Las tres dimensiones de la sexualidad humana y la sistematización del coraje de la experiencia

Clase 5*

Sebastián A. Digirónimo

Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.

Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.

Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.

Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.

Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.

El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.

Rechazo-real

Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.

Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El sujeto barrado está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.

Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.

Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.

Las tres dimensiones son las siguientes:

1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.

2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.

3)  Lamujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.

Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.

Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.


*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


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Edgar Degas, Joven con Ibis

Las dos dimensiones del ser hablante y la operación de la transferencia

Clase 4

Sebastián A. Digirónimo

Hoy vamos a comenzar retomando la doble dimensión que mencionamos la vez anterior y que podemos encontrar por todos lados tanto en la obra de Freud como en la enseñanza de Lacan. Esa doble dimensión es la doble dimensión del sujeto y del objeto. Es claro que estos dos términos no hay que entenderlos como lo suele hacer el sentido común que los reduce a dos términos distintos que nada tienen que ver con ellos: ni el sujeto es el individuo, sin división, entero, completo de ser, ni el objeto es el mundo exterior, lo que se opone a ese individuo yoico desde afuera. Es mucho más complejo que eso. De todas formas, siempre debemos tratar de entender cómo estas dos dimensiones, sin reducirse jamás a los prejuicios del sentido común, se relacionan entre sí. El año pasado tratábamos de hacerlas pensables incluso reduciéndolas al 0 y al 1. El 0 del sujeto barrado y el 1 del goce. Pero esa reducción no concluye con el problema, porque esas dos dimensiones se desdoblan ellas mismas. Tomemos ahora otra dicotomía lacaniana, la de 1964, y situemos, en estas dos dimensiones, la alienación y la separación. De entrada tenemos que poner la alienación del lado del sujeto sujetado al lenguaje a través del significante (que es mucho más “cosa” que sentido o significación), y la separación del lado del objeto. En esta sola frase tenemos mucho para desglosar. Primero estamos introduciendo un nuevo término, que es el de significación, además tenemos que ver en qué sentido podemos decir que el significante es “cosa” (es importante tratar de entender la materialidad del significante –si hay algo material no es el cerebro sino el significante).

Volvamos a la clase anterior. Retomemos nuestro esquema:

Cuadro 1 peq

Para poder desdoblar los dos puntos que estamos tomando hoy introduciendo los conceptos de alienación y separación, tenemos que ver cómo de los dos lados se nos reproduce una doble cara. La doble cara del lado del objeto a ya la mencionamos la vez pasada y jamás hay que perderla de vista: es siempre objeto causa de deseo y, a la vez, plus de goce. Eso implica que es siempre 0 y 1 en sí mismo. Pero de otro lado, del lado de sujeto barrado, también tenemos al mismo tiempo 0 y 1. Del lado 0 está el inconsciente, pero del lado 1 está algo que puede sorprender, pero que, si se lee bien lo que dice Lacan, se verá que es así, del lado 1 está el ello. El ello no está del lado del objeto y de la pulsión, el ello está del lado de la gramática. Freud lo vio, por eso puso tanto el acento en la gramática de la pulsión, usando ese mismo término.
Entonces, si ponemos el 0 del lado de sujeto barrado, ese mismo lugar se desdobla a su vez en 0 y 1. Y si ponemos el 1 del lado de a, ese 1 se desdobla a su vez en 0 y 1.
Vamos a aprovechar, entonces, una dicotomía que señala bien Miller entre el yo no pienso y el yo no soy. Al estar atravesados por el lenguaje ocurre una elección forzada. Dijimos que el significante traumatiza al sentido, y allí mismo ocurre la partición de esas dos dimensiones. Para salvar el sentido, (dijimos el valor de aquel título que tanto les agrada a los seres hablantes: el hombre en busca de sentido), lo que debemos hacer, forzadamente, es perder el ser. Elegimos perder el ser tratando de salvar al sentido traumatizado por el significante. ¿Y qué ocurre entonces? Ocurre que no funciona, dijimos que el sentido falla siempre, pero se abre una doble dimensión porque el sacrificio sobrepasa a la ganancia. Perdiendo el ser el sentido no se completa y trastabilla, queda marcado todo el tiempo por el sin-sentido. Esta es la operación de la alienación, que nos hace sujetos a las formaciones del inconsciente. Y allí ponemos en juego el no-querer-saber del lado de sujeto barrado. ¿Cómo lo llamamos? Rechazo del inconsciente. Es lo que dijimos miles de veces, y lo dijeron desde siempre los poetas.
Lo que hay que entender es que este sacrificio del ser es necesario en sentido lógico, es inevitable. Y al sacrificar el ser para salvaguardar al sentido lo que ocurre son las formaciones del inconsciente que nos muestran, todo el tiempo, que en ese sacrificio no hubo ganancia. ¿Qué hacemos con eso? Negamos el inconsciente. Y tenemos que entender la radicalidad de ese rechazo. También él es inevitable. Un psicoanalista, por estos días, escribió un pequeño artículo que comenzaba declarando lo siguiente: “que el inconsciente haya sido admitido en el campo médico, psicológico, sociológico y de otras disciplinas de lo subjetivo…”, y seguía. Pero ya empezó muy mal. No fue admitido ni lo será jamás. Una de las formas de rechazar lo inconsciente es reducir esa palabra al sentido descriptivo que el mismo Freud se encargó de precisar. Lo único admitido es lo inconsciente como no-consciente, pero eso no tiene nada que ver con el inconsciente que hace al descubrimiento de Freud. ¿Ven la importancia de dar siempre un paso hacia atrás y tratar de ver desde dónde arrancamos? Esa frase hace que el artículo ya empiece mal. Después puede estar bien todo lo que dice, pero ya deslizó una idea que lo único que hace es validar el rechazo por el inconsciente. Ese rechazo es inevitable y hace a la dimensión de la alienación. Lo que nos hace sujetos del inconsciente es, ni más ni menos, que haber sacrificado la dimensión del ser por salvaguardar el sentido pero, en la falla del sacrificio, inventar un engaño que Lacan llama falso-ser y que no se opone a un ser verdadero sino a la verdad del inconsciente. Cuando ocurre esto sucede que nos olvidamos de la posibilidad de ser poetas y nos volvemos historiadores introduciendo la dimensión diacrónica en la sincronía. Lacan lo dice así: “el sujeto traduce una sincronía significante en esa primordial pulsación temporal que es el fading constituyente de identificación”. Podemos decirlo así: inventamos un ser-yo a costa del inconsciente y eso lo hace falso-ser a costa de la verdad del hecho de estar atravesados por la materialidad significante. ¿Por qué a este lado lo llama Miller, con Lacan, yo-no-pienso? Tiene que ver con el famoso cogito cartesiano, el pienso, luego soy. Aquí tenemos el cogito freudolacaniano, que es no pienso ni soy pero con una doble negación de ello. Ambos términos van a estar tomados por el no-querer-saber. De un lado nos queda el no-pienso que la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Del otro lado nos queda el no-soy que también la experiencia psicoanalítica debe validar en contra del mismo ser-yo y a favor del ser que sí se desprende del final de un psicoanálisis y que es el consentir a ser ese objeto de desecho.
Pero ahí nos vamos demasiado lejos. Estamos por ahora del lado de sujeto barrado, con lo que llamamos teoría del sujeto que, en realidad, no es una teoría académica, es una experiencia que cualquiera puede hacer si lucha en contra del no-querer-saber.
Volvamos hacia atrás. En algún momento de sus cursos Miller señala que en Lacan nunca hay que tomar los términos con un sentido unívoco, que siempre se los puede hacer jugar en contra de sí mismos, eso está muy bien. En cuanto a la alienación señala que hay dos, invertidas, pero en realidad es una sola, porque la alienación es todo lo que acabamos de decir a la vez. La alienación es a la vez el sacrificio necesario que nos hace estar sujetados al lenguaje pero es, al mismo tiempo, la consecuencia de ese sacrificio que, tomado por el no-querer-saber (que también tendrá dos dimensiones) se convierte en rechazo del inconsciente, es decir que califica al sujeto “en tanto que se imagina amo de su ser”.
Volvamos a decir que estamos del lado de sujeto barrado. Y aquí nos conviene introducir el concepto de transferencia. Pero hay que entender qué es eso. Por supuesto que es un concepto acuñado por Freud y es, por tanto, un concepto eminentemente clínico. Hay algunos que creen poder entender el concepto de transferencia sin reconducirlo a la clínica. ¿Por qué introduciríamos aquí el concepto de transferencia? Porque la transferencia es la operación que valida el no-pienso en contra del ser-yo y a favor de admitir un sujeto. Pero la transferencia tiene dos caras también ya señaladas por Freud diciendo que es en ella que se juega la partida del psicoanálisis pues la transferencia puede ser el motor de un psicoanálisis si, y sólo si, no se convierte en obstáculo. ¿Por qué puede ser motor y obstáculo?
Partamos de nuevo por la dicotomía que introduce el funcionamiento significante, dicotomía entre no-pienso y no-soy. La transferencia es lo que permite relacionar ambos extremos. Si volvemos a la lectura y la escritura, precisadas como hicimos en los primeros encuentros, tenemos que hablar, en un psicoanálisis, de lectura inocente y escritura del sujeto. Esto implica lo que podemos llamar disparidad subjetiva, es decir, ausencia de intersubjetividad. En un psicoanálisis no hay intersubjetividad: hay un sujeto y otra cosa (cosa que un paciente llamó alguna vez psicoanalista máquina). Lo que permite la transferencia en su uso a favor de un psicoanálisis se desprende de esta disparidad. El carácter de obstáculo o motor al mismo tiempo se debe a que aquí entra en juego la posición del psicoanalista. Transferencias hay todo el tiempo, no puede no haberlas, pero, al mismo tiempo, deberíamos decir que la transferencia se da solamente en la sesión psicoanalítica, si hay un psicoanálisis propiciado por un psicoanalista que ejerce su acto desde su lugar, rompiendo la dualidad engañosa de la intersubjetividad. Si es que en la transferencia, como decía Freud, se da la posibilidad de fracaso o éxito del psicoanálisis, es por esto. Para poner en relación el no-pienso de un extremo con el no-soy del otro de la buena manera tiene que haber un psicoanalista que no es alguien: es un acto efectuado desde un lugar y dirigido a un sujeto (no a una persona, es decir a un ser-yo engañoso).
¿Qué implica desde aquí la transferencia? Implica un ir contra el rechazo del inconsciente. Es por esto que un psicoanalista sólo se desprende de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Tenemos que ir en contra del rechazo del inconsciente en nosotros mismos para poder ejercer ese acto paradójico que es luchar contra el rechazo del inconsciente desde un lugar que implica no ser sujeto del inconsciente en ese mismo acto.
Lo hemos llamado alguna vez inhumanidad del analista, palabra que suele generar malentendidos pero que no por eso debe infundir temor (todas las palabras generan malentendidos). Se trata, por supuesto, de salir del registro imaginario, pero ello no es suficiente, debemos ir, desde el primer momento, hacia el horizonte de lo real, hacia la imposibilidad del registro simbólico. Para ello hay que atreverse a sostener la doble discontinuidad, no ya con la fórmula del fantasma sino con el piso de arriba del discurso del analista (que es análogo al fantasma perverso, pero para nada lo mismo).
El primer engaño a evitar con el concepto de transferencia lo acabamos de mencionar de pasada en ese “desde el primer momento”. Los que hacen técnica universitaria lo dicen todo el tiempo: “hay que esperar que se instale la transferencia” (como si fuera una aplicación en un dispositivo tecnológico). Lacan señaló ese engaño muy temprano en su enseñanza. Dijo que el practicante tiende a imputarle el nacimiento de la transferencia al paciente, pero lo que hace nacer la transferencia es ofrecerse como psicoanalista. Pero como psicoanalista, no como psicoterapeuta, o como médico, o como sacerdote, o como amigo, o lo que fuera. Como psicoanalista, que es algo bien específico y tiene que ver con apuntarle al horizonte (a las últimas consecuencias) desde el primer momento. En ese apuntarle al horizonte desde el primer momento es que se ponen en relación de la buena manera los dos extremos del no-pienso y el no-soy luchando contra las dos caras del no-querer-saber-nada-de-eso.
El “hace falta tiempo” tan de moda entre los practicantes que se acobardan ante el acto que los sobrepasa es un error que los vuelve, sin que ellos lo supieran, pre lacanianos, porque desplazan las cosas desde el campo del lenguaje (la lengua saussureana, sincrónica) hacia la palabra diacrónica. Como vemos, se puede conocer muy bien teóricamente esta distinción y, sin embargo, en acto negarla, y esto sucede todo el tiempo y con muchas cosas, no solamente con el “hace falta tiempo” que niega la evacuación del tiempo que debería ocurrir si el acto analítico se sostiene. De esa evacuación del tiempo debería hacerse la experiencia en la sesión, cuya duración no debería estar en la cabeza ni del analizante ni del practicante. Una vez en una institución había practicantes novatos que pedían la instalación de relojes en los consultorios porque no sabían cómo manejarse con los tiempos. Es claro que solamente escuchaban palabras y, por eso mismo, se les dificultaba el corte de la sesión que implica que la escucha del practicante pudiera pasar la palabra del paciente a escritura. O reloj o psicoanalista, podemos decir. O tiempo cronológico o un psicoanálisis.
La escucha singular que hace al acto psicoanalítico reintroduce el significante en el sentido emparchado por el falso yo-soy (introduce la poesía en la historia) generando una discontinuidad en ese sentido emparchado. En ese punto entra en juego el consentimiento del futuro analizante en potencia. Esto toma la forma de un “o entrás en análisis o te vas” que, por supuesto, nunca se formula en estos términos. He visto practicantes que lo formularon sin el sostén del acto analítico y lo único que lograron es volver al plano imaginario y deshacer la discontinuidad que debería subrayarse, es decir, lo que lograron es darle más fuerza al parche yoico que tapona el agujero del sentido.
Volvamos para atrás a pescar una vez más que no-pienso y no-soy son el resultado inevitable del funcionamiento del significante. Pero hay un problema, porque todo esto nos podría hacer creer que el funcionamiento del significante nos explica cómo ocurren las cosas del lado de sujeto barrado. Pero el problema mayor es que ese mismo funcionamiento es el que explica qué ocurre del lado de a. Y de los dos lados tenemos esa doble cara de un 0 y un 1 marcados, además, por un no-querer-saber. No vamos a avanzar más por ahora, sólo mencionemos que, del lado de sujeto barrado, el no-querer-saber toma la forma del rechazo del inconsciente que se vuelve negación del hecho de que estamos sujetados a las formaciones del inconsciente. El no-querer-saber del lado de a nos va a remitir a su forma radical del no-querer-saber, es decir, no-querer-saber-nada de la no-relación sexual, y de ese lado vamos a tener que ver qué hacemos los seres hablantes con la significación fálica y la sexuación, porque también de ese lado inventamos un parche fallido.


