Otra historia que contar

Micaela Fumagalli

¿Qué es el psicoanálisis? Es la pregunta por excelencia que guía la orientación y enseñanza iniciada con Freud, continuada por Lacan y sostenida en la actualidad. El intento por responderla parecería ser trunco, ya que no hay algo que pueda decirse y que clausure, por su efecto, este interrogante fundamental. Ahora bien, justamente por ello, la invitación es a animarse a decir algo, y vemos cómo, en ese intento, se entrama la propia singularidad, la experiencia y teoría psicoanalítica.
Es así como, al detenerse en esa pregunta, es conveniente transformarla en ¿qué es un psicoanálisis? Uno cada vez. Cuya respuesta podría ser aprehendida en acto por cada cual, con la paradoja de apresarla a la vez que se escapa.

Haciendo referencia a ese entramado entre la teoría y la práctica, se puede comenzar diciendo que el psicoanálisis es una praxis cuyo inicio está motivado principalmente por algún malestar que lleva a una persona a consultar, lo cual abre una oportunidad para hablar de ello y demandar estar mejor.
Se inicia así, en los espacios de sesión, un trabajo de valorización de la palabra, que es el instrumento clave de un análisis. Labor de construcción y revisión de la historia del sujeto por la palabra, que hace emerger así una narrativa que se enuncia y que el analista empuja por hacerla escuchar. Pero ¿qué es lo que debería ser escuchado por el paciente?
En esos enunciados se vislumbra, una y otra vez, cómo es el propio sujeto quien escribe el guión de una misma escena, y la repite sin parar, sin pensar, sin detenerse en su propia posición. Crónica de un desenlace anticipado que sentencia al sujeto a una muerte sentida.

John Everett Millais-Ophelia
John Everett Millais-Ophelia

«Hay algo en mí mismo que anda solo y me hace padecer, en ese mismo armado escénico que configura realidades con efectos de verdad. Una encrucijada avecina ¿víctima o actor principal?».


Es esa enunciación la que tiene un papel fundamental para el sujeto, la cual está anudada a aquel material significante con que se fue esperado y hablado por el Otro en el origen: esas palabras, anhelos, anécdotas… Pero más significativo aún es lo que uno hizo y hace con eso. Este punto es un primer descubrimiento clave en la experiencia del sujeto en un análisis: la escucha de su propia posición subjetiva en eso que se relata.

Retomemos nuestra pregunta para intentar responderla una vez más: ¿qué es un psicoanálisis? Un tratamiento, por la palabra, de eso que no anda para alguien, vislumbrando las respuestas asumidas por el sujeto hasta ese momento. Es una experiencia única, singular, que propicia habitar el encuentro con ese sí mismo, hasta entonces desconocido en sus causas y, sin embargo, presente por sus efectos. Inhibiciones, síntomas, angustias, o como se quiera llamar según las formas que tome, que van de las más variadas y particulares manifestaciones. Aquello –inconsciente– se presenta como una falla que hace tambalear hasta el más arraigado de los sentidos asumidos, a la vez que muestra cómo sería posible hacer otra cosa con ello.
Es este otro momento bisagra, el cual implica dar un salto hacia un análisis verdadero, comenzar a hacerse cargo de esa parte de uno mismo que parece andar sola y arrastrarnos. Sujeto dividido entre aquello que parecería saber y lo que desconoce; sujeto que vacila o decide firmemente. ¿Qué hacer con eso? ¿Qué otra cosa es posible hacer con eso, que conlleve un vivir mejor? Una mejoría en el sentido de poner en juego una elección que no sea la repetición de lo mismo, que conlleva sufrimiento, la posibilidad de innovar con los elementos de la propia realidad para contar otra historia que permita contemplar las sorpresas de eso que no se sabe.
Una historia otra que no pretenda repetir la misma escena escuchada y enunciada una y otra vez, sino aquella en la que uno se asume escritor, contemplando las no garantías del qué pasará. Desviarse del inicio y la meta supuesta estipulada, crear la posibilidad de jugar con la relatividad de las palabras, dejándose sorprender, motivados por el deseo que mueve a renacer.

Un psicoanálisis es, fundamentalmente, una oportunidad, una invitación a atreverse a contar y optar por otra historia, viva, novedosa y gratificante. Que ya no funcione como aplastante para ese sujeto, sino como un instrumento de propia lectura flexible, admitiendo los cortes, agujeros y discontinuidades de la vida humana. Construyendo así otras verdades subjetivas que habiliten maneras distintas de habitar el mundo.


Daniel Bilmes Ascending into the unknown
Daniel Bilmes, Ascending into the unknown

Esto no es un análisis

Rodrigo Airola

“Y si alguno de éstos, como despreciando la sencillez de tales palabras, con soberbia flaqueza se lanzase fuera de su nido alimenticio, ¡ay!, caerá, ¡desdichado! Y, Señor Dios, ten piedad, no sea que al polluelo sin plumas lo pisoteen quienes pasan por el camino. Y envía a tu ángel, que lo vuelva a poner en el nido para que viva hasta que vuele.”

San Agustín, Confesiones (Libro XII)

Arkangel (2017) es el segundo episodio de la cuarta temporada, escrito por el creador de la serie, Charlie Brooker, y dirigido de manera correcta por Jodie Foster. Su trama puede resumirse de manera muy simple: una madre, en extremo preocupada por la integridad de su hija desde que ella nace, decide someter a la niña a un experimento que consiste en implantarle un chip que, conectado a una suerte de tablet, le permite monitorear e intervenir de manera estrecha sobre la vida de la hija con la promesa doble de protegerla a ella y tranquilizarse a sí misma.

Este episodio no está entre los más destacados de la serie, es, en muchos sentidos, predecible, y más cercano al drama que a la distopía que caracteriza a los demás capítulos. Sin embargo, ciertos detalles de Arkangel capturaron mi atención.

