La Justicia prevalece… ¿pero qué tipo de Justicia?
La última temporada de Game of Thrones impulsó protestas públicas y culminó en una petición (que ha sido firmada por casi un millón de espectadores indignados) que reprueba toda la temporada y solicita a su vez que sea grabada nuevamente. La ferocidad del debate es tal que es en sí misma una prueba de que los intereses ideológicos puestos en juego son altos.
El descontento se basó en un par de puntos: el mal escenario (bajo la presión de terminar rápidamente la serie, se simplificó la complejidad de la narrativa), y una mala psicología (el giro de Daenerys a “Reina Loca” no se justificó en el desarrollo de su personaje), etc.
Una de las pocas voces inteligentes en el debate fue la del autor Stephen King, quien notó que el malestar no fue generado por el mal final, sino por el hecho mismo del final. En nuestra época de series, que en principio podrían durar indefinidamente, la idea del cierre narrativo se vuelve intolerable.
Es cierto que, en la apresurada resolución de la serie, se impone una lógica extraña, una lógica que no viola la creencia psicológica sino las presuposiciones narrativas de una serie de televisión. En la última temporada esto es sencillamente la preparación para la batalla, el luto y la destrucción después de la misma, y el luchador en sí, con todo su sinsentido -mucho más realista para mí que las tramas melodramáticas góticas habituales.
La temporada ocho tiene tres etapas de luchas consecutivas. La primera es entre la humanidad y los “Otros” inhumanos (el Ejército de la Noche del Norte dirigido por el Rey de la Noche); luego entre los dos grupos principales de humanos (los malvados Lannisters y la coalición contra ellos liderados por Daenerys y los Starks); y por último el conflicto interno entre Daenerys y los Starks.
Esta es la razón por la que las batallas en la octava temporada siguen un camino lógico desde una resistencia externa a la división interna: la derrota del inhumano Ejército de la Noche, la derrota de los Lannisters y la destrucción de Desembarco del Rey; la última lucha entre los Starks y Daenerys -en última instancia, entre la nobleza tradicional “buena” (Starks) que protege fielmente a sus súbditos de los malos tiranos, y Daenerys como un nuevo tipo de líder fuerte, una especie de bonapartista progresista que actúa en nombre de los que carecen de privilegios.
Por lo tanto, lo que está en juego en el conflicto final sería: ¿debería la revuelta contra la tiranía ser sólo una lucha por el retorno de la vieja versión, más amable, del mismo orden jerárquico o debería convertirse en la búsqueda de un nuevo orden que se necesita?
El final combina simultáneamente el rechazo de un cambio radical con un antiguo motivo antifeminista, que podemos encontrar en la obra de Wagner.
Para Wagner, no hay nada más desagradable que una mujer que interviene en la vida política, impulsada por el deseo de poder. En contraste con la ambición masculina, una mujer quiere poder para promover sus propios intereses familiares o, lo que es peor, su capricho personal, incapaz de percibir la dimensión universal de la política estatal.
La misma feminidad que, dentro del círculo de la vida familiar, es el poder del amor protector, se convierte en un frenesí obsceno cuando es desplegado al nivel de los asuntos públicos y estatales. Recordemos el punto más bajo en un diálogo de Game of Thrones cuando Daenerys le dice a Jon que si él no puede amarla como a una reina, entonces el miedo debería reinar -el motivo vergonzoso y vulgar de una mujer insatisfecha sexualmente que explota en una furia destructiva-.
Daenerys Targaryen (Actriz Emilia Clarke)
Pero, -mordamos nuestra manzana amarga- ¿qué pasa con los estallidos asesinos de Daenerys? ¿Puede el asesinato despiadado de las miles de personas inocentes en el Desembarco del Rey realmente ser justificado como un paso necesario hacia la libertad universal? En este punto, debemos recordar que el escenario fue escrito por dos hombres. Daenerys como la Reina Loca es estrictamente una fantasía masculina, por lo que los críticos tenían razón cuando señalaron que su descenso hacia la locura no estaba justificado psicológicamente. La visión de Daenerys con una expresión furiosa que vuela sobre un dragón, quemando casas y personas, expresa una ideología patriarcal con miedo de una mujer política fuerte.
