Entonces, para la pareja del parlêtre femenino hay dos axiomas que debemos guardar en el espíritu si no queremos ser embrutecidos. Primero, para amar es preciso hablar, el amor es inconcebible sin la palabra, justamente porque amar es dar lo que no se tiene y no se puede dar lo que no se tiene a no ser hablando, porque es hablando que damos nuestra falta en ser. Tanto mejor cuando hablamos de amor, pero no es de manera alguna necesario, ya que hay mujeres que se satisfacen muy bien si la pareja las critica, con tal de que él hable. El verdadero problema del lado femenino es forzar el hombre a hablar, en lugar de mirar televisión, leer el diario, o ir al partido de fútbol. Las más inteligentes van con ellos al fútbol. Además para el hombre es mejor hablar, porque si él no habla va a ser ella quien lo haga y para reclamarle que hable. Segundo axioma, para gozar es preciso amar. Ésta es verdaderamente una exigencia del lado femenino y podría escribir la secuencia: hablar, amar, gozar. Del lado femenino, no se puede gozar sino del habla, con preferencia del habla de amor.
Jacques Alain Miller: El hueso de un análisis, Tres Haches, Buenos Aires, 1998, página 79.
Hoy en día nos parece inaudito concebir que los hombres y las mujeres de Occidente puedan fundar sus vínculos en algo que no sea el deseo, el amor, la satisfacción erótica, o cualquier otro modo de nombrar la libertad de elección (incluso cuando esa “libertad”, por supuesto, esté totalmente hipotecada al inconsciente). Sin embargo, los testimonios históricos demuestran que esta idealización del amor no era lo habitual en el pasado, cuando los vínculos se justificaban en la necesidad de afrontar la lucha por la subsistencia mediante un reparto definido de los roles y las obligaciones, y la comunión de trabajo ocupaba el espacio social que hoy es patrimonio de la comunión sentimental. Desde nuestra perspectiva actual estos factores pueden resultar extraños, pero debemos tomar en cuenta los inmensos beneficios subjetivos que suponía para nuestros antepasados el hecho de sentirse parte de una tradición que establecía de forma rígida e inobjetable los semblantes considerados legítimos. La tradición y el discurso que la expresaba ofrecían al mismo tiempo protección, estabilidad e identidad interior. Ello implicaba sentirse parte de un todo, que alejaba la vivencia de la soledad, la incertidumbre y el desamparo de la vida. Con el paso a la sociedad moderna y el consiguiente proceso de individuación, es decir, de desprendimiento del sujeto de los lazos históricamente desarrollados que lo sometían a las creencias religiosas y sociales, surge por primera vez en la historia el sentimiento de una soledad interior nunca antes experimentada. Existe una contrariedad que, hasta cierto punto, puede considerarse como la matriz del malestar contemporáneo del amor. Por una parte, y a falta de referentes exteriores sólidos y consistentes, muchos sujetos tienden a buscar en el terreno íntimo de la relación amorosa un asidero para el sentido existencial que se desdibuja. Pero por otra, la complicidad con el semejante que de ello habría de esperarse se da de bruces con el imperativo de la autorrealización, un ideal que el discurso actual eleva al grado superlativo. Lejos de que el tú se convierta en el complemento imaginario que da sentido a lo insoportable del vivir, el tú resulta ser a menudo el obstáculo a mi autorrealización, el impedimento para que mi yo alcance el significado pleno que, en todos los mensajes que me rodean, soy cada vez más estimulado a desarrollar. Lo que podríamos denominar el espíritu o la mentalidad contemporánea propone la satisfacción de las aspiraciones del yo como irrenunciables, y una auténtica moral del narcisismo (eso que llaman la autoestima, significante que se ha vuelto indispensable en el vocabulario cotidiano) se instala no sólo como un derecho sino también como una obligación ineludible. Desde luego, los psicoanalistas consideramos que los síntomas contemporáneos del amor no hacen más que renovar una falla originaria de la estructura, el fabuloso lapsus que el lenguaje comete en materia de sexo. Pero podemos aprender algunas cosas sobre el modo en que el inconsciente balbucea hoy en día los