“Desde el sentido hacia el efecto poético”

Laura García Cairoli

Todo poema se cumple a expensas del poeta.
Octavio Paz

 

Que el tema de nuestro primer “Tres contra uno” sea el Psicoanálisis presenta sus ventajas y desventajas.  Podría seleccionar al azar cualquier página de las obras de Freud o los seminarios de Lacan y señalara donde señalara podríamos estar hablando de psicoanálisis. Cientos de definiciones seguramente circulan por todos lados. ¿Cómo lograr saber entonces, y lo que es aún más complicado de pensar, cómo explicar, qué es el psicoanálisis?
En una sesión de mi análisis, le cuento a mi analista, un poco quejándome de mí misma, que hablar no era algo que me gustara mucho, y que incluso, cuando encuentro que los otros se ponen algo charlatanes, me puedo llegar a fastidiar un poco. Pero le decía que en el diván era distinto, que las palabras se soltaban, que el “no querer hablar” se borraba hasta desaparecer. Y me señaló algo que marca el horizonte de cualquier análisis y de la experiencia que creo que estamos intentando repetir con estos encuentros. Me dijo que, en una sesión de psicoanálisis, “hablar era escribir”. Y estas palabras me golpearon. Inmediatamente se volvieron mías. Ya no era lo que el analista dijo, sino lo que escuché y lo que ahí mismo pudo escribirse. ¡Eso era el psicoanálisis! El pasaje de una narrativa verborreica a un texto inédito vaciado de goce. Un movimiento ético, siempre audaz, desde la propia biografía a la poesía.

Acá nos encontramos ya con una especie de definición: El psicoanálisis es el camino que cada uno puede decidir recorrer desde la biografía a la poesía. Son de esas definiciones que sirven porque no están repletas de sentido teórico, pero al mismo tiempo no deja de ser un intento de definición, y de ese lugar más vale siempre intentar moverse, al menos por ahora.

En lugar de “¿qué es?” me pregunté si no sería mejor decir algo relacionado con “¿para qué sirve?”. Pero inmediatamente apareció una pregunta más, quizás escondida detrás de las otras y que tal vez permita orientarme un poco mejor: “¿para quién?”. Esta parece un poco más problemática, lo que significa que vamos en la dirección correcta, o al menos en la dirección que a mí me gusta.
Puedo decir en principio que el psicoanálisis es para aquel que esté dispuesto a no retroceder frente al propio e incurable no querer saber que nos funda como seres del lenguaje. Para pensar esto deberemos dinamitar por un rato los ideales románticos del Iluminismo y suspender la creencia de que el ser humano es un ser racional cuyo centro es eso llamado “yo”. También hagamos el intento de no dejarnos engañar por lo que el discurso universitario pueda llegar a ofrecernos, por más tentador que sea. No por acumular cursos, licenciaturas o doctorados sabremos mejor que otros acerca de lo que se trata el psicoanálisis. Hay que moverse del academicismo cínico o del cientificismo estéril. Podemos incluso ir más allá y sostener que la cultura misma es un saber contra lo real, para defendernos de él, una elucubración para velar un radical “no hay”. Estamos a un paso ya de animarnos a pensar que el inconsciente mismo es el saber no sabido que cada uno inventa en el lugar del desajuste entre la verdad y lo real.

Cito lo que Lacan decía en la Nota italiana: “el saber por Freud designado del inconsciente es lo que inventa el humus humano para su perennidad de una generación a otra. Hoy que se lo ha inventariado, se sabe que da pruebas de una falta de imaginación terrible. Hay recurrir a lo simbólico y lo real que lo imaginario anuda e intentar agrandar los recursos para prescindir de esa molesta relación y hacer que el amor sea más digno que la abundancia del parloteo que constituye hoy día”. Entonces: desde el amor del lado del parloteo hacia al de la invención y la poesía. Desde el descifrado infinito del inconsciente a lo que hace efecto de ausencia. De lo real que cesa de no escribirse en el síntoma a una escritura que haga temblar al síntoma y resuene algo más que el sentido.

Volvamos a la pregunta “¿para quién?”. ¿Para la neurosis? ¿Para la psicosis? ¿Para los que sufren? ¿Los que sueñan? ¿Para algunos? ¿Para cualquiera? El psicoanálisis apunta siempre al sujeto y, como analistas, debemos suponer que siempre lo hay. Pero psicoanalizarse sólo es posible si existe una demanda. Una demanda que será formulada por cada cual de manera distinta pero que, indefectiblemente, deberá llevar una forma parecida a la ya famosa intervención que Freud le hace a Dora y que empuja a un movimiento analítico siempre inaugural: “¿que tienes que ver tú en esto de lo que te quejas?”. Umbral con el que deberemos encontrarnos no sólo con cada analizante, cada vez, sino también en nosotros mismos. Y allí, se retrocede o se avanza. Digamos que sólo atravesando uno mismo la experiencia analítica se logra llegar a saber de qué saber de trata ahí. Si afirmamos que no hay pulsión de saber, que no hay deseo de saber, sino sobre todo horror al saber, entonces conviene sostener esto otro: el saber viene al lugar de velar la falla fundamental. Paradoja que sólo el psicoanálisis supo mostrar: sabemos para desconocer y comprendemos para mantenernos ignorantes.


