Miquel Bassols, sobre la corrupción, la culpa y el sistema

“Nada bueno hay que esperar de los intentos de restauración de la figura de un padre”

Entrevista a Miquel Bassols

Miquel Bassols
Miquel Bassols

El catalán, autor de varios libros publicados en la Argentina, es de una claridad meridiana en su discurso. Es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

-¿Por qué serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?
La paradoja empieza con la idea de que los corruptos son siempre los otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue con la idea de que el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un goce propios. Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se siente responsable, de que es alguien sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta corrupción. Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan sembrada de corrupción explícita, de una corrupción socialmente permitida, cuando no promovida desde la propia política. Alguien tan políticamente correcto como Winston Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que cité y que hoy ningún político osaría defender: Un mínimo de corrupción sirve como lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia. O también: Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla. ¿Se justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero todos hemos escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores de las intenciones. Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción, han tenido que ponerse a cierta distancia de algunos prejuicios. No ha habido, en efecto, ninguna época de la historia sin una dosis de corrupción en los distintos ámbitos sociales y políticos. Y esta extensión de la corrupción viene siempre acompañada de un secreto sentimiento de culpa. Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja inseparable. Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la paradoja nos conduce hacia el polo opuesto: ¡Todos corruptos, todos culpables! Mire las primeras páginas de los periódicos de cada día. La paradoja se mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en ningún caso un sentimiento de culpa, sentimiento que según Freud es siempre inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería alguien que no sentiría culpa en ningún caso, es decir, un verdadero perverso. Los hay, es cierto, pero no tantos como creemos entre los que se consideran social o políticamente corruptos. Aunque cuando aparece alguno, también es cierto que no hay quien lo pare. Por otra parte, el verdadero culpable, el que siente un intenso sentimiento de culpa, no sabe nunca verdaderamente de qué es culpable, como en los mejores personajes de Kafka. Tanto es así que existe una especie, mucho más extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud como delincuentes por culpabilidad. Son los que delinquen o se corrompen para satisfacer un sentimiento inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro; los psicoanalistas los escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden encontrarse casos en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos de corrupción política reciente.

Podría usted extender esa idea de que en los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son menores que en los de tradición católica? Esa idea, ¿condenaría a los países del sur? ¿Y qué pasa en los Estados Unidos?
-Parece un hecho constatado por encuestas de este tipo, aunque no siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con la elaboración de sus rankings internacionales de corrupción. En todo caso, es cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del discurso católico y la lógica del discurso protestante. La tradición católica de la confesión de los pecados y de su posterior absolución -por supuesto, siempre en el ámbito del sacramento de la confesión-, propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo permitirme mejor una falta si preveo su confesión y su posterior absolución, algo absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante, que abomina de la confesión, especialmente de la confesión privada. Pero solemos ver hoy también este fenómeno en el ámbito público de los medios de comunicación. Cada vez queda mejor, por decirlo así, confesar públicamente ya sean los errores, las faltas o los supuestos pecados. Y cuando no se hace o se intenta negar la culpa, se paga un precio. El caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en la televisión española pidiendo disculpas con su me he equivocado y no volverá a ocurrir, después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes, es un ejemplo. En realidad, era un desplazamiento de los casos de corrupción que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real. Todo ello ha ido a la par de la caída de uno de los semblantes -como decimos los lacanianos-, uno de los símbolos mayores que sostuvo la llamada transición democrática española. La disculpa pública, impensable en una monarquía de antaño, ha tenido cierto efecto, entre patético y pacificador. El caso reciente de François Hollande en Francia intentando separar lo público y lo privado con el descubrimiento de su infidelidad, es un ejemplo inverso. De hecho, en Francia, estos asuntos no eran antes tomados tan en serio. Las infidelidades de Miterrand no produjeron tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: François era así, era un seductor. En los temas vinculados con la corrupción está ocurriendo algo similar. También se pasa a veces del mayor escándalo a la complacencia más secreta. Hay cierta hipocresía social al respecto. En todo caso, y para añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan faltas, corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta por corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la confesión o a la impunidad del goce. Y hay que señalar que el fenómeno llamado globalización está difuminando cada vez más las fronteras entre países y tradiciones, entre costumbres del norte y costumbres del sur, entre orientales y occidentales. Estamos ya en la época de la post-humanidad, como ha dicho Jacques-Alain Miller en alguna ocasión, donde la primera corrupción, la más generalizada, sea tal vez la corrupción del lenguaje mismo a escala global. Hay palabras que pierden su poder evocador, hasta de interpretación.

