Culpa, vergüenza y perdón

Por José R. Ubieto

Original sin and expulsion from the Garden of Eden – Giovanni Battista Piranesi

La culpa tiene diversas causas, la primera es la que los clásicos resaltaron: el dolor de existir. Aún sin haber pedido venir al mundo, paradójicamente, nos sentimos culpables de habitarlo. Freud habló luego del sentimiento de culpa por gozar y transgredir los límites, sea bajo la forma de una compulsión, una infidelidad o un desafío.

Lacan añadió otra vertiente de la culpa, más compleja pero más actual, ahora que los límites se difuminan: la culpa por no gozar lo suficiente, por no ser felices con todos los objetos que pueblan nuestra existencia.

El mito del padre edípico, agente de la prohibición, ya no sirve para explicar el hecho de que uno se siente culpable de gozar poco, lo que obliga al sujeto a hacerse cargo de esa falta sin poder culpar al otro castrador de esa insuficiencia. El goce está limitado al hombre por su condición de ser hablante -ya Hegel se refirió al lenguaje como asesinato de la cosa- y la respuesta a esta falta de gozar es la culpa que deviene así estructural. El nothing is impossible, lema global, vela esa imposibilidad con su ilusoria promesa.

Culpa secreta y causa del imperativo superyoico que exige de nosotros un esfuerzo más y un sacrificio que hoy toma formas diversas, muchas de ellas ligadas a la gestión xtreme de los cuerpos. Informaciones recientes de The New York Times nos hablan de que el 35 por ciento de los estudiantes universitarios toman psicoestimulantes para combatir el estrés de los periodos de exámenes y circunstancias similares. Otros consumos compulsivos (tóxicos, cibersexo, comida) muestran como ese empuje al «¡Goza!» (Enjoy!) certifica que lo que no está prohibido es obligatorio, en la búsqueda imposible de ese goce perdido cuya culpa (falta) no cesa de agitar al sujeto.

El reverso de todo ello es la prevalencia actual de la angustia como pathos. Basta como muestra los 500.000 soldados americanos (de los dos millones desplazados a Iraq y Afganistán) que padecen secuelas graves postraumáticas.

Diversidad de la culpa a la que corresponden también modos distintos de tratarla. Uno es el autocastigo, fijación a un síntoma que nos produce malestar consciente si bien implica un alivio de esa culpa inconsciente. ¿Cuántos varones infieles se hacen castigar por ello de diferentes maneras? ¿Cuántos conductores demasiado veloces se hacen multar o limitar por otros motivos?

Otro modo clásico, y hoy de renovada actualidad, es pedir perdón y mostrar arrepentimiento. Lo practican políticos, líderes religiosos, empresarios e incluso países enteros. Algunos -no todos- añaden a la petición los signos de otro afecto: sentir vergüenza por sus actos. Otra manera de dar salida a la culpa, que implica un grado de subjetivación mayor que el simple perdón.

Que extrañas suenan hoy las palabras de Vatel, cocinero del Gran Condé: «Señor, no sobreviviré a esta desgracia. Tengo honor y una reputación que perder». Pronunciadas como preludio de su posterior suicidio, al no poder cumplir con sus obligaciones en el festín con el que el príncipe quería seducir al rey francés, evocan el afecto de la vergüenza.

Pretender hacerse perdonar por los daños causados implica la existencia de un discurso moral, teñido de religiosidad, que busca más la absolución del pecador que su rectificación efectiva. El problema es que esa petición de perdón no es seguro que confronte al sujeto con su responsabilidad. Y si no lo hace sabemos que la única consecuencia posible será la repetición de ese exceso. Es lo que la clínica nos enseña: cuando un sujeto no elabora la culpa respondiendo de sus actos, queda entonces fijado a la búsqueda de ese perdón sin que su posición se modifique lo más mínimo. La responsabilidad queda entonces del lado del Otro que es quien puede/debe perdonar.

«Lo que tú haces sabe lo que eres», aseveración de Lacan que indica que un sujeto ético no es aquel que se disculpa sino el que testimonia de lo íntimo de su ser que se halla comprometido en sus actos y decide qué hacer con ello, lo cual no va sin una pérdida, sea en bienes, en imagen, en afectos. Cuando el sujeto no consiente a esa pérdida, y si además se trata de un personaje público, el mensaje que transmite es la impunidad por el goce obtenido.

(2014)

Fuente: La Vanguardia


José R. UbietoJose R Ubieto

Es psicólogo clínico y psicoanalista. Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y de la Asociacón Mundial de Psicoanálisis.

«No deseamos lo que queremos ni queremos lo que deseamos»

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Isabellle Durand foto de Alex García

Entrevista a Isabelle Durand, por Lluís Amiguet

¿Le pregunto desde su diván?
El diván no es imprescindible en la terapia. Carla Bruni, que se psicoanaliza, dijo el otro día en una entrevista que le parece algo incómodo, artificial.

¿Por qué se usa el diván entonces?
Porque el no ver la mirada del psicoanalista puede ayudar a hablar más libremente.

¿Cuál ha sido el paciente más raro que se le ha sincerado?
Todos somos raros. O, si prefiere, nadie es normal. La normalidad no existe: es un invento para quien necesita aferrarse a algo; siempre es relativa y depende de prejuicios que varían según la época y el sitio donde estés. Por eso creo, al igual que Lacan, que todos estamos locos.

¿Y si el paciente es un loco perverso?
Es muy raro que un perverso se psicoanalice por la sencilla razón de que el psicoanálisis requiere del paciente la decisión de enfrentarse al lado oscuro de sí mismo y los perversos suelen eludir ese enfrentamiento.

Cuente su primer caso que recuerde.
Una mujer vino a verme, porque se sentía deprimida y tenía ataques de angustia. Y descubrimos que su malestar empezó cuando abandonó su vocación artística para dedicarse a una carrera universitaria que había elegido sólo para complacer a su padre, y es que retroceder sobre el propio deseo tiene consecuencias.

¿Trata usted a adictos?
Atendí a un hombre de treinta años con una adicción al alcohol y tratamos de averiguar la causa. Bebía cada vez que se sentía inferior y rechazado por los demás. La bebida era su modo de responder a ese complejo.

¿Por qué se sentía inferior?
De niño se creía el preferido de su madre y se quedó fijado en ese deseo de ser el predilecto. Cada vez que no se sentía el más querido, acababa por sentirse rechazado y haciéndose rechazar. Idealizaba a los demás, porque era el modo de seguir creyendo en un otro perfecto. La neurosis, ya ve, acaba siendo una religión y no es fácil ser ateo.

