El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Es más bien un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher. Damos un primer paso, avanzamos, creemos que comenzamos a subir y, de repente, descubrimos que estábamos bajando. Parados en el lugar correcto podemos ver todo el paisaje. Todo depende de la posición del observador. Entonces, si bien podemos establecer objetivamente el punto de ingreso al laberinto, y descubriremos luego que también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.
Un análisis se empieza porque hay algo en la vida que se ha vivido hasta ese momento que ya no funciona. Que quizá nunca funcionó, pero ahora nos damos cuenta de ello. No se puede ingresar al análisis como observador, es un todo o nada que tarde o temprano deberá ponerse en juego. El psicoanálisis no es una teoría ni un juego intelectual, es una disciplina que no acepta la cobardía. Una vez despejado el camino de lo urgente, o de aquello que creíamos que era lo primero y fundamental, se ingresa de verdad en el camino de lo central, lo consistente, lo que se repite, lo que ahora sí aparece del todo como el problema. Ahí en ese punto se abre la posibilidad del psicoanálisis como disciplina para uno mismo. La posibilidad de una elección: ver cómo funcionamos nos habilita a captar algo del funcionamiento del otro. Podemos recordar a Pierre Rey planteando por qué querría dedicarse a eso, cuando lo único que busca al principio es liberarse del malestar. La respuesta buena viene por el lado del deseo del analista. Algo que, sin embargo, surge desde la entrada en análisis.
La pregunta acerca del motivo por el que alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista insiste, dado que, una vez atravesado el recorrido, se distingue claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea decía Lacan, parafraseando a Santo Tomás, refiriéndose a encontrar la forma de separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve. El psicoanalista no es un objeto cargado de brillo ni un faro ni nada, es un desecho que queda, es la reducción al máximo, es esa nada que queda después de despejar capa tras capa. Entonces, ¿por qué elegir eso?, ¿por qué devenir psicoanalista? O, mejor dicho, ¿por qué no? Ocurre que, situados de la buena manera, lo que se descubre dentro de un verdadero psicoanálisis, es un discurso que ya no puede dejar de rondarse. Es en ese punto que se entiende la frase de Lacan acerca del psicoanalista como lo que se espera de un psicoanálisis, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del final, del psicoanalista que uno mismo devendrá.
El deseo del analista se descubre impuro, pues encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Miller lo señala bien cuando usa la metáfora de la falsa moneda que pasa de mano en mano. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar, pero al darle lugar muta: nos convertimos en otra cosa si le damos lugar en serio a ese deseo. Nadie nace psicoanalista, pero la entrada en análisis, con el germen de la salida en sí, es el nacimiento de un posible psicoanalista. Recuerdo haber visto la película “La cosa” de John Carpenter (1982) cuando tenía ocho años. El deseo del analista tiene algo de ese monstruo, de ese ser extraterrestre que anida en el cuerpo y simula ser uno, pero no lo es, es algo distinto, de otro orden, lo que no impide que se pueda vivir apaciblemente con él. El deseo del analista nace a partir de cualquier cosa, y en el caso singular que me atraviesa se puede establecer que nació a partir de una pregunta, aparentemente inocente, que ha insistido a lo largo de mi vida. “¿Cómo funciona?” es la pregunta que determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer y saber: tiene que haber algo más. El “cómo funciona”, incurable, se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos… a todo.
Dos escenas muestran con claridad el alcance de la pregunta.
1) Alrededor de los doce años, al regreso de una clase de órgano, dejé las partituras de la práctica sobre una mesa. Mi madre las tomó y las leyó, cantó en voz alta la canción allí escrita. La canción era Moritat. La lectura y el canto produjeron en mí sorpresa y admiración, porque ha ocurrido algo que me parecía imposible. ¿Cómo puede ser que ese sonido coincidiera con las notas en el papel? A esto se añadió otra sorpresa: “no todo es mentira”. Esa madre hablaba mucho de las cosas que supuestamente había hecho en su juventud, exageraba, intentaba mostrarse en el centro de la escena siempre. Entre esas cosas había el estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante tales afirmaciones, se conmovió. Antes de ese momento, todo lo que decía mi madre se escuchaba como una mentira, a partir de allí la línea verdad-mentira se atenuó.
2) Había una mesa en la casa familiar y, sobre ella, un plano desplegado. Era un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surgió, entonces, la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué? Yo creía que mi padre podía brindar la explicación, del lado de él se encontraban la verdad, la razón, lo exacto, lo que encaja. La acumulación de conocimiento en las paredes de una casa, en forma de diplomas, en forma de libros. Pero, y esto es lo más importante, la pregunta no desaparece nunca. Se podría haber elegido ese camino, el del padre, para tapar ese agujero que insistía desde temprano, pero la explicación científica no alcanza, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa. En cambio, tomé, sin saberlo del todo, otra cosa de él: el humor, la diversión, la satisfacción por la vida. De la madre quedó una autorización para torcer las reglas, la verdad mentirosa, que ha sido marco de flexibilidad e invención en la vida.
Muchos años más tarde, la pregunta se detuvo, por azar, sobre el cubo de Rubik, en la obsesión por resolverlo y entender cómo funciona su mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan. Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad. El primer encuentro con el cubo fue, también por azar, con un cubo fallado. El cubo sólo puede resolverse si las tapitas de colores están colocadas en el lugar que les corresponde. En este caso el cubo había sufrido un golpe y perdido algunas tapas, y por ello quedaron sus partes mezcladas. Esa falla hacía de él un cubo imposible. Sus partes no estaban en el lugar correcto. Se le añadió una dificultad, ya que hubo que aprender primero cuál era ese lugar, para después armarlo correctamente y volverlo posible.
Armar al psicoanálisis
El análisis quedó estancado, por varios años, a causa de esta pregunta que lo mueve todo: ¿cómo funciona el psicoanálisis?, ¿hay un mecanismo, un modo de llegar al final? Se impuso un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender. Tomaba mil formas: ante un libro, se miraba primero cuántas páginas tenía y se leía el final; ante una película, se saltaban partes. Se quería saber el final, apresuradamente, para saber si valía la pena hacer todo el recorrido. Se pretendía alcanzar el punto de vista desde el cual se podía abarcar todo el paisaje de una vez. Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron así en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar. Se experimentó, como nunca, el aspecto más terrible de la teoría: el que puede llenar de sentido todo y el que ofrece explicación a cualquier idea que se pudiera tener. Ese aspecto que los detractores señalan, con lucidez y razón: el “a prueba de balas” en el que anida la cobardía. Paralelamente, las instituciones psicoanalíticas en las que se participaba activamente, ofrecieron una zambullida narcótica en el discurso universitario absoluto, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda, si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se presentó como SAMCDA. Un lugar para dormir el sueño cobarde. La salida de dichas instituciones, la caída del ideal que obligaba a creer que había un único camino, el camino válido, autorizado, reconocido, la creación de un espacio propio para hablar de aquello que interesa, abrió otra posibilidad: la de la invención. Pero, en ese mismo momento, un síntoma, que siempre había estado presente, se incrementó: pequeños ataques diarios de súbito temor ante la muerte y la propia desaparición. Estos ataques no duraban más de un minuto, pero ocurrían casi todos los días. Era una hiperconciencia acompañada de angustia en la que se podía hacer una abstracción de la vida y observarla, en la historia del universo todo, y pensar en uno mismo inscrito en ese destino que ya ha sido para otros. El análisis sufrió golpes, estancamiento, la crítica sobre la práctica, el psicoanalista mismo recibió, en acto, críticas sobre su función y su utilidad. En el momento en el que se olvidó el final, se terminó el análisis. Un sueño fue el cierre, así como un sueño fue la entrada. Sin calcularlo y sorpresivamente, desapareció la preocupación y la obsesión por el final, y algo se liberó. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, de elegir. Ya no había prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido se volvió parte del viaje, el camino se convirtió en parte del final. Las piezas se pueden ver con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra. Las carillas de colores. Pero no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse. El encuentro con el cubo empezó por lo imposible, ver que no funcionaba, luego armarlo y, al final, descubrir que no importa que quede en su forma original porque esa forma original no existe, es una arbitrariedad, un engaño, una ilusión.
La práctica psicoanalítica
La pregunta persiste, pero de otra manera. Las cosas funcionan, y a veces no, a pesar de que todo indicara que deberían funcionar. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo. Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace, y que se arrastra desde la niñez. La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta. Cada ser hablante funciona distinto, allí la pregunta es radical e incomparable. No se puede hacer ciencia de lo universal. La belleza está en eso distinto. El fantasma, que hacía consistir un Otro impotente, se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro de él o puede llevarlo en el bolsillo. Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa. No desaparece, tan sólo no es quien comanda. Se despliega algo nuevo, cierta calma y satisfacción, un silencio de goce semejante al que se encuentra en las plantas y los animales, seres tranquilos y siempre preferidos por encima de los humanos en su conjunto.
Un recuerdo de la niñez se relaciona con ello: ante la creencia absoluta en el padre, en su saber, en la verdad que él supuestamente portaba, hubo una vez que salimos al campo a perseguir aves para tirarles sal en la cola, y poder atraparlas. El recuerdo, al principio, trajo la vergüenza por ese Otro que se burla de la credulidad infantil; luego, bien mirado, trajo la satisfacción de ir corriendo bajo el sol entre los pastizales, persiguiendo perdices con un paquete de sal. Ver a lo lejos las aves, sentir el viento, correr, disfrutar del paisaje. La felicidad toma formas misteriosas. Lo importante es divertirse: la vida es juego.
Nothura maculosa – 1820-1860 – Print – Iconographia Zoologica – Special Collections University of Amsterdam
Lacan inicia así su seminario número 20: “me percaté de que mi manera de avanzar estaba constituida por algo que pertenecía al orden del no quiero saber nada de eso. Sin duda ello hace que, pese al tiempo, esté yo aún aquí, y que lo estén ustedes también. Me asombra siempre, aún. Vuestro no quiero saber nada de cierto saber que se les transmite por retazos ¿será igual al mio? No lo creo, y precisamente por suponer que parto de otra parte en ese no quiero saber nada de eso, es que se hallan ligados a mi. De modo que, si es verdad que respecto a ustedes, yo no puedo estar aquí sino en la posicion de analizante de mi no quiero saber nada de eso, de aquí a que ustedes alcancen el mismo, habrá mucho que sudar.” Luego Lacan agregará que no solo habrá mucho que sudar, sino que ese sudor tiene que tener una orientación especifica, un horizonte: “solo vale la pena sudar por lo singular”. Hay que sudar tanto, dice, en ese aislar, asir, el nudo del propio síntoma, “que incluso es posible hacerse un nombre con esa exudación.”
