Contra las certezas universales, el psicoanalista francés Éric Laurent reivindica el lugar desacoplado de su práctica en el régimen de discurso dominante en la época, el de la ciencia. Y cuestiona los resultados de las “soluciones” globales al dolor de vivir, aplastado por un optimismo mercantilista que no hace más que generar nuevos inconvenientes y una angustia que a falta de brújulas singulares, se oscurece por medio de fármacos, drogas, soluciones inmediatas, compulsión y placebos como el consumo sin freno y la felicidad obligatoria. Esta es la conversación que sostuvo en un aparte de su participación en el VIII Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) que sesionó la semana pasada en Buenos Aires.
La crisis financiera global, ¿cómo encuentra a los analizantes, sometidos cada vez a efectos más nocivos que se venden como soluciones?
Los encuentra de manera más grave, más angustiados, perdidos. Diría que en los analizantes, el “efecto crisis” provoca una incertidumbre masiva. Esa angustia puede escucharse. Las cosas aparecen ensombrecidas. Existen más depresiones, una notable ausencia de deseo, según cada sujeto. Pero hasta los que están más animados, incluso los hipomaníacos, los que desafían al fetichismo del contexto, también están marcados.
Los síntomas ¿cambian, han cambiado en este año y medio?
Los síntomas son los que aparecen, los que ya aparecen: toxicomanías en general; todo (o casi todo) puede transformarse en algo adictivo; el juego, el sexo, el trabajo, etcétera; y como respuesta, al interior del discurso del amo, una mayor voluntad de vigilar, castigar, prohibir, que provoca en el sujeto, lógicamente, una creciente voluntad de destrucción. ¿Quieren prohibir? Entonces quiero más. Esto es muy común entre los jóvenes. Pero no sólo entre los jóvenes. Pero los jóvenes, de esa manera, demuestran la impotencia del otro, su megalomanía, sus maneras de sobrevivir a la punición. Porque también es evidente la transformación del ideal de juventud: ahora se trata de conseguir una juventud “eterna”.
¿Eso es lo que se llama la “infantilización generalizada”?
Digamos que la desagregación del lazo social es contigua a la caída de las representaciones de la autoridad y a las prohibiciones que implica. A pesar de que Freud dijo que en la cultura existe algo que no anda, un malestar, ahora hay un plus, un “más” que se intenta civilizar sin éxito, y que provoca el retorno de una voluntad de goce nueva, imparable. Y que por esa razón, de estructura, se produce un llamado de más vigilancia y más prohibición.
El sujeto del tardocapitalismo, inerme, desamparado, ¿cómo enfrenta la angustia?
El recurso más difundido hoy día es el uso de alcohol y drogas. Existen antecedentes: la prohibición del alcohol en los Estados Unidos durante un tiempo el siglo pasado. Esa política multiplicó los mercados negros y el consumo. Y lo mismo pasó con las drogas: prohibición, “permisividad”. Después, guerra contra las drogas. Y el efecto resultó el contrario al buscado. ¿Es una política? No lo descartaría. Ahora mismo, el consumo de drogas está globalizado. Y aparecen nuevas sustancias todo el tiempo. Además de mafias y armas a un nivel nunca visto. Y Estados de Derecho en peligro. México, por ejemplo, que está al borde de la catástrofe.
Legalizar el consumo, ¿no sería un principio de solución?
Es relativo. Pero sí cambiar de perspectiva. En la reciente cumbre de Colombia, el presidente de Guatemala dijo sobre este tema que habría que empezar a pensar en otro sistema. Y después lo hizo el presidente colombiano. Porque de atender a la dialéctica estadounidense sobre alcohol y drogas, el efecto es tanto un llamado al goce como a una mayor vigilancia. Pero liberalizar sin control es tan absurdo como soñar que se terminará la producción de sustancias. A mi juicio, no se trata de liberalización o prohibición total sino de adaptación: cómo puede ser regulada cada sustancia, para reducir el daño a los estados, a la gestión policial y a los sujetos. Eso implica un cálculo político. Entre el empuje al goce y la prohibición, el problema no se resolverá por una dialéctica que ya mostró sus resultados. Es necesario inventar instrumentos de orientación, incluso instrumentos legales nuevos para salir de esa falsa oposición, que es la doble cara de la pulsión de muerte.
¿Y qué está sucediendo con los llamados trastornos alimenticios, la anorexia, la bulimia, la obesidad?