En buena parte de los capítulos de Black Mirror sus protagonistas experimentan diversas sensaciones de encierro inducidas, directa o indirectamente, por algo que involucra algún dispositivo tecnológico, sin que resulte posible muchas veces vislumbrar una salida. Ese algo opera en tono de asfixia, se expande indefinidamente y nada parece escapar a sus dominios; la desesperación de sus cautivos es, muchas veces, su impotente contraparte y, correlativamente, se promueve lo mismo en el espectador.

Me pregunto si no hay en esta cualidad un punto de cruce entre una condición estructural del parlêtre y cierto rasgo de eso que se suele llamar subjetividad de la época.s04e02-arkangel-peq-800x1200

Dudo que algún otro capítulo de esta serie, como Arkangel, haya promovido semejante cantidad de artículos presuntamente psicoanalíticos. La mayoría de ellos se presentaban como un análisis de Arkangel, y redundaban con más o menos definición en lo mismo, que podría resumirse así: el estrago materno y el hijo como objeto fetiche de la madre. El tema parecía, a grandes rasgos, obvio. ¿De qué otra cosa habla Arkangel? Aunque, ¿es esa la lectura de un psicoanalista?

Magritte pipaUna expresión se deslizó entonces entre labios, primero como queja estéril dirigida a uno de esos artículos: “¡esto no es un análisis!”, pero luego, repentinamente, escuché en la frase una adaptación del famoso “Esto no es una pipa” (La traición de las imágenes) de René Magritte, y me causó gracia. Había leído hace un tiempo el ensayo sobre Magritte de Michel Foucault que aborda las múltiples, si no infinitas, paradojas de dicha pintura (junto con Los dos misterios, variación de la primera), y algo en la expresión disparó diversas asociaciones. “Esto no es un análisis”. Es el título que necesito.

Distinguir los rasgos de la subjetividad de cualquier época de las condiciones inalterables del parlêtre es un punto de partida necesario, pero, tengo para mí la pregunta de si algo en lo que Lacan postula como discurso capitalista, que es un no-discurso, no podría conspirar con los límites presuntamente insobornables de tales dos dimensiones de la experiencia humana.

Los diagnósticos generalizados son conocidos por todos y parecen extenderse: desabonados del inconsciente, forclusión del sujeto, clínica de la inexistencia del Nombre-del-Padre, etcétera. Los mismos están, para decirlo rápido, ligados con lo que se denominó, con Jacques-Alain Miller, “la época del Otro que no existe” y que, a los fines de estas articulaciones, resumiría en la evaporación de una instancia de autoridad que encarne un lugar de excepción en el tratamiento de la condición trágica del parlêtre, pudiendo dejar así vacante la función que instaura la Ley de la palabra, y lo que esta habilita.

Entonces, retomo: esto no es un análisis. ¿Y qué es un análisis?

Casi al final del Seminario 6, en la página 537 del apartado “Hacia la sublimación”, Lacan se pregunta por el deseo del analista: “El análisis no es una simple reconstitución del pasado; el análisis tampoco es una reducción a normas preformadas; el análisis no es un épos; el análisis no es un éthos. Si debiese compararlo con algo, sería con un relato que fuese, a su vez, el lugar del encuentro acerca del cual se trata en el relato”.

Y dice en el párrafo siguiente acerca de la posición del analista: “Nos hallamos en la posición paradójica de ser los intermediarios del deseo, o sus parteros, quienes velan por su advenimiento”.

Retengan esta cita. Vayamos ahora sí al otro parto.

La primera escena de Arkangel contiene la matriz sobre la que se desarrolla la trama de todo el episodio, y es uno de esos detalles, quizá el principal, que justificó mi elección de este episodio. Todo comienza en un quirófano. Marie está siendo intervenida quirúrgicamente, su rostro, agotado y nervioso, se reprocha culpable de “no haber podido pujar más” frente a una enfermera que la acompaña impasible a su derecha, confirmando de este modo que se trata de una cesárea. Segundos después los médicos retiran al recién nacido y un silencio espectral es seguido por la desesperación de su madre que, a los gritos, implora le confirmen que su hija está bien. Finalmente, la bebé llora, se la entregan, y fin de la escena. Junto con esto, lo central para mí es cómo la escena está filmada. Desde el comienzo la cámara procede desde atrás de Marie, que está acostada en la camilla del quirófano. La camilla está separada por un velo que divide lo que los médicos están realizando más allá de él, y, por lo tanto, la futura madre tiene el campo de visión casi completamente obstruido por ese separador. Lo mismo le ocurre al espectador, que está situado de su lado, aunque, por la altura y la disposición de la cámara, puede ver un poco más, sólo un poco más, de aquello que ocurre detrás de la cortina: un panorama más amplio del quirófano, el movimiento de los médicos, y un pequeño detalle: algo de sangre…

Arkangel 1

Bien, volvamos a la pipa.

El famoso cuadro de Magritte contenido en La traición de las imágenes, ese que dibuja una pipa y debajo de ella la descripción reza “Esto no es una pipa”, pone en primer plano el estatuto del significante, su equivocidad, su necesaria primacía en la configuración de la realidad y, por lo tanto, el carácter de semblante de esta última.

En un apartado denominado “Hay pipas y pipas”, del libro La permanencia de lo negativo, Slavoj Žižek se sirve de diferentes cuadros de Magritte para ilustrar la ruptura de la lógica de la representación que implicó el pensamiento kantiano: “la inconmensurabilidad radical entre el campo de la representación y la Cosa irrepresentable”. Primero apela a una escena de Madame Bovary, de la que extrae una distinción entre el realismo, “la creencia ingenua de que, detrás de la cortina de las representaciones, realmente existe una realidad sustancial y llena”, y el posrealismo que comenzaría “con una duda respecto de la existencia de esta realidad ‘detrás de la cortina’, es decir, con el presentimiento de que el gesto mismo de ocultamiento crea lo que pretende ocultar”.