Eso propone ser la furia y un amor furioso, la exudación producto del aislamiento del nudo del síntoma. Lo que se puede decir luego de esa reducción sintomática, de ese volver cada vez más real al inconsciente. Aislamiento que no es un deshacerse de él, mucho menos localizarlo o inocularlo, porque sabemos, aunque tendemos a olvidarnos, que hay cosas que no tienen cura o solución. Furia es lo que el escritor propone para nombrar eso que queda, eso que se hizo, luego de un análisis llevado hasta su últimas consecuencias.
Este libro es un testimonio del recorrido trabajoso y corajudo de un escritor que se atreve una y otra vez a no dejarse doblegar por el no querer saber que acecha a cada segundo. Escritor advertido que intenta decirnos una y otra vez lo que no queremos escuchar, que el despertar completo no existe, que es la peor de las ilusiones neuróticas de la cual conviene deshacernos, no sólo a los psicoanalistas, sino a cada uno de nosotros. Advertido también que si retrocedemos, y creernos despiertos es siempre un retroceso, no hay garantías de otro posible despertar.
Quizás sea el leer y escribir, ese aguijón necesario para pinchar ahí, donde gana la defensa, el goce y la impotencia del no saber hacer con lo que no se puede saber. Quizás sea el leer y el escribir la violencia simbólica necesaria para ir en contra de los sentidos coagulados, que son siempre prejuicios y perjuicios, porque están parasitados por la estupidez, quizás sea el leer y escribir, por lo único que vale la pena sudar.
Kafka lo dijo a su manera en una carta a un amigo: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.”
Borges lo mencionaba así en una entrevista en la biblioteca nacional: “Creo que la frase -lectura obligatoria- es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. No lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad. Yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.”
Y muchos otros escritores han podido decir lo que es o debería ser leer y escribir, o para qué leer y escribir, pero los grandes escritores lo no dicen para hacer teoría literaria ni para vanagloriarse de su saber, todo lo contrario, lo dicen porque no pueden no decirlo, se les escapa, lo dicen porque no saben muy bien lo que están queriendo decir, y gracias a eso, nos permiten a todos nosotros orientarnos mejor para poder encontrar cada uno esa pequeña felicidad del relámpago del despertar llamada furia.
Si no leemos para conmovernos, para despertarnos, si no leemos para agujerearnos, para trascendernos, sino leemos para luchar por la supervivencia del deseo, para poder seguir escribiendo para poder escuchar la música de la lengua, quizás no valga la pena leer. Como dice el autor: “escribir es atreverse a la muerte, es dejarnos agujerear por la muerte y sin embargo seguir escribiendo.”
Esta serie de libros, Elogio de la furia, El hombre sin forma, y este tercero, Un amor furioso recobran el espíritu de los giros del 20. Del año 1920 en Freud y su Más allá del principio del placer y el del seminario 20 de Lacan con Aún. Para eso se necesitó sudor y coraje, animarse a lo que el escritor llama “salto cuántico”. Animarse a hacer de la fuga del sentido y lo real, la brújula de nuestra orientación. Solo así es posible lo que el escritor llama “afilar el oído”. Él nos dice: “Hay que afilar el oído. Afilarlo, es decir, estilizarlo. Y estilizar el oído es volverlo capaz de escuchar la música de la lengua, es decir, los silencios de la lengua. Las grandes ideas sólo surgen de los grandes silencios y para ello hay que atreverse a la violencia del significante, al golpe a golpe significante con el texto. Violencia del significante que es a muerte. El verdadero lector se suicida como estúpido una y otra vez.”
Por esto, este encuentro también puede tomar la forma de una escritura, dependerá de cada uno de ustedes y de lo que se animen a escuchar, la posibilidad de volverse psicoanalistas y poetas ustedes también. El camino que proponemos es el de poder contagiar y contagiarnos un poco el deseo de despertar, contagiar pero no convencer, “no es propio del psicoanálisis andar convenciendo”, dirá Lacan. No es sin la complicidad, sin el consentimiento del lector, del espectador, que el movimiento puede iniciarse. Como dice el escritor de este libro: “en la verdadera lectura al poeta lo forman tanto el que escribe el poema como el que lo lee y colabora así con la escritura”.
Mil y un maneras de no escribir lo imposible de escribir
Las formas de nombrar el pasaje, el salto cuántico que mencionamos recién, esa transformación que permite ir del síntoma o sinthome espontáneo al analítico, a ese que vuelve la vida más vivible, son infinitas. Aquí algunos que menciona el autor en su libro:
-del bullicio del lenguaje, al silencio
-de la historia, a la poesía
-de la niebla, al relámpago
-de la estupidez, a la locura
-de la impotencia significante, a la imposibilidad de la escritura
-del lector detective paranoico, al silencio de lo real
-de la coagulación del fantasma, a la fuga de sentido
-del narcisismo infantil, narrativa egocéntrica, a la escritura sin firma
-del deseo de reconocimiento, que es siempre fálico, al deseo de aprender
-del ruido del sentido, a la música de lalengua.
-del amor bruma, amor velo, al amor furioso, amor solitario
-del idioma materno, idioma idiota, a la lengua destetada
-del amor como un frágil cristal, al del hecho con la arcilla de la no relación
-del amor incestuoso, al amor por lo éxtimo
-del amor defensivo, al amor corajudo
-del destino a la contingencia
-de la tragedia neurótica, a la comedia de la no relación sexual
-del amor como dar lo que no se tiene a quien no lo es, a dar lo que no se es a quien no lo tiene
-del amor que espera comunidad, gregarismo de goces, al del lobo estepario, que no rechaza la soledad irreductible
-del amor a las reliquias, objetos extraídos de museos, al amor por la obra que está siempre viva
-del amor sin muerte, edulcorado, pueril, a uno que sabe hacer con la propia muerte
-del entusiasmo ingenuo, a la alegría despiadada que ataca al no querer saber
-de la creencia ilusoria en el texto originario, a la fe en el inconsciente como lo nuevo por advenir
-del academicismo estéril, a la sabiduría agujereada
-del ruido consumidor, a la experiencia del susurro
-de la entelequia llamada mente-cerebro, a la ética del inconsciente freudiano
-de la falsa vestidura del traje del saber supuesto, a la desnudez
-del consumidor gozante al sujeto deseante
-de la libertad para gozar del neoliberalismo a la libertad del deseo que no es sin el sometimiento a la ley de la palabra
-del rechazo a lo femenino, a la misoginia, a la feminización
-del cuerpo como máquina o cadáver, a la encarnación del síntoma, cuerpo encarnado
-del concluidor precoz del mercado al sabio de la temporalidad del inconsciente
-de la capacidad productiva a la vita contemplativa, lujo inútil
-del trabajo del inconsciente al ocio del psicoanalista
-del rechazo al saber, al amor al saber, al deseo de saber acerca del no querer saber
-del amor por el padre, al amor a la imposibilidad, amor a la causa analítica
Y la lista es infinita, podemos seguir toda la noche jugando seriamente a nombrar ese movimiento, a escribir el antes y el después del salto cuántico. Y cada uno tiene la libertad y oportunidad de tomar prestada alguna, apropiársela, a condición de reinventarla para sí y luego para los otros, y que el ciclo se reinicie una y otra vez, para que el psicoanálisis y la poesía no se extingan, para que siga habiendo aún, habiendo escritura.
Dirá el autor: “hay que pasar por el querer decir lo inefable y fallar, y fallar y volver a fallar para poder llegar a la poesía como aceptación poética de la imposibilidad misma que hay en el centro del decir. La poesía es, por tanto, fallar de la buena manera.” Un psicoanálisis también.
Arte y psicoanálisis: saber hacer con lo imposible
La finalidad o fin del arte, no debería ser el entretenimiento, la simple contemplación, de una pintura, una escultura o un poema, aunque pueda desprenderse de él como efecto secundario, más aún en una época de empuje y apología constante al consumo sin alma, y donde el arte pareciera quedar cada vez más atrapado entre las garras de un capitalismo feroz, del consumo fast food del arte, alto en calorías vacías, carente de originalidad, automatizado por los dispositivos de inteligencia artificial, siempre al borde del plagio, más cerca a veces del escándalo que del verdadero despertar. Tampoco debería ser su fin el desahogo de emociones sofocadas, aunque, de vuelta, puede resultar como consecuencia de la relación con él. Hoy con el avance del liberalismo fascista que empuja al consumo y goce sin límites, confundiendolo con libertad, lo que debieran ser instrumentos para el despertar, se convierten en múltiples e infinitos objetos para el consumo compulsivo, ese que intenta negar una y otra vez que el objeto que nos completaría, con el que alcanzaríamos la satisfacción total, no existe, ni existirá. El capitalismo es y será siempre la negación en acto de la inexistencia de la completud humana, la negación del inconsciente y de la singularidad. Y cualquier disciplina o praxis que no se mantenga activamente alejada de él, perderá su potencial revolucionario y se mantendrá alejada del verdadero arte y la verdadera furia.
En el primer libro de esta serie, llamado Elogio de la furia, decía lo siguiente: “el arte por el arte, el arte en serio, el que no tiene como meta principal el beneficio económico o el fin propagandístico es, por razón de su propia abstención de intenciones, un acto eminentemente político y ético.” Es en esta abstención en que la experiencia psicoanalítica y artística se asemejan. Deben abstenerse de creer saber o producir lo verdadero, lo bello, lo bueno. Abstenerse de querer generar un efecto en el otro, aunque sea el de querer el bien del otro, por sobre todo abstenerse de querer el bien del otro. Abstención como acto profundamente subversivo que es condición de posibilidad para sustraerle goce a la vida, y darle una oportunidad el deseo.
Si afirmamos que no hay pulsión de saber, que no hay deseo de saber, sino sobre todo horror al saber, entonces descubrimos que el saber viene a ocupar el lugar de velar, esconder, la falla fundamental, la profunda división de la que está hecho el sujeto. Paradoja que sólo el psicoanálisis supo mostrar: sabemos para desconocer y comprendemos para mantenernos ignorantes. Y el arte y el psicoanálisis no están inoculados de convertirse en instrumentos a favor del no querer saber. Se necesita siempre un esfuerzo ético para poder provocarnos el despertar y no convertir cualquier saber, en un somnífero emocional que nos garantice mantenernos alejados de la furia.
Virginia Woolf en una conferencia que dictó llamada -Una habitación propia- nos dice: “Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta la obra de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran, la gente interrumpe, hay que ganar dinero, la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace aún más pesadas de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas ni libros de historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere.”
No frente a distintas dificultades se las tiene que arreglar el psicoanálisis. La gente no compra libros de poesía ni empieza un psicoanálisis por necesidad, llamémosla, espiritual. No lee ni escribe tampoco como instrumentos para ensanchar el alma y el pensamiento, para saber arreglárselas mejor con el peso del sentido. Tampoco se dirigen a un psicoanalista a menos que los síntomas sean tan insoportables que vuelve imposible el poder hacerse los tontos con ellos. Y suele ser el psicoanalista al último al que se dirigen. Las terapias alternativas, esa lista infinita siempre cambiante, siempre hermanas del capitalismo aunque algunas se disfracen de lo contrario, esas seudo prácticas terapéuticas, solo están allí para reforzar la defensa e impedirnos el hacernos cargo de nuestros síntomas, terapias que cierran la vía de la responsabilidad subjetiva, esa vía única de acceso al inconsciente, esa orientación necesaria para un amor furioso.