¿Le curó usted?
Dejó de beber. Pero el psicoanálisis no es una terapia más que sólo busca corregir un comportamiento perjudicial. El psicoanálisis no pretende normalizar a nadie, sino ayudar al paciente a encauzar sus excesos hasta convertirlos en energía creativa, como logran hacer los artistas.

¿Por qué somos neuróticos?
Lacan decía que siempre somos responsables de nuestra posición subjetiva…

¿Puede decírmelo y que lo entienda?
Lacan decía que no somos responsables de todo lo que nos sucede, pero sí del sentido que le damos y de cómo sentimos y reaccionamos ante lo que nos sucede.

No decidimos todo lo que nos pasa, pero decidimos si pasamos o no.
Muchos pacientes suelen intuir que la causa de lo que les ocurre tiene que ver con ellos mismos. Y me repiten: “Siempre me sucede eso y no entiendo por qué”; o: “Quisiera hacer aquello, pero hago lo contrario”.

¿Cómo les ayuda?
Vienen para entender por qué siguen haciendo lo que no quieren y el analista con su interpretación transforma esta queja en un deseo de saber. Es lo que llamamos síntoma analítico, y tiene un significado oculto. Para desentrañarlo, los analistas introducimos un “¿Qué quiere decir?” para que el paciente pase de quejarse a querer saber más sobre lo que le ocurre.

A menudo no hacemos lo que queremos ni queremos lo que hacemos.
Ya Ovidio decía: “Veo lo mejor y lo apruebo. Pero hago lo peor”. Es la división entre lo que te conviene y lo que te apetece: exceso de comida, drogas, determinadas conductas sexuales… Y tal vez sea más paradójico aún: no deseamos lo que queremos ni queremos lo que deseamos.

¿Puede ser más concreta?
Por ejemplo, un hombre engaña a su mujer, pero la quiere y en cambio desea a otra que no ama. O una mujer busca ser querida, pero puede en sus fantasías desear ser despreciada por un hombre. Amamos a quien no nos conviene y no a quien deberíamos.

La vida misma… Y no tiene curación.
La vida es lo que hacemos con ella: cada una de nuestras elecciones comporta una pérdida. No es difícil querer algo, lo difícil es querer sus consecuencias. En efecto, siempre queda algo que cojea.

¿Por qué a un hombre le cuesta desear a la que quiere y querer a la que desea?
Es difícil desear lo que ya se tiene. Y eso serviría también para todos, pero para la mujer parece ser menos complicado hacer coincidir el amor y el deseo en un mismo hombre. En cambio, para excitarse sexualmente, muchos hombres necesitan degradar en sus fantasías a la mujer con quien se acuestan.

Parece que nos busquemos problemas.
Los psicoanalistas sabemos que en el sufrimiento hay una satisfacción escondida e inconsciente que hace sufrir y que Lacan llama goce. Es una especie de masoquismo que nos atrapa y del que nos cuesta mucho deshacernos. Cuesta separarse de lo que te hace sufrir, porque también hay un “placer” en ese dolor.

(2014)

Fuente: La Vanguardia

El origen de la monstruosidad

Entrevista a Jorge Bafico, por Mora Cordeu

El libro El origen de la monstruosidad indaga en el mal siguiendo el itinerario trazado por nueve asesinos seriales famosos -dos de ficción, Hannibal Lecter y Dexter- cuyos crímenes no pueden ser inscritos en un patrón general sino que a a partir de historias diferentes y formas diversas irrumpe el lado más oscuro de la naturaleza humana.

En la entrevista, el psicoanalista mencionó el rol cumplido por el ex agente de FBI Robert Ressler en los años 70

– ¿Cuál fue el principal aporte de Ressler?
– Ressler introdujo el concepto de un perfil psicológico específico del asesino serial y partió de la idea de que sus comportamientos, precursores del asesinato, siempre han estado presentes, desde la infancia, y lo relaciona directamente a la falta de amor, con historias marcadas por problemas de adaptación social y de abuso infantil. Basado en un protocolo que realizó a 36 de los asesinos más importantes de Estados Unidos, llegó a algunas conclusiones sorprendentes. La más importante para nosotros es la que plantea que el problema del asesino en serie es un problema de amor. En este punto no se aleja de lo que planteamos los psicoanalistas: somos producto de nuestra historia.

– ¿Cómo ha ido evolucionando el estudio de la psicopatología moderna? Los casos elegidos en el libro ¿apuntan a ejemplificar la diversidad de la monstruosidad, la imposibilidad de definirla?
– Exactamente, el concepto de asesino en serie es un verdadero problema desde el punto de vista psicopatológico ya que no es claro de que estructura psicopatológica se trata. Algunos autores lo ubican en las perversiones, otros en las psicopatías y otros en las psicosis. Lo que si están de acuerdo la mayoría de los investigadores es que se trata de un problema del mal.

– Ustedes afirman que no hay una patología del asesino serial como piensa Ressler ¿Les interesa remarcar que no es posible establecer un patrón general?
– No hay un patrón general. A través de lo trabajado podemos decir que no existe un perfil del asesino serial, cada caso analizado fue diferente, con diferentes historias de vida y con diferentes subjetividades. A priori se podría pensar que encontraríamos asesinos al estilo del personaje de ficción Hannibal Lecter. Sin embargo, nos encontramos que solo dos encierran características parecidas: el norteamericano Ted Bundy (Burlington, 1946-ejecutado en 1989) y el colombiano Luis Alfredo Garavito (Genova, Colombia,1957).
Muchos de los casos que hemos visto, como el de John Wayne Gacy (Chicago, 1942- ejecutado en 1994), Jeffrey Dahmer (Wisconsin, 1960-fallecido en 1994); Ed Gein (Wisconsin, 1906-fallecido en 1984) y Albert Fish (1870, Washington, ejecutado en 1936), basculan entre la perversión y la psicosis, eso que llaman «montajes perversos» o «montajes psicopáticos», pero que en el fondo responden a una estructura psicótica. Además presentan dis­tintos tipos de psicosis, que pueden o no estar asociadas a la perversión: desde las psicosis «extraordinarias» -con desencadenamiento de la psicosis, como el caso de Richard Chase (California, 1950-se suicidó en 1980) o David Berkowitz (Brooklyn, 1953), hasta las psicosis que pueden llamarse «incalificables», como las de Gacy y Dahmer. Son psicosis, pero no presentan síntomas típicos. No hubo desencadenamiento ruidoso, ni alucinaciones ni delirios ni trastornos en el lenguaje o en el pensamiento, como sí ocurre en las psicosis delirantes agudas, donde la persona hace un corte abrupto con la realidad.
El inclasificable presenta una sintomatología casi imperceptible. El caso de Dahmer y Gacy, y el personaje de la ficción Dexter, protagonista de la serie televisiva por ejemplo, son paradigmáticos. El psicoanalista argentino Manuel Zlotnik plantea que los inclasificables son sujetos que pueden pasar por cambios muy abruptos en su vida y no preguntarse nada al respecto. También pueden llevar una vida chata, gris, sin ningún tipo de accidente, y tampoco hacer nada al respecto. No se preguntan por nada, no entran en conflictos morales -como podrían entrar los neuróticos- no hay mucha elucubración por saber y hay poca implicación subjetiva.