Están en la misma serie anterior. Pero aclarando que esos males son propios de países que han “resuelto” el problema de la alimentación. Porque no es lo mismo en las zonas donde la comida casi no existe y lo que está en juego es la supervivencia. Pero en el caso de estar “resuelto”, puede verse que la pulsión oral es imposible de domesticar. Y tenemos también las dos caras: restricción o producción. Del lado femenino, existe una industria de la “belleza” anoréxica. Y del otro, la bulimia: en los Estados Unidos, en el lapso de una generación, se ha multiplicado el número de personas obesas. Y los factores son similares y distintos, y múltiples las determinaciones, como en el caso de las toxicomanías: destrucción del lazo social, ansiedad, demasiada azúcar, demasiada sal, producción de alimentos artificiales, etcétera. Y un dato nuevo: la voluntad de hacer desaparecer el tabaco… está muy bien: limitó el número de los cánceres de pulmón, pero sorpresa, aumentó la cantidad de casos de diabetes. Porque el tabaco era una manera de controlar el peso. Y el peso es un factor central en la diabetes.
Pero ¿no se hicieron estudios previos?
Existen médicos que reconocen que esos efectos -colaterales- no se calcularon. La diabetes, ahora, es la causa de muerte más común en los países centrales. Esto no se puede resolver con una prohibición: prohibir el azúcar, el tabaco, la sal, las grasas. Esos son sueños… sueños de la razón que producen monstruos. Entre el empuje al goce y la prohibición, se producen impasses…
¿Cómo resolver esos impasses?
Creo que con soluciones “a medida”, para cada uno. Pensar soluciones globales, leyes universales que resuelvan esta situación, normas de salud impuestas por burocracias sanitarias, es otro sueño. Pero encontrar, cada uno, un camino entre estos impasses, eso es posible, de acuerdo a la relación particular que se tenga con el goce. Aclarando que el psicoanálisis no está en todos lados. Y que su dignidad como práctica implica cierto desajuste respecto a las normas de la civilización. El psicoanálisis no produce buenas noticias. No promete la felicidad inmediata. Pero lo más importante es que no es una ciencia. Y el régimen de discurso dominante es la ciencia. El psicoanálisis es una disciplina crítica, que constata los efectos de la ciencia. Es el discurso que comenta los efectos de la ciencia sobre la civilización. Y sobre los sujetos, uno por uno. Pero el modo de certeza del psicoanálisis también es criticado, es odiado, rechazado, porque no puede ser alcanzado fuera de la cura analítica.
¿Criticado, odiado, rechazado?
Efectivamente. Porque para obtener una certeza (singular), hay que pasar por la experiencia analítica. Eso es lo que se rechaza. La ciencia, en cambio, no supone ninguna experiencia singular. Supone la razón, el cálculo y el trabajo. El psicoanálisis ocupa un lugar extraño, como el de un inmigrante. Porque el orden simbólico, tal como se lo conocía, no existe más. Existen sólo las leyes de la ciencia. Pero la ciencia no puede dar cuenta de todo. La teoría de todo no existe. La difusión de la ciencia en este nuevo orden, hace que el sujeto sea enviado a sus angustias fundantes, sin saber cómo orientarse. Y la salida, en esta visible oscuridad, no parece pasar por las buenas intenciones, las religiones privadas o las variaciones new age.-
Muchas veces se cuestiona al psicoanálisis y se lo presenta como algo obsoleto. Sus detractores declaran que las manifestaciones clínicas han variado y que los grandes cuadros de las neurosis como la obsesión, fobia y sobre todo la histeria han desaparecido.
Los trastornos, llamase del humor, de ansiedad, de la personalidad, han copado la clínica. Hoy nadie deja de pensarse desde esos lugares: “estoy deprimido, soy ansioso, soy fibriomiálgico, tengo estrés, etc.”. Síntomas contemporáneos le dicen. Es así que hoy la sociedad occidental se ve enfrentada a una «epidemia” de anorexias, bulimias, fibromialgias, depresiones, ansiedades y adicciones.
¿Es que acaso no existían desde siempre estas manifestaciones clínicas? Por supuesto que sí, pero no seguramente con tanta frecuencia como en la actualidad.
Estas patologías tienen algo en común, y es que en general, el sujeto no se pregunta por lo que le pasa y el síntoma aparece más claramente del lado de un goce alejado de lo simbólico. Sujetos mudos congelados en una palabra que los nombra.
Quizás la falta de pregunta del sujeto en la actualidad tenga que ver con la imposición del mercado: para todo un medicamento, un psicofármaco que nos arregle la vida.
Nombres gigantes, patologías generales que incluyen al sujeto en conjunto universal, quitándole lo más importante: su singularidad. Pero como consecuencia se produce un rebajamiento o anulación de la particularidad de cada sujeto.
Nos encontramos con una contradicción a partir de esto, por un lado, el intento de terapeutizar al conjunto del para todos, a partir de una única solución medicamentosa. Pero por otro aparece la omnipresencia del psicofármaco y concomitantemente la producción masiva de objetos de consumo de la cual nos volvemos esclavos.
