imposible.


Presentado el 7 de septiembre de 2020, en Facebook Live de Yoica.

Georges Antoine Rochegrosse ( 1859-1938) War and Peace

Fragmentos. Acerca de una experiencia del intervalo

Rodrigo Airola

 

Un presente intenso es lo anterior que vive. Un presente verdaderamente vivo es el pasado que se quebró, fundido en la lava ferrosa que formó y forma el corazón de la tierra. La marca de lo anterior es ese pasado fundido y líquido. De tal modo aguijonea a quien lo experimenta, lo apasiona, aflora al término de los verbos así como al término de los cuerpos.

Pascal Quignard – Sobre lo anterior

Hay malentendidos fructíferos y otros que degradan la potencia enunciativa ­y, por tanto, evocativa del lenguaje. De este último orden son gran parte de aquellos desacuerdos y penosos acuerdos que se producen cada vez que desde el psicoanálisis se pretende debatir con otras disciplinas o discursos sin tomarse el trabajo de resituar la especificidad de su práctica, de la que se desprenden sus conceptos. El psicoanálisis no es una ciencia por mucho que no abandone sus lazos con ella. Ni siquiera si se postula su sostenida y siempre diferida pretensión de alcanzar tal condición en algún horizonte de sus necesarios esfuerzos de formalización teórica. Y nunca será tal cosa por una razón elemental: las condiciones de su práctica se forjaron y se consolidaron en el punto exacto en que el discurso científico se abisma en los límites de su propia configuración. En lo esencial psicoanálisis y ciencia se excluyen.

La dimensión que concierne al psicoanálisis sólo encuentra representación allí donde (paradoja insoslayable) su representación es imposible: en la experiencia misma de su particular dispositivo de lectura. ¿De qué se trata en esta experiencia? ¿Qué y cómo se lee en ella? ¿Quién o qué ejerce dicha operación (a la que podríamos llamar interpretación)? No se formulan estas preguntas para ser respondidas aquí, al menos no directamente, sino para sostener que no hay manera de un decir mínimamente riguroso desde o hacia el psicoanálisis si no se está atravesado de verdad por estas preguntas. Esto último implica hacer la experiencia misma de un análisis orientado. Es desde ahí que se configura su corpus teórico, que estará necesariamente afectado por las formas de las que procede. Reconocida esta particularidad, el diálogo puede desplegarse, y ser propicio. O no.

Si decimos que esta experiencia supone un particular dispositivo de lectura, y que ello impone la presencia, en su seno, de un discurso (correlativo) de características también excepcionales, entonces, ¿de qué orden son esta experiencia y discurso analíticos? ¿Qué caracteriza lo propio de su operación? Estas preguntas podrían ser tratadas desde diversos ángulos. Sin embargo, me interesa situar como centro de este abordaje aquello que considero brinda la textura, el núcleo y horizonte de su condición: el psicoanálisis es por sobre todas las cosas una experiencia de asunción y, por lo tanto, de trasmisión de la castración –del Otro–. Para ser más preciso: de las diferentes dimensiones de la castración. Es una experiencia de franqueamiento, que compromete al ser en su causa última y más íntima. Y las preguntas necesarias: ¿Franqueamiento de qué? ¿Cuál ser? ¿Qué implica “trasmitir la castración”?  

Hace varias semanas que escribo ideas sueltas, en diferentes papeles, márgenes de libros, etcétera. Escribir sobre “El Psicoanálisis” convoca imaginarios totalizantes. Mi respuesta fue ir dejando por ahí diversos fragmentos de escritura, dispersos. Intento componer algo con ello. Me veo, por tanto, obligado a dar ciertos rodeos apoyado en estos fragmentos. 