– ¿Alguien se puede convertir en un asesino serial sin haber sido abusado de niño u otros ejemplos mencionados? ¿Es posible que el mal se despierte sin previo aviso, sin condiciones favorables para ello?
– Bajo determinadas circunstancias podemos sacar lo peor de nosotros, podemos descompensarnos, angustiarnos, inhibirnos, y en algunos casos, bajo determinadas condiciones podemos llegar a matar de esta manera. En pocas palabras: somos complejidades singulares.

– ¿Que herramientas permiten analizar mejor esas subjetividades atravesadas por una locura monstruosa?
– Creo que el psicoanálisis es una buena herramienta. La clínica psicoanalítica se fundamenta en una clínica del detalle y no de la claridad fenomenológica. Lacan, por ejemplo, indicaba que lo significativo no era la acumulación de hechos, sino el recorte de uno solo con sus correlaciones; llamaba a esto pequeñas particularidades de un caso. Se trataría de reconocer la estructura aun en los más imperceptibles elementos, en los más sutiles y en los que, por lo general, pueden pasar desapercibidos, de algunos detalles para poder interrogarnos sobre la subjetividad singular de cada uno de estos asesinos. Digo asesinos, no seriales, porque la «serialidad» es bien diferente en cada uno de ellos.

– Ante un tiempo donde se observa una crisis de valores éticos y morales ¿avizora que el panorama a de la monstruosidad puede incrementarse?
– Por supuesto. No nos olvidemos que cada época caracteriza y desarrolla un tipo particular de discurso que atraviesa y construye la subjetividad de quienes la viven. A esto algunos le llaman «subjetividad de época» y las características que la constituyen no se pueden determinar como algo fijo y homogéneo, sino como una construc­ción dinámica y variable.
La subjetividad con­temporánea, tal como se manifiesta en el cine y en la series de televisión, poseería algunas de las ca­racterísticas definitorias de la hipermodernidad y en eso el significante de asesino en serie es uno de los protagonistas.
Dada las condiciones en el mundo globalizado y con las posibilidades de penetración cultural que brinda el desarrollo tecnológico, el discurso cinematográfico y el de las series de televisión, particularmente el de los Estados Unidos, se ha convertido en uno de los modos más extendidos de discursividad social.
Drácula, Frankenstein y otros monstruos de antaño han sido sustituidos por un fenómeno mucho más terrorífico: el asesino serial, un hombre que podríamos encontrar en cualquier esquina. Y que se ha convertido en uno de los personajes más recurrentes en la ficción contemporánea y en el protagonista de un marco genérico que lleva su nombre: la ficción de asesinos en serie. Su capacidad para asustar es grande, ya que no se trata de un ser ficticio ni sobrenatural, existe en el mundo real. Son además asesinos anónimos que se esconden entre nosotros y pasan como vecinos, compañeros de trabajo e incluso amigos o familiares. Sus asesinatos suelen ser atroces y matan además por motivos que sólo son relevantes en la mente del asesino y, por lo tanto, sus víctimas son personas inocentes que han tenido la mala suerte de cruzarse en su camino.

(2016)

Fuente: Télam
Fuente: TUportalRTV

«Hay tantas normalidades como personas»

Entrevista a Jean Claude Maleval, por Lluís Amiguet

JC Maleval
Jean Claude Maleval

Usted es autor de textos científicos como Lógica del delirio, Locuras histéricas o Necrofilia y perversión