¿Alguien plantea los efectos secundarios que tienen la mayoría de los psicofármacos?
No se trata de una guerra a los psicofármacos, sino que la indicación del fármaco sea precisa y necesaria. Lacan decía que el analista debe estar a la altura de la subjetividad de la época. Hoy es una época que muestra un modo de gozar y un modo particular de vivir la pulsión donde los objetos de consumo se han impuesto. Uno de esos objetos de consumo es el psicofármaco, aquella pastilla que colma y ponga al sujeto en los parámetros de las exigencias sociales de la actualidad.
Jorge Bafico
Psicoanalista, escritor, doctorando de la USAL (Universidad Del Salvador, Argentina). Ejerce su práctica desde 1993. Es docente del Instituto de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República Oriental del Uruguay dando teóricos de Psicopatología y siendo el responsable de la práctica en Hospital Pasteur. Participa como columnista en el programa “Desayunos informales” en Tele doce y “Abrepalabra” de Océano FM. Ha publicado varios artículos y trabajos, así como también ha presentado ponencias en Jornadas nacionales e internacionales. Autor de varios libros entre ellos: “El origen de la Monstruosidad” (Ediciones Urano Argentina, 2015), “Restos de historias” (Aguilar 2014), “Cosas que pasan” (Aguilar 2012), “Los perros me hablan. Ocho historias de asesinos en serie” (Ediciones de la Plaza 2011), “¿Hablamos de amor?” (Ediciones de la Plaza, 2008) y “Casos locos” (Editorial Fin de Siglo, 2006).
Palpitaciones, sudor frío, escalofríos, temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago, sensación de locura, de muerte inminente… Son los signos más visibles del cuadro clínico denominado trastorno de ansiedad, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack, pasando por el stress, hasta las fobias más diversas. Se ha convertido hoy en uno de los diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al de depresión, hasta el punto que ha merecido el título de la epidemia silenciosadel siglo XXI. Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es hoy una de las causas más frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan sutil como imparable, se ha ido desplegando un amplio arsenal terapéutico: psicoterapias de diversas orientaciones, con técnicas de sugestión, ejercicios de relajación y de respiración, de confrontación y exposición repetida al objeto temido… Todo ello acompañado de la oportuna medicación con ansiolíticos, cuyo consumo ha aumentado en las últimas décadas de modo exponencial. Resultado: si bien se consiguen por una parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada frecuencia, por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible, desplazándose de un signo a otro, como un alien que siempre sabe esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto para reaparecer, poco después, allí donde menos se lo esperaba.
«Ya no tengo tanto miedo a volar en avión —me decía una joven que había utilizado uno de dichos métodos—, pero ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de mi madre». «Es una espada invisible que me atraviesa el pecho», me decía un hombre, y era, en efecto, una espada de sinsentido que hendía cada momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más efectos terapéuticos se intentan producir directamente sobre los signos manifiestos de la epidemia, más esta retorna con signos nuevos. Y retorna para dejar al descubierto una experiencia que transcurre en silencio, una experiencia singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con este término: la angustia.
La experiencia subjetiva de la angustia es, en efecto, distinta e irreductible a ninguno de los signos que intentan describirla y que sólo nos indican algunas de sus manifestaciones. La experiencia subjetiva de la angustia permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo indescriptible, sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por ninguna sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa. Más allá de los signos en los que se expande la epidemia silenciosa, el silencio de la angustia es, él mismo, un signo fundamental que recibe el sujeto desde su fuero más íntimo con estas preguntas: ¿qué quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para aquellos a quien quieres como para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio que te agita ensordecedor? El signo de la angustia toma entonces un valor de agente provocador, de esfinge que plantea a cada sujeto la pregunta más certera sobre su ser y su deseo. Tantos ideales largamente sostenidos y esa pregunta había quedado enterrada bajo su excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el signo de un exceso, de un demasiado lleno en el que vive el sujeto de nuestro tiempo, inundado por la serie de objetos propuestos a su deseo. Es el signo de que hace falta un poco de vacío, de que hace falta la falta, como decía hace tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su seminario dedicado por entero a ese extraño afecto, La angustia.