Nos interesa la tensión entre estas dos concepciones, porque es dicha tensión la que retomaremos en nuestro quirófano. Pero antes resumamos lo que Žižek ejemplifica luego con diferentes cuadros de Magritte: “detrás de todas estas paradojas emerge la misma matriz, la misma fisura básica cuya naturaleza es, en última instancia, kantiana: la ‘realidad’ jamás está dada en su totalidad; siempre hay un vacío abierto en medio de ella, que es llenado por diferentes apariciones monstruosas”.

En síntesis: podemos servirnos, con Žižek, de pinturas como El telescopio o Personaje que camina hacia el horizonte, pasando por las ya mencionadas pipas, por nombrar sólo algunas, y en todas ellas encontraremos variaciones de una misma estructura que nos confronta con el carácter ficcional de la realidad, que con Lacan llamamos semblantes, y sus vínculos siempre irreductibles con lo real.

Regresemos con Marie. Están entonces estas dos dimensiones: una que nos sitúa de este lado con la agobiada madre, y esa otra que está detrás del velo, que figura y configura el campo que está más allá de nuestras representaciones; y que juegan con esa tensión que mencionamos antes, sobre todo desdoblando el campo de la visión entre lo que podría percibir Marie y ese poquito de más al que se permite acceder al espectador; lo que podríamos pensar como una metáfora de la división constitutiva del sujeto. Más acá, entonces, Marie se reprocha no haber hecho lo suficiente. Culpa que sabemos no es otra cosa que la perversa artimaña de un deseo acorralado por la cobardía que engendra la angustia. Toda la escena contagia ese afecto certero. No por nada Freud volvió tantas veces a la experiencia traumática del nacimiento para preguntarse si no configuraría el prototipo de la angustia. Pero, entonces, ¿qué balbucea en ese estado de extrema indefensión la culpa de Marie? El texto hay que saber leerlo, está en eso que se dice sin saber lo que se está diciendo. Lo que hay es un fantasma, y ese fantasma no cesa de escribir que hay una hija perdida. ¿No es eso lo que está sobrevolando el quirófano, haciéndonos testigos partícipes de ello? ¿Acaso no es lo que sobrevuela todo el tiempo el completo episodio de Arkangel? Desde la escena en la que Sara se pierde en la plaza, y que lleva a Marie a contratar los servicios de la compañía Arkangel, pasando por su preocupación de que llegue bien a la escuela, o las ya más desesperadas veces en que advierte que su hija le oculta algo (que el guion presenta primero bajo la forma de una escena sexual, y luego con el consumo de alguna droga), para finalmente estar presente, de manera apoteótica, en ese final en el cual el fantasma parece realizarse: se perdió una hija, y la mirada extraviada de la madre, todo su cuerpo a la deriva, no son otra cosa que figuraciones de que esa madre es ahora, sobre todo, esa hija perdida que nunca dejó de ser.

Bien, ahí está Marie: luego de los golpes que le dio su hija, con la misma tablet queArkagel estaba destinada a garantizar su tranquilidad, ya sin Sara, en medio de la calle, sola, con su andar desencajado, sus piernas a punto de quebrarse, y ese detalle de la sangre, sí, la sangre otra vez, en todo su rostro…

El no-discurso que nombramos capitalista es –me permito utilizar una alegoría elemental– una gigantesca licuadora en la que todo va a parar a su interior, desintegra sin discriminar y nada la detiene. No es una representación original, sólo Zygmunt Bauman, por nombrar uno de tantos pensadores, tiene innumerables trabajos que desarrollan esta idea de lo “líquido” con extendidas elaboraciones.

Lo que me interesa subrayar es que la interpretación analítica, si algo no es, justamente, es eso. No pocos psicoanalistas, la mayoría de ellos imposibilitados de advertirlo, sienten estar en su salsa en su afán desconstructivista cuando, al compás de lo peor de la época, desprecian lo subversivo del descubrimiento freudiano: lo inconsciente, que en su núcleo siempre tendrá una opacidad que rechazan. No advierten que las salsas son la especialidad de ese artefacto. El sin-sentido que hay que alcanzar en un análisis sólo se alcanza trabajosamente, tratando con suma delicadeza esos elementos que, en calidad de significantes, son puestos en la escena del análisis. Delicadeza no es cautela deliberada, sino precisión que se sabe advertida de que en las marcas por las que discurre el sujeto anida algo imprescindible.

La operación per via di levare, que Freud grafica sirviéndose de la distinción que realiza Leonardo Da Vinci, es lo contrario de una topadora que destroza todo. Esos restos, los de la topadora, son tan bendecidos por el narcisismo como la pieza anterior a la colisión, pretendidamente completa.

Es cierto que las identificaciones y los ideales con los que se aliena el sujeto tienden espontáneamente a hacer consistir al Otro. Pero no es menos cierto que despreciar dichas marcas está muy lejos de producir la liberación anhelada. Y, además, deja al sujeto inerme ante un Otro que, paradójicamente, por no estar en ningún lado, está en todos.

Digámoslo con todas las letras: si se trata de prescindir del Padre, así, sin más, entonces el neoliberalismo ya acumula en el asunto muchos más diplomas que los que todo el andamiaje del mercado de conocimiento psicoanalítico pudiera ofrecerle, y no necesitó de ningún psicoanalista –aunque algunos se presten gustosos– para transformar al inconsciente en meros restos, un polvillo insignificante. Esos restos resuenan con la nada, que, aunque suene parecido, es lo opuesto de hacer resonar un vacío.

