El cubo imposible de Rubik

Mercedes Ávila, 2024

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Es más bien un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher. Damos un primer paso, avanzamos, creemos que comenzamos a subir y, de repente, descubrimos que estábamos bajando. Parados en el lugar correcto podemos ver todo el paisaje. Todo depende de la posición del observador.
Entonces, si bien podemos establecer objetivamente el punto de ingreso al laberinto, y descubriremos luego que también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.

Un análisis se empieza porque hay algo en la vida que se ha vivido hasta ese momento que ya no funciona. Que quizá nunca funcionó, pero ahora nos damos cuenta de ello. No se puede ingresar al análisis como observador, es un todo o nada que tarde o temprano deberá ponerse en juego. El psicoanálisis no es una teoría ni un juego intelectual, es una disciplina que no acepta la cobardía.
Una vez despejado el camino de lo urgente, o de aquello que creíamos que era lo primero y fundamental, se ingresa de verdad en el camino de lo central, lo consistente, lo que se repite, lo que ahora sí aparece del todo como el problema. Ahí en ese punto se abre la posibilidad del psicoanálisis como disciplina para uno mismo. La posibilidad de una elección: ver cómo funcionamos nos habilita a captar algo del funcionamiento del otro. Podemos recordar a Pierre Rey planteando por qué querría dedicarse a eso, cuando lo único que busca al principio es liberarse del malestar. La respuesta buena viene por el lado del deseo del analista. Algo que, sin embargo, surge desde la entrada en análisis.

La pregunta acerca del motivo por el que alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista insiste, dado que, una vez atravesado el recorrido, se distingue claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea decía Lacan, parafraseando a Santo Tomás, refiriéndose a encontrar la forma de separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve. El psicoanalista no es un objeto cargado de brillo ni un faro ni nada, es un desecho que queda, es la reducción al máximo, es esa nada que queda después de despejar capa tras capa.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, ¿por qué devenir psicoanalista? O, mejor dicho, ¿por qué no? Ocurre que, situados de la buena manera, lo que se descubre dentro de un verdadero psicoanálisis, es un discurso que ya no puede dejar de rondarse.
Es en ese punto que se entiende la frase de Lacan acerca del psicoanalista como lo que se espera de un psicoanálisis, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del final, del psicoanalista que uno mismo devendrá.

El deseo del analista se descubre impuro, pues encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Miller lo señala bien cuando usa la metáfora de la falsa moneda que pasa de mano en mano. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar, pero al darle lugar muta: nos convertimos en otra cosa si le damos lugar en serio a ese deseo. Nadie nace psicoanalista, pero la entrada en análisis, con el germen de la salida en sí, es el nacimiento de un posible psicoanalista.
Recuerdo haber visto la película “La cosa” de John Carpenter (1982) cuando tenía ocho años. El deseo del analista tiene algo de ese monstruo, de ese ser extraterrestre que anida en el cuerpo y simula ser uno, pero no lo es, es algo distinto, de otro orden, lo que no impide que se pueda vivir apaciblemente con él.
El deseo del analista nace a partir de cualquier cosa, y en el caso singular que me atraviesa se puede establecer que nació a partir de una pregunta, aparentemente inocente, que ha insistido a lo largo de mi vida.
“¿Cómo funciona?” es la pregunta que determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer y saber: tiene que haber algo más. El “cómo funciona”, incurable, se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos… a todo.

Dos escenas muestran con claridad el alcance de la pregunta.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una clase de órgano, dejé las partituras de la práctica sobre una mesa. Mi madre las tomó y las leyó, cantó en voz alta la canción allí escrita. La canción era Moritat. La lectura y el canto produjeron en mí sorpresa y admiración, porque ha ocurrido algo que me parecía imposible. ¿Cómo  puede ser que ese sonido coincidiera con las notas en el papel?
A esto se añadió otra sorpresa: “no todo es mentira”. Esa madre hablaba mucho de las cosas que supuestamente había hecho en su juventud, exageraba, intentaba mostrarse en el centro de la escena siempre. Entre esas cosas había el estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante tales afirmaciones, se conmovió. Antes de ese momento, todo lo que decía mi madre se escuchaba como una mentira, a partir de allí la línea verdad-mentira se atenuó.

2) Había una mesa en la casa familiar y, sobre ella, un plano desplegado. Era un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surgió, entonces, la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué? Yo creía que mi padre podía brindar la explicación, del lado de él se encontraban la verdad, la razón, lo exacto, lo que encaja. La acumulación de conocimiento en las paredes de una casa, en forma de diplomas, en forma de libros. Pero, y esto es lo más importante, la pregunta no desaparece nunca.
Se podría haber elegido ese camino, el del padre, para tapar ese agujero que insistía desde temprano, pero la explicación científica no alcanza, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.
En cambio, tomé, sin saberlo del todo, otra cosa de él: el humor, la diversión, la satisfacción por la vida. De la madre quedó una autorización para torcer las reglas, la verdad mentirosa, que ha sido marco de flexibilidad e invención en la vida.

Muchos años más tarde, la pregunta se detuvo, por azar, sobre el cubo de Rubik, en la obsesión por resolverlo y entender cómo funciona su mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.
El primer encuentro con el cubo fue, también por azar, con un cubo fallado. El cubo sólo puede resolverse si las tapitas de colores están colocadas en el lugar que les corresponde. En este caso el cubo había sufrido un golpe y perdido algunas tapas, y por ello quedaron sus partes mezcladas. Esa falla hacía de él un cubo imposible. Sus partes no estaban en el lugar correcto. Se le añadió una dificultad, ya que hubo que aprender primero cuál era ese lugar, para después armarlo correctamente y volverlo posible.

Armar al psicoanálisis

El análisis quedó estancado, por varios años, a causa de esta pregunta que lo mueve todo: ¿cómo funciona el psicoanálisis?, ¿hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Se impuso un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender. Tomaba mil formas: ante un libro, se miraba primero cuántas páginas tenía y se leía el final; ante una película, se saltaban partes. Se quería saber el final, apresuradamente, para saber si valía la pena hacer todo el recorrido. Se pretendía alcanzar el punto de vista desde el cual se podía abarcar todo el paisaje de una vez.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron así en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar. Se experimentó, como nunca, el aspecto más terrible de la teoría: el que puede llenar de sentido todo y el que ofrece explicación a cualquier idea que se pudiera tener. Ese aspecto que los detractores señalan, con lucidez y razón: el “a prueba de balas” en el que anida la cobardía.
Paralelamente, las instituciones psicoanalíticas en las que se participaba activamente, ofrecieron una zambullida narcótica en el discurso universitario absoluto, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda, si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se presentó como SAMCDA. Un lugar para dormir el sueño cobarde.
La salida de dichas instituciones, la caída del ideal que obligaba a creer que había un único camino, el camino válido, autorizado, reconocido, la creación de un espacio propio para hablar de aquello que interesa, abrió otra posibilidad: la de la invención.
Pero, en ese mismo momento, un síntoma, que siempre había estado presente, se incrementó: pequeños ataques diarios de súbito temor ante la muerte y la propia desaparición. Estos ataques no duraban más de un minuto, pero ocurrían casi todos los días. Era una hiperconciencia acompañada de angustia en la que se podía hacer una abstracción de la vida y observarla, en la historia del universo todo, y pensar en uno mismo inscrito en ese destino que ya ha sido para otros.
El análisis sufrió golpes, estancamiento, la crítica sobre la práctica, el psicoanalista mismo recibió, en acto, críticas sobre su función y su utilidad.
En el momento en el que se olvidó el final, se terminó el análisis. Un sueño fue el cierre, así como un sueño fue la entrada.
Sin calcularlo y sorpresivamente, desapareció la preocupación y la obsesión por el final, y algo se liberó. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, de elegir. Ya no había prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido se volvió parte del viaje, el camino se convirtió en parte del final.
Las piezas se pueden ver con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra.
Las carillas de colores. Pero no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse. El encuentro con el cubo empezó por lo imposible, ver que no funcionaba, luego armarlo y, al final, descubrir que no importa que quede en su forma original porque esa forma original no existe, es una arbitrariedad, un engaño, una ilusión.

