La sutileza del psicoanálisis

Jacques-Alain Miller

Dije sutileza, que es la palabra con la que Pascal construye el antónimo de geometría. Pascal era geómetra, incluso un genio precoz de la geometría, pero sabía al mismo tiempo que no todo es geometría, que no todo se deja tratar como matema. De este modo se aclara lo que Lacan intentó en su última enseñanza, su ultimísima enseñanza, que es un intento de flexibilizar el matema para volverlo capaz de capturar sutilezas analíticas. Se trata sin embardo de un intento desesperado porque las sutilezas, en definitiva, no se dejan matemizar.

No hay salud mental

Si hablé de sutileza no fue solo a causa de Pascal, sino debido al texto de Freud de 1933 que se titula «Die Feinheit einer Fehlhandlung» («La sutileza de un acto fallido»).  Freud no se sentía disminuido por presentar tan tardíamente en su elaboración un acto fallido de su inconsciente, por presentarlo a la comunidad de los psicoanalistas. En efecto, él quería recordarles -muy tardíamente- que un analista sigue aprendiendo de su inconsciente y que ser analistas no los exonera de este testimonio. Ser analista no es analizar a los demás, sino en primer lugar seguir analizándose, seguir siendo analizante. Como ven, es una lección de humildad. La otra vía sería la infatuación, es decir, si el analista creyera estar en regla con su inconsciente. Nunca lo estamos.
He aquí lo que en acto de escritura Freud comunicaba a sus alumnos. Habrá que ver si estaremos en condiciones de entenderlo. La sutileza de este acto fallido, según lo califica Freud, es un lapsus calami, una divagación de la pluma, no en un mensaje dirigido a los analistas, sino en unas palabras enviadas a un joyero donde debería haber figurado dos veces la preposición para y donde, en lugar de la segunda ocurrencia, escribió el término bis, que debió tachar. Y esta tachadura fue, justamente, lo que lo motivó a escribir su texto.
Entonces, en lugar de escribir dos veces la preposición para, escribió, luego de la primera aparición, la palabra bis, y su lapsus se deja interpretar la primera vez de este modo: «Al releer esta breve inscripción advierto que contiene dos veces la palabra für [‘para’] en rápida sucesión […] Esto no queda bien y debía ser corregido. Luego se me ocurrió que al insertar el bis en lugar del für trataba de evitar esa torpeza estilística». Esta es la primera interpretación de esta formación del inconsciente que testimonia -una nadería que vale sin embargo para ser comunicada-. Pero el lapsus se presta a una segunda interpretación, que según subraya, proviene de su hija (Freud acepta eso, que de su familia le venga una interpretación), quien le dice: «Pero si tú ya le regalaste antes a esa persona una gema semejante para un anillo. Probablemente sea ésa la repetición que quieres evitar».
Freud admite esta interpretación familiar, pero entonces surge una tercera interpretación, que él agrega: «Busco un motivo para no regalar esa piedra, y el motivo se me presenta en la reflexión de que ya he regalado una vez lo mismo, o algo muy parecido. ¿Por qué debe ocultarse o disfrazarse esta objeción? No tardo en advertir el motivo: es que ni siquiera quiero regalar esa piedra; a mí mismo me gusta demasiado».
Esta es la verdad del regalo: no se ofrece sino la falta que uno sabe que padecerá, no se da, de manera auténtica, más que lo que profundizará en ustedes la falta de eso de lo que se separaron. Freud lo expresa con una exquisita discreción: «¿Qué regalo sería aquel que no nos diese o procurase un poco de pena dar?». Doy lo que no quiero dar, doy con el trasfondo de que no quiero dar, y es esta represión de un yo no quiero lo que le otorga su valor. La sutileza (die Feinheit) obedece a que la represión se  insinúa en lo que el yo emprende, obedece a esta represión misma. Y esto precisamente, lo que debe recordarse, el yo no quiero, es olvidado y constituye en última instancia la razón de ser de lo que aparece en la escena del mundo. La generosidad encuentra su fundamento en la retención, en el egoísmo, en un es para mí, que constituye propiamente lo que se deja de interpretar. Esta es la sutileza, que pasa por cosas ínfimas, en las que el análisis halló el resorte de un deseo que desmiente lo que se propone de manera abierta.
Les recomiendo la lectura de este texto breve que ocupa tres páginas en la edición francesa. Yo lo tomo como guía, como paradigma de lo que quiero desarrollar este año ante ustedes.
Ahora bien, este modesto soporte vale más que lo que triunfa en la escena del mundo y que es la terapéutica. Justamente, a ella se pretende reducir el psicoanálisis, a una terapéutica de lo psíquico, y se incita a los psicoanalistas a encontrar así la justificación de su ejercicio.
En primer lugar, se opone a esta idea un cliché filosófico que afirma que el hombre como tal es un animal enfermo, que la enfermedad no es para él un accidente, sino que le es intrínseca, que forma parte de su ser, de lo que podemos definir como su esencia. Pertenece a la esencia del hombre ser enfermo, hay una falla esencial que le impide estar completamente sano. Nunca lo está. Y no lo decimos solo porque tenemos la experiencia de los que vienen a nosotros… De esta experiencia inferimos que nadie puede estar en armonía con su naturaleza, sino que en cada uno se profundiza esta falla -no importa cómo se la designe- por ser pensante.
Luego, nada de lo que haga es natural porque reflexiona, es reflexivo. Este es un modo de decir que está alejado de sí mismo, que le resulta problemático coincidir consigo mismo, que su esencia es no coincidir con su ser, que su para sí se aleja de su en sí. Y el psicoanálisis dice algo de este sí, dice que este sí es su gozar, su plus de gozar, y que alcanzarlo sólo puede ser el resultado de una severa ascesis. Así pensaba Lacan la experiencia analítica, como el acercamiento, por parte del sujeto, a este en sí. Y su esperanza era que dicha experiencia le permitiera alcanzarlo, que pudiera elucidar el plus de gozar en que reside su sustancia. Lacan creía que la falla que vuelve para siempre al hombre enfermo era la ausencia de relación sexual, que esa enfermedad era irremediable, que nada podría colmar ni curar la distancia entre un sexo y otro, que cada uno, como sexuado, está aislado de lo que siempre quiso considerar como su complemento. La ausencia de relación sexual invalida toda noción de salud mental y de terapéutica como retorno a la salud mental.
Vemos entonces que, contrariamente a lo que el optimismo gubernamental profesa, no hay salud mental. Se opone a la salud mental -y a la terapéutica, que se supone que conduce a ella- la erótica. En otras palabras, el aparato del deseo, que es singular para cada uno, objeta la salud mental.
El deseo está en el  polo opuesto de cualquier norma, es como tal extranormativo. Y si el psicoanálisis es la experiencia que permitiría al sujeto explicitar su deseo en su singularidad, este no puede desarrollarse más que rechazando toda intención terapéutica. Así, la terapia de lo psíquico es el intento profundamente vano de estandarizar el deseo para encarrilar al sujeto en el sendero de los ideales comunes, de un como todo el mundo. Sin embargo, el deseo implica esencialmente en el ser que habla y que es hablado, en el parlêtre,¹ un no como todo el mundo, un aparte, una desviación fundamental y no adventicia. El discurso del amo siempre quiere lo mismo, el discurso del amo quiere el como todo el mundo. Y el psicoanálisis representa justamente la reivindicación, la rebelión del no como todo el mundo, el derecho a una desviación experimentada como tal, que no se mide con ninguna norma. Esta desviación afirma su singularidad y es incompatible con un totalitarismo, con un para todo x. El psicoanálisis promueve el derecho de uno solo, a diferencia del discurso del amo, que hace valer el derecho de todos. ¡Qué frágil es el psicoanálisis! ¡Qué delicado! ¡Y qué amenazado está siempre! Sólo se sostiene por el deseo del analista de dar lugar a lo singular del Uno… Respecto del todos, que sin dudas tiene sus derechos -y los agentes del discurso del amo se pavonean hablando en nombre de estos-, el deseo del analista se pone del lado del Uno. Con una voz temblorosa y bajita, el psicoanalista hace valer el derecho a la singularidad.

