La libertad de las masas

Massimo Recalcati

 

En nuestra época, el infierno ya no mana de las llamaradas enloquecidas de la ideología. Nos hallamos frente a una nueva versión –soft– del totalitarismo. El malestar freudiano en la cultura se deriva de la experiencia de la renuncia e impone al sujeto humano subordinar su vida a la Ley de la palabra. No se trata de una maldición, como ya hemos visto, sino de la condición misma de la humanización de la vida. Lo mejor que nos puede ocurrir es vernos gobernados, subyugados, sometidos a la Ley de la palabra. El siglo XX, por el contrario, ha puesto patas arriba esa ley. El sueño de toda forma de totalitarismo es encontrar la pureza de un Origen (la Raza, la Naturaleza, la Historia) que preceda a la Ley de la palabra. La versión hipermoderna del totalitarismo ha renunciado en cambio a toda idea de Origen. El nuevo infierno surge de una profunda distorsión del malestar en la cultura de Freud. Mientras ese malestar nacía del conflicto entre el programa del instinto y el programa de la Cultura -la civilización implicaba la muerte del animal y el sacrificio pulsional de ser humano-, el actual parece estar generado por el perverso culto a un goce inmediato, ilimitado, absoluto, carente de diques. Un goce sin causa, un goce que no goza del sacrificio, sino tan sólo de su crecimiento y de su infinita potenciación. Este goce que la máquina del discurso del capitalista pone difusamente en circulación, ya no es aquel que se ve limitado por la Ley de castración, sino que se convierte en una nueva forma de Ley. La única forma posible de Ley. La Ley que importa es la Ley del goce; es el goce el que toma la forma de un deber paradójico, donde, como anunciaba Lucrecio «todos quieren todo». El goce no es lo que transgrede la Ley, sino la versión hipermoderna de la Ley. De ahí nace ese malestar hiperhedonista de la Cultura en el que se han centrado muchos de mis trabajos.