El destino final de las mujeres líderes en Game of Thrones corresponde a estas coordenadas. Incluso si la buena Daenerys gana y destruye a la mala Cersei, el poder la corrompe. Arya (quien los salvó a todos matando sola al Rey de la Noche) también desaparece, navegando hacia el Oeste del Oeste (como si fuera a colonizar América).
La que permanece (como la reina del reino autónomo del Norte) es Sansa, un ejemplo de mujer amada por el capitalismo actual: combina la suavidad y la comprensión femenina con una buena dosis de intriga, y por lo tanto se ajusta perfectamente a las nuevas relaciones de poder. Esta marginación de las mujeres es un momento clave de la lección general liberal-conservadora del final: las revoluciones tienen que salir mal, traen nueva tiranía o, como Jon dijo a Daenerys:
«La gente que te sigue sabe que hiciste algo imposible. Tal vez eso les ayude a creer que puedes hacer que sucedan otras cosas imposibles: construir un mundo diferente al de mierda que siempre han conocido. Pero si usas dragones para destruir castillos y quemar ciudades, no eres diferente.» En consecuencia, Jon mata por amor (salvando a la maldita mujer de sí misma, como dice la vieja fórmula machista-chauvinista) al único agente social de la serie que realmente luchó por algo nuevo, por un mundo nuevo que acabaría con las viejas injusticias.
Entonces la justicia prevaleció -pero ¿qué tipo de justicia?- El nuevo rey es Bran: lisiado, omnisciente, que no quiere nada -con la evocación de esa insípida sabiduría de que los mejores gobernantes son aquellos que no quieren el poder-. Una risa desdeñosa, que se produce cuando uno de los integrantes de las nuevas élites propone una selección más democrática del rey, lo dice todo.
Y no se puede dejar de notar que los fieles a Daenerys hasta el final son de los más diversos -su comandante militar es negro-, mientras que los nuevos gobernantes son claramente blancos Nórdicos. A la reina radical, que quería más libertad para todos, más allá de su posición social y raza, la eliminan; y las cosas vuelven a la normalidad.
Relaciones violentas entre el amor y la tragedia es una compilación a cargo de Patricia Sawicke y Beatriz Stillo, publicada por Grama. Además del texto del entrevistado hay trabajos, entre otros, de Gustavo Dessal y Mercedes de Francisco.
El psicoanalista y ensayista Marcelo Barros sostiene que el sintagma relaciones violentas se diferencia del otro, relaciones conflictivas: si en el primero existe un horror o un desprecio hacia lo femenino, en el segundo la cuestión se transforma en estructural, situando un malentendido y al amor freudiano en una zona de distribución desigual o injusta.
—¿Qué especificidad tienen las relaciones violentas para el psicoanálisis de orientación lacaniana? ¿Es o no es una redundancia decir relaciones violentas?