Es interesante subrayar que la ciencia de nuestro tiempo ha detectado este exceso por su otra cara, más bien como un defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el denominado retraso genómico del ser humano, como la razón última de los crecientes signos de su ansiedad. ¿En qué consistiría este retraso? La civilización humana habría transformado el mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no habría dispuesto de tiempo suficiente para adaptarse a él. El reloj de nuestro organismo tendría así un retraso genético, anclado como estaría en sus respuestas a una realidad que ya no existe. Diremos por nuestra parte que sólo puede entenderse este retraso si lo consideramos con respecto al tiempo subjetivo que podemos definir como el tiempo de lo simbólico, el tiempo de una civilización que exige una satisfacción inmediata de las pulsiones, el tiempo de un mundo que exige cada vez más rapidez, más satisfacción inmediata, siempre un poco más… «Dios mío, dame un poco de paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!», decía una historia que sigue la misma lógica que el sujeto que llega hoy angustiado a nuestras consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de ahora mismo, tiene su traducción en un rasgo espacial, en un demasiado lleno. La realidad de la angustia es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para que este exceso no termine con su propia existencia, con su cohorte de objetos virtuales donde todo debe estar al alcance de la mano, sí, ahora mismo.
Deberíamos entender entonces el efecto llamado retraso genómico más bien como un efecto invertido de este exceso, producto él mismo de nuestra civilización, de su maquinaria simbólica. Es a este exceso de ruido al que responde el silencio ensordecedor de la angustia de un modo singular en cada sujeto. Y ante él, parece tan inútil huir como intentar adaptarse con formas más o menos coercitivas, más o menos sugestivas, que lo desplazan siempre hacia otro lugar.
La angustia, inevitable, hay que saber atravesarla tomándola como signo de la pregunta radical del deseo de cada sujeto sobre el sentido más ignorado de su vida. Pero para responder a esta pregunta, primero hay que saber dar la palabra al silencio de la angustia, hay que hacerla hablar en cada sujeto, uno por uno. Cosa nada fácil en un momento en el que sobran consignas y protocolos para silenciarla de nuevo. Solamente desde ahí, sin embargo, la angustia nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque siempre sea con su tiempo de urgencia precipitada.
El psicoanálisis es una disciplina que ha sufrido ataques desde su nacimiento porque es insoportable lo que tiene para decir. Para el ser hablante es insoportable descubrir su propia naturaleza.
En el año 2005 se publicó El Libro Negro del Psicoanálisis. Y fue una gran propaganda en contra del psicoanálisis, aprovechada rápidamente por el mercado, al cual el psicoanálisis no le conviene. Situaciones similares ya habían ocurrido antes y seguirán ocurriendo. «Muerte del psicoanálisis» es el título de la carta que, ese mismo año, Fernando Polack envió al espacio de lectores del diario La Nación como respuesta a una entrevista a Mikkel Borch-Jacobsen, advertido de la propaganda y con temor de que se difundiera en Argentina.
A continuación compartimos una entrevista realizada (en el mes de septiembre de 2005) a Fernando Polack en la que desarrolla los motivos de su carta de lectores y habla de su experiencia de vida inmerso en la sociedad norteamericana, en la cual se espera la adaptación y el éxito. Por eso la psicología conductista es el modelo de tratamiento para casi todo malestar psíquico.
Sigmund Freud, fumando. 1922. Fotografía de Max Halberstadt.
Tapa de TIME magazine, del 27 de octubre de 1924
Tapa de TIME magazine, del 23 de abril de 1956
Tapa de TIME magazine, del 29 de noviembre de 1993
Tapa de Newsweek, del 27 de marzo de 2006
El libro negro del psicoanálisis 2005
ENTREVISTA AL Dr. Fernando Polack
José Ioskyn: Para comenzar, ¿podrías contarnos sobre su traslado a Estados Unidos, tus motivaciones, tu expectativa con ese viaje?
Dr. Fernando Polack: Mi mujer y yo fuimos a Estados Unidos en 1993, porque surgió la oportunidad de hacer una formación pediátrica en Michigan. Yo había estudiado medicina en Argentina y tenía muchas dudas con hacer una carrera en infectología pediátrica en Buenos Aires, porque percibía que el foco total de la formación profesional en Argentina estaba en lo asistencial. Y un infectólogo pediatra debe tener un panorama más amplio en términos de biología, ciencias básicas y epidemiología, que yo no veía cómo obtener en Buenos Aires. La formación científica y médica, a nivel orgánico, es sin duda extraordinaria en los centros grandes de EE.UU., y es esa posibilidad de participar -a veces sólo leyendo los reportes diarios, a veces como consultor, o como agente directo- de procesos que suceden en otras partes del mundo -como la fiebre de los pollos en Hong Kong, el SARS, la eliminación del sarampión en partes de África, o hallazgos nuevos en áreas de ciencias básicas- lo que a uno lo deslumbra en las universidades como John Hopkins. Así que desde ese punto de vista, todas mis expectativas fueron cumplidas. EE.UU. es muy generoso e inteligente en proveer a extranjeros educados de oportunidades enormes de desarrollo profesional, y debo decir que no recuerdo ni una sola instancia en que ser extranjero ha jugado en contra mío en estos temas. Para los expatriados que viven su traslado como un ascenso casi étnico, acomodarse en el sistema es un deseo desesperado y, en general, resulta más fácil. Por ejemplo, a mi me sorprendía cómo mucha gente de los países de Europa del Este cambiaban sus apellidos por apellidos anglos, ponían la bandera americana en el jardín de su casa apenas podían, y adoptaban las costumbres más americanas con una devoción insólita. A veces es imposible conseguir que algunos centroamericanos de origen humilde te hablen en español. Hay otros grupos que tienen un nexo cultural/social muy fuerte con sus países de origen y no pueden ignorar ese vínculo fácilmente. Entre estos estamos los argentinos.