Erato Sin Edward Poynter
Erato, Musa de la poesía. Sir Edward John Poynter (1870)

¹Parlêtre: neologismo que condensa los términos parler (hablar) y être (ser). [N. de la T.]


Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, 2011, página 33

La ética del psicoanálisis

Jacques-Alain Miller


Fragmento de la conferencia dictada a los docentes de psicología de la Universidad de Buenos Aires,  por invitación de la decana Sara Slapak, en 1989.


En ocasiones se imagina que fue Lacan con su supuesto intelectualismo quien introdujo en el psicoanálisis el tema de la ética, quizá porque en su juventud fue un lector apasionado de Spinoza, pero es un error pensar que el tema de la ética fue introducido en el psicoanálisis por él. Pueden remitirse al capítulo VIII de «El malestar en la cultura», donde Freud se refiere explícitamente a la ética en relación con la terapia.
No parece inmediato que un analista tengo derecho a hablar de la ética. Parece salir de su competencia, aunque es verdad que hoy la ética se cruza a veces con la ciencia, por ejemplo, el miedo colectivo que tenemos, desde hace cinco o diez años, a las investigaciones bioquímicas. Estas investigaciones que tocan la reproducción misma de la vida humana.
El miedo colectivo que tenemos al progreso de la ciencia ha producido en los gobiernos el deseo de someter a un control esas investigaciones científicas. En Francia se hace a través de lo que se llama Comité Estatal de Ética, que trata de someter el desarrollo de la ciencia a una supuesta ética que sería: no tocar a la humanidad, no tocar la reproducción de la humanidad. Así, existe la idea de que hay un bien que vale más que la investigación o la búsqueda de la verdad científica. Estamos, en este fin de siglo, en una coyuntura muy distinta de la del siglo anterior, en el cual se podía pensar que, como por un milagro, el progreso del conocimiento científico debía confluir naturalmente con el bien de la humanidad. Nosotros ahora estamos en el período del malestar en la cultura y quizá un poco más adelante, en la época del horror en la cultura.
Ahora es la supervivencia de la humanidad misma la que está en discusión por el desarrollo de la ciencia, en ese sentido, con relación a la época de Freud; ahora cuando hablamos de la ética del psicoanálisis el problema es distinto. Por el momento nadie piensa que el desarrollo del psicoanálisis amenaza la supervivencia de la especie humana. El desarrollo del psicoanálisis puede amenazar a tal o cual persona por un error terapéutico, pero por el momento nadie piensa que el psicoanálisis amenaza a la humanidad.
Un análisis no es una aventura intelectual, la praxis de un análisis es un sufrimiento, es una queja, es la declaración de un ser que quiere cambiar, y cuando esos elementos faltan, un análisis es muy difícil. Alguien que se siente bien, alguien que se siente en el colmo de sus posibilidades y que quisiera hacer un análisis para poder ser analista, por ejemplo, no daría una praxis a la experiencia. Siempre hay que esperar cuando alguien dice: «Todo va bien para mí», hay que esperar hasta el segundo, tercer encuentro. Pero la praxis del psicoanálisis es un sufrimiento y no una búsqueda intelectual. Así, es claro que nada podría autorizar al analista a acoger esa queja si él no pensara en tener los medios de remediar ese sufrimiento. De tal manera que el analista está en una posición de terapeuta, de aquel que cura, que piensa poder curar. De este modo, tanto para los discípulos de Lacan como para Lacan mismo, y para Freud seguramente, el psicoanálisis cura, el psicoanálisis es una terapia. Pero no es por esa razón que podemos excluir, pensar, que no tenemos nada que ver con la ética, y la noción misma de cura —en el sentido de lo que resulta— no en el sentido de proceso sino del resultado, que sería la curación. Si el psicoanálisis es una cura, se crea un problema con la noción de curación, que es problemática en psicoanálisis, y eso se puede entender de manera muy sencilla: la noción misma de curación es solidaria de la noción de síntoma.
El síntoma analítico no tiene objetividad, a diferencia del síntoma psiquiátrico. El síntoma analítico está fundado sobre una autoevaluación del sujeto mismo, de tal manera que a veces, regularmente, es imperceptible para los demás. El síntoma obsesivo a veces se traduce claramente en la conducta, pero puede estar también únicamente reservado a la intimidad del sujeto, su imperceptible, a diferencia de los pacientes mandados al psiquiatra. A veces hay gente mandada al análisis por los padres, por los compañeros, etcétera, y sabemos que eso crea una cuestión propia en el análisis, que cuando la llegada de un sujeto a análisis se hace por un mandato exterior, una subjetivación de ese mandato es necesaria. Freud mismo en su comentario del caso de la joven homosexual nota la dificultad propia del caso debido a ese pedido exterior, y quizás el fracaso de ese análisis tiene que ver con la modalidad misma de la entrada en la experiencia.
Se entiende que si el síntoma analítico depende de la autoevaluación del sujeto, correlativamente la curación misma está fundada sobre dicha autoevaluación. Seguramente contamos también con una evaluación por parte del analista sobre la curación del paciente, pero sucede que a pesar de que el analista puede pensar que el paciente ha sido curado, el paciente no o cree; es lo que Freud llamó la reacción terapéutica negativa, y que describe, en cierto modo, que Freud pensaba que el paciente estaba curado y que el paciente no creía estar curado, no quería ser curado.
Así, creo que esa consideración bastante elemental puede explicar muy bien las impasses de la estadística. Cada vez que voy a los Estados Unidos hay preguntas sobre las cifras de curación, los norteamericanos han hecho muchos esfuerzos costosos para evaluar el resultado de la cura psicoanalítica, y las cifras nunca caen bien, no sirven, porque los criterios de la curación en análisis son subjetivos, dependen de la palabra del sujeto, y el hecho mismo de la transferencia hace esa evaluación difícil a tal punto que si uno se pregunta de qué puede curar el psicoanálisis, qué es la curación que realmente un análisis puede probar, puede ser la curación la transferencia analítica misma, y a menudo, dejar de ver al analista es ya curarse del analista como enfermedad.
De tal manera que eso conduce quizás a pensar que no hay otra finalidad en un análisis, ni otro fundamento de la curación analítica, sino una satisfacción; que el análisis se termina cuando ha producido en el sujeto una satisfacción, que se satisface de lo que ha ocurrido. Esta satisfacción depende de la confesión, del consentimiento del sujeto; es difícil pensar un bienestar, una felicidad que no incluyera el cuerpo del sujeto mismo. Difícilmente se puede pensar que otro puede decir: «Tú eres feliz» cuando el sujeto dice lo contrario; ahí es difícil pensar una objetividad de la felicidad. Así, eso hace ya de la ética del psicoanálisis quizás un hedonismo y eso se traduciría —y ha sido traducido— como un amoralismo psicoanalítico, lo que en el momento de la emergencia del psicoanálisis parecía parte integrante de éste.


