Algunas puntuaciones sobre la práctica psicoanalítica, los cambios tecnológicos y los prejuicios

Mercedes Ávila
Sebastián A. Digirónimo

El psicoanálisis es una práctica que necesita dos elementos indispensables para funcionar: un encuentro entre alguien dispuesto a hablar, atreviéndose a evitar la censura sobre la palabra dicha, y otro, en el lugar del psicoanalista, dispuesto a escuchar, absteniéndose activamente de su propia subjetividad inconsciente y de su goce.
Estos dos lugares son absolutamente necesarios e imposibles de sustituir. Parecen sencillos, pero no lo son. Boca y oído son necesarios, pero no garantizan que hubiera psicoanálisis. El psicoanálisis surge de la posición atrevida del analizante y del psicoanalista. Atrevida y firme.

Ahora bien, estos dos elementos básicos han encontrado la forma, por medio de la tecnología, de alcanzar distancias que parecían imposibles. Teléfonos, computadoras, cámaras de video, llamadas y videollamadas son herramientas que expanden la capacidad de alcance de ojos, bocas y oídos. Y con seguridad el futuro deparará cosas aún más novedosas ya que lo que hoy llamamos virtualidad no pasa de ser una llamada telefónica con video y no hay nada verdaderamente virtual en ella.

Ante la introducción de llamadas y videollamadas en un psicoanálisis es imprescindible preguntar si la práctica se modifica o no por la presencia de estas extensiones. Pero para preguntar bien lo primero que hay que hacer es evitar los prejuicios que se arrastran desde antes necesariamente.

Hay practicantes que han usado y llevado a cabo análisis por medio de llamadas telefónicas desde hace muchos años, han hablado de su experiencia, y han mencionado que la práctica no queda ni reducida ni cercenada. Después importa entender teóricamente por qué ello sucede.

El teléfono se inventó alrededor del año 1870, antes que el psicoanálisis. Y a pesar de los testimonios, trabajos y presentaciones de algunos practicantes del psicoanálisis, otros practicantes sólo descubrieron que se ha usado para llevar a cabo análisis unos cien años más tarde.

Con la introducción de las videollamadas, que, repitamos, solamente agrega una cámara de video estable a una llamada telefónica también estable, se repite el mismo problema.

A partir de la pandemia declarada en el año 2020 por causa del Covid-19, lo que cambió es que se volvió necesario el uso de la videollamada como recurso de comunicación, laboral y personal, para casi toda la población mundial, es decir, que a aquellos que no se habían adaptado aún a la videollamada, se les volvió forzoso el aprendizaje y el uso de ésta. Pese a ello varios patalearon y no quisieron saber nada con probarla. La buena pregunta es en qué se fundaba esa negación. Por supuesto que ellos esgrimieron algunos motivos teóricos, pero, como siempre, lo que conviene es interrogar en qué se sostienen esos motivos teóricos. Se descubrirá entonces que muchos de ellos están allí ad hoc para salvaguardar los prejuicios más inveterados.

Podemos dividir a los practicantes en dos grandes grupos. A los más jóvenes, en términos de edad, esa adaptación no les implicó problema alguno, porque ya usaban esas tecnologías en otras esferas, es decir que ya las conocían. Los más viejos, de nuevo en términos de edad, se resistieron más. La vejez y la juventud, sin embargo, no deben nunca pensarse en términos de edad sino en términos de rigidez de los prejuicios. En este caso las dos cosas coinciden, pero puede haber viejos de veinte años y jóvenes de ochenta. Es más complicado de lo que parece a primera vista. Lo cierto es que algunos se resistieron más que otros a probar la obligada nueva forma.

Quizá el mejor ejemplo de esto que podemos tomar dentro del ámbito psicoanalítico es el de Jacques-Alain Miller en su primera participación en una actividad organizada y transmitida por Zoom en el año 2021[1]. Él manifestó allí, en acto, su alegría y su sorpresa al descubrir lo sencillo que era y que él mismo se había resistido hasta ese momento a ello por puros prejuicios.

Para considerar el uso de las nuevas herramientas, como para considerar cualquier cosa, es necesario despejarse de los prejuicios que arrastramos necesariamente. El punto es que los prejuicios que tenemos sobre cualquier cambio tecnológico se fundan en los prejuicios que tenemos sobre la práctica misma. Y no importan la cantidad de años durante los cuales se hubiera desarrollado esa práctica: habrá prejuicios intactos sí o sí. Y lo mejor que podemos hacer es estar advertidos de ello y tratar de no pensar con su lastre.

Establecer condiciones que vayan más allá, y, en realidad, se queden más acá, de la posición analizante y la del psicoanalista es nada más ni nada menos que apostar por un encuadre y una técnica que pretendidamente garantice algo que no tiene garantías y que sólo se puede sostener en el acto psicoanalítico. Y establecer condiciones de encuadre es, redondamente y le pese a quien fuera, negar el psicoanálisis.