Dejemos por un rato la licuadora y sus salsas. Y digamos que la sangre no es unaArkangel sangre salsa, por mucho que esta última pueda simularla. ¿Cómo leer este significante que insiste a lo largo de todo el episodio de Arkangel? Se nos da a ver apenas, sugerente, en la primera escena del quirófano; baña todo el rostro de Marie al final; pero, sobre todo, aparece como el símbolo de aquello que la hija estaría imposibilitada de percibir. Promediando el episodio, está esa escena bisagra en la que Sara, tras frustrados intentos de tomar conocimiento acerca de eso que le estaba vedado (lo recuerdo: pregunta a un compañero de la escuela, luego intenta dibujarlo, y, en ambas, la censura del dispositivo impide que acceda a eso que se nombra “sangre”), finalmente se pincha un dedo con la punta afilada de un lápiz, y, sin poder evitar el pixelado de la imagen, comienza a clavarse el lápiz furiosa una y otra vez hasta que su madre la detiene. La sangre podría leerse como la metáfora de aquello que sería irrepresentable.

Como las apariciones monstruosas de las que nos habla Žižek, que están ahí para señalar lo real y velarlo al mismo tiempo. ¿Por qué no decirlo, con Magritte, una vez más?: esto no es sangre. Ahí donde para los seres hablantes se abisma el agujero de lo que no puede ser pronunciado en ninguna lengua, justo ahí donde la muerte y la sexualidad despliegan su mudez, nuestro episodio recurre al significante “sangre”. ¿Sólo eso podemos decir de él? Quizá un poco más adelante podamos agregar algo más.

Magritte 2Si bien se presta atención al ensayo que escribe Michel Foucault sobre Magritte, en su segundo capítulo sitúa con notable precisión la operación que sostiene la obra de la pipa (en cualquiera de sus versiones). La cita es muy bella: “La diablura radica en una operación que la simplicidad del resultado ha hecho invisible, pero que sólo ella puede explicar el indefinido malestar que este provoca. Esa operación es un caligrama secretamente constituido por Magritte, y luego deshecho con cuidado. Cada elemento de la figura, su posición recíproca y su relación se derivan de esa operación anulada una vez realizada. Detrás de ese dibujo y esas palabras, y antes de que una mano haya escrito lo que sea, antes de que hayan sido formados el dibujo del cuadro y en él el dibujo de la pipa, antes de que allá arriba haya surgido esa gruesa pipa flotante, es necesario suponer, creo, que había sido formado un caligrama, y luego descompuesto. Ahí están la constatación de su fracaso y sus restos irónicos”.

Esta operación consiste en pervertir la forma tradicional, que, como bien se puede deducir de la cita, no es otra cosa que un signo sólo sostenido por la intervención del significante del Nombre-del-Padre que permite sostener fijas algunas representaciones de nuestro universo simbólico. Son nada menos que los significantes Amo que discurren en los discursos, y que posibilitan que la lógica del significante, que –como machacó Lacan hasta el hartazgo– es lo que representa a un sujeto para otro significante, pueda ser otra cosa que mera inconsistencia en la cual todo el tiempo cualquier cosa puede ser cualquier cosa. Es cierto que el Nombre-del-Padre fija, pero no es menos cierto que es también lo que habilita al juego de las múltiples alusiones y paradojas, al libre discurrir, que sabemos no es tan libre, del sujeto por la cadena. Por el contrario, si nada establece puntos de fijación, referencias, entonces el sujeto se debate entre la estructura holofrásica que oblitera el intervalo, fijándolo de manera férrea, y la no menos paralizante metonimia infinita.

Efectuemos un nuevo desvío hacia Arkangel. Un pequeño diálogo de Marie con su padre nos puede servir de ejemplo para pensar el tratamiento de las marcas que promueve esta subjetividad neoliberal que intentamos pensar. Ella le cuenta a su padre acerca del dispositivo y su padre le pregunta por los costos de éste, Marie responde que es “una prueba gratis”, y él le replica con humilde ironía “Oh, gratis… sí…”. Esta respuesta señala muy bien que está advertido de que lo que está en juego son costos que cotizan más acá de lo económico. Pero el sujeto en el que se sostiene Marie no está en posición de escuchar, porque su goce la hace rebotar como un eco sordo en el interior de las coordenadas que configuran su fantasma.

El rechazo de las marcas que le vienen del Otro la lleva a hacer fuck you –literal– aArkangel fk un decir que, atravesado por la castración, distingue entre algo que se pudo haber perdido (su brazo que se quiebra de chica, en el reproche que ella le formula al padre) y esa “hija perdida” que, en la pretensión de no querer asumir ningún costo, está siempre al borde de perderlo todo. Y en este punto podríamos retomar la referencia a la sangre e intervenirla para usarla como metáfora de aquello que discurre entre generaciones, la herencia simbólica que, ya que hablamos de cotizaciones, estaría sufriendo una estrepitosa devaluación. ¿Qué es acaso ese empuje indiscriminado, y que suma cada vez más adeptos, a la “identidad autopercibida”, cuando reniega de los nombres que le vienen del Otro, sino la manifestación más acabada de la entronización del Yo?

Una de las paradojas más espeluznantes de la modernidad tardía es que, en nombre de la libertad, se le da el comando de todo al individuo, o sea al Yo, que sabemos que es una instancia al servicio del desconocimiento; desconocimiento que se podría traducir como rechazo de lo imposible. Rechazar la castración somete al sujeto al peor de los Amos.

Si es una verdad de la experiencia analítica que no hay Otro del Otro, no es menos cierto que existe un Amo de todos los Amos, Freud lo bautizó Superyó, que siempre ordena gozar siempre (no es una redundancia gratuita), y es quien gobierna sin límites cuando el Yo, siervo predilecto de aquél, más cree en su autonomía. ¿No se emparienta con esto aquel control al que nos referimos desde el principio?

