Gabriela Liffschitz
Pero volviendo al tema de lo obvio, tal vez el sentido común dice que en definitiva es una categoría bastante tranquilizadora. Mi experiencia es que no. Lo obvio no deja lugar a mirada alguna y por lo general la que uno otorga lo que menos tiene es paz. Que al revés las cosas no sean obvias permite ver fuera de una supuesta intencionalidad. Uno puede ver entonces la verdad que le atribuye al Otro. Queda expuesta en cada adjetivación de aquello que supuestamente nos viene de afuera.
Por ejemplo, el otro día me encuentro con un amigo al que ante su pregunta le cuento que se había complicado un poco el tema de mi salud; mientras hablábamos participábamos de otra cosa que me daba mucha gracia de modo que casi todo el tiempo me estaba riendo, amén de que la complicación referida, aunque grave, no me preocupaba particularmente. Dos días después me lo vuelvo a cruzar y me dice que se quedó mal porque en mi mirada se notaba que estaba triste por lo que me pasaba. Me sonreí y le expliqué -con cierta paciencia cansada, porque él es psicoanalista- que «triste» era un adjetivo calificativo que modificaba su mirada, no la mía.
Claro que esta no es una elección o una lectura que uno simplemente decide hacer. No es algo sobre lo que uno dice: ahora voy a ver qué es eso que me parece evidente.
Pero aunque es algo que simplemente sucede en el final del análisis, también es algo sobre lo que en algún momento me empecé a preguntar. Como en el caso de la angustia, también en la última etapa del análisis me llamaba la atención en particular lo que me parecía obvio. Funcionaba como una bengala. Cada vez que aparecía lo escuchaba, me escuchaba decir «tal cosa es evidente» y como si me desdoblara, lo dicho me sorprendía, me asombraba, me producía extrañeza. ¿Qué era evidente??? Ya nada me parecía que pudiese entrar en esa categoría. Esos resabios de certezas que el proceso del análisis había ido destituyendo, resaltaban ahora ante mis ojos como signos de algo en decadencia, algo que en realidad empezaba a dejar de significar.
Yo no me planteaba todo esto, lo que sucedía era que estaba hablando con amigos y de repente me escuchaba involuntariamente, e incluso sorprendida me asaltaba una pregunta: ¿Qué carajo estoy diciendo?
Las verdades que durante toda mi vida habían fluido de mi boca con la naturalidad y la contundencia de lo evidente, ahora sonaban totalmente ficticias, extrañas. De hecho todo ese período fue de un gran extrañamiento.
Sobre todo esto, digo, desde todo esto, desde la nueva posición ante la angustia, desde la aparición continua de significantes, o desde la caída de las certezas, yo me colgaba, me agarraba de ahí para mecerme, dúctil, lo más dúctil que pudiese.
Gabriela Liffschitz: Un final feliz (relato sobre un análisis), Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, página 74
Gabriela Liffschitz
*Nació en 1963 en Buenos Aires y falleció en 2004. Fue periodista, escritora y fotógrafa. Publicó dos libros de poesía: Venezia (1990) y Elisabetta (1995), y dos libros de textos y fotografías: Recursos humanos (2000) y Efectos colaterales (2003). Un final feliz (relato sobre un análisis) se editó por primera vez en 2004, poco después de su muerte.
*Tomado de la solapa del libro Un final feliz