El cubo imposible de Rubik

Mercedes Ávila, 2024

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Es más bien un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher. Damos un primer paso, avanzamos, creemos que comenzamos a subir y, de repente, descubrimos que estábamos bajando. Parados en el lugar correcto podemos ver todo el paisaje. Todo depende de la posición del observador.
Entonces, si bien podemos establecer objetivamente el punto de ingreso al laberinto, y descubriremos luego que también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.

Un análisis se empieza porque hay algo en la vida que se ha vivido hasta ese momento que ya no funciona. Que quizá nunca funcionó, pero ahora nos damos cuenta de ello. No se puede ingresar al análisis como observador, es un todo o nada que tarde o temprano deberá ponerse en juego. El psicoanálisis no es una teoría ni un juego intelectual, es una disciplina que no acepta la cobardía.
Una vez despejado el camino de lo urgente, o de aquello que creíamos que era lo primero y fundamental, se ingresa de verdad en el camino de lo central, lo consistente, lo que se repite, lo que ahora sí aparece del todo como el problema. Ahí en ese punto se abre la posibilidad del psicoanálisis como disciplina para uno mismo. La posibilidad de una elección: ver cómo funcionamos nos habilita a captar algo del funcionamiento del otro. Podemos recordar a Pierre Rey planteando por qué querría dedicarse a eso, cuando lo único que busca al principio es liberarse del malestar. La respuesta buena viene por el lado del deseo del analista. Algo que, sin embargo, surge desde la entrada en análisis.

La pregunta acerca del motivo por el que alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista insiste, dado que, una vez atravesado el recorrido, se distingue claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea decía Lacan, parafraseando a Santo Tomás, refiriéndose a encontrar la forma de separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve. El psicoanalista no es un objeto cargado de brillo ni un faro ni nada, es un desecho que queda, es la reducción al máximo, es esa nada que queda después de despejar capa tras capa.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, ¿por qué devenir psicoanalista? O, mejor dicho, ¿por qué no? Ocurre que, situados de la buena manera, lo que se descubre dentro de un verdadero psicoanálisis, es un discurso que ya no puede dejar de rondarse.
Es en ese punto que se entiende la frase de Lacan acerca del psicoanalista como lo que se espera de un psicoanálisis, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del final, del psicoanalista que uno mismo devendrá.

El deseo del analista se descubre impuro, pues encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Miller lo señala bien cuando usa la metáfora de la falsa moneda que pasa de mano en mano. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar, pero al darle lugar muta: nos convertimos en otra cosa si le damos lugar en serio a ese deseo. Nadie nace psicoanalista, pero la entrada en análisis, con el germen de la salida en sí, es el nacimiento de un posible psicoanalista.
Recuerdo haber visto la película “La cosa” de John Carpenter (1982) cuando tenía ocho años. El deseo del analista tiene algo de ese monstruo, de ese ser extraterrestre que anida en el cuerpo y simula ser uno, pero no lo es, es algo distinto, de otro orden, lo que no impide que se pueda vivir apaciblemente con él.
El deseo del analista nace a partir de cualquier cosa, y en el caso singular que me atraviesa se puede establecer que nació a partir de una pregunta, aparentemente inocente, que ha insistido a lo largo de mi vida.
“¿Cómo funciona?” es la pregunta que determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer y saber: tiene que haber algo más. El “cómo funciona”, incurable, se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos… a todo.

Dos escenas muestran con claridad el alcance de la pregunta.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una clase de órgano, dejé las partituras de la práctica sobre una mesa. Mi madre las tomó y las leyó, cantó en voz alta la canción allí escrita. La canción era Moritat. La lectura y el canto produjeron en mí sorpresa y admiración, porque ha ocurrido algo que me parecía imposible. ¿Cómo  puede ser que ese sonido coincidiera con las notas en el papel?
A esto se añadió otra sorpresa: “no todo es mentira”. Esa madre hablaba mucho de las cosas que supuestamente había hecho en su juventud, exageraba, intentaba mostrarse en el centro de la escena siempre. Entre esas cosas había el estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante tales afirmaciones, se conmovió. Antes de ese momento, todo lo que decía mi madre se escuchaba como una mentira, a partir de allí la línea verdad-mentira se atenuó.

2) Había una mesa en la casa familiar y, sobre ella, un plano desplegado. Era un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surgió, entonces, la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué? Yo creía que mi padre podía brindar la explicación, del lado de él se encontraban la verdad, la razón, lo exacto, lo que encaja. La acumulación de conocimiento en las paredes de una casa, en forma de diplomas, en forma de libros. Pero, y esto es lo más importante, la pregunta no desaparece nunca.
Se podría haber elegido ese camino, el del padre, para tapar ese agujero que insistía desde temprano, pero la explicación científica no alcanza, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.
En cambio, tomé, sin saberlo del todo, otra cosa de él: el humor, la diversión, la satisfacción por la vida. De la madre quedó una autorización para torcer las reglas, la verdad mentirosa, que ha sido marco de flexibilidad e invención en la vida.

Muchos años más tarde, la pregunta se detuvo, por azar, sobre el cubo de Rubik, en la obsesión por resolverlo y entender cómo funciona su mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.
El primer encuentro con el cubo fue, también por azar, con un cubo fallado. El cubo sólo puede resolverse si las tapitas de colores están colocadas en el lugar que les corresponde. En este caso el cubo había sufrido un golpe y perdido algunas tapas, y por ello quedaron sus partes mezcladas. Esa falla hacía de él un cubo imposible. Sus partes no estaban en el lugar correcto. Se le añadió una dificultad, ya que hubo que aprender primero cuál era ese lugar, para después armarlo correctamente y volverlo posible.