La práctica psicoanalítica

La pregunta persiste, pero de otra manera. Las cosas funcionan, y a veces no, a pesar de que todo indicara que deberían funcionar. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace, y que se arrastra desde la niñez.
La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta. Cada ser hablante funciona distinto, allí la pregunta es radical e incomparable. No se puede hacer ciencia de lo universal. La belleza está en eso distinto.
El fantasma, que hacía consistir un Otro impotente, se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro de él o puede llevarlo en el bolsillo. Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa. No desaparece, tan sólo no es quien comanda.
Se despliega algo nuevo, cierta calma y satisfacción, un silencio de goce semejante al que se encuentra en las plantas y los animales, seres tranquilos y siempre preferidos por encima de los humanos en su conjunto.

Un recuerdo de la niñez se relaciona con ello: ante la creencia absoluta en el padre, en su saber, en la verdad que él supuestamente portaba, hubo una vez que salimos al campo a perseguir aves para tirarles sal en la cola, y poder atraparlas.
El recuerdo, al principio, trajo la vergüenza por ese Otro que se burla de la credulidad infantil; luego, bien mirado, trajo la satisfacción de ir corriendo bajo el sol entre los pastizales, persiguiendo perdices con un paquete de sal. Ver a lo lejos las aves, sentir el viento, correr, disfrutar del paisaje.
La felicidad toma formas misteriosas. Lo importante es divertirse: la vida es juego.

Nothura maculosa – 1820-1860 – Print – Iconographia Zoologica – Special Collections University of Amsterdam

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Destete

Mercedes Ávila

El primer análisis se inicia a la edad de 16 años. En ese momento la consulta se produce porque una amiga le dijo que “porque sus padres habían muerto” debía consultar.

Las sesiones duraron aproximadamente dos años en los que logra cierta separación de su hermano menor, al que veía como desprotegido, y una elección de carrera que fuera más allá de lo que les había dicho a esos padres muertos.

Un sueño que recorta de ese análisis es el de “estar en medio de la selva y ver cómo se abría un camino, como una autopista que llevaba a la ciudad”.

El segundo análisis comienza a los 27 años, bajo el problema de querer ser madre y la imposibilidad de pensar en un embarazo, visto el mismo como una situación horrible y peligrosa por el parto.

La entrada en análisis se presenta bajo un sueño: está en un lugar en el que escucha a dos personas hablar sobre Mar del Plata y que van a visitar a “la vaca de Mar del Plata”. Entiende primero que se trata de un animal y luego descubre que la vaca en realidad es una mujer. Recuerda que a su madre le decía “La vaca Flora”.

A lo largo del análisis logra transitar un embarazo tranquilo y ameno, y toma cada vez más forma que el problema no era el ser madre sino ser hija. Una hija que todo el tiempo cuida al otro, a la madre enferma, luego al padre enfermo, y a cualquier cosa que ocupara el lugar de desvalido.

El significante “huérfana” ilustra esa posición. La huérfana había aparecido cuando tenía ocho años y supo que su madre iba a morir. La muerte posterior de los padres, cuando tiene 16, es un accidente que se añade a ese nombre, y además vela la posición, que es la de arreglárselas sin el otro, pero simultáneamente haciendo consistir a un otro que no está para ayudar.

Despejado el síntoma que inició la consulta, el ser madre, emerge otro síntoma, más consistente: el miedo a morir. Un estado súbito de hiperconciencia en el que aparece angustia por saber que se ha de morir y que no puede evitarse. Este estado no dura más que un minuto, pero se repite con asiduidad.

A lo largo del análisis se despejan varios problemas, el miedo a la muerte persiste.

Consiste cada vez más una forma de saber-hacer por medio de lo alegre y el humor, el chiste como el recurso privilegiado. Comienzan las risas a carcajadas que antes no estaban presentes.

Los encuentros de las sesiones del análisis de distienden cada vez más, se atraviesan momentos de cuestionamiento al analista y a su posición, su efectividad.

Hace pocos meses, en una conversación, le preguntan por sus padres y responde “soy huérfana”. En el acto del decir siente el exceso de ese término.

A los pocos días tiene un sueño: Está tomando la teta de su madre, el pecho tiene forma redonda, como una pelota de cuero y pelaje con los colores propios de las vacas lecheras, la escena es grotesca y obscena. Ella es adulta y está tomando la teta de su madre.

En su última sesión de análisis habla con su analista sobre ese sueño, no recuerda antes haber soñado con su madre, el sueño es grotesco, muestra algo excesivo, fuera de lugar, obsceno.

Recuerda el sueño de la vaca de Mar del Plata. Algo ha cambiado.

El miedo a la muerte ha desaparecido.

Por último, recuerda que en algún momento ella les tenía mucho miedo a los extraterrestres, que eran una representación clara de aquello que se desconoce. Se lo contó a su padre y él le dijo: “es cuestión de costumbre, por ejemplo, las vacas son animales muy feos, pero las vemos todo el tiempo y por eso ya no nos parecen ni feas ni nada”.

Esa respuesta de su padre introdujo una calma, se puede hacer algo con eso que se teme.

Cierta sorpresa aparece alrededor de la unión de todos esos elementos que siempre estuvieron disponibles allí pero sólo ahora pueden verse con claridad.

El analista se convirtió en una voz que se lleva y está disponible siempre. Acompaña. En las distintas circunstancias de la vida, si aparece la angustia, lo primero que surge es la pregunta de dónde sale esto. Siempre se puede hacer algo.



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Un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración

Clase 9*

Sebastián A. Digirónimo

Arrancamos al principio del año con la pregunta fundamental, la que nunca debería agotarse: “¿qué es un psicoanálisis?”. Rápidamente encontramos la necesidad de una herramienta sin la cual se puede decir mucho pero luego, en acto, no se suele sostener eso que se dijo, porque la pendiente natural por la cual nos deslizamos los seres hablantes es la del no-querer-saber. Esa herramienta imprescindible la llamamos, con Stevenson, talento para la lectura, y es la capacidad de poner en duda todo el tiempo nuestros propios prejuicios y, por lo tanto, jamás negar su existencia creyéndonos libres de ellos. Eso nos permite soportar todo el tiempo, en acto, que el saber estará necesariamente agujereado. De esa forma, rápidamente, la pregunta sobre qué es un psicoanálisis se convierte en qué es un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. La lectura verdadera, análogamente, si existe el talento para la lectura, es la capacidad de llevar un texto hasta sus últimas consecuencias lógicas, es hacerle decir al texto lo que ya decía, pero tensionándolo hasta el extremo lógico. Al empujar las cosas hasta allí a través de la herramienta adecuada, no nos queda más que recorrer todo el camino de un psicoanálisis, desde la entrada en él, con lo que hay antes de la entrada misma, hasta la salida dada por el final y no por una interrupción sin final (cosa que es una posibilidad todo el tiempo), con lo que hay, además, después de esa salida.