*Clase 4 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery
Eugene Delacroix-Hamlet and Horatio at the cemetery

Las dos discontinuidades del sujeto

Clase 3*

Sebastián A. Digirónimo

Vamos a comenzar esta vez deteniéndonos en los motivos por los cuales tenemos que romper el prejuicio del sentido para poder encontrar otra cosa. Dijimos antes que hay un camino que va del sentido al sonido. La pendiente espontánea en el ser hablante es, por supuesto, la busca de sentido. Y si el humano va en busca continua de sentido es porque el sentido trastabilla y siempre falla. Vamos a decirlo mejor: el sentido está traumatizado. ¿Y qué es lo que traumatiza al sentido? Respondamos sin dilación: el significante. Tenemos que ver, entonces, qué implica pasar del sentido al significante.
Ello nos lleva, por supuesto, a aquello que podemos llamar teoría del sujeto. Tenemos que ver qué implica ese término en psicoanálisis y por qué el sujeto es siempre sujeto del inconsciente. Ello tiene que ver, por supuesto, con el sentido traumatizado por el significante.
Al contrario de lo que hicimos las dos veces anteriores, esta vez vamos a fundarnos en un solo punto y a darle varias vueltas sin encadenar muchos axiomas como la vez anterior. Ese punto es una fórmula que resume la última enseñanza de Lacan y que, en realidad, resume al psicoanálisis todo, pero solamente si nos atrevemos a llevarla hasta las últimas consecuencias. La fórmula es la siguiente: sentido // real. Esto quiere decir que nada del sentido pasa a lo real y nada real cobrará jamás sentido. Es por esto que aquel ejemplo que mencionamos antes, el de aquella practicante que sostenía que cierto virus era real porque no sabíamos todavía los humanos cómo funcionaba, es un error garrafal que niega directamente la radicalidad de esta fórmula y su doble barra. Y nosotros vamos a detenernos en esa doble barra, porque ella implica una doble discontinuidad que hace a la teoría del sujeto.
Lo que nos interesa, ya lo dijimos antes, es entender lo que implica pasar del sentido al significante, que es un movimiento enteramente necesario para evitar los engaños que el registro imaginario genera en el registro simbólico. Esto se puede decir de muchas maneras, y en esto se fundaba la primera enseñanza de Lacan que era una enseñanza enteramente dirigida a la práctica de los psicoanalistas que, al no discernir esos registros, se engañaban con el registro imaginario, que equivale a decir que se engañaban con el yo, y, por tanto, con el desconocimiento que el yo implica. De allí se desprende toda una lógica funcional al capitalismo y a the american way of life, lógica que niega el inconsciente y nada bien le hace al ser hablante, aunque jamás será erradicada porque extrae su poder del poder de la defensa y del empuje natural del humano hacia el no querer saber nada de la no-relación que lo atraviesa.
Una vez más, lo que a nosotros nos interesa es extraer las consecuencias que implica pasar del sentido al significante y entender que, sin ese pasaje, no hay psicoanálisis posible. Y entender, además, que ese pasaje inicial, relacionado con la primera enseñanza de Lacan, implica ya, de una punta a la otra, la fórmula que resume la última enseñanza de Lacan. Este punto nos muestra con claridad el error que cometen los que separan las enseñanzas de Lacan de manera tajante y por oposición radical. Esa separación es recurso académico pedagógico que puede ser útil para el estudio intelectual de su enseñanza, pero que luego hace que se arrastre con facilidad esa separación tajante que sólo se vuelve defensivo e impide entender bien las consecuencias del descubrimiento de Freud.
Volvamos a la fórmula, entonces:

Sentido // Real

Dijimos que esa doble barra, en su radicalidad, tiene que ver con una doble discontinuidad de la cual tenemos que hacernos cargo entendiendo la teoría del sujeto y por qué el sujeto es siempre sujeto del inconsciente. Entonces debemos introducir el significante y su funcionamiento. Y tenemos que entender que el significante, por su funcionamiento mismo, traumatiza al sentido. Esto quiere decir que el significante mismo, en su funcionamiento, introduce un término que es antinómico al sentido. De una manera un tanto imprecisa podemos decir que el sujeto del sentido es traumatizado necesariamente por el significante.
Escribamos, entonces, una nueva fórmula introduciendo al significante y su funcionamiento en la fórmula anterior. Ello nos permitirá leer esa doble discontinuidad graficada en la doble barra y entender esas dos discontinuidades introducidas por la interferencia del significante.

Sentido    /    Significante    /    Real

Ello nos permite ver la doble discontinuidad, más acá del significante, entre sentido y significante, y más allá del significante, entre significante y real.