Jacques-Alain Miller: Conferencias porteñas, Paidós, Buenos Aires, 2009, Tomo I, página 253.

La ternura de los terroristas*

*Fragmento de Cartas a la opinión ilustrada. Título de la tercera carta


Jacques-Alain Miller

Un terrorista es un idealista. Es un loco, no un canalla.
Poco faltó sin duda para que quien le habla hubiera conocido la suerte de Feltrinelli, el artificiero torpe que voló cerca de un poste. En ese caso se justifican las palabras de Lacan según las cuales «el error de buena fe es entre todos el más imperdonable» (Escritos, p. 837).
Este efecto de escala invertida proviene de la misma inspiración que el inmortal ensayo de Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes, donde puede leerse: «Por poco que un hombre se deje llevar hacia el asesinato, rápidamente empezará a beber y a infringir el sabbath, y de allí caerá en la descortesía y la indolencia».
La paradoja lacaniana expresa la esencia misma del freudismo en su salubridad. La manera de obrar del inconsciente  les prohíbe, en efecto, invocar su buena fe, su buena intención, su alma bella. «No quise esto» no vale la absolución. Sí, lo que hiciste, o que resulta de lo que hiciste, lo quisiste, porque lo que quisiste no lo sabes. Te lo enseñan las consecuencias. El hombre está condenado a no saber más que a posteriori lo que quiso.
La ética de la intención es buena chica, hace del sujeto siempre un inocente, salvo si se duda, como Kant, de que alguna vez una buena intención, absolutamente buena, haya aparecido en el mundo. El inconsciente quiere una moral más viril: no podrás considerarte liberado de las consecuencias involuntarias de tu tontería. Hay más cosas en tu voluntad y en tu corazón, Horacio, de lo que soñó tu filosofía (id est la filosofía de todo el mundo).
Se repiten las palabras de Lacan, «No cedas en tu deseo», y se grita «¡Al homicida! ¡Al asesino! ¡Atentado contra la moral pública!», se alborota la población, se llama sobre él como antes sobre Freud la censura de los conformistas. Lacan dice exactamente, en mi versión del seminario La ética del psicoanálisis (Paidós, 1991, p. 379): «Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo».
Ya antes demostré, y recordé en Le Monde, que Lacan se hace eco aquí del Freud de El malestar en la cultura, según el cual «cada renuncia a la pulsión –’a la satisfacción pulsional’– se vuelve una fuente dinámica de la conciencia moral, cada nueva renuncia aumenta la severidad y la intolerancia de esta». Lo que significa que según Freud, y contrariamente a lo que querría el sentido común, el sentimiento de culpabilidad inconsciente nunca es tan vivo como cuando el sujeto sacrifica su goce al ideal moral. Así el superyó se nutre de las renuncias mismas que él exige. Freud presenta esta observación como el aporte específico de la clínica psicoanalítica a la cuestión de la ética. El haber cedido en su deseo de Lacan traduce y transpone a la vez el  Triebverzitch de Freud.
Era también la intuición de Nietzsche, a quien citaba recientemente. El genial filósofo psicótico, hijo del pastor de Röcken, como Cioran, depresivo insomne, era hijo del sacerdote ortodoxo de Rasinari, imputaba al «training de la penitencia y de la redención» lo que llamaba «el delirio colectivo de aquellos fanáticos de la muerte, cuyo horrible grito Evviva la morte» condenaba (Genealogía de la moral, III, 21, p. 374 de la edición de Aguilar, 1932).
Asimismo el inconsciente no quiere decir: todos víctimas.
El inconsciente quiere decir: tus intenciones amables, tus ideas que son tus prostitutas, todo eso es un disfraz, una façade [fachada], dice Freud (en francés en el texto). Son las consecuencias las que pesan, y de las que eres responsable. Descifra tu inconsciente (imperativo ético), porque lo que no quisiste, lo que no sabes se recordará en tu contra. Es la dura ley de Freud, la terrible lex freudiana.
Se piensa que la doctrina psicoanalítica exonera a la humanidad, que el determinismo inconsciente redime a cada hijo de vecino, que Freud es el nuevo redentor, que les condona sus pecados. Inconsciente = castigo imposible. Es así como se interpreta el freudismo al público: al revés. Este hecho no incrimina a Freud ni al común de los periodistas sino a los freudianos, incapaces de igualarse al pensamiento de que el inconsciente quiere decir todo lo contrario: que soy responsable más allá de donde mi conciencia extienda su imperio. Sólo Lacan escribe, y sigue siendo incomprendido: «De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables. Llamen a eso terrorismo donde quieran» (Escritos, p. 837).availu
Me di cuenta sólo el año pasado, al leer a un colega argentino muerto demasiado pronto, el admirable Javier Aramburu, de que Lacan no hacía aquí más que dar el estilo Saint-Just, el estilo André Breton, a un brevísimo texto de Freud de 1925, «Die sittliche Verantwortung für den Inhalt der Träume» (trad. castellana: «La responsabilidad moral por el contenido de los sueños», en Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1987, t. XIX, pp. 133-136).
Los viejos bolcheviques, lejos de ser los hombres sin falla de la leyenda dorada de la Revolución, parecían bastante afectados a los ojos del clínico. La mayoría, neuróticos rematados, que arriesgaban locamente su vida y eran curiosamente cobardes en el momento decisivo, quienes creían en Papá Noel y perdían la cabeza con el primer desengaño; histéricos perdidos que querían que se los ame, que pescaban cumplidos; obsesivos desconfiados, que dudaban, embarulladores, o incluso gozadores a corto plazo.
Stalin era de un temple totalmente distinto. Ningún escrúpulo, ninguna decencia. Sin vacilación, sin falta en ser. El hombre de acero, el perfecto canalla, intocable, cerrado sobre sí mismo, «calmo monolito caído en este bajo mundo por  una oscura catástrofe».

