«La angustia igual se presentaba, como en una cita eterna»

Gabriela Liffschistz

Hasta mi llegada a lo de Chamorro los intentos de análisis anteriores habían estado organizados en función de cerrar el dique, reconstruirlo y adaptar esa construcción al orden público y privado de la convivencia social, hacia la comprensión de los procesos, el razonamiento que intervenía, y en definitiva la alerta de la conciencia sobre los empujes dañinos del inconsciente. Lograr el control parecía ser el objetivo. Pero, por lo menos en mi caso, tantos años puestos allí habían fracasado, es decir, control había mucho pero no servía para nada. La angustia igual se presentaba precisa y puntual como en una cita eterna y sólo mi casi inexplicable predisposición a la risa, mi relación con la escritura y el arte en general, mi discurso principista de ex militante de izquierda y el amor de alguna gente —esto no todo junto sino presentándose por períodos, por separado, como balsas aisladas en un mar nocturno— me sacaban de ella por momentos como en interrupciones fugaces, como destellos que iluminaban por segundos otros escenarios posibles para la vida, pero al parecer imposibles de obtener de forma estable, que inmediatamente se me escapaban entre los dedos y volvían a depositarme otra vez, firme, puntual en el terreno de la desesperación.
Acostumbrada como estaba a convivir con lo que me tocase, la particularidad de mi angustia consistía—lo que la hacía consistente era— en que a pesar de su constante presencia, no me impedía llevar una vida alejada de cualquier signo de depresión. La angustia era más bien el fondo de la escena, pesadas cortinas de terciopelo antiguo, que si bien conservaban cierto brillo romántico, empezaban a deshilacharse visiblemente. Entonces salía, me divertía, quebraba con amplias carcajadas cualquier silencio, me enternecía y jugaba con mi hija, escribía, sacaba fotos, me enamoraba, etc., pero al final, a la hora de la lectura, al momento de sentir el acto en el cuerpo, la huella era otra. Ahí asomaba imperturbable la orilla raída de mi angustia.
Hasta entonces creía simplemente que esto era así; que las mujeres padecíamos de angustia del mismo modo que teníamos la menstruación y que no había mucho que hacer al respecto, pero hacía ya un tiempo que sospechaba otras posibilidades. No quería adaptarme más, quería otra cosa, quería esa liviandad que parecían tener otras mujeres.
Apuntando a esto probaba formas y actitudes, nuevas teorías, lo probaba todo. Supongo que así también probé el análisis lacaniano.
Este análisis, completamente diverso, era de una particularidad que apuntaba a la mía, de una singularidad a la que había que entregarse y dejarse llevar, lejos del control, de la acción del pensamiento, del uso de la razón, de la obtención de un sentido. es decir, era de una dificultad insólita para mí.
Ahora que estoy aquí sentada escribiendo esto, no puedo evitar la sonrisa constante en la cara, me siento afortunada, gratamente feliz, crocante, texturada y suave después de haber sido puercoespín.
Cuando terminé el análisis —incluso poco antes, cuando los efectos del fin fueron evidentes— mis amigos me pedían o bien que escribiera sobre mi experiencia analítica o bien que les pasara algo que sería como «los secretos para analizarse con Chamorro.» En ese momento me mataba de risa, porque era imposible, tomando en cuenta lo particular de este análisis, que algo de ese orden se pudiese decir, pero así y todo lo intentaba.
Y ahora pienso que algunos universales se pueden transmitir, por ejemplo, no intentar llevar ningún relato en particular, sino sólo llevarse a la sesión. Porque me parece que las mejores sesiones estuvieron caracterizadas por decir cualquier cosa.
La historia personal es algo que uno tiene demasiado cocinado, un relato de memoria que funciona como obturador, como un corcho. A veces es necesario arremeter contra él para que algo salga, pero en general uno más bien lo toca, lo describe y pone a su disposición todos sus sentidos, pero para una buena fiesta siempre es mejor descorchar. Ni que hablar para la fiesta inolvidable.
Me acuerdo de Peter Sellers, el elefante y la espuma.
Querría poder transmitir, con este relato, el entusiasmo que me provocó el saber del fin del análisis, el enterarme de que era posible vivir sin angustia —que resultó ser, al fin y al cabo, el efecto más nimio— y hacer ese fin de análisis y tener ahora la vida que tengo.