En la primera discontinuidad lo que encontramos es algo relacionado con un “no es del todo eso” que nos permite ir más allá, relanzar el juego sin que coagulara nunca el sentido, en contra del sentido mismo, porque el sentido siempre es sentido coagulado. En esa discontinuidad estará graficada la indeterminación del inconsciente, que debe sostenerse para que pudiéramos pasar, en sentido lógico, a la segunda discontinuidad. Esa primera discontinuidad la escribimos sujeto barrado. En la segunda discontinuidad estará aquello que debemos intentar apresar y que podrá hacerse sólo en el acto propiamente dicho. Ese acto estará soportado por el psicoanalista sólo si él no está allí como sujeto barrado, sólo si él no está allí como sujeto del inconsciente. Esa segunda discontinuidad la escribimos a. Lacan introdujo este término a como un elemento no significante en el campo significante. Cuando lo introdujo, lo real lacaniano no era lo real lacaniano todavía y por eso lo escribe en cursiva, como todo término imaginario, pero ello no debe hacernos creer que el objeto a está relacionado con la primera discontinuidad sino que se relaciona estrechamente con la segunda, al punto de ser una buena figuración de esa discontinuidad misma.
Aprovechemos para subrayar, una vez más, que este objeto a tiene siempre dos caras indisociables, aunque los practicantes, cuando hablan de él teóricamente, suelen olvidar esa indisociabilidad y lo reducen a una sola de esas caras. El objeto a es siempre objeto causa de deseo y, a la vez, plus de goce. Suele ocurrir ese olvido cuando los conceptos tienen dos caras indisociables. Lo mismo ocurrió siempre con el concepto de Nombre del padre.
Escribamos de nuevo nuestra fórmula.

Cuadro 1

El significante que traumatiza el sentido con su funcionamiento mismo nos permite pensar esos cuatro términos imprescindibles y, además, pensarlos situándolos con respecto a la orientación que debería tener un psicoanálisis, hacia lo real: sujeto, objeto a, inconsciente y goce.
La fórmula del fantasma, notemos, aúna las dos discontinuidades postulando, además, entre ellas, todas las relaciones menos la identificación:fanstasma
Estas dos discontinuidades están ya en la obra de Freud. La trilogía simbólica que se encuentra en La interpretación de los sueños, Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con el inconsciente nos remite directamente a la primera de nuestras dos discontinuidades. La segunda de nuestras discontinuidades se relaciona con todo el campo que se abre con Más allá del principio de placer. Pero no es en 1920 que Freud se ocupa de esa segunda discontinuidad, ello ya estaba mucho antes en los Tres ensayos de teoría sexual con la teoría del objeto perdido que es del año 1905. Miller señala esto diciendo, más de una vez, que hay dos descubrimientos de Freud. En realidad, se trata del descubrimiento paralelo de dos discontinuidades que van juntas pero son distintas.
Estas dos discontinuidades implican dos tiempos lógicos de un psicoanálisis. El primero empujaría las cosas a favor del trabajo del inconsciente, con la producción de no-sentidos que nos permitieran admitir, en nosotros mismos, la existencia de esa dimensión inconsciente, admitir un sujeto, como señala uno de los textos. El segundo, en cambio, empujaría en contra de ese trabajo del inconsciente que corre el riesgo de volverse infinito porque hay en ese trabajo una satisfacción a la cual debemos ponerle coto. Ello implicaría pasar de esos no-sentidos al saber, que estará siempre agujereado y se reducirá a una articulación de todos esos no-sentidos producidos al hacer caer el rechazo por el inconsciente.
A la vez que tenemos estas dos discontinuidades que nos permiten pensar mejor dos dimensiones que podemos encontrar por todos lados tanto en la obra de Freud como en la enseñanza de Lacan, tenemos que empezar a distinguir dos dimensiones que van a estar siempre presentes cuando pensemos en un psicoanálisis. Una de esas dimensiones tiene que ver con entender cómo funciona el ser hablante, ese extraño ser sin ser que está constituido él mismo por dos dimensiones ya que es sujeto deseante (una dimensión) y, al mismo tiempo, sustancia gozante (otra dimensión). Pero cada vez que hablemos del ser hablante y de cómo funciona tenemos que hablar también de la técnica que no hay, porque cada vez que hablemos de algo de lo que ocurre en un psicoanálisis vamos a hablar de la posición que le conviene al practicante para no obstaculizar lo que en un psicoanálisis tiene que ocurrir. Hay un punto donde ambas dimensiones, la que tiene que ver con la praxis y la que tiene que ver con el ser hablante, se solapan y se aúnan: la posición analizante. En el resto de los puntos tenemos que separar ambas cosas por una necesidad de precisión que suele pasarse por alto pero es más que necesaria.
Repitamos que ese esfuerzo de precisión es un esfuerzo de poesía que hace al talento para la lectura y que no puede haber un psicoanálisis sin la construcción de ese talento para la lectura corajudo. Repitamos también lo que señalamos en la clase anterior acerca de cómo las preguntas por las cuales iniciamos cualquier recorrido deben ser miradas con más atención porque en ellas, muchas veces, arrastramos prejuicios que nos impiden la orientación necesaria para esa misma construcción del talento para la lectura. Dijimos que cuando los practicantes comienzan por la pregunta que formulan así: “¿cómo se lee en psicoanálisis?”, ya cometen un error grave porque en esa pregunta arrastran el prejuicio que nos hace creer que leer es el mero hecho de estar alfabetizados. Leer a secas es, en cambio, la construcción de ese talento para la lectura que le conviene al psicoanalista, pero le conviene antes al ser hablante en sí mismo, porque lo acerca a la poesía de la cual es capaz sin saberlo del todo, y leer es ser poeta si se lee de verdad, es decir, sabiendo subrayar lo que William Blake llamaba “la santidad de lo minúsculo particular”, como recuerda George Steiner en Después de Babel. Los practicantes, repitiendo a Miller, se refieren a ello hablando de los “divinos detalles” y creen, además, que eso es sólo cuestión de psicoanalistas. Ese libro de Steiner, Después de Babel, está marcado de una punta a la otra por la doble discontinuidad en la cual hoy ponemos el acento, y al practicante le convendría poder leerlo desde allí para descubrir algo que Steiner dice tal vez sin saberlo del todo. Quizá a Steiner le hubiera convenido también conocer mejor el psicoanálisis verdadero y hubiera visto así que su libro dice más de lo que cree y que otros han dicho cosas cercanas a él acaso sin saberlo.
Hagamos un paréntesis para ver cómo, en la página 47, se habla del talento para la lectura sin llamarlo así. «La familiaridad con un autor, esa suerte de cohabitación inquieta que exige el conocimiento de toda su obra, de lo mejor tanto como de lo más flojo, de las obras juveniles y postreras, allanará la comprensión en cualquier punto. Leer a Shakespeare o a Hölderlin es, literalmente, prepararse para leerlos. Pero ni la erudición, ni la obstinación industriosa podrán remplazar el salto intuitivo hacia el centro. “Leer atentamente, pensar correctamente, no omitir ninguna consideración relevante y reprimir el impulso propio no son logros ordinarios”, señaló Alfred Edward Housman en su lección inaugural, pronunciada en Londres, y sin embargo se requiere algo más: “una justa percepción literaria, una intimidad que es afinidad con el autor, la experiencia ganada por el estudio y un ingenio natural venido del seno materno”. Al comentar su edición de Shakespeare, Johnson fue todavía más lejos: la crítica conjetural, expresión con que aludía a esa interacción final con un texto que permite al lector la enmienda del autor, “exige más de lo que la humanidad puede ofrecer”». Y es así, pero nos da una orientación y hacia allí tenemos que dirigirnos. El talento para la lectura es imposible, de cierta manera, pero no como horizonte, y es apuntando hacia ese horizonte que podemos construir el coraje con el cual sostener esa otra imposibilidad que tiene que ver con el acto analítico. Esto hace que en un psicoanálisis fuera imposible aquella definición de ciencia que dio Max Gluckman alguna vez y que dice que “ciencia es cualquier disciplina en la que incluso un estúpido de esta generación puede superar el punto alcanzado por un genio de la generación anterior”. Ello no puede ocurrir tampoco con la poesía. Y es así por lo que implica el talento para la lectura y, por lo tanto, la posición analizante. Miller señala (nosotros también y lo que importa es sostenerlo en acto) que el practicante estará siempre bajo el dominio de la estructura y que por eso todos nos vamos a ver superados por el acto analítico siempre y necesariamente (él también, cosa que olvidan los que lo sitúan en el lugar de Otro y se impiden a sí mismos hacerse cargo de ese ser superados en acto), y que por eso nadie puede encarnar el acto analítico y que sólo se puede hacer con un resto. Hay que agregar que ese resto sí se puede encarnar y es lo que llamamos encarnación del sinthome y que permitiría, justamente, hacernos cargo de ese nadie que es fácil decir, pero no sostener en acto. Agrega más adelante algo que decimos muchas veces y que es necesario entender a la luz de las dos clases anteriores: un sujeto sólo puede asumir la estructuración paradójica del saber mediante un acto.
Todo esto nos va a llevar a los próximos encuentros que tendrán que ver con captar lo que podemos llamar disparidad subjetiva en un psicoanálisis. No hay intersubjetividad. Hay un sujeto y otra cosa. Y la disparidad está dada por una relación distinta en cuanto al deseo y al goce. El psicoanalista no es alguien: es un acto efectuado desde un lugar y dirigido a un sujeto (no a una persona, a un yo). Pero para llegar allí tenemos que entender bien lo que hemos llamado hoy las dos discontinuidades del sujeto.


