Hacia una escritura furiosa para oír la música de lalengua

Laura Garcia Cairoli

  1. Hacerse un nombre

Lacan inicia así su seminario número 20: “me percaté de que mi manera de avanzar estaba constituida por algo que pertenecía al orden del no quiero saber nada de eso. Sin duda ello hace que, pese al tiempo, esté yo aún aquí, y que lo estén ustedes también. Me asombra siempre, aún. Vuestro no quiero saber nada de cierto saber que se les transmite por retazos ¿será igual al mio? No lo creo, y precisamente por suponer que parto de otra parte en ese no quiero saber nada de eso, es que se hallan ligados a mi. De modo que, si es verdad que respecto a ustedes, yo no puedo estar aquí sino en la posicion de analizante de mi no quiero saber nada de eso, de aquí a que ustedes alcancen el mismo, habrá mucho que sudar.” Luego Lacan agregará que no solo habrá mucho que sudar, sino que ese sudor tiene que tener una orientación especifica, un horizonte: “solo vale la pena sudar por lo singular”. Hay que sudar tanto, dice, en ese aislar, asir, el nudo del propio síntoma, “que incluso es posible hacerse un nombre con esa exudación.”

Eso propone ser la furia y un amor furioso, la exudación producto del aislamiento del nudo del síntoma. Lo que se puede decir luego de esa reducción sintomática, de ese volver cada vez más real al inconsciente. Aislamiento que no es un deshacerse de él, mucho menos localizarlo o inocularlo, porque sabemos, aunque tendemos a olvidarnos, que hay cosas que no tienen cura o solución. Furia es lo que el escritor propone para nombrar eso que queda, eso que se hizo, luego de un análisis llevado hasta su últimas consecuencias.

Este libro es un testimonio del recorrido trabajoso y corajudo de un escritor que se atreve una y otra vez a no dejarse doblegar por el no querer saber que acecha a cada segundo. Escritor advertido que intenta decirnos una y otra vez lo que no queremos escuchar, que el despertar completo no existe, que es la peor de las ilusiones neuróticas de la cual conviene deshacernos, no sólo a los psicoanalistas, sino a cada uno de nosotros. Advertido también que si retrocedemos, y creernos despiertos es siempre un retroceso, no hay garantías de otro posible despertar.

Quizás sea el leer y escribir, ese aguijón necesario para pinchar ahí, donde gana la defensa, el goce y la impotencia del no saber hacer con lo que no se puede saber. Quizás sea el leer y el escribir la violencia simbólica necesaria para ir en contra de los sentidos coagulados, que son siempre prejuicios y perjuicios, porque están parasitados por la estupidez, quizás sea el leer y escribir, por lo único que vale la pena sudar.

Kafka lo dijo a su manera en una carta a un amigo: Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

Borges lo mencionaba así en una entrevista en la biblioteca nacional: “Creo que la frase -lectura obligatoria- es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. No lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad. Yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.”

Y muchos otros escritores han podido decir lo que es o debería ser leer y escribir, o para qué leer y escribir, pero los grandes escritores lo no dicen para hacer teoría literaria ni para vanagloriarse de su saber, todo lo contrario, lo dicen porque no pueden no decirlo, se les escapa, lo dicen porque no saben muy bien lo que están queriendo decir, y gracias a eso, nos permiten a todos nosotros orientarnos mejor para poder encontrar cada uno esa pequeña felicidad del relámpago del despertar llamada furia.

Si no leemos para conmovernos, para despertarnos, si no leemos para agujerearnos, para trascendernos, sino leemos para luchar por la supervivencia del deseo, para poder seguir escribiendo para poder escuchar la música de la lengua, quizás no valga la pena leer. Como dice el autor: “escribir es atreverse a la muerte, es dejarnos agujerear por la muerte y sin embargo seguir escribiendo.”

Esta serie de libros, Elogio de la furia, El hombre sin forma, y este tercero, Un amor furioso recobran el espíritu de los giros del 20. Del año 1920 en Freud y su Más allá del principio del placer y el del seminario 20 de Lacan con Aún. Para eso se necesitó sudor y coraje, animarse a lo que el escritor llama “salto cuántico”. Animarse a hacer de la fuga del sentido y lo real, la brújula de nuestra orientación. Solo así es posible lo que el escritor llama “afilar el oído”. Él nos dice: “Hay que afilar el oído. Afilarlo, es decir, estilizarlo. Y estilizar el oído es volverlo capaz de escuchar la música de la lengua, es decir, los silencios de la lengua. Las grandes ideas sólo surgen de los grandes silencios y para ello hay que atreverse a la violencia del significante, al golpe a golpe significante con el texto. Violencia del significante que es a muerte. El verdadero lector se suicida como estúpido una y otra vez.”

Por esto, este encuentro también puede tomar la forma de una escritura, dependerá de cada uno de ustedes y de lo que se animen a escuchar, la posibilidad de volverse psicoanalistas y poetas ustedes también. El camino que proponemos es el de poder contagiar y contagiarnos un poco el deseo de despertar, contagiar pero no convencer, “no es propio del psicoanálisis andar convenciendo”, dirá Lacan. No es sin la complicidad, sin el consentimiento del lector, del espectador, que el movimiento puede iniciarse. Como dice el escritor de este libro: “en la verdadera lectura al poeta lo forman tanto el que escribe el poema como el que lo lee y colabora así con la escritura”.

  1. Mil y un maneras de no escribir lo imposible de escribir

Las formas de nombrar el pasaje, el salto cuántico que mencionamos recién, esa transformación que permite ir del síntoma o sinthome espontáneo al analítico, a ese que vuelve la vida más vivible, son infinitas. Aquí algunos que menciona el autor en su libro:

-del bullicio del lenguaje, al silencio
-de la historia, a la poesía
-de la niebla, al relámpago
-de la estupidez, a la locura
-de la impotencia significante, a la imposibilidad de la escritura
-del lector detective paranoico, al silencio de lo real
-de la coagulación del fantasma, a la fuga de sentido
-del narcisismo infantil, narrativa egocéntrica, a la escritura sin firma
-del deseo de reconocimiento, que es siempre fálico, al deseo de aprender
-del ruido del sentido, a la música de lalengua.
-del amor bruma, amor velo, al amor furioso, amor solitario
-del idioma materno, idioma idiota, a la lengua destetada
-del amor como un frágil cristal, al del hecho con la arcilla de la no relación
-del amor incestuoso, al amor por lo éxtimo
-del amor defensivo, al amor corajudo
-del destino a la contingencia
-de la tragedia neurótica, a la comedia de la no relación sexual
-del amor como dar lo que no se tiene a quien no lo es, a dar lo que no se es a quien no lo tiene
-del amor que espera comunidad, gregarismo de goces, al del lobo estepario, que no rechaza la soledad irreductible
-del amor a las reliquias, objetos extraídos de museos, al amor por la obra que está  siempre viva
-del amor sin muerte, edulcorado, pueril, a uno que sabe hacer con la propia muerte
-del entusiasmo ingenuo, a la alegría despiadada que ataca al no querer saber
-de la creencia ilusoria en el texto originario, a la fe en el inconsciente como lo nuevo por advenir
-del academicismo estéril, a la sabiduría agujereada
-del ruido consumidor, a la experiencia del susurro
-de la entelequia llamada mente-cerebro, a la ética del  inconsciente freudiano
-de la falsa vestidura del traje del saber supuesto, a la desnudez
-del consumidor gozante al sujeto deseante
-de la libertad para gozar del neoliberalismo a la libertad del deseo que no es sin el sometimiento a la ley de la palabra
-del rechazo a lo femenino, a la misoginia, a la feminización
-del cuerpo como máquina o cadáver, a la encarnación del síntoma, cuerpo encarnado
-del concluidor precoz del mercado al sabio de la temporalidad del inconsciente
-de la capacidad productiva a la vita contemplativa, lujo inútil
-del trabajo del inconsciente al ocio del psicoanalista
-del rechazo al saber, al amor al saber, al deseo de saber acerca del no querer saber
-del amor por el padre, al amor a la imposibilidad, amor a la causa analítica

Y la lista es infinita, podemos seguir toda la noche jugando seriamente a nombrar ese movimiento, a escribir el antes y el después del salto cuántico. Y cada uno tiene la libertad y oportunidad de tomar prestada alguna, apropiársela, a condición de reinventarla para sí y luego para los otros, y que el ciclo se reinicie una y otra vez, para que el psicoanálisis y la poesía no se extingan, para que siga habiendo aún, habiendo escritura.

Dirá el autor: “hay que pasar por el querer decir lo inefable y fallar, y fallar y volver a fallar para poder llegar a la poesía como aceptación poética de la imposibilidad misma que hay en el centro del decir. La poesía es, por tanto, fallar de la buena manera.” Un psicoanálisis también.

  1. Arte y psicoanálisis: saber hacer con lo imposible

La finalidad o fin del arte, no debería ser el entretenimiento, la simple contemplación, de una pintura, una escultura o un poema, aunque pueda desprenderse de él como efecto secundario, más aún en una época de empuje y apología constante al consumo sin alma, y donde el arte pareciera quedar cada vez más atrapado entre las garras de un capitalismo feroz, del consumo fast food del arte, alto en calorías vacías, carente de originalidad, automatizado por los dispositivos de inteligencia artificial, siempre al borde del plagio, más cerca a veces del escándalo que del verdadero despertar. Tampoco debería ser su fin el desahogo de emociones sofocadas, aunque, de vuelta, puede resultar como consecuencia de la relación con él. Hoy con el avance del liberalismo fascista que empuja al consumo y goce sin límites, confundiendolo con libertad, lo que debieran ser instrumentos para el despertar, se convierten en múltiples e infinitos objetos para el consumo compulsivo, ese que intenta negar una y otra vez que el objeto que nos completaría, con el que alcanzaríamos la satisfacción total, no existe, ni existirá. El capitalismo es y será siempre la negación en acto de la inexistencia de la completud humana, la negación del inconsciente y de la singularidad. Y cualquier disciplina o praxis que no se mantenga activamente alejada de él, perderá su potencial revolucionario y se mantendrá alejada del verdadero arte y la verdadera furia.

En el primer libro de esta serie, llamado Elogio de la furia, decía lo siguiente: “el arte por el arte, el arte en serio, el que no tiene como meta principal el beneficio económico o el fin propagandístico es, por razón de su propia abstención de intenciones, un acto eminentemente político y ético.”  Es en esta abstención en que la experiencia psicoanalítica y artística se asemejan. Deben abstenerse de creer saber o producir lo verdadero, lo bello, lo bueno. Abstenerse de querer generar un efecto en el otro, aunque sea el de querer el bien del otro, por sobre todo abstenerse de querer el bien del otro. Abstención como acto profundamente subversivo que es condición de posibilidad para sustraerle goce a la vida, y darle una oportunidad el deseo.

Si afirmamos que no hay pulsión de saber, que no hay deseo de saber, sino sobre todo horror al saber, entonces descubrimos que el saber viene a ocupar el lugar de velar, esconder, la falla fundamental, la profunda división de la que está hecho el sujeto. Paradoja que sólo el psicoanálisis supo mostrar: sabemos para desconocer y comprendemos para mantenernos ignorantes. Y el arte y el psicoanálisis no están inoculados de convertirse en instrumentos a favor del no querer saber. Se necesita siempre un esfuerzo ético para poder provocarnos el  despertar y no convertir cualquier saber, en un somnífero emocional que nos garantice mantenernos alejados de la furia.

Virginia Woolf en una conferencia que dictó llamada -Una habitación propia- nos dice: “Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta la obra de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran, la gente interrumpe, hay que ganar dinero, la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace aún más pesadas de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas ni libros de historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere.

No frente a distintas dificultades se las tiene que arreglar el psicoanálisis. La gente no compra libros de poesía ni empieza un psicoanálisis por necesidad, llamémosla, espiritual. No lee ni escribe tampoco como instrumentos para ensanchar el alma y el pensamiento, para saber arreglárselas mejor con el peso del sentido. Tampoco se dirigen a un psicoanalista a menos que los síntomas sean tan insoportables que vuelve imposible el poder hacerse los tontos con ellos. Y suele ser el psicoanalista al último al que se dirigen. Las terapias alternativas, esa lista infinita siempre cambiante, siempre hermanas del capitalismo aunque algunas se disfracen de lo contrario, esas seudo prácticas terapéuticas, solo están allí para reforzar la defensa e impedirnos el hacernos cargo de nuestros síntomas, terapias que cierran la vía de la responsabilidad subjetiva, esa vía única de acceso al inconsciente, esa orientación necesaria para un amor furioso.

También es un hecho fácilmente observable que en las grandes librerías, la poesía y el psicoanálisis verdadero ocupan un pequeñísimo espacio en comparación con cualquier otro género, los best seller le ganan por paliza, la moda siempre se impone, cerrando la vía propia del deseo, y nos empuja a un consumo que universaliza y aplasta lo singular. Se vende lo que se consume, y aunque pareciera que el acto de leer siempre favorece nuestro acervo cultural o es capaz de aumentar nuestra sabiduría, también el leer puede ser una gran estrategia para ser usada a favor de la defensa. No nos olvidemos, la defensa se alimenta de todo. Todo saber puede ser puesto al servicio del no querer saber. En donde nos olvidamos de esto, nos quedamos dormidos y vamos a tener que reiniciar el salto cuántico desde más lejos.