embrollos de la vida amorosa. La ideología que el discurso social fomenta en torno a la necesidad de tomarse a sí mismo como bien soberano es, por un lado, una fórmula relativamente eficaz para encubrir las nuevas modalidades de servidumbre que el capitalismo impone en las reglas del mercado; y por otro, la promesa de que todo está sometido a los dictámenes de nuestra elección. La vida concebida como una infinita sumatoria de decisiones personales se aleja definitivamente de la creencia en una narración de índole superior que, a título de tradición, iglesia o ideología política, podía servir como marco de referencia universal donde disolver la particularidad subjetiva. En la actualidad el sujeto es forzado a concebirse como artífice de su propio destino, y se lo intima a resolver de forma personal incluso los desarreglos cuyo origen se encuentra en causas que lo trascienden por completo. Debe, por tanto, trabajar doblemente, puesto que la libertad de la que ahora disfruta lo volvería sospechoso de incapacidad para alcanzar la felicidad que se ha puesto a su disposición. Paradojas de un tiempo en que la irresponsabilidad subjetiva convive con el mensaje de una culpabilidad sin atenuantes.
Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.
Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.
El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?
Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.
La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.
La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.
La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.
El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.
Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.
El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David
* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).
– ¿El amor es para nosotros como el cristal para las moscas?
– Me parece una imagen excelente. En su pregunta usted ha introducido un concepto fundamental para el psicoanálisis, que es la idea de repetición en el sentido de que tendemos a repetir cosas que nos producen placer, como el niño pequeño que disfruta cuando le contamos el mismo cuento una y otra vez y además con las mismas palabras.
– No sé si es el caso de las moscas. – Hay otra repetición. Tendemos a repetir algo que va más allá del placer, que nos proporciona sufrimiento y sin embargo nos vemos arrastrados como por una especie de fototropismo extraño hacia amores que matan. Tendemos a idealizar el amor de verdad, pero no necesariamente tiene las connotaciones románticas y de plenitud con las que solemos asociarlo. El amor también puede tener un componente trágico. Eso lo han sabido los poetas desde tiempos inmemoriales.
– ¿El verdadero amor tiene que doler? – Es difícil definir qué es el verdadero amor pero, sin entrar en esto, yo creo que tiene un componente de dolor y de sufrimiento incluso en el estado más magnífico, más ideal, que es el enamoramiento y que es algo diferente del amor. Incluso en esos momentos el sujeto se encuentra en un estado de máxima vulnerabilidad porque en el enamoramiento el otro cobra una grandeza, una idealización, un nivel sublime tal que el enamorado, el que ama, queda en un lugar de muchísima vulnerabilidad. Ni en el mejor de los casos existe un amor que pueda contener solo el placer y la armonía.
– ¿Es una forma de locura? – Freud definió el enamoramiento como un estado patológico en el sentido de que se trata de una exaltación de las características del otro que no concuerda con el principio de la realidad. Con el paso del tiempo suele ocurrir que del enamoramiento se pase a un estado más acorde con lo que podemos entender con la realidad. Es una especie de locura, pero necesaria.
– ¿Necesaria para qué? – Incluso en su estado de no plenitud el amor es en muchos casos una invención feliz que nos permite soportar la existencia. No todo el mundo lo necesita o lo pone en el plano más importante como asidero para las inclemencias de la vida, pero es bastante habitual que el amor sea un refugio importante. En muchos casos puede llegar a ser una verdadera locura y en otros esa pequeña fantasía nos permite encontrar un refugio frente al desamparo al que todos estamos expuestos.