Gabriela Liffschitz- autorretrato

Gabriela Liffschitz: Un final feliz (relato sobre un análisis), Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora,  2009, página 61.

Gabriela Liffschitz
*Nació en 1963 en Buenos Aires y falleció en 2004. Fue periodista, escritora y fotógrafa. Publicó dos libros de poesía: Venezia (1990) y Elisabetta (1995), y dos libros de textos y fotografías: Recursos humanos (2000) y Efectos colaterales (2003). Un final feliz (relato sobre un análisis) se editó por primera vez en 2004, poco después de su muerte.

*Tomado de la solapa del libro Un final feliz

 

«Me había vestido para seducirlo»

Pierre Rey

Me había vestido para seducirlo. Tweed, terciopelo, cachemir. Por añadidura, ese encanto mío iba acompañado por la molestia de una leve renguera debida a una patada recibida durante un combate de savate. Tomé como cuestión de orgullo personal llegar a la hora exacta en que me había convocado. Él siguió el juego más allá: no me hizo esperar siquiera un segundo. Sincronismo perfecto. Gloria ni había terminado de abrirme la puerta cuando se corrió la hoja de la correspondiente a su estudio. Nos dirigimos una gran sonrisa. Con toda evidencia, pese a los pacientes que yo había visto en la sala de espera, él sólo me esperaba a mí. La puerta de su consultorio se cerró detrás de nosotros. Ubicó su silla en paralelo a su escritorio. Me senté en la mía.
Cara a cara.
Ya desde la noche anterior había tenido tiempo para organizar mis defensas. Lo observé con una curiosidad divertida, crucé las piernas y encendí un cigarrillo —no, eso no le molestaba en absoluto; me tendió un cenicero— y en unas frases púdicas, en las que esparcía, como si el relato lo requiriera, nombres cargados de importancia que tornaba cotidianos para mí, le tracé el retrato resplandeciente de un diletante con condiciones, llegado a él —no estaba formulado, pero era un presupuesto— prácticamente por conjunción del azar y la curiosidad intelectual.
Dio la impresión de entender muy bien. Estaba subyugado. Yo también. Cuando le hablaba de mis ocupaciones profesionales en el diario en que trabajaba, me preguntó si conocía a la señora Z., que también trabajaba allí. Yo nunca antes había oído ese nombre, y se lo dije. De golpe me preguntó si bebía. Me quedé desconcertado. No, yo no bebía. Algo de vino, como todo el mundo, pero beber por beber, no. Yo era un deportista, ¿cómo habría podido? Él asintió de buena gana.
Encendí un cigarrillo tras otro. Él no dejó de tenderme el cenicero. Después, con una última sonrisa, se puso de pie. La entrevista había terminado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora? Acaso más. Le pregunté cuánto le debía. Por más que nadie me hubiera informado al respecto, ya conocía la cifra que me lanzó. Yo había decidido que sería exorbitante. Lo fue. Correspondía exactamente a la suma que había conseguido en préstamo el día anterior de manos de dos amigos tan insolventes como yo. Por ende, le tendí mis tres billetes, sin sorpresa. Desaparecieron instantáneamente en un bolsillo de su pantalón. Me estrechó la mano con una gran sonrisa y me dijo: «Hasta mañana.» Le contesté que desgraciadamente eso era imposible, porque no tenía con qué pagarle. Él no dejaba que su mano soltara la mía; busqué el modo de retirársela sin que tomara mi gesto como una ofensa. Abrió la puerta como si no hubiera oído y repitió: «Hasta mañana.»