-Usted dice que el tráfico de influencias o prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas) pero después dice que comprada la absolución, ésta puede tomar un matiz mimético, sin respetar tradiciones.
-El tráfico de influencias está sancionado socialmente, incluso en el sentido de prohibido, pero en muchos casos también está regulado de forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de manera explícita de lo que se da en llamar el sistema, y de ahí la idea tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno llaman ley de reciprocidad responde al hecho de que -especialmente en política económica pero no sólo en ella-, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por nada. Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el cual cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el otro puede gozar de ello yo también! Este es por otra parte el principio de la publicidad, y también el principio de la corrupción. Pero en realidad no hay nada tan singular, tan irrepetible y tan inimitable como el goce de cada uno, empezando por el goce sexual. Es lo que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es algo que atraviesa siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de manera más rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en qué se gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.

Se lo pregunto (también) a la luz de la teoría del chivo expiatorio que desarrolló René Girard.
-El deseo que está en el principio de los vínculos y conflictos humanos no puede reducirse a la mera imitación de un modelo en el sentido de la mimesis a la que se refiere Girard, fenómeno imaginario que puede darse también en los animales. Un animal puede imitar una conducta, aprenderla siguiendo un modelo, pero esto no quiere decir que esté habitado por un deseo, que pueda llegar a subjetivarlo, que pueda dividirse ante él o incluso rechazarlo como una parte de sí mismo. En este punto, la fórmula de Jacques Lacan, el deseo es el deseo del Otro, va mucho más allá de la idea de un deseo mimético –aunque piense inspirarse en él- e introduce una lógica más compleja sin la cual no pueden entenderse las paradojas de las relaciones entre los seres humanos, ni el amor, ni el odio, ni la segregación. Para empezar, este deseo del ser que habla es ya equívoco de entrada, no tiene un modelo ni una norma, y es tan singular que no hay modo de imitarlo. El sujeto histérico es el que más intenta identificarse con este deseo del Otro, pero resulta que esa es a la vez su mayor fuente de insatisfacción. Este deseo del Otro es tanto el deseo del sujeto hacia el Otro como el enigma del deseo de este Otro hacia el sujeto. No, no es por imitación que funciona el deseo ni tampoco el fenómeno de la corrupción. Más bien funciona por el contagio de una forma de goce, lo que es muy distinto. La idea de Girard del chivo expiatorio es una forma de entender la segregación del goce del Otro, ese goce que siempre nos parece bárbaro, distinto, heterogéneo, hasta llegar al racismo. Hoy el chivo expiatorio puede ser el inmigrante, pero también la mujer maltratada.

Si la corrupción es un hecho de estructura, ¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad jamás es igualitario?
-Por supuesto, la jerarquía no será nunca igualitaria. La corrupción puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje vertical en las relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y sobre todo un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos de una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y según la ley de reciprocidad a la que antes aludíamos. Muchas veces, la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y de reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en la estructura jerárquica del poder. Hay aquí una paradoja difícil de tratar: cuanto más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más segregación interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera sorprendente en los 60, cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad Europea, parecía la promesa de una integración en condiciones ideales de igualdad, incluida también la Europa del Este. El resultado es en la mayor parte de los casos una feroz segregación interna y un aumento notable de las críticas a la corrupción generalizada. Pero el mismo Claude Lévi-Strauss se encontró un poco abucheado al defender la necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para mantener una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el otro. Parece un virus para el que no encontramos antídoto. El psicoanálisis propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de goce, y eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.

¿Es posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución (un goce) comprado en la tradición confuciana?
-Y sí, China ha entrando ya de lleno en el contagio, no hay duda alguna. Y además de una manera que parece mucho más eficaz, es decir, posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de nuestra época porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es entendida de la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un empresario chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo. Es al menos lo que me comentan empresarios catalanes para los que las cosas deben estar siempre muy claras: al pan, pan… Tal vez la tradición del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más que otras tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que es a la vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por muchas puertas al campo que se quieran poner, como con el endurecimiento de la censura en Internet por parte del gobierno chino, el contagio del lenguaje y de las formas de goce está asegurado. Y veremos adónde nos llevará.