El psicoanálisis, como la poesía verdadera, no acepta cobardes. Esto es imprescindible saberlo y aceptarlo. Freud escuchó pacientes en lo alto de una montaña, de vacaciones, y no pidió que le mandaran desde Viena un diván o lo que fuera para garantizar la técnica que no hay.

Desde aquí, el uso de las nuevas tecnologías (nuevas por un rato) cuestiona siempre los prejuicios que necesariamente están allí. Y hay, por lo menos, dos tópicos cargados de prejuicios que se esgrimen cuando se quiere ir en contra de la novedad más reciente.

1) La idea del cuerpo (y su confusión generalizada con el organismo) y, 2) qué es la presencia del psicoanalista.

El concepto de cuerpo en psicoanálisis altera totalmente toda concepción que se pudiera tener del organismo. El cuerpo está trastornado por el significante. Sin embargo, decirlo teóricamente no erradica el prejuicio primero del sentido común que nos hace decir cuerpo y pensar en el mero organismo. La buena pregunta aquí sería, sin creer saber demasiado rápido, ¿qué es el cuerpo si no se niega lo que un psicoanálisis verdadero enseña?

Y luego la presencia. Es claro que cuando hablamos de presencia del psicoanalista no podemos referirnos a la imagen. La videollamada puede engañarnos si nos volvemos demasiado modernos, impidiéndonos tomar distancia de la actualidad y volvernos así contemporáneos, y nos podría engañar como buenos homo videns actuales. Pero creer evitar ese prejuicio es muy probable que nos relaje demasiado y no nos permita ver que, en realidad, lo estamos sosteniendo por la negativa. Si le damos demasiado crédito al video de la videollamada, es probable que estemos atrapados en el prejuicio que creímos sortear. El psicoanalista no es la imagen, pero tampoco es la presencia en el supuesto cuerpo a cuerpo del consultorio. Hay que revisar ese cuerpo a cuerpo. Hay  una dimensión que sí se pierde, la única, la dimensión de los olores, pero si ni el analizante ni el psicoanalista son demasiado perros, esa dimensión no cuenta casi para nada, como nada cuenta por sí mismo sin la verdadera presencia del psicoanalista que está dada por otra cosa. Los prejuicios mal trabajados que se manifiestan cuando los practicantes hablan de estos temas demuestran la fuerza que tiene un prejuicio fundamental que siempre juega en contra del acto psicoanalítico: el de la materialidad física. Y cuando se pone en acto el prejuicio de la materialidad física, téngase por seguro que no se está situando en el buen lugar la materialidad significante.

 De pasada notemos algo más: ¿en serio es tan difícil pensar que en un futuro no tal lejano se podrán escanear los olores de un ambiente y reproducirlos en otro ambiente a miles de kilómetros de allí? Lo que llamamos virtualidad es una virtualidad cavernícola, hay mucho más por delante y conviene, por eso, que por delante también hubiera psicoanalista en serio.

De nuevo, donde las cosas se reducen a una materialidad física, estamos impedidos para pensar esa otra materialidad que es la que nos importa: la materialidad del acto psicoanalítico. La presencia se sostiene en la firmeza (de ella debemos hacer un concepto) de alguien que se atreve a abandonar en acto su propio goce y lo que lo sujeta y agujerea, para hacer aparecer un vacío que le permitiera, al analizante, atreverse a la misma locura. ¿Estamos tan seguros de que la virtualidad no virtual de la videollamada impediría ello si ello está bien situado?

Y es claro que, si situamos bien esa materialidad que no es física, descubriríamos también que el psicoanalista no podrá ser jamás remplazado por ningún tipo de programa o inteligencia artificial, porque es necesario algo que jamás tendrán los programas que fueran o la inteligencia artificial que fuera, y que, si lo tuvieran un día, dejarían de ser programas e inteligencia artificial y se convertirían en seres deseantes y sustancia gozante y, entonces, ya no les estaría impedida por necesidad la relación analizante del propio psicoanalista con su inconsciente como experiencia previa necesaria para lograr ese acto.

A una practicante, un día, otra practicante le dijo lo siguiente: “vos no hacés clínica porque atendés por videollamada”. ¿En serio pensamos tan mal? Igual la primera podría haberle respondido lo siguiente: “bueno, concedido, hago videollamadaclínica”. Lo que importaría es pensar un poquito mejor las diferencias entre una cosa y otra y, si las hay y si no, y si las hay dónde, y, para eso, eliminar una infinidad de prejuicios que necesariamente se tienen al pensar cosas tan difíciles como el psicoanálisis.

El punto clave, de entrada, es pensar la presencia de una manera un poquito más sofisticada que como lo hacemos desde el sentido común. La mayoría piensa hoy la presencia con tanta sofisticación como quien, mirando hacia el cielo, dijera que, como ve moverse el sol en el transcurso del tiempo y no siente moverse la tierra, el sol gira alrededor de la tierra y la tierra está quieta. No se preguntan qué es la presencia para un psicoanálisis, lo dan por hecho sin más y sin haberlo pensado antes. ¿Será que como Freud y Lacan jamás hicieron una videollamada no saben por dónde empezar a pensar sin subirse a los hombros de otros? Un poco sí, pero no solamente eso.