J.I.: En tu nota al diario La Nación hacés alusión a tu situación en tanto padre en esa sociedad que describís. ¿Podrías contarnos tu experiencia como padre allí, y tu impresión acerca de la intervención del estado a través de la escuela, el hospital, etc, sobre los niños?
F.P.: Sin duda la experiencia más difícil para los argentinos, que yo conozco y he conocido en doce años en EE.UU., es ejercer de padre. La diferencia de valores y costumbres jaquean las convicciones más sólidas y, si algo es para mí un orgullo, es haber sostenido a mis hijos a través de años durísimos en Maryland. Y te digo esto porque lo más fácil es ceder, ser convertido, y ver los resultados inmediatos de esa maniobra en la aceptación social y/o escolar. Pasar de ser un díscolo a ser un bobo bueno. Yo tengo muchos amigos argentinos cuyos hijos -chicos piolas y simpáticos, chicos al fin- se pasaron años en escuelas de educación especial por no portarse tan bien como se debe en las escuelas americanas. Y los he visto agradecer la decisión, porque por fin dejaban de suspender al hijo en el jardín de infantes, de llamarlos constantemente al trabajo para que vayan inmediatamente a buscarlo porque estaba llorando y la maestra tiene que ocuparse de enseñar, de llamarlos a la noche a sus casas para discutir la inadaptación de sus hijos al sistema, de discutir la conducta de sus hijos con gente que habla en otro idioma de vida y a la que jamás le podés llegar. Esta es una de las sensaciones más angustiosas, porque cuando la maestra del colegio te mira y te sonríe, pero no te escucha en absoluto, y no tiene ni un centésimo de la profundidad necesaria para entender algo bastante básico como el miedo de un nene a la primera semana de escuela, te das cuenta que estas muy jodido y solo. Hay una sonrisa impersonal terrible, que es una estrategia engranada en la cultura americana, y que se usa de inmediato ante cualquier personalización de la charla. En mi experiencia en EEUU, el chico debe transformarse en un adulto al entrar al jardín de infantes, y entra en una carrera para llegar a Harvard desde los tres años en los sectores más cultos y progres, para ser un good citizen en el resto del país. Las tardes que he pasado buscando libros educativos para mis hijos en las librerías de suburbio, buscando milestones de desarrollo psicomotor oscurísimos en libros especializados que atiborran las librerías, para ver si mi hijo mayor estaba on track -a pesar de que toda nuestra familia lo consideraba un genio– y parado entre docenas de padres socialmente presionados a angustias similares. Conozco personalmente gente que ha contratado asesores para que su chico de tres años esté a los dieciocho en las mejores condiciones de competir por una plaza en Harvard, Hopkins o Yale. Tengo amigos que tomaron una institutriz china para sus hijas de seis, cuatro y dos años -además de mandarlas por la tarde a un programa de inmersión en lenguaje chino- para prepararlas para comerciar con China en el futuro; y otros que a su hija de tres años le retiraron la batería de juguete para que practique con un violín, ya que este es un instrumento mejor visto en las entrevistas de ingreso a la universidad. Todas estas cosas no son ninguna broma cuando uno vive allí. El chico es un receptáculo vacío que hay que llenar de información. Y ese es tu deber como padre o madre. No importa si son los nombres de 50 dinosaurios, los volcanes del mundo, o las constelaciones estelares. Hay que llenar a ese chico de datos porque ese es nuestro deber para garantizar su éxito futuro. Así que una hora perdida en juego es una hora menos de información. Hasta una canción en la tele siempre debe tener datos. Y hay que bancarse tener una visión crítica sobre ese modo de vida, cuando todos alrededor tuyo lo ejercen sin parar y te miran como un abusador de menores por haber pasado la tarde mirando fútbol en la tele con tu pibe. Igualmente, el meollo de la historia está en otro tema. Esta carrera al éxito durante los primeros años no se basa en el rendimiento escolar sino en la observación de las reglas más estrictas de comportamiento. La disciplina es todo en la educación temprana americana. Los ingresos a la primaria se realizan con aplicación previa, entrevistas donde el chico se luce nombrando las lunas de Júpiter o los volcanes de Asia y cartas de recomendación a sobre cerrado escritas por las maestras del jardín. Luego la escuela publica un ranking -por los que esta gente muere- de niños de seis años. El que gana es un winner, y el que pierde un loser. Pero ante todo, un loser sabe que las cosas son así, porque «este es el sistema que nos hizo el mejor país del mundo«. Así que con esto no se bromea, porque si te caes del tren un par de veces posiblemente te caíste para siempre. A veces me entristecía mucho mirar la angustia con que las madres trataban de moldear a sus chicos para