Poco tiempo atrás escuché a Jorge Alemán, en una entrevista, formular que el amor es “respetar lo que en el otro debe o merece permanecer oculto. No obligar al otro a que revele todas las preguntas ni que responda por todo. Custodiar en el otro aquello que merece permanecer en el ocultamiento”. Anoté donde pude esas palabras. No podría asegurar que sea una cita textual –si es que algo así existe–, pero recuerdo que sus palabras me provocaron cierta conmoción. Entiendo que el psicoanalista no aludía directamente a la experiencia analítica en sí, sino a una orientación política, en sentido amplio, que preserve lo irreductible del sujeto del inconsciente frente al avance homogeneizador implacable de la Sociedad de Control que impone el capitalismo tecno–financiero. Sus palabras clamaban dejar que el misterio que hay en el Otro pueda seguir viviendo, que no se obligue al sujeto a responder por todo. Sigo encontrando en esa definición algo tan sencillo como profundo, y el nudo esencial de nuestra práctica. Y buena parte de lo que me gustaría expresar hoy tiene que ver con eso que sus palabras evocan en mí.

Pero retomemos. ¿De qué “ser” se trata en nuestra experiencia? El ser que nos concierne es el ser hablante. “Hablante” no es un mero atributo, es aquello que define su propia condición. Y al decir “ser hablante” decimos atravesado por el lenguaje y el goce. Un ser en falta, que reclama por su consistencia. En síntesis: inacabado, incompleto. ¿Qué le falta? En principio, nada. O mejor: le falta asumir que no le falta nada. Dicha asunción es lo que nombramos al comienzo como “castración”. En este punto, podríamos seguir dos caminos: el de profundizar en los conceptos que intentan capturar a este ser paradójico, escurridizo –conceptualizaciones que van desde aquel primerísimo Proyecto de Freud de constituir una teoría del aparato psíquico, de carácter cuantitativo, en el que se articulaban un sistema de neuronas con características diferenciadas (fi, psi, omega) y cantidades fluyentes que provenían tanto del mundo exterior como del interior; hasta los últimos desarrollos de Lacan acerca de la cualidad nodal del parlêtre, con su condición RSI,  registros simbólico-imaginario-real que permanecen equivalentes aunque disyuntos, y cuya articulación está determinada por la particular naturaleza y función del sinthome. El otro camino, el que me interesa seguir, opta por deslizar una mirada al sesgo que más acá de cada uno de estos importantes desarrollos teóricos, nos permita figurar de manera práctica el problema que abordamos.

Para ello me voy a servir primero de una metáfora geológica. No desconozco sus limitaciones, y los errores que pueda inducir, pero en este caso vamos a asumir el riesgo –no sin las advertencias mencionadas–. A primera vista se suele imponer la imagen de la corteza terrestre como una esfera compuesta por una sola pieza, dotada de cierta estabilidad y armonía (para no dejar afuera ningún “terraplanista”, lo mismo vale para ellos. Que si hay más o menos debilidad mental –en el sentido lacaniano de no ser incautos de lo real– en este caso no hace la diferencia). Más allá de los conocimientos específicos que se pudieran tener sobre esta materia, la primera representación que emerge al evocar la superficie de la Tierra es la de una lisa y llana continuidad sin fisuras. Y si alguna fisura se manifiesta la primera atribución es a la de una falla accidental. Ahora bien, si se piensa por ejemplo en las placas tectónicas que conforman la corteza terrestre, las fisuras lejos de ser un accidente, son el principio y la condición de toda la estructura. El “accidente”, para decirlo de otra manera, no es una excepción, sino su estado permanente y la forma que dota al planeta de vida. Así, la dinámica de dicha superficie terrestre es cualquier cosa menos regular, el discurso tiende a cavar regularidades y desmentir lo que no cesa de convocar una falta de ellas, rechazar aquello que resurge incesante desde los intersticios. Transformar la fisura constitutiva en irregularidad, en falla, es la tendencia espontánea propia de los seres hablantes, y su manera de defenderse de ella. Intenten soldar nuestras placas tectónicas y vean qué ocurre… ¡Como mínimo saltará todo por los aires! (O más o menos lentamente se irá apagando en su inmovilidad). Algo así observamos diariamente en la clínica: esfuerzos infructuosos por tratar la castración negándola. Eso que se niega, retorna. Y lo hace en idéntica proporción a la forma en que se procura rechazarla.