También es un hecho fácilmente observable que en las grandes librerías, la poesía y el psicoanálisis verdadero ocupan un pequeñísimo espacio en comparación con cualquier otro género, los best seller le ganan por paliza, la moda siempre se impone, cerrando la vía propia del deseo, y nos empuja a un consumo que universaliza y aplasta lo singular. Se vende lo que se consume, y aunque pareciera que el acto de leer siempre favorece nuestro acervo cultural o es capaz de aumentar nuestra sabiduría, también el leer puede ser una gran estrategia para ser usada a favor de la defensa. No nos olvidemos, la defensa se alimenta de todo. Todo saber puede ser puesto al servicio del no querer saber. En donde nos olvidamos de esto, nos quedamos dormidos y vamos a tener que reiniciar el salto cuántico desde más lejos.
También pareciera ser que los únicos que leen y escriben poesía son los poetas y lo mismo suele pasar con el psicoanálisis. La producción y circulación de estas experiencias se encuentran encerradas en guetos muy difíciles de desarticular. La grupalidad y el gregarismo generan lazos de identificación y exclusión muy fuertes. Son ámbitos que no están exentos, más bien diría que hay allí un exceso, de las más viles disputas de poder, de la competencia narcisista, del querer hacer resonar el propio nombre que es lo contrario al “hacerse un nombre” del que hablábamos al comienzo. Lejos está esa posición del saber arreglárselas con el estar muerto que implica el acto de escribir, más bien pareciera que su fin es al revés, engrosar el yo y el nombre propio para negar mejor la finitud de nuestra existencia, lejos está entonces, de un amor furioso.
Volvamos a Woolf. Esas interrupciones y obstáculos de los que hablaba, no sólo vienen de la realidad exterior, hay que agregarle una dimensión más oculta, una realidad que no suele interpretarse como obstáculo porque nuestros prejuicios nos hacen creer que la obstáculos están afuera y pueden ser percibidos por los sentidos, hay entonces una dificultad especial que impide esa salida de la obra, que impide pasar de la narrativa verborragica del ego, a la escritura poética. Esa otra realidad es lo que Freud llamó realidad psíquica, y juega un papel fundamental, el más determinante, al representar uno de los peores obstáculos posibles, porque es más invisible, porque negamos todo el tiempo su existencia, el obstáculo del no querer saber que existe lo impensable, que existe lo indecible, que no hay la palabra exacta, ese no querer saber que continuamente funciona en nosotros, activamente, incansablemente, dibuja una barrera casi irrompible entre el mero narrar y la escritura poética que debería haber en un psicoanálisis. Es el propio no querer saber del escritor acerca de lo que escribe y por qué escribe, o al revés también, es el propio creer saber del escritor acerca de lo que escribe o porque escribe, lo que tantas veces impide la creación de la obra misma. Ese no animarnos al acto subversivo de la escritura, acto incalculable, inenseñable, del que todos nos defendemos, impide pasar la propia vida a escritura. Impide poder escuchar la música de lalengua, impide amar por lo tanto, furiosamente.
Las experiencias poética y analítica.
Dirá el autor: “Poesía y psicoanálisis son una forma de vida o no son. Para ser, deben convertirse en forma de vida, es decir, en el veneno que llega al hueso hasta formar parte de él. Eso es vivir lo incurable, que es servirse de lo inservible y que son consecuencias posibles tanto de la experiencia psicoanalítica como de la experiencia poética si, y solo si, estas se llevan hasta sus últimas consecuencias con la intrepidez necesaria para ello.” “Son el psicoanálisis verdadero y la poesía los únicos ámbitos liberadores que posibilitan la furia porque permiten callar, es decir, dejar de responder a la coacción de la época por el decir y, entonces, callando, se abre la posibilidad de llegar a eso singular que, aunque no puede ser dicho, es lo único que vale la pena decir.”
¿De qué hablamos cuando hablamos de “experiencia”? ¿Define un hecho? ¿una sensación? ¿un proceso? ¿un aprendizaje? ¿a qué temporalidad se refiere? ¿se acumula? ¿se cuantifica? ¿precisa de un tipo específico de persona, de una predisposición? Para poder llegar a captar que son estas experiencias hay que primero no creer saber lo que significan. Dice el escritor del libro: “preguntarle al hombre de letras por la poesía es como preguntarle al filósofo por el psicoanálisis. Lo que se pierde en ambos casos es la dimensión de la experiencia.” Esto quiere decir que la dimensión de la experiencia es independiente de la teoría, de lo que se pueda decir o saber de ella. Conviene que ambas dimensiones tengan relaciones de tensión entre ellas, pero no es lo que habitualmente ocurre, solemos construir teoría para protegernos de la experiencia, para negar la irreductible disyunción entre concepto y praxis.
¿Qué las une a ambas? Ambas son experiencias de ruptura del sentido. Ruptura de la inercia con que ciertas significaciones constituyeron el sentido de nuestra vida, determinaron nuestro deseo. Ruptura de los significantes amos. Son experiencias de quiebre del uso gozante de la palabra. Que apuntan a la aparición de un sujeto que antes no estaba allí más que en potencia. Sujeto lírico, sujeto del inconsciente. Ambas incalculables. Y aunque el acto poético y el analítico pueden ser pensados, conceptualizados, nunca pueden llegar a serlo del todo. He ahí su semejanza y su potencia. Son la máxima evidencia de que no todo es simbolizable, que existe lo real. Se sostienen en un borde siempre en movimiento y es en esa distancia ineliminable, entre lo real y lo simbólico, donde está la posibilidad de producción y vivencia de estas experiencias. No hay método, técnica o regla específica que las pueda producir como tampoco una enseñanza que la garantice, aunque sí tienen sus coordenadas específicas de aparición: el borde, lo extimo, el coraje, la furia.
La relación con la verdad entre ambas experiencias también es compartida. Así como la poesía, la verdadera, no se preocupa por el buen decir de las cosas y prescinde de la relación entre la palabra y la verdad, tampoco el psicoanálisis tiene esa preocupación ya que no es un método de acceso al inconsciente para “conocerse mejor” y mucho menos para lograr la más útil adaptación de un sujeto a la realidad. Y con la poesía sucede algo similar, no existe para comunicar, para metaforizar la realidad a través de alusiones o rimas, no es usar las palabras para hacer algo bello, aunque puede que resulte eso también, o como método para desahogar alguna emoción sofocada, reprimida, aunque pueda tener efectos de alivio. Ninguna se orienta por la correspondencia entre lo que se escribe y la realidad. Son experiencias hermanadas en cuanto a su ética lectora y al uso subversivo que hacen del lenguaje. Experiencias de liberación de la palabra de las cadenas del sentido. Son experiencias de escritura que permiten inventar un mejor saber hacer con lo incurable que nos habita.
En el libro -El hombre sin forma- el escritor dirá: “las posiciones del psicoanalista y del poeta con respecto al saber son enteramente análogas. Ambos deben saber que no saben y, al mismo tiempo, hacer todo el tiempo como si supieran. Hay en las dos artes un saber que nunca puede dejar de ser inventado y que se relaciona estrechamente con la imposibilidad de ambas prácticas. El poeta que supiera la verdad de la poesía ya no podría inventarla y para el psicoanalista ocurre lo mismo. Y es en este sentido que puede entenderse también la afirmación de Lacan acerca del carácter de estafa que el psicoanálisis comparte con la poesía.”
¿Qué es entonces un amor furioso?
Tomemos una posible definición del escritor: “Lo que queda cuando nos atrevemos a deshacernos del amor”. Definición paradójica, ya que implica deshacerse de algo para llegar a eso mismo, pero distinto. En el núcleo mismo de un psicoanálisis, su descubrimiento incluso, implicó sostener esta paradoja en su buen lugar. No es otra cosa que esto lo que Freud sostenía cuando decía que el enamoramiento es resistencia a la cura. Que la resistencia se sirve del enamoramiento para inhibir la prosecución de la cura. Que no hay enamoramiento que no repita modelos infantiles, que no sea reedición de rasgos antiguos. Que la cura tiene que abrirse paso a pesar de la transferencia amorosa y a través de ella. Como dice el escritor, “si nos detenemos en el amor de transferencia, se cierran las puertas a la destitución del sujeto supuesto saber”. Destitución necesaria para desparasitarnos del goce que solo pide más y más y que cuanto más consume más insatisfecho queda. Destitución que abre el camino hacia un amor furioso.
Lacan en el seminario dedicado a la transferencia, nos dice que lo único que hacemos en el discurso analítico es hablar de amor, pero al mismo tiempo nos señala que el aporte del discurso analítico es que hablar de amor es en sí un goce. Sostener esta tensión en el buen lugar nos va a permitir pasar del goce que rechaza el amor, al goce del hablar del amor, al no puede hablarse de él, y aún así, se lo intenta. Un no poder distinto del primero, un no poder que no nos deja aplastados por la impotencia o la resignación. Sudoroso recorrido, furioso camino, que nos permitirá seguir intentando hablar/escribir sobre lo imposible de hablar/escribir.
Para reinventar el psicoanálisis, entonces, hay que reinventar el amor y para ir más allá del amor de transferencia hay que reinventar el amor y para reinventar el amor hay que animarse a la experiencia analítica, que es experiencia poética. Hay que animarse a dejar atrás lo sabido, aniquilarlo, matar el yo, al ego, al sujeto cartesiano, licuar las identificaciones, desprenderse del deseo de reconocimiento, abstenerse del querer ser, del querer tener, incluso del querer saber. Porque la pulsión de saber no existe. Todo saber está ahí para no saber acerca de lo impensable. Toda teoría es de alguna manera, una teoría sexual infantil. Y la neurosis también es una teoría sexual infantil. Y la teoría psicoanalítica, aunque descubra esto mismo, aunque intenta tomar distancia de formas más burdas del no querer saber, está siempre al borde del peligro de ser usada para engrosar el no querer saber. Y el camino es doble, o engrosamos y fortalecemos el no querer saber y no paramos de hacerle la guerra al otro y al deseo, o recorremos el camino poético y analitico de la reducción del goce, para que lo imposible no incomode tanto, para que la muerte no nos acobarde tanto, para poder vivir furiosamente.
