Del síntoma

Clase 6*

Sebastián A. Digirónimo

En busca de la sistematización del coraje de la experiencia y enlazando esto con lo que dijimos en la clase anterior, nos tenemos que hacer cargo de los prejuicios que inevitablemente arrastramos sobre un concepto complejo, de naturaleza heterogénea. Preguntamos, entonces, ¿qué es el síntoma en un psicoanálisis?
Echemos una mirada al horizonte para empezar a precisar las cosas por el final. ¿Qué debería hacer el recorrido de un psicoanálisis con el síntoma? Y la respuesta, solidaria con todo lo que dijimos la vez pasada, es que debería volverlo cada vez más real, que quiere decir cada vez mejor situado con respecto a la no relación sexual.
Hagamos un simple gráfico y volvamos a la base:

Síntoma salvaje

                                         ↓    (Transferencia-Entrada)

Síntoma bajo transferencia

              ↓    (Salida)

Síntoma real

Aquí, al contrario que en el gráfico de la clase anterior, análogo a este, no dibujamos el vector de vuelta al síntoma salvaje, solidario con la pendiente del no-querer-saber, por la que se desliza el ser hablante. Después vamos a ver por qué no lo dibujamos.
Recordemos las dos discontinuidades del ser hablante y las tres dimensiones de la sexualidad humana. Es por esto que dijimos antes que el síntoma es complejo y de naturaleza heterogénea. Si lo tomamos bajo la luz que implica el movimiento de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, vamos a descubrir enseguida que el síntoma tiene dos caras amalgamadas y que se relacionan con dos satisfacciones distintas: una cara charlatana, que con gusto se dirige al Otro aunque no extrae de esta dirección su satisfacción sino del mero charlar, y una cara muda, opaca, autista. Esta doble cara se relaciona, como acabamos de decir, con dos goces, dos satisfacciones. Lo que importa es, sobre todo, cómo las ponemos a trabajar en un psicoanálisis, buscando llevar el mismo hasta sus últimas consecuencias.
Pero empecemos de nuevo. ¿Qué es el síntoma? Es lo que no marcha. Sí, pero no en cualquier lado. Es lo que no marcha en la relación sexual que no hay. Porque el síntoma es una suplencia, una suplencia de la relación sexual que no hay. Pero, espontáneamente, está ligada al no-querer-saber, y eso la hace una suplencia necesariamente fallida. Un psicoanálisis produce un cambio de síntoma en este punto, pues desenlaza la suplencia del no-querer-saber.
A veces los practicantes dicen: “no encuentro lo que no marcha en este paciente”. Eso ocurre porque buscan mal, buscan lo que no marcha a secas, guiados por prejuicios, propios o sociales, y hasta esperan, cándidamente, que el mismo paciente supiera sin vacilaciones qué es lo que no marcha en su vida. No encuentran lo que está ahí a la luz del día, sin embargo, porque, situado bien, el síntoma es inevitable y si hay ser hablante hay síntoma. Al estar mal situado “lo que no marcha” queda mal situado también la idea del aspecto terapéutico del psicoanálisis, también leído desde los prejuicios, propios o sociales. Un psicoanálisis es, como dijimos, un cambio de síntoma, cambio propiciado por el hacerse cargo de la existencia de la no relación sexual. Ese hacerse cargo desliga el síntoma del no-querer-saber y lo cambia de signo. Y es un cambio que beneficia al sujeto, porque genera una nueva satisfacción mejor que la espontánea, que es la peor, una relación mejor con el agujero real, con la no relación sexual. Por lo tanto un síntoma más estable, también.
Se desprende de aquí también una nueva relación con la idea vulgar de cura, porque desde allí el sujeto se hace cargo de lo incurable de la no relación sexual. La clave, el signo, lo aporta la relación con el no-querer-saber, por eso la importancia del coraje de la experiencia.
Anotemos, además, lo siguiente: que este síntoma sea más estable y mejor para el sujeto no quiere decir que sea lo esperable para el entorno. Tampoco quiere decir que el síntoma de salida, más estable y mejor para el sujeto, lo convierta a éste en un problema para los demás. Aquí hay una sutileza que ya trataremos en otro momento porque muchos usan este aspecto para no hacerse cargo de lo propio, volviendo a la teoría psicoanalítica en una justificación de las propias bajezas y convirtiéndolo, entonces, en acto, en un antipsicoanálisis hecho y derecho.