En ese camino, lo que nos sale al paso todo el tiempo, son los prejuicios que arrastramos. Los tenemos para todo, y la gran mayoría de ellos son prejuicios que toman su fuerza de la neurosis misma. Ahora tenemos que abordar el punto de ese camino en el cual más prejuicios neuróticos nos acechan, y eso porque es mucho más cómodo quedarse con la neurosis, y desde allí postular esto o lo otro, que empujar las cosas hasta las últimas consecuencias. Es que se trata del punto más cercano a lo impensable, el punto más cercano a lo imposible lógico y el punto que implica abstenernos de la satisfacción peor para nosotros mismos, y espontáneamente no es lo que queremos. Ese punto es el final de un psicoanálisis, es decir, un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas.

Y tenemos que ser bastante precisos en el recorrido de ese camino, porque si empezamos a caminar arrastrando los prejuicios neuróticos que están enganchados a lo pensable, vamos a empezar a desbarrar rápidamente, rebotando entre la erudición sin alma y la tontería pedantesca. Y para precisar ese camino es imprescindible partir disipando dos prejuicios que jamás se ponen en duda, sobre todo uno de ellos, el fundamental. Basta revisar todo lo que se ha dicho hasta hoy sobre el final de un psicoanálisis para descubrir que esos prejuicios, más allá del grado de conceptualización que esgrimiera quien hablara, quedan siempre intactos. Y mucho peor que solamente intactos, quedan enteramente inadvertidos.

Postulemos, antes de atacar esos prejuicios, un axioma, el que está en el título de hoy: un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración.

Es desde ese punto que podemos echar luz sobre esos dos prejuicios fundamentales que, unidos, impiden todo movimiento firme en cuanto al final de un psicoanálisis. El prejuicio fundamental es un prejuicio de “sentido común neurótico”. El otro es un prejuicio de iniciados y un prejuicio institucional que viene a responder a una imposibilidad. El que más nos importa es el primero de ellos, que es el prejuicio intacto, inadvertido, directamente invisible, y es el que impide todo paso firme. Es un prejuicio que implica un error lógico.

Mencionemos de entrada el segundo, que está montado sobre el más importante, que es el primero. Ese segundo prejuicio, de iniciados e institucional, es confundir el final de un psicoanálisis con el dispositivo del pase. Hay que separarlos: una cosa es el final de un psicoanálisis y otra cosa es el dispositivo institucional del pase. Pero, sin captar el prejuicio invisible sobre el cual se monta ese otro, al separarlos lo único que se logra es reproducir el prejuicio inicial, y de nada sirve entonces el movimiento. La mayoría de los que piensan sobre esto suelen hacer ese movimiento o, mejor dicho, creen hacerlo, pero como arrastran el otro prejuicio invisible e inadvertido, en realidad no lo hacen. Basta observar el capítulo trece del curso de Miller titulado Sutilezas analíticas. Ese capítulo se titula “Se terminó, entonces, el pase”. Ya en otro momento respondimos con un pequeño artículo que se titulaba “El pase, entonces, se terminó”. Pero en ese momento no poníamos el acento en el prejuicio que impide pensar que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es la demostración de que un psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Ahora es tiempo de poner los reflectores sobre ese prejuicio invisible. Lo acabamos de mencionar, está en el título de aquel capítulo trece del curso de Miller. El prejuicio de “sentido común neurótico” es lo contrario al axioma que está en nuestro título, es decir, creer que primero está el final de un psicoanálisis y solamente después su demostración a través del dispositivo que fuere.

Ese prejuicio hay que procurar darlo vuelta enteramente. Entonces, primero la demostración de que un psicoanálisis fue llevado hasta sus últimas consecuencias y luego sí ese mismo psicoanálisis ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Parece una nadería y es muchísimo, es todo, es hacer posible el final mismo de un psicoanálisis.

Hay que entender que esto, planteado así, es muy difícil pensarlo, porque lo que se piensa espontáneamente es lo contrario. Un esfuerzo de lectura verdadera, la construcción del talento para la lectura, implica un esfuerzo por pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente. Unamuno lo hacía y los demás, malos lectores, le reprochaban su “gusto por las paradojas” que hacía, a juicio de esos malos lectores, inentendible lo que escribía. Léase a Unamuno con un poquito de talento y se verá que la única característica que no tiene su escritura es la de ser inentendible en el sentido que lo decían esos detractores poco lúcidos. Este pensar en contra de lo que se piensa espontáneamente tiene que ver con el saber leer empujando la lógica de un texto hasta sus últimas consecuencias. Cuando Harold Bloom, parafraseando a Nuttall, señala que el lenguaje de Shakespeare nunca se propone representar meramente la realidad, sino que llega al punto de inventar la “naturaleza” humana, diciendo que ese lenguaje “nos permite ver en un carácter humano muchas cosas que estaban ya allí pero nunca podríamos haber visto si no hubiéramos leído a Shakespeare”, está diciendo eso mismo. El problema es que no basta leer a Shakespeare en el sentido de pasar los ojos por las páginas impresas y tampoco basta haber visto una de sus obras representada en el teatro con el filtro del director contemporáneo que fuera. Leer a Shakespeare es construir el talento para la lectura que nos permite leer a Shakespeare en serio. Y Shakespeare es también cualquier otro poeta de primera, segunda, tercera o última línea. Se trata de leer en contra de los prejuicios propios que están allí indefectiblemente. Pero para eso hay que atreverse a algo difícil.

Hay que atreverse a algo difícil también para entender cómo, si no vamos más allá del prejuicio neurótico que nos hace creer que primero está un psicoanálisis llevado hasta el final y solamente luego su demostración, el resultado es que ese final no puede alcanzarse.

Y siempre hay que darle una vuelta de tuerca más, porque necesariamente nos vamos a quedar cortos, como lo demostrábamos en la clase anterior mencionando aquellos ejemplos ajenos que son enteramente útiles para todos, porque ese quedarse cortos de ellos también es nuestro. El problema de ellos es justamente que se olvidan de que ese quedarse cortos es imposible de vencer. Anotemos de pasada otro ejemplo de ello. En otro libro, que no está mal, aparece una definición de un psicoanálisis que está bien, pero que se queda corta. Por eso no tenemos que darnos nunca por satisfechos con las definiciones que encontramos y debemos llevarlas hasta sus últimas consecuencias lógicas, preguntándonos todo el tiempo lo que se preguntaba Lacan: “¿me ajusto lo suficiente al discurso psicoanalítico?”. La respuesta es siempre no, porque necesariamente el acto psicoanalítico siempre nos va a superar, pero eso debería llevarnos a no dormirnos nunca en los laureles, cosa que ocurre también necesariamente, como lo demostraban en el otro libro que comentamos en la clase anterior. En este otro libro que ahora comentamos ínfimamente, que está bien, se dice lo siguiente de un psicoanálisis: “es una práctica en la que se aprende a leer”. Y si la miramos superficialmente, la definición es correcta, no está mal, pero si la miramos mejor, es una definición que nos abre la puerta a lo que más nos gusta, es decir, dormirnos en los laureles. Sí, podrá ser el psicoanálisis una práctica en la cual se aprende a leer, pero mucho más es una práctica que depende de que se aprenda a leer. Aprender a leer no va de suyo, no viene incluido en un psicoanálisis, menos viene adosado a un dispositivo que funcionaría solo, sin el consentimiento de alguien que quiere aprender a leer, que se atreve a construir ese talento para la lectura que podría llegar a desprenderse de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso es necesario lo que hemos llamado coraje de la experiencia. Y también es necesario saber que es necesario el coraje de la experiencia. Y solamente desde allí descubriremos que un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias es su demostración. No hay un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y luego su demostración. Lo que hay es un psicoanálisis que sólo en la demostración de que ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias puede ser llevado hasta sus últimas consecuencias.