– Si el amor es una invención, ¿cuánto de cierto hay en él? ¿Es una ilusión que perseguimos? – Sí, sí, es una ilusión. Por lo menos desde el punto de vista del psicoanálisis, el amor no tiene nada de objetivo, es decir, no amamos al otro por ninguna cualidad que se pueda objetivar, sino que amamos en tanto le suponemos al otro algo que es consustancial a nuestro deseo. Todo eso funciona a nivel absolutamente inconsciente. Un buen encuentro amoroso es aquel en el que, debido a ciertas contingencias, el otro tiene alguna característica que de alguna forma entra en sintonía con algo que estamos buscando en nuestro deseo.
Darwin es hoy la ciencia; Marx sólo historia. ¿Qué queda de Freud?
Hoy respiramos Freud: neurosis, psicosis, frustración, represión, delirio… Son las palabras freudianas con las que nos explicamos cada día a los otros y a nosotros mismos.
¿De Freud sólo quedan esas palabras?
Frente al puritanismo victoriano, Freud explicó que hay facetas del ser humano que no se pueden reprimir sin que reaparezcan y se manifiesten de otro modo…
…Para hacernos sufrir una neura .
Y lo hizo dando la palabra a quienes no la tenían: las mujeres. Era una palabra que esperaba ser escuchada y que había sido condenada como una enfermedad mental, la histeria, pero que revelaba la verdad al denunciar la mentira de la sociedad autoritaria que las reprimía.
Cada época tiene sus verdades.
Pero de verdad interesante es ver cómo oculta sus mentiras.
¿Cuál es nuestra histeria hoy?
Freud desconstruye con lucidez la psiquiatría de su tiempo e investiga si la sociedad –el orden– necesita represión para existir: si requiere un cierto grado de malestar del individuo, que define como “el malestar de la civilización”. El capitalismo victoriano creía que sin represión el orden social degeneraba en caos.
Hoy creen que si nos dieran empleo fijo y buen sueldo, nos volveríamos todos vagos.
A cambio, la biopolítica neoliberal nos permite pasar de la sociedad de la disciplina a la de la permisividad y de la represión a la adicción.
Del hambre a la obesidad y a la dieta.
La adicción a la comida, al sexo, al trabajo, o a correr maratones es la consecuencia de la búsqueda del placer llevada al extremo. Sólo después, en la cura de la adicción, se nos aplica disciplina y límites.
Es la paradoja de caer en la adicción para que alguien te ponga límites al curarla.
Siguiendo a Freud, Jacques Lacan buscó continuar explicando nuestra mente y nuestra conducta. Creía que lo inconsciente tenía una gramática propia y estudió y usó las paradojas de la lógica formal para explicarla.
Pues hoy aún tiene parroquia.
Como Foucault, Barthes, Derrida, Bourdieu… Eran los grandes pensadores del 68 que, además, hacían de sus teorías modos de vivir y entender la vida; como hizo el propio Lacan.
¿Cómo entendía la vida Lacan?
La revolución del 68 significó el advenimiento de la liberación del principio del placer…
Se liberaban no sólo en la fábrica sino también en la calle, en la mesa y en la cama.
Lacan no se oponía, pero no quiso ser un gurú: simplemente trató de encontrar y compartir instrumentos intelectuales para interpretar nuestra mente y nuestra conducta.
Por ejemplo.
Veamos su primera paradoja : “La mujer no existe: sólo existen las mujeres de una en una” .
¿Y el hombre sí que existe?
El hombre tiene un falo, que es exterior; es patente y obvio y con él puede convertir con facilidad su placer en categoría. Por eso, lo que quiere el hombre se puede producir en masa y por eso hay una industria del sexo, pero sólo está pensada en masculino. Sólo para ellos.
No hay clubs de prostitutos para ellas.
“Porque los hombres, el hombre, sabe lo que quiere. En cambio, no se sabe lo que quiere cada mujer, porque cada una quiere algo diferente e individualiza su goce”. Por eso, en ellas se observa mejor esa angustia, tan personal, que sentimos al acercarnos al objeto del placer.