El psicoanálisis propone una manera única de preguntarse acerca del síntoma. Lo aborda de una manera distinta a cualquier otro tipo de terapéutica del sufrimiento. Se abstiene de la necesidad de los tiempos actuales que demandan brevedad en los tratamientos y resultados eficaces acordes a lo que la época propone como normalidad. No considera el síntoma como una anomalía a deshacerse, sino como signo. Signo de lo que no funciona. ¿Y qué es lo que no funciona? La relación del sujeto con el lenguaje. Porque allí hay un desarreglo fundamental, una relación siempre asintótica entre el saber y el sujeto. El psicoanálisis es la posibilidad de volver al inconsciente el aparato de lectura del síntoma. Es hacer legible el síntoma a través de coordenadas éticas que tienen que ver con la manera en que cada uno ha afrontado la sexualidad, lo impensable, la castración, la muerte y todo lo que podamos poner del lado de lo que espontáneamente le resulta insoportable al ser hablante. Lo vuelve legible porque intenta situar la manera singular en que cada uno se las tuvo que arreglar con lo que no funciona. Y para ello es necesario un deseo que va más allá de cualquier idea de voluntarismo. Con una ética imposible de reducir a la moral y con un saber distinto al de la idea clásica de conocimiento. Frente al “¿para quién el psicoanálisis?” debemos responder entonces que no es para todos pero puede llegar a serlo. No es una experiencia de erudición o de curación, es una experiencia de constante búsqueda del encuentro con la causa de lo que somos. Con lo ineliminable, incurable. Una experiencia de sabiduría, pero no de saber. Porque un análisis produce un sabio, sabio de su deseo, pero sólo de su deseo.

Volvamos al inicio una vez más, como tantas veces hacemos en un análisis, un intento más por captar el movimiento de un análisis, este que denomino de la autobiografía a la poesía. Al comienzo de la experiencia analítica vemos florecer la primavera del inconsciente y reordenamos el mundo de acuerdo con esta nueva relación simbólica con él. Luna de miel de la transferencia. Nos atrevemos a descubrir el sentido oculto detrás del sentido mismo. Hablamos, narramos, relatamos, soñamos. Ponemos a funcionar la maquinaria significante. Pero algo viene a hacer obstáculo a esta narrativa incesante. Algo debe advenir al lugar de ese funcionamiento imparable del significante. Un vaciamiento, una violencia ejercida sobre lalengua, un forzamiento para hacer sonar otra cosa que el sentido. Un uso de la palabra que pueda producir efecto poético y le haga freno al parloteo gozoso, al de la aprisionante y voraz maquinaria fantasmática. Un efecto de agujero. Un nuevo significante que no tenga sentido pero que pueda ser usado. Un buen uso del sin sentido. La utilidad del vacío, de lo que hace efecto de ausencia. Ese que sólo el psicoanálisis y la poesía pueden lograr.

Por último, quería finalizar con unas líneas de un poema de Octavio Paz con el que me encontré mientras iba leyendo y escribiendo para hoy y que creo logra decir algo de lo que significa ser habitantes del lenguaje y algo también de lo significa atravesar una experiencia de análisis. Una invitación a tomar la palabra para luego poder deshacerse de ella y crear algo distinto:
“…Gran abrazo mortal de los adversarios que se aman: cada herida es una fuente. Los amigos afilan bien sus armas, listos para el diálogo final, el diálogo a muerte para toda la vida. Cruzan la noche los amantes enlazados, conjunción de astros y cuerpos. El hombre es el alimento del hombre. El saber no es distinto del soñar, el soñar del hacer. La poesía ha puesto fuego a todos los poemas. Se acabaron las palabras, se acabaron las imágenes. Abolida la distancia entre el nombre y la cosa, nombrar es crear, e imaginar, nacer…”

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Poeme maudit, Santiago Caruso

Presentado en “Tres contra uno”, el 25 de julio de 2020, en la plataforma Zoom.