Para concluir
En un muy lindo texto llamado -«El creador literario y el fantaseo»-, Freud desarrolla una interpretación posible de la creación artística, tomando como centro el descubrimiento de la fantasía y el juego y su relación con el inconsciente y el deseo. Nos dice: “Es lícito decir que el dichoso nunca fantasea, solo lo hace el insatisfecho. Son los deseos insatisfechos la fuerzas pulsionales de las fantasías y cada fantasía singular es el cumplimiento de un deseo, una rectificación de la insatisfactoria realidad.” Ubica entonces, Freud, al deseo insatisfecho como causa del fantasear y como causa de la neurosis. Nos conviene ir un poco más allá y aseverar que no sólo los neuróticos, o los psicóticos, o los poetas, o los artistas están insatisfechos y por lo tanto serían los que potencialmente estarían más cerca del arte poética, nombre con el que Freud señala cierto saber hacer de los artistas, conviene ir más allá y suponer que por el hecho de ser humanos y estar atravesados por el lenguaje, parasitados por el sentido, todos estamos y estaremos insatisfechos e intentaremos con nuestros síntomas, nuestras fantasías, reencontrar la satisfacción que creemos perdida. Freud dice que los poetas dicen, que en todo hombre se esconde un poeta, y el último poeta sólo desaparecerá con el último de los hombres. Vamos a agregarle que en todo hombre también se esconde un psicoanalista en potencia y el último psicoanalista sólo desaparecerá con el último de los hombres. Mientras sigamos vivos seguirá habiendo aún, mientras sigamos vivos, seguirá habiendo la posibilidad de un amor furioso.
“Así como el cráneo de Yorick hace arte solo si lo sabemos tener en la mano”, como dice el autor de un amor furioso, la furia puede hacer arte del despertar, provocar el impacto de rayo, si y sólo si se la usa para ir en contra del propio no querer saber.
Ser analista y ser poeta, es intentar decir lo imposible, escribir lo imposible, vivirlo. Intentar hablar del amor aún sabiendo que está destinado a fallar, a fracasar. Vivir esa falla, hacerla un estilo de vida. Hacerse un nombre a través de la falla. Furia es el nombre singular de la falla que permite escribir sin buscar completar el saber, sin esperar el reconocimiento o el aplauso, sin la esperanza de ser leído. Un psicoanálisis, y la poesía, dice el autor, es “llegar al silencio a través del lenguaje”. Y la furia es ese hacer algo con el estar muerto que tiene la potencia de romper el muro que las separa, que separa defensivamente a las dos artes capaces de bordear lo real. Este libro intenta transmitir algo de la fuerza de la herejía que es siempre intentar lo imposible, aún sabiendo que es imposible. Ojalá que sea capaz de encontrar entre quienes se conviertan en sus lectores, custodios y también adversarios.
Laura García Cairoli (der)
*Presentación del libro -Un amor furioso- de Sebastián Digirónimo, La Plata, 05 de septiembre de 2025
En unas vacaciones del año mil ochocientos noventa y tantos, Sigmund Freud fue de paseo a los Hohe Tauern «para olvidar por un tiempo la medicina y las neurosis». Se desvió del camino principal para ascender a un monte famoso por la belleza del paisaje que ofrecía. Una vez alcanzada la cima, tras dura ascensión, se le acercó una joven de dieciocho años para pedirle hablar, porque había visto que él era médico y a ella le estaban pasando cosas que quería tratar. Esa joven era Katharina, y su caso puede leerse en Estudios sobre la histeria.
Pero lo interesante de esta historia no es que esta joven haya decidido consultar a más de dos mil metros de altura, en medio de unas vacaciones. Lo interesante es que Freud, fiel a sí mismo, aceptó el pedido de la buena manera y la escuchó, dándole lugar a algo que no hubiera aparecido de otra forma. Freud no se encerró en un protocolo, en un encuadre, en un espacio pulcro y pretendidamente controlado o en un diván. Siempre señalaremos que lo más importante del descubrimiento de Freud fue su propia posición ante ese descubrimiento. Esa posición es, redondamente, la que propició el descubrimiento mismo. No retrocedió ni buscó excusas, y cuando algo no andaba, cuando algo trastabillaba, lo admitía para ver qué se podía hacer. No retrocedió jamás ante ello.
Tomemos eso siempre, imitemos eso. Es la manera de hacer útil el ser freudianos.
¿Qué es el psicoanálisis? Es la pregunta por excelencia que guía la orientación y enseñanza iniciada con Freud, continuada por Lacan y sostenida en la actualidad. El intento por responderla parecería ser trunco, ya que no hay algo que pueda decirse y que clausure, por su efecto, este interrogante fundamental. Ahora bien, justamente por ello, la invitación es a animarse a decir algo, y vemos cómo, en ese intento, se entrama la propia singularidad, la experiencia y teoría psicoanalítica.
Es así como, al detenerse en esa pregunta, es conveniente transformarla en ¿qué es un psicoanálisis? Uno cada vez. Cuya respuesta podría ser aprehendida en acto por cada cual, con la paradoja de apresarla a la vez que se escapa.
Haciendo referencia a ese entramado entre la teoría y la práctica, se puede comenzar diciendo que el psicoanálisis es una praxis cuyo inicio está motivado principalmente por algún malestar que lleva a una persona a consultar, lo cual abre una oportunidad para hablar de ello y demandar estar mejor.
Se inicia así, en los espacios de sesión, un trabajo de valorización de la palabra, que es el instrumento clave de un análisis. Labor de construcción y revisión de la historia del sujeto por la palabra, que hace emerger así una narrativa que se enuncia y que el analista empuja por hacerla escuchar. Pero ¿qué es lo que debería ser escuchado por el paciente? En esos enunciados se vislumbra, una y otra vez, cómo es el propio sujeto quien escribe el guión de una misma escena, y la repite sin parar, sin pensar, sin detenerse en su propia posición. Crónica de un desenlace anticipado que sentencia al sujeto a una muerte sentida.
John Everett Millais-Ophelia
«Hay algo en mí mismo que anda solo y me hace padecer, en ese mismo armado escénico que configura realidades con efectos de verdad. Una encrucijada avecina ¿víctima o actor principal?».
Es esa enunciación la que tiene un papel fundamental para el sujeto, la cual está anudada a aquel material significante con que se fue esperado y hablado por el Otro en el origen: esas palabras, anhelos, anécdotas… Pero más significativo aún es lo que uno hizo y hace con eso. Este punto es un primer descubrimiento clave en la experiencia del sujeto en un análisis: la escucha de su propia posición subjetiva en eso que se relata.
Retomemos nuestra pregunta para intentar responderla una vez más: ¿qué es un psicoanálisis? Un tratamiento, por la palabra, de eso que no anda para alguien, vislumbrando las respuestas asumidas por el sujeto hasta ese momento. Es una experiencia única, singular, que propicia habitar el encuentro con ese sí mismo, hasta entonces desconocido en sus causas y, sin embargo, presente por sus efectos. Inhibiciones, síntomas, angustias, o como se quiera llamar según las formas que tome, que van de las más variadas y particulares manifestaciones. Aquello –inconsciente– se presenta como una falla que hace tambalear hasta el más arraigado de los sentidos asumidos, a la vez que muestra cómo sería posible hacer otra cosa con ello. Es este otro momento bisagra, el cual implica dar un salto hacia un análisis verdadero, comenzar a hacerse cargo de esa parte de uno mismo que parece andar sola y arrastrarnos. Sujeto dividido entre aquello que parecería saber y lo que desconoce; sujeto que vacila o decide firmemente. ¿Qué hacer con eso? ¿Qué otra cosa es posible hacer con eso, que conlleve un vivir mejor? Una mejoría en el sentido de poner en juego una elección que no sea la repetición de lo mismo, que conlleva sufrimiento, la posibilidad de innovar con los elementos de la propia realidad para contar otra historia que permita contemplar las sorpresas de eso que no se sabe. Una historia otra que no pretenda repetir la misma escena escuchada y enunciada una y otra vez, sino aquella en la que uno se asume escritor, contemplando las no garantías del qué pasará. Desviarse del inicio y la meta supuesta estipulada, crear la posibilidad de jugar con la relatividad de las palabras, dejándose sorprender, motivados por el deseo que mueve a renacer.
Un psicoanálisis es, fundamentalmente, una oportunidad, una invitación a atreverse a contar y optar por otra historia, viva, novedosa y gratificante. Que ya no funcione como aplastante para ese sujeto, sino como un instrumento de propia lectura flexible, admitiendo los cortes, agujeros y discontinuidades de la vida humana. Construyendo así otras verdades subjetivas que habiliten maneras distintas de habitar el mundo.
El psicoanálisis es una práctica que necesita dos elementos indispensables para funcionar: un encuentro entre alguien dispuesto a hablar, atreviéndose a evitar la censura sobre la palabra dicha, y otro, en el lugar del psicoanalista, dispuesto a escuchar, absteniéndose activamente de su propia subjetividad inconsciente y de su goce. Estos dos lugares son absolutamente necesarios e imposibles de sustituir. Parecen sencillos, pero no lo son. Boca y oído son necesarios, pero no garantizan que hubiera psicoanálisis. El psicoanálisis surge de la posición atrevida del analizante y del psicoanalista. Atrevida y firme.
Ahora bien, estos dos elementos básicos han encontrado la forma, por medio de la tecnología, de alcanzar distancias que parecían imposibles. Teléfonos, computadoras, cámaras de video, llamadas y videollamadas son herramientas que expanden la capacidad de alcance de ojos, bocas y oídos. Y con seguridad el futuro deparará cosas aún más novedosas ya que lo que hoy llamamos virtualidad no pasa de ser una llamada telefónica con video y no hay nada verdaderamente virtual en ella.
Ante la introducción de llamadas y videollamadas en un psicoanálisis es imprescindible preguntar si la práctica se modifica o no por la presencia de estas extensiones. Pero para preguntar bien lo primero que hay que hacer es evitar los prejuicios que se arrastran desde antes necesariamente.
Hay practicantes que han usado y llevado a cabo análisis por medio de llamadas telefónicas desde hace muchos años, han hablado de su experiencia, y han mencionado que la práctica no queda ni reducida ni cercenada. Después importa entender teóricamente por qué ello sucede.
El teléfono se inventó alrededor del año 1870, antes que el psicoanálisis. Y a pesar de los testimonios, trabajos y presentaciones de algunos practicantes del psicoanálisis, otros practicantes sólo descubrieron que se ha usado para llevar a cabo análisis unos cien años más tarde.
Con la introducción de las videollamadas, que, repitamos, solamente agrega una cámara de video estable a una llamada telefónica también estable, se repite el mismo problema.
A partir de la pandemia declarada en el año 2020 por causa del Covid-19, lo que cambió es que se volvió necesario el uso de la videollamada como recurso de comunicación, laboral y personal, para casi toda la población mundial, es decir, que a aquellos que no se habían adaptado aún a la videollamada, se les volvió forzoso el aprendizaje y el uso de ésta. Pese a ello varios patalearon y no quisieron saber nada con probarla. La buena pregunta es en qué se fundaba esa negación. Por supuesto que ellos esgrimieron algunos motivos teóricos, pero, como siempre, lo que conviene es interrogar en qué se sostienen esos motivos teóricos. Se descubrirá entonces que muchos de ellos están allí ad hoc para salvaguardar los prejuicios más inveterados.