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Póster de propaganda. Texto: «La dulzura de Stalin brilla en el futuro de nuestros niños»

El esplendor del canalla, su particular brillo maléfico proviene de que no posee alteridad: el canalla no acepta ni al Otro con mayúscula, que no es más que ficción, ni a los otros, que no valen nada. No se trata de narcisismo, porque a Narciso le hace falta la escena y el espectador. Tampoco podemos  llamarlo cinismo, elevada ascesis espiritual e higiénica. Sería más bien un autismo político, para hablar como los amigos Lefort.  Miren a Stalin en la reunión del Comité Central que destituyó el 9 de septiembre de 1940 a su protegido Avdeenko, el viejo minero del Dombass (pp. 594 y 595 del libro de Marie).
Se le pueden reprochar muchas cosas a Stalin, pero hay que decir algo en su favor: no fue dañado por su nacimiento, comenzó por ser seminarista, como Julien Sorel, pero nunca, nunca fue un terrorista. Entiéndanme bien: organizó el Gran Terror, reclutó terroristas, hizo padecer hambre al pueblo, fue un despoblador, pero nunca fue uno de esos terroristas que ponen su vida en juego, es decir, que aceptan perderla por un significante ideal, como lo fue Julien.
Stalin -Koba en aquella época- se hizo pasar por el organizador de la manifestación sangrienta se Batum, puerto del Mar Negro, en marzo de 1902, a continuación del cierre de la refinería Rothschild. Barbusse lo describe «como un blanco que encabezaba la manifestación». «En lo tocante al blanco -escribe Marie-, nadie lo vio, salvo un comisario de policía cuyo testimonio rechazaron los jueces» (p. 69).
Nada más lejos del canalla que el terrorista que da su vida para tomar la de otros. El principio subjetivo del terrorismo no se distingue del de la anorexia. «Quería un cuerpo de ángel», me dijo en el almuerzo la antigua anoréxica, que no hace más que picotear. Sí, de ángel exterminador.
Más vale, ¿no es cierto?, la démocrassouille¹, como dicen los fachos.
La verdadera cuestión es saber por qué el psicoanálisis no echa raíces en tierra del Islam. Sería necesario, sin embargo, para desecar el goce mortífero del sacrificio.

Comenzada el 19 de septiembre, terminada el 30

(2001)


Jacques-Alain Miller: Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Buenos Aires, 2002, página 126.


¹Démocrassouille es una condensación de los términos démocratie (democracia) y souiller (manchar) [N.de la T.]

«La cosa freudiana es el deseo»

Jacques LacanLacan

La cosa freudiana es el deseo. Así es como nosotros la enfocamos este año, por hipótesis, pero sostenidos como estamos  por la marcha  concéntrica  de nuestra búsqueda precedente.
No obstante, al articular esta fórmula nos damos cuenta de una suerte de contradicción, en la medida en que todo el esfuerzo de teorización de los analistas parece manifestarse en el sentido de hacer que el deseo pierda el acento original que sin embargo tiene -no podemos dejar de palparlo- cuando tenemos que vérnoslas con él en la experiencia analítica.
Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione de manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias de una suerte de preformación orgánica que llevaría por vías trazadas con antelación y a las cuales habríamos de reconducirlo cuando se aparta de ellas. Muy por el contrario desde el origen de la articulación analítica por parte de Freud, el deseo se presenta con el carácter que designa el término lust en inglés, que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el mismo término en alemán dentro de la expresión Lustprinzip, y ustedes saben que ésta conserva toda la ambigüedad que oscila del placer al deseo.
En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. Trastorna la percepción del objeto. Tal  como nos lo muestran las maldiciones de los poetas y de los moralistas, degrada al objeto, lo desordena, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver incluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto.
Encontramos ese acento, por cierto, al principio de la posición freudiana. No obstante, tal como Freud lo pone en primer plano, la Lust se articula de una manera radicalmente diferente de todo lo que antes había sido articulado acerca del deseo. El Lustprinzip se nos presenta como algo que en su fuente se opone al principio de realidad. La experiencia original del deseo resulta contraria a la construcción de la realidad. La búsqueda que la caracteriza posee un carácter ciego. En resumidas cuentas, el deseo se presenta como el tormento del hombre.
Ahora bien, todos aquellos que hasta este momento habían intentado articular el sentido de las vías del hombre en su exploración, siempre habían puesto en el principio la búsqueda, por parte del hombre, de su bien. Todo el pensamiento filosófico, a través de los siglos, jamás ha formulado una teoría moral del hombre en la cual el principio de placer, sea cual fuere, no haya sido de entrada definido y afirmado como hedonista. Esto significa que el hombre, sépalo o no, busca fundamentalmente su bien, de suerte tal que los errores y las  aberraciones de su deseo sólo pueden promoverse en la experiencia a título de accidentes.
Con Freud aparece por primera vez una teoría del hombre cuyo principio está en contradicción fundamental con el principio hedonista. Se da al placer un acento muy diferente, en la medida en que, en Freud, ese significante mismo está contaminado por el acento especial con el cual se presenta the lust, la Lust, la codicia, el deseo.
Al revés de lo que una idea armónica, optimista, del desarrollo humano podría a fin de cuentas llevarnos a suponer, no hay ningún acuerdo preformado entre el deseo y el campo del mundo. No es así como se organiza, como se compone, el deseo. La experiencia analítica nos lo enseña: las cosas van en un sentido muy diferente. Según lo hemos enunciado aquí, el análisis nos embarca en una vía de experiencia cuyo desarrollo mismo nos hace perder el acento del instinto primordial, invalida para nosotros su afirmación.
Es decir que la historia del deseo se organiza como un discurso que se desarrolla en lo insensato. Esto es el inconsciente. Los desplazamientos y condensaciones en el discurso del inconsciente son sin duda alguna lo que en el discurso en general constituyen desplazamientos y condensaciones, o sea, metonimias y metáforas. Pero aquí son metáforas que no engendran sentido alguno, y desplazamientos que no transportan ningún ser y en los cuales el sujeto no reconoce algo que se desplace.
La experiencia del análisis se ha desarrollado consagrándose a la exploración de ese discurso del inconsciente. La dimensión radical que aquí está en juego es la diacronía. En cambio, la sincronía es lo que constituye la esencia de la búsqueda que proseguimos este año. Nuestro esfuerzo va a recuperar lo tocante al deseo para situarlo en la sincronía.

