Incesantemente

Judith Miller

Filósofa, presidenta de la Fundación del Campo Freudiano

Rio de janeiro, 07/06/2011. Personagem: Judith MillerFoto: Guillermo Giansanti
Rio de janeiro, 07/06/2011. Judith Miller Foto: Guillermo Giansanti

Yo me di cuenta de que había nacido en la poción mágica el día en que, a los seis años, tuve que rellenar la ficha del comienzo de clases donde debía consignarse la profesión de los padres: pychanalyste con sus dos «y» y su «ch» me hizo envidiar a mis compañeritos cuyos padres eran médicos.
Antes enredarme que renunciar. Fue mi elección para otras fichas en otros años.
El gusto de esa poción siempre ha sido de una incierta certeza, porque siempre se repetía en un contrapunto. Muy pronto tuve eco de las exigencias de esa disciplina rara, al punto de ser excepcional. En el movimiento analítico tan absorbente para sus protagonistas había una «princesa» que era temible. Recuerdo la tensión que produjo su llegada al 5 de la calle de Lille, en los primerísimos comienzos de los años cincuenta. Era como un hada mala, poderosa e incómoda, seguramente por las ojeras que tenía, las mismas que llevaban algunos cuyos nombres me eran familiares sin poder en todos los casos ponerles un rostro.
Después vino la ruptura, múltiple y destructora de amistades. Impresionante para una niña de un poco más de diez años. No me provocó una gran conmoción, porque entendí que era «liberadora de los jóvenes». De ese tiempo, conservé la idea de que debería cuidar de no encontrarme en la posición de Anna, que, como hija de Freud que fue, contribuía a dar lustre a su invento.
En esos mismos años, aprendí poco a poco que lo más importante era aquello que todavía se llamaba los «pacientes». Entre esas personas frente a las que lo correcto era la mayor discreción (evitar cruzarse con ellos, o hacer ruido en las horas en que estaban allí, no mirarlos), estaban los «jóvenes». Ese calificativo nunca me sorprendió, aunque tuvieran edad de tener hijos. En el momento de la «escisión», instalamos las sillas en el salón para quienes venían a propósito del Seminario sobre la transferencia. Seminario al que yo asistiría a pedido mío, con aceptación inmediata de mi padre, cuando pasó a dictarlo en el hospital Sainte-Anne.
Esa audacia estaba relacionada con una pura contingencia: un estudiante, entusiasta, me había recomendado que fuera a escuchar a alguien maravilloso, el doctor Lacan. Difícil decirle que me hablaba de mi padre (yo no llevaba su nombre). Pero indispensable saber si yo también… A mí también me maravilló: siendo estudiante de filosofía, nunca había escuchado hablar de Platón de esa manera, cada línea, cada palabra de su texto se tomaba en cuenta, y saltaban los tapones de «la teoría de las Ideas» y otras sandeces. Debería releer todo mejor, o mejor leer, por fin.
Mientras tanto, entre los pacientes, algunos comenzaron a resultarme muy conocidos porque «andaban tan mal» que a veces era yo quien les respondía cuando llamaban a todos los sitios donde tuvieran posibilidad de poder encontrar a su analista. Algunos de ellos me han hecho constatar las mutaciones que puede producir un analista. Jamás olvidaré mi sorpresa al reconocer en la persona del vendedor muy dispuesto de un comercio del Boul′mich* a quien en varias ocasiones había venido en plena noche a llamar a la puerta del departamento donde yo vivía para saber cuándo y qué tan pronto podría ver a mi padre. Mucho más allá de la anécdota, también otros recuerdos hacen que se entienda lo que quiere decir que el psicoanálisis es una praxis.
También vino el tiempo en que aprendí que las rupturas son el precio que se debe pagar para que esta praxis no sea ni poción mágica ni anestesia. Llega el congreso de Estocolmo. Desde ese momento quedo advertida de que el psicoanálisis puede desaparecer, y que su existencia depende de su dinamismo. Es histórico  como el inconsciente y, como él, en movimiento porque es inventivo. Prueba de lo que tienen de único la experiencia de la cura y el acto del analista.
Nunca he hecho esta experiencia. Las mejores y las peores razones son, sin duda, el hecho de que yo he nadado siempre en su elemento, que no tiene nada de mágico, sin haber probado su sal. Continué viendo sus efectos. Por muy temibles que éstos sean para el consuelo de los canallas, son demasiado decisivos para demasiadas vidas que no serían más que tristes destinos enredados en identificaciones sofocantes como para no querer salvaguardar sus condiciones de posibilidad. Esos efectos están relacionados con la particularidad inconmensurable de la poesía propia de cada uno. Por muy mediata que sea la experiencia que tengo de eso, sigo contribuyendo con decisión a que la clínica analítica persevere en su devenir y que permanezca animada por el deseo que ella supone. Si no existiera la experiencia del diván, ¿habría vivido soñando?¿Yo soy de esos, descritos por Lacan y en lo que cada uno de los que lo han escuchado puede reconocerse, que «se abandonan hasta ser presa de esos espejismos por los que su vida, desperdiciando la oportunidad, deja escapar su esencia, por lo que su pasión se juega, por lo que su ser, en el mejor de los casos, consigue alcanzar apenas ese poco de realidad, afirmada nada más que por no haber sido desilusionado nunca»?
Los conflictos que mantienen vivo al psicoanálisis me han indicado periódicamente cuál  era la pesadilla ortopédica que amenazaba: la desaparición de un lazo social inédito, que renueva incesantemente el trabajo del inconsciente, y la supresión de una experiencia que, fuera de las condiciones espacio-temporales kantianas, no es por eso menos transmisible. Sin los recursos de lo que Jean-Claude Milner designaba recientemente como «dislocación», las nuevas generaciones estarían condenadas a un condicionamiento salvaje, entre títere y desheredado, que ve Rilke en el habitante de ciudad de su siglo.
Lo que cotidianamente aprendo de la práctica tanto privada como institucional, en el sentido estricto y en el sentido amplio, confirma mi elección. También en los últimos tres días he recibido testimonios. A una joven amiga decidida a dejarse librada a las manipulaciones más penosas para tener un hijo se la exime de su propósito por el solo hecho de haber decidido ver a un analista. Ese joven esquizofrénico que, al salir de la presentación de su caso ante un auditorio de clínicos, interroga al responsable del equipo con el cual ha podido encontrar la justa distancia respecto de las voces perturbadoras: «¿He hablado bien?». Efectivamente, cada una de sus palabras, medida, elegida, a lo largo de una hora, estaba marcada por la delicada atención que hacía posible su  entrada en un modo de vida nuevo. Finalmente, la lectura de una recopilación de algunos de los informes de una enseñante, muy buena con las lecciones de su análisis, pudo producir en alumnos que sufren, me convencía de que la puesta a prueba de la clínica de lo «social» que ha tomado como iniciativa el Centro Interdisciplinario sobre el Niño (CIEN) y otras comunidades de investigación, estaba bien fundada.
Me atrevo a pensar que la explosión actual en los barrios periféricos, donde resuena el grito que conduce sin falta a una voluntad de formateo segregativo, evidenciará la pertinencia del psicoanálisis para sacar a cada «uno» del ciclo infernal de la pulsión de muerte. Emprenderla hoy contra el psicoanálisis participa de una lógica de exclusión de las cuales las peores son portadoras de vocaciones no solamente mortíferas.
Los analistas están en condiciones de proponer acogerlos. Su presencia asegura el único lazo social susceptible de aflojar el atenazamiento obsceno de la destrucción superyoica. El camino es estrecho como para que, desprendido de amor, no vire hacia el odio y permita a cada cual ejercer la responsabilidad de su síntoma. De lo inesperado a la sorpresa de las invenciones singulares que produce el discurso analítico, espero activamente que no cese de inventarse y reinventarse de poéticas resistencias a la pendiente segregativa de nuestra sociedad.
Que todo lo que se arguya en su desfavor constituya su atractivo y su potencia.