Armar al psicoanálisis

El análisis quedó estancado, por varios años, a causa de esta pregunta que lo mueve todo: ¿cómo funciona el psicoanálisis?, ¿hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Se impuso un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender. Tomaba mil formas: ante un libro, se miraba primero cuántas páginas tenía y se leía el final; ante una película, se saltaban partes. Se quería saber el final, apresuradamente, para saber si valía la pena hacer todo el recorrido. Se pretendía alcanzar el punto de vista desde el cual se podía abarcar todo el paisaje de una vez.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron así en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar. Se experimentó, como nunca, el aspecto más terrible de la teoría: el que puede llenar de sentido todo y el que ofrece explicación a cualquier idea que se pudiera tener. Ese aspecto que los detractores señalan, con lucidez y razón: el “a prueba de balas” en el que anida la cobardía.
Paralelamente, las instituciones psicoanalíticas en las que se participaba activamente, ofrecieron una zambullida narcótica en el discurso universitario absoluto, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda, si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se presentó como SAMCDA. Un lugar para dormir el sueño cobarde.
La salida de dichas instituciones, la caída del ideal que obligaba a creer que había un único camino, el camino válido, autorizado, reconocido, la creación de un espacio propio para hablar de aquello que interesa, abrió otra posibilidad: la de la invención.
Pero, en ese mismo momento, un síntoma, que siempre había estado presente, se incrementó: pequeños ataques diarios de súbito temor ante la muerte y la propia desaparición. Estos ataques no duraban más de un minuto, pero ocurrían casi todos los días. Era una hiperconciencia acompañada de angustia en la que se podía hacer una abstracción de la vida y observarla, en la historia del universo todo, y pensar en uno mismo inscrito en ese destino que ya ha sido para otros.
El análisis sufrió golpes, estancamiento, la crítica sobre la práctica, el psicoanalista mismo recibió, en acto, críticas sobre su función y su utilidad.
En el momento en el que se olvidó el final, se terminó el análisis. Un sueño fue el cierre, así como un sueño fue la entrada.
Sin calcularlo y sorpresivamente, desapareció la preocupación y la obsesión por el final, y algo se liberó. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, de elegir. Ya no había prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido se volvió parte del viaje, el camino se convirtió en parte del final.
Las piezas se pueden ver con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra.
Las carillas de colores. Pero no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse. El encuentro con el cubo empezó por lo imposible, ver que no funcionaba, luego armarlo y, al final, descubrir que no importa que quede en su forma original porque esa forma original no existe, es una arbitrariedad, un engaño, una ilusión.

La práctica psicoanalítica

La pregunta persiste, pero de otra manera. Las cosas funcionan, y a veces no, a pesar de que todo indicara que deberían funcionar. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace, y que se arrastra desde la niñez.
La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta. Cada ser hablante funciona distinto, allí la pregunta es radical e incomparable. No se puede hacer ciencia de lo universal. La belleza está en eso distinto.
El fantasma, que hacía consistir un Otro impotente, se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro de él o puede llevarlo en el bolsillo. Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa. No desaparece, tan sólo no es quien comanda.
Se despliega algo nuevo, cierta calma y satisfacción, un silencio de goce semejante al que se encuentra en las plantas y los animales, seres tranquilos y siempre preferidos por encima de los humanos en su conjunto.

Un recuerdo de la niñez se relaciona con ello: ante la creencia absoluta en el padre, en su saber, en la verdad que él supuestamente portaba, hubo una vez que salimos al campo a perseguir aves para tirarles sal en la cola, y poder atraparlas.
El recuerdo, al principio, trajo la vergüenza por ese Otro que se burla de la credulidad infantil; luego, bien mirado, trajo la satisfacción de ir corriendo bajo el sol entre los pastizales, persiguiendo perdices con un paquete de sal. Ver a lo lejos las aves, sentir el viento, correr, disfrutar del paisaje.
La felicidad toma formas misteriosas. Lo importante es divertirse: la vida es juego.

Nothura maculosa – 1820-1860 – Print – Iconographia Zoologica – Special Collections University of Amsterdam

Hacia una escritura furiosa para oír la música de lalengua

Laura Garcia Cairoli

  1. Hacerse un nombre

Lacan inicia así su seminario número 20: “me percaté de que mi manera de avanzar estaba constituida por algo que pertenecía al orden del no quiero saber nada de eso. Sin duda ello hace que, pese al tiempo, esté yo aún aquí, y que lo estén ustedes también. Me asombra siempre, aún. Vuestro no quiero saber nada de cierto saber que se les transmite por retazos ¿será igual al mio? No lo creo, y precisamente por suponer que parto de otra parte en ese no quiero saber nada de eso, es que se hallan ligados a mi. De modo que, si es verdad que respecto a ustedes, yo no puedo estar aquí sino en la posicion de analizante de mi no quiero saber nada de eso, de aquí a que ustedes alcancen el mismo, habrá mucho que sudar.” Luego Lacan agregará que no solo habrá mucho que sudar, sino que ese sudor tiene que tener una orientación especifica, un horizonte: “solo vale la pena sudar por lo singular”. Hay que sudar tanto, dice, en ese aislar, asir, el nudo del propio síntoma, “que incluso es posible hacerse un nombre con esa exudación.”

Eso propone ser la furia y un amor furioso, la exudación producto del aislamiento del nudo del síntoma. Lo que se puede decir luego de esa reducción sintomática, de ese volver cada vez más real al inconsciente. Aislamiento que no es un deshacerse de él, mucho menos localizarlo o inocularlo, porque sabemos, aunque tendemos a olvidarnos, que hay cosas que no tienen cura o solución. Furia es lo que el escritor propone para nombrar eso que queda, eso que se hizo, luego de un análisis llevado hasta su últimas consecuencias.

Este libro es un testimonio del recorrido trabajoso y corajudo de un escritor que se atreve una y otra vez a no dejarse doblegar por el no querer saber que acecha a cada segundo. Escritor advertido que intenta decirnos una y otra vez lo que no queremos escuchar, que el despertar completo no existe, que es la peor de las ilusiones neuróticas de la cual conviene deshacernos, no sólo a los psicoanalistas, sino a cada uno de nosotros. Advertido también que si retrocedemos, y creernos despiertos es siempre un retroceso, no hay garantías de otro posible despertar.

Quizás sea el leer y escribir, ese aguijón necesario para pinchar ahí, donde gana la defensa, el goce y la impotencia del no saber hacer con lo que no se puede saber. Quizás sea el leer y el escribir la violencia simbólica necesaria para ir en contra de los sentidos coagulados, que son siempre prejuicios y perjuicios, porque están parasitados por la estupidez, quizás sea el leer y escribir, por lo único que vale la pena sudar.

Kafka lo dijo a su manera en una carta a un amigo: Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

Borges lo mencionaba así en una entrevista en la biblioteca nacional: “Creo que la frase -lectura obligatoria- es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. No lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad. Yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.”

Y muchos otros escritores han podido decir lo que es o debería ser leer y escribir, o para qué leer y escribir, pero los grandes escritores lo no dicen para hacer teoría literaria ni para vanagloriarse de su saber, todo lo contrario, lo dicen porque no pueden no decirlo, se les escapa, lo dicen porque no saben muy bien lo que están queriendo decir, y gracias a eso, nos permiten a todos nosotros orientarnos mejor para poder encontrar cada uno esa pequeña felicidad del relámpago del despertar llamada furia.

Si no leemos para conmovernos, para despertarnos, si no leemos para agujerearnos, para trascendernos, sino leemos para luchar por la supervivencia del deseo, para poder seguir escribiendo para poder escuchar la música de la lengua, quizás no valga la pena leer. Como dice el autor: “escribir es atreverse a la muerte, es dejarnos agujerear por la muerte y sin embargo seguir escribiendo.”