¿Qué mentira sobre la condición humana se deriva de esta nueva configuración del malestar en la Cultura? ¿Por qué implica este infierno una nueva deshumanización del hombre respecto a la que ha poblado la tragedia del siglo XX? La mentira fundamental atañe, como ya se ha señalado, a la noción de libertad. El hombre libre es un hombre reducido a mero impulso hacia el goce, a una máquina de goce que no cumple en absoluto esa promesa de liberación que tal máquina parece en cambio alimentar. Esta nueva representación del hombre supone una alternativa al hombre ideológico del siglo XX, puesto que lo que lo mueve no son ya las grandes pasiones ideales, sino el impulso compulsivo del goce mortífero. La concepción de la vida del homo felix se nos muestra pragmática y hedonista. Sin embargo, como enseña la clínica del psicoanálisis, cuando el instinto se desentiende del deseo se convierte en pura pulsión de muerte. El hombre hipermoderno aspira a llevar hasta el final el impulso a gozar más allá del deseo. Su pregunta es radical: ¿qué puede dar sentido a esta vida más que gozar desesperadamente hasta la muerte? ¿Más que la repetición eternizadora de goce? ¿No es éste el imperativo del superyó de nuestro tiempo? ¿No es ésta su perversión de fondo? ¡Gozar de forma absoluta más allá de la Ley de la palabra! Si todos los ideales se han cubierto de mierda -como nos enseña el Salò de Pasolini-, si han perdido toda consistencia, lo único que queda es el hombre como pura máquina de goce. Es el rasgo cínico y narcisista de nuestro tiempo. Cada cual reivindica su propio derecho a la felicidad como derecho a gozar sin intrusión alguna por parte del Otro. Se trata de una nueva  ideología, una ideología que mana del abandono de toda ideología. Que glorifica la liberación del deseo, disociando radicalmente la renuncia pulsional -para  Freud efecto de la humanización de la vida producida por el programa de la Cultura- del sentido. Esta nueva versión de la condición humana se basa en el deterioro de la experiencia del deseo. ¿Y cuál es el destino del deseo más allá de la Ley de la palabra? Se transforma en un ávido impulso de gozar de la propia vida hasta la muerte. Se reduce a un movimiento repetitivo y sin satisfacción con la pretensión imposible de llenar al hombre, que es como un «recipiente perforado», según la famosa imagen propuesta por Lucrecio. [De rerum natura, VI, 20] Y es que se trata de algo imposible, debido a que la naturaleza del impulso instintivo que lo recorre es insaciable. De esta visión del deseo tenemos un retrato sin igual en La parábola de los ciegos del pintor flamenco Brueghel: una columna de ciegos aferrados a un guía ciego. Una columna perdida, que se dirige hacia el abismo. El deseo hipermoderno parece vivir en el mito de la propia expansión, del crecimiento, del potenciamiento de uno mismo, cuando en realidad, lo único que genera es una procesión infinita de objetos que no nos proporcionan la menor satisfacción. Ningún objeto puede en verdad llenar ese «recipiente perforado» que conforma al hombre. La potencia salvífica, medicinal, analgésica del objeto es la segunda gran mentira de nuestro tiempo. Como si lo que trajera la salvación fuese el nuevo objeto, el objeto más novedoso. Y, con todo, el recipiente sigue perforado. El deseo insaciable, mientras consume sus objetos, consume también a quien los consume. No hay aquí liberación alguna sino tan sólo coacción, servidumbre, dependencia patológica. El deseo insaciable sólo genera esclavitud. No la libertad de masas, como promete el discurso del capitalista, sino tan sólo el sometimiento anónimo. La paradoja que gobierna la libertad hipermoderna es que ésta no es libre. Lo Nuevo se convierte en un imperativo del superyó, revelándose como la otra cara de lo Mismo. Lo que se repite hasta el infinito es, en efecto, la misma insatisfacción. El infierno hipermoderno consiste en la reducción de la libertad al puro arbitrio del capricho. Es la fiesta continua, sin respeto alguno por la Ley de la palabra, de la noche de los pretendientes. El deseo se transfigura en un goce compulsivo. El malestar en la cultura no adopta ya el rostro del sacrificio y de la renuncia a lo instintivo, sino otro nuevo, el trastornado de las bulímicas, de los drogadictos, de los alcohólicos, de los enfermos de pánico, de los jóvenes apáticos y despreocupados. El instinto se ha escindido del deseo y no obedece de ninguna manera a la Ley de la palabra: es sencillamente pura voluntad de quererlo todo.

La parábola de los ciegos Brueghel
La parábola de los ciegos. Pieter Brueghel, el Viejo. 1568

Y, sin embargo, el deseo no tiene únicamente ese rostro tiránico e insatisfecho del deseo insaciable. Es también lo que resiste el imperio del goce mortífero. ¿Qué puede salvar la vida de esta nueva forma de esclavitud? Es el deseo como vocación, apertura, fuerza lo que trasciende la inmediatez del consumo. Es deseo que no cree en el poder salvífico del objeto y en su carácter serial. Es deseo que no sigue ciegamente el espejismo de lo Nuevo, sino que extrae lo Nuevo de la fidelidad a lo Mismo porque sabe hacer que las mismas cosas sean Nuevas. Esta fuerza -el poder del deseo- no es antitética a la responsabilidad. En la Odisea, Ulises, el padre de Telémaco, lo revela en el gesto del tiro con arco. Es precisa una fuerza orientada por la memoria, una fuerza racional, la fuerza que permite alcanzar el propio papel perdido. El arco se dobla, no rechaza las manos del que sabe  reconocerlo, quien a su vez se dobla ante su fuerza. [Odisea, canto XXI]


Massimo Recalcati (2013): El complejo de Telémaco, Anagrama, 2014, página 52.

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