*Clase 3 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

Magritte pipa
La traición de las imágenes – René Magritte-1929

El talento para la lectura

Clase 2*

Sebastián A. Digirónimo

Nuestro primer punto del programa tiene que ver con la lectura, pero ¿qué es la lectura?, ¿qué es leer? Tenemos que subvertir la idea vulgar de lectura porque hay un problema ya que, espontáneamente, entendemos demasiado rápido qué es leer. Leer de verdad no es el mero estar alfabetizados, leer es construir eso que Stevenson llamó talento para la lectura y que implica, ni más ni menos, que no encontrar en el texto que leemos lo que ya sabíamos antes de leerlo, es decir, no reflejar sobre el texto nuestros propios prejuicios. Es fácil entender cómo esto se relaciona con algo fundamental de la clínica psicoanalítica. Podemos decir que sin talento para la lectura el practicante comprende sin saberlo y se vuelve enteramente sordo para con el texto que tiene delante de sí. Pero hay más, porque no sólo tiene que ver con el texto que trae un paciente sino, primero, con el texto que él mismo es y que debería poder leer desde la posición analizante verdadera, que implica la no comprensión de lo que él cree saber espontáneamente de sí mismo. Podemos dar de pasada una de las definiciones de un psicoanálisis que no deben nunca cerrar la pregunta. Un psicoanálisis es hacer la experiencia de construcción del talento para la lectura en el lugar más difícil, es decir, relacionándola con los puntos ciegos propios. Y es claro que, desde aquí, el talento para la lectura no es algo anodino, es lo único que nos permite no rechazar el inconsciente. Porque lejos está de creer en el inconsciente quien sólo cree en él académicamente, en la teoría, como concepto dentro de un juego intelectual, y rechaza la experiencia de él. Y quien lejos está de creer en el inconsciente, lejos está de la posición analizante verdadera y, por ende, también de la posición del analista. Por más que diga que tiene años de psicoanálisis encima y se diga psicoanalista él mismo. El talento para la lectura es, entonces, algo fundamental para la posición del analista aunque los psicoanalistas, en general, no se hubieran dado cuenta de ello por sumergirse rápidamente en las bondades narcisistas que propicia el discurso universitario cuando nos subimos a la cátedra y miramos desde lo alto del engaño yoico. Entre paréntesis, hay algunos que miran los programas que hacen otros y tratan de copiarlos, sin ver que es inútil, porque lo que importa no es el programa en sí sino la manera de abordar los puntos que lo componen, exactamente de la misma manera que no es lo mismo la lectura en sentido vulgar que el talento para la lectura. Notemos con esto que el talento para la lectura es siempre singular y que, sin embargo, ello no implica que fuera siempre talento para la lectura. Hay, entre la lectura en sentido vulgar y el talento para la lectura, la misma relación que hay entre el deseo a secas y el deseo del analista como concepto formalizable. El talento para la lectura también es formalizable, tiene una forma universalizable aunque fuera siempre singular.

Los practicantes del psicoanálisis suelen partir por la pregunta equivocada. Ellos se preguntan qué es leer en psicoanálisis, pero esa pregunta deja intacta, por detrás de sí, la idea vulgar de lectura como mera alfabetización. Y los que más recorrido tienen lo transmiten así a los que recién empiezan, y el prejuicio queda intacto, invisible y fortalecido. Todo ocurre por un agujero cultural que podría evitarse con trabajo y atreviéndose a dudar de lo ya sabido. Pero, en general, el que más recorrido tiene prefiere tapar ese agujero cultural con jerga psicoanalítica que se convierte fácilmente en hueca erudición, y el que recién empieza no suele estar interesado por el discurso psicoanalítico sino por pertenecer al grupo, que es, en realidad, la mejor manera de defenderse del discurso psicoanalítico. El resultado es que hoy los prejuicios quedan intactos y mañana también, porque el practicante con más recorrido fue ayer el iniciado que quiere pertenecer al grupo y el iniciado que quiere pertenecer al grupo será mañana el practicante con más recorrido. Y así el psicoanálisis muere desde adentro y la escuela, idealizada, directamente no existe. Pero puede existir en cada uno, si ese uno se atreve a otra cosa. La construcción del talento para la lectura es parte de ese atreverse a otra cosa.

Aprovechamos aquí, entonces, lo que Borges llamó lectura inocente en sus Nueve ensayos dantescos. Esa inocencia tiene que ver con evitar los prejuicios del sentido. Y este es un punto clave: los prejuicios son, siempre, prejuicios del sentido. Por eso decíamos la vez anterior que una clave es entender por qué la asociación psicoanalítica no se funda en el sentido sino en el sonido. Y eso sólo es posible si hay talento para la lectura que evita el embate espontáneo de los prejuicios del sentido. Los prejuicios nos acechan todo el tiempo porque el sentido nos acecha todo el tiempo. Y es por eso que no comprender no es tan simple como decirlo y repetirlo como papagayo crónico. Todo esto quiere decir que la regla fundamental no recae, como se cree, sobre el paciente. La regla fundamental recae sobre el practicante e implica que sin el talento para la lectura, sin lo formal del deseo del analista, no hay regla fundamental posible. Y de nuevo, cuando decimos formal, hablamos de una forma lógica, precisa y universalizable, que hace al deseo del analista y a su presencia o ausencia.

Todo esto quiere decir que no basta con postularse psicoanalista para que psicoanalista hubiera y que cuando Lacan dice que el psicoanalista se autoriza en sí mismo dice algo muy preciso y que tiene que ver con la experiencia de un camino recorrido en posición analizante verdadera, es decir, con la experiencia de un camino de construcción del talento para la lectura. Y es un camino que va de la historia a la poesía, que va del sentido al sonido, que va de la lectura a la escritura. Con esto podemos decir que la escritura es una lectura que no se pierde en los recovecos del sentido y no es el mero marcar signos en alguna superficie propicia para ello. Y aquí hay un malentendido que es necesario que evitemos, un prejuicio muy común que nos puede perder. Cuando decimos que hay un camino que va de la historia a la poesía, del sentido al sonido y de la lectura a la escritura, no decimos para nada que los primeros términos de ese camino son innecesarios y prescindibles, por más que pueden perdernos porque pueden obstaculizar el ir más allá de ellos. No rechacemos la historia, el sentido y la lectura. Sin ellos no podría haber poesía, sonido ni escritura. Sólo atravesándolos de la buena manera no nos vamos a perder en sus recodos. Es decir, sólo si construimos el talento para la lectura que nos lleva de la lectura en sentido vulgar a la escritura en sentido formal.

Había una vez alguien que se decía psicoanalista y que cometía este error común y entonces decía que en la poesía la dimensión del sentido no existe. Error garrafal. Y como razonaba muy mal, para demostrar eso que aseveraba, dijo lo siguiente: “por eso, cuando leo poesía, no entiendo nada”. Sí, eso último seguro que sí. Lo anterior, sin embargo, no. La dimensión del sentido en la poesía existe, existe tanto que se amplía casi al infinito, y como se amplía casi al infinito podemos ceñirnos luego a un núcleo que no se pierde en esa dimensión del sentido. Exactamente igual que el resultado que logra la asociación libre en el psicoanálisis. Amplía tanto la dimensión del sentido que nos permite ver, cara a cara, que no sabemos lo que decimos y podemos entrever, de esa manera y sólo si nos atrevemos y consentimos a ello, que, como escribió Quignard en la página 79 de El niño de Ingolstadt, «es el lenguaje el que vive a expensas de quien lo escucha».

El mismo personaje que dijo aquello de la poesía y el sentido dijo también que en un cuento, por breve que fuera, siempre existe el sentido (y que él, por lo tanto, los cuentos sí los entendía, cosa, esta última, dudable). La dimensión del sentido existe siempre, y tanto en la poesía como en el cuento, esa dimensión se amplía hasta no ser ya la dimensión fundamental y es por eso que cuento y poesía son estructuralmente análogos. No ocurre lo mismo en la novela, que, podemos decir, habla de más. Lo mismo que la neurosis. Por eso decimos con Chejov que el arte es recortar lo que sobra, y ello es así sobre todo en el arte de la escritura. Vamos a ver ahora cómo ese recortar lo que sobra se relaciona íntimamente con el talento para la lectura y su construcción, que implica también el hacerse sordos de un oído que mencionaba Lacan.

En el camino de este primer punto se nos va a hacer presente, por todo esto que estamos diciendo, la noción de ficción. Sin entender lo que acabamos de decir acerca del cuento y la poesía, se va a dificultar mucho eliminar el prejuicio fundamental que surge cuando se piensa en el concepto de ficción. Ese prejuicio fundamental implica, básicamente, identificar la ficción con lo falso. Desde allí, por supuesto, oponerlo a lo verdadero. Esa falsa oposición es defensiva e imposibilita ver la buena oposición que queda oculta por detrás de ella, que es entre lo verdadero y lo real. Vamos a tratar de precisar esto que no es fácil porque implica romper con un prejuicio muy arraigado. Y es un prejuicio al que, además, la actualidad alimenta todo el tiempo porque hay un empuje a no tomar en serio la ficción que es funcional al capitalismo extremo (esto último no lo vamos a desarrollar, por lo menos no ahora).

La ficción, sin embargo, es mucho más seria de lo que parece si no sucumbimos a ese prejuicio enorme. La ficción, de hecho, es más seria que la verdad misma, porque la verdad no es otra cosa que una ficción que no se reconoce como tal.

Vamos de nuevo: oponer lo ficcional a lo verdadero es defensivo y oculta la dimensión sobre la cual no queremos saber nada: lo real. Los practicantes del psicoanálisis lacaniano, cuando leen a Lacan que les señala que la verdad tiene estructura de ficción creen descubrir algo que solamente quien leyó a Lacan podría descubrir. Nada más falso que eso. Y, para peor, ni siquiera entienden del todo bien qué quiere decir, hasta sus últimas consecuencias lógicas, que la verdad tiene estructura de ficción.

Tenemos que partir por donde nunca empiezan ellos. Es que ven la luz demasiado rápido y se encandilan. Eso porque, creyendo derribar un prejuicio, lo arrastran al creerlo derribado. Un excelente ejemplo de cómo los desengañados se engañan. Otro buen ejemplo es el progresismo políticamente correcto de la actualidad. ¿Qué manera mejor de mantenerse dormido que creer estar despierto? Es por eso que el progresismo políticamente correcto lejos está de ser reaccionario y es conservador a ultranza, nada más funcional para el statu quo del mundo que básicamente hace cada vez más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Pero volvamos a partir por donde nunca empiezan ellos. Ellos empiezan por el hecho de creer haber entendido que la verdad tiene estructura de ficción. Pongamos el acento, por una vez, en la definición complementaria, que ellos no suelen considerar jamás: la ficción tiene estructura de verdad. Notemos la cosa más sutil. Si decimos, enteramente satisfechos, que la verdad tiene estructura de ficción, es muy posible que quede intacto el prejuicio que sostiene la ficción como idéntica a lo falso, lo único que hacemos es pensar que la verdad misma es idéntica también a lo falso. Pero vamos a seguir oponiendo lo falso a lo verdadero que ya no vamos a llamar verdadero y que podemos llamar como quisiéramos. Desplazamos los sentidos, pero el prejuicio se mantiene intacto por detrás. Al considerar la definición complementaria escondida decimos que la ficción tiene estructura de verdad y ya no podríamos oponer lo falso a lo verdadero sin más y se nos podría facilitar desplazar la oposición hacia otra dimensión, que es lo que tenemos que hacer. Lo que importa es no caer en la oposición errónea entre falso y verdadero. Si sostenemos solamente que la verdad tiene estructura de ficción no tocamos, en general, la falsa oposición, solamente la desplazamos, si agregamos que, al mismo tiempo, la ficción tiene estructura de verdad, ya sostener el prejuicio se complica un poco.