Esta serie de libros, Elogio de la furia, El hombre sin forma, y este tercero, Un amor furioso recobran el espíritu de los giros del 20. Del año 1920 en Freud y su Más allá del principio del placer y el del seminario 20 de Lacan con Aún. Para eso se necesitó sudor y coraje, animarse a lo que el escritor llama “salto cuántico”. Animarse a hacer de la fuga del sentido y lo real, la brújula de nuestra orientación. Solo así es posible lo que el escritor llama “afilar el oído”. Él nos dice: “Hay que afilar el oído. Afilarlo, es decir, estilizarlo. Y estilizar el oído es volverlo capaz de escuchar la música de la lengua, es decir, los silencios de la lengua. Las grandes ideas sólo surgen de los grandes silencios y para ello hay que atreverse a la violencia del significante, al golpe a golpe significante con el texto. Violencia del significante que es a muerte. El verdadero lector se suicida como estúpido una y otra vez.”

Por esto, este encuentro también puede tomar la forma de una escritura, dependerá de cada uno de ustedes y de lo que se animen a escuchar, la posibilidad de volverse psicoanalistas y poetas ustedes también. El camino que proponemos es el de poder contagiar y contagiarnos un poco el deseo de despertar, contagiar pero no convencer, “no es propio del psicoanálisis andar convenciendo”, dirá Lacan. No es sin la complicidad, sin el consentimiento del lector, del espectador, que el movimiento puede iniciarse. Como dice el escritor de este libro: “en la verdadera lectura al poeta lo forman tanto el que escribe el poema como el que lo lee y colabora así con la escritura”.

  1. Mil y un maneras de no escribir lo imposible de escribir

Las formas de nombrar el pasaje, el salto cuántico que mencionamos recién, esa transformación que permite ir del síntoma o sinthome espontáneo al analítico, a ese que vuelve la vida más vivible, son infinitas. Aquí algunos que menciona el autor en su libro:

-del bullicio del lenguaje, al silencio
-de la historia, a la poesía
-de la niebla, al relámpago
-de la estupidez, a la locura
-de la impotencia significante, a la imposibilidad de la escritura
-del lector detective paranoico, al silencio de lo real
-de la coagulación del fantasma, a la fuga de sentido
-del narcisismo infantil, narrativa egocéntrica, a la escritura sin firma
-del deseo de reconocimiento, que es siempre fálico, al deseo de aprender
-del ruido del sentido, a la música de lalengua.
-del amor bruma, amor velo, al amor furioso, amor solitario
-del idioma materno, idioma idiota, a la lengua destetada
-del amor como un frágil cristal, al del hecho con la arcilla de la no relación
-del amor incestuoso, al amor por lo éxtimo
-del amor defensivo, al amor corajudo
-del destino a la contingencia
-de la tragedia neurótica, a la comedia de la no relación sexual
-del amor como dar lo que no se tiene a quien no lo es, a dar lo que no se es a quien no lo tiene
-del amor que espera comunidad, gregarismo de goces, al del lobo estepario, que no rechaza la soledad irreductible
-del amor a las reliquias, objetos extraídos de museos, al amor por la obra que está  siempre viva
-del amor sin muerte, edulcorado, pueril, a uno que sabe hacer con la propia muerte
-del entusiasmo ingenuo, a la alegría despiadada que ataca al no querer saber
-de la creencia ilusoria en el texto originario, a la fe en el inconsciente como lo nuevo por advenir
-del academicismo estéril, a la sabiduría agujereada
-del ruido consumidor, a la experiencia del susurro
-de la entelequia llamada mente-cerebro, a la ética del  inconsciente freudiano
-de la falsa vestidura del traje del saber supuesto, a la desnudez
-del consumidor gozante al sujeto deseante
-de la libertad para gozar del neoliberalismo a la libertad del deseo que no es sin el sometimiento a la ley de la palabra
-del rechazo a lo femenino, a la misoginia, a la feminización
-del cuerpo como máquina o cadáver, a la encarnación del síntoma, cuerpo encarnado
-del concluidor precoz del mercado al sabio de la temporalidad del inconsciente
-de la capacidad productiva a la vita contemplativa, lujo inútil
-del trabajo del inconsciente al ocio del psicoanalista
-del rechazo al saber, al amor al saber, al deseo de saber acerca del no querer saber
-del amor por el padre, al amor a la imposibilidad, amor a la causa analítica

Y la lista es infinita, podemos seguir toda la noche jugando seriamente a nombrar ese movimiento, a escribir el antes y el después del salto cuántico. Y cada uno tiene la libertad y oportunidad de tomar prestada alguna, apropiársela, a condición de reinventarla para sí y luego para los otros, y que el ciclo se reinicie una y otra vez, para que el psicoanálisis y la poesía no se extingan, para que siga habiendo aún, habiendo escritura.

Dirá el autor: “hay que pasar por el querer decir lo inefable y fallar, y fallar y volver a fallar para poder llegar a la poesía como aceptación poética de la imposibilidad misma que hay en el centro del decir. La poesía es, por tanto, fallar de la buena manera.” Un psicoanálisis también.

  1. Arte y psicoanálisis: saber hacer con lo imposible

La finalidad o fin del arte, no debería ser el entretenimiento, la simple contemplación, de una pintura, una escultura o un poema, aunque pueda desprenderse de él como efecto secundario, más aún en una época de empuje y apología constante al consumo sin alma, y donde el arte pareciera quedar cada vez más atrapado entre las garras de un capitalismo feroz, del consumo fast food del arte, alto en calorías vacías, carente de originalidad, automatizado por los dispositivos de inteligencia artificial, siempre al borde del plagio, más cerca a veces del escándalo que del verdadero despertar. Tampoco debería ser su fin el desahogo de emociones sofocadas, aunque, de vuelta, puede resultar como consecuencia de la relación con él. Hoy con el avance del liberalismo fascista que empuja al consumo y goce sin límites, confundiendolo con libertad, lo que debieran ser instrumentos para el despertar, se convierten en múltiples e infinitos objetos para el consumo compulsivo, ese que intenta negar una y otra vez que el objeto que nos completaría, con el que alcanzaríamos la satisfacción total, no existe, ni existirá. El capitalismo es y será siempre la negación en acto de la inexistencia de la completud humana, la negación del inconsciente y de la singularidad. Y cualquier disciplina o praxis que no se mantenga activamente alejada de él, perderá su potencial revolucionario y se mantendrá alejada del verdadero arte y la verdadera furia.

En el primer libro de esta serie, llamado Elogio de la furia, decía lo siguiente: “el arte por el arte, el arte en serio, el que no tiene como meta principal el beneficio económico o el fin propagandístico es, por razón de su propia abstención de intenciones, un acto eminentemente político y ético.”  Es en esta abstención en que la experiencia psicoanalítica y artística se asemejan. Deben abstenerse de creer saber o producir lo verdadero, lo bello, lo bueno. Abstenerse de querer generar un efecto en el otro, aunque sea el de querer el bien del otro, por sobre todo abstenerse de querer el bien del otro. Abstención como acto profundamente subversivo que es condición de posibilidad para sustraerle goce a la vida, y darle una oportunidad el deseo.