Habrá visto de todo… ¿Qué ha visto?
Mi primera impresión al contemplar mis treinta años como psicoanalista es que somos muy diferentes…
¿Y…?
… Pero, sobre todo, vivimos en mundos diferentes. Cada uno se construye el suyo. Y he visto que el mundo insólito del otro no tiene nada que ver con el tuyo. Por eso, comunicar nuestros mundos parece una ilusión.
De ella vivimos.
Y por eso la normalidad sólo es otra ilusión. Hay tantas normalidades como personas. Freud enseñó que la normalidad sólo es una manera más de vivir aprovechando mecanismos psicopatológicos. Cada uno construye su normalidad con sus esquemas enfermos.
¿Todos somos neuróticos?
O neuróticos o psicóticos en alguna medida.
¿La psicosis más grave duele más?
No existe proporción gravedad-dolor. Hay quien sufre muchísimo con una psicosis leve y quien no sufre nada con una gravísima.
¿El dolor psicológico sirve para algo?
A veces forma parte inevitable de la curación al empujar a la creatividad. Y es exactamente lo que persigue el psicoanálisis: estimular nuestra capacidad de autoterapia.
Autoterapia: al menos es barata.
Necesitas a otra persona para incentivar esa capacidad. El psicoanalista estimula al sujeto para que halle sus propias soluciones.
¿Y al psicoanalista quién lo estimula?
Los psicoanalistas nos psicoanalizamos. En cambio, los psicólogos cognitivo-conductuales no necesitan aplicarse su propia terapia, porque curan a partir del síntoma.
¿Y los psicoanalistas cómo curan?
Ayudamos al paciente a desconstruir y reconstruir su personalidad y su existencia.
Lo dice como si fuera sencillo.
En realidad, la estructura de las personas no es tan compleja: el reto es su diversidad, y por eso Lacan repetía que «el psicoanálisis hay que redescubrirlo en cada sujeto».
Pero, cuando la enfermedad es grave, ¿mejor ir al psiquiatra a que te medique?
Yo trato a pacientes con psicosis graves aunque ya estén en tratamiento psiquiátrico.
¿Por qué van a su consulta?
Porque sienten la inquietud de conocer sus estructuras profundas y así desvelar los mecanismos que causan sus conflictos.
¿Y si tus problemas no son tan graves?
También me piden ayuda quienes simplemente sufren disfunciones de pareja.
¿No es más efectivo tomar pastillas para curarse, por ejemplo, el insomnio?
Las pastillas sólo tratan el síntoma que es el insomnio, pero no le dirán por qué a usted le cuesta dormir ni le revelarán cuál es el conflicto profundo que le quita el sueño.
Otros ven el psicoanálisis como parloteo de gente rica, aburrida y narcisista.
Es una opinión. Muchos psicoanalistas cobran en proporción a la renta del sujeto y para otros el precio es parte de la terapia.
Explíqueme su último caso.
Un bisexual con problemas de adaptación.
¿Ser bisexual es un problema?
Es un problema sólo en la medida en que él lo vive como un problema.
¿Por qué lo vive como un problema?
Porque me explica que tiene relaciones hetero y homo, pero ninguna le satisface.
¿Y usted qué piensa?
Yo no juzgo. Escucho, espero y ayudo a que cada uno encuentre sus propias respuestas. Les estimulo y ayudo a autoexplorarse.
¿Cómo?
Más que de curar una enfermedad, se trata de aprender a vivir con una condición determinada: otro paciente homosexual quería ingresar en un monasterio, pero su homosexualidad le hacía dudar de su vocación.
¿Y…?
Acabó asumiendo plenamente su condición homosexual y entonces descubrió que en realidad no quería ingresar en el convento.
¿Se puede ser «un poco» homosexual?
Digamos que nadie es enteramente homosexual o heterosexual, sino que todos somos en cierto grado ambas cosas.
¿Cómo ayuda al sujeto a descubrirse?
Trato de ayudar a que aprenda a vivir con todo aquello que, aun estando en nosotros mismos, escapa a nuestro control.
¿Un tic, una fobia, una manía…?
Son síntomas que revelarían un conflicto que sólo quien lo sufre puede llegar a descubrir con nuestra ayuda. Más que curar, podríamos precisar que ayudamos al sujeto a explorarse, saberse, aceptarse.
¿Y así mejora su existencia?
En la medida en que de ese modo aprende a convivir con lo que no controla de sí mismo.
¿Puedes mejorar sin sufrir?
El sufrimiento sólo adquiere sentido cuando te obliga a actuar; si no, es absurdo. El sufrimiento sólo es útil cuando te lleva a la transformación creativa de tus conflictos.
¿Si dejas de sufrir, pierdes creatividad?
Eso preguntan quienes se plantean psicoanalizarse. Y yo les contesto que depende de cada uno. Conocerte también puede hacerte más creativo.

(2013)

Fuente: La Vanguardia

Jean Claude Maleval

Nació en el año 1946. Es psicoanalista, miembro de la École de la Cause Freudienne y de la AMP, profesor de Psicopatología de la Universidad de Rennes 2.
Es autor de Locuras histéricas y psicosis disociativas (1981), Lógica del delirio (1997), La forclusión del Nombre del Padre (2000), El autista y su voz (2009), y ¡Escuchen a los autistas! (2012)

Miquel Bassols, sobre la corrupción, la culpa y el sistema

“Nada bueno hay que esperar de los intentos de restauración de la figura de un padre”

Entrevista a Miquel Bassols

Miquel Bassols
Miquel Bassols

El catalán, autor de varios libros publicados en la Argentina, es de una claridad meridiana en su discurso. Es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

-¿Por qué serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?
La paradoja empieza con la idea de que los corruptos son siempre los otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue con la idea de que el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un goce propios. Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se siente responsable, de que es alguien sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta corrupción. Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan sembrada de corrupción explícita, de una corrupción socialmente permitida, cuando no promovida desde la propia política. Alguien tan políticamente correcto como Winston Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que cité y que hoy ningún político osaría defender: Un mínimo de corrupción sirve como lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia. O también: Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla. ¿Se justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero todos hemos escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores de las intenciones. Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción, han tenido que ponerse a cierta distancia de algunos prejuicios. No ha habido, en efecto, ninguna época de la historia sin una dosis de corrupción en los distintos ámbitos sociales y políticos. Y esta extensión de la corrupción viene siempre acompañada de un secreto sentimiento de culpa. Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja inseparable. Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la paradoja nos conduce hacia el polo opuesto: ¡Todos corruptos, todos culpables! Mire las primeras páginas de los periódicos de cada día. La paradoja se mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en ningún caso un sentimiento de culpa, sentimiento que según Freud es siempre inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería alguien que no sentiría culpa en ningún caso, es decir, un verdadero perverso. Los hay, es cierto, pero no tantos como creemos entre los que se consideran social o políticamente corruptos. Aunque cuando aparece alguno, también es cierto que no hay quien lo pare. Por otra parte, el verdadero culpable, el que siente un intenso sentimiento de culpa, no sabe nunca verdaderamente de qué es culpable, como en los mejores personajes de Kafka. Tanto es así que existe una especie, mucho más extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud como delincuentes por culpabilidad. Son los que delinquen o se corrompen para satisfacer un sentimiento inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro; los psicoanalistas los escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden encontrarse casos en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos de corrupción política reciente.

Podría usted extender esa idea de que en los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son menores que en los de tradición católica? Esa idea, ¿condenaría a los países del sur? ¿Y qué pasa en los Estados Unidos?
-Parece un hecho constatado por encuestas de este tipo, aunque no siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con la elaboración de sus rankings internacionales de corrupción. En todo caso, es cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del discurso católico y la lógica del discurso protestante. La tradición católica de la confesión de los pecados y de su posterior absolución -por supuesto, siempre en el ámbito del sacramento de la confesión-, propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo permitirme mejor una falta si preveo su confesión y su posterior absolución, algo absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante, que abomina de la confesión, especialmente de la confesión privada. Pero solemos ver hoy también este fenómeno en el ámbito público de los medios de comunicación. Cada vez queda mejor, por decirlo así, confesar públicamente ya sean los errores, las faltas o los supuestos pecados. Y cuando no se hace o se intenta negar la culpa, se paga un precio. El caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en la televisión española pidiendo disculpas con su me he equivocado y no volverá a ocurrir, después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes, es un ejemplo. En realidad, era un desplazamiento de los casos de corrupción que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real. Todo ello ha ido a la par de la caída de uno de los semblantes -como decimos los lacanianos-, uno de los símbolos mayores que sostuvo la llamada transición democrática española. La disculpa pública, impensable en una monarquía de antaño, ha tenido cierto efecto, entre patético y pacificador. El caso reciente de François Hollande en Francia intentando separar lo público y lo privado con el descubrimiento de su infidelidad, es un ejemplo inverso. De hecho, en Francia, estos asuntos no eran antes tomados tan en serio. Las infidelidades de Miterrand no produjeron tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: François era así, era un seductor. En los temas vinculados con la corrupción está ocurriendo algo similar. También se pasa a veces del mayor escándalo a la complacencia más secreta. Hay cierta hipocresía social al respecto. En todo caso, y para añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan faltas, corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta por corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la confesión o a la impunidad del goce. Y hay que señalar que el fenómeno llamado globalización está difuminando cada vez más las fronteras entre países y tradiciones, entre costumbres del norte y costumbres del sur, entre orientales y occidentales. Estamos ya en la época de la post-humanidad, como ha dicho Jacques-Alain Miller en alguna ocasión, donde la primera corrupción, la más generalizada, sea tal vez la corrupción del lenguaje mismo a escala global. Hay palabras que pierden su poder evocador, hasta de interpretación.