Clase del 13 de mayo de 1959 (fragmento)


Jacques Lacan: Seminario 6 El deseo y su interpretación, Paidós, Buenos Aires, 2014, página 396.


El enigma de mi deseo o mi madre mi madre mi madre1929-Salvador Dali

El Witz ilustra la función del Nombre del Padre como un «dejar pasar» (fragmento)

Marcelo BarrosMarcelo Barros

El Witz es un recurso contra la pretendida omnipotencia del Otro

La reducción que opera el Witz es, en realidad, la concreción más lograda del «asesinato» del padre en su aspecto más feliz, por decirlo así, dado que no hay asesinato más eficaz que el que no necesita ser perpetrado. Hay ciertamente un acto, un cruce del Rubicón, pero eso pone en evidencia de que lo que se trataba, a fin de cuentas, era de un rubis con (en francés: «rubí boludo».) El chiste siempre ha sido un arma contra la fatalidad y las infatuaciones del poder. Una fascinación horrorizada tiñe la creencia en la infalibilidad trágica que acompaña a la figura del padre terrible, el hombre de la arena, el bogeyman. El chiste, lo cómico y el humor lo desarman, como lo muestra la película animada Monsters Inc. Los avatares del espantajo son máscaras imaginarias del automatismo pulsional que se presenta como imperativo de goce. Su mandato inexorable es una formación reactiva que implica la continuidad moebiana con respecto a aquello contra lo que reacciona. Sabemos que la obediencia compulsiva al ideal no separa al sujeto, y que donde reina el superyó es donde la función paterna desfallece. El Witz es, por eso, el paradigma del buen uso del Nombre del Padre, de un uso que permite conjurar el fantasma del Otro terrible o idealizado, un Otro que Freud hubiese llamado, pertinentemente, «incestuoso».

Lo «santo» tiene una íntima conexión con la risa

Como el padre, la santidad suele ser tenida por solemne. En «Televisión», Lacan sostiene por el contrario que cuantos más santos hay, se ríe más. Debo a mi colega Aarón Saal el conocimiento de la figura del Mulá Nasrudin, personaje que ilustrará nuestro tema. El hombre versado en la lectura del Corán y los asuntos que vinculan a los hombres con Dios es nombrado en la tradición musulmana como Mulá. Es alguien del llano -no hay clero en el Islam- pero que es tenido por hombre sabio. Hallaremos un tanto extraño el saber del Mulá Nasrudin, que se distingue de otros maestros por ser una suerte de «sabio tonto». Sus anécdotas siempre concluyen con un chiste, pero tienen un trasfondo alegremente ético. Veamos un ejemplo:

Cierto día el Mulá Nasrudin llegó al mercado seguido de una veintena de personas que imitaban todos sus movimientos. El Mulá saltaba y gritaba «ho-ho-ho», mientras que los demás hacían lo mismo. Se ponía en cuatro patas, y los otros lo imitaban. Un conocido del Mulá se acercó a él y por lo bajo le dijo: «¿Qué te pasa? Estás haciendo el ridículo.» El Mulá contestó: «Soy un gran maestro sufi. Estos son mis seguidores y los ayudo a alcanzar la iluminación.» El otro preguntó: «¿Cómo sabes tú si alguien alcanzó o no la iluminación?» Dijo entonces el Mulá: «Esa es la parte más fácil. Por la mañana los cuento. Si uno de ellos me ha abandonado, ése alcanzó la iluminación.»

Camellos y sus sombras

Basta esta anécdota que forma parte de una antigua tradición oral, para percibir que siempre hubo gente dormida y gente un poco más despierta. Las menudas aventuras del Mulá aprovechan los senderos del absurdo y la risa. Si lo principal suele ser solemne, lo risible es visto como secundario y por eso él es un sabio  «de segunda», si bien su fama se extiende por el Medio Oriente, Asia, y Europa del Este. Sus muchas anécdotas fueron repetidas en las noches innumerables de las caravanas. Empero, el perfil secundario es esencial a su posición. No ocupa el lugar de amo como S1, sino que lo hace en posición de objeto al igual que un analista. Sin embargo, el S1 no le es ajeno —detenta el título de «Mulá»—. El S1 tampoco es ajeno al psicoanalista; el asunto es que, como su saber, es algo que mantiene en reserva, es un poder del que se priva. En el Mulá el saber nunca es un atributo del poder, y su estatuto es extraño. No pareciera que él lo tenga a su disposición. Es como un tonto, un loco, o un niño, que acaso dice verdades pero las dice al azar, bajo la forma de un saber no sabido. Nos deja en la duda de si «es o se hace». No se le puede «sacar la ficha», en lo que reconocemos el semblante de objeto causa del deseo. Su tonta sabiduría es la de un saber que está en el lugar de la verdad, de lo que se dice a medias. No escapa a quien tenga conocimiento del Zen, su reflejo en las intervenciones del Mulá. Eso también está vinculado con el manejo de la transferencia. Nótese que el vaciamiento de sentido no hace que desechemos la intervención del Mulá. Nos lleva a apropiarnos sintomáticamente de ella, convocados a poner algo de nosotros. De sus muchos cuentos me detendré en uno solo.