También pareciera ser que los únicos que leen y escriben poesía son los poetas y lo mismo suele pasar con el psicoanálisis. La producción y circulación de estas experiencias se encuentran encerradas en guetos muy difíciles de desarticular. La grupalidad y el gregarismo generan lazos de identificación y exclusión muy fuertes. Son ámbitos que no están exentos, más bien diría que hay allí un exceso, de las más viles disputas de poder, de la competencia narcisista, del querer hacer resonar el propio nombre que es lo contrario al “hacerse un nombre” del que hablábamos al comienzo. Lejos está esa posición del saber arreglárselas con el estar muerto que implica el acto de escribir, más bien pareciera que su fin es al revés, engrosar el yo y el nombre propio para negar mejor la finitud de nuestra existencia, lejos está entonces, de un amor furioso.

Volvamos a Woolf. Esas interrupciones y obstáculos de los que hablaba, no sólo vienen de la realidad exterior, hay que agregarle una dimensión más oculta, una realidad que no suele interpretarse como obstáculo porque nuestros prejuicios nos hacen creer que la obstáculos están afuera y pueden ser percibidos por los sentidos, hay entonces una dificultad especial que impide esa salida de la obra, que impide pasar de la narrativa verborragica del ego, a la escritura poética. Esa otra realidad es lo que Freud llamó realidad psíquica, y juega un papel fundamental, el más determinante, al representar uno de los peores obstáculos posibles, porque es más invisible, porque negamos todo el tiempo su existencia, el obstáculo del no querer saber que existe lo impensable, que existe lo indecible, que no hay la palabra exacta, ese no querer saber que continuamente funciona en nosotros, activamente, incansablemente, dibuja una barrera casi irrompible entre el mero narrar y la escritura poética que debería haber en un psicoanálisis. Es el propio no querer saber del escritor acerca de lo que escribe y por qué escribe, o al revés también, es el propio creer saber del escritor acerca de lo que escribe o porque escribe, lo que tantas veces impide la creación de la obra misma. Ese no animarnos al acto subversivo de la escritura, acto incalculable, inenseñable, del que todos nos defendemos, impide pasar la propia vida a escritura. Impide poder escuchar la música de lalengua, impide amar por lo tanto, furiosamente.

  1. Las experiencias poética y analítica.

Dirá el autor: “Poesía y psicoanálisis son una forma de vida o no son. Para ser, deben convertirse en forma de vida, es decir, en el veneno que llega al hueso hasta formar parte de él. Eso es vivir lo incurable, que es servirse de lo inservible y que son consecuencias posibles tanto de la experiencia psicoanalítica como de la experiencia poética si, y solo si, estas se llevan hasta sus últimas consecuencias con la intrepidez necesaria para ello.” “Son el psicoanálisis verdadero y la poesía los únicos ámbitos liberadores que posibilitan la furia porque permiten callar, es decir, dejar de responder a la coacción de la época por el decir y, entonces, callando, se abre la posibilidad de llegar a eso singular que, aunque no puede ser dicho, es lo único que vale la pena decir.”

¿De qué hablamos cuando hablamos de “experiencia”? ¿Define un hecho? ¿una sensación? ¿un proceso? ¿un aprendizaje? ¿a qué temporalidad se refiere? ¿se acumula? ¿se cuantifica? ¿precisa de un tipo específico de persona, de una predisposición? Para poder llegar a captar que son estas experiencias hay que primero no creer saber lo que significan. Dice el escritor del libro: “preguntarle al hombre de letras por la poesía es como preguntarle al filósofo por el psicoanálisis. Lo que se pierde en ambos casos es la dimensión de la experiencia.” Esto quiere decir que la dimensión de la experiencia es independiente de la teoría, de lo que se pueda decir o saber de ella. Conviene que ambas dimensiones tengan relaciones de tensión entre ellas, pero no es lo que habitualmente ocurre, solemos construir teoría para protegernos de la experiencia, para negar la irreductible disyunción entre concepto y praxis.

¿Qué las une a ambas? Ambas son experiencias de ruptura del sentido. Ruptura de la inercia con que ciertas significaciones constituyeron el sentido de nuestra vida, determinaron nuestro deseo. Ruptura de los significantes amos. Son experiencias de quiebre del uso gozante de la palabra. Que apuntan a la aparición de un sujeto que antes no estaba allí más que en potencia. Sujeto lírico, sujeto del inconsciente. Ambas incalculables. Y aunque el acto poético y el analítico pueden ser pensados, conceptualizados, nunca pueden llegar a serlo del todo. He ahí su semejanza y su potencia. Son la máxima evidencia de que no todo es simbolizable, que existe lo real. Se sostienen en un borde siempre en movimiento y es en esa distancia ineliminable, entre lo real y lo simbólico, donde está la posibilidad de producción y vivencia de estas experiencias. No hay método, técnica o regla específica que las pueda producir como tampoco una enseñanza que la garantice, aunque sí tienen sus coordenadas específicas de aparición: el borde, lo extimo, el coraje, la furia.

La relación con la verdad entre ambas experiencias también es compartida. Así como la poesía, la verdadera, no se preocupa por el buen decir de las cosas y prescinde de la relación entre la palabra y la verdad, tampoco el psicoanálisis tiene esa preocupación ya que no es un método de acceso al inconsciente para “conocerse  mejor” y mucho menos para lograr la más útil adaptación de un sujeto a la realidad.  Y con la poesía sucede algo similar, no existe para comunicar, para metaforizar la realidad a través de alusiones o rimas, no es usar las palabras para hacer algo bello, aunque puede que resulte eso también, o como método para desahogar alguna emoción sofocada, reprimida, aunque pueda tener efectos de alivio.  Ninguna se orienta por la correspondencia entre lo que se escribe y la realidad. Son experiencias hermanadas en cuanto a su ética lectora y al uso subversivo que hacen del lenguaje. Experiencias de liberación de la palabra de las cadenas del sentido. Son experiencias de escritura que permiten inventar un mejor saber hacer con lo incurable que nos habita.

En el libro -El hombre sin forma- el escritor dirá: “las posiciones del psicoanalista y del poeta con respecto al saber son enteramente análogas. Ambos deben saber que no saben y, al mismo tiempo, hacer todo el tiempo como si supieran. Hay en las dos artes un saber que nunca puede dejar de ser inventado y que se relaciona estrechamente con la imposibilidad de ambas prácticas. El poeta que supiera la verdad de la poesía ya no podría inventarla y para el psicoanalista ocurre lo mismo. Y es en este sentido que puede entenderse también la afirmación de Lacan acerca del carácter de estafa que el psicoanálisis comparte con la poesía.”

  1. ¿Qué es entonces un amor furioso?

Tomemos una posible definición del escritor: “Lo que queda cuando nos atrevemos a deshacernos del amor”. Definición paradójica, ya que implica deshacerse de algo para llegar a eso mismo, pero distinto. En el núcleo mismo de un psicoanálisis, su descubrimiento incluso, implicó sostener esta paradoja en su buen lugar. No es otra cosa que esto lo que Freud sostenía cuando decía que el enamoramiento es resistencia a la cura. Que la resistencia se sirve del enamoramiento para inhibir la prosecución de la cura. Que no hay enamoramiento que no repita modelos infantiles, que no sea reedición de rasgos antiguos. Que la cura tiene que abrirse paso a pesar de la transferencia amorosa y a través de ella. Como dice el escritor, “si nos detenemos en el amor de transferencia, se cierran las puertas a la destitución del sujeto supuesto saber”. Destitución necesaria para desparasitarnos del goce que solo pide más y más y que cuanto más consume más insatisfecho queda. Destitución que abre el camino hacia un amor furioso.

Lacan en el seminario dedicado a la transferencia, nos dice que lo único que hacemos en el discurso analítico es hablar de amor, pero al mismo tiempo nos señala que el aporte del discurso analítico es que hablar de amor es en sí un goce. Sostener esta tensión en el buen lugar nos va a permitir pasar del goce que rechaza el amor, al goce del hablar del amor, al no puede hablarse de él, y aún así, se lo intenta. Un no poder distinto del primero, un no poder que no nos deja aplastados por la impotencia o la resignación. Sudoroso recorrido, furioso camino, que nos permitirá seguir intentando hablar/escribir sobre lo imposible de hablar/escribir.

Para reinventar el psicoanálisis, entonces, hay que reinventar el amor y para ir más allá del amor de transferencia hay que reinventar el amor y para reinventar el amor hay que animarse a la experiencia analítica, que es experiencia poética. Hay que animarse a dejar atrás lo sabido, aniquilarlo, matar el yo, al ego, al sujeto cartesiano, licuar las identificaciones, desprenderse del deseo de reconocimiento, abstenerse del querer ser, del querer tener, incluso del querer saber. Porque la pulsión de saber no existe. Todo saber está ahí para no saber acerca de lo impensable. Toda teoría es de alguna manera, una teoría sexual infantil. Y la neurosis también es una teoría sexual infantil. Y la teoría psicoanalítica, aunque descubra esto mismo, aunque intenta tomar distancia de formas más burdas del no querer saber, está siempre al borde del peligro de ser usada para engrosar el no querer saber. Y el camino es doble, o engrosamos y fortalecemos el no querer saber y no paramos de hacerle la guerra al otro y al deseo, o recorremos el camino poético y analitico de la reducción del goce, para que lo imposible no incomode tanto, para que la muerte no nos acobarde tanto, para poder vivir furiosamente.

  1. Para concluir

En un muy lindo texto llamado -«El creador literario y el fantaseo»-, Freud desarrolla una interpretación posible de la creación artística, tomando como centro el descubrimiento de la fantasía y el juego y su relación con el inconsciente y el deseo. Nos dice: “Es lícito decir que el dichoso nunca fantasea, solo lo hace el insatisfecho. Son los deseos insatisfechos la fuerzas pulsionales de las fantasías y cada fantasía singular es el cumplimiento de un deseo, una rectificación de la insatisfactoria realidad.” Ubica entonces, Freud, al deseo insatisfecho como causa del fantasear y como causa de la neurosis. Nos conviene ir un poco más allá y aseverar que no sólo los neuróticos, o los psicóticos, o los poetas, o los artistas están insatisfechos y por lo tanto serían los que potencialmente estarían más cerca del arte poética, nombre con el que Freud señala cierto saber hacer de los artistas, conviene ir más allá y suponer que por el hecho de ser humanos y estar atravesados por el lenguaje, parasitados por el sentido, todos estamos y estaremos insatisfechos e intentaremos con nuestros síntomas, nuestras fantasías, reencontrar la satisfacción que creemos perdida. Freud dice que los poetas dicen, que en todo hombre se esconde un poeta, y el último poeta sólo desaparecerá con el último de los hombres. Vamos a agregarle que en todo hombre también se esconde un psicoanalista en potencia y el último psicoanalista sólo desaparecerá con el último de los hombres. Mientras sigamos vivos seguirá habiendo aún, mientras sigamos vivos, seguirá habiendo la posibilidad de un amor furioso.

“Así como el cráneo de Yorick hace arte solo si lo sabemos tener en la mano”, como dice el autor de un amor furioso, la furia puede hacer arte del despertar, provocar el impacto de rayo, si y sólo si se la usa para ir en contra del propio no querer saber.

Ser analista y ser poeta, es intentar decir lo imposible, escribir lo imposible, vivirlo. Intentar hablar del amor aún sabiendo que está destinado a fallar, a fracasar. Vivir esa falla, hacerla un estilo de vida. Hacerse un nombre a través de la falla. Furia es el nombre singular de la falla que permite escribir sin buscar completar el saber, sin esperar el reconocimiento o el aplauso, sin la esperanza de ser leído. Un psicoanálisis, y la poesía, dice el autor, es “llegar al silencio a través del lenguaje”. Y la furia es ese hacer algo con el estar muerto que tiene la potencia de romper el muro que las separa, que separa defensivamente a las dos artes capaces de bordear lo real. Este libro intenta transmitir algo de la fuerza de la herejía que es siempre intentar lo imposible, aún sabiendo que es imposible. Ojalá que sea capaz de encontrar entre quienes se conviertan en sus lectores, custodios y también adversarios.

Laura García Cairoli (der)

*Presentación del libro -Un amor furioso- de Sebastián Digirónimo, La Plata,  05 de septiembre de 2025

Invitación a la Feria Internacional del Libro de Bs. As.

Con orgullo los invitamos a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires el día domingo 11 de mayo, a las 16hs en las que se presentará Sebastián Digirónimo con motivo del lanzamiento de su libro Un amor furioso -Tercer elogio de la furia.

