“El sexo trae problemas”

Marcelo Barros

Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.

Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.

El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?

Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.

La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.

La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.

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La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.

El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.

Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.

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El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David

* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).


Fuente: Página 12
Imágenes: Don Adams / El rapto de las sabinas, de Jacques-Louis David

Camaleones (mutaciones, transformaciones, prótesis)

por Marcelo Veras

Trabajo presentado en el X Congreso de la AMP, Río 2016

El cuerpo para el psicoanálisis no es el mismo cuerpo de la biología. En la biología el cuerpo es consecuencia de la reproducción de las especies. Es decir, hasta el momento para los humanos –aunque no es seguro que sea así por mucho tiempo- el cuerpo es fruto de la relación sexual. El cuerpo para el psicoanálisis es una sustancia de goce en busca de solución, una pregunta cuya respuesta no es dada con el nacimiento. No es posible programar el cuerpo que interesa al psicoanálisis porque el mismo es fruto del encuentro de la carne con el significante, un encuentro siempre contingente y aleatorio.

De ese encuentro surge aquello que Lacan llamó lalengua, modo de goce autista que se repite por toda la vida, en cuanto ese cuerpo es un cuerpo hablante. Sin embargo, surge igualmente un lenguaje incierto del Otro, enigma que condena a ese ser al malentendido estructurante de su humanidad. Es lo que hace que los cuerpos atravesados por el lenguaje sean singulares e irreproducibles por la ciencia.

En el momento en que se pide al otro el resto del cuerpo que falta es que el hablanteser se torna un cuerpo sexuado, no en el nacimiento biológico. La sustancia gozante, de ese modo, se vuelve vida al capturarse en una imagen para dar cuenta del agujero que irrumpe en el pasaje de signo a significante.

¿Qué cambia con los avances de la tecnología?

Destituyendo la palabra del Amo antiguo, la tecnología se ha tornado en el mundo contemporáneo en el sujeto supuesto saber dar cuerpo (étoffe) a la producción del objeto. El siglo XXI comenzó marcado por las intervenciones osadas, extrañas e inverosímiles sobre el cuerpo. No se trata más de travestirlo, tatuarlo, se trata de romper de forma más radical con la gestalt del proyecto humanista, que hasta entonces se pacificaba delante del espejo. Como consecuencia surge una inédita y potente alianza entre medicina, cosmética y lógica de mercado.

En este nuevo terreno, ni la medicina está hecha para curar, ni la cosmética está hecha para camuflar. Tenemos una asociación que apunta a colmar el desencuentro entre el sujeto y los ideales de belleza que le son impuestos, aportándole el objeto que falta.

El Amo moderno impone su divisa: la anatomía no es el destino.

Lo que no deja de afectar a la nueva voz del Superyó. La ciencia crea una posibilidad que rápidamente se vuelve una reivindicación de derechos. Si puedo tener pechos más grandes, me sentiré culpable si no los sustituyo. Si surge un tratamiento de cien mil dólares para mi cáncer, me sentiré culpable si no le exijo al estado, o si no se gasta todo el dinero de la economía familiar en  ese nuevo intento.

En el nuevo mundo de las formas, vale entonces la pregunta: ¿qué significa, en los días actuales, la obstinación por buscar estar bien en la foto? Más allá de un mayor número de ‘me gusta’ en Facebook, la busca de la mejor imagen narcisista es siempre una defensa frente a lo que no anda en el campo sexual.

En la clínica de la extracción, el espejismo de la autoestima se obtiene cuando el objeto se refleja en el espejo apagando por un momento la idea de que no sólo es agalma, sino también resto del cuerpo que nunca se asocia con la selfie en la foto. Al final, decir que un cuerpo es hablante es decir que él no se completa, ni en sí mismo, a pesar del goce del Uno que se repite, ni en el cuerpo del otro, ya que en el mejor de los casos el partenaire es el semblante de aquello que hace Uno.

La teoría del narcisismo nos enseña que tener el cuerpo que se desea nunca es para sí mismo, sí lo es, en cambio, para localizarse en el campo del Otro. Con el avance de las técnicas, la lista de modificaciones no se agota, de la nariz al cambio de sexo, de las prótesis peneanas a los senos de silicona, sin hablar del formidable trabajo que envuelve la mecatrónica y las ciencias cognitivas, todo apunta para un adiós al cuerpo creado por Dios. Hoy estamos más para la famosa ironía de Voltarie: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y el hombre le pagó con la misma moneda.

Lo que las nuevas técnicas no consiguen es fabricar un cuerpo que pueda hacer existir la relación, adecuando quirúrgicamente el sujeto al sexo que él cree que le conviene. Por eso es poco probable que un cambio de sexo libre al sujeto del desencuentro sexual. Salvo en poquísimos casos clínicos en que el nuevo cuerpo cae tan bien como un Escabel, el destino más probable es el desencanto.

¿Será esta visión mía, muy conservadora?

Propongo entonces deconstruir lo que dije hasta aquí. Sí, la ciencia hará existir la relación sexual.

En su forclusión, tal como Scherber, ella promoverá el emparejamiento con el Otro. Viviremos la posibilidad del empuje a la mujer, generalizado. Las nuevas técnicas permitirán al sujeto gozar no más con sus prótesis y sí en sus prótesis. Las nuevas prótesis desafiarán la topología de dentro y fuera del cuerpo. Ellas no serán más instrumentos externos para obtener un goce con la carne que se tiene, ellas estarán hechas de carne, conectadas a nuestro sistema nervioso, y proporcionarán al sujeto la misma experiencia de goce que su carne anterior le proporcionaba… o dejaba de proporcionarle.

Con todo, el sujeto emparejado con su prótesis nada dirá de La mujer que no existe. Nacido en cuerpo de macho o hembra, ninguna prótesis peneana o terapia hormonal le dirá los misterios del goce de Santa Teresa de Ávila, ni tampoco las palabras del saber de Tiresias.

(2016)

Traducción: Mercedes Ávila


*Agradecemos al autor su generosidad al permitir la publicación de este artículo en el blog de la Red.