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 54.

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Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

«El análisis no era más que un medio para mi libertad»

pierre-reyPierre Rey

Hay grandes semejanzas entre análisis y escritura. Para empezar, en uno y otro caso, movilizan, las veinticuatro horas del día, una energía tan absoluta que a partir de ello se instaura un irritante estado de indisponibilidad a todo lo que sea ajeno a ella, esto es, en la práctica, a todo lo demás.
A continuación, gracias a esa mirada interior que imponen, ya sea que se concentre estrictamente en el universo mental en que los tiempos encuentran su punto de inflexión, o en la necesidad de los personajes que habitan su creador, tanto una como el otro implican un desdoblamiento que erige ente quien los practica y el mundo exterior una campana de cristal que atenúa los rumores de la vida.
Ni más ni menos lo que les pasa a quienes nunca se tutearon con la locura, los que nunca pudieron penetrar en la médula de ese punto focal del aislamiento: no pueden entender qué significa un corte radical, ni el sentido profundo del giro «en otro sitio.»
—Siento vergüenza… Ayer a la tarde hice una especie de análisis salvaje. Sin duda hubiera hecho mejor si no avanzaba más…
El día anterior, para ayudarla a salir de una situación de angustia que había encontrado traducción en uno de sus sueños, había sido ganado por un irresistible deseo de revelar su sentido a una amiga.
—Usted está perfectamente calificado para hacerlo— me dijo enfáticamente Lacan.
Yo no sabía demasiado bien si me estaba metiendo el perro o no.
Ni una ni otra cosa.
Unas semanas más tardes, repitió:
—¿Usted nunca pensó en hacerse analista?
Lo miré, petrificado. ¿Analista, yo?
—¿Usted me está hablando en serio?
Yo sólo estaba allí porque había habido una zona de sombra en el desenvolvimiento de mi goce y para que, llegado a ese punto, ya no se me robase la menor parcela del mundo exterior, en la plenitud de su espacio y de su tiempo.
—¿Usted me ve en un sillón durante años oyendo la repetición con pelos y señales de lo que estoy  intentando resolver al venir a su consultorio?
El análisis no era más que un medio para mi libertad.
No un fin en sí: estaba demasiado poco preparado para el displacer como para desear ser, de manera profesional, escucha del ajeno.

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 158.


Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

Sobre la reedición del libro en Argentina: Télam

El deseo de ser psicoanalista es un deseo del tipo moneda falsa

Jacques-Alain Miller

Como se sabe, el acto analítico es distinto de cualquier acción, el acto analítico no consiste en hacer, sino en autorizar el hacer del sujeto. El acto analítico es como tal un corte, es practicar un corte en el discurso, es amputarlo de cualquier censura, al menos virtualmente. El acto analítico es liberar la asociación -es decir, la palabra- de lo que la constriñe, para que discurra libremente. Y entonces constatamos que la palabra liberada recupera recuerdos, pone en presente el pasado, y bosqueja un porvenir.
Este acto, el acto analítico, depende y compete al deseo del analista, que no es del orden del hacer. Consiste esencialmente en la suspensión de cualquier demanda de parte del analista, en la suspensión de cualquier demanda de ser: no se les pide ser inteligentes, no se les pide siquiera ser verídicos, no se les pide ser buenos, no se les pide ser decentes, sólo se les pide hablar de lo que se les pasa por la cabeza, se les pide que entreguen lo más superficial de lo que viene a su conciencia. Y el deseo del analista no es ajustarlos a, no es hacerles el bien, no es curarlos, sino justamente obtener lo más singular de lo que constituye su ser; esto es, que sean capaces de delimitar lo que los diferencia como tales y de asumirlo, de decir: Yo soy esto que no está bien, que no es como los demás, que no apruebo, pero que es esto -lo cual sólo se obtiene, en efecto, por una ascesis, una reducción-.
Este deseo del analista de obtener la diferencia absoluta no se vincula con ninguna pureza, porque esta diferencia nunca es pura. Al contrario está enganchada con algo que Lacan no dudaba en llamar cochinada, esa que ustedes pescaron del discurso del otro y que rechazan, sobre la que no quieren saber nada. Hay un matema para eso, que es el objeto a. Aunque en la práctica nunca se lo puede deducir, sino que se presenta. Hay un matema, es decir es asunto de geometría. Pero en la práctica es siempre una sutileza, que sólo se capta de un vistazo, cuando al cabo de un tiempo para comprender, se precipita una certeza que se condensa en un es eso. Y sin duda, eventualmente, no una vez. Y hasta tanto ustedes no obtengan un es eso, no vale la pena jugar a hacer el pase. Justamente, lo que Lacan llamaba pase demandaba la captura de un es eso en su singularidad. De modo que mientras ustedes piensen que pertenecen a una categoría, deben renunciar a hacer el pase.
El deseo del psicoanalista no tiene evidentemente nada que ver con el deseo de ser psicoanalista. ¡Ah, ser psicoanalista…! ¡Qué sensacional! El hombre, la mujer, que presenta los semblantes de… ¿cuáles? ¿Afabilidad, comprensión condescendiente, cierta distinción, una supuesta experiencia en esas materias? Y que los tomará de la mano para que ustedes se vuelvan como él o ella. El deseo de ser psicoanalista en el fondo es siempre de mala calidad, es un deseo del tipo moneda falsa. La idea de Lacan era que uno se vuelve analista porque no puede hacer otra cosa, que esta elección tiene valor cuando es forzada, es decir, cuando se ha hecho un recorrido por otros discursos y se volvió a él, se volvió a ese punto donde todos los otros discursos parecen débiles, y uno sólo se arroja en el discurso del analista porque no puede hacer otra cosa. Como ven es algo muy diferente de un cursus honorum, es muy distinto de franquear etapas de un gradus, es a falta de algo mejor, a falta de dejarse seducir por las ilusiones de otros discursos.

Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas,  Buenos Aires, Editorial Paidós, 2011, página 40.

«Las verdades… ahora sonaban ficticias, extrañas»

Gabriela Liffschitz

Pero volviendo al tema de lo obvio, tal vez el sentido común dice que en definitiva es una categoría bastante tranquilizadora. Mi experiencia es que no. Lo obvio no deja lugar a mirada alguna y por lo general la que uno otorga lo que menos tiene es paz. Que al revés las cosas no sean obvias permite ver fuera de una supuesta intencionalidad. Uno puede ver entonces la verdad que le atribuye al Otro. Queda expuesta en cada adjetivación de aquello que supuestamente nos viene de afuera.
Por ejemplo, el otro día me encuentro con un amigo al que ante su pregunta le cuento que se había complicado un poco el tema de mi salud; mientras hablábamos participábamos de otra cosa que me daba mucha gracia de modo que casi todo el tiempo me estaba riendo, amén de que la complicación referida, aunque grave, no me preocupaba particularmente. Dos días después me lo vuelvo a cruzar y me dice que se quedó mal porque en mi mirada se notaba que estaba triste por lo que me pasaba. Me sonreí y le expliqué -con cierta paciencia cansada, porque él es psicoanalista- que «triste» era un adjetivo calificativo que modificaba su mirada, no la mía.
Claro que esta no es una elección o una lectura que uno simplemente decide hacer. No es algo sobre lo que uno dice: ahora voy a ver qué es eso que me parece evidente.
Pero aunque es algo que simplemente sucede en el final del análisis, también es algo sobre lo que en algún momento me empecé a preguntar. Como en el caso de la angustia, también en la última etapa del análisis me llamaba la atención en particular lo que me parecía obvio. Funcionaba como una bengala. Cada vez que aparecía lo escuchaba, me escuchaba decir «tal cosa es evidente» y como si me desdoblara, lo dicho me sorprendía, me asombraba, me producía extrañeza. ¿Qué era evidente??? Ya nada me parecía que pudiese entrar en esa categoría. Esos resabios de certezas que el proceso del análisis había ido destituyendo, resaltaban ahora ante mis ojos como signos de algo en decadencia, algo que en realidad empezaba a dejar de significar.
Yo no me planteaba todo esto, lo que sucedía era que estaba hablando con amigos y de repente me escuchaba involuntariamente, e incluso sorprendida me asaltaba una pregunta: ¿Qué carajo estoy diciendo?
Las verdades que durante toda mi vida habían fluido de mi boca con la naturalidad y la contundencia de lo evidente, ahora sonaban totalmente ficticias, extrañas. De hecho todo ese período fue de un gran extrañamiento.
Sobre todo esto, digo, desde todo esto, desde la nueva posición ante la angustia, desde la aparición continua de significantes, o desde la caída de las certezas, yo me colgaba, me agarraba de ahí para mecerme, dúctil, lo más dúctil que pudiese.