Si afirmamos que no hay pulsión de saber, que no hay deseo de saber, sino sobre todo horror al saber, entonces descubrimos que el saber viene a ocupar el lugar de velar, esconder, la falla fundamental, la profunda división de la que está hecho el sujeto. Paradoja que sólo el psicoanálisis supo mostrar: sabemos para desconocer y comprendemos para mantenernos ignorantes. Y el arte y el psicoanálisis no están inoculados de convertirse en instrumentos a favor del no querer saber. Se necesita siempre un esfuerzo ético para poder provocarnos el  despertar y no convertir cualquier saber, en un somnífero emocional que nos garantice mantenernos alejados de la furia.

Virginia Woolf en una conferencia que dictó llamada -Una habitación propia- nos dice: “Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta la obra de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran, la gente interrumpe, hay que ganar dinero, la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace aún más pesadas de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas ni libros de historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere.

No frente a distintas dificultades se las tiene que arreglar el psicoanálisis. La gente no compra libros de poesía ni empieza un psicoanálisis por necesidad, llamémosla, espiritual. No lee ni escribe tampoco como instrumentos para ensanchar el alma y el pensamiento, para saber arreglárselas mejor con el peso del sentido. Tampoco se dirigen a un psicoanalista a menos que los síntomas sean tan insoportables que vuelve imposible el poder hacerse los tontos con ellos. Y suele ser el psicoanalista al último al que se dirigen. Las terapias alternativas, esa lista infinita siempre cambiante, siempre hermanas del capitalismo aunque algunas se disfracen de lo contrario, esas seudo prácticas terapéuticas, solo están allí para reforzar la defensa e impedirnos el hacernos cargo de nuestros síntomas, terapias que cierran la vía de la responsabilidad subjetiva, esa vía única de acceso al inconsciente, esa orientación necesaria para un amor furioso.

También es un hecho fácilmente observable que en las grandes librerías, la poesía y el psicoanálisis verdadero ocupan un pequeñísimo espacio en comparación con cualquier otro género, los best seller le ganan por paliza, la moda siempre se impone, cerrando la vía propia del deseo, y nos empuja a un consumo que universaliza y aplasta lo singular. Se vende lo que se consume, y aunque pareciera que el acto de leer siempre favorece nuestro acervo cultural o es capaz de aumentar nuestra sabiduría, también el leer puede ser una gran estrategia para ser usada a favor de la defensa. No nos olvidemos, la defensa se alimenta de todo. Todo saber puede ser puesto al servicio del no querer saber. En donde nos olvidamos de esto, nos quedamos dormidos y vamos a tener que reiniciar el salto cuántico desde más lejos.

También pareciera ser que los únicos que leen y escriben poesía son los poetas y lo mismo suele pasar con el psicoanálisis. La producción y circulación de estas experiencias se encuentran encerradas en guetos muy difíciles de desarticular. La grupalidad y el gregarismo generan lazos de identificación y exclusión muy fuertes. Son ámbitos que no están exentos, más bien diría que hay allí un exceso, de las más viles disputas de poder, de la competencia narcisista, del querer hacer resonar el propio nombre que es lo contrario al “hacerse un nombre” del que hablábamos al comienzo. Lejos está esa posición del saber arreglárselas con el estar muerto que implica el acto de escribir, más bien pareciera que su fin es al revés, engrosar el yo y el nombre propio para negar mejor la finitud de nuestra existencia, lejos está entonces, de un amor furioso.

Volvamos a Woolf. Esas interrupciones y obstáculos de los que hablaba, no sólo vienen de la realidad exterior, hay que agregarle una dimensión más oculta, una realidad que no suele interpretarse como obstáculo porque nuestros prejuicios nos hacen creer que la obstáculos están afuera y pueden ser percibidos por los sentidos, hay entonces una dificultad especial que impide esa salida de la obra, que impide pasar de la narrativa verborragica del ego, a la escritura poética. Esa otra realidad es lo que Freud llamó realidad psíquica, y juega un papel fundamental, el más determinante, al representar uno de los peores obstáculos posibles, porque es más invisible, porque negamos todo el tiempo su existencia, el obstáculo del no querer saber que existe lo impensable, que existe lo indecible, que no hay la palabra exacta, ese no querer saber que continuamente funciona en nosotros, activamente, incansablemente, dibuja una barrera casi irrompible entre el mero narrar y la escritura poética que debería haber en un psicoanálisis. Es el propio no querer saber del escritor acerca de lo que escribe y por qué escribe, o al revés también, es el propio creer saber del escritor acerca de lo que escribe o porque escribe, lo que tantas veces impide la creación de la obra misma. Ese no animarnos al acto subversivo de la escritura, acto incalculable, inenseñable, del que todos nos defendemos, impide pasar la propia vida a escritura. Impide poder escuchar la música de lalengua, impide amar por lo tanto, furiosamente.

  1. Las experiencias poética y analítica.

Dirá el autor: “Poesía y psicoanálisis son una forma de vida o no son. Para ser, deben convertirse en forma de vida, es decir, en el veneno que llega al hueso hasta formar parte de él. Eso es vivir lo incurable, que es servirse de lo inservible y que son consecuencias posibles tanto de la experiencia psicoanalítica como de la experiencia poética si, y solo si, estas se llevan hasta sus últimas consecuencias con la intrepidez necesaria para ello.” “Son el psicoanálisis verdadero y la poesía los únicos ámbitos liberadores que posibilitan la furia porque permiten callar, es decir, dejar de responder a la coacción de la época por el decir y, entonces, callando, se abre la posibilidad de llegar a eso singular que, aunque no puede ser dicho, es lo único que vale la pena decir.”

¿De qué hablamos cuando hablamos de “experiencia”? ¿Define un hecho? ¿una sensación? ¿un proceso? ¿un aprendizaje? ¿a qué temporalidad se refiere? ¿se acumula? ¿se cuantifica? ¿precisa de un tipo específico de persona, de una predisposición? Para poder llegar a captar que son estas experiencias hay que primero no creer saber lo que significan. Dice el escritor del libro: “preguntarle al hombre de letras por la poesía es como preguntarle al filósofo por el psicoanálisis. Lo que se pierde en ambos casos es la dimensión de la experiencia.” Esto quiere decir que la dimensión de la experiencia es independiente de la teoría, de lo que se pueda decir o saber de ella. Conviene que ambas dimensiones tengan relaciones de tensión entre ellas, pero no es lo que habitualmente ocurre, solemos construir teoría para protegernos de la experiencia, para negar la irreductible disyunción entre concepto y praxis.

¿Qué las une a ambas? Ambas son experiencias de ruptura del sentido. Ruptura de la inercia con que ciertas significaciones constituyeron el sentido de nuestra vida, determinaron nuestro deseo. Ruptura de los significantes amos. Son experiencias de quiebre del uso gozante de la palabra. Que apuntan a la aparición de un sujeto que antes no estaba allí más que en potencia. Sujeto lírico, sujeto del inconsciente. Ambas incalculables. Y aunque el acto poético y el analítico pueden ser pensados, conceptualizados, nunca pueden llegar a serlo del todo. He ahí su semejanza y su potencia. Son la máxima evidencia de que no todo es simbolizable, que existe lo real. Se sostienen en un borde siempre en movimiento y es en esa distancia ineliminable, entre lo real y lo simbólico, donde está la posibilidad de producción y vivencia de estas experiencias. No hay método, técnica o regla específica que las pueda producir como tampoco una enseñanza que la garantice, aunque sí tienen sus coordenadas específicas de aparición: el borde, lo extimo, el coraje, la furia.