El Mulá Nasrudin fue invitado a dar un sermón. Entonces desde lo alto preguntóNasreddin 17th century miniaturea los oyentes: «¿Ustedes saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que no. «Entonces no hay sentido alguno en hablarle a gente que no tiene la menor idea de lo que voy a decir.» Y se fue. Confundidos, volvieron a invitarlo a la semana siguiente y el Mulá hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué voy a hablarles?» Todos contestaron que sí. «Entonces, dijo, no les haré perder su tiempo.» Otra vez perplejos, volvieron a invitarlo para dar el sermón y Nasrudin hizo la misma pregunta: «¿Saben de qué les voy a hablar?» Esta vez la mitad de la congregación contestó que no y la otra mitad contestó que sí. Nasrudin dijo: «Bien, que la mitad que sabe le cuente de qué se trata  a la otra mitad que no sabe.» Y se fue.

No se burla de los oyentes, sino del saber y del lenguaje mismo. Él no se deja embrollar por eso, y no se presta a que los otros se embrollen con argumentaciones. Si el Mulá es un maestro, es porque nos libra de la ignorancia como la pasión del saber que se cree establecido, tal como la define la pagina 15 de Hablo a las paredes. No se rehúsa por completo a ocupar el lugar del ideal porque aloja la demanda de los otros; pero su respuesta hace vacilar ese ideal mismo al que es convocado. Lo reduce a su función de herramienta. Como Walt Whitman, sabe que la lógica y los sermones jamás convencen y que la humedad de la noche penetra el ser más profundamente. Pero esto último, que es poesía -y no la humedad de la noche-, también penetra el ser.


Marcelo Barros: Intervención sobre el Nombre del Padre, Grama, Buenos Aires, 2014, página 44.


Agradecemos al autor su autorización para publicar el fragmento.

Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis)

Ricardo Piglia

Transcripción de la conferencia dictada en Buenos Aires con el auspicio de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA) el 7 de Julio de 1997.

La relación entre psicoanálisis y literatura es por supuesto conflictiva y tensa. Por de pronto, los escritores han sentido siempre que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos ya conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado. Faulkner, Nabokov, observaron que el psicoanalista quiere intervenir en aquello que los escritores, desde Homero, han convocado, con esa rutina ceremoniosa con la que se convocan las musas, en relaciones muy frágiles y siempre tocadas por la gracia. En esa relación imposible de provocar deliberadamente, en esa situación de espera tan sutil los escritores sintieron que el psicoanálisis avanzaba como un loco furioso.
Pero hay otro punto sobre el cual los escritores han dicho algo que, me parece, puede ser útil para los psicoanalistas. Nabokov y también Manuel Puig, nuestro gran novelista argentino, insistieron en algo que a menudo los psicoanalistas no perciben o no explicitan: el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha atracción; el psicoanálisis es uno de los aspectos más atractivos de la cultura contemporánea, y lo es porque todos queremos tener una vida intensa; en nuestras vidas triviales, nos gusta admitir que en algún lugar experimentamos grandes dramas, que hemos querido amar a nuestros padres y que, entonces, vivimos en un universo de gran intensidad, donde hemos logrado superar el tedio, la monotonía en la que habitualmente estamos inmersos. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que todos somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo.
Así, Nabokov veía el psicoanálisis como un fenómeno de la cultura de masas; consideraba que este elemento de atracción, donde cada uno se conecta con las grandes tragedias, las grandes traiciones, esto puede referirse a un procedimiento clásico en la cultura de masas: convocar al sujeto a un lugar extraordinario que lo saque de su experiencia cotidiana.
Y Manuel Puig decía algo que siempre me pareció muy productivo y que sin duda lo fue en la construcción de su propia obra. Decía Puig que el inconsciente tiene la estructura de un folletín. Él, que escribía sus ficciones muy interesado por la estructura de las telenovelas o los grandes folletines de la cultura de masas, había podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de todos, que el psicoanálisis pone como centro de la experiencia de construcción de la subjetividad. En lo que llevo dicho se va planteando una suerte de relación ambigua: por un lado el psicoanálisis avanza sobre una zona íntima, de la cual el artista considera que es mejor esperar y no pensar; pero, por otro lado, el psicoanálisis se presenta como una especie de competencia: genera una especie de bovarismo, en el sentido de la experiencia de Madame Bovary, que leía aquellas novelistas rosas y quería vivirlas.
Voy a agregar dos anotaciones: sobre cómo la literatura ha usado el psicoanálisis y de qué manera el psicoanálisis ha usado la literatura. Para pensar lo primero, podemos olvidar experiencias un poco superficiales como la del surrealismo, que confundía esa espera de la gracia de la musa con un procedimiento mecánico de escritura automática: la musa es una dama suficientemente frágil como para necesitar un tratamiento más delicado que ese escribir sin pensar, dejándose llevar; es un poco ingenuo suponer que ésa sería la manera de conectarse con el inconsciente en el trabajo.

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James Joyce (Fuente: http://www.biography.com/ )

Quien sí constituyó la relación con el psicoanálisis como clave de su obra es quizás el mayor escritor del siglo XX: James Joyce. Él fue quien mejor utilizó el psicoanálisis, porque vio en el psicoanálisis un modo de narrar; supo percibir en el psicoanálisis una posibilidad de construcción formal. Es seguro que Joyce conocía bien Psicopatología de la vida cotidiana y La interpretación de los sueños: su presencia es muy visible en la escritura de Ulises y del Finnegans Wake. No en los temas: no se trataba para Joyce de refinar la caracterización psicológica. No: Joyce percibió que había ahí modos de narrar; que en la construcción de una narración, el sistema de relaciones no debe obedecer a una lógica lineal, y aquí se ubica el monólogo interior. Así Joyce utilizó el psicoanálisis de una manera notable y produjo en la literatura, en el modo de narrar, una revolución de la que es imposible volver.
Y me parece que el Finnegans Wake, que por supuesto es una de las experiencias literarias límites de este siglo, se construye en gran medida sobre la estructuración formal que se puede inferir de una lectura creativa de la obra de Freud: una lectura que no se preocupa por la temática sino por el modo en que se desarrollan ciertos modos, ciertas formas, ciertas construcciones.
Cuando le preguntaban por su relación con Freud, Joyce contestaba así: «Joyce en alemán, es Freud». «Joyce» y «Freud» quieren decir «alegría»; en este sentido los dos quieren decir lo mismo, y la respuesta de Joyce era, me parece, una prueba de la conciencia que él tenía de su relación ambivalente pero de respeto e interés respecto de Freud. Me parece que lo que Joyce decía era: yo estoy haciendo lo mismo que Freud. En el sentido más libre, más autónomo, más productivo.
Joyce mantuvo otra relación con el psicoanálisis, o por de pronto con un psicoanalista, donde, en una anécdota, se sintetiza algo de esta tensión entre psicoanálisis y literatura. Joyce estaba muy atento a la voz de las mujeres. Él salía poco, estaba mucho tiempo escribiendo, y escuchaba a las mujeres que tenía cerca: escuchaba a Nora, que era su mujer, una mujer extraordinaria; escuchándola, escribió muchas de las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen mucho que ver con las cartas que él le había escrito a Nora en ciertos momentos de su vida. Digamos que Joyce está muy atento a la voz femenina.
Mientras estaba escribiendo el Finnegans Wake era su hija, Lucía Joyce, a quien él escuchaba con mucho interés. Lucía terminó psicótica, murió internada en una clínica suiza en 1962, Joyce nunca quiso admitir que su hija estaba enferma y trataba de impulsarla a realizar actividades diversas. Una de las cosas que hacía Lucía era escribir. Joyce la impulsaba a escribir textos y Lucía escribía, pero ella estaba cada vez más en situaciones difíciles, hasta que por fin le recomendaron que fuera a verlo a Jung. Ellos estaban viviendo en Suiza y Jung había escrito un texto sobre el Ulises. Joyce fue a verlo para plantearle el tema de su hija, y le dijo a Jung: «Acá le traigo los textos que ella escribe, y lo que ella escribe es lo mismo que escribo yo», porque él estaba escribiendo el Finnegans Wake, que es un texto totalmente psicótico, si uno lo mira desde esa perspectiva: es totalmente fragmentado, onirizado, cruzado por la imposibilidad de construir con el lenguaje otra cosa que no sea la dispersión. Entonces Joyce le dijo a Jung que su hija escribía lo mismo que él, y Jung le contestó: «Pero allí donde usted nada, ella se ahoga». Es la mejor definición que conozco de la distinción entre un artista y… otra cosa, que no voy a llamar de otra manera que así.