A este Amo le sientan muy bien los ropajes que le brindan los objetos de consumo que produce el mercado sirviéndose del discurso científico, y así se presenta como un Dios impoluto, neutral, de una esterilidad y transparencia que quedan muy bien reflejadas en la blancura total de las instalaciones de la Compañía Arkangel. Este Dios impecable nos ha invadido con sus alados mensajeros celestiales, y el individuo moderno no deja de tejer alianzas con ellos, los abraza sin advertir que nunca se sale indemne de pretender tocar el cielo. Ícaros chamuscados que sin embargo no dejan de hacer fuck you.

Arkangel sala

Un nombre es lo contrario de un código. Recuerdo que hace unos años asistí a un seminario de Marcelo Barros en el que tomaba las figuras del círculo y la cruz para, entre otras cosas, ilustrar dicha distinción. Me interesa traer de una manera simple la idea que yo me formé y que tuve presente casi desde que comencé a escribir este texto. Hay una escritura asociada a la Cosa irrepresentable que habita el núcleo del parlêtre. Y puede haber el acto de inventar un nombre que equivoque el destino que dicha escritura no cesaría de realizar. Esta dialéctica entre una circularidad que repite siempre lo mismo y un corte, un desvío que introduce alguna torsión en lo que de otra manera sería inevitable, entiendo, es la manera más elemental en que se puede figurar aquello de lo cual están soportadas la experiencia y la ética de la operación psicoanalítica. Dicho acto es un acto metafórico. Hay una relación entre la separación y la metáfora.

Arkangel finalUna idea bastante extraña que tuve al menos apenas surgió, la primera vez que volví a ver Arkangel, fue que al finalizar el episodio, en el momento exacto en que se muestra a Marie totalmente desvalida con su rostro ensangrentado, pensé que esa mujer era ese bebé del comienzo del episodio, que ella era en ese preciso instante ese bebé que tanto temía que se perdiera. Si le damos algún crédito a esta ocurrencia, se ve la estructura circular que se despliega, donde el final conectaría con el principio, y donde nunca se sabría bien en qué lugar empieza y termina algo. Ese círculo es trágico si no viene alguna instancia a anteponer un no al goce, un límite, que en calidad de interpretación pueda equivocar, desviar un poquito, el orden de hierro de ese postulado; esa salida, de acontecer, será una salida poética y, al mismo tiempo, un nuevo comienzo. Por alguna razón relaciono esto que estoy escribiendo con el poema “Booz endormi”, de Victor Hugo… tanto insistió Lacan con ello, ¿sólo habremos retenido el gesto de quedarnos dormidos?

Los tres que me acompañaron hasta acá, esas marcas que fui siguiendo, están muy lejos de haber agotado sus interrogantes, sin embargo, el recorrido me permitió anudar algunos puntos de cruce. Con ellos vuelvo a desplegar la pregunta: y entonces, ¿qué es un análisis? Un análisis es una experiencia que, si está bien orientada, lleva a confrontar al sujeto con la indeterminación que le es propia, y, por lo tanto, con lo incurable de su condición. Apunta siempre en dirección a lo irrepresentable, pero no lo hace sin servirse de la buena manera de las representaciones que dominan el relato, lo cual se logra pasando por las vueltas que merece lo inconsciente para alcanzar la densidad que le es propia, y, en el mismo movimiento, hacer desconsistir los sentidos hasta ese borde que hace de litoral con el vacío. Esto también es poner lo más singular del goce al servicio de un deseo advertido de lo que No-hay por estructura, de aquello que nos arroja a la vida una y otra vez más acá de cualquier cálculo.

Y entonces, ¿ya respondí a la pregunta? No. Esto no es un análisis.

Como al internarnos en el cuadro de Magritte, sólo podemos ensayar definiciones siempre provisorias. Hay que servirse de las marcas. Reconquistarlas. Y esto se logra sólo perdiéndonos en sus paradojas, habitándolas en su desamparo, atravesar su opacidad para, al salir de ahí, al asomar la cabeza al mundo por un segundo, escribir algo, y después volver a empezar. Y así una y otra vez. Esto no es un análisis.

Por ahora, voy a dejar acá. No sin antes excusarme ante los que quizá se acercaron esperando un análisis de Arkangel, a ellos no puedo menos que reenviarlos al comienzo.


Presentado el 30-10-2021 en la actividad Black Mirror en la Red, transmitida por Zoom.

Una pequeña nota sobre el dolor

Gustavo Dessal

 
“The answer, my friend, is blowing in the wind”, cantó una vez Bob Dylan, y esa canción seguirá por siempre flotando en el espacio de la memoria colectiva.
Alguien tuvo la amabilidad de hacerme llegar una noticia que desconocía. En 2011, tras el tsunami que arrasó el norte del Japón, el pequeño pueblo de Otsuchi perdió casi la totalidad de sus dos mil habitantes. Pero poco antes de la tragedia, el señor Itaru Susaki, que vivía allí, atravesaba el duelo por la muerte de un ser querido. Tuvo entonces la ocurrencia de instalar en lo alto de una colina, habitualmente azotada por fuertes vientos, una cabina telefónica en la que depositó un clásico teléfono negro, sin conexión alguna, para hablar con los muertos. El señor Susaki, por lo que se desprende de la noticia, parecía estar en lo que vulgarmente llamamos su sano juicio, es decir, que estaba convencido de que las palabras a veces pueden tocar lo real. Su idea era que a través del viento podía hablar con los muertos, lo cual no difiere mucho de lo que cualquier creyente hace de vez en cuando, incluso los que no profesan religión oficial alguna, o los que a través de alguna plataforma de internet hacen algo semejante mediante sistemas mucho más sofisticados. Me apresuro a corregirme: esta última opción es muy distinta. Las plataformas que cada vez se perfeccionan más y son capaces de crear un asombroso avatar de alguien que ha muerto, de manera que sus deudos puedan “conversar” con él, “verlo” y escuchar sus respuestas, tal vez den consuelo a mucha gente. No pongo eso en cuestión, porque el psicoanálisis es, entre otras cosas, un antídoto bastante eficaz contra la humana tendencia al juicio moral. Es probable que la Inteligencia Artificial aplicada a reencontrarse con los muertos cumpla una función nada desdeñable. Yo mismo no me atrevería a anticipar lo que podría sentir si se me ocurriese entrar en esa experiencia. Pero la invención del señor Susaki es algo por completo diferente. Desde entonces, lo que comenzó siendo una idea personal, se transformó en un lugar donde acuden los que han perdido a las personas que amaron, gente que no espera que del otro lado del teléfono suene una voz digitalizada y les responda. Ellos saben que el viento transporta las palabras y que, a diferencia de Internet, quedan alojadas en el sentir poético de cada uno.
 