La relación con la verdad entre ambas experiencias también es compartida. Así como la poesía, la verdadera, no se preocupa por el buen decir de las cosas y prescinde de la relación entre la palabra y la verdad, tampoco el psicoanálisis tiene esa preocupación ya que no es un método de acceso al inconsciente para “conocerse  mejor” y mucho menos para lograr la más útil adaptación de un sujeto a la realidad.  Y con la poesía sucede algo similar, no existe para comunicar, para metaforizar la realidad a través de alusiones o rimas, no es usar las palabras para hacer algo bello, aunque puede que resulte eso también, o como método para desahogar alguna emoción sofocada, reprimida, aunque pueda tener efectos de alivio.  Ninguna se orienta por la correspondencia entre lo que se escribe y la realidad. Son experiencias hermanadas en cuanto a su ética lectora y al uso subversivo que hacen del lenguaje. Experiencias de liberación de la palabra de las cadenas del sentido. Son experiencias de escritura que permiten inventar un mejor saber hacer con lo incurable que nos habita.

En el libro -El hombre sin forma- el escritor dirá: “las posiciones del psicoanalista y del poeta con respecto al saber son enteramente análogas. Ambos deben saber que no saben y, al mismo tiempo, hacer todo el tiempo como si supieran. Hay en las dos artes un saber que nunca puede dejar de ser inventado y que se relaciona estrechamente con la imposibilidad de ambas prácticas. El poeta que supiera la verdad de la poesía ya no podría inventarla y para el psicoanalista ocurre lo mismo. Y es en este sentido que puede entenderse también la afirmación de Lacan acerca del carácter de estafa que el psicoanálisis comparte con la poesía.”

  1. ¿Qué es entonces un amor furioso?

Tomemos una posible definición del escritor: “Lo que queda cuando nos atrevemos a deshacernos del amor”. Definición paradójica, ya que implica deshacerse de algo para llegar a eso mismo, pero distinto. En el núcleo mismo de un psicoanálisis, su descubrimiento incluso, implicó sostener esta paradoja en su buen lugar. No es otra cosa que esto lo que Freud sostenía cuando decía que el enamoramiento es resistencia a la cura. Que la resistencia se sirve del enamoramiento para inhibir la prosecución de la cura. Que no hay enamoramiento que no repita modelos infantiles, que no sea reedición de rasgos antiguos. Que la cura tiene que abrirse paso a pesar de la transferencia amorosa y a través de ella. Como dice el escritor, “si nos detenemos en el amor de transferencia, se cierran las puertas a la destitución del sujeto supuesto saber”. Destitución necesaria para desparasitarnos del goce que solo pide más y más y que cuanto más consume más insatisfecho queda. Destitución que abre el camino hacia un amor furioso.

Lacan en el seminario dedicado a la transferencia, nos dice que lo único que hacemos en el discurso analítico es hablar de amor, pero al mismo tiempo nos señala que el aporte del discurso analítico es que hablar de amor es en sí un goce. Sostener esta tensión en el buen lugar nos va a permitir pasar del goce que rechaza el amor, al goce del hablar del amor, al no puede hablarse de él, y aún así, se lo intenta. Un no poder distinto del primero, un no poder que no nos deja aplastados por la impotencia o la resignación. Sudoroso recorrido, furioso camino, que nos permitirá seguir intentando hablar/escribir sobre lo imposible de hablar/escribir.

Para reinventar el psicoanálisis, entonces, hay que reinventar el amor y para ir más allá del amor de transferencia hay que reinventar el amor y para reinventar el amor hay que animarse a la experiencia analítica, que es experiencia poética. Hay que animarse a dejar atrás lo sabido, aniquilarlo, matar el yo, al ego, al sujeto cartesiano, licuar las identificaciones, desprenderse del deseo de reconocimiento, abstenerse del querer ser, del querer tener, incluso del querer saber. Porque la pulsión de saber no existe. Todo saber está ahí para no saber acerca de lo impensable. Toda teoría es de alguna manera, una teoría sexual infantil. Y la neurosis también es una teoría sexual infantil. Y la teoría psicoanalítica, aunque descubra esto mismo, aunque intenta tomar distancia de formas más burdas del no querer saber, está siempre al borde del peligro de ser usada para engrosar el no querer saber. Y el camino es doble, o engrosamos y fortalecemos el no querer saber y no paramos de hacerle la guerra al otro y al deseo, o recorremos el camino poético y analitico de la reducción del goce, para que lo imposible no incomode tanto, para que la muerte no nos acobarde tanto, para poder vivir furiosamente.

  1. Para concluir

En un muy lindo texto llamado -«El creador literario y el fantaseo»-, Freud desarrolla una interpretación posible de la creación artística, tomando como centro el descubrimiento de la fantasía y el juego y su relación con el inconsciente y el deseo. Nos dice: “Es lícito decir que el dichoso nunca fantasea, solo lo hace el insatisfecho. Son los deseos insatisfechos la fuerzas pulsionales de las fantasías y cada fantasía singular es el cumplimiento de un deseo, una rectificación de la insatisfactoria realidad.” Ubica entonces, Freud, al deseo insatisfecho como causa del fantasear y como causa de la neurosis. Nos conviene ir un poco más allá y aseverar que no sólo los neuróticos, o los psicóticos, o los poetas, o los artistas están insatisfechos y por lo tanto serían los que potencialmente estarían más cerca del arte poética, nombre con el que Freud señala cierto saber hacer de los artistas, conviene ir más allá y suponer que por el hecho de ser humanos y estar atravesados por el lenguaje, parasitados por el sentido, todos estamos y estaremos insatisfechos e intentaremos con nuestros síntomas, nuestras fantasías, reencontrar la satisfacción que creemos perdida. Freud dice que los poetas dicen, que en todo hombre se esconde un poeta, y el último poeta sólo desaparecerá con el último de los hombres. Vamos a agregarle que en todo hombre también se esconde un psicoanalista en potencia y el último psicoanalista sólo desaparecerá con el último de los hombres. Mientras sigamos vivos seguirá habiendo aún, mientras sigamos vivos, seguirá habiendo la posibilidad de un amor furioso.

“Así como el cráneo de Yorick hace arte solo si lo sabemos tener en la mano”, como dice el autor de un amor furioso, la furia puede hacer arte del despertar, provocar el impacto de rayo, si y sólo si se la usa para ir en contra del propio no querer saber.