machacar esa expectativa. Igualmente, no hay nada más difícil que el absolutismo moral que rige la educación americana en los años iniciales, y esto es particularmente difícil para gente como nosotros, los argentinos, que venimos de una concepción muy cínica de la moral concebida en esos términos. Una cosa más. No quería ignorar esa pregunta sobre el rol del estado. Yo creo que esta concepción de vida que relato corta verticalmente a la sociedad americana, y no veo que el estado hoy necesite activamente ejercer ningún tipo de influencia para su cumplimiento. Aún más, no creo que haya empeorado ni mejorado con distintas administraciones porque es constitutivo a la dinámica social allí, y lo llevan puesto desde el progresista de la costa este hasta el conservador del sur profundo. Es casi como imaginar que el doble sentido, la irreverencia o la ironía en nosotros va a cambiar por el efecto de uno u otro gobierno democrático.
J.I.: En tanto pediatra que trabaja en EEUU, que tipo de síntomas resultan más frecuentes en la interfase entre pediatría y psiquiatría infantil. ¿Cuáles son los trastornos que merecen la derivación al especialista?
F.P.: Nosotros tenemos la suerte de recibir consultas de muchas áreas del país porque Johns Hopkins es enormemente prestigiosa y existe siempre la expectativa de que llegaremos a un diagnóstico que eludió a los médicos en otro lado. Eso genera un sesgo muy grande de los pacientes que asisten a nuestra clínica, ya que son los que «superaron» las instancias anteriores. Con esta introducción, uno imaginaría que no hay nada más interesante que practicar allí, pero esto es verdad solo en parte. Yo estimaría que el cincuenta por ciento de los pacientes pediátricos que yo veo en la clínica de infectología tienen como diagnóstico generador de los síntomas que los traen a la consulta una depresión.
J.I.: Entonces, ¿cuál es específicamente la orientación o la respuesta social en EE.UU. en cuanto al síntoma de un niño?
F.P:Todo problema psíquico es un estigma de tal magnitud en EEUU que los padres prefieren cualquier etiología orgánica infecciosa u oncológica con tal de no irse de la consulta con un diagnóstico de depresión. Esto me ha traído varios problemas, y he sido increpado muchas veces a los gritos por negarme a confirmar cánceres, encefalitis virales -que destruyen el cerebro-, enfermedad de Lyme -una enfermedad bacteriana muy bien delineada, pero también una gran bolsa diagnóstica para gente con cualquier neurosis en EEUU-, y otros deseos desesperados de la familia para esquivar lo más temido. Esto se complica aún más ya que la mayoría de los médicos comparte las aprehensiones de los pacientes, por lo que el que parece loco generalmente es uno. Quizás un ejemplo revelador es el de la clínica de SIDA pediátrico, que con más de doscientos pacientes pediátricos activos en la década del noventa, y todavía entonces con una considerable morbimortalidad, tenían una terapia de dos horas dos veces por mes. Imaginate que estos chicos son casi todos huérfanos de madre -o la pierden durante sus años de concurrencia a la clínica-, no tienen padre -o lo tienen en la cárcel- y viven con un estigma equivalente a la lepra en siglos anteriores -al punto que no pueden decirle a nadie en el barrio su diagnóstico. Sin embargo, el clásico problema era convencer al departamento de psiquiatría de siquiera ver a los chicos. Lo típico era que llegaran, y frente al chico angustiado y agresivo lo diagnosticaran como psicosis por SIDA y al deprimido moribundo como demencia por SIDA, recetaran un par de medicaciones y hasta más ver. Estos diagnósticos irreversibles descartaban el beneficio de toda intervención terapéutica y, como frecuentemente las intervenciones necesarias hubieran sido monumentales -dadas las condiciones familiares, sociales y financieras de estos chicos-, empezar a discutir desde si valía la pena siquiera ir a verlos hacía la tarea imposible. Sin ignorar que muy poca gente en salud allí -y menos a nivel poblacional- considera que haya algún beneficio en la terapia y la gran mayoría está convencida que todo se maneja desde la voluntad. Como la llegada al psicoanálisis es extremadamente rara y difícil en EEUU, toda persona que tenga un interés en analizarse o llevar a su hijo a terapia tiene enormes chances de terminar en el consultorio de una trabajadora social que aplica un abordaje conductista a todo problema. Siempre recuerdo cuando empecé a hacer pediatría en Michigan, y en la clínica ambulatoria vimos una chica que tenía una parálisis histérica. Yo estaba fascinado y llamé al supervisor muy entusiasmado. Casi me desmayo cuando el supervisor mandó llamar al kinesiólogo. Le dije, entonces, ¿cuál sería el plan si el síntoma se trasladaba a otro lado? Textualmente le dije: -«¿Y si mañana amanece ciega?» Y el hombre me miró sonriente y me dijo: -«Pues irá al oculista».