—No es una redundancia. Porque si bien no hay relación sexual, y al estar atravesados por el lenguaje, las relaciones entre el hombre y la mujer se ven perturbadas, esa falla estructural es solamente la condición de partida. Pero a partir de esa condición inicial hay diferencias abismales entre una disfunción y otra, por decirlo así. Podemos decir que toda relación es conflictiva, pero no es lo mismo que ese conflicto se tramite por la violencia o por la palabra, aunque esa palabra sea violenta o hiriente. Que un hombre golpee, viole o mate a una mujer es algo gravísimo que no puede dejarnos indiferentes, y mucho menos disolverlo en la hipertrofia de los conceptos, que es una moda intelectual que los lacanianos debemos evitar. Decir que todo el mundo es loco es una verdad, pero también es una afirmación que le resta operatividad a la noción de locura. Lo mismo podemos decir de la violencia. Debemos preservar las herramientas conceptuales necesarias para pensar fenómenos como el que nos ocupa. Por supuesto, el psicoanalista interviene en el caso por caso, pero como Freud sostuvo, tampoco está impedido de hacer formulaciones generales, lo cual no significa caer en la zoncera de hacer perfiles del hombre violento o la mujer victimizada. Esas cosas llevan a lo peor. Es verdad que hay que ver en cada caso de qué se trata, pero también este problema ya es un signo general del malestar en la cultura propio de la época. De un modo muy general, yo diría que en las relaciones violentas tenemos sujetos que viven trágicamente su sexualidad, con una carga de malestar excesiva, donde hay un horror y un desprecio a lo femenino. También en la mujer, cuando se echa la culpa de la situación. Y esto vale también para el varón violento, aunque de modo muy diferente, en tanto esa violencia es un índice de la impotencia para abordar a una mujer. Por supuesto, no está de más decir -y hay que resaltarlo- que considerar el caso clínico del hombre violento no lo exime para nada de la responsabilidad jurídica y el castigo que merece por sus actos de violencia.
—¿Por qué pensás que el feminismo clásico se lleva tan mal con el concepto de goce (o con la connivencia entre partenaires, uno de los cuales, por lo general la mujer), se presenta como víctima?
—El feminismo es un movimiento político, y me parece que todo movimiento político sea cual sea, de derecha o de izquierda, conservador o progresista, se va a llevar mal con el discurso analítico. Hay algo antipolítico en la sexualidad. Explicar esto como corresponde llevaría mucho tiempo, pero me remitiría a la frase de Mazarino que Lacan cita en La ética del psicoanálisis: La política es la política, pero el amor seguirá siendo el amor. No es una frase romántica. Lo que eso quiere decir es que la política busca, cada cual a su manera, la justicia y el bien. El problema es que el amor no tiene nada que ver con la justicia, y tampoco con el bien, aunque por añadidura haga el bien. Decididamente no es justo. El amor en sentido amplio, erótico, freudiano. Las relaciones amorosas no son justas, no son 50 y 50, y ya sabemos que el reparto equitativo se da únicamente en el juicio de divorcio cuando el amor ya se ha extinguido, cuando él y ella son solamente sujetos de derechos civiles. Y eso es lo único que el feminismo puede ver. Hay un profundo carácter antisocial de la sexualidad que Freud destacó desde un principio, y del que han hablado todos los grandes poetas. El feminismo manifiesta una gran incomprensión para lo sexual, porque lo sexual es en esencia políticamente incorrecto. Siempre. Y el goce, a veces más otra menos, pero siempre, implica un mal. Como decía una mujer, todo lo que me gusta hace mal al hígado o está casado. El feminismo y las perspectivas de género sólo pueden ver modelos de identificación sin el componente pulsional, sin lo demoníaco de la sexualidad, sin el falo. El género es eso, una sexualidad descafeinada, light. Y por eso el feminismo es una versión reciclada del puritanismo. Además, creen que hablar del goce presente en las relaciones violentas es culpar a la mujer y exonerar al varón, lo cual es de una imbecilidad superlativa. El psicoanalista no niega la enorme dificultad que implica para una mujer amenazada el salir de esa situación de la que no es para nada fácil salir. Sin embargo, tampoco hay que negar el hecho de que muchas veces la víctima vuelve a entrar en la trampa. Eso significa que no salió nunca y que hay factores subjetivos que la retienen.
—¿Cómo pensar la actual explosión mediática de la violencia de género? ¿Alcanza con desplegar la diversidad o la proliferación de los nombres del padre, o la decadencia de la imago paterna?