Sigmund Freud, psicoanalista en la montaña

Hoy se cumplen 169 años del nacimiento de Freud
 
En unas vacaciones del año mil ochocientos noventa y tantos, Sigmund Freud fue de paseo a los Hohe Tauern «para olvidar por un tiempo la medicina y las neurosis». Se desvió del camino principal para ascender a un monte famoso por la belleza del paisaje que ofrecía. Una vez alcanzada la cima, tras dura ascensión, se le acercó una joven de dieciocho años para pedirle hablar, porque había visto que él era médico y a ella le estaban pasando cosas que quería tratar. Esa joven era Katharina, y su caso puede leerse en Estudios sobre la histeria.
Pero lo interesante de esta historia no es que esta joven haya decidido consultar a más de dos mil metros de altura, en medio de unas vacaciones. Lo interesante es que Freud, fiel a sí mismo, aceptó el pedido de la buena manera y la escuchó, dándole lugar a algo que no hubiera aparecido de otra forma. Freud no se encerró en un protocolo, en un encuadre, en un espacio pulcro y pretendidamente controlado o en un diván. Siempre señalaremos que lo más importante del descubrimiento de Freud fue su propia posición ante ese descubrimiento. Esa posición es, redondamente, la que propició el descubrimiento mismo. No retrocedió ni buscó excusas, y cuando algo no andaba, cuando algo trastabillaba, lo admitía para ver qué se podía hacer. No retrocedió jamás ante ello.
Tomemos eso siempre, imitemos eso. Es la manera de hacer útil el ser freudianos.
Freud siempre enseña algo nuevo desde el coraje.
 
¡Muy feliz cumpleaños Sigmund Freud!

Los psicoanalistas y el deseo de aprender

Clase 8∗

Sebastián A. Digirónimo

1

Terminamos la clase anterior mencionando un libro que estaba por publicarse y que llevaba un título un poco desafortunado si se lo mira con cuidado. Ese título menciona el deseo de enseñar. Introduce, entonces, un término complejo, problemático y que, en última instancia, deberíamos desechar. Enseñar le apunta al narcisismo por necesidad.

No vamos a hacer una crítica del libro, ni tampoco decir que está mal o está bien posicionándonos en un pedestal imaginario que siempre es un error. Lo que nos interesa es aprovecharlo para ver dónde podemos quedarnos cortos en el pensar nosotros mismos y por qué ello ocurre, aunque las causas son siempre múltiples. Lo que nos interesa, entonces, es el talento para la lectura y la necesidad de luchar continuamente contra los prejuicios que arrastramos sí o sí y que nos hacen pensar estrechamente, aunque no lo supiéramos. Vamos a aprovechar ese libro, entonces, que de eso se trata un aspecto del saber leer, del talento para la lectura, de aprovechar lo que hay y de los detalles que pasan en general desapercibidos.

Habíamos mencionado en la clase anterior el doble coraje de la experiencia y el motivo fundamental por el cual ese doble coraje es necesario y es trabajoso: porque nos desplazamos espontáneamente por la pendiente del no-querer-saber. En Elogio de la furia y El hombre sin forma al núcleo del no-querer-saber lo llamamos estupidez, Lacan lo llamaba connerie (tiene muchas acepciones), podemos llamarlo tontería e incluso, en criollo, boludez. Eso quiere decir que hay un núcleo de boludez en lo más íntimo de nosotros mismos, y que con ese núcleo tenemos que vérnoslas todo el tiempo. Es una lucha constante y que, además, está destinada a la derrota, pero la clave es que hay distintas formas de derrota, y no es lo mismo que triunfe la boludez sin más a que estemos advertidos de su carácter incurable. Esto que estamos diciendo aquí es lo fundamental. Pero ocurre que hay que saber sostenerlo en acto, y no basta jamás con decirlo y tampoco con decirlo y repetirlo al infinito.

El libro que mencionamos arranca con una alocución de Miller que es muy aprovechable en varios aspectos pero que invita a los lacanianos, sin saberlo, sin esa intención, a no poder pensar más allá de Lacan. El problema con ir más allá de Lacan, lo mismo que con Freud, es que muchas veces se postula ese más allá estando evidentemente muchísimo más acá, y entonces ese más allá se convierte en sin. No en pecado en inglés, aunque también, sino sin Freud y sin Lacan. Allí no hay posibilidad de ningún más allá. Ciertamente es con, en castellano y en francés, es con Freud y con Lacan, pero también con el con de la connerie inevitable. Allí Miller (eso fue en 2001) lo dice bien: “la condición humana se caracteriza por el hecho de no saber hacer con lo que más nos importa”. De eso se trata el núcleo de no-querer-saber que nos acecha todo el tiempo y contra el cual debemos luchar también todo el tiempo. Un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, haciendo cada vez más real al síntoma y al inconsciente, como señalamos en las clases anteriores, nos permite un saber-hacer-con que sitúa de la buena manera lo incurable del no-querer-saber. ¿Qué forma toma? Una forma única para cada cual.

Recordemos el final de nuestra clase anterior, que se relacionaba con la lectura de nuestro gráfico: lo que nos interesa es entender cómo está armado y poder darle su lugar al dinamismo de las flechas, además de tratar de pensar cómo los elementos se modifican cuando entra en juego ese dinamismo. Y cada uno puede agregar más elementos, pero entendiendo la lógica que está en juego y las transformaciones que ocurren a merced de las corrientes que nos marcan las flechas. Corrientes que subrayan, además, la dimensión ética que tiene que ver con el conflicto de base que debemos enfrentar los seres hablantes por el hecho mismo de ser seres hablantes, condición de la cual no podemos sustraernos y que siempre será sintomática.

Eso último, en cursiva, es lo que no tenemos que perder jamás de vista, aunque todo el tiempo el empuje al no-querer-saber nos nuble la visión justamente allí. Y cuando nos quedamos cortos, porque no podemos no quedarnos cortos, es allí donde ocurre la cosa.

Lo que acabamos de decir es lo que debe marcar el camino. Luego, ese camino, tendrá muchísimos paisajes. El capítulo 21 de El hombre sin forma nos puede ayudar, aunque no lo vamos ni a leer ni a reeditar aquí. Vamos, como dijimos, a ir aprovechando también el libro que lleva el poco afortunado título, porque de él, seguramente, podremos extraer varias cosas. La primera ya es segura más allá de la cita que mencionamos antes. ¿Desde dónde arrancan, además del título que le ponen a su recorrido? Arrancan por una pregunta que hizo alguna vez Lacan y que es la siguiente: “lo que el psicoanálisis enseña, ¿cómo enseñarlo?”. Así lo sitúan ellos. Es algo que acuciaba a Lacan, vayan a ver el librito titulado Mi enseñanza. Pero nos conviene partir por un paso previo y formularlo así: “lo que el psicoanálisis nos enseña, ¿cómo aprenderlo?”. Y es claro que la pregunta formulada así, nos remite, necesariamente, al coraje de la experiencia y a sus coordenadas de entrada y de salida.

Es por esto por lo que ponemos como título, aquí, el que le hubiera convenido a ese libro: el deseo de aprender. Que se funda en el coraje de la experiencia, cosa complicada cuya existencia se confunde muchas veces con la pertenencia a ciertas hordas, sectas, parroquias, iglesias, catedrales, y un largo etcétera.

Giramos, entonces, en torno de la estupidez, de la tontería, de la boludez. Vamos a dar unas vueltas por la actualidad de globalización y redes sociales y demás. En la actualidad hay una nueva profesión para la cual no se necesita formación ninguna. Claro que, si le agregáramos una formación cualquiera a esa profesión, la haríamos más interesante, pero no suele ser el caso. Esa profesión actual es la de youtuber (el diccionario castellano, actualizado por la estupidez de la época, pretende que dijéramos youtubero, pero dejarla extranjera a la estúpida palabra es quitarle un poco de estupidez a la estupidez). Y tal profesión, si bien se mira, es mucho mejor que otra que comienza a existir o existe hace un rato y que es mucho peor: esa otra es tiktoker (en este caso el diccionario castellano actual no está todavía contaminado por la estupidización de la estupidez, aunque ya lo estará). Nombres acordes a la tontería. ¿Cuán lejos estamos de la película Idiocracy si hay una profesión, tiktoker, que permite, por ejemplo, que un japonés esté sacudiendo sus brazos durante horas frente a una cámara en alguna calle de Kioto y miles de personas lo miraran también durante horas? ¿Cuán lejos de esa otra película mencionada dentro de la película Idiocracy y que se llama, simplemente, Ass y es eso durante dos horas? Tenemos que entender que señalar la estupidez no es sinónimo de creerse ayunos de ella sino al contrario, o, por lo menos, debería ser así. Señalar la estupidez de la buena manera es tratar de luchar contra ella en nosotros mismos, y mejor si podemos ayudar a alguien más a hacerlo, aunque no fuera ése el fin último. Lo mismo ocurre con la escritura de los verdaderos escritores. Vayan a ver qué dicen los escritores sobre su escritura y podrán discernir eso de verdaderos (e impostores). Los verdaderos escritores no escriben para un público concreto o virtual, imaginado por ellos. Los verdaderos escritores escriben porque no pueden no escribir. Hay una diferencia enorme entre quien escribe porque no puede no escribir y quien, siendo un alumno universitario avanzado y teniendo la oportunidad de escribir algo en cierta revista, empieza su escrito con estas palabras: “querido lector”. ¿A quién le habla? Y hasta se le escucha la voz impostada que adopta ese mismo personaje cuando habla en persona delante de otros (con toda la etimología de la palabra persona encima). El impostor que imposta lejos está del saber hacer con lo que más importa.

Estamos solamente entrando en tema y ya rozamos varias cosas. Recordemos que luchamos contra la estupidez que nos acecha desde lo más profundo de nosotros mismos y no lo hacemos para vencerla sino para situarla de la buena manera. Hablamos antes de la construcción necesaria del talento para la lectura que es una lucha constante con nuestros propios prejuicios. Para ello necesitamos siempre una pregunta que se atreva a dar un paso para atrás, y después otro, y otro. Tenemos que atrevernos a poner en duda nuestras propias premisas. Pero en acto. Una y otra vez. Los practicantes que quedan atrapados en la actualidad ciegamente suelen hacer preguntas que consideran agudas y sería necesario revisar. Dos al azar que escuché hace poco: “¿por qué hoy hay más ataques de pánico que antes?” y, de la misma forma, “¿por qué hay más autismo?”. Las dos preguntas dan por hecho que eso es así objetivamente. Son preguntas que se pueden hacer, pero buscando rápidamente la precisión y no creyendo que eso es así sin más. Es decir, sí son etiquetas pregnantes (es decir, llenas de significado) a las cuales se aferran hoy más que antes los sujetos que no saben qué hacer con el malestar en la cultura, pero eso no quiere decir que “hay más” de esto o de aquello.

Empujar la pregunta hacia atrás, poner en duda las premisas de las cuales nosotros mismos partimos, implica una posición ética que tiene dos consecuencias: hacerse cargo del deslizamiento de las causas y, al mismo tiempo, hacerse cargo de las consecuencias.

Y vamos a mencionar más de una vez una diferencia que venimos mencionando en todas las clases. Es la diferencia entre en acto y teóricamente. Esta diferencia es enorme y tiene que ver con el obstáculo fundamental que es el no-querer-saber. Se puede hablar teóricamente del inconsciente y del goce, por mencionar dos conceptos fundamentales, y, al mismo tiempo, rechazar en acto su existencia. Un buen ejemplo es aquel practicante en el momento en que preguntó: “¿pero vos creés que todos los seres hablantes son sintomáticos?”. El problema es que él, en acto, no lo cree, aunque pudiera decirlo en teoría. Del lado de la teoría está el comprender, y comprender nunca nos conviene. ¿Por qué? Porque tapona el aceptar en acto, que es lo que nos permite luchar con el no-querer-saber que es, por su parte, la condición que nos comanda. O comprender o aceptar en acto, entonces. Y esto requiere una posición ética corajuda. Por esto subrayamos todo el tiempo la importancia de poner en duda nuestros prejuicios, cosa que implica, antes, aceptar que están allí indefectiblemente y construir entonces, desde esa aceptación ética, el talento para la lectura que funda el coraje de la experiencia. En esto que acabamos de decir está toda la clave.