Pero mejor dejemos acá, que al igual que sucede con el capitalismo y los recursos del planeta, también nosotros agotamos rápidamente los alcances de esta metáfora. Ya que al pasar mencionamos al capitalismo, y antes a la ciencia, digamos que ambos configuran las bases de eso que Lacan llegó a denominar “discurso capitalista”. Al que caracterizó como circular. Eso significa que rechaza lo imposible. Con ello decimos que reniega de “la castración”, y, como él mismo lo expresa, este discurso “deja fuera las cosas del amor”. ¿Qué supone esto? Si al comienzo nos propusimos revalorizar lo singular de la experiencia analítica en sí misma es porque, si tomamos en serio que para el psicoanálisis el inconsciente es la política, y que ello equivale a decir que nuestra ética presupone, entre otras cosas, preservar las condiciones de posibilidad de la emergencia del sujeto que llamamos dividido, entonces no se pueden ignorar los diferentes presupuestos de este discurso de época cuando de concepciones acerca de la subjetividad se trata, si las mismas atentan contra los fundamentos mismos de nuestra experiencia. Para ser más preciso: por totalitarias, no son menos problemáticas para la emergencia del sujeto del inconsciente las intenciones progresistas, y políticamente correctas, que pretenden reducir completamente al sujeto a una construcción producto del control social, histórico y cultural, que aquellas otras corrientes que lo reducen a mero organismo biológico, sea de la mano de las neurociencias o cualquier otra especialidad, con sus correlativas terapias cognitivo-comportamentales que profesan la buena adaptación de los individuos y que suelen encontrar sustento en la enorme industria farmacológica que las impulsa. Ambas tienden –o podrían hacerlo en mayor o menor medida– a operar igual reduccionismo. Ambas se ven inclinadas a hacerlo con igual y despiadado rechazo de la castración. No es menor la desmentida del inconsciente cuando se pretende, por ejemplo, circunscribir en su totalidad la inconmensurable e irreductible diferencia sexual a una cuestión de géneros reconocidos “auto-percibidos” y localizables, que, de igual manera, cuando se reduce al sujeto a una conexión neuronal o una secuencia escrita de ADN. No se trata en ningún caso de oponerse porque sí a estos representantes del discurso del amo actual, ni mucho menos desestimar lo que pudieran tener de interesantes, por ejemplo, con relación a la promoción de derechos civiles igualitarios (y otras tantas y legítimas conquistas políticas y sociales); pero eso no debería hacernos perder de vista que conviene estar atentos cuando la creencia en el progreso adquiere el carácter de una certeza sin grieta alguna, con larvada vocación totalitaria. Ser guardianes de la castración es hoy una función que atraviesa las paredes de los consultorios (sean estos más o menos virtuales), dado que nuestra experiencia nos sitúa inexorablemente en la condición de ser testigos partícipes, casi exclusivos, de las paradojas irreductibles que comporta cualquier progreso.   

Vuelvo a nuestra pregunta: pero, entonces, ¿qué es eso que llamamos “castración”? El ser hablante está parasitado por el lenguaje, más precisamente por eso que Lacan llamó lalengua, esta condición condena a cada uno a tener que habitar el reino de las inevitables elecciones inconscientes –eso que Lacan denominó insondable decisión del ser–; el ser hablante no puede escapar de su condición sexuada y mortal, que son dos nombres de lo real. Escollos que deberá franquear sin resolver. Real podría traducirse por lo que no cierra. Lo que no cierra, aquello que no alcanza representación, que rebasa lo simbólico y sin embargo sólo puede ser delimitado por él. Asumir la castración es, sobre todas las cosas, abandonar la pretensión de que cierre, de que lo real pueda ser finalmente absorbido por lo simbólico. ¿Cómo afrontar lo que por estructura es imposible? Desde el momento que se da nacimiento, todo ser hablante se ve confrontado a la imposible tarea, que lo acompañará toda su vida, de tener que hacer un arreglo con su inadecuación. De lo mucho o poco que consienta en alojar lo que permanecerá siempre extraño a sí mismo, dependerá su suerte.