Si es así, la pareja es frustración segura.
Es lo que viene a decir la siguiente paradoja de Lacan: “La relación sexual no existe” . La relación entre hombre y mujer no se puede articular de forma satisfactoria, aunque ellos y ellas sean cada vez más iguales.
¿La pareja entre iguales no es mejor?
Lacan contradice a Simone de Beauvoir, que promete que la igualdad hombre-mujer hará posible una relación satisfactoria de pareja. Él sostiene que, al contrario, cuanto más iguales sean, más se manifestará el imposible de relacionarse con plenitud entre hombre y mujeres. Y hoy hay más igualdad, sí, pero en paralelo a un auge de la relación homosexual.
Si no existe la mujer ni la relación hombre-mujer, ¿qué existe entonces?
La tercera paradoja : “Los dioses existen” . Porque la experiencia real de un dios es como la del antiguo Dioniso-Baco, el del éxtasis y el vino: el goce de la droga no es más que el de tener dentro a un dios más grande que uno mismo que te hace trascender tus propios límites.
En ese sentido, dios existe: en cada copa.
Y por eso Lacan sostuvo, pese al pleno auge del ateísmo, que la religión que te transforma en otro iba a ser más importante que nunca.
Ahora mismo provoca varias guerras.
Lacan añade que “Dios sigue interviniendo en la vida de los hombres en forma de mujeres”: la mujer es real, los dioses son reales, pero la relación sexual no existe. Porque al final, sólo es la mujer –el peso de la mujer amada– la que reordena la vida de un hombre y le da sentido.
¿El amor es nuestro último dios?
Los hombres reordenan su vida con relación a las mujeres que aman. Es la amada la que se convierte en el dios que se apodera de él, lo habita y lo transforma. Y le dejo con el último aforismo lacaniano que reúne los anteriores: “Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere”.
Paradojas
Al escuchar a Laurent y transcribir sus citas de Lacan, temo que se lean literalmente, porque entonces no tienen sentido. Pero, luego me digo, muy lacaniano, que lo que se entiende a la primera no merece la pena ser entendido. De hecho, los intelectuales neoyorquinos –una cultura más literal que la parisina– decían que Lacan se reía de sus seguidores al proponerles paradojas incomprensibles. Woody Allen repuso que Lacan era tan ininteligible como Joyce, porque lo real no tiene por qué ser comprensible y menos para según quien. Así que antes de interpretar las paradojas de Lacan, les invito a dejarlas resonar en el recuerdo de su experiencia. Y, si no hay eco, pues hasta la próxima contra, espero. Y gracias por intentarlo.
¿Le pregunto desde su diván?
El diván no es imprescindible en la terapia. Carla Bruni, que se psicoanaliza, dijo el otro día en una entrevista que le parece algo incómodo, artificial.
¿Por qué se usa el diván entonces?
Porque el no ver la mirada del psicoanalista puede ayudar a hablar más libremente.
¿Cuál ha sido el paciente más raro que se le ha sincerado?
Todos somos raros. O, si prefiere, nadie es normal. La normalidad no existe: es un invento para quien necesita aferrarse a algo; siempre es relativa y depende de prejuicios que varían según la época y el sitio donde estés. Por eso creo, al igual que Lacan, que todos estamos locos.
¿Y si el paciente es un loco perverso?
Es muy raro que un perverso se psicoanalice por la sencilla razón de que el psicoanálisis requiere del paciente la decisión de enfrentarse al lado oscuro de sí mismo y los perversos suelen eludir ese enfrentamiento.
Cuente su primer caso que recuerde.
Una mujer vino a verme, porque se sentía deprimida y tenía ataques de angustia. Y descubrimos que su malestar empezó cuando abandonó su vocación artística para dedicarse a una carrera universitaria que había elegido sólo para complacer a su padre, y es que retroceder sobre el propio deseo tiene consecuencias.