Retomemos, entonces, el libro que mencionamos al final de la clase anterior y veamos algunas cosas. En él dicen, por ejemplo, lo siguiente: “o se enseña lo que se sabe o se enseña respetando el agujero en el saber”. Pero una cosa es decirlo y otra cosa enteramente distinta es hacerlo en acto. Porque, al mismo tiempo que lo dicen, citan “a muerte”, y con esa falacia de autoridad constante logran no tener voz propia casi nunca. Todo es “Lacan dijo” y “Miller dijo”, y muy difícilmente agregan algo a esa repetición porque citan sin casi nunca adueñarse de la cita. Sí les parece maravilloso, increíble, estupendo lo que dijeron los otros, pero algo trastabilla en tanto elogio. La buena pregunta es, por supuesto, ¿por qué? ¿A qué es funcional esa repetición? Citan a Lacan diciendo que él dice (de nuevo ellos no se adueñan) que la enseñanza hace de obstáculo al saber, pero, en acto, ¿qué hacen? Vayan a ver. Dejemos acá solamente uno ejemplo rápido. Nosotros partimos dándole forma a lo que Stevenson, Robert Louis Stevenson, llamó, en uno de sus ensayos, talento para la lectura. Ellos no lo saben. Porque ni Lacan ni Miller señalaron jamás el ensayo de Stevenson, aunque tanto Lacan como Miller hablaron muchas veces del talento para la lectura sin llamarlo nunca así ni hacer de él un concepto. Si ellos escucharan lo que citan, el título del libro hablaría del deseo de aprender, corajudo y ético, y no haría referencia al deseo de enseñar, narcisista y adormecedor. Lo mismo ocurre cuando dicen esto: “la escritura de Lacan, precisamente porque tiene esa oscuridad, porque no se entiende, es una escritura que no duerme, es una escritura que despierta, que despierta odio, que despierta curiosidad, que despierta una voracidad para buscar las referencias dónde lo dijo, cuándo lo dijo”. Se olvidan, al decir esto, de la necesaria participación del lector en la escritura. La intención de Lacan es una cosa, lograrlo, en cambio, no depende de esa intención porque existe o no, dependiendo de la insondable decisión del lector, el talento para la lectura, y es más factible que no existiera a que sí. Y notemos que ello se ve claramente en esa voracidad que menciona. “Despierta una voracidad para buscar las referencias”, el dónde y el cuándo. Las referencias de Lacan. ¿Cuáles quedan afuera y, generalmente, por siempre? Las propias. No hay jamás referencias propias para añadirle a las de Lacan. Y, si las hay, suelen ser, digámoslo suavemente, actuales y globalizadas. No hay Stevenson salvo que Lacan dijera Stevenson. Y luego añaden una confesión personal que dice así: “en fin, es difícil dormirse con la lectura de Lacan, en todo caso, a mí no me duerme en absoluto, me exaspera”. ¿Dónde está el problema? En dos palabras que suelen pasar desapercibidas al leer esa oración: ese en absoluto que suelta alegremente. Sin que lo supiera, y ello precisamente por ese alegre en absoluto, la exasperación puede, tranquilamente, desembocar en la erudición sin alma, y eso no es otra cosa que dormirse. Exasperarse no garantiza la construcción del talento para la lectura, lejos está de ello. En acto se ve, entonces, que a veces aciertan, pero muchísimas veces se duermen en la cita sagrada. Y volvamos al título que eligieron, que nos ofrece el título de esta clase por oposición: eso es dormir, le pese a quien fuera. Y un ratito después dice esto otro: “es ese el dilema en el que nos encontramos: o bien nos convertimos en expertos de los textos de Lacan y tratamos de traducirlos en nuestra pequeña parroquia, o bien nos preocupamos por cómo hacer para que el discurso de Lacan siga siendo deseable”. Bueno, ¿y entonces? Ellos creen sin más estar en la segunda parte de la frase, pero se quedan en la primera por un simple motivo que tiene, en realidad, varias aristas: niegan en acto, y esta frase que acabamos de copiar textual lo hace nuevamente, la existencia del talento para la lectura y ponen todo del lado del que enseña, y enseña porque sabe, y sólo tiene que inventar artilugios para despertar el deseo en los otros, los alumnos, sin ver que ese deseo se despierta por contagio, pero para contagiarlo tiene que estar, y todo el entusiasmo que supuestamente les despierta el psicoanálisis suele ser un poco problemático, sobre todo porque jamás lo interrogan y lo cuestionan, y todo por sus en absoluto, desperdigados por todos lados sin que lo supieran siquiera ver.

Con Lacan, en la teoría, ellos distinguen al profesor, tomado por el discurso universitario, del enseñante, quien respetaría el agujero en el saber, el Falta del otro. Pero al sostener como lo hacen el deseo de enseñar, sólo logran, en acto, ser profesores tomados enteramente por el discurso universitario. Y fallan hasta en la erudición. Esto es enteramente anecdótico, una nadería, pero está. Se equivocan hasta en el año de la muerte de Freud. Es anecdótico, pero no es casual y, en realidad, es sintomático. Deberían distinguir, con Borges, el profesor del maestro. Alguna vez Borges dijo que el maestro es quien nos muestra, en acto, cómo enfrentarnos con el universo. Podemos decir, en lugar de universo, lo real lacaniano, o el agujero en el saber, pero siempre subrayando ese en acto. Otra cosa anecdótica es que, de pasada, hablan de la juventud de una manera enteramente chata, y se puede entrever que uno de ellos no está tan de acuerdo con eso que dice otro, pero no lo dice del todo, es decir, no lleva las cosas hasta las últimas consecuencias, que es la forma buena de hacernos cargo del agujero en el saber. Vamos a darle forma un poco a esto: la forma buena de hacernos cargo del agujero en el saber.

Luego de cien páginas, ni por asomo se acercan a pensar algo relacionado con un pasaje del deseo de enseñar, que es lo primero que se les ocurrió, a un deseo de aprender, contagioso, que ni siquiera entrevén. Ellos siguen con el deseo del enseñante. ¿Por qué? En parte porque repiten a Lacan y buscan referencias de ese “deseo del enseñante” en lo que Lacan dijo sobre la enseñanza, y si Lacan jamás dijo “deseo de aprender”, no se van a atrever a pensarlo ellos y darle forma. Pero mucho más porque, en acto, no se atreven a salir de una clase “sabiendo menos de lo que sabían al entrar”, es decir, poniendo en duda lo que creían saber ellos mismos antes de la clase que dan. Y sobre esto hay una perla. Antes había dicho esta mujer que el discurso universitario no hay que confundirlo con un edificio, pero en la página 101 dice esto, mezclando lo que ella dice con algo que dijo Lacan: “Lacan dice no me ocupo de limar la antipatía entre el discurso universitario y el discurso analítico, al contrario, exploto la antipatía, me dedico a eso desde hace cuatro años, desde que creé el Departamento de Psicoanálisis en la Universidad. No lo hace desde el consultorio levantando el dedito contra el discurso universitario, lo hace en la Universidad, desde adentro”. Pero esa opción que ella piensa es errónea, porque en eso que dice, la Universidad es un edificio y parece que no lo sabe o no le importa. En páginas posteriores vuelve sobre ello de mejor manera, pero oscila de una forma a la otra todo el tiempo. Claramente no es desde el consultorio, pero no tiene que ver con la Universidad ni tampoco con una Escuela que garantizaría sin más la no preponderancia del discurso universitario. Acá es donde tienen el problema mayor. Vamos hacia allí para evitarlo en nosotros mismos. Todo depende de que hubiera profesor que sólo repite lo que dijeron Lacan y Miller o que hubiera otra cosa, relacionada con el deseo de aprender, que permitiera decir algo más, con Lacan y con Miller. Es que a ellos les ocurre lo que les ocurre a todos allí, y su pensar se queda corto casi siempre, porque creen que la Escuela está garantizada por el lugar geográfico o espacial, en una palabra, por el edificio, incluso diciendo que nada tiene que ver con el edificio, pero el problema es que hay una garantía supuesta que permite adormecerse. Ello no puede no ocurrir, pero justamente de ello convendría estar advertidos de la buena manera. Quizá advertidos están, pero evidentemente no de la buena manera.

Sucede que a la mujer que comanda los encuentros que se editan en forma de libro le suele ocurrir el quedarse corta con algunas cosas. Hace unos meses estábamos por viajar al Parque Nacional Iguazú, a las cataratas, y dio la casualidad de que unos días antes vi, de pasada, algo que había dicho esta mujer en una clase y que se refería justamente a las cataratas. Decía que, estando allí ante ellas, se angustió al pensar que “un día yo no voy a estar y las cataratas van a seguir ahí por siempre”. Hasta en la angustia se queda corta. Porque, si bien es cierto que las cataratas van a durar más que nosotros, también ellas desaparecerán un día, y el planeta mismo, y el sistema solar. Y al quedarse corta se angustia más en vez de angustiarse menos. Y ello es lo mismo que la hace poner en el título el deseo de enseñar y no el deseo, corajudo, de aprender, infinito, además, el único que se hace cargo en serio del agujero en el saber. Me sorprendería mucho que apareciera, en las ciento veinte páginas que todavía no leí, un esbozo al menos de ese deseo de aprender que debería sustituir al deseo de enseñar, incluso aunque apareciera con otro nombre. Ojalá ocurriera, aunque imagino que no, y lo vamos a saber en las próximas líneas, sin demasiado suspenso.

En la página 103, por otra parte, dicen esto: “Lacan no trabaja para hacerse querer, no trata de hacerse comprender, no trata de que lo acepten. Y si muchas veces es incomprensible es porque no le concede nada al Otro: es un solitario”. Pero a ellos les basta con que Lacan hubiera tomado esa posición y buscan pertenecer, se tiran flores entre sí indefectiblemente, todo lo que dice uno de ellos es maravilloso para los otros y, si no es maravilloso, por lo menos es pertinente (les encanta esa palabra, aunque la usan, sobre todo, con los que todavía no son feligreses reconocidos por la parroquia). Por detrás, sin embargo, muchas veces se aborrecen entre sí. Y con todo esto nunca se acercan, en acto, a hacerse cargo del agujero en el saber, aunque lo pregonaran teóricamente a cada paso. Por eso subrayamos, una y mil veces, ese en acto que hay que sostener… en acto. Dicen “hay que demostrar lo que se dice”, pero después hacen que lo demuestre alguna cita de Lacan o de Miller, y ellos, en acto, sostienen el discurso universitario en ese mismo momento. Pero “desde adentro”, desde adentro de cualquier edificio, tanto en la Universidad como en la Escuela.

En la página 129 se acercan un poco mencionando algo que llaman hambre de saber, pero, ¿cómo se lo sostiene en acto? La pregunta buena es esa, pero no se la hacen. De hecho, cuando hablan de esa hambre de saber no lo hacen con firmeza, es decir, parecen no creer del todo eso que dicen. Demostrémoslo citando literalmente, dice así: “mantenerse al menos con un poco de hambre de saber es más interesante que saciarse y volverse doctor en Lacan con el esplendor del saber que circula en la Escuela o en sus bordes”. Y parece estar bien lo que dice, pero es en los detalles que está la clave. Otra vez es el desapercibido “al menos con un poco” lo que es enteramente problemático. Es con toda el hambre de saber o nada. Otra vez, le pese a quien fuere.

Se quedan cortos, como dijimos. Pero vamos a aprovechar ese quedarse cortos característico para tratar de ir un poco más allá y tratar también, entonces, de inventar algo. En un momento le preguntan por la diferencia entre la posición del analista y la posición enseñante y dice esto: “aun siendo la misma persona, enseñante y psicoanalista sirven a dos discursos diferentes”. Dejemos de lado eso de “la misma persona” que es problemático y aceptemos lo de los dos discursos diferentes. Pero es necesario precisar esa diferencia, porque en el lugar enseñante, que tiene que ver con el deseo de aprender y no de enseñar, ocurre algo muy complejo. No va a llegar hasta allí porque, como venimos diciendo, se le escapa la enorme diferencia que hay entre el deseo de enseñar y el deseo de aprender. Sigue diciendo esto: “en el discurso analítico, el analista ocupa el lugar del a, de semblante, causa de deseo, encarna eso de lo que el sujeto no quiere saber nada, ese plus de goce del cual la neurosis quiere desembarazarse, y entonces en el discurso analítico el a tiene lugar de agente”. Sí, pero ocurre en esto que dice lo que le ocurre a la neurosis misma. Está confundiendo las dos caras de a en esto que dice, y eso va a tener consecuencias en cómo puede pensar la diferencia que quiere aclarar. En esto que dice, plus de goce y objeto causa de deseo son lo mismo y, en realidad, aunque son dos caras de lo mismo, tienen signo contrario y por eso se relacionan de manera distinta con el no-querer-saber. La neurosis, queriendo desembarazarse del plus de goce, arrastra también el objeto causa de deseo, porque van juntos, pero es conveniente distinguir una cosa de otra, para no hacer lo que hace la neurosis, porque el no-querer-saber le apunta solamente a una cosa y no a las dos, aunque termina llevándose todo por delante.

Vamos a tratar de entrever un poco, pensando en los discursos, cómo es que podría sostenerse el lugar del enseñante, pero sin estar tomados por el discurso universitario. Porque lo que pasa en el lugar del enseñante, si no cae en el discurso universitario y todo se achata, es muy complejo, porque tiene dos caras. Pero hay que entender que ese no caer en el discurso universitario no va de suyo y depende de una lucha constante que se sostiene enteramente en la fortaleza del coraje de la experiencia y en acto. Vamos a volver al final a esto y a tratar de escribir esa doble cara compleja. Pero antes demos algunas vueltas más.