*Boulevard Saint Michel.

Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy: La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 215.

Imagen: Guillermo Giasanti- Blog

El psicoanalista: del deseo al goce

Mercedes Ávila


Andrew Wyeth - Christina’s World2
Andrew Wyeth – Christina’s World- 1948

En 1977 Lacan dijo: “queda el interrogante de lo que puede empujar a alguien, sobre todo después de un análisis, a hystorizarse por sí mismo.”[1]

En el momento en que un parlêtre accede a devenir en analizante brota cierta posibilidad de querer saber sobre cómo está implicado en aquello que le ocurre. Consiente, en parte inadvertidamente, en devenir analista, que es también analista de sí mismo. Ése es el comienzo, ése es el germen. Todo el análisis consiste en hacer germinar esa semilla.

Podemos pensar, entonces, que el deseo del psicoanalista es un deseo que nace en el consentimiento del acto analítico de la entrada de un análisis. Es importante entender que al hablar del psicoanalista no estamos hablando de una profesión, ni de alguien que escucha personas, sino de una posición advertida frente al goce y a lo único del goce propio. Un analista es, como señaló Miller, siempre analizante[2]. Se olvida todo el tiempo que no se puede establecer de antemano el alcance de un análisis. La más tajante y radical subversión de Lacan es la más difícil de soportar: no hay análisis didáctico, es decir, no hay nada especial en el lugar del psicoanalista más que el consentimiento del analizante llevado hasta sus últimas consecuencias.

Entonces, el psicoanálisis, tal como lo propone Lacan, no se trata de un grado, una jerarquía o una adquisición de conocimiento, sino que se trata de una disciplina que aspira a cambiar la relación del ser humano con su goce, apunta a descubrir lo inclasificable del goce propio. Un goce advertido de lo inconmensurable del goce, es decir, que se sabe único. Por ello, desde allí, se sabe que el otro goza distinto, y entonces en el encuentro con el otro no está el ruido de fondo del propio goce. El camino analizante es aprender a escucharse para por fin poder escuchar al otro sin la interferencia de lo propio. Y allí el psicoanalista.

El deseo del analista se trata de un querer-saber distinto al saber[3], que se opone al no-querer-saber estructural de todo ser humano.

Aquel que inicie un análisis no puede establecer de antemano el alcance que tendrá el mismo, y será cuestionado en sus deseos. Si persiste, llegará hasta tocar su forma de goce, y si ese nuevo deseo lo impulsa hasta el final, la conclusión a la que arribará es la demostración lógica de su propio análisis por medio del pase. Es así que el pase no tiene únicamente importancia como dispositivo dentro de la Escuela, sino que es también una herramienta de demostración lógica y válida que un propio analizante puede usar para dar por terminado su propio análisis. Desde esta perspectiva, un verdadero final de análisis implica necesariamente el pase, porque sólo en el pase se pone en juego la demostración lógica de ese final. Sin el paso del pase no hay conclusión lógica.

Pero hay más. El deseo del analista, llevado hasta el final en el análisis, comporta un nuevo goce[4]. En su acto, el analista es vacío, no goza. Pero fuera, en su vida, sí. Ése goce, tocado por el propio análisis y que puede llevar a la práctica del psicoanálisis, tiene incidencias. Se escucha en los testimonios de pase, abre la práctica, la saca de los estándares, le aplica el sello de la singularidad. Alguien que inicia un análisis al final ya no es alguien sino Uno.

Frente a la pregunta del inicio, entonces, ¿qué empujaría a alguien a querer hystorizar?, que no es otra que: ¿por qué alguien querría ser psicoanalista?, la mejor respuesta es, por supuesto, ¿por qué no? Y es que está mal formulada porque se trata de pasar del alguien al Uno.

De la pregunta de Lacan al principio podríamos llegar a estas otras de Miller, para hacerlas resonar: «¡Qué frágil es el psicoanálisis! ¡Qué delicado! ¡Y qué amenazado está siempre! ¡Sólo se sostiene por el deseo del analista de dar lugar a lo singular del Uno…»[5]


[1] Jacques Lacan (1977): “Prefacio a la edición inglesa del Seminario 11”, en Otros Escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, página 600.

[2] Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, 2011, página 33.

[3] Margarita Álvarez Villanueva(2015): “El deseo del analista un recorrido conceptual” en www.elblogdemargaritaalvarez.com

[4] AA.VV:“El pase, actualidad del pase”, en El orden simbólico en el siglo XXI, Grama, Buenos Aires, 2012, página 312.

[5] Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, 2011, página 36.


Trabajo presentado en las XXV Jornadas Nacionales de Carteles de la EOL, 2016.