Ser analista y ser poeta, es intentar decir lo imposible, escribir lo imposible, vivirlo. Intentar hablar del amor aún sabiendo que está destinado a fallar, a fracasar. Vivir esa falla, hacerla un estilo de vida. Hacerse un nombre a través de la falla. Furia es el nombre singular de la falla que permite escribir sin buscar completar el saber, sin esperar el reconocimiento o el aplauso, sin la esperanza de ser leído. Un psicoanálisis, y la poesía, dice el autor, es “llegar al silencio a través del lenguaje”. Y la furia es ese hacer algo con el estar muerto que tiene la potencia de romper el muro que las separa, que separa defensivamente a las dos artes capaces de bordear lo real. Este libro intenta transmitir algo de la fuerza de la herejía que es siempre intentar lo imposible, aún sabiendo que es imposible. Ojalá que sea capaz de encontrar entre quienes se conviertan en sus lectores, custodios y también adversarios.

Laura García Cairoli (der)

*Presentación del libro -Un amor furioso- de Sebastián Digirónimo, La Plata,  05 de septiembre de 2025

Invitación a la Feria Internacional del Libro de Bs. As.

Con orgullo los invitamos a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires el día domingo 11 de mayo, a las 16hs en las que se presentará Sebastián Digirónimo con motivo del lanzamiento de su libro Un amor furioso -Tercer elogio de la furia.

Sigmund Freud, psicoanalista en la montaña

Hoy se cumplen 169 años del nacimiento de Freud
 
En unas vacaciones del año mil ochocientos noventa y tantos, Sigmund Freud fue de paseo a los Hohe Tauern «para olvidar por un tiempo la medicina y las neurosis». Se desvió del camino principal para ascender a un monte famoso por la belleza del paisaje que ofrecía. Una vez alcanzada la cima, tras dura ascensión, se le acercó una joven de dieciocho años para pedirle hablar, porque había visto que él era médico y a ella le estaban pasando cosas que quería tratar. Esa joven era Katharina, y su caso puede leerse en Estudios sobre la histeria.
Pero lo interesante de esta historia no es que esta joven haya decidido consultar a más de dos mil metros de altura, en medio de unas vacaciones. Lo interesante es que Freud, fiel a sí mismo, aceptó el pedido de la buena manera y la escuchó, dándole lugar a algo que no hubiera aparecido de otra forma. Freud no se encerró en un protocolo, en un encuadre, en un espacio pulcro y pretendidamente controlado o en un diván. Siempre señalaremos que lo más importante del descubrimiento de Freud fue su propia posición ante ese descubrimiento. Esa posición es, redondamente, la que propició el descubrimiento mismo. No retrocedió ni buscó excusas, y cuando algo no andaba, cuando algo trastabillaba, lo admitía para ver qué se podía hacer. No retrocedió jamás ante ello.
Tomemos eso siempre, imitemos eso. Es la manera de hacer útil el ser freudianos.
Freud siempre enseña algo nuevo desde el coraje.
 
¡Muy feliz cumpleaños Sigmund Freud!

Curso anual 2025 -¿Qué hace un psicoanalista?

Dirigido a todo aquel interesado en el psicoanálisis lacaniano, ya sea profesional o estudiante avanzado de la carrera de psicología.

La inscripción para la entrevista de admisión comienza en febrero 2025.

Actividad arancelada – Online – Cupos limitados

Actividad anual

Para más información escribir a redpsi.info@gmail.com

Destete

Mercedes Ávila

El primer análisis se inicia a la edad de 16 años. En ese momento la consulta se produce porque una amiga le dijo que “porque sus padres habían muerto” debía consultar.

Las sesiones duraron aproximadamente dos años en los que logra cierta separación de su hermano menor, al que veía como desprotegido, y una elección de carrera que fuera más allá de lo que les había dicho a esos padres muertos.

Un sueño que recorta de ese análisis es el de “estar en medio de la selva y ver cómo se abría un camino, como una autopista que llevaba a la ciudad”.

El segundo análisis comienza a los 27 años, bajo el problema de querer ser madre y la imposibilidad de pensar en un embarazo, visto el mismo como una situación horrible y peligrosa por el parto.

La entrada en análisis se presenta bajo un sueño: está en un lugar en el que escucha a dos personas hablar sobre Mar del Plata y que van a visitar a “la vaca de Mar del Plata”. Entiende primero que se trata de un animal y luego descubre que la vaca en realidad es una mujer. Recuerda que a su madre le decía “La vaca Flora”.

A lo largo del análisis logra transitar un embarazo tranquilo y ameno, y toma cada vez más forma que el problema no era el ser madre sino ser hija. Una hija que todo el tiempo cuida al otro, a la madre enferma, luego al padre enfermo, y a cualquier cosa que ocupara el lugar de desvalido.

El significante “huérfana” ilustra esa posición. La huérfana había aparecido cuando tenía ocho años y supo que su madre iba a morir. La muerte posterior de los padres, cuando tiene 16, es un accidente que se añade a ese nombre, y además vela la posición, que es la de arreglárselas sin el otro, pero simultáneamente haciendo consistir a un otro que no está para ayudar.

Despejado el síntoma que inició la consulta, el ser madre, emerge otro síntoma, más consistente: el miedo a morir. Un estado súbito de hiperconciencia en el que aparece angustia por saber que se ha de morir y que no puede evitarse. Este estado no dura más que un minuto, pero se repite con asiduidad.

A lo largo del análisis se despejan varios problemas, el miedo a la muerte persiste.

Consiste cada vez más una forma de saber-hacer por medio de lo alegre y el humor, el chiste como el recurso privilegiado. Comienzan las risas a carcajadas que antes no estaban presentes.

Los encuentros de las sesiones del análisis de distienden cada vez más, se atraviesan momentos de cuestionamiento al analista y a su posición, su efectividad.

Hace pocos meses, en una conversación, le preguntan por sus padres y responde “soy huérfana”. En el acto del decir siente el exceso de ese término.

A los pocos días tiene un sueño: Está tomando la teta de su madre, el pecho tiene forma redonda, como una pelota de cuero y pelaje con los colores propios de las vacas lecheras, la escena es grotesca y obscena. Ella es adulta y está tomando la teta de su madre.

En su última sesión de análisis habla con su analista sobre ese sueño, no recuerda antes haber soñado con su madre, el sueño es grotesco, muestra algo excesivo, fuera de lugar, obsceno.

Recuerda el sueño de la vaca de Mar del Plata. Algo ha cambiado.

El miedo a la muerte ha desaparecido.

Por último, recuerda que en algún momento ella les tenía mucho miedo a los extraterrestres, que eran una representación clara de aquello que se desconoce. Se lo contó a su padre y él le dijo: “es cuestión de costumbre, por ejemplo, las vacas son animales muy feos, pero las vemos todo el tiempo y por eso ya no nos parecen ni feas ni nada”.

Esa respuesta de su padre introdujo una calma, se puede hacer algo con eso que se teme.

Cierta sorpresa aparece alrededor de la unión de todos esos elementos que siempre estuvieron disponibles allí pero sólo ahora pueden verse con claridad.