Es claro que cuando decimos que se quedan cortos, no excluimos que todos nos quedamos cortos, pero hay una diferencia enorme entre el estar advertidos de ello en serio y, por lo tanto, luchar contra la estrechez, y el creer haber alcanzado las alturas de la cátedra, narcisista pedestal que niega el agujero en el saber, y esto aunque esa creencia pasara desapercibida para nosotros mismos, es decir, aunque se lo creyera sin saber que se lo está creyendo. El problema que tienen está en el pregonar una cosa, pero demostrar, en acto, lo contrario. Y ello ocurre por tener una fe ciega en que el psicoanálisis puede funcionar solo, sin que lo sostuviera el imposible lugar del psicoanalista que no existe. Y esto también lo dicen, pero en acto ocurre otra cosa. Y el quedarse cortos, cosa que ocurrirá necesariamente, puede volvernos prelacanianos, aunque nos consideráramos los más lacanianos del lacanismo (y sobre todo si ello ocurre). En la página 187 uno dice esto: “es un cuerpo que interpreta y por eso el énfasis en la voz, en la boca, en algo que supone en presencia. En presencia, un cuerpo que habla y que toca el cuerpo del analizante, en el encuentro de dos cuerpos en el análisis”. Y acá sucumben al prejuicio materialista que nos acecha todo el tiempo, y en el hacerlo niegan lo que venían diciendo antes, hablaban del poder de la palabra y del concepto de vociferación, y lo niegan en acto al sucumbir al prejuicio materialista más rastrero. Ese prejuicio materialista que toma una forma geográfica y espacial. Ese encuentro del que habla se puede dar por teléfono, por videollamada o por lo que fuera, no es necesario coincidir en el mismo lugar geográfico o espacial, y se toca el cuerpo, aunque los cuerpos estén a miles de kilómetros de distancia. Basta que hubiera, al mismo tiempo (es una cuestión temporal y no espacial) un cuerpo que habla y que toca, con la voz, otro cuerpo que escucha e interpreta, porque la interpretación queda del lado del analizante, del lado del psicoanalista está el coraje de permitir el encuentro, sosteniendo en acto esa palabra que no adormece sino que despierta, y eso no tiene que ver con una presencia pensada como burda presencia material, sino con una presencia del significante llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas que incluye la presencia del campo libidinal, y es material, pero de otra materialidad mucho más compleja. Es mucho más complejo de lo que nos permite pensar el sentido común de la debilidad mental defensiva. Ni la presencia ni el cuerpo son conceptos tan simples. Y ese burdo prejuicio les hace renegar del optimismo simbólico del primer Lacan y dejarlo de lado oponiéndolo al último, pero sin entender que el último necesita la existencia del primero, aunque lo dicen todo el tiempo. De nuevo: lo hacen en acto, aunque declararan lo contrario una y mil veces. Si recuerdan la clase tercera habíamos escrito esto:

Sentido  //  Real

y luego, a partir de allí, esto otro:

Sentido    /   Significante   /   Real

Al arrastrar el prejuicio lo que hacen es unificar los dos primeros términos, negando la primera de las barras, cuando en realidad hay que saber sostener esa barra primera tanto como la segunda. Se puede decir que, en el síntoma, que tomamos como paradigma, gracias a esa primera barra, hay dos caras: del lado del sentido podemos escribir la cara signo del síntoma, luego la barra, y luego la cara significante del síntoma que señala hacia lo real, sin negar por ello la segunda barra. Hay más afinidad, entonces, entre el significante y lo real que entre el significante y el sentido, aunque varios prejuicios unidos les hicieran renegar del concepto de significante oponiéndolo a lo real. Se oponen, sí, pero no como se oponen sentido y real.

Se puede ver otro ejemplo de esto mismo aquí. El hombre opone la enunciación, que él relaciona con el primer Lacan, a la vociferación, que relaciona con la última enseñanza y dice esto: “se puede encontrar la enunciación en un escrito, en una novela; en cambio, para la vociferación hace falta el cuerpo que habla”. En esto que dice está el mismo prejuicio con el mismo resultado que podemos llamar antilacaniano. Y no es un detalle menor que pusiera como ejemplo una novela y no un poema. El cuerpo que habla puede estar en la escritura si es escritura de verdad, y se puede leer su presencia o su ausencia. Ciertamente que, si se escribe de verdad, se escribe con todo el cuerpo, aunque depende también del lector poder encontrarse con ello en la lectura de un escrito. Una buena anécdota aquí es que, al escuchar lo que decía este hombre, alguien dijo por lo bajo, unamunianamente: “hay escritos que tienen más cuerpo que vos”. Es un toque de color gracioso, pero tiene razón, porque, si nos quedamos cortos, no hay vociferación posible, ni cuerpo que habla, ni agujero en vez de falta, aunque coincidamos en la misma habitación con quien fuere. Un poco después otro dice lo siguiente: “permitir que algo contenga el circuito de la inflexión de la voz”. Anecdóticamente de nuevo, anotemos que es contuviera, pero las peras no crecen en los olmos. De todas formas, eso que dice sí, y con ello niega lo que había dicho el otro antes quedándose muy pero muy corto. No queda claro en el texto si fue una respuesta velada o no, porque quizá hasta sostiene los mismos burdos prejuicios y no pesca que lo que dice niega lo anterior y permitiría pensar una presencia un poco más sofisticada que la del sentido común, burdamente material. Una presencia, digámoslo, más verdaderamente lacaniana.

Entre las páginas 195 y 200, comentando un texto de Miller que hemos comentado antes también nosotros aquí, dicen algunas cosas que podemos aprovechar. “Allí Lacan dejaba en claro que el interés de la presencia del psicoanálisis en la Universidad no era otro que esclarecer a los otros discursos, no amoldarse a estos, sino introducir la perspectiva psicoanalítica en discursos ajenos al psicoanálisis, perturbar el discurso universitario con la presencia del psicoanálisis”. Sí, pero es muy complejo. En cuanto algo se da por hecho, es decir, en cuanto se cree en acto que hay ser del psicoanalista, aunque se pregonara lo contrario de palabra, ocurre la perturbación al revés. La pendiente fácil no es que el discurso analítico perturbara a los otros, es al revés. Estamos a merced de ese engaño todo el tiempo. Esto ya le pasó a Freud, cuando, llegando a los Estados Unidos en barco, creyó que les llevaba la peste y ellos no lo sabían. Fue exactamente al revés, porque no es una peste fácil la peste psicoanalítica, sino que se sostiene en la mayor de las fragilidades, porque se sostiene en el coraje de la experiencia que no es nunca la elección sencilla y jamás se da de una vez y para siempre. La peste fácil es la otra, la de la american way of life, la de las psicoterapias y las autoayudas y los que, habiendo luchado un rato en contra de la pendiente natural, se cansan y se adormecen pregonando, mientras tanto, que no hay que adormecerse.

Lo dice bien claro un poco más adelante, hablando de ella, pero entendiendo que a todos les pasa lo mismo, y con otro detalle precioso que nos muestra esa posición descansada que es análoga a la que adoptamos frente a la muerte: “ya sé que todos somos mortales… pero tal vez yo no, pues jamás me morí”. Dice esto: “a veces preferimos no hablar porque hay analizantes en la sala, no queremos participar porque la suposición de saber que el analizante deposita en nosotros se vería herida en comparación con el saber escaso que tenemos”, y hasta ahí notemos que, si esto ocurre, el practicante se está creyendo el lugar que le ofrece el analizante, como decimos siempre con la referencia bíblica, se pone de buena gana la túnica de muchos colores que le ofrece el analizante necesariamente, pero no es todo. Sigue así: “para unos esto se manifiesta como inhibición, para otros como infatuación o como erudición. En cada caso es una manera de arreglárselas con esa tensión inevitable entre el saber supuesto y el saber expuesto”. Y aquí está el detalle, la enorme sutileza que no hay que dejar jamás de observar. Acá está lo que se sitúa mal y la clave de ello. Y nos conviene recordar la distinción que hacíamos entre el sinthome espontáneo y el sinthome analítico, porque esto tiene una forma análoga. Dice “es una manera de arreglárselas” y eso cerraría la cuestión, pero es ahí que en realidad hay que abrirla y no cerrarla, y entender que esas dos opciones que menciona, extremos del mismo plano, son dos maneras de no arreglárselas con esa tensión, son formas de tratar de escapar de ella. Y la complejidad radica en pasar de ese no-querer-saber nada a un saber-hacer-con el agujero en el saber y, por lo tanto, con esa tensión que menciona entre el saber supuesto y el saber expuesto. Es una sutileza que pasa desapercibida, pero es enorme la diferencia. Y es una diferencia tan enorme como la que hay entre el deseo de enseñar y el deseo de aprender.

Lo que se puede leer, en esa página y las que inmediatamente la siguen, es que les ocurre lo mismo que le ocurría al practicante que dijo, una vez, hablando con otros practicantes, “confíen en el dispositivo”. Eso es lo que decíamos sobre creer que hay garantías. “Confíen en el dispositivo” es sinónimo exacto de otra cosa que jamás se atreverían a decir en voz alta: “no pongan nada de sí”. Niegan el coraje de la experiencia en acto, aunque no lo saben. Y ello ocurre porque lo dan por hecho. Sostienen una garantía sin saberlo. Al discutir sobre otro problema que se les presenta en la Escuela lo dicen de nuevo: “el Instituto es discurso universitario no sostenido por universitarios, sino por analistas, lo cual trastoca el discurso universitario”. Pero ello supone sostener que hay psicoanalista sin más, sólo porque pertenece a esta o aquella iglesia. Es el problema fundamental de la Escuela misma, ellos dirían que la Escuela garantiza que hubiera, pero garantiza que hubiera lo que no puede haber, al mismo tiempo. Sin entrar de lleno en esto que es muy complejo y no nos interesa demasiado acá ahora, ¿qué se ve en acto? Que ello no ocurre y, la mayor parte de las veces ocurre lo contrario. ¿Por qué? Porque la pendiente natural lleva a dormirnos, incluso a dormirnos en los laureles, y el despertar del coraje de la experiencia empieza por hacernos cargo de ese adormecerse en nosotros mismos, con el deseo de aprender comandando cualquier posibilidad de enseñar, no con el deseo de enseñar taponando la posibilidad del deseo de aprender.

Se acercan a ello, lo rozan, pero sin fuerza. Es notable esto que se relaciona con lo que dijimos antes, hablan entre ellos y uno le dice al otro: “en una de las reuniones del Consejo dijiste algo que me interesó: que no alcanzaba con los dispositivos, que además hay que estar dispuesto”. ¿Se ve la falta de fuerza? Lo más importante está en el agregado de ese además, y, para peor, se desliza ese “algo que me interesó”, que sabemos por la clínica cómo siempre quiere decir “no quiero saber nada de ello”. Donde está el declarado interés, está también el no-querer-saber. ¿Y por qué falta fuerza? Porque hay cosas que se dan por hechas y el resultado es un relajamiento, porque el coraje vacila y se desliza de lo insoportable a lo insufrible. Y el otro resultado es la pérdida del acento de la dimensión del acto.

2

Volvamos a la figura del youtuber. Un día, de casualidad, oí a un youtuber diciendo cómo estaba haciendo “terapia” (uso sus términos) y cómo la “psicóloga” le había permitido aliviar el síntoma que él llamaba “ansiedad” haciéndolo respirar profundamente y sentir los olores del ambiente. Y le ponía todo el sentido diciendo que eso lo hacía estar conectado con el ambiente aquí y ahora y dejaba de enredarse con un futuro inexistente. Por supuesto que eso funciona… hasta que deja de funcionar. El problema es que se queda en el plano de la conducta, y así se pierde de vista enteramente la dimensión ética que nos permitiría hacernos cargo de las causas y, posteriormente, de las consecuencias. Respirar profundo jamás introduce la pregunta por las causas de esa “ansiedad” (con todas las comillas) ni por la implicación que tiene él en eso que le ocurre. Consecuentemente, ese hacer del respirar profundo y sentir los olores nada tiene que ver con el saber-hacer-con lo que más nos importa, y entonces deja intacta la cuestión. Y esto nos permite distinguir con claridad el hacer del plano de la conducta con el saber-hacer-con que se sitúa enteramente en otro plano.

Volvamos a YouTube por un segundo con otra cosa. En la página 170 recuerdan en el libro eso que les encanta recordar, que es algo que dijo Lacan en una conferencia en el año 1974 sobre los gadgets tecnológicos puestos en el centro de la cultura y funcionando de manera tal que los seres hablantes confundieran todo el tiempo el deseo con los objetos de deseo. Lacan decía que esos objetos “terminan desguazados en el vertedero”, que terminan en la basura y en los basurales, que son la demostración, hecha objeto, del no-saber-hacer-con que nos gobierna. Son objetos que brillan por un momento y luego muestran la hilacha de lo que son, desecho. Ellos lo aprovechan diciendo que el psicoanalista debería estar advertido del carácter de desecho que no solamente les compete a los gadgets tecnológicos sino al psicoanalista mismo, y que por eso “no debería creerse gran cosa”. En acto, sin embargo, vemos todo el tiempo lo contrario. ¿Por qué? Porque aceptar ese lugar de desecho es aceptar lo insoportable, y, aunque teóricamente muchos hablaran de esa aceptación, que ella existiera realmente es más difícil que la mera teoría y la erudición sin alma porque necesita la existencia del coraje de la experiencia. Agreguemos, en chiste que, a la letra, dicen que el psicoanalista debería pensarse como un gadget tecnológico pero obsoleto. El psicoanalista sería un iPhone 6 en la época del iPhone 15, pero eso no es pensarse desecho de la buena manera, que es pensar en serio en el no ser del psicoanalista. “No creerse gran cosa” no es tan fácil como lo declaran. Hay mucha liviandad allí para lo que está en juego.