En el nombre del padre, entrevista a Judith Miller

por Pablo Zunino

Hija de Jacques Lacan, el gran renovador del psicoanálisis, y esposa del polémico Jacques-Alain Miller, la presidenta de la Fundación del Campo Freudiano jamás se tendió en un diván como paciente ni tampoco ejerció la clínica, pero lidera una de las escuelas psicoanalíticas más importantes del mundo


Tiene bellísimos ojos claros, rasgos afilados y pómulos altos, la sonrisa siempre a flor de labios y un encanto cuyo mayor atractivo radica en esa austeridad de los verdaderos portes imperiales. Nació bajo el nombre de Judith durante la Segunda Guerra y ya va por el tercer apellido. El autor Georges Bataille le dio el primero. Sabía que su mujer, la actriz Sylvia Maklés, estaba en amoríos con Jacques Lacan, un antes y un después en la historia del psicoanálisis, y que éste era el verdadero padre de la niña. Pero como todavía no habían firmado el divorcio, para la ley francesa el apellido del escritor era la única salida posible para inscribirla en el registro civil. Luego, sí, fue por fin Judith Lacan hasta que, al casarse, se convirtió en Judith Miller. Bajo ese nombre, esta doctora en filosofía preside la Fundación del Campo Freudiano. Vino a Buenos Aires para encabezar las concurridísimas sesiones del XI Encuentro Internacional del Campo Freudiano (el tema central fue «La sesión analítica») y las del II Congreso de la Asociación Mundial del Psicoanálisis.

-¿Qué se imaginaba del trabajo de su padre cuando era pequeña?

-Era terrible cada vez que tenía que llenar papeles de la escuela. En francés, «psychanalyste» lleva dos «y», y es muy difícil de escribir (risas). Era una niña que veía llegar al consultorio gente que sufría. Y recuerdo cambios en los pacientes: poco a poco no los podía reconocer. He visto cambios en dirección a un lugar donde la vida parecía posible para gente que estaba completamente trabada en la dificultad de vivir.

 

-Editó un libro de fotos para contar la vida de su padre. ¿Por qué no un texto?

-Porque pienso que cada cual hace las cosas a partir de sus propias capacidades. Tenía el privilegio de tener muchas fotos de mi padre. No tenía ni tengo con qué hablar mejor que los otros que hablan de su obra, o mejor dicho (se corrige), que algunos de los otros.

-¿Algunos?

-Sí, porque hay algunos que hablan de afuera. Hay muchos textos que son completamente falsos, o sin interés, o un poco parásitos.

-¿Se refiere, por ejemplo, a la biografía que escribió Elizabeth Roudinesco?

-No, porque no habla de la obra, habla del hombre.

-Hubo calificados lectores que la interpretaron como una historia no oficial muy útil para asomarse de otro modo a la obra de Lacan.

-No habla de la obra, habla del hombre.

-En Imágenes de mi padre no aparecen tomas que retraten a sus medio hermanos Thibaut y Sybille, hijos del primer matrimonio de Lacan.

-Fue decisión de ellos y la respeté.

Por testamento de Jacques Lacan, Judith fue nombrada heredera casi absoluta, y eso provocó duros enfrentamientos en la familia. Además, Sybille, una de las hijas desheredadas, escribió su propio libro acerca de su padre. Una relación complicada y dolorosa, según se desliza en ese relato. Al respecto, Judith Miller aclara: «Ese tampoco es un texto sobre la obra de mi padre. Es sobre su padre, que era también mi padre. No hablamos del mismo hombre».

En el libro editado por Judith, tres fotos muestran al padre y a la hija en Estocolmo, en 1963, durante el agitado congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA) en el que se cocinó la expulsión de Lacan, por presuntas transgresiones a las reglas del psicoanálisis «ortodoxo». En el epígrafe dice: «Me sentía como un balón de oxígeno».

-Lo llevé en auto desde Nápoles hasta allí. Un viaje muy largo. Entendí mucho después lo que estaba pasando. Cuando mi padre volvía del congreso, caminábamos por la ciudad y después cenábamos. Era conmigo con quien él podía no pensar en las cosas sórdidas que ocurrían dentro del ámbito psicoanalítico. Yo era su oxígeno.

-Después de la muerte de Lacan, usted quedó como presidenta de la Fundación del Campo Freudiano. ¿Alguna vez participó en negociaciones sórdidas?

-Nunca. Tuve la suerte de ubicarme en la historia del psicoanálisis directamente como presidenta del Campo. En Estocolmo empezaba la separación definitiva entre Lacan y la IPA. Él pensaba que ya no tenía nada más que hacer allí, y cortar la relación lo alivió. A partir de ese momento trabajó con los suyos.

-También a Lacan lo abandonaron discípulos y colegas. Y, después de su muerte, la corriente lacaniana se fragmentó.

-Fue entonces cuando la IPA pensó que el movimiento lacaniano iba a morirse con él. Yo y algunos otros hemos tomado la responsabilidad (que se nos imponía) de impedir ese entierro.


Fieles y herejes

Desde que Freud fundó la Sociedad Psicoanalítica de Viena hasta el presente transcurrió un agitado siglo de historia del movimiento psicoanalítico. Hoy prima la diversidad, con distintos modelos institucionales que le permitieron, pese a todo, su supervivencia, en un momento caracterizado, además, por una fuerte disputa entre el psicoanálisis y otros saberes, otras prácticas «psi», en el terreno terapéutico.

-Freud hizo lo que pudo con la institución. Con Lacan, en 1964, se operó un corte histórico, porque él reflexionó sobre el peligro que representa la institución psicoanalítica para el psicoanálisis. Su preocupación por abrirle a éste un porvenir no fue ni es compartida por todos. Hay muchos analistas que viven muy bien sin preocuparse por el futuro. Muchos alumnos abandonaron a Lacan porque pedía demasiado. Profesionales bien instalados, con clientela y reputación, se pusieron ferozmente en su contra cuando él les dijo que los que pueden enseñar algo son aquellos que acaban de concluir su propio tratamiento y que van a empezar a trabajar como analistas. Los alumnos experimentados rechazaron esa idea un poco loca. ¿Cómo un jovencito podía saber más que un veterano?

-Cuando murió Freud, su hija Anna tomó las riendas del psicoanálisis, para evitar las desviaciones. Sé que la comparación no le gusta pero…

-Por supuesto, porque también soy la hija de otro gran psicoanalista. Ella hacía sus elecciones en nombre del padre, pero en contra de la obra de él. Ahora no estoy amenazada por esa imagen, pero es verdad que he rechazado implicarme en la experiencia analítica como analista.