-Usted dice que el tráfico de influencias o prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas) pero después dice que comprada la absolución, ésta puede tomar un matiz mimético, sin respetar tradiciones.
-El tráfico de influencias está sancionado socialmente, incluso en el sentido de prohibido, pero en muchos casos también está regulado de forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de manera explícita de lo que se da en llamar el sistema, y de ahí la idea tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno llaman ley de reciprocidad responde al hecho de que -especialmente en política económica pero no sólo en ella-, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por nada. Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el cual cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el otro puede gozar de ello yo también! Este es por otra parte el principio de la publicidad, y también el principio de la corrupción. Pero en realidad no hay nada tan singular, tan irrepetible y tan inimitable como el goce de cada uno, empezando por el goce sexual. Es lo que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es algo que atraviesa siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de manera más rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en qué se gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.

Se lo pregunto (también) a la luz de la teoría del chivo expiatorio que desarrolló René Girard.
-El deseo que está en el principio de los vínculos y conflictos humanos no puede reducirse a la mera imitación de un modelo en el sentido de la mimesis a la que se refiere Girard, fenómeno imaginario que puede darse también en los animales. Un animal puede imitar una conducta, aprenderla siguiendo un modelo, pero esto no quiere decir que esté habitado por un deseo, que pueda llegar a subjetivarlo, que pueda dividirse ante él o incluso rechazarlo como una parte de sí mismo. En este punto, la fórmula de Jacques Lacan, el deseo es el deseo del Otro, va mucho más allá de la idea de un deseo mimético –aunque piense inspirarse en él- e introduce una lógica más compleja sin la cual no pueden entenderse las paradojas de las relaciones entre los seres humanos, ni el amor, ni el odio, ni la segregación. Para empezar, este deseo del ser que habla es ya equívoco de entrada, no tiene un modelo ni una norma, y es tan singular que no hay modo de imitarlo. El sujeto histérico es el que más intenta identificarse con este deseo del Otro, pero resulta que esa es a la vez su mayor fuente de insatisfacción. Este deseo del Otro es tanto el deseo del sujeto hacia el Otro como el enigma del deseo de este Otro hacia el sujeto. No, no es por imitación que funciona el deseo ni tampoco el fenómeno de la corrupción. Más bien funciona por el contagio de una forma de goce, lo que es muy distinto. La idea de Girard del chivo expiatorio es una forma de entender la segregación del goce del Otro, ese goce que siempre nos parece bárbaro, distinto, heterogéneo, hasta llegar al racismo. Hoy el chivo expiatorio puede ser el inmigrante, pero también la mujer maltratada.

Si la corrupción es un hecho de estructura, ¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad jamás es igualitario?
-Por supuesto, la jerarquía no será nunca igualitaria. La corrupción puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje vertical en las relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y sobre todo un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos de una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y según la ley de reciprocidad a la que antes aludíamos. Muchas veces, la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y de reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en la estructura jerárquica del poder. Hay aquí una paradoja difícil de tratar: cuanto más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más segregación interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera sorprendente en los 60, cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad Europea, parecía la promesa de una integración en condiciones ideales de igualdad, incluida también la Europa del Este. El resultado es en la mayor parte de los casos una feroz segregación interna y un aumento notable de las críticas a la corrupción generalizada. Pero el mismo Claude Lévi-Strauss se encontró un poco abucheado al defender la necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para mantener una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el otro. Parece un virus para el que no encontramos antídoto. El psicoanálisis propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de goce, y eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.

¿Es posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución (un goce) comprado en la tradición confuciana?
-Y sí, China ha entrando ya de lleno en el contagio, no hay duda alguna. Y además de una manera que parece mucho más eficaz, es decir, posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de nuestra época porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es entendida de la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un empresario chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo. Es al menos lo que me comentan empresarios catalanes para los que las cosas deben estar siempre muy claras: al pan, pan… Tal vez la tradición del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más que otras tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que es a la vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por muchas puertas al campo que se quieran poner, como con el endurecimiento de la censura en Internet por parte del gobierno chino, el contagio del lenguaje y de las formas de goce está asegurado. Y veremos adónde nos llevará.

-Usted seguro usted leyó la nota sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en paraísos fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el goce, que es lo que queda sin responder en Maonomics, el libro de Loretta Napoleoni?
-No he leído todavía el libro de Loretta Napoleoni. La idea de que el nuevo comunismo chino puede ser mucho más eficaz -eficaz también en el peor de los sentidos-, que el viejo capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un neocapitalismo de trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y solidariamente sin sentirse explotados porque encuentran las promesas de su estado realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la eficacia de un Estado-Padre que interviene sin contemplación en los mercados, sin dejarlos seguir la pendiente de su supuesto principio de autorregulación, ese principio del placer que se nos ha vendido en Occidente como la mejor de las leyes del aparato psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el supuesto principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal como hemos comprobado de manera trágica durante estas últimas décadas. Es el fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan extrajo la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso del principio del placer parece tener un vínculo con la crisis de los Estados-Padre. ¿Cómo no evocar aquí  ese declive de la imago paterna que Lacan diagnosticaba hace unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores más sintomáticos de su malestar?
Pero tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de esta figura de Un Padre, sea en el estado que sea. Tampoco en China. En todo caso, hay algo que aprender, especialmente en la nueva y vieja Europa: era más lógico haber partido de una unidad política que no de una comunidad económica y monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de Maastricht. Pero es también más prudente partir de la diversidad de las identidades en juego que de la homogenización impuesta por la identificación con Un Padre. La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan como un dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era. Pero esto daría para otra entrevista.