Con respecto a los gadgets tecnológicos y lo que decía Lacan, hay un canal de YouTube que cuenta, hoy mismo, con más de ocho millones de suscriptores y se funda, básicamente, sin saberlo, presintiéndolo quizá, pero sin saberlo, en mostrar la verdad de esos gadgets tecnológicos. Es claro que los seres hablantes, tomados por el brillo de esos gadgets, están fascinados también por la verdad de desecho y se sienten liberados cuando, en ese canal, ocurre que se toman esos gadgets, nuevos, relucientes, apenas salidos de sus cajas, apenas hecho el unboxing, que tiene nombre y todo y es parte del mercadeo de esos productos, y se los hace pasar por las mil y una torturas. Teléfonos celulares nuevos, apenas extraídos de sus cajas, que son quemados, aplastados, desguazados sin ningún miramiento, y más de ocho millones de personas en todo el mundo fascinados con la escena. No es casual.

3

Vayamos un poco más allá y escribamos, entonces, lo que ocurre en el lugar del enseñante si se hace fuerza todo el tiempo por no caer en el discurso universitario. Es lo que ocurre si se sabe sostener el deseo de aprender y desde allí se busca decir, cada vez mejor, lo que no puede decirse. Que es el punto de unión, además, entre un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y la transmisión de una enseñanza, que es para otros solamente de rebote, primero es para uno mismo, y es por eso por lo que jamás será deseo de enseñar y sólo puede sostenerse lejos del discurso universitario y sus efectos si es deseo de aprender. Es complejo y difícil de sostener, no basta con escribirlo teóricamente. Recordemos que decían que, en el consultorio, el discurso analítico hace que el agente sea el a, pero que “ello no ocurre en la enseñanza” (así decía). Sin embargo, la cosa tiene dos caras, y, para los otros, para el público tomado, como quería Borges, uno por uno, sigue estando en el lugar del agente y se sigue dirigiendo a sujeto barrado. Eso quiere decir que el discurso analítico, en el piso superior, sigue siendo igual, pero sí hay un cambio en el piso inferior. No se dirige a sujeto barrado para que produjera los Significante Amo que están en la base de su malestar, sino que podemos escribir al revés ese piso de abajo. Simplemente, entonces, escribimos al revés el piso de abajo (obviemos las flechas por ahora, recordando solamente que se lee arrancando arriba a la izquierda, yendo hacia la derecha y girando en el sentido de las agujas del reloj).

Discursos 1

Eso para los otros. Y, para sí mismo, en posición analizante, escribimos el discurso de la histérica con un pequeño cambio en diagonal, pues el sujeto barrado, en el lugar de agente, en lugar de dirigirse al amo para obligarlo a trabajar para que produjera un saber, se dirige a a para que produjera un saber que estuviera agujereado por el mismo a.

Discursos 2

El piso de abajo se mantiene siempre igual, pero arriba se alternan el agente y a quién se dirige. Lo que importa en todo esto, en esta hibridación discursiva, sin embargo, es cómo sostenerla en acto. Es claro que debemos evitar todo el tiempo que en el lugar del agente advinieran tanto el amo como el saber que se cree no agujereado. Es la posición analizante pero no sola, sino con la posición del psicoanalista mezclada con ella, cosa extremadamente compleja porque implica no renegar, ni siquiera por un momento, del Falta del otro. Pero es imposible y sólo podemos estar atentos a los detalles en los cuales se muestra, en acto, que flaqueamos, como vimos en los ejemplos. Detalles que pueden parecer pequeñeces, que pasan desapercibidos, y lo que pasa desapercibido es el flaquear y, por lo tanto, nos dormimos. El resultado del luchar contra ello no es dejar de flaquear, es, en acto, flaquear de la buena manera, sin dormirnos jamás en los laureles.


*Clase 8 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Banksy -Agency job-
Banksy -Agency job-

El doble coraje de la experiencia y dónde situarlo

Clase 7*

Sebastián A. Digirónimo

A través del recorrido que hicimos en las clases anteriores vamos a situar ahora el coraje de la experiencia con sus dos momentos fundamentales. Vamos a rehacer, por eso, los gráficos que usamos para tratar de pensar lo impensable sin, al mismo tiempo, pasarlo del lado del pensamiento, esfuerzo imposible que justamente por eso vale la pena. Vamos a mencionar muchas cosas de pasada, abarcando un psicoanálisis desde el principio hasta el final, poniendo el acento en el coraje de la experiencia, doble, y en el no-querer-saber, que es la pendiente natural del ser hablante. Recordemos que buscamos poco a poco sistematizar el coraje de la experiencia que es lo que se opone a esa pendiente natural del ser hablante que nos acecha todo el tiempo y que llamamos, con su nombre completo, el no-querer-saber-nada-de-eso. En general ha habido esfuerzos por entender qué es “eso”, pero no ha habido esfuerzos suficientes por poner en el buen lugar, tanto el no-querer-saber, como el empuje contrario con el cual debería revestirse un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, y que implica el famoso “atrévete a saber”. Con esta divisa, mencionada por Miller más de una vez, pero no tan repetida por sus seguidores, ocurre lo mismo. Mucho más se ha puesto el acento en el saber y muchísimo menos en el atrévete.
En este punto, antes de empezar, podemos aprovechar algo que escribe Barros en su libro titulado El sinthome y que lleva como subtítulo lo siguiente: desde una perspectiva freudiana. Sin mencionar allí ni el coraje de la experiencia ni el no-querer-saber-nada-de-eso, aunque mencionándolos con otros términos, en la página 78 encontramos lo siguiente. “Freud había creado la metapsicología, los tres puntos de abordaje: tópico, dinámico y económico. Lo que hay que interrogar sobre los nudos de Lacan es hasta qué punto ellos dan cuenta del conflicto. A mi entender formalizan una falla, la confusión o la liberación de registros, pero no el conflicto, eso que Freud abordaba desde el punto de vista dinámico. Por ejemplo, él plantea la psicosis como un conflicto entre el yo y la realidad, entre un narcisismo que al no tolerar la castración la rechaza –Verwerfung–. El último Lacan parece eludir la noción de conflicto y el punto de vista dinámico en función de purificar la vía de buena lógica. La falla del nudo aparece como falla topológica, como lapsus o error. Se pierde la dimensión ética, la del sin (en inglés), la del pecado. Es el problema al que aludimos al principio, y acaso éste sea el pecado original de Lacan, algo no analizado en su deseo de esterilización, en el sentido de limpiar el psicoanálisis de la impureza dramática, de la “sangre roja” que hay en el efecto de verdad y el Edipo, tal como él mismo lo reconoce en el Seminario 18. Digamos que el cuarto nudo que Lacan hereda –a su pesar– de Freud, es el punto de vista dinámico, qué él habría querido reducir, logrando la evacuación completa del sentido y la anulación del psicoanalista como interpretante”.
Cita un poco larga. Pero es que tiene que ver exactamente con los puntos en los cuales debemos sistematizar el doble coraje de la experiencia que se opone al no-querer-saber-nada-de-eso. Si esto que dice Barros es así, vemos por qué mucho más se ha puesto el acento en el saber y mucho menos en el atrévete. Y vemos también por qué cuanto más los practicantes se vuelven eruditos de los nudos, más parecen alejarse de la dimensión clínica, cosa que constituye un error sobre el cual el mismo Lacan advertía todo el tiempo a los practicantes del psicoanálisis.
Es que ese atreverse depende de una decisión insondable que se relaciona directamente con la dimensión ética. Sin embargo, el camino difícil que va contra la corriente natural, es decir, el camino que va desde el horror hasta el coraje, puede llegar a sistematizarse. Y a la “vía de buena lógica” de los nudos se le puede agregar esa dimensión ética que implica, simplemente, tomarse en serio que una enseñanza de Lacan no elimina las otras.
En nuestro camino, entonces, encontraremos que hay dos momentos cruciales de ese coraje de la experiencia, al punto que podemos decir que hay un doble coraje necesario, y ello hace que las cosas se compliquen más para llevar un psicoanálisis hasta sus últimas consecuencias. Esta duplicación del coraje necesario nos explica, además, uno de los motivos por los cuales nunca podemos dar por concluido el movimiento del horror al coraje y siempre estamos a tiempo de horrorizarnos otra vez. Y, sin embargo, hay final. Hay que lidiar con esta paradoja.

Empecemos, entonces, por nuestro gráfico. Y para ello dibujemos tres columnas, agregando los elementos y las flechas, para luego ver qué podemos decir ellos.