Ahora bien, desligar al síntoma del no-querer-saber es el camino del síntoma en un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Esto implica su transformación, el volverse éste cada vez más real. Es por esto que Lacan, en contra de lo que Freud decía de la pulsión, que es nuestra mitología, decía que el síntoma es real. Es tan real que hasta el síntoma salvaje nos muestra el camino de lo que debería lograr un psicoanálisis, porque el síntoma salvaje, en su amalgama, logra tocar lo real por lo simbólico, sólo que el signo le está dado por el no-querer-saber sobre lo real mismo, y eso lo vuelve la satisfacción peor para el sujeto.
En este mismo punto Lacan podría haber dicho también que la no relación sexual es real, pero se les volvería menos palpable en la clínica a los practicantes. Pero esto de la palpabilidad genera un problema, porque el síntoma, al ser un concepto más palpable, es también más comprensible, y al ser hablante, que se desliza con gusto por la pendiente del no-querer-saber, le encanta comprender. Nuestro trabajo es, entonces, no comprender demasiado rápido qué es el síntoma.
Rápidamente recordaremos que el síntoma es una de las formaciones que Lacan llamó del inconsciente. Sí, pero, ¿qué es el inconsciente? Por eso es importante precisar qué quiere decir inconsciente real, concepto que mencionamos en la clase anterior. Así como un psicoanálisis vuelve más real al inconsciente a través de la transferencia, lo mismo ocurre con el síntoma, formación del inconsciente.
En nuestro gráfico, ¿qué hay a la salida de un psicoanálisis? Ese síntoma real es lo que Lacan llama sinthome, el cambio sintomático que se desprende de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Allí podemos situar un síntoma, un nombre y un padre. Estas tres cosas cambian con un psicoanálisis porque nos adueñamos de ellas. Hay allí también lo femenino, la posibilidad de soportar mejor lo femenino. En este punto el psicoanálisis orientado puede responder a una pregunta que se han hecho los eruditos sin saber qué hacer con ella. Han inventado respuestas ciertamente, pero todas ellas se muestran vacilantes y poco rigurosas si se las miran con cuidado. Pueden ir a buscar vestigios de esto que voy a decir en tres libros que los van a remitir a muchos libros más. No quiere decir esto que es fundamental que lo hicieran para entender lo que nos convoca, pero si quieren pueden ir a ver. Son dos libros de Alfonso Reyes, Religión griega y Mitología griega, y un libro de Walter Otto titulado Los dioses de Grecia. Nos centramos en la figura de Atenea y una pregunta que a los eruditos se les vuelve insoportable rompecabezas. Tenemos que entender que tanto el artista como el cúmulo de generaciones en el mito, señalan y anticipan, pero no saben explicar por qué, y respetar al arte y al artista implica no rebajarlo a psicopatología en un extremo, ni venerarlo como explicación exhaustiva en el otro extremo, dos cosas que suelen ir juntas, aunque parecieran contradictorias.
Atenea, entonces. Subrayemos sus características fundamentales para llegar luego a la pregunta con la cual no saben qué hacer los eruditos. La primera característica para subrayar es que a Atenea no le agrada la acometida ciega y a los golpes del guerrero sino la prudencia y la dignidad. En un episodio de la Ilíada Aquiles, ofendido por Agamenón, ya estaba a punto de responderle con la espada, pero de repente se detiene y piensa un momento si le conviene atacarlo con ira o dominarse a sí mismo, entonces siente que lo tocan por detrás y, al girar su cabeza, su mirada se encuentra con los ojos de Atenea. Episodios así hay en varias obras. Otra característica fundamental es que ninguna madre la engendró, tiene solamente padre pues salió de la cabeza de Zeus. Esquilo se lo hace decir con todas las letras: “no hay ninguna madre que me parió. […] Mi corazón pertenece a lo masculino en todas las cosas, menos en la unión matrimonial, y me conservo sólo para el padre”. Acá es donde tanto artistas como eruditos trastabillan y todo porque se les mezclan las tres dimensiones de la sexualidad humana que mencionamos en la clase anterior. Si no fuera así, allí donde Esquilo le hace decir masculino, Atenea diría femenino, pero el sentido común no entendería del todo. El artista anticipa, pero no todo y algo se le puede escapar todo el tiempo, porque anticipa sin saberlo, y creer lo contrario es negar lo inconsciente.