Al hacer este movimiento, al ver e intentar desechar el prejuicio neurótico que espontáneamente se arrastra en la idea de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, se abrirá la puerta a otra cosa, que debe pensarse de nuevo, encontrando también en ello un cúmulo de prejuicios neuróticos que están allí inadvertidos porque espontáneamente jamás se ponen en duda.

Es claro que, institucionalmente, es necesario un dispositivo que permitiera revelar esa demostración de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Lo más cercano a ello que hoy existe es el pase. El pase se funda en una imposibilidad que vale la pena: hacer pasar lo más singular del Uno al Otro. El problema es que siempre se ha pensado sin ponerse a pensar en los prejuicios neuróticos que se arrastran espontáneamente cuando la neurosis (y el lego al cual Freud solía interrogar) piensan en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Hay un punto clave que no se observa. Al no ver el prejuicio neurótico que piensa primero un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y solamente luego su demostración, tampoco se ve un prejuicio análogo que tiene relación con el aspecto institucional que se pone en juego en esa imposibilidad que implica hacer pasar algo de lo más singular del Uno al Otro.

Hay que inventar un dispositivo, aprovechando el que ya hay, lo suficientemente flexible para que, al mismo tiempo, parte de él fuera una invención singular relacionada con la demostración que está en juego. En síntesis, parte del dispositivo no debería ser institucional sino desprenderse de lo singular de ese psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias que está en juego. Mientras esto no suceda, el pase fallará de la mala manera, aunque, de tanto en tanto, ocurriera esa imposibilidad y algo de lo más singular de este Uno o aquél, pasara al Otro. Cuando ocurre, no se debe al pase como está planteado hoy, se debe mucho más al coraje de la experiencia en la forma singular que toma en ese pasante que se atreve al pase más allá del pase. Debemos empezar a llamarlo así: el pase más allá del pase, y entender que se desprende de un esfuerzo de invención singular que nunca será para todos.

Es claro que sería más cómodo que dependiera todo de un dispositivo universal, pero ello nunca ocurre en el psicoanálisis, aunque los seres hablantes que rondan al psicoanálisis hicieran fuerza, todo el tiempo, por buscar el alivio del universal. Afortunadamente hay, aquí y allí y a veces por el psicoanálisis mismo, el insondable coraje de la experiencia que depende enteramente de cada cual y de su lucha contra el no-querer-saber que siempre triunfará.

Si se lograra desentrañar este prejuicio, si se hiciera un esfuerzo por ponerlo delante de los ojos de los que pretenden llevar un psicoanálisis hasta el final, muchas veces sin haber interrogado nunca esa pretensión, como si hubiera un camino demarcado de antemano que “hay que seguir”, se podría luchar un poco mejor contra ese prejuicio gregario encarnado con total claridad en aquel practicante que dijo alguna vez “pertenecer a la Escuela te cambia la vida”. ¡Qué sordera para con los detalles! Sí hay algo que cambia la vida, pero nada tiene que ver con pertenecer. Ni a la Escuela ni a nada.

Si empezamos a luchar contra el invisible prejuicio que postula que primero se llega al final de un psicoanálisis y luego se lo demuestra, se podrá luchar contra ese otro prejuicio que considera que es en la pertenencia que está lo que cambia la vida. Y, bien situadas las cosas, la Escuela y la Causa psicoanalítica son lo mismo, pero no están en ningún lugar material, se desprenden de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y se lleva con uno donde fuere. La soledad bien situada hace lazo con otras soledades sin pertenencia ninguna, sin encarnación oficial ni materialidad institucional, pero hay un prejuicio fundamental a vencer para poder subvertir radicalmente lo que se piensa sin más.

Y entonces atrevámonos a luchar contra nuestros propios prejuicios, para que se pudiera decir, al final de un psicoanálisis, que es el nuestro, con total seriedad, es decir con humor, pero sin sarcasmo ni ironía, lo que grabó Shakespeare en la primera escena del acto quinto de Trabajos de amor perdidos: they have been at a great feast of languages, and stolen the scraps. Con esas sobras robadas, que serán siempre sobras y serán siempre robadas, podemos inventar una nueva relación con el goce que es, nada más y nada menos, que una vida mucho más vivible, y al que le pareciera poco que siga intentando poseer el oro y la pertenencia (ni sobras, ni robadas, según su idea) y así le irá.


*Clase 9 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

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Ivan Aivasovzky – La novena ola

El doble coraje de la experiencia y dónde situarlo

Clase 7*

Sebastián A. Digirónimo

A través del recorrido que hicimos en las clases anteriores vamos a situar ahora el coraje de la experiencia con sus dos momentos fundamentales. Vamos a rehacer, por eso, los gráficos que usamos para tratar de pensar lo impensable sin, al mismo tiempo, pasarlo del lado del pensamiento, esfuerzo imposible que justamente por eso vale la pena. Vamos a mencionar muchas cosas de pasada, abarcando un psicoanálisis desde el principio hasta el final, poniendo el acento en el coraje de la experiencia, doble, y en el no-querer-saber, que es la pendiente natural del ser hablante. Recordemos que buscamos poco a poco sistematizar el coraje de la experiencia que es lo que se opone a esa pendiente natural del ser hablante que nos acecha todo el tiempo y que llamamos, con su nombre completo, el no-querer-saber-nada-de-eso. En general ha habido esfuerzos por entender qué es “eso”, pero no ha habido esfuerzos suficientes por poner en el buen lugar, tanto el no-querer-saber, como el empuje contrario con el cual debería revestirse un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, y que implica el famoso “atrévete a saber”. Con esta divisa, mencionada por Miller más de una vez, pero no tan repetida por sus seguidores, ocurre lo mismo. Mucho más se ha puesto el acento en el saber y muchísimo menos en el atrévete.
En este punto, antes de empezar, podemos aprovechar algo que escribe Barros en su libro titulado El sinthome y que lleva como subtítulo lo siguiente: desde una perspectiva freudiana. Sin mencionar allí ni el coraje de la experiencia ni el no-querer-saber-nada-de-eso, aunque mencionándolos con otros términos, en la página 78 encontramos lo siguiente. “Freud había creado la metapsicología, los tres puntos de abordaje: tópico, dinámico y económico. Lo que hay que interrogar sobre los nudos de Lacan es hasta qué punto ellos dan cuenta del conflicto. A mi entender formalizan una falla, la confusión o la liberación de registros, pero no el conflicto, eso que Freud abordaba desde el punto de vista dinámico. Por ejemplo, él plantea la psicosis como un conflicto entre el yo y la realidad, entre un narcisismo que al no tolerar la castración la rechaza –Verwerfung–. El último Lacan parece eludir la noción de conflicto y el punto de vista dinámico en función de purificar la vía de buena lógica. La falla del nudo aparece como falla topológica, como lapsus o error. Se pierde la dimensión ética, la del sin (en inglés), la del pecado. Es el problema al que aludimos al principio, y acaso éste sea el pecado original de Lacan, algo no analizado en su deseo de esterilización, en el sentido de limpiar el psicoanálisis de la impureza dramática, de la “sangre roja” que hay en el efecto de verdad y el Edipo, tal como él mismo lo reconoce en el Seminario 18. Digamos que el cuarto nudo que Lacan hereda –a su pesar– de Freud, es el punto de vista dinámico, qué él habría querido reducir, logrando la evacuación completa del sentido y la anulación del psicoanalista como interpretante”.
Cita un poco larga. Pero es que tiene que ver exactamente con los puntos en los cuales debemos sistematizar el doble coraje de la experiencia que se opone al no-querer-saber-nada-de-eso. Si esto que dice Barros es así, vemos por qué mucho más se ha puesto el acento en el saber y mucho menos en el atrévete. Y vemos también por qué cuanto más los practicantes se vuelven eruditos de los nudos, más parecen alejarse de la dimensión clínica, cosa que constituye un error sobre el cual el mismo Lacan advertía todo el tiempo a los practicantes del psicoanálisis.
Es que ese atreverse depende de una decisión insondable que se relaciona directamente con la dimensión ética. Sin embargo, el camino difícil que va contra la corriente natural, es decir, el camino que va desde el horror hasta el coraje, puede llegar a sistematizarse. Y a la “vía de buena lógica” de los nudos se le puede agregar esa dimensión ética que implica, simplemente, tomarse en serio que una enseñanza de Lacan no elimina las otras.
En nuestro camino, entonces, encontraremos que hay dos momentos cruciales de ese coraje de la experiencia, al punto que podemos decir que hay un doble coraje necesario, y ello hace que las cosas se compliquen más para llevar un psicoanálisis hasta sus últimas consecuencias. Esta duplicación del coraje necesario nos explica, además, uno de los motivos por los cuales nunca podemos dar por concluido el movimiento del horror al coraje y siempre estamos a tiempo de horrorizarnos otra vez. Y, sin embargo, hay final. Hay que lidiar con esta paradoja.