Podemos dividir a los practicantes en dos grandes grupos. A los más jóvenes, en términos de edad, esa adaptación no les implicó problema alguno, porque ya usaban esas tecnologías en otras esferas, es decir que ya las conocían. Los más viejos, de nuevo en términos de edad, se resistieron más. La vejez y la juventud, sin embargo, no deben nunca pensarse en términos de edad sino en términos de rigidez de los prejuicios. En este caso las dos cosas coinciden, pero puede haber viejos de veinte años y jóvenes de ochenta. Es más complicado de lo que parece a primera vista. Lo cierto es que algunos se resistieron más que otros a probar la obligada nueva forma.
Quizá el mejor ejemplo de esto que podemos tomar dentro del ámbito psicoanalítico es el de Jacques-Alain Miller en su primera participación en una actividad organizada y transmitida por Zoom en el año 2021[1]. Él manifestó allí, en acto, su alegría y su sorpresa al descubrir lo sencillo que era y que él mismo se había resistido hasta ese momento a ello por puros prejuicios.
Para considerar el uso de las nuevas herramientas, como para considerar cualquier cosa, es necesario despejarse de los prejuicios que arrastramos necesariamente. El punto es que los prejuicios que tenemos sobre cualquier cambio tecnológico se fundan en los prejuicios que tenemos sobre la práctica misma. Y no importan la cantidad de años durante los cuales se hubiera desarrollado esa práctica: habrá prejuicios intactos sí o sí. Y lo mejor que podemos hacer es estar advertidos de ello y tratar de no pensar con su lastre.
Establecer condiciones que vayan más allá, y, en realidad, se queden más acá, de la posición analizante y la del psicoanalista es nada más ni nada menos que apostar por un encuadre y una técnica que pretendidamente garantice algo que no tiene garantías y que sólo se puede sostener en el acto psicoanalítico. Y establecer condiciones de encuadre es, redondamente y le pese a quien fuera, negar el psicoanálisis.
El psicoanálisis, como la poesía verdadera, no acepta cobardes. Esto es imprescindible saberlo y aceptarlo. Freud escuchó pacientes en lo alto de una montaña, de vacaciones, y no pidió que le mandaran desde Viena un diván o lo que fuera para garantizar la técnica que no hay.
Desde aquí, el uso de las nuevas tecnologías (nuevas por un rato) cuestiona siempre los prejuicios que necesariamente están allí. Y hay, por lo menos, dos tópicos cargados de prejuicios que se esgrimen cuando se quiere ir en contra de la novedad más reciente.
1) La idea del cuerpo (y su confusión generalizada con el organismo) y, 2) qué es la presencia del psicoanalista.
El concepto de cuerpo en psicoanálisis altera totalmente toda concepción que se pudiera tener del organismo. El cuerpo está trastornado por el significante. Sin embargo, decirlo teóricamente no erradica el prejuicio primero del sentido común que nos hace decir cuerpo y pensar en el mero organismo. La buena pregunta aquí sería, sin creer saber demasiado rápido, ¿qué es el cuerpo si no se niega lo que un psicoanálisis verdadero enseña?
Y luego la presencia. Es claro que cuando hablamos de presencia del psicoanalista no podemos referirnos a la imagen. La videollamada puede engañarnos si nos volvemos demasiado modernos, impidiéndonos tomar distancia de la actualidad y volvernos así contemporáneos, y nos podría engañar como buenos homo videns actuales. Pero creer evitar ese prejuicio es muy probable que nos relaje demasiado y no nos permita ver que, en realidad, lo estamos sosteniendo por la negativa. Si le damos demasiado crédito al video de la videollamada, es probable que estemos atrapados en el prejuicio que creímos sortear. El psicoanalista no es la imagen, pero tampoco es la presencia en el supuesto cuerpo a cuerpo del consultorio. Hay que revisar ese cuerpo a cuerpo. Hay una dimensión que sí se pierde, la única, la dimensión de los olores, pero si ni el analizante ni el psicoanalista son demasiado perros, esa dimensión no cuenta casi para nada, como nada cuenta por sí mismo sin la verdadera presencia del psicoanalista que está dada por otra cosa. Los prejuicios mal trabajados que se manifiestan cuando los practicantes hablan de estos temas demuestran la fuerza que tiene un prejuicio fundamental que siempre juega en contra del acto psicoanalítico: el de la materialidad física. Y cuando se pone en acto el prejuicio de la materialidad física, téngase por seguro que no se está situando en el buen lugar la materialidad significante.
De pasada notemos algo más: ¿en serio es tan difícil pensar que en un futuro no tal lejano se podrán escanear los olores de un ambiente y reproducirlos en otro ambiente a miles de kilómetros de allí? Lo que llamamos virtualidad es una virtualidad cavernícola, hay mucho más por delante y conviene, por eso, que por delante también hubiera psicoanalista en serio.
De nuevo, donde las cosas se reducen a una materialidad física, estamos impedidos para pensar esa otra materialidad que es la que nos importa: la materialidad del acto psicoanalítico. La presencia se sostiene en la firmeza (de ella debemos hacer un concepto) de alguien que se atreve a abandonar en acto su propio goce y lo que lo sujeta y agujerea, para hacer aparecer un vacío que le permitiera, al analizante, atreverse a la misma locura. ¿Estamos tan seguros de que la virtualidad no virtual de la videollamada impediría ello si ello está bien situado?
Y es claro que, si situamos bien esa materialidad que no es física, descubriríamos también que el psicoanalista no podrá ser jamás remplazado por ningún tipo de programa o inteligencia artificial, porque es necesario algo que jamás tendrán los programas que fueran o la inteligencia artificial que fuera, y que, si lo tuvieran un día, dejarían de ser programas e inteligencia artificial y se convertirían en seres deseantes y sustancia gozante y, entonces, ya no les estaría impedida por necesidad la relación analizante del propio psicoanalista con su inconsciente como experiencia previa necesaria para lograr ese acto.
A una practicante, un día, otra practicante le dijo lo siguiente: “vos no hacés clínica porque atendés por videollamada”. ¿En serio pensamos tan mal? Igual la primera podría haberle respondido lo siguiente: “bueno, concedido, hago videollamadaclínica”. Lo que importaría es pensar un poquito mejor las diferencias entre una cosa y otra y, si las hay y si no, y si las hay dónde, y, para eso, eliminar una infinidad de prejuicios que necesariamente se tienen al pensar cosas tan difíciles como el psicoanálisis.
El punto clave, de entrada, es pensar la presencia de una manera un poquito más sofisticada que como lo hacemos desde el sentido común. La mayoría piensa hoy la presencia con tanta sofisticación como quien, mirando hacia el cielo, dijera que, como ve moverse el sol en el transcurso del tiempo y no siente moverse la tierra, el sol gira alrededor de la tierra y la tierra está quieta. No se preguntan qué es la presencia para un psicoanálisis, lo dan por hecho sin más y sin haberlo pensado antes. ¿Será que como Freud y Lacan jamás hicieron una videollamada no saben por dónde empezar a pensar sin subirse a los hombros de otros? Un poco sí, pero no solamente eso.
Todos empiezan a pensar siempre los tratamientos por videollamada refiriéndose a la cuestión de compartir físicamente el mismo espacio con el otro: la diferencia entre dos personas en la misma habitación y entre dos personas conectadas por los medios tecnológicos actuales. Pero no empiezan a pensar con premisas de complejidad creciente buscando llegar a conclusiones, empiezan con una conclusión que es la siguiente: hay una diferencia enorme, se pierde todo. Pero no es tan sencillo, como no es el sol el que gira alrededor de la tierra. Podemos conceder que sí, efectivamente hay algo distinto en cuanto el otro está ahí, en la cercanía, pero entonces tenemos que precisar qué es eso distinto, porque no se puede seguir confundiendo eso con “el encuentro entre los cuerpos”, confundiendo, además, los cuerpos con los organismos. En una conferencia por Zoom Juan Carlos Indart intentó darle forma a esa diferencia subrayando lo que tiene que ver con ese punto inevitable de todo encuentro físico con el otro, en la cercanía en la cual no se sabe si el otro es amigo o enemigo, si el otro me va a golpear o no, lo inesperado de esa posibilidad. De todas formas, se puede golpear muy certeramente con la palabra, si se sabe hacerlo, y esa dimensión de no saber si el otro es amigo o enemigo puede conservarse a la distancia, no es tan fácil encontrar las diferencias si pensamos un poco más allá de los prejuicios fáciles. La materialidad, digámoslo de nuevo, es otra, y hay que saber situarla.
Anotemos, de pasada, otro ejemplo de cómo los prejuicios nos nublan la mirada sin que lo sepamos. Un rato antes, en la misma conferencia, mencionó el hecho de aplicar una inyección a un paciente y de cómo tienen que estar allí, necesariamente, los dos cuerpos. ¿En serio es tan difícil pensar, en un futuro no muy lejano, el “médico a distancia”? Una máquina que no solamente fuera capaz de aplicar una inyección con total precisión y seguramente en forma indolora, sino incluso preparar el inyectable con las indicaciones exactas dadas por un médico que podría estar a miles de kilómetros del paciente. Si los prejuicios nos ganan, no solamente pensamos mal, también pensamos poco. Ese es el punto donde el artista siempre anticipa al practicante, como decía Lacan, porque el artista, para ser artista en serio, tiene que luchar contra sus prejuicios. ¿Y si el practicante se atreviera a ser artista? Al fin y al cabo, el psicoanálisis verdadero es un arte. (Pero, ¿qué será un arte?).
Pasemos por otro ejemplo de cómo tenemos que atrevernos a pensar mejor y más amplio y para eso luchar contra los prejuicios que necesariamente llevamos encima: el avance de la tecnología en la guerra ha logrado que los combates que antes se realizaban cuerpo a cuerpo ahora se hagan desde una habitación con un operador controlando un dron, cuya única acción podría llegar a ser presionar un botón de lanzamiento. Para el muerto el costo es casi el mismo que antes, la diferencia, grande, es que no ve venir al enemigo verdugo. ¿El costo de la destrucción y la muerte del otro, sobre el operador, es el mismo que para aquel que lucha con la carne expuesta frente al enemigo? Seguramente habrá diferencias, pero una cosa es segura: no será jamás gratis, ni para un neurótico, ni para un psicótico, ni para un perverso. Quedarnos con la diferencia y dormirnos tranquilos en los laureles de nuestro gran descubrimiento no hace más que restringirnos el pensamiento. Es claro que el homo videns actual piensa mal y piensa poco, y es claro que todos somos hoy homo videns que vivimos en un mundo globalizado que cultiva la superficialidad, honra la codicia material y desprecia la dificultad del pensamiento, pero podríamos hacer un esfuerzo.