Los ejemplos de las conversaciones a través del teléfono mágico del señor Susaki son tan conmovedores que me resulta muy difícil leerlos y no identificarme con el dolor. Siempre dejo muy clara mi posición respecto de las tecnologías, sus alcances, sus beneficios, sus límites actuales y también sus posibles consecuencias infames. Pero pienso que todavía quedan algunos ámbitos de la existencia en los que el exceso de realismo técnico se convierte en algo mucho más que artificial: se vuelve un forzamiento que pretende arrebatarnos el dolor, porque el dolor es aquello que el discurso actual condena cada vez más, hasta el extremo de declararlo inadmisible.
En cambio el invento del señor Susaki no está hecho para borrar el dolor, ni forma parte de la esclavitud consistente en imponer la búsqueda de la felicidad como una de las mayores explotaciones a las que los seres humanos estamos expuestos. El teléfono para hablar a través del viento tiene la ventaja de conservar el registro del dolor, que es indispensable para que en cada uno de nosotros sobreviva algo de la perecedera belleza de la vida. Tampoco querría inducir a una idealización del dolor. Para eso se construyó pieza a pieza el catolicismo, para que el dolor nos acompañe sin descanso, como masoquismo moral y condena por el solo hecho de existir. El invento del señor Susaki sirve para que de verdad podamos hablar con los muertos. Hablar de verdad con los muertos, tal como yo lo imagino, es haber comprendido que las palabras poseen un misterio único e indescifrable. El misterio que nace en la lengua, se vuelve polizón en el habla, y se lanza a volar impulsado por el soplo de la vida. En el fondo, en aquel lugar que llamamos inconsciente, que es el lugar donde se escribe el poema singular de cada criatura humana, una pequeña dicha se pone en movimiento. Es la pequeña dicha de decir, de decir incluso más allá o más acá de cualquier significado.
Y que esa dicha de lo dicho se esparza por el viento, resistiendo el olvido.

 
2021
 
Ph. Alexander McBride Wilson

Black Mirror en la Red

  • El 28/08/2021 se presentará un comentario a cargo Vanesa Hernández, con respecto al capítulo Be right back.
  • Luego del comentario se abrirá el debate y las preguntas del público.
  • El capítulo no será transmitido durante la actividad, por lo que pedimos a los participantes que lo vean antes.
  • Para participar es necesaria la inscripción previa a través del formulario de inscripción.
  • La actividad es abierta y gratuita. Es por Zoom. Comienza a las 13hs Bs As. Se ruega puntualidad.

Joker o elogio del abstenerse en siete pasos

Mercedes Ávila
Sebastián Digirónimo

 

  1. Los hombres conocemos las tentaciones, y ellas son para nosotros un problema. Pero luego se añade a él un problema más, que son las medias tintas. Si vamos a ceder a la tentación, mejor hacerlo bien y llevar las cosas hasta el extremo. El paradigma de ello es Eva. Su error, en el jardín del Edén, no fue morder el fruto prohibido y ceder así a la tentación, el error fue quedarse a mitad de camino y no atreverse a comer todos los frutos que el árbol ostentaba en sus vivas ramas. De ese modo, todo saber está siempre al servicio del no querer saber nada.

  2. Hay una tentación que siempre pone a prueba a los psicoanalistas y, como Eva, a ella sucumben y lo hacen a medias tintas. Darle un mordisco a un fruto del árbol de la vida no es sinónimo de sabiduría, y el engaño nos aleja de la ignorancia sabia. Con la película Joker, sin embargo, la cosa va más allá de los que se dicen psicoanalistas y ocurre con casi todos los espectadores. La película, distinta en ello a la mayor parte de las películas que se producen al mismo tiempo que esta (nótese el producen, completamente distinto del crean), genera un efecto automático que no ha sido leído por la mayor parte de los psicoanalistas por sucumbir ellos mismos a ese efecto: genera una irrefrenable voluntad interpretativa. Y la interpretación no es sinónimo sin más de sabiduría, y mucho menos su carácter ilimitado, que nos aleja irremediablemente de la ignorancia sabia que alguien que se dice psicoanalista debería sostener en acto.

Ocurre que, al ceder a la tentación de la interpretación irrefrenable, se hace imposible la buena pregunta, que tiene como objeto a esa misma interpretación: ¿por qué ocurre ese irrefrenable impulso por comentar la película, por explicársela uno mismo, con las herramientas que cada uno tuviera? Es una observación que cada cual puede hacer con facilidad, basta detenerse en el lugar adecuado para oír lo que los espectadores dicen al salir de la sala del cine. No pueden dejar de interpretar la película y a su protagonista. Y si no quiere uno tomarse el trabajo de ir hasta el cine más cercano, le basta entrar a cualquiera de las redes sociales actuales para descubrir el mismo efecto. Al parecer, el espectador de la película, después de verla, no puede callarse.