Empecemos, entonces, por nuestro gráfico. Y para ello dibujemos tres columnas, agregando los elementos y las flechas, para luego ver qué podemos decir ellos.

4

Las flechas en rojo nos marcan el primero y el segundo coraje. La flecha en verde nos marca el punto de retroceso neurótico y cobarde, que se relaciona con la doble barra que dibujamos sobre la flecha azul, que nos marca el imposible pasaje del amor al saber al deseo de saber y dado éste por el obstáculo ante la posibilidad de hacerse un síntoma (que es también hacerse un nombre y servirse del padre adueñándonos de la herencia).
El segundo coraje, está dado, entonces, si sabemos situar la imposibilidad en el buen lugar sin tratar de eludirla.
Nuestro doble coraje lo que hace es recuperar la noción de conflicto subrayando de la buena manera lo que muchos lacanianos olvidan y que Freud señalaba con otros términos: la centralidad del no-querer-saber que implica una insondable decisión del ser.
Queda claro que, simplificando, el primer coraje es el de la entrada en análisis y el segundo el de salida.
En la tercera columna tenemos que agregar, además, la encarnación del síntoma, que suele conocerse como identificación con el síntoma y, mucho peor por el castellano doliente, al síntoma en vez de con el síntoma, pero en la página 165 del Seminario 23 tenemos esa encarnación mencionada por el mismo Lacan por lo menos una vez. Allí dice de Joyce que, como escriben otros en algún lado, se identifica con lo individual, y agrega “él es aquél que tiene el privilegio de haber llegado al extremo de encarnar en él el síntoma”. Ese encarnar el síntoma está en nuestra tercera columna y no es un privilegio de Joyce sino de cualquiera que se atreva a llevar las cosas hasta allí y que implica abrazar la muerte haciendo surgir en su centro un núcleo indestructible de inmortalidad.
Después de la enorme condensación que implica nuestro gráfico, tenemos que volver a empezar entendiendo que la sistematización del coraje de la experiencia que está en nuestro horizonte depende del poder hacernos cargo de lo incurable del no-querer-saber, que se relaciona con la doble barra sobre la flecha azul. Situar mal la pendiente natural por la cual se desliza indefectiblemente el ser hablante tiene un único resultado: la negación de ese no-querer-saber en el punto en el cual más nos interesa: en la relación que nosotros mismos tenemos con ese no-querer-saber. Rechazar el no-querer-saber en nosotros mismos es sinónimo de impedirnos el coraje de la experiencia.
Tomemos un ejemplo actual que, sin embargo, está presente siempre a lo largo de la historia, aunque toma formas distintas. La progresía políticamente correcta en general en la sociedad globalizada y la forma que ésta toma también entre los practicantes del psicoanálisis. Entre los angloparlantes está de moda un término para referirse a esa progresía políticamente correcta, término que seguramente se va a globalizar rápidamente pasando a los demás idiomas. Es un término que surge de ellos mismos y que pretende tener una connotación positiva. Es la progresía woke. Ellos se llaman a sí mismos “los despiertos”. Queda claro que el término se opone a los otros, a los que quedan por fuera, que serían los dormidos. Ellos son los despiertos, los avispados, los que entendieron y, además, entendieron todo. Usan también la palabra desconstrucción, aunque dicen “deconstrucción” porque torturan al castellano, aunque el castellano ahora, resignado y por cansancio, ha tenido que aceptar el término. ¿Y qué ocurre con esta autodefinición? Dos cosas. Una a la vista de todos, que genera además la existencia de muchos que rechazan militantemente a “los despiertos” y los caricaturizan. Y otra que, aunque es también flagrante, no se suele observar por el simple hecho que tiene relación con algo que, aunque siempre a la vista, nunca fue tomado del todo en serio.
La primera de esas cosas es que “los despiertos” se sitúan siempre en un pedestal narcisista y postulan, desde allí, una superioridad moral que los hace desdeñar a “los dormidos”. Narcisismo moral bien alejado de la ética de las consecuencias que se desprende del situar en el buen lugar lo incurable.
Y eso mismo es lo segundo: que lo incurable es siempre lo incurable del no-querer-saber que, para que podamos luchar contra él, tiene que situarse en el buen lugar y no ser rechazado en su característica central e inevitable: lo incurable es incurable.
“Los despiertos” creen que se han curado de sus prejuicios, y no hay cosa más prejuiciosa que esa creencia. Son gentes de creencia, jamás gentes de fe en el sentido de Kierkegaard.
No hay peor manera, en ese sentido, de dormir, que creer estar despierto. Y, por eso, no hay nada menos subversivo socialmente que un despierto, porque cree luchar contra el statu quo reproduciéndolo. De hecho, podemos decirlo así: si querés mantener dormido a alguien, no hay mejor manera que hacerle creer que está despierto. Y, mejor todavía si, en el camino, ridiculiza la posibilidad de una alternativa al statu quo. Esto lo saben muy bien las agencias imperialistas de cualquier imperio histórico.
Esto tiene muchísimas aristas sociales y políticas. Todo el siglo XX está plagado de hechos que deberían leerse desde acá, pero lo que nos interesa a nosotros es la relación del ser hablante con el no-querer-saber y el núcleo que ese no-querer-saber tiene.
Entre los practicantes del psicoanálisis esto mismo se repite con los “desconstruidos” y los “rancios”. Pero lo que no se ve es que el “desconstruido” es solamente un rancio que cree que los rancios son los otros. Es un despierto que se opone a los dormidos sin saber que él duerme también. ¿Qué queda intacta en esta lucha de rancios contra rancios y de dormidos contra dormidos? La relación propia con el no-querer-saber y, por lo tanto, la negación de lo incurable de ese no-querer-saber. Y el resultado es el duro y puro rechazo de la no-relación sexual. Y eso no es otra cosa que el rechazo del psicoanálisis desde el psicoanálisis mismo, cosa que, desde Freud en adelante, no cesa de ocurrir.
Lo mismo ocurre con otro punto. Viendo que Lacan señala que el artista anticipa al practicante, algunos se preguntaron si será que el artista anticipa o el psicoanalista va lento y atrasa. Eso es leer las cosas en el plano equivocado de los adelantados por oposición a los atrasados. Mejor sería entender los resortes internos de esa anticipación, y ellos tienen que ver con que el artista, para ser artista de verdad, debe luchar contra los prejuicios propios, y ello lo pone en la buena posición para hacerse cargo, incluso sin saberlo y sobre todo sin saberlo, del no-querer-saber y su núcleo incurable.