-Usted seguro usted leyó la nota sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en paraísos fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el goce, que es lo que queda sin responder en Maonomics, el libro de Loretta Napoleoni?
-No he leído todavía el libro de Loretta Napoleoni. La idea de que el nuevo comunismo chino puede ser mucho más eficaz -eficaz también en el peor de los sentidos-, que el viejo capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un neocapitalismo de trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y solidariamente sin sentirse explotados porque encuentran las promesas de su estado realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la eficacia de un Estado-Padre que interviene sin contemplación en los mercados, sin dejarlos seguir la pendiente de su supuesto principio de autorregulación, ese principio del placer que se nos ha vendido en Occidente como la mejor de las leyes del aparato psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el supuesto principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal como hemos comprobado de manera trágica durante estas últimas décadas. Es el fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan extrajo la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso del principio del placer parece tener un vínculo con la crisis de los Estados-Padre. ¿Cómo no evocar aquí  ese declive de la imago paterna que Lacan diagnosticaba hace unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores más sintomáticos de su malestar?
Pero tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de esta figura de Un Padre, sea en el estado que sea. Tampoco en China. En todo caso, hay algo que aprender, especialmente en la nueva y vieja Europa: era más lógico haber partido de una unidad política que no de una comunidad económica y monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de Maastricht. Pero es también más prudente partir de la diversidad de las identidades en juego que de la homogenización impuesta por la identificación con Un Padre. La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan como un dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era. Pero esto daría para otra entrevista.

(2014)

Fuente: Télam

Gozar con impunidad

Miquel Bassols
Miquel Bassols

Por Miquel Bassols

Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. La historieta contada por el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: «Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara.» Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune.

Es sin duda una de las razones por las que, según los rankings internacionales, los países con menos corrupción son los más influidos por la tradición luterana, una tradición que no confía en modo alguno en una simple confesión de los pecados para lograr la absolución y la impunidad del goce. Es una tradición que ha criticado duramente la costumbre del tráfico de indulgencias -la compra del perdón-, principio de toda corrupción. No hay goce impune, responde el sentimiento de culpa al argumento utilitarista del cómico americano, tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.

Si a este argumento añadimos la creencia en la reciprocidad del goce -si el otro lo hace, también puedo hacerlo yo- la lógica del virus de la corrupción está asegurada hasta en el mejor de los mundos posibles.

No es de extrañar entonces que todos los historiadores del fenómeno de la corrupción lo conciban como un hecho irreductible e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así «un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de reciprocidad», tal como indica Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción. Siguiendo esta ley, no hay ningún favor desinteresado y gozar de una prebenda quedará siempre justificado. A la vez, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar de lo que otro goza sin sentirse culpable por ello.

A partir de aquí, todo parece una cuestión de grado, de la mayor o menor suposición del goce del otro, del mayor o menor intercambio recíproco de prebendas, de más o menos concesiones para obtener el objeto de goce, esa bicicleta que cada uno exige como derecho propio. La creencia en el Otro que perdona y en el Otro que contabiliza el goce está en el principio del mercantilismo y de una parte de los vínculos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa como cualquier otra.

En nombre de esta creencia puede admitirse toda corrupción como algo relativo al tiempo y a la realidad en la que vivimos. ¿Quién se atrevería a sostener hoy, por ejemplo, como políticamente correcta la frase del gran Winston Churchill: «Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia». Sólo una cuestión de grado la distingue de las afirmaciones que sostenía hace poco Luis Roldán, ejemplo de corrupción de la sociedad española de nuestro tiempo, en una contundente entrevista: «La corrupción era y es estructural». Es, me dirán, sólo un problema de lenguaje, de la significación que demos a las palabras para sentirnos más confortables en la justificación intelectual del fenómeno de la corrupción. Pero entonces, será más cierta todavía aquella afirmación de Jacques Lacan: «El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor». Lo que quiere decir también que la primera corrupción a la que cedemos es la corrupción del lenguaje que modula y determina nuestros deseos.

Porque a todo esto: ¿por qué y para qué quería usted una bicicleta?

Niño con bicicleta Fototeca de Xiloca

 

(2016)

Fuente: Página 12

(Bassols se refiere a situación española, pero puede aplicarse a muchos otros ámbitos y países.)