Aprovechemos un ejemplo para ver cómo la oposición entre falso y verdadero, entre verdad y mentira, no nos permite distinguir nada y, fundamentalmente, no nos permite distinguir nada en cuanto a los conceptos de ficción y real.

Volvemos a Quignard. Es relato que menciona en uno de sus libros. Él lo menciona, nosotros le tenemos que agregar los comentarios. Para eso citemos fragmentos: “Petrarca está en su mula. Sigue el sendero sinuoso. En el cruce de caminos dos pastores avanzan. Uno dice siempre la verdad. El otro miente siempre. Nunca se sabe qué camino elegir una vez que se presta oídos a lo que cuentan. Después de que han dado sus argumentos, ya no se sabe siquiera cómo arreglárselas, a tal punto sus respuestas son detalladas y sus argumentos contradictorios”.

Ahí tenemos la escenografía del relato. Petrarca en su mula sin saber qué camino elegir en la encrucijada y dos personajes que le dicen al viajero, con mucho detalle, cuál es el camino mejor, sólo que uno miente siempre y el otro dice siempre la verdad. En el relato, además, después de que los pastores dan sus argumentos, les podemos hacer solamente una pregunta a cada uno, una sola.

El relato demuestra algo estructural: por más que opongamos verdad y mentira, eso no nos permite distinguir nada. Sabemos que uno miente y el otro no. Si venimos con el prejuicio que nos hace identificar la ficción con lo falso, no entendemos nada. Qué camino tomamos. Da lo mismo, los dos argumentan con precisión y detalle y jamás vamos a saber distinguir entre verdad y mentira, salvo que supiéramos de antemano quién miente y quién dice la verdad, o que supiéramos de antemano cuál es el camino bueno y entonces para qué preguntaríamos. La verdad y la mentira no nos permiten distinguir nada y no se distinguen entre sí. Esto quiere decir que la verdad tiene estructura de ficción y que la ficción tiene estructura de verdad.

Más de una vez algún paciente me preguntó qué pasaba si él mentía en lo que contaba en el consultorio, les dije siempre que nada, que mintiera tranquilo porque cualquier mentira que dijera la iba a decir desde la misma posición que si decía la supuesta verdad y lo que nos interesaba era esa posición y no el contenido de lo que decía. Al preguntar el eventual paciente sólo veía la defensiva oposición entre mentira y verdad y no llegaba a ver cómo la ficción nos da acceso a lo real. Si sabemos leer posiciones de enunciación y no nos perdemos en los enunciados, es decir, si hay el talento para la lectura que nos permite abstenernos de los sentidos propios y de la comprensión, entonces vamos a poder entender de qué manera la ficción nos permite acceder a lo real inaccesible.

El relato de Petrarca y los pastores termina así, con Petrarca introduciendo otra dimensión aprovechando la única pregunta que les podía formular a cada uno de ellos, tanto al que siempre miente como al que dice siempre la verdad. “Petrarca el letrado llega con su mula”, Petrarca el psicoanalista. “No les presta atención a los discursos que profieren”, es decir, se hace sordo de un oído y no se pierde en el blablablá hueco. “Alza los hombros. Les pregunta a los dos pastores lo siguiente: ¿cuál es la ruta que me indicaría su compañero como la mejor ruta?”.

Con esto accede a otra dimensión. El que dice la verdad va a señalar la mala ruta. El que miente va a señalar también la mala ruta. La buena ruta es la otra, la no señalada. Es una buena metáfora también de cómo vamos a tener acceso a lo real desde la ficción si la sabemos leer. Un acceso siempre indirecto, porque lo real es lo real y sólo podemos pensarlo como la rajadura en la pantalla simbólica, como lo imposible lógico a lo cual no podemos acceder pero que tenemos que situar en el buen lugar.

Petrarca, con sus preguntas, que son la misma para los dos, introduce otra dimensión porque no se engaña con la oposición entre falso y verdadero. Quignard escribe “resulta pues que lo contrario de lo verdadero y lo falso es lo no-lingüístico”. Que no quiere decir, esta es la clave, la ausencia de lo lingüístico. Lo real impensable sólo existe para el ser hablante y siempre en los límites del lenguaje. En los límites. Jamás más allá de los límites. Jamás más acá de los límites. Como la rajadura en la pantalla simbólica. Ni fuera ni dentro de la pantalla. Por eso aquella practicante que decía, en plena pandemia, que el virus es real hasta que sepamos cómo funciona, lejos está de poder pensar la radicalidad de lo impensable de lo real lacaniano. Podía pensar en un más allá o en un más acá del límite, pero no en el límite mismo que, a la vez, no se puede localizar. Es en el límite, en el límite ilocalizable de lo lingüístico. En cuanto creamos localizarlo, lo perdemos.

¿Y saben de qué está lejos esa practicante aunque no lo supiera? Del talento para la lectura y entonces de la posición del analista. Aunque se dijera psicoanalista lacaniana y fuera miembro de la institución con más renombre, galardones y etcéteras.


Mark Pugh Autumn roses by the sea
Mark Pugh – Autumn roses by the sea

*Clase 2 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


La confusión entre el desconocimiento y el saber

Clase 1*

Sebastián A. Digirónimo

Nuestra tarea en este curso es fundamentalmente una: subvertir el sentido común. ¿Qué es el sentido común que ni siquiera es tan común pues toma una forma singular para cada uno? Un cúmulo de prejuicios que funcionan a favor de la defensa. Y si funcionan a favor de la defensa funcionan en contra de nuestro objetivo que es, en última instancia, un psicoanálisis. Y notemos que estamos diciendo un psicoanálisis y no el psicoanálisis. Entonces podemos aprovechar esto para empezar a subvertir el sentido común con una sentencia que va a parecer chocante en un primer vistazo: el psicoanálisis no existe. Agregamos, en seguida, que lo que sí existe es un psicoanálisis singular y en acto llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas. Cada vez que digamos en el futuro el psicoanálisis hay que entender que nos estamos refiriendo a un psicoanálisis singular y en acto llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas. Esta es nuestra primera definición fuerte. Tenemos que ir viendo qué quiere decir singular, qué quiere decir en acto y qué quiere decir últimas consecuencias lógicas. Vamos a empezar con esta pregunta que no vamos a cerrar nunca, la pregunta fundamental que requiere una posición particular y difícil ante ella: ¿qué es un psicoanálisis singular y en acto llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas? Se puede formular también así: ¿qué es un psicoanálisis lacaniano?, o, ¿qué es un psicoanálisis orientado por y hacia lo real lacaniano? Estas preguntas no deben encontrar nunca una respuesta fácil y requieren, y esto es lo más importante, una posición con respecto al saber que espontáneamente los seres hablantes no pueden adoptar. De allí vamos a enunciar otra aseveración que a los prejuicios del sentido común, académico o no, le parece siempre fuerte: un psicoanálisis no es una psicoterapia. Este es el primer prejuicio universitario a derribar: psicoanálisis y psicoterapia no solamente no son lo mismo sino que se oponen de principio a fin. Y lo que importa es entender cómo se oponen.

El psicoanálisis (recordemos que cada vez que digamos el psicoanálisis estamos diciendo un psicoanálisis singular y en acto llevado hasta las últimas consecuencias lógicas) es profundamente anti intuitivo, por eso en él cobra más valor que en cualquiera otra disciplina la noción de obstáculo epistemológico que Bachelard acuñó en su libro titulado La formación del espíritu científico. ¿Qué quiere decir esto traducido en la práctica? Que todo lo que creemos saber sobre el psicoanálisis y sobre cómo funciona el ser humano (llamado técnicamente parlêtre -y ya vamos a ir viendo qué es) está, básica y crudamente, mal.
Sí, todo lo que creemos saber está mal y es necesario un coraje singular: el de soportar que el saber se agujeree. Y, después de eso y en última instancia, en el horizonte, soportar lo insoportable: que el saber no puede más que estar agujereado.
Vamos a empezar, entonces, con tres puntos cruciales:

  • El yo es desconocimiento.
  • Hay inconsciente y por ende inadecuación inevitable con respecto al inconsciente.
  • La asociación psicoanalítica no es lo que se cree y supone el sonido y no el sentido.