—En tu pregunta hay que distinguir el fenómeno de la violencia de su tratamiento mediático. Con respecto al primero, hay que entender que es algo complejo y seguramente no todo se explica por la declinación de la función paterna. Por eso en la presentación del libro de Patricia Sawicke y Beatriz Stillo, ellas hablaron de la importancia de la asistencia legal, que es otra parte del problema, sin contar los aspectos sociales y políticos, la asignación de recursos, etc. La cuestión de lo que Silvia Ons mencionó como una virilidad sin Nombre del Padre me parece central desde el punto de vista analítico, siendo que la violencia de género es, digámoslo, violencia de hombres hacia mujeres. Y es porque en la violencia está en juego un goce fálico y sadiano -no sádico- sin regulación. Sin el Nombre del Padre, sin eso que dice que no a la función fálica no hay posición viril que se sostenga. Y la posición viril es antes que nada la posición ante una mujer en tanto Otra, es decir, ante una mujer como mujer y no como madre. No hace falta ser psicoanalista para saber que un hombre que maltrata a las mujeres es impotente para abordar lo femenino, y esto no es cuestión de sexología, de performance sexual. Bancar y bancarse a una mujer, es algo que no tiene nada que ver con el rol de proveedor, ni con hazañas de hombría. Es algo que se ve muy bien en la película Once were warriors de Lee Tamahori. Hay una convergencia entre paternidad y masculinidad. La posición paterna es esencial para un hombre. Lacan lo señala de punta a punta de su enseñanza. Eso no pasa por formar una familia, por tener o no hijos, sino por la posición ante el deseo femenino. No hay que enrolarse en ninguna nueva masculinidad, no hay que feminizarse ni hacerse vegetariano o progre para entender que la violencia hacia una mujer no es precisamente un gesto de virilidad. Por algo los hombres que incurren en esa canallada lo hacen en secreto, lo niegan con descaro y no se vanaglorian de ello ante los demás hombres ni ante nadie. El reglamento de los Granaderos establecido por San Martín en 1812 establecía la expulsión del regimiento para el que pusiese una mano sobre una mujer aunque hubiese sido injuriado por ella. Por eso la violencia hacia una mujer revela una virilidad fracasada, impotente. Cuando digo esto no se trata de ser hombre o no serlo en el sentido de ser corajudo u otras bobadas por el estilo. La violencia hacia la mujer es algo mucho peor que un acto de cobardía, porque es atentar contra la causa del deseo.
En cuanto al factor mediático, lo que cabe preguntarse es por las estrategias de propaganda y su eficacia. Una crítica que yo haría es que algunas propagandas se orientan de modo subliminal hacia la configuración de imaginarios cristalizados que victimizan a la mujer y demonizan al hombre. Y cuando digo mujer y hombre me refiero a todas las mujeres y todos los hombres. Se naturaliza veladamente la identificación de la mujer con el ser víctima, y la identificación de lo viril con ser un canalla. Esa estrategia es muy perjudicial y se revela ineficaz para dar una respuesta adecuada al problema. En principio porque la víctima no inspirará buenos sentimientos, sino todo lo contrario, y eso reintroduce el problema que se pretendía resolver. En cuanto a los hombres, transmitir la idea de que macho es igual a machista, a golpeador, a violador o pedófilo, me parece perjudicial. Se da a entender que para tener una relación amorosa con una mujer hay que ser un hombre femenino, o sea, dejar de ser hombre. Ante esa estrategia el tipo que es golpeador lo seguirá siendo, pero lo peor es que ese mensaje aleja a los que no lo son. Los ahuyenta, y me parece que es importante que los hombres se involucren en el tema y no sientan que este es un asunto puro y exclusivo del discurso feminista.
—¿Existe una retroalimentación entre los medios y la desaparición de ciertas formas de la privacidad (debido al uso de las redes sociales, y a la ausencia de claridad en la jurisprudencia) para que estas situaciones detonen?