¿Trata usted a adictos?
Atendí a un hombre de treinta años con una adicción al alcohol y tratamos de averiguar la causa. Bebía cada vez que se sentía inferior y rechazado por los demás. La bebida era su modo de responder a ese complejo.
¿Por qué se sentía inferior?
De niño se creía el preferido de su madre y se quedó fijado en ese deseo de ser el predilecto. Cada vez que no se sentía el más querido, acababa por sentirse rechazado y haciéndose rechazar. Idealizaba a los demás, porque era el modo de seguir creyendo en un otro perfecto. La neurosis, ya ve, acaba siendo una religión y no es fácil ser ateo.
¿Le curó usted?
Dejó de beber. Pero el psicoanálisis no es una terapia más que sólo busca corregir un comportamiento perjudicial. El psicoanálisis no pretende normalizar a nadie, sino ayudar al paciente a encauzar sus excesos hasta convertirlos en energía creativa, como logran hacer los artistas.
¿Por qué somos neuróticos?
Lacan decía que siempre somos responsables de nuestra posición subjetiva…
¿Puede decírmelo y que lo entienda?
Lacan decía que no somos responsables de todo lo que nos sucede, pero sí del sentido que le damos y de cómo sentimos y reaccionamos ante lo que nos sucede.
No decidimos todo lo que nos pasa, pero decidimos si pasamos o no.
Muchos pacientes suelen intuir que la causa de lo que les ocurre tiene que ver con ellos mismos. Y me repiten: “Siempre me sucede eso y no entiendo por qué”; o: “Quisiera hacer aquello, pero hago lo contrario”.
¿Cómo les ayuda?
Vienen para entender por qué siguen haciendo lo que no quieren y el analista con su interpretación transforma esta queja en un deseo de saber. Es lo que llamamos síntoma analítico, y tiene un significado oculto. Para desentrañarlo, los analistas introducimos un “¿Qué quiere decir?” para que el paciente pase de quejarse a querer saber más sobre lo que le ocurre.
A menudo no hacemos lo que queremos ni queremos lo que hacemos.
Ya Ovidio decía: “Veo lo mejor y lo apruebo. Pero hago lo peor”. Es la división entre lo que te conviene y lo que te apetece: exceso de comida, drogas, determinadas conductas sexuales… Y tal vez sea más paradójico aún: no deseamos lo que queremos ni queremos lo que deseamos.
¿Puede ser más concreta?
Por ejemplo, un hombre engaña a su mujer, pero la quiere y en cambio desea a otra que no ama. O una mujer busca ser querida, pero puede en sus fantasías desear ser despreciada por un hombre. Amamos a quien no nos conviene y no a quien deberíamos.
La vida misma… Y no tiene curación.
La vida es lo que hacemos con ella: cada una de nuestras elecciones comporta una pérdida. No es difícil querer algo, lo difícil es querer sus consecuencias. En efecto, siempre queda algo que cojea.
¿Por qué a un hombre le cuesta desear a la que quiere y querer a la que desea?
Es difícil desear lo que ya se tiene. Y eso serviría también para todos, pero para la mujer parece ser menos complicado hacer coincidir el amor y el deseo en un mismo hombre. En cambio, para excitarse sexualmente, muchos hombres necesitan degradar en sus fantasías a la mujer con quien se acuestan.
Parece que nos busquemos problemas.
Los psicoanalistas sabemos que en el sufrimiento hay una satisfacción escondida e inconsciente que hace sufrir y que Lacan llama goce. Es una especie de masoquismo que nos atrapa y del que nos cuesta mucho deshacernos. Cuesta separarse de lo que te hace sufrir, porque también hay un “placer” en ese dolor.