La tecnología es aprovechable de la buena manera, siempre. Hoy, en el ámbito de la práctica psicoanalítica, está haciendo visibles algunas cosas que, por demasiado naturalizadas y obvias, no se ven. Pero si pensamos mal, poco y estrecho, lo único que hacemos es regocijarnos satisfechos en el chiquero de nuestros propios prejuicios que, repitámoslo al infinito, están allí necesariamente, y mucho más presentes y fuertes en el seudo intelectual esclarecido que se cree ayuno de ellos.
[1] 2 de mayo de 2021, presentación del libro de Jacques-Alain Miller, «Polémica política». La presentación sería trasmitida a través de la plataforma virtual Zoom. JAM, antes de ello: “Es la primera vez qué hablaré en videoconferencia”. Era una actividad organizada por la ELP.
Volvamos a empezar. Nuestro camino es el de la sistematización del coraje de la experiencia. Debemos para ello atrevernos a subvertir los prejuicios con los que estamos cargados, los prejuicios que arrastramos sin saberlo porque la pendiente natural en el ser hablante es la cobardía del no-querer-saber-nada-de-ello. El discurso universitario le ha servido siempre a los practicantes para descansar de ese coraje necesario, y de ello, además, no se habla. El primer paso, como vimos, es subvertir la idea vulgar de lectura que nos permitiera construir lo que llamamos, con Robert Louis Stevenson, el talento para la lectura. Todo esto quiere decir, de entrada, que no basta querer dedicarse al psicoanálisis, desconociendo además los resortes que nos empujan a ello, para que hubiera psicoanalista. Y no basta ingresar en la institución que fuera pidiendo por favor que los que ya estaban allí, por una mera cuestión cronológica, nos hicieran por favor un lugar para poder pertenecer. Ese prejuicio, intacto e invisible, suele funcionar así, lo he visto una y mil veces. Se convierte, muchas veces, en el chupamedismo ambiente que suele verse en las instituciones, donde circula, en pos de ese pertenecer que nada tiene que ver con el coraje de la experiencia, un intercambio de favores que se vuelve, a veces, bastante turbio. ¿Se habla de esto? Por supuesto que no, porque a ninguno de los interesados les conviene, pero el resultado es que ni se sistematiza el coraje de la experiencia necesario para que hubiera un psicoanálisis ni se tocan los prejuicios más arraigados en nosotros mismos. Entrevemos, así, que el discurso universitario sí le es cómodo a todos los que participan en él. Los motivos de ello no los vamos a tratar ahora. Sí, sin embargo, vamos a hablar acá de lo que no se habla en otros ámbitos porque vamos en busca de la sistematización del coraje de la experiencia. Entendiendo, además, que sistematización no es universalización porque, en el centro del coraje de la experiencia, habrá una insondable decisión del ser, pero también habrá una ética relacionada con el no retroceder.
Usamos la vez pasada, como bisagra entre las cuatro clases anteriores y esta, el comentario, a la letra, del escrito titulado “La significación del falo”. Ahora, en nuestro camino en busca de la sistematización del coraje de la experiencia debemos acercarnos a las tres dimensiones de la sexualidad humana. Para ello tenemos que liberarnos de varios prejuicios que funcionan sin mostrarse, agazapados en las sombras. Entonces vamos a comenzar por algo que parecerá lateral y que, sin embargo, está en nuestro centro.
Ya varias veces hemos criticado el uso que hacen los practicantes de la distinción teórica y artificiosa entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Cuando una distinción teórica es acogida con tanto entusiasmo por los practicantes, convendría desconfiar y sopesarla más de cerca. Es casi automático que el entusiasmo desmedido está íntimamente relacionado con el no-querer-saber.
Tomados por ese entusiasmo desmedido señalan, entonces, que todo lo que importa es pasar del inconsciente transferencial al inconsciente real. Pero no dicen cómo, o cuando dicen cómo deliran un poquito, porque antes del cómo hay un prejuicio que arrastran sin saberlo, y nosotros tenemos que empezar por sacarnos de encima ese prejuicio. Al verlo parece simple, pero al no verlo nos desorienta sin que lo supiéramos. Cuando señalan ese pasaje entre “un inconsciente y el otro” el prejuicio que arrastran sin saberlo es la cosificación del inconsciente real, como si el inconsciente real estuviera allí esperando que nos sacáramos de encima el inconsciente transferencial para que llegáramos a él. Pero la cosa es más sutil, y sólo se elimina el prejuicio al buscar la precisión. Lo que ocurre es que el desciframiento transferencial, en su recorrido, va mostrando, cada vez más, el núcleo real del síntoma. Podemos decir, si entendemos el movimiento, que la transferencia va haciendo cada vez más real al inconsciente. Es decir que cuanto más se articula la verdad haciendo surgir el inconsciente más el inconsciente se vuelve inconsciente y, por tanto, real. Esto es exactamente lo mismo que decir que el recorrido de un psicoanálisis es escribir fallidamente muchas veces la relación sexual hasta concluir fehacientemente en lo real de su no escritura.
Este es el centro de lo que tenemos que entender y allí es donde podría articularse ese pasaje que no es ningún pasaje entre dos cosas dadas sino la transformación del inconsciente transferencial en el inconsciente real, y pensado de esta manera sí es más operativa la distinción entre ambos. Si se los cosifica pensando en un pasaje entre dos cosas entonces el resultado es la desorientación. Hay una transformación, entonces, la transformación de la transferencia en la no-relación sexual. Ahora, para pescar la lógica de esa transformación y su posibilidad, nos conviene sistematizar el coraje de la experiencia que es necesario para que esa transformación ocurra.
El prejuicio materialista que cosifica al inconsciente lo arrastramos todos. Tal vez el mejor ejemplo es Colette Soler en su libro Lacan, lo inconsciente reinventado. Allí, pese a señalar cosas correctas, no logra sacarse de encima ese prejuicio y, por tanto, no ve la importancia de sistematizar el coraje de la experiencia que es la única manera de luchar contra la pendiente del no-querer-saber por la cual nos deslizamos naturalmente los seres hablante. En cuanto habla de “pasar” al inconsciente real ya se deslizó el prejuicio que debemos erradicar. Por eso, entre cosas acertadas, menciona, por ejemplo, “la secuencia que va de la transferencia al inconsciente real”. Ahí es donde tenemos que precisar las cosas y eliminar el prejuicio que nos hace volver demasiado pensable lo impensable del inconsciente. El camino no es de la transferencia al inconsciente real y menos del inconsciente transferencial al inconsciente real. El camino es del rechazo del inconsciente a lo real del inconsciente y ese camino se puede transitar solamente a través de la transferencia. Y entonces sí se entiende mejor por qué ese camino debe siempre recomenzar, como el mar, dice Lacan aprovechando al poeta y dice también Soler aprovechando a Lacan. Podemos escribirlo así.
Y es por esto que el acto analítico debe reiniciarse siempre. No hay saber universal que pudiera extraerse de ese inconsciente real, pero no sólo en el sentido de la transmisión a otros de ese encuentro con lo real en la experiencia analítica propia: lo que importa en serio es que para uno mismo el saber que se desprende de ese encuentro es un relámpago de saber. El no-querer-saber es la ley que nos comanda siempre y que siempre nos va a comandar. Sin embargo, ello no debe llevarnos a desistir del movimiento y de atrevernos al coraje de la experiencia que nos permite algo que, hasta en el mero plano utilitario no es poca cosa: vivir mejor.
Acá nos conviene hacer un cortocircuito y, teniendo en cuenta las dos discontinuidades de las que hablamos en las cuatro clases anteriores y las dos dimensiones del ser hablante que van siempre juntas (sujeto deseante y sustancia gozante) podemos entrever qué hay a la entrada y a la salida de un psicoanálisis tratando de entender un poco qué es esa encarnación del síntoma sobre la cual se hacía pregunta el otro día y que es la forma en que podemos darle más precisión a la identificación con el síntoma de Lacan. Y es cortocircuito porque para pensarlo saltamos pasos. Preguntemos, volviendo a empezar una vez más, qué hay a la entrada de un psicoanálisis. Hay un malestar. Y es un malestar brumoso, poco claro para quien consulta. ¿Por qué? Porque hay una pregunta que espolea al ser hablante y es una pregunta por la identidad. Podemos resumirla en un “¿qué soy?”. La estructura significante nos impone esa pregunta por todo lo que dijimos en las clases anteriores. El problema es que se impone la pregunta pero no viene acompañada por una respuesta, porque el significante mismo es impotente para ofrecernos un ser. Por eso la defensa es inventarnos una respuesta. Eso hace que la pregunta que estaría al inicio de un psicoanálisis está escondida, tapada por una respuesta que llamamos fantasma. El está tapado por un sentido gozado (gocentido o gosentido, como quieran escribirlo en castellano) marcado por un menos. Esto es la neurosis, un sentido gozado, aplastante, que tapa la pregunta por el ser y su ausencia y la sitúa mal, además. Esa respuesta que tapa la pregunta es, siempre, negativa. “Soy un perdedor”, como la canción de Beck Loser, donde lo dice tanto en castellano como en inglés. Un perdedor o lo que fuera. Un inútil, una porquería, la oveja negra, etcétera. ¿Cuándo empieza un psicoanálisis? Cuando vacila esa respuesta y aparece con más claridad la pregunta que no encuentra respuesta. Sería un “ah, pero entonces no soy eso y hasta podría decir que no soy”. Al llegar a esto vacila el Otro. Porque dijimos que esa pregunta tapada por un sentido gozado está, además, mal situada. Y es que no es nunca “¿qué soy?” sino “¿qué soy para el Otro?”, con ese Otro, partenaire del sujeto, supuesto y escondido a la luz del sol, como la carta robada del cuento de Poe o el criminal invisible del cuento de Chesterton.
Así empieza un psicoanálisis, esto hay a la entrada. ¿Y qué hay a la salida? La entrada comienza a hacer vacilar la existencia del Otro, y eso lo desencarna. Cuanto más nos hacemos cargo del campo del Otro, cuanto más nos hacemos cargo de que no sabemos lo que decimos, más aparece la dimensión opaca del síntoma, más aparece el síntoma real. Es decir que cuanto más nos hacemos cargo de la existencia del campo del Otro y de cómo ese campo nos atraviesa, más ese Otro se desencarna y muestra su inexistencia. ¿Y qué hay a la salida de un psicoanálisis, entonces? No hay otra cosa más que lo mismo que nos espoleaba al inicio, e incluso antes de la entrada, pero bien situado, real. Hay un “soy este síntoma”, que constituye el verdadero nombre propio, nombre de goce, real, sin Otro. A esto Lacan llama identificación con el síntoma, pero es mejor encarnación, sobre todo si entendemos el movimiento que está en juego. Encarnación del síntoma en el cuerpo gozado. Antes y necesariamente, como dijimos, desencarnación del Otro. Perogrullada posible que podemos desprender de esto y que, increíblemente, suele olvidarse quizá por ser demasiado obvia: para que hubiera salida tiene que haber antes entrada. ¿Qué es un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, entonces? Es el “¿qué soy?” bien situado, sin Otro, real e incurable. Y esta es una identidad que se relaciona con un núcleo fundamental que llamamos lo real del sexo.