J.I.: En relación con lo anterior, ¿qué espera esa cultura de un niño en cuanto a su comportamiento y desenvolvimiento? ¿Para qué se supone que se prepara a una persona?
F.P.:Del chico se espera disciplina en la sociedad y éxito profesional y económico en lo familiar. Pero uno de los principales problemas de EEUU es la inmensa y desoladora soledad en la que vive todo el mundo. Yo he estado vinculado con cuatro personas que terminaron suicidándose o intentándolo, cuando jamás había visto una en veinticinco años en Argentina. El problema -refiriéndome a la carta de La Nación- no es sólo que la abuela venga a la reunión desde la otra punta del país por única vez en el año en la noche de Navidad, sino que a la abuela tampoco le importa. Yo tengo un compañero de trabajo muy bueno que contrajo paludismo en uno de nuestros viajes al África. Llegó al hospital casi moribundo y para la primera noche las cosas se veían aún peores. Sólo tres personas -incluyéndome a mí y a un guatemalteco- fuimos a acompañar a la esposa a la terapia intensiva. Nuestra jefa de entonces, que lo había mandado personalmente a Zambia, estaba muy ocupada en su oficina y no pudo cruzar al otro edificio donde estaba la terapia -eso que es monstruoso para nosotros es normal allí. Entonces a la noche yo me acerqué a la esposa -que también es infectóloga y sabía muy bien la situación que estábamos viviendo- y le sugerí que llamara a los padres de mi compañero. Ella me miró fijo y me dijo: «Yo sé muy bien lo que pasa, pero hoy es el día que sus padres comparten con la hermana mayor. Por lo tanto debo ser respetuosa de esto y de ninguna manera voy a entrometerme llamando para avisarles nada. Si pasa algo, ya vendrán mañana». Decime si te quedan ganas de enfermarte. El norteamericano se realiza esencialmente a partir de sus logros laborales. Estos se reflejan luego en adquisiciones materiales, prestigio social y confort. Esto a mi no me parece mal aunque como todo es muy superficial, todos están muy, pero muy solos. Un amigo mío los llama «los reyes tristes«. El americano medio educado cree absolutamente en la palabra hablada. Lo que intento decir es que si una persona hierve de odio contra otra, pero consigue decirle «I love you«, ambos creen que ese amor existe. Esto se liga a lo que llaman «transformational vocabulary«. Este es un tema fascinante donde enseñan a los profesionales y ejecutivos a reemplazar ciertas palabras por otras «menos malas». Por ejemplo, uno nunca está enojado sino perturbado. Enojado es malo. Uno nunca está disgustado sino confundido. Disgustado también es malo. Con una actitud positiva se arregla todo. Mi hermano es odontólogo en Washington DC, y nos revolcábamos de risa leyendo las instrucciones escritas que le daba el «motivador profesional» del trabajo. El problema era que todos los otros dentistas del trabajo se lo creían, o hacían como si se lo creyeran. Por lo que en el trabajo no había lugar para reírse. En estas sesiones confesionales entre odontólogos, algún director testimoniaba sus culpas y luego todos cantaban una canción que aún recuerdo de memoria. «Me levanto a la mañana con el sol en mi cara. Mis necesidades son metafóricas y el mundo es un lugar feliz«. El que no se rió tanto era mi hermano, cuando estaba inmerso en esa dinámica absurda y necesitaba el trabajo porque recién llegaba a la ciudad. Estos motivadores son los psicoanalistas de los ejecutivos exitosos de EEUU. Creo que no hace falta decir más.
J.I.: Una cuestión en relación con la incomodidad de escuchar al otro, que has mencionado en tu nota. Parecería por tus palabras existir un rechazo profundo del malestar del prójimo, malestar que sería necesario eliminar o desterrar del contacto intersubjetivo. ¿Los fármacos supuestamente ayudarían a eso, despersonalizando o tercerizando la relación al malestar y desalojándolo de las relaciones entre las personas?