¿Interviene en discusiones sobre casos clínicos? ¿Desde qué punto de vista lo hace, si no tiene experiencia ni en el sillón ni en el diván?

-Hemos retomado la reconquista del corpus freudiano en los países del Este. Allí, el psicoanálisis es una novedad completa. Empezamos en el momento de la Perestroika y fue un éxito. Después no hicimos nada hasta el 98, cuando pensé que no teníamos que olvidar el porvenir en esos países. Este momento de mundialización implica que el psicoanálisis está en el mundo entero. Creo que las conferencias en la universidad no son la mejor vía para dejar huellas. Eso sólo no surte ningún efecto en países donde existen el gestaltismo, el conductismo y toda la panoplia de las psicologías. Nos pareció, más bien, que el camino era trabajar con los clínicos en sus dificultades concretas. Fue así como me vi llamada a hablar de clínica cuando no soy clínica y no tendría que hablar de clínica. Empecé a discutir sobre casos hace uno o dos años a lo sumo. Puede ocurrir que tome la palabra en una reunión, pero nunca lo hago sin haber discutido previamente con un analista acerca del caso.

Su marido, Jacques-Alain Miller, es el curador de los textos de Lacan, tiene práctica como analista desde hace más de veinte años y es un teórico de extensa producción. A lo largo de su trayectoria, cosechó adhesiones fervorosas (en el congreso realizado en Buenos Aires participaron casi 1200 profesionales) y críticas durísimas de otros seguidores de Lacan. Según ellos, la lectura del yerno se autoerigió como la única posible con respecto a la obra del suegro. Entre las muchas actividades que desarrolló aquí, dio una conferencia por invitación de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires, institución que forma parte de la IPA, la misma que expulsó a Lacan. Hace quince años, por poner una fecha, ese encuentro habría sido impensable.

-En ese momento, a mediados de los 80, el Campo Freudiano tenía ocho años de existencia. Ya había muchos lectores de la obra de Lacan en la Argentina, pero los grupos no estaban constituidos en escuelas.

-No es así. Ya existía la Escuela Freudiana de Buenos Aires, entre unas cuantas más.

-Pero estaba fuera del Campo Freudiano. Pienso que Miller puede aceptar hoy esa invitación porque existe la Asociación Mundial del Psicoanálisis, con diversas escuelas en Europa, Latinoamérica y Francia, entre otros lugares. Hoy hay otra posibilidad de debatir con la IPA.

-Comparte tareas con su marido. Se dice que las personas que trabajan en empresas familiares suelen padecer cierto malestar. ¿A usted le pasa algo de eso?

-En chiste, en nuestra pareja decimos que tenemos que venir a Buenos Aires para hablar juntos sobre psicoanálisis. Miller es un analista con un trabajo propio muy importante. Está muy ocupado en París. Salvo en situaciones excepcionales, al final de día no hablamos demasiado del tema. Además, no tengo la impresión de participar en una empresa familiar.

(2000)


Fuente: La Nación


 

Rio de janeiro, 07/06/2011. Judith Miller Foto: Guillermo Giansanti

«Cuando se echa el síntoma por la puerta vuelve por la ventana»

Entrevista a Judith Miller, por Héctor Pavón

La hija de Lacan, filósofa y presidenta de la Fundación del Campo Freudiano, sostuvo la vigencia absoluta del psicoanálisis. Y dijo que su padre ya predijo en 1973 la crisis financiera actual.

«Es difícil saber lo que es un padre y también lo que es una madre…» Dice una intrigante Judith Miller, hija de Jacques Lacan, esposa de Jacques-Alain Miller. Pero no se refiere a la pesada herencia psicoanalítica de su padre sino que las palabras surgen ante la pregunta sobre la paternidad que ostentan presidentes como Sarkozy y los Kirchner en países donde el psicoanálisis es una característica constitutiva de sus identidades. Judith Miller vino a Buenos Aires al XVI Encuentro Internacional del Campo Freudiano y al Encuentro Americano de Psicoanálisis Aplicado de Orientación Lacaniana, organizados por la EOL. En el octavo piso del hotel Plaza, Judith acomoda su elegancia parisina y habla de su padre, la persona a la que le debe tantos agradecimientos como reproches.

Han pasado 28 años de la muerte de Jacques Lacan. ¿Cómo ha envejecido su obra psicoanalítica? ¿Siguen vigentes sus palabras?

No entiendo. No puedo entender su pregunta porque todo esto tiene tanta actualidad, no sólo para mí, sino para cada persona. Cuando veo el esfuerzo que tenemos que hacer aún hoy para entender que Lacan en 1973 ya hablaba de la crisis que vivimos hoy y ver que eso no fue una profecía. Él ha entendido la lógica del capitalismo. Hoy estamos sorprendidos por la crisis, pero Lacan dijo que no podía ser evitada: «hay un cambio del capitalismo que conduce a una reedición de sí mismo a través de una actividad que no tiene nada que ver con el desarrollo de un historial que será puramente financiero». Y concluía diciendo que eso iba a tener un efecto. Yo no podía entender cuando él decía que «somos todos proletarios.» Yo no soy proletaria, soy parte de la burguesía. Pero tenía razón, hay una precarización general, mundial, de cada uno, que corresponde al desarrollo actual del capitalismo y que él ha entendido hace más de 40 años.

¿Y cómo se prepara al analista de hoy frente a esta precarización?

Es difícil. No formo parte de los que tienen que hacer eso, pero los analistas lacanianos tienen que inventar, recibir las sorpresas que puedan aparecer en la clínica de hoy. Eso no es nuevo, Freud ya había dicho que el psicoanálisis marcha con el mundo; y Freud en sí mismo ha visto que por ejemplo la histeria, desde que el psicoanálisis empezó a ser practicado, ha cambiado. Cada histérica, a partir del momento que hay un vínculo analítico, encuentra otras vías para resolver su pregunta, su enigma. Lacan decía en chiste que la histérica es histórica. El chiste juega con las coincidencias. La novedad permanente es la enseñanza de Lacan. Pero no quiero que sea equivalente a decir tenemos únicamente a la enseñanza de Lacan y no tenemos que hacer nada más que repetir lo que él ha dicho. Los analistas y la gente que trabajan con ellos, los analizantes, particularmente, me parece, participan de una búsqueda al nivel clínico, de la doctrina analítica, a cada nivel que hace parte de las luces lacanianas.