4

Las flechas en rojo nos marcan el primero y el segundo coraje. La flecha en verde nos marca el punto de retroceso neurótico y cobarde, que se relaciona con la doble barra que dibujamos sobre la flecha azul, que nos marca el imposible pasaje del amor al saber al deseo de saber y dado éste por el obstáculo ante la posibilidad de hacerse un síntoma (que es también hacerse un nombre y servirse del padre adueñándonos de la herencia).
El segundo coraje, está dado, entonces, si sabemos situar la imposibilidad en el buen lugar sin tratar de eludirla.
Nuestro doble coraje lo que hace es recuperar la noción de conflicto subrayando de la buena manera lo que muchos lacanianos olvidan y que Freud señalaba con otros términos: la centralidad del no-querer-saber que implica una insondable decisión del ser.
Queda claro que, simplificando, el primer coraje es el de la entrada en análisis y el segundo el de salida.
En la tercera columna tenemos que agregar, además, la encarnación del síntoma, que suele conocerse como identificación con el síntoma y, mucho peor por el castellano doliente, al síntoma en vez de con el síntoma, pero en la página 165 del Seminario 23 tenemos esa encarnación mencionada por el mismo Lacan por lo menos una vez. Allí dice de Joyce que, como escriben otros en algún lado, se identifica con lo individual, y agrega “él es aquél que tiene el privilegio de haber llegado al extremo de encarnar en él el síntoma”. Ese encarnar el síntoma está en nuestra tercera columna y no es un privilegio de Joyce sino de cualquiera que se atreva a llevar las cosas hasta allí y que implica abrazar la muerte haciendo surgir en su centro un núcleo indestructible de inmortalidad.
Después de la enorme condensación que implica nuestro gráfico, tenemos que volver a empezar entendiendo que la sistematización del coraje de la experiencia que está en nuestro horizonte depende del poder hacernos cargo de lo incurable del no-querer-saber, que se relaciona con la doble barra sobre la flecha azul. Situar mal la pendiente natural por la cual se desliza indefectiblemente el ser hablante tiene un único resultado: la negación de ese no-querer-saber en el punto en el cual más nos interesa: en la relación que nosotros mismos tenemos con ese no-querer-saber. Rechazar el no-querer-saber en nosotros mismos es sinónimo de impedirnos el coraje de la experiencia.
Tomemos un ejemplo actual que, sin embargo, está presente siempre a lo largo de la historia, aunque toma formas distintas. La progresía políticamente correcta en general en la sociedad globalizada y la forma que ésta toma también entre los practicantes del psicoanálisis. Entre los angloparlantes está de moda un término para referirse a esa progresía políticamente correcta, término que seguramente se va a globalizar rápidamente pasando a los demás idiomas. Es un término que surge de ellos mismos y que pretende tener una connotación positiva. Es la progresía woke. Ellos se llaman a sí mismos “los despiertos”. Queda claro que el término se opone a los otros, a los que quedan por fuera, que serían los dormidos. Ellos son los despiertos, los avispados, los que entendieron y, además, entendieron todo. Usan también la palabra desconstrucción, aunque dicen “deconstrucción” porque torturan al castellano, aunque el castellano ahora, resignado y por cansancio, ha tenido que aceptar el término. ¿Y qué ocurre con esta autodefinición? Dos cosas. Una a la vista de todos, que genera además la existencia de muchos que rechazan militantemente a “los despiertos” y los caricaturizan. Y otra que, aunque es también flagrante, no se suele observar por el simple hecho que tiene relación con algo que, aunque siempre a la vista, nunca fue tomado del todo en serio.
La primera de esas cosas es que “los despiertos” se sitúan siempre en un pedestal narcisista y postulan, desde allí, una superioridad moral que los hace desdeñar a “los dormidos”. Narcisismo moral bien alejado de la ética de las consecuencias que se desprende del situar en el buen lugar lo incurable.
Y eso mismo es lo segundo: que lo incurable es siempre lo incurable del no-querer-saber que, para que podamos luchar contra él, tiene que situarse en el buen lugar y no ser rechazado en su característica central e inevitable: lo incurable es incurable.
“Los despiertos” creen que se han curado de sus prejuicios, y no hay cosa más prejuiciosa que esa creencia. Son gentes de creencia, jamás gentes de fe en el sentido de Kierkegaard.
No hay peor manera, en ese sentido, de dormir, que creer estar despierto. Y, por eso, no hay nada menos subversivo socialmente que un despierto, porque cree luchar contra el statu quo reproduciéndolo. De hecho, podemos decirlo así: si querés mantener dormido a alguien, no hay mejor manera que hacerle creer que está despierto. Y, mejor todavía si, en el camino, ridiculiza la posibilidad de una alternativa al statu quo. Esto lo saben muy bien las agencias imperialistas de cualquier imperio histórico.
Esto tiene muchísimas aristas sociales y políticas. Todo el siglo XX está plagado de hechos que deberían leerse desde acá, pero lo que nos interesa a nosotros es la relación del ser hablante con el no-querer-saber y el núcleo que ese no-querer-saber tiene.
Entre los practicantes del psicoanálisis esto mismo se repite con los “desconstruidos” y los “rancios”. Pero lo que no se ve es que el “desconstruido” es solamente un rancio que cree que los rancios son los otros. Es un despierto que se opone a los dormidos sin saber que él duerme también. ¿Qué queda intacta en esta lucha de rancios contra rancios y de dormidos contra dormidos? La relación propia con el no-querer-saber y, por lo tanto, la negación de lo incurable de ese no-querer-saber. Y el resultado es el duro y puro rechazo de la no-relación sexual. Y eso no es otra cosa que el rechazo del psicoanálisis desde el psicoanálisis mismo, cosa que, desde Freud en adelante, no cesa de ocurrir.
Lo mismo ocurre con otro punto. Viendo que Lacan señala que el artista anticipa al practicante, algunos se preguntaron si será que el artista anticipa o el psicoanalista va lento y atrasa. Eso es leer las cosas en el plano equivocado de los adelantados por oposición a los atrasados. Mejor sería entender los resortes internos de esa anticipación, y ellos tienen que ver con que el artista, para ser artista de verdad, debe luchar contra los prejuicios propios, y ello lo pone en la buena posición para hacerse cargo, incluso sin saberlo y sobre todo sin saberlo, del no-querer-saber y su núcleo incurable.
¿De dónde se desprende la posibilidad de otra cosa? Allí la importancia del coraje de la experiencia, por más que ésta se desprenda de una insondable decisión.
El problema de los prejuicios es enorme y el mayor obstáculo. Veamos otro ejemplo. Una practicante argentina del psicoanálisis, practicante de renombre, escribe un libro titulado Los psicoanalistas y el deseo de enseñar. Aplausos de los demás practicantes. “Un libro necesario”, dicen en las redes sociales, incluso antes de leerlo. Veremos luego, cuando esté disponible en las librerías, el contenido del libro, pero el título, crudo, es enteramente problemático. Si en el contenido no parte de una premisa fundamental que hace a cualquier disciplina, entonces se va a perder en el camino de la infatuación consigo misma, cerrándose el camino hacia la sabiduría y abriendo el de la erudición sin alma, como le gustaba decir a Unamuno. El título, de entrada, apunta hacia allí, hacia ese camino problemático. Lo importante, en la espera de ver qué ocurre con el contenido, es entender por qué ese título apunta mal. La premisa fundamental que no hay que negar jamás es la siguiente: nadie enseña nada si no hay alguien que, con su consentimiento, se atreviera a aprender. Lo han sabido todos los verdaderos maestros a lo largo de la historia. Esto implica, crudamente, que la enseñanza sólo existe si hay el aprendizaje. Es uno de los motivos por los cuales Freud situaba el educar como una de las tres profesiones imposibles. La transmisión, luego, sólo existe si hay el deseo de aprender que es lo que guía cualquier enseñanza verdadera. El título bueno, es, claramente, Los psicoanalistas y el deseo de aprender y no El deseo de enseñar. Esa misma practicante, alguna vez, en una presentación de un libro, distinguía la lectura “concentrada y estudiosa” de la lectura “de playa”. El prejuicio que subyace es el mismo. La lectura de playa no es lectura. La lectura es la lectura verdadera o no es lectura. El verdadero lector es el que dialoga con el libro y se atreve a dejar de lado lo que creía saber antes de leer. Eso es el talento para la lectura que mencionaba Robert Louis Stevenson y que recordamos fuertemente en las primeras clases. De la misma forma, el deseo de enseñar es un engaño narcisista. El hecho innegable es que se aprende mejor enseñándoles a los otros, pero lo que está en juego allí no es el deseo de enseñar, sino el deseo de aprender. Sólo haciendo el esfuerzo que implica tratar de explicar-nos cada vez mejor la complejidad de los hechos es que logramos transmitir algo que podría considerarse enseñanza. El deseo de enseñar de su título implica un “mirá todo lo que sé” y ese “todo lo que sé” implica la detención del aprendizaje propio en lo que se cree entendido. Para ir en contra de los prejuicios y del narcisismo está el deseo de aprender que permite la transmisión de ese mismo deseo. Y sólo desde el doble coraje bien situado puede existir ese deseo de aprender. Enseñar es el engaño narcisista que vela ese movimiento posible.
Nuestro doble coraje nos muestra que no es suficiente entrar en análisis. Es más, las flechas nos muestran que se puede entrar para retroceder rápidamente y a paso redoblado. Primera flecha roja para rápidamente tomar el camino de la flecha verde, incluso quedándose en el consultorio y haciendo infinito el camino hacia un no-final.
Sobre cada uno de los términos que están en cada una de las columnas podemos decir muchas cosas, pero no vamos a hacerlo ahora. Lo que importa es tratar de ver el dinamismo de las flechas y después entender cómo se oponen los elementos de cada columna entre sí, porque están correlacionados. Después, ese dinamismo indicado en las flechas, que tiene que ver con la dimensión ética, va a tomar distintas formas de acuerdo con la estructura clínica que esté en juego, sin embargo, detrás de todo está ciertamente el no-querer-saber-nada-de-eso y la elección entre la cobardía y el coraje. Es con ejemplos clínicos que podemos dar cuenta de esto último, pero de nuevo tenemos que decir que no va a ser ahora, porque se nos estiraría demasiado el horizonte y hoy solamente tenemos que tratar de captar el juego que hay entre los elementos y las flechas en nuestro gráfico. ¿Para qué? Para darle una forma cada vez más consistente al coraje de la experiencia.
En las últimas semanas la clínica cotidiana nos aportó un ejemplo de esa cobardía y la diferencia que hay con ella cuando está en juego la neurosis o la psicosis. Sin entrar en los detalles aquí, podemos decir que, cuando el psicótico es cobarde, se vuelve un peligro. Pero ello no ocurre por psicótico, sino por cobarde.
De nuevo: lo que nos interesa de nuestro gráfico es entender cómo está armado y poder darle su lugar al dinamismo de las flechas, además de tratar de pensar cómo los elementos se modifican cuando entra en juego ese dinamismo. Y cada uno puede agregar más elementos, pero entendiendo la lógica que está en juego y las transformaciones que ocurren a merced de las corrientes que nos marcan las flechas. Corrientes que subrayan, además, la dimensión ética que tiene que ver con el conflicto de base que debemos enfrentar los seres hablantes por el hecho mismo de ser seres hablantes, condición de la cual no podemos sustraernos y que siempre será sintomática.


*Clase 7 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Otra historia que contar

Micaela Fumagalli

¿Qué es el psicoanálisis? Es la pregunta por excelencia que guía la orientación y enseñanza iniciada con Freud, continuada por Lacan y sostenida en la actualidad. El intento por responderla parecería ser trunco, ya que no hay algo que pueda decirse y que clausure, por su efecto, este interrogante fundamental. Ahora bien, justamente por ello, la invitación es a animarse a decir algo, y vemos cómo, en ese intento, se entrama la propia singularidad, la experiencia y teoría psicoanalítica.
Es así como, al detenerse en esa pregunta, es conveniente transformarla en ¿qué es un psicoanálisis? Uno cada vez. Cuya respuesta podría ser aprehendida en acto por cada cual, con la paradoja de apresarla a la vez que se escapa.

Haciendo referencia a ese entramado entre la teoría y la práctica, se puede comenzar diciendo que el psicoanálisis es una praxis cuyo inicio está motivado principalmente por algún malestar que lleva a una persona a consultar, lo cual abre una oportunidad para hablar de ello y demandar estar mejor.
Se inicia así, en los espacios de sesión, un trabajo de valorización de la palabra, que es el instrumento clave de un análisis. Labor de construcción y revisión de la historia del sujeto por la palabra, que hace emerger así una narrativa que se enuncia y que el analista empuja por hacerla escuchar. Pero ¿qué es lo que debería ser escuchado por el paciente?
En esos enunciados se vislumbra, una y otra vez, cómo es el propio sujeto quien escribe el guión de una misma escena, y la repite sin parar, sin pensar, sin detenerse en su propia posición. Crónica de un desenlace anticipado que sentencia al sujeto a una muerte sentida.

John Everett Millais-Ophelia
John Everett Millais-Ophelia

«Hay algo en mí mismo que anda solo y me hace padecer, en ese mismo armado escénico que configura realidades con efectos de verdad. Una encrucijada avecina ¿víctima o actor principal?».


Es esa enunciación la que tiene un papel fundamental para el sujeto, la cual está anudada a aquel material significante con que se fue esperado y hablado por el Otro en el origen: esas palabras, anhelos, anécdotas… Pero más significativo aún es lo que uno hizo y hace con eso. Este punto es un primer descubrimiento clave en la experiencia del sujeto en un análisis: la escucha de su propia posición subjetiva en eso que se relata.

Retomemos nuestra pregunta para intentar responderla una vez más: ¿qué es un psicoanálisis? Un tratamiento, por la palabra, de eso que no anda para alguien, vislumbrando las respuestas asumidas por el sujeto hasta ese momento. Es una experiencia única, singular, que propicia habitar el encuentro con ese sí mismo, hasta entonces desconocido en sus causas y, sin embargo, presente por sus efectos. Inhibiciones, síntomas, angustias, o como se quiera llamar según las formas que tome, que van de las más variadas y particulares manifestaciones. Aquello –inconsciente– se presenta como una falla que hace tambalear hasta el más arraigado de los sentidos asumidos, a la vez que muestra cómo sería posible hacer otra cosa con ello.
Es este otro momento bisagra, el cual implica dar un salto hacia un análisis verdadero, comenzar a hacerse cargo de esa parte de uno mismo que parece andar sola y arrastrarnos. Sujeto dividido entre aquello que parecería saber y lo que desconoce; sujeto que vacila o decide firmemente. ¿Qué hacer con eso? ¿Qué otra cosa es posible hacer con eso, que conlleve un vivir mejor? Una mejoría en el sentido de poner en juego una elección que no sea la repetición de lo mismo, que conlleva sufrimiento, la posibilidad de innovar con los elementos de la propia realidad para contar otra historia que permita contemplar las sorpresas de eso que no se sabe.
Una historia otra que no pretenda repetir la misma escena escuchada y enunciada una y otra vez, sino aquella en la que uno se asume escritor, contemplando las no garantías del qué pasará. Desviarse del inicio y la meta supuesta estipulada, crear la posibilidad de jugar con la relatividad de las palabras, dejándose sorprender, motivados por el deseo que mueve a renacer.

Un psicoanálisis es, fundamentalmente, una oportunidad, una invitación a atreverse a contar y optar por otra historia, viva, novedosa y gratificante. Que ya no funcione como aplastante para ese sujeto, sino como un instrumento de propia lectura flexible, admitiendo los cortes, agujeros y discontinuidades de la vida humana. Construyendo así otras verdades subjetivas que habiliten maneras distintas de habitar el mundo.


Daniel Bilmes Ascending into the unknown
Daniel Bilmes, Ascending into the unknown


Del síntoma

Clase 6*

Sebastián A. Digirónimo

En busca de la sistematización del coraje de la experiencia y enlazando esto con lo que dijimos en la clase anterior, nos tenemos que hacer cargo de los prejuicios que inevitablemente arrastramos sobre un concepto complejo, de naturaleza heterogénea. Preguntamos, entonces, ¿qué es el síntoma en un psicoanálisis?
Echemos una mirada al horizonte para empezar a precisar las cosas por el final. ¿Qué debería hacer el recorrido de un psicoanálisis con el síntoma? Y la respuesta, solidaria con todo lo que dijimos la vez pasada, es que debería volverlo cada vez más real, que quiere decir cada vez mejor situado con respecto a la no relación sexual.
Hagamos un simple gráfico y volvamos a la base:

Síntoma salvaje

                                         ↓    (Transferencia-Entrada)

Síntoma bajo transferencia

              ↓    (Salida)