El arte de la natación

En efecto, el psicoanálisis y la literatura tienen mucho que ver con la natación. El psicoanálisis es en cierto sentido un arte de la natación, un arte de mantener a flote en el mar del lenguaje a gente que está siempre tratando de hundirse. Y un artista es aquel que nunca se sabe si va a poder nadar: ha podido nadar antes, pero no sabe si va a poder nadar la próxima vez que entre en el mar.
En todo caso, la literatura le debe al psicoanálisis la obra de Joyce. Él fue capaz de leer el psicoanálisis, como fue capaz de leer otras cosas. Joyce fue un gran escritor porque supo entender que había maneras de hacer literatura fuera de la tradición literaria; que era posible encontrar maneras de narrar en los catecismos, por ejemplo, que la narración, las técnicas narrativas no están atadas sólo a las grandes tradiciones narrativas sino que se pueden encontrar modos de narrar en otras experiencias contemporáneas; el psicoanálisis fue una de ellas.
La otra cuestión es qué le debe el psicoanálisis a la literatura: le debe mucho. Podemos hablar de la relación que Freud estableció con la tragedia, pero no me refiero a los contenidos de ciertas tragedias de Sófocles, de Shakespeare, de las cuales surgieron metáforas temáticas sobre las que Freud construyó un universo de análisis. Me refiero a la tragedia como forma que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los muertos. En literatura, se tiende a ver la tragedia como un género que estableció una tensión entre el héroe y la palabra de los dioses, del oráculo, de los muertos, una palabra que venía de otro lado, que le estaba dirigida y que el sujeto no entendía. El héroe escucha un discurso personalizado pero enigmático, es claro para los demás pero él no lo comprende, si bien en su vida obedece a ese discurso que no comprende. Esto es Edipo, Hamlet, Macbeth, éste es el punto sobre el que gira la tragedia en la discusión literaria sobre género que empieza con Nietzsche y llega hasta Brecht. La tragedia, como forma, es esa tensión entre una palabra superior y un héroe que tiene con esa palabra una relación personal.
Esa estructuración tiene mucho que ver con el psicoanálisis, y no he visto que ello haya sido marcado más allá de la insistencia sobre lo temático: por supuesto, en Edipo hay un problema con unos padres y unas madres, en Hamlet hay un problema con una madre, en fin. Pero en Hamlet también hay un padre que habla después de muerto.
Otra forma sobre la cual pensar la relación entre el psicoanálisis y la literatura es el género policial. Es el gran género moderno; inventado por Poe en 1843, inundó el mundo contemporáneo. Hoy miramos el mundo sobre la base de ese género, hoy vemos la realidad bajo la forma del crimen; como decía Bertold Brecht, qué es robar un banco comparado con fundarlo. La relación entre la ley y la verdad constitutiva del género, que es un género muy popular, como lo era la tragedia. Como los grandes géneros literarios, el policial ha sido capaz de discutir lo mismo que discute la sociedad, de otra manera. Eso es lo que hace la literatura: discute de otra manera. Si uno no entiende que discute de otra manera, le pide a la literatura que haga cosas que mejor las hará el periodismo. La literatura discute los mismos problemas que discute la sociedad, pero de otra manera, y esa otra manera es la clave de todo. Una de estas maneras es el género policial que viene discutiendo las cuestiones entre ley y verdad, la no coincidencia entre la verdad y la ley.

Edgar Allan Poe, retrato de Oscar Halling

Poe inventa un sujeto extraordinario, el detective, destinado a establecer la relación entre la ley y la verdad. El detective está ahí para interpretar algo que ha sucedido, de lo que han quedado ciertos signos, y puede realizar esa función porque está afuera de cualquier institución. El detective no pertenece al mundo del delito ni al mundo de la ley; no es un policía. Dupin, Sherlock Holmes, el detective privado está ahí para hacer ver que la ley en su lugar institucional, la policía, funciona mal. El detective viene a poner el lugar de la verdad que no pertenece a ninguna institución donde la verdad sea legitimada.
Se plantea aquí una paradoja en la cual también estamos incluidos los argentinos hoy: cómo hablar de una sociedad que a su vez nos determina, desde qué lugar externo juzgarla si nosotros también estamos dentro de ella. El género policial da una respuesta, que es extrema: el detective, aunque forme parte del universo que analiza, puede interpretarlo porque no tiene relación con ninguna institución…, ni siquiera con el matrimonio. El detective no puede incluirse en ninguna institución social, ni siquiera la más microscópica, porque ahí donde quede incluido no podrá decir lo que tiene que decir, que es esa tensión entre la ley y la verdad.
En la tragedia un sujeto recibe un mensaje que le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa interpretación; la tragedia es el modo en que el sujeto entiende mal. En el policial, el que interpreta ha podido desligarse y habla de una historia que no es la de él, se ocupa de una cuestión que no es la de él: me parece que los psicoanalistas tienen algún parentesco con esto.