Usted se refería a las sorpresas que llegan al diván y para las que tienen que prepararse los analistas. ¿Cuáles serían?

La definición de una sorpresa es que es imprevisible. La profesión necesita una formación larga, amplia, intensa, profunda, que a la vez implica que los analistas siguen sabiendo que tienen que no saber. Y saben que ellos no saben lo que van a encontrar, ahí está la sorpresa. No es fácil eso, porque hay que ser uno mismo, muy bien analizado, quizás reanalizado, para mantener esta disponibilidad, esta capacidad de aprender una nueva cosa. Lo he visto con mis ojos en mi propia familia, no sólo con mi padre, también con otros analistas que estaban muy viejos, muy cansados, y que han seguido trabajando hasta el último día porque estaban de pie. También por mi padre: Lacan ha trabajado hasta el último día.

¿Y qué hace un analista cuando en su consultorio llega un empleado de Telecom donde se han suicidado 26 personas?

Pienso que constituyen una epidemia de suicidios los de France Telecom. Encarna lo que Lacan llamaba la precarización generalizada de cada uno en el momento de la historia humana que conocemos, en la cultura globalizada. Aunque tenemos el progreso de las tecnologías, el desarrollo de la ciencia, el malestar de la cultura persiste. Quizás porque tenemos todo eso, el malestar sigue, no hay liberación. Hay consecuencias también de lo que se llama el progreso, y es por eso que Lacan no se decía progresista y Freud tampoco. Pienso que el malestar está en el corazón del hecho de que estamos condenados a ser humanos.

¿Este momento de crisis general repercute también de modo singular en la consulta al analista?

Es evidente. Creo que fue así en cada época, no hay tantos períodos que hayan separado las épocas de la historia freudiana, pero creo que la Primera Guerra fue un momento importante para la obra de Freud. La Segunda Guerra también fue muy importante y Freud había previsto todo el horror que iba a producirse, en su obra de 1920 La psicología de las masas. Él había hablado de los que sería el fascismo antes de que se produjera.

Se repiten las voces que aseguran que los jóvenes latinoamericanos no pueden avizorar el futuro… ¿El psicoanálisis piensa en el futuro?

En primer lugar no conozco ninguna persona que no esté pensándose a sí misma en el futuro. Ahora, quizás un niño que no sabe cuál será su propio futuro, eso es diferente. Hay una angustia especial. Hoy los jóvenes conocen esta angustia. Quizás ellos no pueden decirla, pero tienen esta angustia. Es importante permitir a cada uno acercarse para ver de qué se trata esa angustia. Pero no podemos decir que ellos no tengan la dimensión del porvenir. Es una paradoja del capitalismo. Hoy, cuando el capitalismo trabaja cada día más sobre el tema de la seguridad, la inseguridad aumenta. Y de una cierta manera la infelicidad del capitalismo es que cuando empieza a trabajar sobre un punto para suprimirlo, lo refuerza. Es así para la exclusión, la segregación, todos los medios que se toma en el cuadro del capitalismo refuerzan la segregación. Y la precariedad aumenta en la medida que aumenta la seguridad, la promesa de seguridad. Pero pensar una vida sin seguridad, es pensar la vida como la muerte. Y, estar muerto para vivir bien es una paradoja también.

Existen terapias como las de las neurociencias que proponen tratamientos acotados. ¿Qué respuesta tiene el psicoanálisis ante el pedido de terapias breves?

Las neurociencias proponen tratamientos más breves, más cortos. Es verdad que el efecto de un análisis no es de normalizar a nadie. Un análisis saca a la luz la singularidad de la persona que ha consultado. Es muy difícil saber quién soy yo. Una experiencia analítica permite ubicar cuál es mi deseo; si quiero lo que deseo. Es decir ubicar la división que cada uno tiene. Eso toma tiempo, es completamente antipático al apuro contemporáneo. Queremos ahora, inmediatamente lo que esperamos y es difícil de no ceder a este apuro. Pero el psicoanálisis no puede ceder a eso. Es una trampa. Cuando se echa el síntoma por la puerta, vuelve a entrar por la ventana. Ese es un principio fundamental del funcionamiento de la repetición.

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Intervención urbana en Santiago: entrar por la ventana. 2012.

 

(2009)


Fuente: Clarín
Fuente de la imagen: Plataforma Urbana

Por qué el psicoanálisis no es revolucionario sino subversivo

Por Pablo Chacón

En Punto cenit (ediciones Diva), el psicoanalista francés Jacques-Alain Miller reunió una serie de artículos –propuestos y ordenados por sus colegas locales Silvia Tendlarz y Carlos Gustavo Motta– que pivotean sobre las nociones de real en la época del Otro que no existe, la de la crisis contemporánea de las identificaciones que empuja al sujeto a un plus de goce y a una existencia que muchos consideran, perdida la referencia paterna por imperio de la certidumbre científica, desamparada o extraviada. El yerno de Jacques Lacan se sostiene en un texto de éste, “El triunfo de la religión”, para estudiar la innovación frenética del malestar en la cultura y sus consecuencias en la clínica del uno por uno.

Acostúmbrate, hijo, al desierto.
Joseph Brodsky

Poco menos de un año atrás, el psicoanalista francés Eric Laurent decía en Buenos Aires que con el régimen de certeza de la ciencia, la noción de autoridad paterna (característica del mito edípico freudiano) había quedado definitivamente desplazada. “En el mundo de la técnica, que es el nuestro, en el cual todo tiene que tener una función, el psicoanalista no es alguien que se ofrece como una herramienta útil (…) El psicoanalista trata de dirigirse a lo inútil de cada uno (…) Es imposible separarse de esa parte oscura que nos habita; esa parte desdichada, maldita, como la llamaba Georges Bataille. El psicoanalista tiene esa distancia sobre el discurso de la utilidad. Y tratar de transformar eso que no va en algo que vale es una tarea”.

La técnica avanza en la época de la inexistencia del Otro, sin control más que el ejercido por los comités de ética, retrasados siempre respecto de aquellos avances.