¿De dónde se desprende la posibilidad de otra cosa? Allí la importancia del coraje de la experiencia, por más que ésta se desprenda de una insondable decisión.
El problema de los prejuicios es enorme y el mayor obstáculo. Veamos otro ejemplo. Una practicante argentina del psicoanálisis, practicante de renombre, escribe un libro titulado Los psicoanalistas y el deseo de enseñar. Aplausos de los demás practicantes. “Un libro necesario”, dicen en las redes sociales, incluso antes de leerlo. Veremos luego, cuando esté disponible en las librerías, el contenido del libro, pero el título, crudo, es enteramente problemático. Si en el contenido no parte de una premisa fundamental que hace a cualquier disciplina, entonces se va a perder en el camino de la infatuación consigo misma, cerrándose el camino hacia la sabiduría y abriendo el de la erudición sin alma, como le gustaba decir a Unamuno. El título, de entrada, apunta hacia allí, hacia ese camino problemático. Lo importante, en la espera de ver qué ocurre con el contenido, es entender por qué ese título apunta mal. La premisa fundamental que no hay que negar jamás es la siguiente: nadie enseña nada si no hay alguien que, con su consentimiento, se atreviera a aprender. Lo han sabido todos los verdaderos maestros a lo largo de la historia. Esto implica, crudamente, que la enseñanza sólo existe si hay el aprendizaje. Es uno de los motivos por los cuales Freud situaba el educar como una de las tres profesiones imposibles. La transmisión, luego, sólo existe si hay el deseo de aprender que es lo que guía cualquier enseñanza verdadera. El título bueno, es, claramente, Los psicoanalistas y el deseo de aprender y no El deseo de enseñar. Esa misma practicante, alguna vez, en una presentación de un libro, distinguía la lectura “concentrada y estudiosa” de la lectura “de playa”. El prejuicio que subyace es el mismo. La lectura de playa no es lectura. La lectura es la lectura verdadera o no es lectura. El verdadero lector es el que dialoga con el libro y se atreve a dejar de lado lo que creía saber antes de leer. Eso es el talento para la lectura que mencionaba Robert Louis Stevenson y que recordamos fuertemente en las primeras clases. De la misma forma, el deseo de enseñar es un engaño narcisista. El hecho innegable es que se aprende mejor enseñándoles a los otros, pero lo que está en juego allí no es el deseo de enseñar, sino el deseo de aprender. Sólo haciendo el esfuerzo que implica tratar de explicar-nos cada vez mejor la complejidad de los hechos es que logramos transmitir algo que podría considerarse enseñanza. El deseo de enseñar de su título implica un “mirá todo lo que sé” y ese “todo lo que sé” implica la detención del aprendizaje propio en lo que se cree entendido. Para ir en contra de los prejuicios y del narcisismo está el deseo de aprender que permite la transmisión de ese mismo deseo. Y sólo desde el doble coraje bien situado puede existir ese deseo de aprender. Enseñar es el engaño narcisista que vela ese movimiento posible.
Nuestro doble coraje nos muestra que no es suficiente entrar en análisis. Es más, las flechas nos muestran que se puede entrar para retroceder rápidamente y a paso redoblado. Primera flecha roja para rápidamente tomar el camino de la flecha verde, incluso quedándose en el consultorio y haciendo infinito el camino hacia un no-final.
Sobre cada uno de los términos que están en cada una de las columnas podemos decir muchas cosas, pero no vamos a hacerlo ahora. Lo que importa es tratar de ver el dinamismo de las flechas y después entender cómo se oponen los elementos de cada columna entre sí, porque están correlacionados. Después, ese dinamismo indicado en las flechas, que tiene que ver con la dimensión ética, va a tomar distintas formas de acuerdo con la estructura clínica que esté en juego, sin embargo, detrás de todo está ciertamente el no-querer-saber-nada-de-eso y la elección entre la cobardía y el coraje. Es con ejemplos clínicos que podemos dar cuenta de esto último, pero de nuevo tenemos que decir que no va a ser ahora, porque se nos estiraría demasiado el horizonte y hoy solamente tenemos que tratar de captar el juego que hay entre los elementos y las flechas en nuestro gráfico. ¿Para qué? Para darle una forma cada vez más consistente al coraje de la experiencia.
En las últimas semanas la clínica cotidiana nos aportó un ejemplo de esa cobardía y la diferencia que hay con ella cuando está en juego la neurosis o la psicosis. Sin entrar en los detalles aquí, podemos decir que, cuando el psicótico es cobarde, se vuelve un peligro. Pero ello no ocurre por psicótico, sino por cobarde.
De nuevo: lo que nos interesa de nuestro gráfico es entender cómo está armado y poder darle su lugar al dinamismo de las flechas, además de tratar de pensar cómo los elementos se modifican cuando entra en juego ese dinamismo. Y cada uno puede agregar más elementos, pero entendiendo la lógica que está en juego y las transformaciones que ocurren a merced de las corrientes que nos marcan las flechas. Corrientes que subrayan, además, la dimensión ética que tiene que ver con el conflicto de base que debemos enfrentar los seres hablantes por el hecho mismo de ser seres hablantes, condición de la cual no podemos sustraernos y que siempre será sintomática.


*Clase 7 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Del síntoma

Clase 6*

Sebastián A. Digirónimo

En busca de la sistematización del coraje de la experiencia y enlazando esto con lo que dijimos en la clase anterior, nos tenemos que hacer cargo de los prejuicios que inevitablemente arrastramos sobre un concepto complejo, de naturaleza heterogénea. Preguntamos, entonces, ¿qué es el síntoma en un psicoanálisis?
Echemos una mirada al horizonte para empezar a precisar las cosas por el final. ¿Qué debería hacer el recorrido de un psicoanálisis con el síntoma? Y la respuesta, solidaria con todo lo que dijimos la vez pasada, es que debería volverlo cada vez más real, que quiere decir cada vez mejor situado con respecto a la no relación sexual.
Hagamos un simple gráfico y volvamos a la base:

Síntoma salvaje

                                         ↓    (Transferencia-Entrada)

Síntoma bajo transferencia

              ↓    (Salida)