Y es por esto por lo que nos conviene empezar a situar con precisión lo que llamamos desde hoy las tres dimensiones de la sexualidad humana. No vamos a desarrollarlas en detalle hoy pero sí vamos a empezar a introducirlas y a señalar lo más importante de ellas: van siempre juntas, están amalgamadas y, sin embargo, tenemos que saber distinguirlas con precisión para orientarnos.
Las tres dimensiones son las siguientes:
1) La frase de Napoleón que Freud suele recordar y ante la cual los practicantes se revuelven al negar, desde una dimensión, las otras: la anatomía es destino. Hay que precisar el sentido de ello. No quiere decir exactamente lo que se entiende sin más. Llamamos a esta dimensión anatomía, porque la anatomía existe y es estúpido negar esa dimensión por el hecho de que las cosas se complican porque hay otras dos dimensiones. Una vez un ayudante en la universidad dijo, al discutir sobre la frase de Freud, y ante alguien que no negaba esta dimensión, “me parece que estás meando fuera del tarro”. El otro le respondió: “pero no es lo mismo mear fuera del tarro con una anatomía que con otra”.
2) La subjetivación de la sexualidad que implica la lógica de las posiciones sexuadas. Podemos llamar a esta segunda dimensión cuerpo sexuado. Y eso nos introduce en la tercera dimensión, que tiene que ver con el agujero fundamental que la sexualidad genera en el ser hablante.
3) mujer y la no-relación sexual. Llamamos a esta dimensión tercera lo real del sexo.
Lo que importa es distinguir esas tres dimensiones y descubrir cómo se relacionan entre sí que no es desde la mera abolición de una por la otra. Porque esas tres dimensiones están amalgamadas todo el tiempo y lo que importa es saber distinguirlas sin negar una desde la otra. Cuando los practicantes dicen, creyendo seguir a Lacan, “vamos a preguntarles a las mujeres por el goce Otro, por el goce femenino”, ¿cómo distinguen hombres de mujeres? Aunque se creyeran libres de la primera dimensión por criticar la cita de Freud, aunque entendieran que las mujeres no saben sobre el goce femenino, ¿cómo distinguen a hombres de mujeres? Se deslizan a la primera dimensión sin verlo y distinguen a hombres de mujeres… anatómicamente. Esto, cosa que me sorprendió al encontrarlo, lo ve bien Soler cuando señala que “la tesis (lacaniana) es difícil de manejar, y salta a la vista que la manejamos mal, porque, sin dejar de repetir las fórmulas que acabo de citar, continuamos hablando de las mujeres según el sentido común. Muy lejos de llamar mujeres a lo que es no-todo, atribuimos por el contrario el no-todo, con su otro goce, a aquellas que son mujeres según la anatomía o el registro civil, que son la misma cosa”. Lo que no señala es el motivo fundamental de ello. ¿Por qué se comete ese error tan grosero si bien se mira? Porque no se distinguen las tres dimensiones y no se puede ver, así, cómo están anudadas. Si rechazamos la dimensión de la anatomía, la anatomía vuelve sin que lo notemos. Y ocurre algo peor cuando buscan a los pseudo Tiresias modernos creyendo que ellos, por el hecho de que tuvieron las dos anatomías gracias a la medicina actual, han estados de los dos lados de la ecuación en todas las dimensiones y, por eso, pueden esclarecerlos sobre el tema desde el testimonio, incluso sin haber atravesado la experiencia psicoanalítica, que es la única que nos permite dejar de rechazar en serio lo femenino y el agujero que abre en el ser hablante. Esto implica negar que lo real gobierna el decir de la verdad. Pero lo peor sigue sin ser eso, lo peor es que, en su desorientación, no escuchan la singularidad de ese (u otro) ser hablante y creen que lo que dice (o dicen) es universalizable y, peor, universal. Ello es simplemente la confusión entre verdad y saber y, ¿a dónde nos devuelve esa confusión? Al rechazo del inconsciente.
Nos acecha por todos lados el no-querer-saber, por eso es importante sistematizar el coraje de la experiencia. Para entender esto tenemos que poder pensar estas tres dimensiones distinguidas entre sí pero anudadas. Y así vamos a poder pensar mejor la elección del sexo que es lo más complejo en el ser hablante porque no hay elección natural, porque no elige el yo, pero tampoco elige el sujeto dividido: el que elige insondablemente es el goce mismo. Y no llamamos a estas tres dimensiones imaginaria, simbólica y real. Intentamos precisar un poco más y las llamamos anatomía, cuerpo sexuado y real del sexo. Y el anudamiento entre ellas es mencionado por Lacan cuando habla del lom, el ser hablante que tiene un cuerpo y sólo uno. Entender un poco mejor esta complejidad enorme esclarecería los prejuicios que arrastramos sin saberlo y nos permitiría desembarazarnos de algunos de ellos. Pero es necesario un coraje particular que nos sacara de la mera repetición de lo que otros dijeron.
*Clase 5 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?
Nuestro primer punto del programa tiene que ver con la lectura, pero ¿qué es la lectura?, ¿qué es leer? Tenemos que subvertir la idea vulgar de lectura porque hay un problema ya que, espontáneamente, entendemos demasiado rápido qué es leer. Leer de verdad no es el mero estar alfabetizados, leer es construir eso que Stevenson llamó talento para la lectura y que implica, ni más ni menos, que no encontrar en el texto que leemos lo que ya sabíamos antes de leerlo, es decir, no reflejar sobre el texto nuestros propios prejuicios. Es fácil entender cómo esto se relaciona con algo fundamental de la clínica psicoanalítica. Podemos decir que sin talento para la lectura el practicante comprende sin saberlo y se vuelve enteramente sordo para con el texto que tiene delante de sí. Pero hay más, porque no sólo tiene que ver con el texto que trae un paciente sino, primero, con el texto que él mismo es y que debería poder leer desde la posición analizante verdadera, que implica la no comprensión de lo que él cree saber espontáneamente de sí mismo. Podemos dar de pasada una de las definiciones de un psicoanálisis que no deben nunca cerrar la pregunta. Un psicoanálisis es hacer la experiencia de construcción del talento para la lectura en el lugar más difícil, es decir, relacionándola con los puntos ciegos propios. Y es claro que, desde aquí, el talento para la lectura no es algo anodino, es lo único que nos permite no rechazar el inconsciente. Porque lejos está de creer en el inconsciente quien sólo cree en él académicamente, en la teoría, como concepto dentro de un juego intelectual, y rechaza la experiencia de él. Y quien lejos está de creer en el inconsciente, lejos está de la posición analizante verdadera y, por ende, también de la posición del analista. Por más que diga que tiene años de psicoanálisis encima y se diga psicoanalista él mismo. El talento para la lectura es, entonces, algo fundamental para la posición del analista aunque los psicoanalistas, en general, no se hubieran dado cuenta de ello por sumergirse rápidamente en las bondades narcisistas que propicia el discurso universitario cuando nos subimos a la cátedra y miramos desde lo alto del engaño yoico. Entre paréntesis, hay algunos que miran los programas que hacen otros y tratan de copiarlos, sin ver que es inútil, porque lo que importa no es el programa en sí sino la manera de abordar los puntos que lo componen, exactamente de la misma manera que no es lo mismo la lectura en sentido vulgar que el talento para la lectura. Notemos con esto que el talento para la lectura es siempre singular y que, sin embargo, ello no implica que fuera siempre talento para la lectura. Hay, entre la lectura en sentido vulgar y el talento para la lectura, la misma relación que hay entre el deseo a secas y el deseo del analista como concepto formalizable. El talento para la lectura también es formalizable, tiene una forma universalizable aunque fuera siempre singular.
Los practicantes del psicoanálisis suelen partir por la pregunta equivocada. Ellos se preguntan qué es leer en psicoanálisis, pero esa pregunta deja intacta, por detrás de sí, la idea vulgar de lectura como mera alfabetización. Y los que más recorrido tienen lo transmiten así a los que recién empiezan, y el prejuicio queda intacto, invisible y fortalecido. Todo ocurre por un agujero cultural que podría evitarse con trabajo y atreviéndose a dudar de lo ya sabido. Pero, en general, el que más recorrido tiene prefiere tapar ese agujero cultural con jerga psicoanalítica que se convierte fácilmente en hueca erudición, y el que recién empieza no suele estar interesado por el discurso psicoanalítico sino por pertenecer al grupo, que es, en realidad, la mejor manera de defenderse del discurso psicoanalítico. El resultado es que hoy los prejuicios quedan intactos y mañana también, porque el practicante con más recorrido fue ayer el iniciado que quiere pertenecer al grupo y el iniciado que quiere pertenecer al grupo será mañana el practicante con más recorrido. Y así el psicoanálisis muere desde adentro y la escuela, idealizada, directamente no existe. Pero puede existir en cada uno, si ese uno se atreve a otra cosa. La construcción del talento para la lectura es parte de ese atreverse a otra cosa.
Aprovechamos aquí, entonces, lo que Borges llamó lectura inocente en sus Nueve ensayos dantescos. Esa inocencia tiene que ver con evitar los prejuicios del sentido. Y este es un punto clave: los prejuicios son, siempre, prejuicios del sentido. Por eso decíamos la vez anterior que una clave es entender por qué la asociación psicoanalítica no se funda en el sentido sino en el sonido. Y eso sólo es posible si hay talento para la lectura que evita el embate espontáneo de los prejuicios del sentido. Los prejuicios nos acechan todo el tiempo porque el sentido nos acecha todo el tiempo. Y es por eso que no comprender no es tan simple como decirlo y repetirlo como papagayo crónico. Todo esto quiere decir que la regla fundamental no recae, como se cree, sobre el paciente. La regla fundamental recae sobre el practicante e implica que sin el talento para la lectura, sin lo formal del deseo del analista, no hay regla fundamental posible. Y de nuevo, cuando decimos formal, hablamos de una forma lógica, precisa y universalizable, que hace al deseo del analista y a su presencia o ausencia.
Todo esto quiere decir que no basta con postularse psicoanalista para que psicoanalista hubiera y que cuando Lacan dice que el psicoanalista se autoriza en sí mismo dice algo muy preciso y que tiene que ver con la experiencia de un camino recorrido en posición analizante verdadera, es decir, con la experiencia de un camino de construcción del talento para la lectura. Y es un camino que va de la historia a la poesía, que va del sentido al sonido, que va de la lectura a la escritura. Con esto podemos decir que la escritura es una lectura que no se pierde en los recovecos del sentido y no es el mero marcar signos en alguna superficie propicia para ello. Y aquí hay un malentendido que es necesario que evitemos, un prejuicio muy común que nos puede perder. Cuando decimos que hay un camino que va de la historia a la poesía, del sentido al sonido y de la lectura a la escritura, no decimos para nada que los primeros términos de ese camino son innecesarios y prescindibles, por más que pueden perdernos porque pueden obstaculizar el ir más allá de ellos. No rechacemos la historia, el sentido y la lectura. Sin ellos no podría haber poesía, sonido ni escritura. Sólo atravesándolos de la buena manera no nos vamos a perder en sus recodos. Es decir, sólo si construimos el talento para la lectura que nos lleva de la lectura en sentido vulgar a la escritura en sentido formal.