Todos empiezan a pensar siempre los tratamientos por videollamada refiriéndose a la cuestión de compartir físicamente el mismo espacio con el otro: la diferencia entre dos personas en la misma habitación y entre dos personas conectadas por los medios tecnológicos actuales. Pero no empiezan a pensar con premisas de complejidad creciente buscando llegar a conclusiones, empiezan con una conclusión que es la siguiente: hay una diferencia enorme, se pierde todo. Pero no es tan sencillo, como no es el sol el que gira alrededor de la tierra. Podemos conceder que sí, efectivamente hay algo distinto en cuanto el otro está ahí, en la cercanía, pero entonces tenemos que precisar qué es eso distinto, porque no se puede seguir confundiendo eso con “el encuentro entre los cuerpos”, confundiendo, además, los cuerpos con los organismos. En una conferencia por Zoom Juan Carlos Indart intentó darle forma a esa diferencia subrayando lo que tiene que ver con ese punto inevitable de todo encuentro físico con el otro, en la cercanía en la cual no se sabe si el otro es amigo o enemigo, si el otro me va a golpear o no, lo inesperado de esa posibilidad. De todas formas, se puede golpear muy certeramente con la palabra, si se sabe hacerlo, y esa dimensión de no saber si el otro es amigo o enemigo puede conservarse a la distancia, no es tan fácil encontrar las diferencias si pensamos un poco más allá de los prejuicios fáciles. La materialidad, digámoslo de nuevo, es otra, y hay que saber situarla.

Anotemos, de pasada, otro ejemplo de cómo los prejuicios nos nublan la mirada sin que lo sepamos. Un rato antes, en la misma conferencia, mencionó el hecho de aplicar una inyección a un paciente y de cómo tienen que estar allí, necesariamente, los dos cuerpos. ¿En serio es tan difícil pensar, en un futuro no muy lejano, el “médico a distancia”? Una máquina que no solamente fuera capaz de aplicar una inyección con total precisión y seguramente en forma indolora, sino incluso preparar el inyectable con las indicaciones exactas dadas por un médico que podría estar a miles de kilómetros del paciente. Si los prejuicios nos ganan, no solamente pensamos mal, también pensamos poco. Ese es el punto donde el artista siempre anticipa al practicante, como decía Lacan, porque el artista, para ser artista en serio, tiene que luchar contra sus prejuicios. ¿Y si el practicante se atreviera a ser artista? Al fin y al cabo, el psicoanálisis verdadero es un arte. (Pero, ¿qué será un arte?).

Pasemos por otro ejemplo de cómo tenemos que atrevernos a pensar mejor y más amplio y para eso luchar contra los prejuicios que necesariamente llevamos encima: el avance de la tecnología en la guerra ha logrado que los combates que antes se realizaban cuerpo a cuerpo ahora se hagan desde una habitación con un operador controlando un dron, cuya única acción podría llegar a ser presionar un botón de lanzamiento. Para el muerto el costo es casi el mismo que antes, la diferencia, grande, es que no ve venir al enemigo verdugo. ¿El costo de la destrucción y la muerte del otro, sobre el operador, es el mismo que para aquel que lucha con la carne expuesta frente al enemigo? Seguramente habrá diferencias, pero una cosa es segura: no será jamás gratis, ni para un neurótico, ni para un psicótico, ni para un perverso. Quedarnos con la diferencia y dormirnos tranquilos en los laureles de nuestro gran descubrimiento no hace más que restringirnos el pensamiento. Es claro que el homo videns actual piensa mal y piensa poco, y es claro que todos somos hoy homo videns que vivimos en un mundo globalizado que cultiva la superficialidad, honra la codicia material y desprecia la dificultad del pensamiento, pero podríamos hacer un esfuerzo.

La tecnología es aprovechable de la buena manera, siempre. Hoy, en el ámbito de la práctica psicoanalítica, está haciendo visibles algunas cosas que, por demasiado naturalizadas y obvias, no se ven. Pero si pensamos mal, poco y estrecho, lo único que hacemos es regocijarnos satisfechos en el chiquero de nuestros propios prejuicios que, repitámoslo al infinito, están allí necesariamente, y mucho más presentes y fuertes en el seudo intelectual esclarecido que se cree ayuno de ellos.


[1] 2 de mayo de 2021, presentación del libro de Jacques-Alain Miller, «Polémica política». La presentación sería trasmitida a través de la plataforma virtual Zoom. JAM, antes de ello: “Es la primera vez qué hablaré en videoconferencia”. Era una actividad organizada por la ELP.


Tecnologia y psicoanálisis

Las tres dimensiones de la sexualidad humana y la sistematización del coraje de la experiencia

Clase 5*

Sebastián A. Digirónimo

Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.

Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.

Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.

Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.

Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.

El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.

Rechazo-real

Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.

Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El sujeto barrado está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.

Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.

Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.

Las tres dimensiones son las siguientes:

1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.

2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.

3)  Lamujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.

Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.

Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.


*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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Edgar Degas, Joven con Ibis