Gustavo Dessal tiene “62 años jóvenes”. Y los tiene, dice, “porque cada día invento una razón para desear algo”. Nació en Buenos Aires y se define así: “Soy tozudo. Soy un agnóstico, pero judío, porque creo en el saber. Tengo dos hijas y voy a ser abuelo: eso es estar cerca de la felicidad”. Pero además de tozudo, agnóstico, judío y abuelo, Dessal es psicoanalista y recientemente publicó un libro –El retorno del péndulo– con uno de los grandes pensadores contemporáneos, Zygmunt Bauman.
–Bauman y usted coinciden en que vivimos en el apogeo del principio del placer, pero que eso… ¡nos hace sufrir!
–La historia de la humanidad oscila entre el principio del placer y el de realidad, que lo modula. Y hoy estamos en el apogeo del placer y sufrimos.
–¿En qué lo observa?
–En que ya no vemos la felicidad como la mera aspiración que es sino como un derecho. Y eso no puede sino frustrarnos.
–La felicidad son momentitos.
–Antaño ser feliz era poder comer, y antes bastaba con no ser comido. Pero hoy creemos que si no somos felices es o porque hacemos algo mal o porque nos lo están haciendo. Los pacientes llegan frustrados el lunes porque el fin de semana se las prometían muy felices… y no pasa nada. Ese malestar tiene un denominador común: malinterpreta el amor.
–¿En qué sentido?
–Hablo de otra ilusión: el enamoramiento; ese momento fugaz en el que crees haber encontrado en otro lo que te falta y al unirte a él alcanzas la plenitud que es sólo una chispa, pero suficiente para encender la pasión, que a veces lleva a la locura y a la muerte.
–¿Lo de “locura y muerte” es retórico?
–Para muchos, me temo que no. Me he especializado en pacientes que sufren, mueren y matan por lo que confunden con amor.
–¿Por qué enferman?
–Buscando la felicidad que creen merecer sufren otra patología de esta época: la adicción. Se atan hasta la esclavitud a relaciones y conductas que los hacen gozar y sufrir con tal intensidad que les resulta insoportable dejarlas.
–¿Por qué enganchan tanto?
–Porque todo placer lleva aparejado su displacer. Hay quien se vuelve adicto a una relación tóxica y soporta ser humillado por un espejismo de goce. Y también quien abandona frívolamente a una pareja sólida porque ya no soporta “que tenga tanto vello”.
–La relación extraña es la que dura.
–Porque a la relación de pareja se le exige autenticidad, y antaño, en cambio, se le permitía al otro conciliar realidad y deseo discretamente por otros canales.
–Eras libre mientras el otro no supiera.
–Hoy no se tolera esa dualidad. Y la intensidad exigible en pareja contrasta con las relaciones digitales: tengo pacientes con mil amigos en Facebook que se quedan solos en su cumpleaños.
–¿Por qué el mundo online es leve?
–En el mundo digital lo que decís sólo dura el tiempo en que lo estás diciendo, por eso resulta tan vacuo y conduce a la banalidad y el déficit de atención. La comunicación universal tiene su correlato en una soledad universal.
–¿Cómo se cura la relación patológica?
–El psicoanálisis no persigue la curación, sino un diálogo que te ayude a conocerte para que toleres la frustración ante la adversidad. Paradójicamente, el adicto, al alcanzar la madurez que le libra al fin de su esclavitud, experimenta una sensación de vacío…
–¿El amor también se ha vuelto líquido?
–Como la pareja, ha cambiado mucho, pero su fondo sigue siendo el mismo. Seguimos creyendo en el amor sólido, por eso aspiramos a relaciones sinceras, leales y estables.
-¿Y también ilusorias?
–El amor participa siempre de algo ilusorio que le es irrenunciable y que lo emancipa de la biología para hacerlo singularmente humano. El amor es ilusión o no es.
–¿Cómo lo sabe?
–La inmensa mayoría de los separados aún esperan encontrar una relación genuina.
Psique reanimada por el beso del amor -1793, Antonio Cánova-