Síntoma real

Aquí, al contrario que en el gráfico de la clase anterior, análogo a este, no dibujamos el vector de vuelta al síntoma salvaje, solidario con la pendiente del no-querer-saber, por la que se desliza el ser hablante. Después vamos a ver por qué no lo dibujamos.
Recordemos las dos discontinuidades del ser hablante y las tres dimensiones de la sexualidad humana. Es por esto que dijimos antes que el síntoma es complejo y de naturaleza heterogénea. Si lo tomamos bajo la luz que implica el movimiento de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, vamos a descubrir enseguida que el síntoma tiene dos caras amalgamadas y que se relacionan con dos satisfacciones distintas: una cara charlatana, que con gusto se dirige al Otro aunque no extrae de esta dirección su satisfacción sino del mero charlar, y una cara muda, opaca, autista. Esta doble cara se relaciona, como acabamos de decir, con dos goces, dos satisfacciones. Lo que importa es, sobre todo, cómo las ponemos a trabajar en un psicoanálisis, buscando llevar el mismo hasta sus últimas consecuencias.
Pero empecemos de nuevo. ¿Qué es el síntoma? Es lo que no marcha. Sí, pero no en cualquier lado. Es lo que no marcha en la relación sexual que no hay. Porque el síntoma es una suplencia, una suplencia de la relación sexual que no hay. Pero, espontáneamente, está ligada al no-querer-saber, y eso la hace una suplencia necesariamente fallida. Un psicoanálisis produce un cambio de síntoma en este punto, pues desenlaza la suplencia del no-querer-saber.
A veces los practicantes dicen: “no encuentro lo que no marcha en este paciente”. Eso ocurre porque buscan mal, buscan lo que no marcha a secas, guiados por prejuicios, propios o sociales, y hasta esperan, cándidamente, que el mismo paciente supiera sin vacilaciones qué es lo que no marcha en su vida. No encuentran lo que está ahí a la luz del día, sin embargo, porque, situado bien, el síntoma es inevitable y si hay ser hablante hay síntoma. Al estar mal situado “lo que no marcha” queda mal situado también la idea del aspecto terapéutico del psicoanálisis, también leído desde los prejuicios, propios o sociales. Un psicoanálisis es, como dijimos, un cambio de síntoma, cambio propiciado por el hacerse cargo de la existencia de la no relación sexual. Ese hacerse cargo desliga el síntoma del no-querer-saber y lo cambia de signo. Y es un cambio que beneficia al sujeto, porque genera una nueva satisfacción mejor que la espontánea, que es la peor, una relación mejor con el agujero real, con la no relación sexual. Por lo tanto un síntoma más estable, también.
Se desprende de aquí también una nueva relación con la idea vulgar de cura, porque desde allí el sujeto se hace cargo de lo incurable de la no relación sexual. La clave, el signo, lo aporta la relación con el no-querer-saber, por eso la importancia del coraje de la experiencia.
Anotemos, además, lo siguiente: que este síntoma sea más estable y mejor para el sujeto no quiere decir que sea lo esperable para el entorno. Tampoco quiere decir que el síntoma de salida, más estable y mejor para el sujeto, lo convierta a éste en un problema para los demás. Aquí hay una sutileza que ya trataremos en otro momento porque muchos usan este aspecto para no hacerse cargo de lo propio, volviendo a la teoría psicoanalítica en una justificación de las propias bajezas y convirtiéndolo, entonces, en acto, en un antipsicoanálisis hecho y derecho.
Ahora bien, desligar al síntoma del no-querer-saber es el camino del síntoma en un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Esto implica su transformación, el volverse éste cada vez más real. Es por esto que Lacan, en contra de lo que Freud decía de la pulsión, que es nuestra mitología, decía que el síntoma es real. Es tan real que hasta el síntoma salvaje nos muestra el camino de lo que debería lograr un psicoanálisis, porque el síntoma salvaje, en su amalgama, logra tocar lo real por lo simbólico, sólo que el signo le está dado por el no-querer-saber sobre lo real mismo, y eso lo vuelve la satisfacción peor para el sujeto.
En este mismo punto Lacan podría haber dicho también que la no relación sexual es real, pero se les volvería menos palpable en la clínica a los practicantes. Pero esto de la palpabilidad genera un problema, porque el síntoma, al ser un concepto más palpable, es también más comprensible, y al ser hablante, que se desliza con gusto por la pendiente del no-querer-saber, le encanta comprender. Nuestro trabajo es, entonces, no comprender demasiado rápido qué es el síntoma.
Rápidamente recordaremos que el síntoma es una de las formaciones que Lacan llamó del inconsciente. Sí, pero, ¿qué es el inconsciente? Por eso es importante precisar qué quiere decir inconsciente real, concepto que mencionamos en la clase anterior. Así como un psicoanálisis vuelve más real al inconsciente a través de la transferencia, lo mismo ocurre con el síntoma, formación del inconsciente.
En nuestro gráfico, ¿qué hay a la salida de un psicoanálisis? Ese síntoma real es lo que Lacan llama sinthome, el cambio sintomático que se desprende de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Allí podemos situar un síntoma, un nombre y un padre. Estas tres cosas cambian con un psicoanálisis porque nos adueñamos de ellas. Hay allí también lo femenino, la posibilidad de soportar mejor lo femenino. En este punto el psicoanálisis orientado puede responder a una pregunta que se han hecho los eruditos sin saber qué hacer con ella. Han inventado respuestas ciertamente, pero todas ellas se muestran vacilantes y poco rigurosas si se las miran con cuidado. Pueden ir a buscar vestigios de esto que voy a decir en tres libros que los van a remitir a muchos libros más. No quiere decir esto que es fundamental que lo hicieran para entender lo que nos convoca, pero si quieren pueden ir a ver. Son dos libros de Alfonso Reyes, Religión griega y Mitología griega, y un libro de Walter Otto titulado Los dioses de Grecia. Nos centramos en la figura de Atenea y una pregunta que a los eruditos se les vuelve insoportable rompecabezas. Tenemos que entender que tanto el artista como el cúmulo de generaciones en el mito, señalan y anticipan, pero no saben explicar por qué, y respetar al arte y al artista implica no rebajarlo a psicopatología en un extremo, ni venerarlo como explicación exhaustiva en el otro extremo, dos cosas que suelen ir juntas, aunque parecieran contradictorias.
Atenea, entonces. Subrayemos sus características fundamentales para llegar luego a la pregunta con la cual no saben qué hacer los eruditos. La primera característica para subrayar es que a Atenea no le agrada la acometida ciega y a los golpes del guerrero sino la prudencia y la dignidad. En un episodio de la Ilíada Aquiles, ofendido por Agamenón, ya estaba a punto de responderle con la espada, pero de repente se detiene y piensa un momento si le conviene atacarlo con ira o dominarse a sí mismo, entonces siente que lo tocan por detrás y, al girar su cabeza, su mirada se encuentra con los ojos de Atenea. Episodios así hay en varias obras. Otra característica fundamental es que ninguna madre la engendró, tiene solamente padre pues salió de la cabeza de Zeus. Esquilo se lo hace decir con todas las letras: “no hay ninguna madre que me parió. […] Mi corazón pertenece a lo masculino en todas las cosas, menos en la unión matrimonial, y me conservo sólo para el padre”. Acá es donde tanto artistas como eruditos trastabillan y todo porque se les mezclan las tres dimensiones de la sexualidad humana que mencionamos en la clase anterior. Si no fuera así, allí donde Esquilo le hace decir masculino, Atenea diría femenino, pero el sentido común no entendería del todo. El artista anticipa, pero no todo y algo se le puede escapar todo el tiempo, porque anticipa sin saberlo, y creer lo contrario es negar lo inconsciente.
Sin embargo, algo entiende el mito, y es allí donde los eruditos sitúan mal la pregunta y se encuentran en un callejón sin salida. Esa pregunta está escrita con todas las letras por Otto en su libro, después de leer lo que Esquilo y otros le hacen decir a Atenea, Otto escribe: “A pesar de todo esto es de sexo femenino. ¿Cómo explicarlo?”.