F.P.: Fuera de las hordas de chicos en Ritalina -supuestamente por el ADD, pero miles de veces por problemas familiares, maestras neuróticas, conflictos escolares, neurólogo medicador, o vaya uno a saber por qué- yo no sé decir quién entre los adultos recibe fármacos o cuántos lo hacen. Pero esto que yo decía parte de una característica muy arraigada en EEUU. Personalmente creo que EEUU es un país cien por ciento protestante. Los judíos son protestantes, los católicos también lo son. Hasta la segunda generación de orientales se vuelve protestante y quienes más sed tienen de aceptación lo hacen antes que nadie, sin importar su origen. Y el protestantismo es muy, pero muy severo. No tiene el margen de las otras religiones y tiene una profunda raigambre moralista. En el protestantismo no se juega ni se jode, y por lo tanto en EEUU tampoco. He demorado diez años en aprenderlo. En este sentido, toda expresión de subjetividad es muy incómoda.No se discute casi nunca política, no se discute de nada personal, no se pregunta nada familiar. Levantar la voz es antihigiénico. El contacto físico es muy temido. De hecho, los chicos argentinos suelen recibir un diagnóstico conductista de sensorios, o sea chicos que necesitan mucho estímulo táctil dado que abrazan a sus compañeros, a sus padres y hasta a veces a las maestras. Pero no hay que temer. Eso se trata. Hay que comprar un cepillo de pelo grueso y cepillar en sentido longitudinal las piernas. Así que quien quiera estar a la vanguardia de la ciencia psíquica, vaya por su cepillo. Igualmente, no es fácil resistir la presión escolar de «cepillar» a tus chicos, ya que de negarte a hacerlo con la estúpida excusa de que «nosotros en Argentina nos abrazamos mucho», te encontrás con el subtexto que dice: «¿Y a mí qué me importa? Acá tu hijo es un sensorio, y si no querés problemas con nosotros en la escuela comprate el cepillo, inadaptado».
J.I.: Por último, ¿te podría preguntar si te has analizado aquí en Argentina? Si es así, ¿cuál ha sido tu experiencia en tanto analizante o paciente? ¿Te ha ayudado en un sentido concreto el análisis?
F.P.: Sin duda alguna el análisis actual en Argentina me ha ayudado mucho -yo viajo muchísimo ida y vuelta por motivos de trabajo- y en EE.UU. me mantuvo sano. Yo me analicé en Argentina varios años y lo hice en EE.UU. con un psicoanalista argentino al que veía tras manejar sesenta kilómetros los viernes de tarde. Alguien en algún lado, que no esta agarrado de la misma balsa, te tiene que reasegurar que no sos un chiflado y que tus decisiones, por raras que parezcan allí, tienen su lógica. Hay muchísimos chicos argentinos que se analizan desde EE.UU. por teléfono con terapeutas argentinos. Esto es bastante común y a veces mucho más importante desde tan lejos. No te imaginas la cantidad de mails de desconocidos argentinos que viven en EE.UU. que he recibido en estos días contándome brevemente experiencias por el estilo. Yo simplemente estaba laburando y cuando leí esa historia en el diario no pude concentrarme más. Pensaba algo así como que si bien yo había tenido que jugar con esas reglas en su casa, no podía consentir en que alegremente pensaran en imponerlas en la mía. Así que mandé una carta de cuatro páginas que terminó condensada en esas líneas. La ironía, que despertó tanto interés en Argentina, me hubiera generado una condena «moral» en un diario en Baltimore.
(2015)
Fernando Polack
Médico Pediatra Infectólogo, graduado con honores en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en 1990. Fue Residente de Pediatría en el Hospital Francés de Buenos Aires, Argentina y continuó su formación profesional en los Estados Unidos, donde fue Residente de Pediatría en el William Beaumont Hospital en Michigan y Fellow Post-Doctoral en la División de Infectología Pediátrica de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, Maryland. Hasta fines de 2008 fue miembro del cuerpo de profesores de los Departamentos de Pediatría, Inmunología y Microbiología Molecular, y Salud Internacional de Johns Hopkins University, Baltimore, Estados Unidos. Actualmente, es Director Científico de la Fundación INFANT y profesor titular del departamento de Pediatría de la Universidad de Vanderbilt (Nashville, Tennesse EEUU).
José Ioskyn
Psicoanalista y escritor. Publicó artículos y ensayos en diversos medios periodísticos y en libros. Autor de Literatura y vacío (Letra Viva, 2013), yEl mundo después (Paradiso Ediciones, 2013) Nunca vi el mar (Editorial HDJ, 2014), “Acerca de un imperio” (Ediciones del Dock, 2016); “Manual de jardinería” (Editorial Barnacle, 2016), “Un lugar inalcanzable” (Editorial Griselda García, 2018).