(1997)

Nota:
El artículo fue publicado luego en el año 1999, en el libro Formas Breves, del Grupo editorial Temas, en Buenos Aires; con pequeñas modificaciones, junto con otros escritos del autor.

Lo que el psicoanálisis me enseñó

Antonio Di Ciaccia
Psicoanalista

Antonio Di Ciaccia.

La madre superiora de una orden de clausura me llama por teléfono. Desea que vea a una nueva «vocación» para su monasterio. Antes de la admisión, en el transcurso de la reunión capitular, las monjas se habían hecho algunas preguntas en relación con este pedido. La madre superiora había entonces apelado a monseñor, esperando de su parte una aclaración que pudiera orientarla sobre cómo seguir. Éste había propuesto que la joven candidata realizara unos tests psicológicos. Las religiosas pensaron en presentarme el «caso», confiadas en los buenos resultados «personales y sociales» que ya habían constatado en otra situación difícil en que una joven monja había armado alguna gresca en el monasterio «porque el Cristo le hablaba y le decía qué hacer».
Hice notar a la madre superiora que mi intervención había consistido en un trabajo clínico que atañía a la religiosa misma y al discurso que me había remitido. Si eso había seguido un resultado positivo para la comunidad monástica, me alegraba, pero la cura había tenido otro objetivo: concernía solamente a ese sujeto, a esa hermana precisamente. Mi trabajo no fue evaluarla ni juzgarla apta para tal o cual vocación. Eso había permitido que pudiera encontrarse en su propio discurso. Haciéndolo, el Cristo había empezado a hablarle menos; después terminó callando. Y esto había tranquilizado a la comunidad entera. «Querida madre superiora —le dije—, en relación con el caso de la candidata que usted me propone ver, no podría seguir un camino distinto. De todos los caminos que propone la psicología no conozco otro que el freudiano. Por otra parte, usted sabe muy bien cómo arreglárselas para evaluar una vocación sin utilizar tests psicológicos. No pierda su saber trocándolo por otros bienes, aun cuando  éstos muestren aspectos científicos. ¿Qué puntuación habrían obtenido en un test de personalidad un san Agustín o un san Jerónimo, tan pesadamente afligidos en su carne? ¿Y santa Hildegarda de Bingen o santa Teresa de Ávila, tan presas en un mundo fuera de lo común? ¿Y el papa Inocencio III no tuvo razón al confiar en su sueño para detectar en san Francisco de Asís al polarizador de un movimiento de hermanitos medio espirituales y medio locos?» La madre superiora, dama de una gran inteligencia, asintió, y dejó los tests para monseñor.

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Éxtasis de Santa Teresa, Bernini.  http://www.stj500.com/

Esta breve historia que me sucedió hace poco no podía no recordarme una situación más antigua, la mía. Como he contado en otra parte,¹  mi encuentro con el psicoanálisis se produjo también sobre el fondo de una cuestión religiosa. Frente a un sufrimiento agudo ligado a la elección que había hecho (hacerme religioso y sacerdote), había conseguido encontrar en el psicoanálisis no sólo un alivio a mi tormento, sino una verdadera salida por un agujero inesperado. Y eso sin compromiso alguno.
Para decir las cosas de la manera más justa, hablar de un encuentro con el psicoanálisis no es nunca exacto, porque si hay encuentro, es con un psicoanalista, ese del que un sujeto puede llegar  decir: es el mío. Es el mío, exclusivamente el mío, aunque muchas veces sea, el pobre o la pobre, el analista de algunos otros. Ese a quien vamos a investir con las insignias de nuestro inconsciente se convierte rápidamente, poco tiempo después de los primeros encuentros, en alguien privado. Privado porque es el nuestro. Tan nuestro que parece que estuviera allí desde siempre. Pero privado también, porque está, si es verdaderamente un analista, siempre en otra parte. De hecho, todo eso no tiene ninguna importancia sino para subrayar que el psicoanálisis, para que funcione, debe estar encarnado. Pero esta encarnación debe escapar como la peste a todo abuso de poder, so pena de rebajar el psicoanálisis al nivel de cualquier práctica de sugestión.
En lo que a mí respecta, resumiría la cuestión en estos términos: ¿cómo permanecer fiel a mi pasión, a pesar de los cambios que, por la cura analítica, se habían operado en mi existencia?
Para eso sirvió mi análisis. Primo, aceptarme por lo que yo era, sin adornarme ni precaverme con ilusiones, las mías o las de alguien cercano. Secundo, advertir que el objeto de mi deseo —que era también eminentemente el deseo de los otros, principalmente el de mi madre— no  tenía nada que ver con lo que le causaba ese deseo. Tertio, si bien el objeto del deseo podía volverse caduco, el objeto que lo causaba no había caducado en absoluto: por el contrario, la causa que alimentaba la pasión deseante se ejercía a pesar de la contingencia del objeto. Quarto, para alcanzar ese objeto que causaba el deseo, debía pasar por una verdadera renuncia: renunciar a todo lo que se presentaba bajo alguna marca susceptible de recubrir un agujero. Ese agujero que es el mío. Ese agujero es un lugar sin etiquetas, sin objetos fútiles, un lugar sin nombre. Sin embargo, no es simplemente un vacío. Porque un agujero es un vacío con un borde. Y el psicoanálisis —mi psicoanálisis— me sirvió para hacer el recorrido de ese agujero, para explorar sus bordes hasta el punto de poder habitar, sin ninguna angustia ese lugar vacío: para, simplemente, estar allí.
Lo que el psicoanálisis me ha enseñado es que ese agujero, ese agujero sin nombre y que no conozco, es, sin embargo, lo más precioso que tengo. Porque allí soy extraño a mí mismo, siempre extranjero, trascendente diría, sin por ello ser de ningún modo divino, sino simplemente un ser mortal.
Desde ese lugar vacío puedo escuchar a un sujeto que me habla. Pero también desde este lugar vacío puedo amarlo como mi prójimo. «Porque en él, este lugar es el mismo», como dice Lacan.² Y finalmente desde ese lugar vacío puedo amarme como siendo, para mí mismo, mi propio prójimo.

 

Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 92.


¹. Antonio Di Ciaccia, «L’homme qui voulait être pape» en Qui sont vos psychanalystes?, Seuil, París, 2002.

². J. Lacan, Le triomphe de la Réligion, predecido por Discours aux catholiques, Seuil, París, 2005 ⌈Trad. Cast.: El triunfo de la religión: precedido del Discurso a los católicos, Paidós, Buenos Aires, 2006.]