Todo esto quiere decir que se pueden tener muchos años de terapia encima y, sin embargo, no sólo no tener ningún recorrido psicoanalítico sino un enorme obstáculo para cualquier recorrido psicoanalítico posible porque son años de trabajo a favor de los obstáculos epistemológicos. El yo que cree saber (el del paciente y el del terapeuta) impide la pasión de la ignorancia en la cual se inscribe el acto psicoanalítico. Y esto implica también que hay que dudar de la palabra psicoanálisis y saber que hay muchas cosas que se llaman psicoanálisis y van exactamente en contra de la dirección que sigue un psicoanálisis verdadero. Esto ya ocurría en la época de Freud y sus disputas con Jung y Adler tienen que ver básicamente con esto.
Dijimos pasión de la ignorancia y podemos interrogar qué es eso y qué estructura tiene todo saber. Saltamos al final, entonces, con algo que ya anticipamos en líneas anteriores: todo saber está allí para no saber nada sobre el hecho fundamental de la vida del ser hablante, que sólo el psicoanálisis y la poesía se atreven a enfrentar: no hay relación sexual. Que quiere decir que no hay adecuación posible porque hay inconsciente. No hay comunicación, hay un núcleo irreductible de soledad del cual tenemos que hacernos cargo, hay extimidad, hay goce.
Esto hace que el esquema básico de la comunicación que todos conocen, en el cual hay un emisor, un mensaje y un receptor, está incompleto de la peor manera, porque entre el emisor y su mensaje hay el inconsciente y lo mismo hay entre el receptor y el mensaje que le llega. Ya vamos a ver qué quería decir Lacan cuando señalaba que el sujeto recibe su mensaje, desde el Otro, en forma invertida. Tiene que ver con el engaño que implica negar la existencia del inconsciente, que es lo que hace el ser hablante espontáneamente pese a tener, cada día, los mil y un indicios de su existencia y de cómo nos atraviesa.
Por eso tenemos en el consultorio un cartelito que dice Lasciate ogni speranza (voi ch’entrate) que quiere decir dejad toda esperanza (vosotros que entráis) y que es lo que leyó Dante en el umbral del infierno y es lo que implica un psicoanálisis y su entrada en él. Porque un psicoanálisis es un infierno para la neurosis y la neurosis, aunque espontáneamente nos engañemos, es un infierno para la vida. Se vive mejor sin la neurosis, pero, parafraseando a Quevedo en su famoso poema sobre el amor, sólo quien lo probó lo sabe.
Y ya que mencionamos al amor vamos a ver en este recorrido cómo es en el campo del amor donde más nos engañamos con la neurosis.
Entonces, todo saber está allí para no saber nada sobre la no-relación sexual. Y el ejemplo clínico mejor para entender esto (subrayamos una vez más que las aseveraciones del psicoanálisis verdadero siempre se desprenden de hechos clínicos), el mejor ejemplo para entender que todo saber está allí para no saber nada sobre la no-relación sexual son las teorías sexuales infantiles, esas mismas que Freud descubrió con sus pacientes y que cualquier practicante del psicoanálisis verdadero puede redescubrir con sus propios pacientes. Esas teorías no están allí para conocer sobre la sexualidad sino, siempre, para tapar el agujero de la no-relación.
De pasada podemos notar algo más. Dijimos que todo practicante puede redescubrir con sus propios pacientes lo que Freud descubrió con los suyos. Pero hay más, porque mejor lo puede descubrir en su propio análisis, en la posición analizante sostenida con coraje. Y es gracioso, porque al psicoanálisis lo acusan de tener postulados no falsables en el sentido de, por ejemplo, la epistemología de Popper. Nada más lejano a eso. ¿Leyeron la obra de Freud? Nada más lejano a eso. Freud todo el tiempo, al chocar con los hechos clínicos que le echaban por tierra lo que creía haber entendido, no hacía otra cosa que empezar de nuevo la teoría ya que, evidentemente, no se sostenía.
Pero es claro que a Freud no lo leen. Incluso muchos que creen leerlo. Porque a Freud no basta con leerlo, hay que saber leerlo, además, porque es más complejo de lo que parece. Una persona que se postuló para iniciar el curso decía estar muy interesada en la enseñanza de Lacan pero no había leído nunca, ni quería leer en el futuro, la obra de Freud. Es evidente que tampoco había leído a Lacan, por muy interesada que estuviera en su nombre, porque leer a Lacan es entender que Lacan es Freud. Y leer bien a Freud es entender que Freud, en muchos momentos, es profundamente lacaniano. Lacan, en algún momento, tuvo que explicarles a los que lo escuchaban por qué él era freudiano, y en ciertos momentos de la historia del psicoanálisis podemos decir que el único freudiano. Es decir, el único que no retrocedía ante las consecuencias que el descubrimiento freudiano implica.
Acá iniciamos un camino contrario al motivo por el cual Bertrand Russell se dedicó a la filosofía. Él decía que se dedicó a la filosofía porque quería encontrar una certeza allí donde había percibido hasta allí solamente duda. No es casual que sus ideas se alinearan fácilmente con el conductismo, que es lo anti psicoanalítico por excelencia. Nosotros tenemos que atrevernos a la duda allí donde el sentido común, ignorante y cobarde, sólo percibe certezas.
Es un camino que subraya la necesidad de no retroceder para que pudiera haber psicoanálisis verdadero. Postulo ahora, por experiencia y por conocer la pendiente natural por la cual nos deslizamos como seres hablantes, que en diciembre, en la última reunión del año, vamos a ser menos que hoy. Salvo, por supuesto, que estemos ante un grupo inusualmente corajudo. Ojalá que sí. Si hay psicoanalista y si hay posición analizante de verdad, hay también lugar para la sorpresa. Vamos a tratar de sorprendernos mutuamente para ir en contra del desconocimiento que confundimos con el saber.

Mark Pugh A brief moment of clarity (walking through the woods at night)
Mark Pugh, A brief moment of clarity (walking through the woods at night)

*Clase 1 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

¿Qué hace un psicoanalista?

Sebastián A. Digirónimo

 

La pregunta que nos convoca es qué hace un psicoanalista. Vamos a partir por la respuesta más sencilla para descubrir, en seguida, que en este campo es necesario todo el tiempo un esfuerzo de precisión que no ocurre jamás espontáneamente porque lo que nos mueve como seres hablantes es el no-querer-saber. Lacan definió alguna vez al psicoanalista como aquel de quien se espera un psicoanálisis. Al mismo tiempo que desplaza la pregunta a qué es un psicoanálisis, dice mucho más de lo que parece incluso desde el punto de vista de lo que Freud llamaba economía libidinal. Vamos a intentar, para iniciar un movimiento de precisión, una respuesta similar: ¿qué hace un psicoanalista? Psicoanaliza. Desplazamos la pregunta a qué es psicoanalizar. Y aquí tenemos que diseccionar la respuesta en muchas unidades formadas por distintos puntos de vista complementarios considerados uno por uno y, al mismo tiempo, todos a la vez. Voy a elegir unos pocos, de complejidad creciente, sin desarrollarlos en profundidad para incitar el debate posterior, en el cual está el espíritu de la lógica del tres contra uno en la que se funda este encuentro y que constituye una forma de trabajo que sostenemos en pos del esfuerzo de precisión.
Señalemos, entonces, doce puntos tomados desde distintos ángulos, enlazados y de complejidad creciente.
Primero: ¿qué hace un psicoanalista? Le responde al “decir cualquier cosa sin censurar” de la regla fundamental que debe comunicársele al futuro analizante con un “no decir nada”. Y, entonces, vamos con el primer esfuerzo de precisión: ese “decir cualquier cosa sin censurar” suele formularse como un “decirlo todo”, incurriendo así en una imprecisión lógica porque ese “todo” debería entenderse siempre entre comillas ya que el decir está agujereado por estructura pese a la ilusión de la neurosis, pero la imprecisión fundamental, la que genera los mayores problemas, queda del lado del practicante y su “no decir nada”. Porque suele entendérselo como un silencio forzado en la realidad: no hablar, no decir nada literalmente quedándose mudo desde el primer momento al último de cada sesión. Pero ese “no decir nada” quiere decir, en realidad, no poner sentido. No interferir con el sentido propio en el decir del futuro analizante. Y nos sirve un ejemplo práctico de esto que tomamos de pasada: una paciente dice, ante una práctica médica a la cual debía someterse, que tiene miedo de morir desangrada. La psicóloga de turno, sin interrogar ello en la menor medida, responde, comprendiéndolo todo –que es lo que no hay que hacer– “eso es porque esta práctica antes estaba prohibida y, por lo tanto, era clandestina”. En este ejemplo se ve la contracara exacta de ese “no decir nada” que no implica la mudez sino la no comprensión.
Segundo, y en consonancia con ello, cambiando muy poquito el ángulo del punto de vista: ¿qué hace un psicoanalista? Se abstiene. Pero hay que precisar dos cosas: ¿de qué y cuándo? De su fantasma y su goce y en el acto psicoanalítico que, agreguemos, espontáneamente siempre horroriza porque necesariamente siempre nos sobrepasa.
Esto nos lleva, en su lógica, al tercer punto. ¿Qué hace un psicoanalista? Lleva, antes, en términos lógicos y no cronológicos, su propio análisis hasta las últimas consecuencias (también lógicas). Formulemos así: ¿qué hace un psicoanalista? Se desprende, en varias de las acepciones del término, de la posición analizante.
Cuarto: ¿qué hace un psicoanalista? No responde a la demanda.
Quinto: ¿qué hace un psicoanalista? Mantiene, desde el primer momento, el rumbo fijo hacia el horizonte que implica el final de un análisis. La noción de firmeza es imprescindible para entender la metáfora.
Sexto: ¿qué hace un psicoanalista? No descree en ningún momento del inconsciente como saber ni pierde jamás la certidumbre de que todo ser hablante es un ser sintomático atravesado en la carne por el significante. Todo ser hablante es sujeto deseante y sustancia gozante.
Y aquí se nos complican las cosas, porque hasta aquí podría pensarse que un psicoanalista atiende pacientes. Séptimo: ¿qué hace un psicoanalista? No necesariamente recibe pacientes. Un psicoanálisis no se reduce a una praxis terapéutica y, en forma complementaria, no es un juego teórico-académico-intelectual.
Octavo: ¿qué hace un psicoanalista? Atraviesa una experiencia que puede transmitirse y, fundamentalmente, contagiarse. Sostiene, por lo tanto, en acto, el coraje de la experiencia que lucha contra el no-querer-saber espontáneo del ser hablante. De allí el “atrévete a saber” que se instaura como divisa posible de esa experiencia.
Noveno. Y aquí se complican más las cosas en términos de los que tratan de entender con apresuramiento. ¿Qué hace un psicoanalista? Se atreve a soportar que el psicoanalista no existe, como la mujer. No hay ser del psicoanalista, es decir, esencia o universal. Sí hay, sin embargo, deseo del analista con sus coordenadas lógicas universalizables. Por eso ni el “todo vale” que quieren algunos (y que desplazaría el psicoanálisis en estafa) ni el ideal universal cientificista que quieren otros (y que haría que el psicoanálisis renegara de su propio origen renegando del concepto de verdad que la histeria le enseñó a Freud porque Freud se dejó enseñar. Digamos de pasada que el psicoanálisis va de la verdad al saber y ninguno de los dos términos puede ser entendido sin un esfuerzo de precisión).
Décimo. ¿Qué hace un psicoanalista? Se autoriza en sí mismo evitando, además, el cinismo canalla en el cual cae el neurótico desengañado.
Decimoprimero. ¿Qué hace un psicoanalista? Renuncia a la infatuación narcisista.
Decimosegundo. ¿Qué hace un psicoanalista? Contribuye, demostrando lógicamente su propio análisis, es decir, demostrando cómo aquello de lo que goza ya no interfiere con lo que escucha, a la pregunta siguiente: ¿qué es un psicoanalista?