Doy otro rodeo. Entre mis notas de estos días había escrito un sueño de análisis de bastante tiempo atrás. No lo voy a reproducir por completo acá, sólo voy a mencionar un detalle, que aparecía en ese sueño, a los fines de lo que nos proponemos desarrollar: se trata de “un charco de ácido”, y el sujeto del sueño (neuróticamente, podríamos decir), se metía de lleno en él. En el sueño este sujeto pretendía escapar de la demanda de un Otro, enterrándose en el ácido. Tomo este fragmento porque me interesa una asociación que surge de la homofonía de este significante “ácido”, si lo escuchan me refiero a la conjugación “ha sido”; y me interesa extraer de él una lógica, más allá del devenir singular del sueño, y que entiendo podría generalizarse. “Ha sido” conjuga el verbo “ser” en el tiempo “pretérito perfecto compuesto”. Este “ha sido” es una buena manera de nombrar la forma en que el sujeto, todo sujeto, cifra su relación con el Otro. “Lo que ha sido” podría ser el título de toda narración de la novela familiar que las personas no dejan de contarnos (y contarse). Destaca de esta expresión su fijeza. Traza un destino, y configura una repetición. Lo que llamamos con Freud compulsión de repetición podría fácilmente conjugarse en esos términos: “lo que ha sido” no deja de configurar la realidad, suprimiendo lo nuevo y con ello el devenir. El tiempo se coagula, y reniega del principio y el final. A ese lugar van a inscribirse las identificaciones que anhelan soldar una identidad. De ese “charco de ácido”, permítanme la digresión, se nutren los ideales que comulgan con el absoluto. Y se inscriben las coordenadas que cifran aquello que con Lacan denominamos fantasma. El forzamiento al que se somete y por el cual sufre de más el ser hablante se desprende necesariamente de esta lógica, ya que si algo caracteriza su existencia sexuada y mortal es que ni es “pretérita” –por mucho que no reniegue de sus marcas (y conviene que no lo haga), ni mucho menos es “perfecta”, y si es “compuesta” sólo podrá serlo de lo que permanecerá siempre heterogéneo a sí mismo. ¿Cómo salir de este atolladero? ¿Qué permite el devenir, la emergencia de un acontecimiento distinto? Digamos que nuestra brújula es el síntoma, y ello porque nos grita en la cara que hay un real que no puede ser encapsulado por tal o cual sentido –“lo que ha sido”–, ni completamente ni para siempre. ¿Qué tratamiento del sentido? ¿Qué abordaje del síntoma?

Sigo revisando mis notas y encuentro otra ocasión para el desvío. Intentemos, ahora, enfocar las cosas desde otro ángulo. Hay un cuento de Julio Cortázar que se llama “La orientación de los gatos”. Es un relato breve en primera persona. El narrador, apelando al monólogo interior, nos ofrece el testimonio de una relación, la que tiene con su mujer Alana, y su gato Osiris, y estos dos últimos entre sí. Relaciones que configuran un triángulo, caracterizado por el protagonista en términos de la “distancia o dominio” que existiría entre unos y otros. Así, dice que Alana y Osiris lo miran a él de frente: “Cuando Alana y Osiris me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la menor duplicidad”, y agrega “también entre ellos se miran así”. Por el contrario, él siente que hay algo que le impide acceder directamente a ellos, una distancia infranqueable, que se le escapa y pretendería reducir, sobre todo con su mujer –en cambio del animal dice “hace tiempo que he renunciado a todo dominio sobre Osiris”–. Y entonces nos relata cómo despliega una intensa búsqueda obstinado en comprender, en descubrir eso que impediría mirarla a ella como ella lo mira a él. Dice: “Detrás de esos ojos azules hay más, en el fondo de las palabras y los gemidos y los silencios alienta otro reino, respira otra Alana”. No voy a comentar los detalles de esta búsqueda, sólo digo que está signada por el encuentro sucesivo de esas otras Alanas que nunca terminan de develar la definitiva, que parecerían emplazarse un poco más allá justo cuando él creería haber revelado su conformación última. Su ilusión es explícita: “yo sabiendo que mi larga búsqueda había llegado a puerto y que mi amor abarcaría desde ahora lo visible y lo invisible”. El final del cuento rompe maravillosamente con esta ilusión. Los invito a leerlo. ¿Por qué este cuento? Creo que escenifica muy bien el real con el que nos confrontamos en nuestra experiencia, el que postula que “no hay relación sexual”; pero la manera en que la narración –y la búsqueda de nuestro narrador– acceden a dicho real no es tal sin el despliegue de la creencia. No es sin ese recorrido que permite que la verdad se escamotee hasta su consunción.