Síntoma real

Aquí, al contrario que en el gráfico de la clase anterior, análogo a este, no dibujamos el vector de vuelta al síntoma salvaje, solidario con la pendiente del no-querer-saber, por la que se desliza el ser hablante. Después vamos a ver por qué no lo dibujamos.
Recordemos las dos discontinuidades del ser hablante y las tres dimensiones de la sexualidad humana. Es por esto que dijimos antes que el síntoma es complejo y de naturaleza heterogénea. Si lo tomamos bajo la luz que implica el movimiento de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, vamos a descubrir enseguida que el síntoma tiene dos caras amalgamadas y que se relacionan con dos satisfacciones distintas: una cara charlatana, que con gusto se dirige al Otro aunque no extrae de esta dirección su satisfacción sino del mero charlar, y una cara muda, opaca, autista. Esta doble cara se relaciona, como acabamos de decir, con dos goces, dos satisfacciones. Lo que importa es, sobre todo, cómo las ponemos a trabajar en un psicoanálisis, buscando llevar el mismo hasta sus últimas consecuencias.
Pero empecemos de nuevo. ¿Qué es el síntoma? Es lo que no marcha. Sí, pero no en cualquier lado. Es lo que no marcha en la relación sexual que no hay. Porque el síntoma es una suplencia, una suplencia de la relación sexual que no hay. Pero, espontáneamente, está ligada al no-querer-saber, y eso la hace una suplencia necesariamente fallida. Un psicoanálisis produce un cambio de síntoma en este punto, pues desenlaza la suplencia del no-querer-saber.
A veces los practicantes dicen: “no encuentro lo que no marcha en este paciente”. Eso ocurre porque buscan mal, buscan lo que no marcha a secas, guiados por prejuicios, propios o sociales, y hasta esperan, cándidamente, que el mismo paciente supiera sin vacilaciones qué es lo que no marcha en su vida. No encuentran lo que está ahí a la luz del día, sin embargo, porque, situado bien, el síntoma es inevitable y si hay ser hablante hay síntoma. Al estar mal situado “lo que no marcha” queda mal situado también la idea del aspecto terapéutico del psicoanálisis, también leído desde los prejuicios, propios o sociales. Un psicoanálisis es, como dijimos, un cambio de síntoma, cambio propiciado por el hacerse cargo de la existencia de la no relación sexual. Ese hacerse cargo desliga el síntoma del no-querer-saber y lo cambia de signo. Y es un cambio que beneficia al sujeto, porque genera una nueva satisfacción mejor que la espontánea, que es la peor, una relación mejor con el agujero real, con la no relación sexual. Por lo tanto un síntoma más estable, también.
Se desprende de aquí también una nueva relación con la idea vulgar de cura, porque desde allí el sujeto se hace cargo de lo incurable de la no relación sexual. La clave, el signo, lo aporta la relación con el no-querer-saber, por eso la importancia del coraje de la experiencia.
Anotemos, además, lo siguiente: que este síntoma sea más estable y mejor para el sujeto no quiere decir que sea lo esperable para el entorno. Tampoco quiere decir que el síntoma de salida, más estable y mejor para el sujeto, lo convierta a éste en un problema para los demás. Aquí hay una sutileza que ya trataremos en otro momento porque muchos usan este aspecto para no hacerse cargo de lo propio, volviendo a la teoría psicoanalítica en una justificación de las propias bajezas y convirtiéndolo, entonces, en acto, en un antipsicoanálisis hecho y derecho.
Ahora bien, desligar al síntoma del no-querer-saber es el camino del síntoma en un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Esto implica su transformación, el volverse éste cada vez más real. Es por esto que Lacan, en contra de lo que Freud decía de la pulsión, que es nuestra mitología, decía que el síntoma es real. Es tan real que hasta el síntoma salvaje nos muestra el camino de lo que debería lograr un psicoanálisis, porque el síntoma salvaje, en su amalgama, logra tocar lo real por lo simbólico, sólo que el signo le está dado por el no-querer-saber sobre lo real mismo, y eso lo vuelve la satisfacción peor para el sujeto.
En este mismo punto Lacan podría haber dicho también que la no relación sexual es real, pero se les volvería menos palpable en la clínica a los practicantes. Pero esto de la palpabilidad genera un problema, porque el síntoma, al ser un concepto más palpable, es también más comprensible, y al ser hablante, que se desliza con gusto por la pendiente del no-querer-saber, le encanta comprender. Nuestro trabajo es, entonces, no comprender demasiado rápido qué es el síntoma.
Rápidamente recordaremos que el síntoma es una de las formaciones que Lacan llamó del inconsciente. Sí, pero, ¿qué es el inconsciente? Por eso es importante precisar qué quiere decir inconsciente real, concepto que mencionamos en la clase anterior. Así como un psicoanálisis vuelve más real al inconsciente a través de la transferencia, lo mismo ocurre con el síntoma, formación del inconsciente.
En nuestro gráfico, ¿qué hay a la salida de un psicoanálisis? Ese síntoma real es lo que Lacan llama sinthome, el cambio sintomático que se desprende de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Allí podemos situar un síntoma, un nombre y un padre. Estas tres cosas cambian con un psicoanálisis porque nos adueñamos de ellas. Hay allí también lo femenino, la posibilidad de soportar mejor lo femenino. En este punto el psicoanálisis orientado puede responder a una pregunta que se han hecho los eruditos sin saber qué hacer con ella. Han inventado respuestas ciertamente, pero todas ellas se muestran vacilantes y poco rigurosas si se las miran con cuidado. Pueden ir a buscar vestigios de esto que voy a decir en tres libros que los van a remitir a muchos libros más. No quiere decir esto que es fundamental que lo hicieran para entender lo que nos convoca, pero si quieren pueden ir a ver. Son dos libros de Alfonso Reyes, Religión griega y Mitología griega, y un libro de Walter Otto titulado Los dioses de Grecia. Nos centramos en la figura de Atenea y una pregunta que a los eruditos se les vuelve insoportable rompecabezas. Tenemos que entender que tanto el artista como el cúmulo de generaciones en el mito, señalan y anticipan, pero no saben explicar por qué, y respetar al arte y al artista implica no rebajarlo a psicopatología en un extremo, ni venerarlo como explicación exhaustiva en el otro extremo, dos cosas que suelen ir juntas, aunque parecieran contradictorias.
Atenea, entonces. Subrayemos sus características fundamentales para llegar luego a la pregunta con la cual no saben qué hacer los eruditos. La primera característica para subrayar es que a Atenea no le agrada la acometida ciega y a los golpes del guerrero sino la prudencia y la dignidad. En un episodio de la Ilíada Aquiles, ofendido por Agamenón, ya estaba a punto de responderle con la espada, pero de repente se detiene y piensa un momento si le conviene atacarlo con ira o dominarse a sí mismo, entonces siente que lo tocan por detrás y, al girar su cabeza, su mirada se encuentra con los ojos de Atenea. Episodios así hay en varias obras. Otra característica fundamental es que ninguna madre la engendró, tiene solamente padre pues salió de la cabeza de Zeus. Esquilo se lo hace decir con todas las letras: “no hay ninguna madre que me parió. […] Mi corazón pertenece a lo masculino en todas las cosas, menos en la unión matrimonial, y me conservo sólo para el padre”. Acá es donde tanto artistas como eruditos trastabillan y todo porque se les mezclan las tres dimensiones de la sexualidad humana que mencionamos en la clase anterior. Si no fuera así, allí donde Esquilo le hace decir masculino, Atenea diría femenino, pero el sentido común no entendería del todo. El artista anticipa, pero no todo y algo se le puede escapar todo el tiempo, porque anticipa sin saberlo, y creer lo contrario es negar lo inconsciente.
Sin embargo, algo entiende el mito, y es allí donde los eruditos sitúan mal la pregunta y se encuentran en un callejón sin salida. Esa pregunta está escrita con todas las letras por Otto en su libro, después de leer lo que Esquilo y otros le hacen decir a Atenea, Otto escribe: “A pesar de todo esto es de sexo femenino. ¿Cómo explicarlo?”.
Para explicarlo, como dijimos, hay que sacar del medio el término masculino que agrega Esquilo y entender que todas las características mencionadas en las obras remiten a lo que se encuentra al volverse el síntoma real. Ese empuje a la prudencia y la dignidad no es un empuje a la razón en contra de la pasión, como se lo leyó, sino un empuje a no pincharse ya con el propio estilo que es lo que le ocurre espontáneamente al ser hablante. El cambio de síntoma, que es cambio de la satisfacción peor para nosotros por otra menos peor es lo que nos hace devolver la espada a la vaina. Síntoma, nombre y padre, más lo femenino, bien situados. Atenea tenía que ser de sexo femenino, aunque no supieran las generaciones por qué, ni aunque lo femenino tuviera que ver con el sexo femenino ni anatómico ni relacionado con el cuerpo sexuado si dejan de confundirse las dimensiones de la sexualidad humana. Y hay más, como señala bien Otto: “lo femenino no le pertenece ni como amante ni como madre, ni como bailarina ni como amazona”, se desprende de otra dimensión y tenemos también la característica fundamental de sus ojos, en el adjetivo estereotipado Glaucopis, “la de ojos claros” que no horrorizan jamás. Nunca Gorgopis, siempre Glaucopis. Alejada del horror a lo femenino.
Toda esta vuelta que dimos no está allí, sin embargo, para responder a la pregunta que atraganta a los eruditos, aunque acá hay mil datos para aprovechar, sino para pensar un poco qué pasa con el síntoma en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y, a parte de ello, poder entender qué es el síntoma mismo. Los que recién empiezan, y no solamente ellos, cuando intentan presentar un caso clínico, tratan de orientarse siempre, de entrada, de la misma manera y se preguntan acerca de qué se queja el paciente. Los que supuestamente les enseñan el camino a los que recién empiezan suelen preguntarles así: “¿cuál es el motivo de consulta?”. Esa pregunta tiene como fundamentos algunos prejuicios que tenemos que erradicar. El resultado de esos prejuicios, que ya vamos a mencionar, es que rápidamente se solapan las cosas y creen haber atrapado el síntoma en la queja o, en el mejor de los casos, en la rectificación de la queja. Algunos creen que basta preguntar cómo participa uno en aquello de lo cual se queja para haber llevado las cosas lo suficientemente lejos. Otros, peor todavía, están esperando el momento justo para formular esa pregunta. Y acá se solapan el practicante y el analizante porque el practicante que espera el momento justo en su práctica es porque lo está esperando en su análisis que, por eso mismo, no empezó todavía.
¿Cuál es el prejuicio fundamental que hay en ese “cuál es el motivo de consulta”? Es el mismo que está en el creer que el paciente puede saber con claridad qué es lo que no marcha, y eso no es ni más ni menos que la negación sin más del inconsciente por horror ante el acto que nos sobrepasa. El que hace esa pregunta con candidez es claro que no sabe que se le está deslizando por detrás un prejuicio moderno, y para entender cuál es volvamos a la tragedia griega.
Para un practicante es importante leer la tragedia griega (y toda la literatura universal, por otra parte) porque ella implica una posición ética que le da el lugar correcto al ser hablante. La tragedia griega surgió en un momento histórico particular que le permitió situar en el buen lugar la naturaleza del ser hablante. No vamos a mencionar cuál es ese momento histórico, aunque tiene que ver con una transición entre lo antiguo y lo nuevo, “cuando se empezó a mirar el mito con ojo de ciudadano”, escribió algún helenista. No importa, lo que importa es el resultado. Y el resultado es el hacerse cargo del inconsciente incluso no llamándolo así. No es casual que Freud pudo encontrar en la tragedia de Sófocles sobre Edipo un buen ejemplo para pensar lo que le enseñaba la clínica. Dos cosas nos enseña, de hecho, la tragedia griega: no negar el inconsciente, que constituye una fortaleza del héroe trágico y no una debilidad, se trata de una fortaleza ética; y el hecho de que la certidumbre se desprende del acto, al revés de lo que espera el obsesivo.
Aprovechemos, para entenderlo, lo que escribe Vernant sobre la tragedia. Vernant, cuando habla de la tragedia, está bien, aunque cuando habla del psicoanálisis demuestra no haber entendido nada, al punto que escribe un artículo muy extenso titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega” que empieza declarando que “para el hombre de las sociedades contemporáneas de Occidente, la voluntad constituye una de las dimensiones esenciales de la persona”, y en todo el artículo no menciona ni una sola vez al psicoanálisis que contradice, desde su propio nacimiento, esa dimensión esencial para el capitalismo.
¿Por qué mencionamos esto de pasada? Porque es justamente ese lugar dado a la voluntad el prejuicio que se desliza, sin que se vea, en la pregunta por el motivo de consulta, y es la tragedia griega la que nos muestra otra cosa. Vernant, cuando no niega afectivamente un psicoanálisis que no sabe qué es, dice cosas que están bien y que, además, son más que cercanas con el psicoanálisis verdadero: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa”. Y es por esto por lo que le da el lugar correcto al ser hablante. “Toda tragedia juega, por tanto, necesariamente con dos planos”.
Este aceptar el hombre que no es dueño de sí mismo le permite una posición ética que le hace entender, además, que la certidumbre se desprende del acto y no al revés, cosa que lo obliga al coraje de jugársela.
“En la perspectiva trágica, obrar comporta por tanto un carácter doble: es, por un lado, tomar consejo en uno mismo, sopesar los pros y los contras, prever al máximo el orden de los medios y los fines; por otro, es contar con lo desconocido y lo incomprensible, entrar en el juego de las fuerzas sobrenaturales de las que no se sabe si al colaborar con nosotros preparan nuestro éxito o nuestra perdición. En el hombre más previsor, la acción más pensada conserva el carácter de una aventurada apelación lanzada hacia los dioses y que sólo por su respuesta se sabrá, la mayoría de las veces a expensas propias, lo que valía y lo que quería decir exactamente. Es al final del drama cuando los actos cobran su verdadera significación y cuando los agentes descubren, a través de lo que realmente han cumplido sin saberlo, su verdadero rostro. Mientras no esté todo consumado, los asuntos humanos siguen siendo enigmas tanto más oscuros cuanto más seguros se crean los actores de lo que hacen y de lo que son”.

Esto es la tragedia griega, y es lo que enseña un psicoanálisis.
Volvamos, ¿qué es el síntoma y cuál es su destino en un psicoanálisis? Es, primero, algo complejo y heterogéneo que no debe comprenderse. Es suplencia. Es charlatán y mudo. Es algo que cambia y se vuelve, si hay psicoanálisis, cada vez más real. Es, por lo tanto, el centro de un psicoanálisis a la salida de él y nunca a la entrada, y esta es una clave fundamental para precisar las cosas.

Pallas Athena, Rembrandt.
Pallas Athena, Rembrandt.


*Clase 6 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?