  1. Es claro que la película genera, casi espontáneamente, una identificación entre el espectador y el protagonista. Se pueden tratar de entender las características específicas de esa identificación, pero, en primera instancia, nos interesaría más su destino que sus características. Dónde esa identificación va a parar.

El consumidor consumido actual se identifica necesariamente con el protagonista porque el escenario que genera el discurso capitalista ubicuo es el mundo gozosamente hostil que enloquece al protagonista de la película. Uno de los destinos de esa identificación es, por eso mismo, el rechazo, porque no rechazarla empujaría sin transición a poner en entredicho el mismo discurso capitalista, y el consumidor consumido promedio no se atreve a ello por una falta ética que nada tiene que ver con las estructuras clínicas. Una forma de ejercer ese rechazo es la sobreinterpretación, la interpretación sin límites ante la cual claudicaron muchos de los que se dicen psicoanalistas haciendo una lectura psicopatológica forzada del personaje protagonista de la película. Pero también hay otras formas. Pero conviene concentrarse en el motivo del rechazo, que es, repetimos, que la subjetividad, empujada por el discurso capitalista a ultranza y ubicuo, está siempre al borde de la producción de un Joker en cada uno de nosotros mismos, y en ello nada importa la estructura clínica (la lectura psicopatológica del personaje es sólo una forma de defensa ante esto).

  1. No es lo mismo usar una obra de arte para explicar un poco mejor las complicaciones del encuentro entre la carne y el lenguaje que abusar de ella forzándola, deformándola, reduciéndola a la chatura de algunas ideas o conceptos que, además, la mayor parte de las veces, también están deformados y forzados por la chatura de un intérprete que, en términos llanos, “no se la aguanta”. Hay que evitar ser el intérprete precoz que eyacula a lo loco sus interpretaciones.

Hay una tentación que siempre pone a prueba a los psicoanalistas, y esta tentación se manifiesta especialmente alrededor de las artes: es la tentación de la interpretación. Y por ella hay infinitas interpretaciones de libros, películas, fotografías, pinturas, esculturas y cualesquiera manifestaciones artísticas. Creen seguir siempre las huellas de Freud y de Lacan, y casi siempre empiezan sus exégesis afirmando que “el artista nos precede”. Pero la interpretación tiene un límite. La interpretación habla siempre más del intérprete que de la obra, sobre todo cuando es apresurada y ayuna de toda abstinencia (y cuando está fundada en una cultura raquítica roza los bordes de lo grotesco).

Los psicoanalistas deberían ser los primeros en saber que la interpretación es siempre del lector, y fueron, sin embargo (y lo siguen siendo), los primeros en creer que la interpretación es del psicoanalista y no del analizante. Y cometen ese error al mismo tiempo que repiten aquello de la humildad que el psicoanálisis debería enseñarle al psicoanalista.

La película Joker, como se sabe, dirigida por Todd Phillips y protagonizada de excelente manera por Joaquin Phoenix, es la historia del origen y nacimiento supuesto de un villano de historietas, el famoso Joker, también conocido en Argentina como “El Guasón”. La película sobresale entre el cúmulo de otras olvidables producciones (no creaciones) actuales. De entrada, es una historia bien contada, y ello la diferencia en una época que sobrevalora los efectos especiales y las escenas de acción que se alargan interminablemente hasta hacerse aburridas (todo lo contrario de aquello que buscarían en principio). Esta película, en cambio, se centra sobre todo en el cuidado narrativo y en la fuerza de la actuación, y, entre ambas cosas, convocan constantemente a la interpretación. Una pregunta buena sería por qué y desde dónde. Queda claro que conmueve al espectador de tal manera que es muy difícil resistirse a la tentación de convertirla en un mensaje, que en general se le endilga al director, al guionista (en este caso director y guionista son la misma persona), o incluso al actor. Esa tentación es extremadamente problemática, porque empuja a convertir la escritura en mensaje, y el movimiento que debería hacerse es el contrario: convertir un mensaje en escritura, que es el movimiento de un psicoanálisis.

  1. Que un psicoanálisis fuera el movimiento que va del mensaje a la escritura vuelve excesivamente problemático el hecho de que los psicoanalistas salieron en masa (psicoanalista y masa deberían excluirse) a explicar, a poner sentido, a tratar de decir algo sobre la película y, en los casos peores, a revelar las verdades recónditas que el espectador común no podría, según los criterios de esos mismos psicoanalistas, descubrir. Paradójicamente, sin embargo, esas verdades no parecen alejarse de las verdades que el espectador promedio también profiere apenas abandona la sala del cine. En suma, nadie se resiste y todos salen a explicar, a poner sentido, a tratar de decir algo, como si no soportaran quedarse en silencio con lo que han visto.

Se abren dos preguntas paralelas. En general, ¿por qué ese empuje a llenar de sentido el silencio que se produce después de la expectación? Y, en particular, ¿por qué los psicoanalistas deberían decir algo? Y no sólo sobre la película sino sobre muchas otras cosas también.

Al parecer, la época de la evaluación ubicua es también la época de la explicación irresistible y con necias pretensiones de exhaustividad.

  1. Podría pensarse, sin interpretarla, que la película Joker es, en sí misma, una interpretación, pero no es un mensaje para interpretar. Indudablemente llama a la interpretación, sí, pero interpretarla sería un error pues ella es en sí misma una interpretación. Nos señala, ciertamente, eso que no anda en cada uno de nosotros, y hace aparecer ante nuestros ojos el Joker posible que llevamos dentro. Nos señala nuestra incómoda comodidad en la época que nos toca en suerte y nos dice con claridad “usted se ha equivocado”.