egypt.culture_20200911_203634
Dios Osiris. Muro de la tumba de Nefertari.

El intervalo que separa a unos de otros es ineliminable. Asimismo, refuerza nuestra idea el detalle de los nombres escogidos por el autor: “Alana” en la Biblia y “Osiris” en la mitología egipcia, evocan, respectivamente, alusiones a la armonía y la eternidad. La orientación de los gatos, que debería ser brújula de todo psicoanálisis, es la orientación hacia lo que no cesa de permanecer inaccesible.  

Para concluir, volvamos al comienzo. La castración que se trata de asumir en el recorrido de un análisis comporta múltiples y diversas dimensiones, que sin embargo están articuladas, pues todas ellas confluyen en un denominador común: un sistemático proceso de depuración del sentido anquilosado que habilite al sujeto a acceder al acto. ¿Por qué este estado del sentido se opone al acto? Porque el acto por definición comporta un cambio de posición subjetiva, algo se altera de la posición del sujeto en este pasaje que el acto abre en el devenir. El sentido con el que espontáneamente los seres hablantes se alimentan suele renegar de la castración, alimenta el narcisismo y rechaza la alteridad. Quiere más de lo mismo, y lo quiere sin cesar. ¿Qué lugar para los fragmentos que no encajan en una totalidad coherente, cerrada sobre sí? ¿Qué lugar para la oportunidad y el encuentro? Lo mucho o poco que se consienta a lo que no encaja, a lo que no puede sino permanecer en la opacidad, será acaso lo que permita a un sujeto tener mayor o menor apertura a la contingencia. Señalemos dos tendencias opuestas: una pendiente que insiste siempre idéntica a sí misma, procurando infructuosamente hacer Uno con el Otro, es la que conserva un anhelo de fusión –es imposible, ya lo sabemos, dado que el Otro no existe, pero nada impide la ingratitud de pasar la vida intentándolo–. La otra dirección es la de un análisis: que en la reducción de los semblantes que aprisionan al sujeto logra despejar un real –siempre éxtimo–, singular, del cual pueda servirse; y de esta manera, desde lo radicalmente Uno, su diferencia absoluta, soledad irreductible, dirigirse a lo que siempre permanecerá Otro. Ese intervalo entre el Uno y lo Otro, intervalo infranqueable, es un real a conquistar, y no será de una vez y para siempre, sino que requiere un permanente irle en contra a esa tendencia insidiosa del sujeto de cerrarse sobre sí.

Es el intervalo de la vida. También el intervalo de un nuevo amor. Ese que permite resguardar aquello que merece permanecer oculto, ese que al comienzo advertimos que debemos custodiar.


Cuando miro en mi corazón, contemplo una estación que no comprendo. Es una serie de estados dispares en los que mi pasado no está muy interesado. Tal indiferencia hacia mí en el centro de mí mismo, luego de haber angustiado, destruye la angustia y comunica una premura.

Pascal Quignard – Sobre lo anterior  


Presentado en “Tres contra uno”, el 22 de agosto de 2020, en la plataforma Zoom.

 

Island, de Aykut Aydogdu