El analista se convirtió en una voz que se lleva y está disponible siempre. Acompaña. En las distintas circunstancias de la vida, si aparece la angustia, lo primero que surge es la pregunta de dónde sale esto. Siempre se puede hacer algo.



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Un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración

Clase 9*

Sebastián A. Digirónimo

Arrancamos al principio del año con la pregunta fundamental, la que nunca debería agotarse: “¿qué es un psicoanálisis?”. Rápidamente encontramos la necesidad de una herramienta sin la cual se puede decir mucho pero luego, en acto, no se suele sostener eso que se dijo, porque la pendiente natural por la cual nos deslizamos los seres hablantes es la del no-querer-saber. Esa herramienta imprescindible la llamamos, con Stevenson, talento para la lectura, y es la capacidad de poner en duda todo el tiempo nuestros propios prejuicios y, por lo tanto, jamás negar su existencia creyéndonos libres de ellos. Eso nos permite soportar todo el tiempo, en acto, que el saber estará necesariamente agujereado. De esa forma, rápidamente, la pregunta sobre qué es un psicoanálisis se convierte en qué es un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. La lectura verdadera, análogamente, si existe el talento para la lectura, es la capacidad de llevar un texto hasta sus últimas consecuencias lógicas, es hacerle decir al texto lo que ya decía, pero tensionándolo hasta el extremo lógico. Al empujar las cosas hasta allí a través de la herramienta adecuada, no nos queda más que recorrer todo el camino de un psicoanálisis, desde la entrada en él, con lo que hay antes de la entrada misma, hasta la salida dada por el final y no por una interrupción sin final (cosa que es una posibilidad todo el tiempo), con lo que hay, además, después de esa salida.

En ese camino, lo que nos sale al paso todo el tiempo, son los prejuicios que arrastramos. Los tenemos para todo, y la gran mayoría de ellos son prejuicios que toman su fuerza de la neurosis misma. Ahora tenemos que abordar el punto de ese camino en el cual más prejuicios neuróticos nos acechan, y eso porque es mucho más cómodo quedarse con la neurosis, y desde allí postular esto o lo otro, que empujar las cosas hasta las últimas consecuencias. Es que se trata del punto más cercano a lo impensable, el punto más cercano a lo imposible lógico y el punto que implica abstenernos de la satisfacción peor para nosotros mismos, y espontáneamente no es lo que queremos. Ese punto es el final de un psicoanálisis, es decir, un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas.

Y tenemos que ser bastante precisos en el recorrido de ese camino, porque si empezamos a caminar arrastrando los prejuicios neuróticos que están enganchados a lo pensable, vamos a empezar a desbarrar rápidamente, rebotando entre la erudición sin alma y la tontería pedantesca. Y para precisar ese camino es imprescindible partir disipando dos prejuicios que jamás se ponen en duda, sobre todo uno de ellos, el fundamental. Basta revisar todo lo que se ha dicho hasta hoy sobre el final de un psicoanálisis para descubrir que esos prejuicios, más allá del grado de conceptualización que esgrimiera quien hablara, quedan siempre intactos. Y mucho peor que solamente intactos, quedan enteramente inadvertidos.

Postulemos, antes de atacar esos prejuicios, un axioma, el que está en el título de hoy: un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración.

Es desde ese punto que podemos echar luz sobre esos dos prejuicios fundamentales que, unidos, impiden todo movimiento firme en cuanto al final de un psicoanálisis. El prejuicio fundamental es un prejuicio de “sentido común neurótico”. El otro es un prejuicio de iniciados y un prejuicio institucional que viene a responder a una imposibilidad. El que más nos importa es el primero de ellos, que es el prejuicio intacto, inadvertido, directamente invisible, y es el que impide todo paso firme. Es un prejuicio que implica un error lógico.

Mencionemos de entrada el segundo, que está montado sobre el más importante, que es el primero. Ese segundo prejuicio, de iniciados e institucional, es confundir el final de un psicoanálisis con el dispositivo del pase. Hay que separarlos: una cosa es el final de un psicoanálisis y otra cosa es el dispositivo institucional del pase. Pero, sin captar el prejuicio invisible sobre el cual se monta ese otro, al separarlos lo único que se logra es reproducir el prejuicio inicial, y de nada sirve entonces el movimiento. La mayoría de los que piensan sobre esto suelen hacer ese movimiento o, mejor dicho, creen hacerlo, pero como arrastran el otro prejuicio invisible e inadvertido, en realidad no lo hacen. Basta observar el capítulo trece del curso de Miller titulado Sutilezas analíticas. Ese capítulo se titula “Se terminó, entonces, el pase”. Ya en otro momento respondimos con un pequeño artículo que se titulaba “El pase, entonces, se terminó”. Pero en ese momento no poníamos el acento en el prejuicio que impide pensar que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es la demostración de que un psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Ahora es tiempo de poner los reflectores sobre ese prejuicio invisible. Lo acabamos de mencionar, está en el título de aquel capítulo trece del curso de Miller. El prejuicio de “sentido común neurótico” es lo contrario al axioma que está en nuestro título, es decir, creer que primero está el final de un psicoanálisis y solamente después su demostración a través del dispositivo que fuere.

Ese prejuicio hay que procurar darlo vuelta enteramente. Entonces, primero la demostración de que un psicoanálisis fue llevado hasta sus últimas consecuencias y luego sí ese mismo psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Parece una nadería y es muchísimo, es todo, es hacer posible el final mismo de un psicoanálisis.

Hay que entender que esto, planteado así, es muy difícil pensarlo, porque lo que se piensa espontáneamente es lo contrario. Un esfuerzo de lectura verdadera, la construcción del talento para la lectura, implica un esfuerzo por pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente. Unamuno lo hacía y los demás, malos lectores, le reprochaban su “gusto por las paradojas” que hacía, a juicio de esos malos lectores, inentendible lo que escribía. Léase a Unamuno con un poquito de talento y se verá que la única característica que no tiene su escritura es la de ser inentendible en el sentido que lo decían esos detractores poco lúcidos. Este pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente tiene que ver con el saber leer empujando la lógica de un texto hasta sus últimas consecuencias. Cuando Harold Bloom, parafraseando a Nuttall, señala que el lenguaje de Shakespeare nunca se propone representar meramente la realidad, sino que llega al punto de inventar la “naturaleza” humana, diciendo que ese lenguaje “nos permite ver en un carácter humano muchas cosas que estaban ya allí pero nunca podríamos haber visto si no hubiéramos leído a Shakespeare”, está diciendo eso mismo. El problema es que no basta leer a Shakespeare en el sentido de pasar los ojos por las páginas impresas y tampoco basta haber visto una de sus obras representada en el teatro con el filtro del director contemporáneo que fuera. Leer a Shakespeare es construir el talento para la lectura que nos permite leer a Shakespeare en serio. Y Shakespeare es también cualquier otro poeta de primera, segunda, tercera o última línea. Se trata de leer en contra de los prejuicios propios que están allí indefectiblemente. Pero para eso hay que atreverse a algo difícil.