Presentado el 26/11/2022 en la actividad introductoria al curso 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

La présence pure Welder Wings
La présence pure, Welder Wings

Tres contra uno: hay un psicoanálisis

 

Sebastián Digirónimo

Me toca el lugar más fácil y el más difícil. Es el más fácil porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. Es el más difícil por lo mismo, porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. ¿Cómo decir una vez más sin repetir? Si uno mira con cuidado toda la enseñanza de Lacan, va a descubrir que está marcada siempre por esta pregunta, y el resultado es un intento por decir cada vez mejor lo que no puede decirse. Esto implica improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención, que no es un término, este último, que pudiéramos tomar a la ligera. La obra de Freud se puede leer de la misma manera. Ese improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención es el espacio de un psicoanálisis.

Dicho esto, vamos a empezar de nuevo con un epígrafe tomado del prólogo de la obra de Octavio Paz de 1956 titulada La hija de Rappaccini: «Mi nombre no importa. Ni mi origen. En realidad no tengo nombre, ni sexo, ni edad, ni tierra. Hombre o mujer; niño o viejo; ayer o mañana; norte o sur; los dos géneros, los tres tiempos, las cuatro edades y los cuatro puntos cardinales convergen en mí y se disuelven. Mi alma es transparente: si os asomáis a ella, os hundiréis en una claridad fría y vertiginosa; y en su fondo no encontraréis nada que sea mío. Nada, excepto la imagen de vuestro deseo, que hasta entonces ignorabais».

Queda claro que este epígrafe tiene que ver con lo que podría esperarse de un psicoanalista, salvo aquello primero de “en realidad no tengo nombre”, porque de un psicoanálisis, que es de donde surge un psicoanalista, surge también un nombre. Mi nombre es Furia, palabra que en sí misma no dice nada, es necesario oponerla a ira y no importan tampoco demasiado cuáles son esas palabras sino el pasaje de una a la otra. Ira es lo que había antes, Furia lo que queda después. ¿Antes y después de qué? De un psicoanálisis. No del psicoanálisis sino de un psicoanálisis.

Partimos desde aquí, entonces, hacia ese lugar que ya anticipé en los encuentros anteriores diciendo que el psicoanálisis no existe. En seguida tenemos que precisar qué querría decir esa afirmación: lo que hay es, como dijimos recién, un psicoanálisis. Uno por uno, en su singularidad. Un psicoanálisis que, por otra parte, debe ser demostrado y no simplemente postulado. Esto nos lleva a tener que precisar la noción de experiencia que está en juego en un psicoanálisis, que es enteramente análoga a la que está en juego en la poesía y que contradice punto por punto la noción del sentido común. La experiencia psicoanalítica, como la experiencia poética, nada tiene que ver con la acumulación de vivencias, se trata más bien de un atreverse a entrar en un ámbito desconocido en el más radical de los sentidos, pues ese desconocido es directamente incognoscible, aunque con él se puede hacer otra cosa que no es conocerlo. No rechazar el inconsciente en el sentido del psicoanálisis es hacerse cargo de su definición más radical que podríamos señalar ahora con esa paradoja de un saber no sabido (por nadie, además). Está en boga entre los practicantes del psicoanálisis una distinción que les parece muy útil a la hora de pensar lo impensable de un psicoanálisis y que es la distinción entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Puede ser útil, sí, pero esa misma distinción esconde la fórmula que deberíamos sostener con fuerza: el inconsciente es real o no es. Real en sentido lacaniano, como expresión del radical no-hay. No vamos a profundizar más por allí, en otro lugar ya dijimos que esa dicotomía se vuelve mucho menos peligrosa si la convertimos en un tríptico: inconsciente salvaje, inconsciente transferencial e inconsciente real. Su precisión queda para otro momento, sólo señalemos que es necesaria. De hecho, el problema de la dicotomía que tanto les agrada a los practicantes es su aparente comprensibilidad.

Experiencia, entonces. Pero experiencia en un sentido muy específico. Y experiencia a demostrar, pero ello también en un sentido muy específico: en sentido lógico, como se demuestra un teorema, y, además, en acto y a nadie.

De allí partimos, aunque ese punto de partida implica ya todo un recorrido acerca de lo que no es un psicoanálisis. No es un juego intelectual, mucho menos un ornamento narcisista para el mero pavoneo. Contrario a eso, lo que dijimos y que contradice punto por punto al supuesto sentido común que funciona siempre sólo como obstáculo epistemológico, usando esa noción tan fructífera de Bachelard: una experiencia a demostrar.

De lo otro, sin embargo, se ve por todos lados, y sería interesante interrogar los motivos, porque ello nos llevaría rápidamente a toparnos con un punto clave que podemos llamar, con guiones, no-querer-saber-nada-de-eso. Precisar la forma de ese no-querer-saber es clave, y lo es en el interior de esa experiencia a demostrar. Preguntarse todo el tiempo, en el diván, ¿cuál es mi no-querer-saber? El mío, singular, único. Me acuerdo de un practicante que decía, en una charla, que él iba por la calle preguntándose por el goce de los demás, y que eso es lo que debía hacer un psicoanalista. No, lo que debe hacer es preguntarse por el propio goce, en posición analizante, sabiendo que ese goce es, además, único e inconmensurable, y si quiere lo puede hacer yendo por la calle, eso no importa, si estamos en la buena posición el diván lo llevamos con nosotros, como una especie de caracol psicoanalítico. Y todo ello sabiendo únicamente que el propio no-querer-saber está allí, y que lo estará siempre. Preguntarse por él empuja hacia la divisa de un psicoanálisis orientado: el famoso (por repetido, no por ejecutado) ¡atrévete a saber!

El practicante que eso decía es un psicoanalista muy reconocido, sobre todo lo era en la década del noventa, aunque hoy lo sigue siendo. Hay otra anécdota que apunta hacia el mismo lugar y nos sirve. Tenemos un problema que suele no verse siquiera. Hay que hacer un esfuerzo por situar, en el buen lugar, el análisis propio (eso implica situar en el buen lugar la noción de experiencia). Si no lo situamos en el buen lugar, lo que se nos escapa es el no-querer-saber y nos deslizamos entonces de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, al psicoanálisis que no existe. Y todo esto sin advertirlo siquiera. Ocurre espontáneamente, por más que se repita que lo fundamental en la formación de un psicoanalista es su propio análisis, hay prejuicios que, en acto, nos hacen situarlo en el mal lugar. Y eso quiere decir que hay que hacer un esfuerzo más, un esfuerzo que es de lectura verdadera, que es la que empuja hacia la escritura. Claramente no hablamos de las meras acciones de leer y escribir como quien lee y escribe la lista del supermercado, es un poco más complejo. Podemos tomar un ejemplo relacionado con ese psicoanalista. El otro día leía un libro suyo en el cual se publicó uno de sus cursos-seminarios. Si se lo lee con cuidado, se verá que oscila todo el tiempo entre lo que se sostiene con la palabra y algo que se escribe pero que contradice esa palabra que se había dicho. Y ello se relaciona estrechamente con el mal lugar dado al propio análisis. ¿Qué ocurre entonces sin que se lo perciba? Que el no-querer-saber toma el mando y con ello nos deslizamos, sin advertirlo, hacia el no hacernos cargo de lo real, incluso diciendo que tomamos un camino hacia lo real y su clínica. Tomemos un único ejemplo de ese libro para ejercer la lectura en acto. Dice allí, correctamente, que “no hay teoría ni práctica que pudiera agotar el encuentro y el desencuentro del parlêtre con lo real”. Tal vez convendría decir sólo desencuentro e incluso inadecuación, pero está bien. Sin embargo, dice algo que contradice en acto esta misma declaración si se la sabe leer, y eso hace que, generalmente, pasara desapercibido y que el deslizamiento hacia el no-querer-saber se hiciera furtivo. Dice: “aun siendo psicoanalistas, con muchos años de análisis a cuestas, los del propio análisis incluidos”, y sigue la frase después de este prolegómeno. Y en eso solo ya se deslizó lo que hay que saber leer y ya se contradijo en acto la otra afirmación correcta. Implica un prejuicio común, que nos acecha desde lo más hondo de nosotros mismos, así que probablemente les pasará desapercibido hasta que no lo señalemos con atención. Ese prejuicio común, tan difícil de romper, es el siguiente: un psicoanalista es alguien que atiende pacientes. No, un psicoanalista es, como señaló Lacan alguna vez, alguien de quien se espera un psicoanálisis. Pero vamos a leerlo con cuidado: ello implica alguien que llevó su propio análisis hasta sus últimas consecuencias, y de estos no hay tantos como se cree. Volvamos a la frase de este reconocido practicante, eso que agrega al final, “los del propio análisis incluidos”, hace que se sitúe el análisis propio como algo secundario, y el prejuicio se desliza desapercibido tanto para el que articula la frase como para el que la oye. Los “muchos años de análisis a cuestas” son, fundamentalmente, los del propio análisis, pero es peor todavía, porque la cronología es secundaria, y no son años, es otra cosa, es precisión, es poesía, es escritura. Está lleno de gente que dice “tengo veinte años de análisis” (y ese tengo ya es una clave de alarma) y, en acto, se manifiesta que, en todo caso, tiene veinte años de concurrir a sesiones en las cuales no se pasa casi nunca más allá del gozoso parloteo, del blablablá que no mueve en nada el amperímetro de la relación con el no-querer-saber propio. Y el problema es que esto se desliza con el mayor de los mutismos. El prejuicio halaga el narcisismo: “somos psicoanalistas porque atendemos pacientes, a diferencia de todos los que no lo son”, y, prejuicio análogo: “y lo somos porque leímos a Freud y a Lacan” (y a Winnicott, y a Melanie Klein, y a Ferenczi y al que fuera). ¿Seguro que los leímos? Leer no es la acción de pasar los ojos por la letra impresa, leer es pasar la palabra a escritura y eso sólo ocurre poniendo en su lugar el propio análisis y sabiendo que él empieza a existir cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

Antes dijimos psicoanálisis orientado. La palabra orientado, que acabamos de usar, implica dos cosas juntas: una dirección, que es de la historia a la poesía, del sentido al sin-sentido, de la palabra al silencio que pasó por la palabra y que suele resumirse con una frase que se repite pero que no debe comprenderse: hacia lo real. Pero también implica lo opuesto a desorientado. No se trata de una orientación entre otras, es la orientación, hacia el hacernos cargo en acto del radical no-hay.