—La referencia a la privacidad nos envía al tema del próximo Encuentro de San Pablo. La privacidad es un derecho que puede ejercerse o no, y que puede estar reglamentado o no. Pero lo importante es diferenciarla de la opacidad, que es algo vinculado al síntoma, y yo diría que también a la Ley. La sociedad de control es una sociedad que no tolera la opacidad y que busca una transparencia absoluta. En cierto modo es una consecuencia indeseada de lo que llamamos Las Luces. Rousseau tenía el ideal de una sociedad transparente. La paradoja que con mucha agudeza señala Foucault, es que la voluntad de control es el complemento nefasto de eso, y que aparece en el Panóptico de Bentham. A grandes rasgos diría que la sociedad de control promueve una subjetividad cada vez más narcisista, tomada por la ilusión de ser transparente a sí misma. Esto no es ajeno al aumento de las tensiones agresivas, que es lo que Lacan señala en La agresividad en psicoanálisis. El vaticinaba el agravamiento de la guerra de los sexos. Y agrega algo muy importante, y es que nuestra época muestra un problema enorme al confundir la agresividad con la fuerza. Es lo que pasa hoy, sobre todo en lo que a la masculinidad se refiere. Ser agresivo no es ser fuerte, sino más bien lo contrario. En esto yo seguiría a Santo Tomás de Aquino, para quien la virtud de la fuerza reside en soportar una herida, y no en ser invulnerable. Si lo tradujera a términos analíticos, diría que la fuerza reside en soportar la castración, y sobre todo soportar esa castración que la feminidad encarna. Para el varón, no retroceder ante la mujer. Para la mujer, no retroceder ante la mujer que ella misma es. Cuando un hombre violenta a una mujer no avanza, retrocede. Porque una mujer en tanto Otra suscita angustia, como todo lo que es valioso en esta vida, como la vida misma. Esa otredad implica también opacidad, y por eso Lacan dice que para el varón una mujer es un síntoma. La agresividad es un modo de defensa, de defensa impotente, ante la angustia que eso suscita.
—¿Qué puede decir el psicoanálisis en la actualidad, cuando las garantías del Otro no están aseguradas por ninguna causa política, religiosa, etcétera, a menos que sostengan algunos rasgos fundamentalistas?
— Los analistas tendríamos que ser prudentes al hablar del mundo o la época. Justamente porque lo real no es un todo y porque el mundo es bastante más grande que el barrio de Palermo de Buenos Aires. Dicho esto, creo que hay que revisar la cuestión de la ausencia de garantía. No habrá garantías pero hay controles. Cada vez más controles. Si existiera algo así como el sujeto moderno, yo diría que es un sujeto cada vez más cargado de derechos. Pero no se lo ve más tranquilo por eso. Me parece que hay que revisar el fetiche ideológico que sostiene que el sujeto tradicional tenía todo garantizado. Creo que lo único que tenía garantizado era la castración. La felicidad no formaba parte de sus pretensiones y esto está dicho por Lacan y muchos otros pensadores. Tenemos una imagen bastante boluda de la boludez religiosa, porque lo cierto es que el tipo de otras épocas no pensaba que la vida tuviese el sentido de hacerlo feliz. No sentía que el universo tuviese el plan de satisfacer su derecho a la felicidad. Quien crea que la religión sostiene que Dios sabe lo que hace, que va a cumplir sus promesas y que nos garantizará un happy end no sabe nada de religión. Basta con leer el Libro de Job o el Salmo 89. El sujeto actual siente, en cambio, que tiene el derecho a ser feliz. Tal vez no haya un gran Otro, pero la gente exige ser feliz, exige derechos y garantías, y los derechos y las garantías se multiplican. Se exige que este producto insensato que es la vida no esté fallado, que funcione. Me inclino a pensar igual que Lacan respecto del narcisismo exacerbado de la subjetividad moderna. Y es dentro de este mundo pretendidamente feliz, pretendidamente feminizado, pretendidamente igualitario, que la violencia en las relaciones entre los sexos emerge como un síntoma de la época. Hay un pasaje de Las formaciones del inconsciente donde a Lacan le llama la atención el final de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley: la escena final es la del héroe flagelando a una muchacha. Y después todos empiezan a hacer lo mismo, ese acto se expande como reguero de pólvora. La imagen del hombre flagelando a la mujer emerge en el contexto de una utopía social en la que el goce es el único valor. Da que pensar.
(2015)
William Adolphe Bouguereau, Nymphs and Satyr (1873)