En estos textos, Miller, por otra vía retoma esa cuestión: en lugar de la falta en el Otro como constituyente de un sujeto, aparece un Otro sin falta que no se las ve con sujetos sino con objetos. Es una época de complicaciones del lazo social. El siglo XXI es la época del Otro que no existe, la del “ascenso al zenith” del objeto a, fórmula que Lacan usa por primera vez en Radiofonía (1974), y que su yerno, pasados los años bautiza “Punto cenit”, para hablar de las sucesivas mutaciones en el campo de la política, la religión y el propio psicoanálisis.

“Alcanzaría con el ascenso al zenith social del objeto llamado por mí pequeño a, por el efecto de angustia que provoca el vaciamiento con el que lo produce nuestro discurso, al faltar a su producción”, había dicho el autor de los Escritos. “La promoción del plus de goce que señala Lacan cobra sentido a partir del eclipse del ideal, desde donde se suele explicar la crisis contemporánea de la identificación”, completa Miller.

En la entrevista que abre el libro, éste despeja varias cuestiones. Frente al supuesto escepticismo político del psicoanalista, Miller no duda.

¿El hecho de decirse psicoanalista implica necesariamente una elección política?

Photo_JAM_400x400“Pero sí. Quien practica el psicoanálisis debe lógicamente querer las condiciones materiales de esta práctica. Lo primero es la existencia de una sociedad civil en sentido propio, distinta del Estado (…) El psicoanálisis no existe ahí si no se lo puede ironizar, poner en cuestión los ideales de la ciudad, sin tener que tomar la cicuta. Ella es entonces incompatible con todo orden de tipo totalitario que junta en las mismas manos la política, lo social, la economía e incluso lo religioso. Ella tiene la partida ligada con la libertad de expresión y con el pluralismo”.

A fines de los 60, el psicoanálisis apareció como portador de un ideal revolucionario. ¿Piensa usted que sea posible disociar el psicoanálisis del uso político que se hace? La intervención política del psicoanálisis, ¿está implicada en su doctrina? ¿El psicoanálisis se inscribe como una ideología reaccionaria?

“Le responderé rápidamente. El psicoanálisis, ¿revolucionario o reaccionario? Es un Jano. Políticamente es un señuelo. ¿Se hace de él hoy en día un uso político explícito? En los debates de la sociedad se le hace decir lo que está a favor y en contra. ¿Qué es que está implicado a través de su doctrina? Que un psicoanalista está ahí para hacer psicoanálisis, accesoriamente para hacer avanzar el psicoanálisis, y para expandirlo en el mundo, y si interviene en los debates públicos con ese fin, está muy bien.

“Revolucionario, el psicoanálisis por cierto no lo es. Durante la época en que todavía se hablaba de revolución, hacia 1968, Lacan evocaba la revolución de las órbitas celestes. Una revolución está hecha para volver al punto de partida. El psicoanálisis es llevado a poner en valor lo que puede llamar las invariantes antropológicas más que a ubicar esperanzas en los cambios de orden político (…) El psicoanálisis no es revolucionario, sino que es subversivo, lo que no es lo mismo, y por razones que yo he esbozado, a saber: que va en contra de las identificaciones, los ideales, los significantes amo. Por otra parte, todo el mundo lo sabe. Cuando ustedes ven a alguno de sus próximos en análisis, temen que dejen de honrar a su padre, a su madre, a su esposo y al buen Dios.

“Con este hecho, los psicoanalistas no sólo no son militantes, salvo a veces, y no necesariamente para su felicidad, la del psicoanálisis, sino que más bien son llevados a decepcionar a los militantes (…) El derecho natural, que se perpetuaba bajo formas diversas desde antaño, ha recibido el impacto. Junto con los daños sensacionales que el psicoanálisis hizo en la tradición se unieron, como por milagro, las posibilidades inéditas ofrecidas a través del progreso de la biología, la procreación asistida, el desciframiento del genoma humano, la perspectiva de que el hombre se vuelva él mismo un organismo genéticamente modificado”.

La diferencia entre revolución y subversión resulta inédita, tanto como el gran angular puesto sobre las invariantes antropológicas, sin descartar la suerte política de la práctica de acuerdo a los diversos regímenes políticos y a la caída de los ideales y del Nombre-del-Padre, que por cierto, genera una desorientación ideológica que redunda en grupos de pertenencia, labilidad electoral, grupos de intereses desenmascarados y anacronismos por izquierda y por derecha.

El Nombre-del-Padre no es más lo que era. Hace largo tiempo que aleteaba. Balzac hubiera dicho desde el regicidio francés, desde la desaparición de la sociedad del orden, y del coqueteo planteado hacia los asuntos del mundo planteados por el capitalismo, como lo previó el Manifiesto comunista. Lacan notaba ya en 1938, como un hecho adquirido, el declive social de la imago paterna; luego, en los 50, el complejo de Edipo no podría indefinidamente mantenerse en nuestras sociedades. Estamos en eso”.

El ascenso al cenit del objeto a provoca cambios desde hace años en las conductas, las orientaciones y elecciones sexuales porque se terminó la época de las identificaciones fuertes y la represión para dar paso a un horizonte permisivo, quizá tanto o más regulado que el anterior pero incontrolable cuando algo de lo real es tocado.

Antes que un mundo de deseo, éste es el mundo del goce. Y esa disyunción no implica necesariamente una mejora aunque sí un empuje a entender las mutaciones y la multiplicación de desorientaciones y estilos de vida, a riesgo de caer en arbitrariedades, fundamentalismos o explosiones de violencia, de género y de las otras.

El psicoanalista argentino Ricardo Nepomiachi destaca que entre otras consecuencias de la época aparece “lo que podemos calificar como ‘un tipo particular de degradación de la vida subjetiva’. Un tipo cuyos ejemplares son reflejo de nuestras sociedades laicas, democráticas y capitalistas que impugnan la autoridad de la enunciación y en las que reinan el saber y los productos de la ciencia. Se trata de un reino en el que se ofrece como ideal reducir la palabra a un enunciado sin enunciación, en el que no se reconoce a la excepción que haga posible transmitir la legitimidad, y es en esa medida en que el sujeto queda desamparado y sin posibilidad de encontrar una orientación en la vida y fundar un lazo social”.

Este es uno de los puntos donde la angustia juega su juego.