Hay que atreverse a algo difícil también para entender cómo, si no vamos más allá del prejuicio neurótico que nos hace creer que primero está un psicoanálisis llevado hasta el final y solamente luego su demostración, el resultado es que ese final no puede alcanzarse.

Y siempre hay que darle una vuelta de tuerca más, porque necesariamente nos vamos a quedar cortos, como lo demostrábamos en la clase anterior mencionando aquellos ejemplos ajenos que son enteramente útiles para todos, porque ese quedarse cortos de ellos también es nuestro. El problema de ellos es justamente que se olvidan de que ese quedarse cortos es imposible de vencer. Anotemos de pasada otro ejemplo de ello. En otro libro, que no está mal, aparece una definición de un psicoanálisis que está bien, pero que se queda corta. Por eso no tenemos que darnos nunca por satisfechos con las definiciones que encontramos y debemos llevarlas hasta sus últimas consecuencias lógicas, preguntándonos todo el tiempo lo que se preguntaba Lacan: “¿me ajusto lo suficiente al discurso psicoanalítico?”. La respuesta es siempre no, porque necesariamente el acto psicoanalítico siempre nos va a superar, pero eso debería llevarnos a no dormirnos nunca en los laureles, cosa que ocurre también necesariamente, como lo demostraban en el otro libro que comentamos en la clase anterior. En este otro libro que ahora comentamos ínfimamente, que está bien, se dice lo siguiente de un psicoanálisis: “es una práctica en la que se aprende a leer”. Y si la miramos superficialmente, la definición es correcta, no está mal, pero si la miramos mejor, es una definición que nos abre la puerta a lo que más nos gusta, es decir, dormirnos en los laureles. Sí, podrá ser el psicoanálisis una práctica en la cual se aprende a leer, pero mucho más es una práctica que depende de que se aprenda a leer. Aprender a leer no va de suyo, no viene incluido en un psicoanálisis, menos viene adosado a un dispositivo que funcionaría solo, sin el consentimiento de alguien que quiere aprender a leer, que se atreve a construir ese talento para la lectura que podría llegar a desprenderse de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso es necesario lo que hemos llamado coraje de la experiencia. Y también es necesario saber que es necesario el coraje de la experiencia. Y solamente desde allí descubriremos que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración. No hay un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y luego su demostración. Lo que hay es un psicoanálisis que sólo en la demostración de que ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias puede ser llevado hasta sus últimas consecuencias.

Al hacer este movimiento, al ver e intentar desechar el prejuicio neurótico que espontáneamente se arrastra en la idea de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, se abrirá la puerta a otra cosa, que debe pensarse de nuevo, encontrando también en ello un cúmulo de prejuicios neuróticos que están allí inadvertidos porque espontáneamente jamás se ponen en duda.

Es claro que, institucionalmente, es necesario un dispositivo que permitiera revelar esa demostración de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Lo más cercano a ello que hoy existe es el pase. El pase se funda en una imposibilidad que vale la pena: hacer pasar lo más singular del Uno al Otro. El problema es que siempre se ha pensado sin ponerse a pensar en los prejuicios neuróticos que se arrastran espontáneamente cuando la neurosis (y el lego al cual Freud solía interrogar) piensan en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Hay un punto clave que no se observa. Al no ver el prejuicio neurótico que piensa primero un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y solamente luego su demostración, tampoco se ve un prejuicio análogo que tiene relación con el aspecto institucional que se pone en juego en esa imposibilidad que implica hacer pasar algo de lo más singular del Uno al Otro.

Hay que inventar un dispositivo, aprovechando el que ya hay, lo suficientemente flexible para que, al mismo tiempo, parte de él fuera una invención singular relacionada con la demostración que está en juego. En síntesis, parte del dispositivo no debería ser institucional sino desprenderse de lo singular de ese psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias que está en juego. Mientras esto no suceda, el pase fallará de la mala manera, aunque, de tanto en tanto, ocurriera esa imposibilidad y algo de lo más singular de este Uno o aquél, pasara al Otro. Cuando ocurre, no se debe al pase como está planteado hoy, se debe mucho más al coraje de la experiencia en la forma singular que toma en ese pasante que se atreve al pase más allá del pase. Debemos empezar a llamarlo así: el pase más allá del pase, y entender que se desprende de un esfuerzo de invención singular que nunca será para todos.

Es claro que sería más cómodo que dependiera todo de un dispositivo universal, pero ello nunca ocurre en el psicoanálisis, aunque los seres hablantes que rondan al psicoanálisis hicieran fuerza, todo el tiempo, por buscar el alivio del universal. Afortunadamente hay, aquí y allí y a veces por el psicoanálisis mismo, el insondable coraje de la experiencia que depende enteramente de cada cual y de su lucha contra el no-querer-saber que siempre triunfará.

Si se lograra desentrañar este prejuicio, si se hiciera un esfuerzo por ponerlo delante de los ojos de los que pretenden llevar un psicoanálisis hasta el final, muchas veces sin haber interrogado nunca esa pretensión, como si hubiera un camino demarcado de antemano que “hay que seguir”, se podría luchar un poco mejor contra ese prejuicio gregario encarnado con total claridad en aquel practicante que dijo alguna vez “pertenecer a la Escuela te cambia la vida”. ¡Qué sordera para con los detalles! Sí hay algo que cambia la vida, pero nada tiene que ver con pertenecer. Ni a la Escuela ni a nada.

Si empezamos a luchar contra el invisible prejuicio que postula que primero se llega al final de un psicoanálisis y luego se lo demuestra, se podrá luchar contra ese otro prejuicio que considera que es en la pertenencia que está lo que cambia la vida. Y, bien situadas las cosas, la Escuela y la Causa psicoanalítica son lo mismo, pero no están en ningún lugar material, se desprenden de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y se lleva con uno donde fuere. La soledad bien situada hace lazo con otras soledades sin pertenencia ninguna, sin encarnación oficial ni materialidad institucional, pero hay un prejuicio fundamental a vencer para poder subvertir radicalmente lo que se piensa sin más.

Y entonces atrevámonos a luchar contra nuestros propios prejuicios, para que se pudiera decir, al final de un psicoanálisis, que es el nuestro, con total seriedad, es decir con humor, pero sin sarcasmo ni ironía, lo que grabó Shakespeare en la primera escena del acto quinto de Trabajos de amor perdidos: they have been at a great feast of languages, and stolen the scraps. Con esas sobras robadas, que serán siempre sobras y serán siempre robadas, podemos inventar una nueva relación con el goce que es, nada más y nada menos, que una vida mucho más vivible, y al que le pareciera poco que siga intentando poseer el oro y la pertenencia (ni sobras, ni robadas, según su idea) y así le irá.


*Clase 9 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

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Ivan Aivasovzky – La novena ola