Había una vez alguien que se decía psicoanalista y que cometía este error común y entonces decía que en la poesía la dimensión del sentido no existe. Error garrafal. Y como razonaba muy mal, para demostrar eso que aseveraba, dijo lo siguiente: “por eso, cuando leo poesía, no entiendo nada”. Sí, eso último seguro que sí. Lo anterior, sin embargo, no. La dimensión del sentido en la poesía existe, existe tanto que se amplía casi al infinito, y como se amplía casi al infinito podemos ceñirnos luego a un núcleo que no se pierde en esa dimensión del sentido. Exactamente igual que el resultado que logra la asociación libre en el psicoanálisis. Amplía tanto la dimensión del sentido que nos permite ver, cara a cara, que no sabemos lo que decimos y podemos entrever, de esa manera y sólo si nos atrevemos y consentimos a ello, que, como escribió Quignard en la página 79 de El niño de Ingolstadt, «es el lenguaje el que vive a expensas de quien lo escucha».
El mismo personaje que dijo aquello de la poesía y el sentido dijo también que en un cuento, por breve que fuera, siempre existe el sentido (y que él, por lo tanto, los cuentos sí los entendía, cosa, esta última, dudable). La dimensión del sentido existe siempre, y tanto en la poesía como en el cuento, esa dimensión se amplía hasta no ser ya la dimensión fundamental y es por eso que cuento y poesía son estructuralmente análogos. No ocurre lo mismo en la novela, que, podemos decir, habla de más. Lo mismo que la neurosis. Por eso decimos con Chejov que el arte es recortar lo que sobra, y ello es así sobre todo en el arte de la escritura. Vamos a ver ahora cómo ese recortar lo que sobra se relaciona íntimamente con el talento para la lectura y su construcción, que implica también el hacerse sordos de un oído que mencionaba Lacan.
En el camino de este primer punto se nos va a hacer presente, por todo esto que estamos diciendo, la noción de ficción. Sin entender lo que acabamos de decir acerca del cuento y la poesía, se va a dificultar mucho eliminar el prejuicio fundamental que surge cuando se piensa en el concepto de ficción. Ese prejuicio fundamental implica, básicamente, identificar la ficción con lo falso. Desde allí, por supuesto, oponerlo a lo verdadero. Esa falsa oposición es defensiva e imposibilita ver la buena oposición que queda oculta por detrás de ella, que es entre lo verdadero y lo real. Vamos a tratar de precisar esto que no es fácil porque implica romper con un prejuicio muy arraigado. Y es un prejuicio al que, además, la actualidad alimenta todo el tiempo porque hay un empuje a no tomar en serio la ficción que es funcional al capitalismo extremo (esto último no lo vamos a desarrollar, por lo menos no ahora).
La ficción, sin embargo, es mucho más seria de lo que parece si no sucumbimos a ese prejuicio enorme. La ficción, de hecho, es más seria que la verdad misma, porque la verdad no es otra cosa que una ficción que no se reconoce como tal.
Vamos de nuevo: oponer lo ficcional a lo verdadero es defensivo y oculta la dimensión sobre la cual no queremos saber nada: lo real. Los practicantes del psicoanálisis lacaniano, cuando leen a Lacan que les señala que la verdad tiene estructura de ficción creen descubrir algo que solamente quien leyó a Lacan podría descubrir. Nada más falso que eso. Y, para peor, ni siquiera entienden del todo bien qué quiere decir, hasta sus últimas consecuencias lógicas, que la verdad tiene estructura de ficción.
Tenemos que partir por donde nunca empiezan ellos. Es que ven la luz demasiado rápido y se encandilan. Eso porque, creyendo derribar un prejuicio, lo arrastran al creerlo derribado. Un excelente ejemplo de cómo los desengañados se engañan. Otro buen ejemplo es el progresismo políticamente correcto de la actualidad. ¿Qué manera mejor de mantenerse dormido que creer estar despierto? Es por eso que el progresismo políticamente correcto lejos está de ser reaccionario y es conservador a ultranza, nada más funcional para el statu quo del mundo que básicamente hace cada vez más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Pero volvamos a partir por donde nunca empiezan ellos. Ellos empiezan por el hecho de creer haber entendido que la verdad tiene estructura de ficción. Pongamos el acento, por una vez, en la definición complementaria, que ellos no suelen considerar jamás: la ficción tiene estructura de verdad. Notemos la cosa más sutil. Si decimos, enteramente satisfechos, que la verdad tiene estructura de ficción, es muy posible que quede intacto el prejuicio que sostiene la ficción como idéntica a lo falso, lo único que hacemos es pensar que la verdad misma es idéntica también a lo falso. Pero vamos a seguir oponiendo lo falso a lo verdadero que ya no vamos a llamar verdadero y que podemos llamar como quisiéramos. Desplazamos los sentidos, pero el prejuicio se mantiene intacto por detrás. Al considerar la definición complementaria escondida decimos que la ficción tiene estructura de verdad y ya no podríamos oponer lo falso a lo verdadero sin más y se nos podría facilitar desplazar la oposición hacia otra dimensión, que es lo que tenemos que hacer. Lo que importa es no caer en la oposición errónea entre falso y verdadero. Si sostenemos solamente que la verdad tiene estructura de ficción no tocamos, en general, la falsa oposición, solamente la desplazamos, si agregamos que, al mismo tiempo, la ficción tiene estructura de verdad, ya sostener el prejuicio se complica un poco.
Aprovechemos un ejemplo para ver cómo la oposición entre falso y verdadero, entre verdad y mentira, no nos permite distinguir nada y, fundamentalmente, no nos permite distinguir nada en cuanto a los conceptos de ficción y real.
Volvemos a Quignard. Es relato que menciona en uno de sus libros. Él lo menciona, nosotros le tenemos que agregar los comentarios. Para eso citemos fragmentos: “Petrarca está en su mula. Sigue el sendero sinuoso. En el cruce de caminos dos pastores avanzan. Uno dice siempre la verdad. El otro miente siempre. Nunca se sabe qué camino elegir una vez que se presta oídos a lo que cuentan. Después de que han dado sus argumentos, ya no se sabe siquiera cómo arreglárselas, a tal punto sus respuestas son detalladas y sus argumentos contradictorios”.
Ahí tenemos la escenografía del relato. Petrarca en su mula sin saber qué camino elegir en la encrucijada y dos personajes que le dicen al viajero, con mucho detalle, cuál es el camino mejor, sólo que uno miente siempre y el otro dice siempre la verdad. En el relato, además, después de que los pastores dan sus argumentos, les podemos hacer solamente una pregunta a cada uno, una sola.
El relato demuestra algo estructural: por más que opongamos verdad y mentira, eso no nos permite distinguir nada. Sabemos que uno miente y el otro no. Si venimos con el prejuicio que nos hace identificar la ficción con lo falso, no entendemos nada. Qué camino tomamos. Da lo mismo, los dos argumentan con precisión y detalle y jamás vamos a saber distinguir entre verdad y mentira, salvo que supiéramos de antemano quién miente y quién dice la verdad, o que supiéramos de antemano cuál es el camino bueno y entonces para qué preguntaríamos. La verdad y la mentira no nos permiten distinguir nada y no se distinguen entre sí. Esto quiere decir que la verdad tiene estructura de ficción y que la ficción tiene estructura de verdad.
Más de una vez algún paciente me preguntó qué pasaba si él mentía en lo que contaba en el consultorio, les dije siempre que nada, que mintiera tranquilo porque cualquier mentira que dijera la iba a decir desde la misma posición que si decía la supuesta verdad y lo que nos interesaba era esa posición y no el contenido de lo que decía. Al preguntar el eventual paciente sólo veía la defensiva oposición entre mentira y verdad y no llegaba a ver cómo la ficción nos da acceso a lo real. Si sabemos leer posiciones de enunciación y no nos perdemos en los enunciados, es decir, si hay el talento para la lectura que nos permite abstenernos de los sentidos propios y de la comprensión, entonces vamos a poder entender de qué manera la ficción nos permite acceder a lo real inaccesible.
El relato de Petrarca y los pastores termina así, con Petrarca introduciendo otra dimensión aprovechando la única pregunta que les podía formular a cada uno de ellos, tanto al que siempre miente como al que dice siempre la verdad. “Petrarca el letrado llega con su mula”, Petrarca el psicoanalista. “No les presta atención a los discursos que profieren”, es decir, se hace sordo de un oído y no se pierde en el blablablá hueco. “Alza los hombros. Les pregunta a los dos pastores lo siguiente: ¿cuál es la ruta que me indicaría su compañero como la mejor ruta?”.
Con esto accede a otra dimensión. El que dice la verdad va a señalar la mala ruta. El que miente va a señalar también la mala ruta. La buena ruta es la otra, la no señalada. Es una buena metáfora también de cómo vamos a tener acceso a lo real desde la ficción si la sabemos leer. Un acceso siempre indirecto, porque lo real es lo real y sólo podemos pensarlo como la rajadura en la pantalla simbólica, como lo imposible lógico a lo cual no podemos acceder pero que tenemos que situar en el buen lugar.
Petrarca, con sus preguntas, que son la misma para los dos, introduce otra dimensión porque no se engaña con la oposición entre falso y verdadero. Quignard escribe “resulta pues que lo contrario de lo verdadero y lo falso es lo no-lingüístico”. Que no quiere decir, esta es la clave, la ausencia de lo lingüístico. Lo real impensable sólo existe para el ser hablante y siempre en los límites del lenguaje. En los límites. Jamás más allá de los límites. Jamás más acá de los límites. Como la rajadura en la pantalla simbólica. Ni fuera ni dentro de la pantalla. Por eso aquella practicante que decía, en plena pandemia, que el virus es real hasta que sepamos cómo funciona, lejos está de poder pensar la radicalidad de lo impensable de lo real lacaniano. Podía pensar en un más allá o en un más acá del límite, pero no en el límite mismo que, a la vez, no se puede localizar. Es en el límite, en el límite ilocalizable de lo lingüístico. En cuanto creamos localizarlo, lo perdemos.
¿Y saben de qué está lejos esa practicante aunque no lo supiera? Del talento para la lectura y entonces de la posición del analista. Aunque se dijera psicoanalista lacaniana y fuera miembro de la institución con más renombre, galardones y etcéteras.
Mark Pugh – Autumn roses by the sea
*Clase 2 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?