(2014)

Fuente: Télam

Todo el mundo es loco, Jacques-Alain Miller según Dessal

Entrevista a Gustavo Dessal por Pablo E.  ChacónGustavo Dessal

-¿Qué intenta Jacques-Alain Miller diciendo que -de alguna manera- estamos todos locos?

-Es la tradición pascaliana retomada por Miller, siguiendo un hilo que recorre toda la obra de Lacan. Pascal decía algo semejante. Aseguraba que la locura es consustancial a la condición humana, pero distinguía la locura de todo el mundo de la locura de uno solo. Es decir, un modo brillante de no olvidar que dentro de la locura universal del hombre existe también la singularidad del psicótico, que es otra cosa, aunque forme parte de la familia del universal. Para Freud el arquetipo humano fue el neurótico, el sujeto que mejor encarna el descubrimiento del inconsciente.
El neurótico es el ser atrapado en su inconsciente, alienado a un yo que desconoce esa segunda escena que transcurre a sus espaldas y que condiciona su vida, que la determina la mayoría de las veces en contra del bienestar. Lacan partió de otra experiencia. Era psiquiatra, y para él la locura fue su primera escuela, la forja donde acuñó paulatinamente su teoría. Lacan llegó a la raíz del asunto cuando postuló una concepción inédita del lenguaje, una concepción que estaba implícita en la obra de Freud pero que nadie había comprendido antes. Me refiero al hecho de romper la unión ilusoria entre el significante y el significado. Un acto sencillo, que incluso se refleja en una escritura cuya simpleza parece inspirada en alguna filosofía oriental.
Una letra S mayúscula, debajo una barra como la que se utiliza cuando se escribe una fracción, y debajo de la barra una letra s minúscula. Eso es el alma de la palabra: la barra que separa la materialidad fónica de su significado. Antes de Lacan, se creyó que esas dos dimensiones de la palabra formaban una unidad. Si yo digo la palabra mujer, por ejemplo, parece obvio que eso remite a un sujeto del género femenino. La materialidad varía según las lenguas, pero el significado no cambia. Puedo decir woman, o donnafemme. En todo caso, el objeto al que remite parece ser el mismo. Sin embargo no es así. La palabra mujer no tiene un significado absoluto y universal. Remite a lo que en psiquiatría denominamos significación personal, es decir, que el significado es variable, y depende del sujeto que pronuncia la palabra, ya sea como emisor o como receptor.
Esa independencia del significado respecto del significante (la diversidad material según las distintas lenguas), es la propiedad mágica y maldita del lenguaje humano: la posibilidad de que una palabra pueda significar otra cosa, más allá de su sentido inmediato. Es la condición de lo poético, y si el ser hablante está siempre un poco loco, es porque es eminentemente un ser poético, es decir, que fabrica significados cuando habla, sin saber en verdad lo que está diciendo. Esto puede parecerle al profano una forma extravagante de comprender el lenguaje, pero es así como funciona. Es por eso que alguien puede decir soy una mujer dentro de un cuerpo de hombre. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que cuando se nombra a sí mismo, los términos mujer y hombre designan para él significados personales, que no pueden comprenderse a la luz del sentido común. No se trata de un caso especial.
Es tan solo un ejemplo de tantos que demuestran lo que la experiencia analítica saca a la luz: que nadie sabe lo que está diciendo cuando habla, y que el psicoanálisis se dedica a explotar esa propiedad humana, el sinsentido que habita en todo lo que decimos, y que conduce a que la comunicación humana no sea un intercambio recíproco de mensajes comprensibles, sino un malentendido crónico disfrazado de un entendimiento aparente. Todos estamos locos porque no existe la realidad, en el sentido universal del concepto, sino la ficción en la que cada uno vive, y que está fabricada por el significado personal que le damos a las palabras. La cosa se complica mucho cuando es preciso añadir que en verdad nadie sabe cuál es ese significado. Creemos saber lo que estamos diciendo, pero no tenemos ni idea.
Diga cualquier cosa, lo primero que le venga a la cabeza. Esa es la regla de la asociación libre que funda el método psicoanalítico. El sujeto opone una verdadera resistencia a seguir esa regla, puesto que lo conducirá irremediablemente a su locura personal, a enredarse los pies diciendo cosas que no quería decir, que no pensaba decir, que no sospechaba que podría llegar a decir. La psicosis es la demostración magnificada de que el lenguaje y su significado nos arrastra y nos extravía.

-A esta altura de su producción (y del despliegue de las escuelas de la AMP), ¿cuál considerás que ha sido el aporte decisivo a la elucidación del último Lacan?

-Miller fue clarividente. Con poco más de veinte años, tuvo la intuición de que Lacan era mucho más que un psicoanalista genial. Comprendió que estaba en presencia de alguien que estaba cambiando la forma de entender lo humano, que estaba a punto de empujar el descubrimiento de Freud incluso un poco más allá. Miller vio eso y no lo dejó escapar. Dedicó toda su vida a descifrar la obra de Lacan, a impedir que con su doctrina sucediese algo semejante a lo que ocurrió con Freud, cuyos discípulos fueron disolviendo la potencia de su descubrimiento. Miller supo muy pronto que ese riesgo estaba en juego con la obra de Lacan, y supongo que Lacan, conociendo el antecedente de lo que había pasado con Freud, necesitaba alguien que intentase evitar algo semejante.
Lacan también tuvo una suerte de iluminación. No faltaban personas inteligentes, incluso geniales entre sus seguidores. Sin embargo, confió en un joven que ni siquiera poseía una verdadera formación analítica en los comienzos, que provenía de la filosofía y la lógica, y que desde luego no era un practicante. ¿Te imaginas lo que eso debe de haber supuesto en aquella época? ¿Que un muchacho se convirtiera en el heredero intelectual del maestro? Pues ese muchacho supo ver más lejos que todos los que se disputaban esa herencia. Captó como ningún otro la lógica de los divinos detalles (expresión que Miller tomó de Nabokov) para leer el texto lacaniano, y extraer el oro puro de ese psicoanálisis. Gracias al establecimiento del  Seminario de Lacan, y también a través de sus numerosos cursos, Miller transmitió algo fundamental: la obra lacaniana es un corpus en el que todas sus partes son indispensables. No hay nada que desechar, puesto que se trata de una doctrina que repele la idea de progreso.
El último Lacan es tan valioso como el primero, o el del medio. El concepto de goce no supera al concepto de deseo. Miller nos ha privado definitivamente de la ilusión de que uno puede quedarse con la parte final, y que lo anterior puede descartarse. O al revés, tenemos el ejemplo de los lacanianos de la IPA, la Asociación Psicoanalítica Internacional, que toman una sección del corpus lacaniano, y se deleitan con lo imaginario y lo simbólico. Lo real les parece una rareza poco aprovechable para la práctica clínica. Lo decisivo, retomando tu pregunta, es precisamente llevar hasta sus últimas consecuencias una elaboración sobre el concepto de lo real que aún no ha concluido. El último Lacan es solo el principio de una investigación que Miller ha inaugurado, y que debe proseguir. No está demostrado que nosotros estemos a la altura de ese desafío, pero lo intentamos.

