Pierre Rey

Desde que Freud lo inventó, se discurrió larga y copiosamente acerca de la edad ideal para comenzar un análisis: cuando sea, y ya mismo, no bien el sufrimiento y el deseo dispongan su urgencia. Por sí sola, la perspectiva de morir menos idiota debería hacer tabula rasa de cualquier vacilación.
Excepto una reserva: hay un riesgo.
Cuando llega a su término, el análisis confronta a cada cual con su deseo: precisamente por estar develado, uno sabrá que su desenlace fue feliz. «Feliz» no quiere decir en medida alguna el advenimiento de un nirvana en que de pronto se allanarían las dificultades de la vida y se alcanzaría una zona fuera de turbulencias en que todo tomaría el sabor soso del paraíso.
Al contrario. Una vez descubierto, el deseo puede causar estragos. A los veinte años, cuando todavía no se ha construido nada, nadie intenta destruir nada. A los cuarenta, su vida ya está «hecha» —y es más que perceptible: antes que eso, mejor sería estar des-hecho— cargado de familia, abrumado por las trampas del éxito que van echando raíces, y esclavo de los mil y un esclavos de su empresa; el Señor Presidente-de-lo-que-diantres-sea va a percibir que, quién sabe, su verdadero deseo no era presidir no importa qué, tener una mujer, hijos, una posición social, un prestigio profesional, etc., sino, de suponer que su destino se encuentre en otro sitio, romper el círculo en que oscuramente él sabe que se apelmaza lo que le resta de vida.
Si todavía tiene la suficiente fuerza interior para seguir su lógica y acceder a ella, para luego decidir, ante el encuentro de todo lo que le había enseñado su código cultural en el cual ya estaban inscritos, sin que lo supiera, su sitio y la trayectoria de su itinerario, de por fin vivir su propio deseo, él habrá de partir, pagando la eventualidad de su salvación a expensas de la maldición de los suyos, el oprobio general, y una descalificación en la escala social.
Ese es el precio posible.
De allí surge la paradoja del análisis: como libera, condena. Al hacer volver a la vida, mata.
Al saberlo, cada cual queda en libertad de comprometerse si lo desea, sin olvidar que su última meta es el registro de una ética, no de una moral. Y después de leer lo anterior cada cual queda en libertad de aportar su propia respuesta a la pregunta «¿Hay una edad ideal para el análisis?» Después de todo, cuando uno lo concluye, a veces quizá descubre en él que lo que uno deseaba era precisamente lo que tiene.
Puede ser, pero tengo mis dudas.
¿En sí la pregunta no implica el malestar ligado al deseo de cualquier replanteo general? ¿Qué iría uno a hacer a un diván, si no fuera para volverse otro, es decir uno mismo?
Lo primero que se desprende de ello es una pérdida de la inocencia respecto del sonido huero de las vaguedades, desde el momento en que todo consiste en generosidad, caridad o libertad: ya no se puede hacer de cuenta que no se sabe que en ese juego los dados están trucados.
Y a cuántos habré visto lavar sus culpas con una acción pública, a la cabeza de marchas que surcan las calles, con pancartas entre loas a la no violencia y la paz en este u otro sitio, que apenas llegan a sus casas llenan salvajemente de magullones a sus hijos, golpean a sus mujeres y muelen a patadas al perro. Generosidad aplicada a la conciencia universal y diluida hasta el grado cero del enunciado que la sustenta.
Imposible no ver el sadismo que se oculta tras el discurso acerca de la caridad, el poder detentado por sobre quien no tiene nada, gracias a un puñado de pan, un colchón para pasar la noche, un tazón de sopa. En cuanto a la libertad, reivindicada por todos como el más preciado de los bienes, ¿verdaderamente quién la desea? Quien puede asumir riesgos mientras secretamente la mayoría aspira a una posición jerárquica dentro de un grupo donde las relaciones se entablan a través de las órdenes dadas o recibidas, aquel que, de oficio, saca del juego el pensamiento —mi jefe decide en mi lugar— y excluye la responsabilidad: no soy yo, es el Otro.
¿Qué Otro? Tal Otro…
Cimentada sobre los riesgos que implica, la libertad —decir mierda o gritar «no»— requiere mayores cosas y sólo pertenece a aquellos que lo merecen porque, para conseguirla, están dispuestos a dejar la vida.
—¡Estoy harto, harto, harto!
—¿De qué?
—¡De no hacer lo que quiero!
Entró a mi oficina sin golpear.
Unos cuarenta y cinco años, quizá. Seguramente tomó algo para darse ánimo.
—¿Y qué querrías hacer?
—Crear dirigir un servicio de rewriting.
Concedido.
Duda un momento. La carga de la cólera que había ido incubando para enfrentarme —no es contra mi persona sino contra la función que desempeño— es demasiado violenta para disiparse de un segundo a otro.
—¡No se me paga lo suficiente!
—¿Cuánto ganas?
—Ocho mil.
—¿Y cuánto querrías?
—Diez mil.
—Pongamos quince. ¿Te va bien?
Sale caminado para atrás. Aturdido. Él había ido a restregar sus sueños contra la realidad. En un instante, se hicieron realidad. Está acorralado. ¿Cómo sigue eso? Una semana más tarde, su mujer, muy inquieta, va a anunciarme que él desapareció. Dos días después, se le vuelve a ver el pelo: después del éxito de su entrevista, fue a llenarse de alcohol a un hotel de las afueras. Nunca más hará la menor alusión a su promoción o al aumento.
Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 200.