Sin embargo, algo entiende el mito, y es allí donde los eruditos sitúan mal la pregunta y se encuentran en un callejón sin salida. Esa pregunta está escrita con todas las letras por Otto en su libro, después de leer lo que Esquilo y otros le hacen decir a Atenea, Otto escribe: “A pesar de todo esto es de sexo femenino. ¿Cómo explicarlo?”.
Para explicarlo, como dijimos, hay que sacar del medio el término masculino que agrega Esquilo y entender que todas las características mencionadas en las obras remiten a lo que se encuentra al volverse el síntoma real. Ese empuje a la prudencia y la dignidad no es un empuje a la razón en contra de la pasión, como se lo leyó, sino un empuje a no pincharse ya con el propio estilo que es lo que le ocurre espontáneamente al ser hablante. El cambio de síntoma, que es cambio de la satisfacción peor para nosotros por otra menos peor es lo que nos hace devolver la espada a la vaina. Síntoma, nombre y padre, más lo femenino, bien situados. Atenea tenía que ser de sexo femenino, aunque no supieran las generaciones por qué, ni aunque lo femenino tuviera que ver con el sexo femenino ni anatómico ni relacionado con el cuerpo sexuado si dejan de confundirse las dimensiones de la sexualidad humana. Y hay más, como señala bien Otto: “lo femenino no le pertenece ni como amante ni como madre, ni como bailarina ni como amazona”, se desprende de otra dimensión y tenemos también la característica fundamental de sus ojos, en el adjetivo estereotipado Glaucopis, “la de ojos claros” que no horrorizan jamás. Nunca Gorgopis, siempre Glaucopis. Alejada del horror a lo femenino.
Toda esta vuelta que dimos no está allí, sin embargo, para responder a la pregunta que atraganta a los eruditos, aunque acá hay mil datos para aprovechar, sino para pensar un poco qué pasa con el síntoma en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y, a parte de ello, poder entender qué es el síntoma mismo. Los que recién empiezan, y no solamente ellos, cuando intentan presentar un caso clínico, tratan de orientarse siempre, de entrada, de la misma manera y se preguntan acerca de qué se queja el paciente. Los que supuestamente les enseñan el camino a los que recién empiezan suelen preguntarles así: “¿cuál es el motivo de consulta?”. Esa pregunta tiene como fundamentos algunos prejuicios que tenemos que erradicar. El resultado de esos prejuicios, que ya vamos a mencionar, es que rápidamente se solapan las cosas y creen haber atrapado el síntoma en la queja o, en el mejor de los casos, en la rectificación de la queja. Algunos creen que basta preguntar cómo participa uno en aquello de lo cual se queja para haber llevado las cosas lo suficientemente lejos. Otros, peor todavía, están esperando el momento justo para formular esa pregunta. Y acá se solapan el practicante y el analizante porque el practicante que espera el momento justo en su práctica es porque lo está esperando en su análisis que, por eso mismo, no empezó todavía.
¿Cuál es el prejuicio fundamental que hay en ese “cuál es el motivo de consulta”? Es el mismo que está en el creer que el paciente puede saber con claridad qué es lo que no marcha, y eso no es ni más ni menos que la negación sin más del inconsciente por horror ante el acto que nos sobrepasa. El que hace esa pregunta con candidez es claro que no sabe que se le está deslizando por detrás un prejuicio moderno, y para entender cuál es volvamos a la tragedia griega.