La risa del personaje, incontenible, compulsiva y sufriente, tiene la misma forma que las interpretaciones que surgen no menos incontenibles, compulsivas y, sí, sépanlo o no, sufrientes. Justamente ha sido esa risa el objeto privilegiado de gran parte de las interpretaciones.

En medio de un naufragio, de noche, a bordo de los desbandados botes salvavidas, seguramente se oirían, de tanto en tanto, risas parecidas, y quizá también alguna que otra interpretación eyaculada por un eventual problemático intelectual de turno que no puede abstenerse.

  1. Italo Calvino, al pensar en Octavio Paz, señaló algo que nunca debería olvidarse: el verdadero intelectual, que jamás tendría que dejar de esforzarse en ser poeta, es el que nos recuerda el pasado recordable (hay también pasado olvidable) y, para lograrlo lucha contra lo cotidiano, contra lo demasiado sabido, contra el lugar común actual, contra todo lo olvidable que todavía no es pasado pero que, mucho más importante, nos impide pensar lo nuevo, que suele, además, ser análogo a lo clásico (el pasado recordable).

Sin saber abstenerse, todo ello es imposible. Y sin saber abstenerse no se puede estar a la altura de la época, como les gusta recordar llamando en causa el nombre de Lacan. O abstención o nadería, y se trata sencillamente de una elección ética.

(2020)


 


Pasar las fiestas

Mercedes Ávila
Sebastián A. Digirónimo

Cada fin de año se renueva un ciclo en el que podemos observar, si prestamos atención, cómo progresivamente la gente en las calles se va crispando cada vez más.
El ciclo se inicia en octubre, cuando en algunos centros comerciales ya pueden comenzar a verse ofertas de productos y decoraciones navideñas. En diciembre el ciclo está en su pico máximo, para luego decaer en enero y trocar su lugar con otro ciclo, el de las vacaciones.
Esta es sólo una somera descripción que cualquiera, prestando un poco de atención, puede observar: la gente se ve alterada, apurada, sin paciencia.
En el consultorio esto se refleja en que suelen ser los meses de mayor flujo de consultas nuevas: es que hay un tema que se repite y que empuja a la angustia, en las fiestas ocurren tres cosas juntas: hay que ser feliz, hay que comprar regalos y, además, hay que compartir el tiempo propio con la familia. Tres deberes que se imponen desde los ideales de la época de una forma aplastante: gozar, consumir y estar con otros. La clave es la imposición: no hay elección posible.
No importa si uno no es feliz, no importa si uno no tiene dinero, no importa si uno tiene una familia a la que deberían exiliar a una isla deshabitada.
¿Y por qué hay que responder a esos ideales? Esa es la pregunta que hay que hacer. Pero lo que ocurre es que no suele hacerse porque todas estas supuestas obligaciones se perciben como normales, como parte de la vida, y parecería que a la vida no hay que vivirla, hay que soportarla. Y soportarla en lugar de vivirla implica trocar el deseo por el goce, y ese intercambio angustia con la obscenidad del superyó.
Por allí se van a colar, además, los ideales y las fantasías de cada uno, que nos defienden mal del sin sentido y nos aplastan, porque los humanos estamos mal hechos: el hijo preferido, la oveja negra, el protector, la solterona, la mejor madre…
El movimiento que necesitamos es el opuesto: cambiar el goce por el deseo, y ello empieza por cuestionar todo eso que se nos presenta como “natural”, “normal”, necesario y comprensible. Sólo así podemos adueñarnos de las cadenas que nos sujetan.
Por supuesto que dicho movimiento no es fácil, porque implica que se acepte que es uno mismo el que consiente activamente a ser sujetado por esos ideales, no hay otro que obligue y, aunque lo hubiera, todavía uno podría negarse, decir que no, y con más firmeza y con más fuerza si ya creemos haberlo hecho.
Si no lo hacemos, pasar las fiestas estará tomado por la repetición, y las pasamos, soportándolas mal, sólo para encontrarnos con ellas el año próximo… y así hasta la muerte. Se puede hacer otra cosa con ello, éticamente, y eso sólo se consigue por medio de un psicoanálisis orientado llevado hasta sus últimas consecuencias.

 


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Gestapo/ geste à peau: una historia de la práctica de Lacan

Mercedes Ávila

¿Cómo es posible por medio de lo simbólico tocar lo real?
Este es un extraordinario ejemplo de la práctica del psicoanálisis relatado por Suzanne Hommel, quien se analizó con Lacan en 1974.
Es parte del film de Gérard Miller «Rendez-vous chez Lacan» (2011).
El soporte fílmico nos engaña, rápidamente uno cree comprender. La importancia de la experiencia que relata Hommel no radica, como se podría pensar, en que el psicoanalista era Lacan, ni tampoco en la caricia que realiza. La importancia está en lo que la imagen no capta, la posición del analista. Analista que está al acecho y no retrocede.
Hommel habla de un hecho traumático que se repite, la intervención del analista rompe con ello pues logra la ambigüedad significante donde no la había. Introduce un nuevo elemento que destruye lo anterior, pues a partir del gesto, Gestapo no será nunca más Gestapo. Es a través del sonido que se produce la ruptura gestapo / geste à peau, el gesto en el cuerpo lo certifica: no es lo mismo uno que otro, aunque suenen igual.
Pero nada de esto hubiera sido posible si allí no hubiera habido un analizante y un psicoanalista.
¿Cuántas personas dan caricias y ello no cambia en nada la posición ante el sufrimiento de quien las recibe? Es que no se trata de la caricia sino de otra cosa, el analizante consiente la interpretación, le da lugar. Y está el analista que no retrocede frente al sufrimiento, e interpreta.
De nuevo: hay que evitar las dos lecturas superficiales y erróneas, esto no sucede ni porque Lacan era Lacan ni porque hay en juego una caricia. Esto sucede porque hay psicoanálisis.