-¿Podría decirse de éste que es un curso más político que otros o es poner a la política, sobre todo a la política del psicoanálisis, en un lugar subordinado?

-Los cursos de Jacques-Alain Miller obedecen siempre a una política. Ninguno más que otro. En algunos casos esa política está más explicitada, en otros no tanto, pero siempre se encuentra. Esa política sigue una lógica doble: por una parte, pulsar a la comunidad analítica y causarla, provocarla, despertarla de la tentación de creer que ha entendido a Lacan. Y por otra parte, acercar siempre el psicoanálisis al tiempo contemporáneo, a la problemática que afecta en cada momento histórico al sujeto del inconsciente. No olvidemos que Miller proviene de la militancia política de línea dura, y eso ha dejado su marca. Esa marca no se refiere ya a una política en el sentido ideológico, sino a la importancia de lo político como trasfondo de los hechos clínicos. Lo que Freud y Lacan descubrieron son elementos estructurales de la subjetividad, aquí y en Tasmania. Pero debemos leerlos a contraluz del malestar en la civilización, que está íntimamente ligado con lo político.

-A la luz de este curso, ¿cómo ves al futuro del psicoanálisis en los años próximos, teniendo en cuenta, particularmente, el relanzamiento (no sé si oscurantista) de la religión?

-La religión es siempre oscurantista. No obstante, cuando hablamos de religión es importante distinguir dos vertientes que han estado siempre en pugna en Occidente. Por una parte, una rama del cristianismo que concibe la historia como una pugna permanente, infinita, entre el bien y el mal. Por otra, la visión milenarista de que la historia tiene un propósito, que es el triunfo del bien sobre el mal.
La primera la encontramos en San Agustín, la segunda en la Revolución Rusa, el Tercer Reich, pero también en la administración Bush y el Estado Islámico. La idea de que el mal podrá ser definitivamente erradicado ha sido paradójicamente la fuente de las ideologías y los regímenes más espantosos. Marx  despachó demasiado deprisa la cuestión de la religión, al calificarla de opio del pueblo, pero no porque su metáfora fuese equivocada, sino por la ingenuidad de creer que gracias al materialismo histórico sería fácil que el pueblo abandonase su adicción al opio. Su propia consideración de la historia está -pese a lo que creía- contaminada de este milenarismo. Ya sabemos que las cosas no salieron como Marx las imaginó. Freud tuvo una visión más aguda.
No retrocedió ante el reconocimiento del mal como erradicable de la condición humana, de allí su concepto central de la pulsión de muerte. Comprendió que la religión obedece al miedo cósmico, como decía el filósofo ruso Mijaíl Bajtín: el sentimiento de fragilidad y desamparo originario. Freud consideró que Dios es la proyección sublimada de la nostalgia por el padre protector, la imago paterna que deja una huella en la vivencia infantil. Lacan supo ver que esa imago había iniciado un declive que llega a nuestros días bajo la forma de lo que Zigmunt Bauman calificó con el concepto de lo líquido. Muy sucintamente: un mundo en el que la carretera principal está cortada, y la gente anda extraviada por caminos comarcales y sendas perdidas. ¿Cómo nos orientamos en la actualidad? Con los celulares. Lo digo en un sentido figurado, pero no del todo. Los objetos de la técnica son asideros que sirven para no perdernos por completo.
La caída de las grandes ideologías se sustituye por la multiplicación de las aplicaciones, pequeños genios mágicos que utilizamos para parchear los agujeros de la existencia. La investigación de Miller ahonda en una afirmación muy fuerte de Lacan: el sentido es la debilidad mental del hombre. Fabricamos sentido permanentemente. Antes esa fábrica estaba regulada por las directrices superiores, si me permites la alegoría. Ahora cada uno fabrica a su antojo, todo vale y nada sirve sino para sumergirnos aún más en ese goce tonto que da contenido a nuestras pequeñas miserias de la vida cotidiana.
Sufrimos de un exceso de sentido, y a la vez tenemos la sensación de que nos falta un Sentido con mayúsculas. El psicoanálisis procura liberarnos de ese tormento de darle significado a todo, librarnos del goce de vivir en la historieta que nos contamos cada día para justificar nuestra vida. Un psicoanálisis sirve entre otras cosas para detenerse menos en el sentido y pasar al acto, al acto transformador, al acto que opera y nos vuelve operativos para obrar. Pero tenemos en contra muchas cosas: entre ellas, la velocidad que se instaura en el tiempo subjetivo. Las personas no aguantan ni un minuto, y prefieren encomendarse a la medicación o a las promesas de felicidad inmediatas y sin esfuerzo. Eso fracasa, la ciencia no cumple sus promesas, y la religión triunfa porque acecha siempre. Sus representantes son como esos vendedores de elixires mágicos, alrededor de los cuales se agolpa la muchedumbre ávida de milagros inmediatos. Llevo una existencia asquerosa en un mundo de mierda, solía repetir un paciente mío. Esa frase es el lema bajo el cual viven hoy en día cientos de millones de seres humanos, que no pueden esperar ni un segundo más en la cola de la esperanza. Para ellos la religión es un recurso mucho más alentador que el psicoanálisis. No podemos llegar a toda esa gente, pero haríamos bastante con lograr que los psicoanalistas no convirtamos nuestra disciplina en una religión alternativa, y que nuestras instituciones no acaben por asemejarse a las iglesias.

-Quiero decir, ¿no corre el psicoanálisis el albur de convertirse en una práctica para élites?

-El psicoanálisis está sometido a toda clase de riesgos, como cualquier otra práctica. La orientación lacaniana tiene una ventaja, lo cual no exorciza los peligros, pero al menos es un paso importante. La disolución de los estándares analíticos que Lacan promovió, ha permitido que el psicoanálisis sea una práctica donde el método y la técnica se adaptan al usuario, y no al revés. Cada paciente constituye un desafío. Hay que inventar para él el dispositivo de encuentro que convenga a su singularidad. Eso quiere decir que debe ser compatible con su condición social, sus ingresos, o su modo de gozar. No cobramos tarifa única, como el taxi o la nafta. Ni exigimos cultura para emprender un análisis. Sólo exigimos el requisito de un síntoma, es decir, que vengan a pedir ayuda para quitarse de en medio esa porquería que les importuna la vida. No es mucho pedir. Cada uno pagará por eso lo que pueda.