“El psicoanálisis –explica Lacan en una conferencia de prensa en Roma, también en 1974 –se ocupa muy especialmente de lo que no anda bien. Por eso, se ocupa de esa cosa que conviene llamar por su nombre –debo decir que hasta ahora soy el único que la llamó con este nombre: lo real. Esta es la diferencia entre lo que anda y lo que no anda, lo que anda es el mundo, y lo real es lo que no anda (…) De esto se ocupan los analistas, de manera que, contrariamente a lo que se cree, se confrontan mucho más con lo real que los científicos. Sólo se ocupan de eso. Están forzados a sufrirlo, es decir, a poner el pecho todo el tiempo. Para ello es necesario que estén extremadamente acorazados contra la angustia”.

Miller lo dice a su manera.

“Si se me concede que el goce se ha vuelto un factor de la política, ¿el psicoanálisis conservaría la misma distancia sarcástica en relación (a la política) que durase la edad de las ideologías? No creo que pueda hacerlo. Lo privado se ha vuelto público. Eso es un gran movimiento, un destino de la modernidad, y el psicoanálisis ha sido llevado a ello, para lo mejor y para lo peor.

(2012)

Fuente: Revista Ñ

La pregunta de la época es: ¿Qué vas a hacer hoy para gozar más?

Entrevista a Éric Laurent, eric8por Héctor Pavón

No todos los días un lacaniano habla sin límites. Por eso esta entrevista tiene algo de excepcional. Lo es, básicamente, porque Eric Laurent, psicoanalista francés, combina sus múltiples saberes para interpretar la sociedad más allá del diván. Laurent estuvo en Buenos Aires y dio una conferencia en el Instituto Clínico de Buenos Aires; presentó el seminario de Jacques-Alain Miller titulado Extimidad y se reunió con sus discípulos locales. Ex presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, es uno de los psicoanalistas más prestigiosos del mundo lacaniano franco argentino.

Las jornadas de la Escuela de Orientación Lacaniana que usted presidió en Buenos Aires llevaron como título “El amor y los tiempos del goce”. ¿A qué se refiere esta expresión?

Significa que el discurso amoroso se modifica a medida que algo de lo real se desplaza en la civilización. El goce es la palabra que designa el hecho. Alude al hecho de que para el sujeto parlante la experiencia del placer siempre incluye un más allá del principio de placer, como decía Freud. Es decir, uno se engancha con algo y puedo incluso pasar a una adicción con la comida, el sexo, el trabajo, la tele, la pantalla, el juego. Un modo de adicción que va mucho más allá del placer. Y es esta zona que designa el goce. Y como estamos en una época de post-liberación sexual, en referencia a la llamada liberación sexual que tuvo lugar en los 70 y con la que hubo un cierto alivio del peso de las prohibiciones, estamos ahora en una experiencia que incluye esto y que nos da una cierta época de pornografía generalizada, más o menos chic, estetizada, con una oferta de representaciones del sexo mucho más amplia que lo que había antes. Así, el sujeto contemporáneo tiene que levantarse cada mañana preguntándose a sí mismo qué va a hacer para gozar más.

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Porn por Tom Nulens

¿Y qué hace el sujeto ante semejante demanda?

Al tener que decidir qué va a hacer para que su vida tenga más placer y más goce se desplaza el discurso amoroso que se vuelve una barrera contra los excesos del goce. Y a medida, precisamente, que existe este empuje superyoico, tipo “qué haces tú para gozar más”, cada vez que el sujeto está enfrentado con esto, para protegerse, el discurso amoroso viene a poner una barrera: que no se puede gozar del todo del objeto amado, y que hay una cierta barrera: la de la dificultad de reconciliar amor y goce, del pudor, la admiración, respeto.

Eso también implica reinventar una época. Para el psicoanálisis, ¿esta época tiene un nombre?

Es la época del otro que no existe; una cierta descreencia en el otro como tal. Y al mismo tiempo, surgen procedimientos de remiendos con cierto corpus moral o legal, o ética, en el cual se confunde o se mezclan el nivel de prescripción legal y de prescripción moral. Que son como estos procedimientos de remiendo del agujero que se ha generado.

Usted hablaba del goce como adicción, o viceversa. ¿Allí entran síntomas sociales como los de la bulimia y la anorexia?

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Karl Lagerfeld /Fuente de la imagen: WHATSTRENDY.NET

Para que se produzca esta epidemia, primero hay que salir de la escasez, del hambre. Una vez que se sale de la necesidad, la pregunta es qué voy a hacer para gozar más. Inmediatamente dice que no hay que vivir para comer. Y vivir para comer puede ser también vivir para rechazar lo que te proponen comer. Karl Lagerfeld decía: “tenemos que exigir de la moda que tengan modelos que tengan un peso normal y no estas anoréxicas”. Pero al mismo tiempo sostenía: “nadie quiere ver mujeres gordas”. Surge un conjunto de cosas que van desde las prescripciones médicas, dietéticas, el discurso de la higiene, la industria de la moda. Todo esto construye un circuito pulsional muy amplio, que va mucho más allá de lo que era completamente taponado por las prohibiciones, del modo de vivir tradicional.

(2011)

Fuente: Clarín

Sobre Vida de Lacan

“No saben cuánto se ha delirado sobre mí”

Por German García

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Germán García (ph Malena Low, para revista Los inútiles)

LACAN. A treinta años de su muerte.

Hace treinta años, con la muerte de Jacques Lacan, el psiquiatra que revolucionó profundamente el psicoanálisis, cayó el telón y el escenario está vacío, pero el deseo que lo animó hizo que su nombre sea inseparable de esa disciplina. El subtítulo de Vida de Lacan aclara que está escrito para la opinión ilustrada. No es para los que se complacen con las supuestas revelaciones de los “grandes hombres”, en particular en lo que atañe a sus vidas privadas. No se encontrará en este libro de Jacques-Alain Miller (quien trabó una relación cercana con Lacan y luego, incluso, se casó con su hija Judith), nada al estilo Michel Onfray sobre Sigmund Freud, ni Elizabeth Roudinesco sobre Lacan.
Tampoco se trata de un libro críptico, sólo para especialistas en las arduas elaboraciones de Jacques Lacan (1901-1981). El subtítulo se dirige a la opinión capaz de formarse un juicio, la opinión que puede ser ilustrable, la opinión dispuesta a rectificarse.

Vida de Lacan es un librito de 44 páginas. A diferencia de La imitación de Cristo, tanto en Freud como en Lacan no hay nada que imitar; aunque cada uno de ellos sea un ejemplo cifrado, inagotable para sus lectores.