 

Gabriela Liffschitz: Un final feliz (relato sobre un análisis), Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora,  2009, página 74


Gabriela LiffschitzUn final feliz
*Nació en 1963 en Buenos Aires y falleció en 2004. Fue periodista, escritora y fotógrafa. Publicó dos libros de poesía: Venezia (1990) y Elisabetta (1995), y dos libros de textos y fotografías: Recursos humanos (2000) y Efectos colaterales (2003). Un final feliz (relato sobre un análisis) se editó por primera vez en 2004, poco después de su muerte.

*Tomado de la solapa del libro Un final feliz

Tres canas

En una sesión de mi análisis descubrí sorprendida que estaba quejándome porque me salieron canas.
Las había contado: ¡tres!
Con horror las encontré, una a una. Del horror pasé a la risa, pues la situación misma era ridícula.
Esas tres canas me llevaron a pensar que el problema no eran ellas. El problema era la frase: “sos igual a tu madre”, que siempre atravesó mi vida.
Mi madre no llegó a envejecer, murió mucho antes.

Mis tres canas indican, en su silencioso crecimiento, que había algo que yo había sobrepasado.
No sólo estoy envejeciendo sino que esa frase, que siempre viví como una verdad indiscutible, era una verdad mentirosa.

No soy igual a mi madre.
En verdad nunca lo fui.
Sin duda, los tiempos del sujeto no van de la mano con la cronología.

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Elizabeth Winthrop Chanler,1893. John Singer Sargent

Mercedes Ávila

(2014)

Fuente: Niebla Roja

¿Por qué se le hacen regalos a una mujer?

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¿Por qué se le hacen regalos a una mujer? ¿Por qué se regala a una mujer que se ama o se desea o que se ama y se desea? Sucede que al hacerle un regalo se apunta a ella como carente de lo que se le va a dar, se apunta a ella como castrada; mientras que en el acto sexual, precisamente, ella no pierde nada. Y por eso se habla tanto de tomarla, cuando por el contrario es el hombre el que da.

No hay relación sexual: se trata de una verdadera forclusión del significante La mujer, y esta forclusión -que no haya concepto universal de La mujer– justifica la proposición de Lacan todo el mundo está loco. En este nivel se justifica; es decir que sobre este tema, el de la mujer y la relación sexual, cada uno tiene su construcción, cada uno tiene su delirio sexual. Entonces, más especialmente, todas las mujeres son locas, según Lacan, en la medida en que, al faltar un concepto universal de feminidad, ellas no saben quiénes son. Pero agrega que ellas no están locas del todo, dado que saben que no saben. Los hombres, en cambio, sabe, creen saber lo que es ser un hombre, y eso no se hace más que en el registro de la impostura.

De aquí que se hagan regalos a una mujer para que ella encarne el objeto no detumescente, no evanescente del deseo. Y eso es por excelencia la piedra, el objeto eterno.

diamante

(2008)

Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas,  Buenos Aires, Editorial Paidós, 2011, página 62.