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The Garden Of Earthly Delights (Detail) Hieronymus Bosch

(2015)

Fuente: Télam 

«Lacan propone un amor con reglas para que sea posible un amor menos tonto»

Entrevista a Carmen González Taboas sobre su libro Un amor menos tonto, por Pablo E. Chacón

 

El libro, publicado por la editorial Grama, es un compilado erudito pero de lectura amable, que poco le debe a cierta jerigonza psi. González Taboas es miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

-¿Por qué razón elegiste el Seminario 21?
-Había escrito antes Mujeres, con el Seminario 20, Aún, otro seminario sobre el amor. Deseaba seguir en ese surco de Lacan, lo cual no era fácil pues el seminario 21, «Los no incautos yerran», no ha sido establecido ni traducido (corre una traducción que no facilita las cosas). Trabajé en su traducción; cada una de las clases me ponía en la proximidad de un Lacan apasionado, intenso; «no soy yo, es el discurso al que sirvo». En este seminario Lacan habla de los desastres del amor, cuando al amor se lo sueña parecido a una fusión milagrosa de dos que hacen uno. Los sexos humanos no se aparean, cada uno entra en la conjunción sexual con sus fantasías y sus goces; por eso no hay relación-proporción sexual; ignorar el bache de los goces que nos separan y alentar ilusiones de eternidad conduce al desastre (ejemplo: los femicidios.) Lacan propone en cambio un amor más real; no es cualquier amor sino un amor con reglas (reglas que no existen, que los amantes tendrán que reinventar cada vez) para que sea posible un amor menos tonto.

-Hablás de «los desastres del amor». Es cierto. Sucede. El psicoanálisis ¿puede inmunizar a un sujeto de caer, o de volver a caer bajo ese embrujo?
-Es una pregunta divertida porque contiene los elementos de la respuesta. El psicoanálisis ni inmuniza, ni cura, ni ayuda, ni garantiza, ni salva, ni hace ninguna otra cosa. Lacan dijo alguna vez: si no hubiera existido Polonia no habría polacos. Si Freud no hubiese descubierto el psicoanálisis (la tierra extranjera en cada uno de nosotros), no existirían los psicoanalistas. En el lugar del analista se juega, por la transferencia, el acceso al inconsciente donde se traman los embrujos. Los desastres del amor, los dolores o los fracasos de la vida amorosa se repiten; siempre un nuevo embrujo puede arrebatar al individuo, inmerso en sus imaginaciones, sin poder llevar a ellas una mirada más lúcida. ¿Para qué ver a un analista? Para eso, para llevar la mirada al deseo inconsciente que nos fabrica los objetos inexistentes e imposibles. Hará falta el tiempo del análisis (la apuesta de cada uno) para reconocerse en los propios engaños y en los beneficios de goce que de ahí se extraen.

-¿Por qué «un amor menos tonto’? ¿Es que hay amores tontos? ¿Cuál sería la diferencia, al menos desde la orientación lacaniana?
-El enamoramiento, decía Freud, es un cierto estado patológico que puede pasar como una ráfaga, o cobrar la dimensión del acontecimiento amor. Hay amores locos, trágicos, dramáticos, imposibles. Amores que se vuelven ineludible tormento del espíritu (en la «Divina Comedia», Dante imaginó el infierno de los amantes como un abrazo eterno). Si el amor irrumpe, impredecible, contingente, dice Lacan, queremos atraparlo, soñarlo necesario con promesas y garantías de eternidad; de ahí sale un «embrujado» por el espejismo de un destino, es ella, es él. En este seminario, ¿quiénes son los que yerran (los que se equivocan)?: los no incautos del inconsciente. Es decir, si no le buscan a los desastres del amor su trama inconsciente se equivocan. Se equivocarán, porque el amor se anuda para cada uno a partir de una lógica de la sexuación. La lógica común, la «normalidad», hace agua. Desborda de ella la poesía, las artes, el capricho, lo raro, todo lo cual la complica, fastidia, contradice, enfurece. Lacan lo llama goce femenino (que no es sólo de las mujeres) rechazado por quien juzga desde la supuesta normalidad dictada por el lenguaje. El amor menos tonto es un amor más real, que suple (hace un lazo) donde una fractura real (necesaria) separa los goces de uno y el del otro.

-¿Cómo explicar, en breve síntesis, las diferencias entre el inconsciente freudiano y el inconsciente lacaniano, el del último Lacan?
-No podría tratarlo en términos de semejanzas y diferencias. Quizás es una divisoria que no existe. Freud abrió lo que llamaba la «zona de las larvas», el inconsciente de las palabras, en cuya trama de goce y deseo se forman los síntomas. Por eso, a partir de los dichos del paciente, la interpretación de las formaciones del inconsciente producía efectos terapéuticos. Freud vislumbró más, pero los analistas se apegaron a la interpretación, en lo cual Lacan vio que se redoblaba el trabajo interpretativo del propio inconsciente (lapsus, chiste, sueños). En lugar de abrir en el inconsciente las vías hacia las inercias del goce silencioso que mortifica los cuerpos, esa vía se cierra con más palabras. Por eso no hay un inconsciente freudiano y un inconsciente lacaniano, hay un inconsciente palabrero y una travesía que lleva de las palabras a la fijeza de la letra, es decir, lo que en cada uno es un modo a veces insoportable de gozar-sufrir.

-¿Y cómo sería una ‘República de analistas’?
-Es simple. En este seminario, Lacan menciona a los científicos de siglo XVII que inventaban la ciencia moderna (Fermat, Descartes, Pascal, padre e hijo, Desargues, Huygens); sus trabajos y ellos mismos se comunicaban mucho, a veces viajando entre países. Lacan invita a los analistas a continuar la búsqueda de un psicoanálisis capaz de tocar lo real que afecta a los cuerpos y escapa a las palabras. Para eso escribió sus matemas, transitó la topología (una geometría no plana) y después la topología de los nudos. La República de los analistas es el conjunto de los dispositivos de Escuela (el cartel, el análisis, el pase) cuya función es mantener, no sin las palabras, la abertura de lo que puede ser aplastado por las palabras.

(2016)


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The storm, de Pierre Auguste Cot. 1880

Fuente: Télam