Vida de Lacan comienza con un apólogo: Dos mujeres jóvenes, indignadas por la difamación de la que es objeto Lacan, le reprochan a Miller su silencio. Miller, fundador de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, se pregunta: “¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura? Estudiando su enseñanza, redactando sus seminarios, siguiendo la estela de su pensamiento, había descuidado a su persona”. No conceder ninguna importancia a la personalidad singular de Lacan era, pues, algo que caía por su propio peso – es su comentario.
Eso no implica, sino al contrario, falta de atención al deseo de Lacan. En efecto, el deseo está situado en el campo del lenguaje, cifrado en sus modulaciones, requiere del deseo de quien lo descifra.

La discreción

En mi biblioteca puedo contar al menos quince testimonios sobre Jacques Lacan: van desde relatos de análisis hasta recopilación de dichos ingeniosos, sin olvidar el “diario” de un control que duró hasta los últimos días de su vida. Y no cuento las historias –así, en plural– que perfeccionaron los rumores que lo acompañaron en su creciente notoriedad.
Aparto las monografías universitarias, las paráfrasis y elucubraciones en diversas lenguas que, al parecer, no se detendrán. Lejos de mí cualquier intento de evaluar algo de eso. Ya lo hizo Lacan, poco antes de morir, cuando dijo –cito de memoria– “ustedes no saben cuánto se ha delirado sobre mí”. ¿Qué es el delirio sino la exclusión entre lo real –rechazado, según Freud– y el lenguaje? Miller rodea lo real de la enseñanza de Lacan mediante precisiones que no deben nada a ese imaginario construido en torno a su figura.
El libro surge de clases del curso Orientación lacaniana, que Jacques-Alain Miller dicta desde hace más de tres décadas: “… de repente –dice–, me encantó la idea de dar vida a este desecho, este caput mortum de mi Orientación lacaniana, quiero decir la persona de Lacan, encantado de hacerlo palpitar, de hacerlo bailar, tal como se hace vivir, palpitar y bailar conceptos y matemas”. La comparación sorprende y a la vez dice lo que se propone: “Mi deseo era darle vida –vida para ustedes que viven después de él, ya que, al parecer, leer su seminario, ese monólogo pronunciado en el escenario cada semana, durante casi treinta años, no basta para hacérselos ver en la densidad de su presencia y la extravagancia de su deseo”.
El monólogo de Lacan tenía una audiencia; el diálogo era solitario –diálogo con los muertos, llamaba Quevedo a la lectura– y encontramos sus huellas en la trama de su enseñanza. Al exponer ese diálogo mediante su monólogo crea la ocasión de que cada uno aprenda: “… se dirigía a los que estaban ahí –escribe Miller–, tal como eran a fin de llevar a ese pequeño pueblo a comprender lo que él había comprendido, ya que esta transmisión formaba parte de su felicidad como la de Spinoza”.lacan

Lo compara con Zelig, el personaje de Woody Allen, que tiene la facultad de transformarse en cualquiera.
Miller comenta que la máxima de René Descartes que habla de cambiar el deseo en vez del orden del mundo no estaba hecha para Lacan. No se dejaba distraer por los otros: “Con todo, lo que Lacan representa, incluso vagamente, lo que designa con este nombre sigue siendo todavía hoy en día deshonrado por todos los que se arrastran para hacer carrera, los furiosos del conformismo, identificados hasta los huesos con sus insignias, medallas de chocolate, funciones sociales o simulacros cool, sin hablar de aquellos que se travisten de portavoces de la humanidad, de su buen sentido, o del espíritu increado del mundo, para vituperar los supuestos vicios de Lacan, encarnizados como están en crearle la peor de las malas reputaciones”.
Si uno lee con el cuidado de seguir las modulaciones de su dialéctica, entenderá que lejos de condenar la “maldad” del Otro, Miller subraya al hombre de deseo con sus síntomas, su inconsciente y lo “tonto” de sus goces. Con su encanto y su impaciencia. Esa otra cosa que lo ocupaba pasaba por los otros, pero no se detenía en ellos. El deseo es sociable, para bien y para mal. En cada uno. Y Lacan lo sabía; Miller lo dice con la discreción elegida para el caso.

El teatro y la escena

En Caracas define a sus lectores como los que no soportaron “la pantalla de su cuerpo”, y que podrían producir un progreso en los matemas. Hasta ahora no ocurrió: “En la escena del seminario, es cierto que Lacan concedía algo de cara al teatro pero, a su manera de ver, era finalmente para que eso pase, eso que tenía que decir, en el momento de decirlo”.
¿Por qué los matemas?: “… esta vía implica por sí misma cierta desaparición del sujeto y una borradura de la persona. No conceder ninguna importancia a la personalidad singular de Lacan era, pues, algo que caía por su propio peso (…). En suma, la vía del matema me había conducido a guardar silencio cuando habría tenido que hacer algo que mis dos jóvenes amigas llamaban defenderlo”.
De este lado, del lado castellano, al comienzo la paráfrasis ocupó el lugar de los matemas ausentes que cuando aparecieron por un tiempo cumplieron una función decorativa. ¿Qué podíamos entender? La tensión entre matema y retórica acompaña a Jacques Lacan, también a Jacques-Alain Miller. ¿Cómo hacer bailar, de otra manera, a conceptos y matemas? Esos matemas se valen del álgebra, de la lógica y de la topología y, ahora, la pantalla del cuerpo encuentra en ausencia una figura en los efectos del lenguaje, en las figuras de su retórica.
“El único nombre propio es en todo caso –dice en 1976– el mío. Es la extensión de Lacan a lo simbólico, a lo imaginario y a lo real, lo que permite a estos tres términos consistir. Y no estoy especialmente orgulloso de eso”. ¿Hay algo más cómico que el cliché “Freud puro”, acuñado para separarlo de quien instaló su nombre en nuestro tiempo, al convertirlo en el antecedente de su propia enseñanza? El Lacan del siglo XXI, como el Marx del siglo XX, habrá sido al fin, lo que hagan con su legado quienes entienden que esta historia no es lineal, que Sigmund Freud se ha convertido en precursor de un retorno ocurrido después de su muerte.
Este librito, está de más decirlo, no es una biografía: toma su ejemplo de las “vidas paralelas” narradas por Plutarco: y así pues –concluye Miller– se habla entre líneas, de modo que sólo sea oído por aquellos que deben oír. Y cuando nadie debe oír nada, no se dice nada.

A buen entendedor…

(2011)


Fuente: Clarín