Para un practicante es importante leer la tragedia griega (y toda la literatura universal, por otra parte) porque ella implica una posición ética que le da el lugar correcto al ser hablante. La tragedia griega surgió en un momento histórico particular que le permitió situar en el buen lugar la naturaleza del ser hablante. No vamos a mencionar cuál es ese momento histórico, aunque tiene que ver con una transición entre lo antiguo y lo nuevo, “cuando se empezó a mirar el mito con ojo de ciudadano”, escribió algún helenista. No importa, lo que importa es el resultado. Y el resultado es el hacerse cargo del inconsciente incluso no llamándolo así. No es casual que Freud pudo encontrar en la tragedia de Sófocles sobre Edipo un buen ejemplo para pensar lo que le enseñaba la clínica. Dos cosas nos enseña, de hecho, la tragedia griega: no negar el inconsciente, que constituye una fortaleza del héroe trágico y no una debilidad, se trata de una fortaleza ética; y el hecho de que la certidumbre se desprende del acto, al revés de lo que espera el obsesivo.
Aprovechemos, para entenderlo, lo que escribe Vernant sobre la tragedia. Vernant, cuando habla de la tragedia, está bien, aunque cuando habla del psicoanálisis demuestra no haber entendido nada, al punto que escribe un artículo muy extenso titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega” que empieza declarando que “para el hombre de las sociedades contemporáneas de Occidente, la voluntad constituye una de las dimensiones esenciales de la persona”, y en todo el artículo no menciona ni una sola vez al psicoanálisis que contradice, desde su propio nacimiento, esa dimensión esencial para el capitalismo.
¿Por qué mencionamos esto de pasada? Porque es justamente ese lugar dado a la voluntad el prejuicio que se desliza, sin que se vea, en la pregunta por el motivo de consulta, y es la tragedia griega la que nos muestra otra cosa. Vernant, cuando no niega afectivamente un psicoanálisis que no sabe qué es, dice cosas que están bien y que, además, son más que cercanas con el psicoanálisis verdadero: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa”. Y es por esto por lo que le da el lugar correcto al ser hablante. “Toda tragedia juega, por tanto, necesariamente con dos planos”.
Este aceptar el hombre que no es dueño de sí mismo le permite una posición ética que le hace entender, además, que la certidumbre se desprende del acto y no al revés, cosa que lo obliga al coraje de jugársela.
“En la perspectiva trágica, obrar comporta por tanto un carácter doble: es, por un lado, tomar consejo en uno mismo, sopesar los pros y los contras, prever al máximo el orden de los medios y los fines; por otro, es contar con lo desconocido y lo incomprensible, entrar en el juego de las fuerzas sobrenaturales de las que no se sabe si al colaborar con nosotros preparan nuestro éxito o nuestra perdición. En el hombre más previsor, la acción más pensada conserva el carácter de una aventurada apelación lanzada hacia los dioses y que sólo por su respuesta se sabrá, la mayoría de las veces a expensas propias, lo que valía y lo que quería decir exactamente. Es al final del drama cuando los actos cobran su verdadera significación y cuando los agentes descubren, a través de lo que realmente han cumplido sin saberlo, su verdadero rostro. Mientras no esté todo consumado, los asuntos humanos siguen siendo enigmas tanto más oscuros cuanto más seguros se crean los actores de lo que hacen y de lo que son”.

Esto es la tragedia griega, y es lo que enseña un psicoanálisis.
Volvamos, ¿qué es el síntoma y cuál es su destino en un psicoanálisis? Es, primero, algo complejo y heterogéneo que no debe comprenderse. Es suplencia. Es charlatán y mudo. Es algo que cambia y se vuelve, si hay psicoanálisis, cada vez más real. Es, por lo tanto, el centro de un psicoanálisis a la salida de él y nunca a la entrada, y esta es una clave fundamental para precisar las cosas.

Pallas Athena, Rembrandt.
Pallas Athena, Rembrandt.

*Clase 6 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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