Ya en este punto surge un problema que está presente desde Freud hasta aquí. Freud mismo lo formula con sus términos: ¿cómo conciliar lo infinito de ese no-querer-saber (interminable en el vocabulario de Freud) con el término posible de un psicoanálisis, con su conclusión? Nos va a interesar, desde aquí, la relación que hay entre la repetición circular, en bucle, y el corte. El camino de un psicoanálisis, desde este punto de vista, es ese: de la repetición de lo mismo al corte.

Pero volvamos al no-querer-saber. George Steiner, en el prólogo de La poesía del pensamiento, señala que “tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada”. Pero es peor que eso: tenemos que postular que no habrá nunca algo así como “aprender a pensar”; lo que habrá siempre es no-querer-saber. El homo sapiens está horrorizado y lo estará siempre. Percussas pavore hominum. Pero si bien el horrorizado no-querer-saber es lo que habrá siempre, también puede haber un empuje contrario a él. Por supuesto, destinado a perder, pero, ¿y?

Ese empuje implica un esfuerzo de escritura que es un esfuerzo de poesía. Es sabido que Platón rechazaba dos cosas en las que él mismo estaba sumergido: la poesía y la escritura. Lo que ocurre es que no se mira con cuidado ese rechazo y sólo se lo repite casi como lugar común. Lo que Platón temía, tanto de la escritura como de la poesía, es la autocomplacencia de lo que llamamos, con Lacan, comprensión y que es algo bien específico. Estamos todo el tiempo en peligro de comprender, a punto de ceder a esa autocomplacencia propiciatoria del no-querer-saber. En ese punto Platón estaba orientado, su problema comienza por la suposición, que sostiene todo el tiempo, de que el desvío de la comprensión puede evitarse. Pues bien, no se puede. El no-querer-saber manda. Pero sí puede mitigarse su efecto, justamente haciendo el esfuerzo de pasar la palabra a escritura y la narración a poesía, que es exactamente lo que el mismo Platón hizo. Como señaló Roland Barthes en una conferencia que dictó en Italia en 1974, si la escritura va más allá de la palabra es porque ella es la verdad del lenguaje (y no de la persona del autor). Y hay dos experiencias que son, en acto, la demostración de esto: la de la poesía y la de un psicoanálisis. Eso mismo que decía Barthes puede decirse, con Octavio Paz, de la siguiente manera: los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía. El camino de un psicoanálisis, de la biografía a la poesía, de la historia a la poesía, de la narración a la poesía, tiene que ver con esto.

La poesía es esfuerzo de precisión. ¿Por qué? Porque no atenta contra la ambigüedad de los vocablos (como sí lo hace, por ejemplo, la neurosis obsesiva, muchas veces en el consultorio, cuando postula que “lo que quise decir es x” –la respuesta que suelo dar es “no importa lo que quisiste decir, importa lo que decís sin querer”). No atentar contra la ambigüedad de los vocablos es hacerse cargo de que no hay sinonimia absoluta y ello permite escribir al pie de la letra. Sí, la ambigüedad no negada es precisión, y sólo la poesía lo sabe. Y el psicoanálisis, pero no el que no existe, no la disciplina intelectual: un psicoanálisis en acto, singular, escrito, ético, llevado hasta sus últimas consecuencias, demostrado y poético. Y eso está al alcance de todos, sólo que, llegado allí, el todos se desvanece y nos queda la singularidad no-toda del estilo. Y es por ello por lo que podemos sostener, al mismo tiempo, lo que decía Freud y que suele ser mal entendido: un psicoanálisis no es para todos. Para todos y psicoanálisis no van juntos, no pueden ir juntos. O psicoanálisis o para todos. Se excluyen. Un psicoanálisis es adueñarse en acto del propio estilo, y, como señaló Mallarmé, hay ritmo desde que hay estilo. Por eso un psicoanálisis implica un esfuerzo de poesía a ser demostrado en acto, no postulado y sólo enunciado teórica e intelectualmente.

Por supuesto que ello puede hacerse. Hay ejemplos, se puede decir exactamente todo lo que estamos diciendo con la mera intención de negar la castración. No es una cuestión de enunciados, sino de posición de enunciación, pero para distinguir ambas cosas hay que saber leer.

Un psicoanálisis, entonces, y ¿qué es un psicoanálisis? Es ese empuje incansable contra el inextinguible no-querer-saber. Hasta se puede decir que es un empuje imposible contra la naturaleza misma del parlêtre. Eso es lo que hace a su fragilidad. A que se sostenga sólo de eso que Lacan llamó deseo del analista, que es formalizable y que no debe confundirse con el deseo a secas del sujeto. Pero no sirve de nada formalizarlo intelectualmente, hay que hacer su experiencia. ¿Dónde nace? En el diván, haciéndose cargo del propio no-querer-saber, llevando la solución espontánea y salvaje que instauramos ante el no-hay, que llamamos sinthome espontáneo, que es defensivo, a ese otro sinthome, que llamamos analítico, inventado en el camino de un análisis y que implica el perturbar la defensa hasta sus últimas consecuencias y hacerse al final un nombre. Como el poeta. Lo escribió bien María Zambrano: “como el poeta no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse”, esto antes, decimos nosotros, “tendría que adoptar el nombre de lo que lo posee”, sigue Zambrano, “de lo que lo toma allanando la morada de su alma, de lo que lo arrebata”. Y adoptar no es suficiente, agregamos, encarnar ese nombre singular. Esto no ocurre repitiendo lo que dijeron Freud y Lacan, sino imitando en acto su posición ante lo real, que es de Freud, de Lacan, de Unamuno, de Sócrates, de los verdaderos poetas, que son los que se atreven a otra cosa que el no-querer-saber espontáneo. Borges señalaba que un maestro es alguien que nos muestra cómo enfrentarnos al universo, digamos, mejor, a lo real, pero no basta con ser discípulo, hay que atreverse a ser maestro, en soledad y silencio. Retomemos algo que está escrito en otro lugar: porque callo después de haber pasado por la palabra es que escribo. Hay algo más que el desnudo no-querer-saber que, en realidad, jamás está desnudo sino vestido y disfrazado con aplastante sentido, y podemos atrevernos a ese algo más.

En otro lugar lo llamé coraje de la experiencia y alguien preguntó por qué mencionar al coraje al hablar del psicoanálisis. La respuesta es que si no mencionamos al coraje y, sobre todo, si no lo ponemos en acto, el psicoanálisis no existe. Por supuesto que se puede delirar teóricamente, se puede también hacer estragos atendiendo pacientes; esos estragos son, fundamentalmente, dados por jugar la partida del no-querer-saber de a dos. Y ello puede ocurrir porque hay al menos tres niveles en un psicoanálisis pero que no tienen los tres el mismo peso. El nivel fundamental es el nivel de la ética, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la filosofía. Después está el nivel del saber, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la ciencia. Y por último está el nivel clínico, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la psiquiatría. Si el nivel de la ética falla en acto no ocurre esa triple diferenciación y el psicoanálisis, entonces, no existe.

Subrayamos, entonces, una vez más, la importancia de poner el propio análisis en su lugar. Los poetas lo supieron siempre. Por ejemplo, otra vez, Borges. El joven Borges que, en su libro de 1926 del cual luego renegó hasta el final (al punto de eliminarlo de su obra completa ­–tres libros eliminó, que igual se consiguen: El idioma de los argentinos, Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza, que es ese libro de 1926), allí escribió que “pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. El mejor lugar para ello es un psicoanálisis, donde ese vivir las palabras es pasarlas a escritura. Pero hay que atreverse a ello, y una de las formas de no atreverse es venerar a los poetas como si fueran seres especiales, inalcanzables para el común mortal. Tal vez nos conviene citar a Emerson, “si un hombre quiere hacer algo bien, debe acercarse a ello desde una posición más elevada”. El que considera al poeta como algo inalcanzable ya se acerca a la poesía de la mala manera y no está en grado de adueñarse de las palabras viviéndolas. Un esfuerzo de poesía es eso, específico, difícil, quizá imposible, no basta mentarlo para ejercerlo. Un esfuerzo de poesía es en acto y contra el no-querer-saber. Hay muchos, sin embargo, que postulan haber llevado el propio análisis hasta sus últimas consecuencias cuando, en realidad, ese análisis ni siquiera comenzó. Podemos llamarlo el antipsicoanálisis. Es lo más común.

Porque lo que hay ya lo dijimos: no-querer-saber perpetuo, incansable, infinito, pero en algún lugar hay también uno que le dice no al ruido, al parloteo vacío, al zumbido que aturde, al horror y, desde la soledad y el silencio que no niegan la muerte, se atreve a una invención. El psicoanálisis no hay. Si nos atrevemos, puede haber un psicoanálisis.


Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.

Tomás Sánchez. Isolate, 2001