Para explicarlo, como dijimos, hay que sacar del medio el término masculino que agrega Esquilo y entender que todas las características mencionadas en las obras remiten a lo que se encuentra al volverse el síntoma real. Ese empuje a la prudencia y la dignidad no es un empuje a la razón en contra de la pasión, como se lo leyó, sino un empuje a no pincharse ya con el propio estilo que es lo que le ocurre espontáneamente al ser hablante. El cambio de síntoma, que es cambio de la satisfacción peor para nosotros por otra menos peor es lo que nos hace devolver la espada a la vaina. Síntoma, nombre y padre, más lo femenino, bien situados. Atenea tenía que ser de sexo femenino, aunque no supieran las generaciones por qué, ni aunque lo femenino tuviera que ver con el sexo femenino ni anatómico ni relacionado con el cuerpo sexuado si dejan de confundirse las dimensiones de la sexualidad humana. Y hay más, como señala bien Otto: “lo femenino no le pertenece ni como amante ni como madre, ni como bailarina ni como amazona”, se desprende de otra dimensión y tenemos también la característica fundamental de sus ojos, en el adjetivo estereotipado Glaucopis, “la de ojos claros” que no horrorizan jamás. Nunca Gorgopis, siempre Glaucopis. Alejada del horror a lo femenino.
Toda esta vuelta que dimos no está allí, sin embargo, para responder a la pregunta que atraganta a los eruditos, aunque acá hay mil datos para aprovechar, sino para pensar un poco qué pasa con el síntoma en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y, a parte de ello, poder entender qué es el síntoma mismo. Los que recién empiezan, y no solamente ellos, cuando intentan presentar un caso clínico, tratan de orientarse siempre, de entrada, de la misma manera y se preguntan acerca de qué se queja el paciente. Los que supuestamente les enseñan el camino a los que recién empiezan suelen preguntarles así: “¿cuál es el motivo de consulta?”. Esa pregunta tiene como fundamentos algunos prejuicios que tenemos que erradicar. El resultado de esos prejuicios, que ya vamos a mencionar, es que rápidamente se solapan las cosas y creen haber atrapado el síntoma en la queja o, en el mejor de los casos, en la rectificación de la queja. Algunos creen que basta preguntar cómo participa uno en aquello de lo cual se queja para haber llevado las cosas lo suficientemente lejos. Otros, peor todavía, están esperando el momento justo para formular esa pregunta. Y acá se solapan el practicante y el analizante porque el practicante que espera el momento justo en su práctica es porque lo está esperando en su análisis que, por eso mismo, no empezó todavía.
¿Cuál es el prejuicio fundamental que hay en ese “cuál es el motivo de consulta”? Es el mismo que está en el creer que el paciente puede saber con claridad qué es lo que no marcha, y eso no es ni más ni menos que la negación sin más del inconsciente por horror ante el acto que nos sobrepasa. El que hace esa pregunta con candidez es claro que no sabe que se le está deslizando por detrás un prejuicio moderno, y para entender cuál es volvamos a la tragedia griega.
Para un practicante es importante leer la tragedia griega (y toda la literatura universal, por otra parte) porque ella implica una posición ética que le da el lugar correcto al ser hablante. La tragedia griega surgió en un momento histórico particular que le permitió situar en el buen lugar la naturaleza del ser hablante. No vamos a mencionar cuál es ese momento histórico, aunque tiene que ver con una transición entre lo antiguo y lo nuevo, “cuando se empezó a mirar el mito con ojo de ciudadano”, escribió algún helenista. No importa, lo que importa es el resultado. Y el resultado es el hacerse cargo del inconsciente incluso no llamándolo así. No es casual que Freud pudo encontrar en la tragedia de Sófocles sobre Edipo un buen ejemplo para pensar lo que le enseñaba la clínica. Dos cosas nos enseña, de hecho, la tragedia griega: no negar el inconsciente, que constituye una fortaleza del héroe trágico y no una debilidad, se trata de una fortaleza ética; y el hecho de que la certidumbre se desprende del acto, al revés de lo que espera el obsesivo.
Aprovechemos, para entenderlo, lo que escribe Vernant sobre la tragedia. Vernant, cuando habla de la tragedia, está bien, aunque cuando habla del psicoanálisis demuestra no haber entendido nada, al punto que escribe un artículo muy extenso titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega” que empieza declarando que “para el hombre de las sociedades contemporáneas de Occidente, la voluntad constituye una de las dimensiones esenciales de la persona”, y en todo el artículo no menciona ni una sola vez al psicoanálisis que contradice, desde su propio nacimiento, esa dimensión esencial para el capitalismo.
¿Por qué mencionamos esto de pasada? Porque es justamente ese lugar dado a la voluntad el prejuicio que se desliza, sin que se vea, en la pregunta por el motivo de consulta, y es la tragedia griega la que nos muestra otra cosa. Vernant, cuando no niega afectivamente un psicoanálisis que no sabe qué es, dice cosas que están bien y que, además, son más que cercanas con el psicoanálisis verdadero: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa”. Y es por esto por lo que le da el lugar correcto al ser hablante. “Toda tragedia juega, por tanto, necesariamente con dos planos”.
Este aceptar el hombre que no es dueño de sí mismo le permite una posición ética que le hace entender, además, que la certidumbre se desprende del acto y no al revés, cosa que lo obliga al coraje de jugársela.
“En la perspectiva trágica, obrar comporta por tanto un carácter doble: es, por un lado, tomar consejo en uno mismo, sopesar los pros y los contras, prever al máximo el orden de los medios y los fines; por otro, es contar con lo desconocido y lo incomprensible, entrar en el juego de las fuerzas sobrenaturales de las que no se sabe si al colaborar con nosotros preparan nuestro éxito o nuestra perdición. En el hombre más previsor, la acción más pensada conserva el carácter de una aventurada apelación lanzada hacia los dioses y que sólo por su respuesta se sabrá, la mayoría de las veces a expensas propias, lo que valía y lo que quería decir exactamente. Es al final del drama cuando los actos cobran su verdadera significación y cuando los agentes descubren, a través de lo que realmente han cumplido sin saberlo, su verdadero rostro. Mientras no esté todo consumado, los asuntos humanos siguen siendo enigmas tanto más oscuros cuanto más seguros se crean los actores de lo que hacen y de lo que son”.

Esto es la tragedia griega, y es lo que enseña un psicoanálisis.
Volvamos, ¿qué es el síntoma y cuál es su destino en un psicoanálisis? Es, primero, algo complejo y heterogéneo que no debe comprenderse. Es suplencia. Es charlatán y mudo. Es algo que cambia y se vuelve, si hay psicoanálisis, cada vez más real. Es, por lo tanto, el centro de un psicoanálisis a la salida de él y nunca a la entrada, y esta es una clave fundamental para precisar las cosas.

Pallas Athena, Rembrandt.
Pallas Athena, Rembrandt.


*Clase 6 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Las tres dimensiones de la sexualidad humana y la sistematización del coraje de la experiencia

Clase 5*

Sebastián A. Digirónimo

Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.

Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.

Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.

Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.

Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.

El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.

Rechazo-real

Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.

Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El sujeto barrado está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.

Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.

Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.

Las tres dimensiones son las siguientes:

1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.

2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.

3)  Lamujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.

Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.

Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.


*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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Edgar Degas, Joven con Ibis