Gestapo/ geste à peau: una historia de la práctica de Lacan

Mercedes Ávila

¿Cómo es posible por medio de lo simbólico tocar lo real?
Este es un extraordinario ejemplo de la práctica del psicoanálisis relatado por Suzanne Hommel, quien se analizó con Lacan en 1974.
Es parte del film de Gérard Miller «Rendez-vous chez Lacan» (2011).
El soporte fílmico nos engaña, rápidamente uno cree comprender. La importancia de la experiencia que relata Hommel no radica, como se podría pensar, en que el psicoanalista era Lacan, ni tampoco en la caricia que realiza. La importancia está en lo que la imagen no capta, la posición del analista. Analista que está al acecho y no retrocede.
Hommel habla de un hecho traumático que se repite, la intervención del analista rompe con ello pues logra la ambigüedad significante donde no la había. Introduce un nuevo elemento que destruye lo anterior, pues a partir del gesto, Gestapo no será nunca más Gestapo. Es a través del sonido que se produce la ruptura gestapo / geste à peau, el gesto en el cuerpo lo certifica: no es lo mismo uno que otro, aunque suenen igual.
Pero nada de esto hubiera sido posible si allí no hubiera habido un analizante y un psicoanalista.
¿Cuántas personas dan caricias y ello no cambia en nada la posición ante el sufrimiento de quien las recibe? Es que no se trata de la caricia sino de otra cosa, el analizante consiente la interpretación, le da lugar. Y está el analista que no retrocede frente al sufrimiento, e interpreta.
De nuevo: hay que evitar las dos lecturas superficiales y erróneas, esto no sucede ni porque Lacan era Lacan ni porque hay en juego una caricia. Esto sucede porque hay psicoanálisis.


Doppelgänger (Dos sueños)

Mercedes Ávila

 

Me encuentro en un lugar en el que hay una persona que tiene la habilidad de cambiar su apariencia física con sólo tocar la piel de otro. Toma la forma del otro, del que es tocado. Se presenta ante mí y hablamos. No sé si esa es su forma original, no importa.
Almorzamos en un salón comedor con otras personas, en mesas largas con bancos, nos sentamos uno junto al otro.
Al final del almuerzo me dice que está muy agotado y que debe descansar. Entonces, súbitamente, se quita la remera y toca uno de mis brazos. Su cuerpo comienza, gradualmente, a transformarse en el mío. Le pido que por lo menos se cubra, pues me veo a mí misma desnuda y pienso que otros podrán verme desnuda en el salón.
Lo que veo no me desagrada, eso me sorprende. Veo mi propio cuerpo desde afuera. Nunca me ha gustado mi cuerpo, siempre me ha parecido un poco deforme…

*

Regreso al barrio en el que pasé mi adolescencia. Todo ha cambiado, las calles y las casas.
Estoy en un auto con chofer. Al doblar la esquina puedo ver la casa de una de mis tías, en el patio hay filas de sillas colocadas para recibir gente en una fiesta.
Me angustio porque no me han invitado. Pienso, luego, que no me han invitado porque nunca voy, porque yo nunca me acerco. Le pido entonces al chofer que nos vayamos y él hace un giro con el automóvil. Una de mis primas me ve y se acerca.
Mi prima y yo tenemos el mismo nombre, el mismo sobrenombre y la misma profesión. (En la vida real y en el sueño).
Ella me dice que me quede y le respondo que no me han invitado. Lloro y continúo angustiada.
Ella vuelve a decir que me quede. Respondo que no, que me voy.
Agrega: “No sé cómo podés vivir la vida así”, a lo cual respondo: “Siempre he vivido así”.
En el medio de la angustia, en la conversación con mi prima, se escucha una voz, clara, externa, sola, que dice: ¿qué se satisface con tanto sufrimiento? La angustia desaparece.
Despierto.

*

Los dos sueños traen al doble: de la imagen, que remite a la frase: “Sos igual a tu madre”, y el doble de lo simbólico, el nombre. Pero se agrega un tercer elemento: la voz que cuestiona la satisfacción y, al hacerlo, la corta de raíz. Esa voz que se escucha con claridad es externa, pero íntima. Hay una operación de sustitución que se produce de un sueño al otro, con la extracción última de la posición del sujeto frente a la voz.
“La voz me ordena” fue una frase que extrajo el análisis al hablar de la relación con la madre. El llamado se escuchaba como un deber. Esta frase cambió su sentido con la introducción de una pausa que pudo crearse a partir del sueño. La voz pasó de ser un agente exterior, a indicar la posición del sujeto frente a ella: de la orden al orden.
El sueño pone de manifiesto el carácter independiente de la voz. La voz no tiene intenciones, no es ni buena ni mala, sólo está ahí. Está viva, y se vive con ella y a pesar de ella. Esto produce efecto inmediato, pues el sufrimiento anticipado deja de tener sentido, ya no hay satisfacción allí. Y de hecho el sufrimiento puede tener su lugar y su momento justos. Se delimitan las coordenadas del fantasma, se pasa de escuchar a la voz en ciertas figuras privilegiadas de la vida (y confundirlas con ellas) a aislar la voz como función, como tope frente al no hay.
Es sólo por medio del análisis y su dispositivo que se da lugar a una ficción que no confunde. Pasaje de la ficción familiar de “la que obedece”, la que engaña, a la ficción advertida del orden del mundo.

*

Un psicoanalista es ante todo analizante, un analista sólo se desprende de su propio análisis, como fruta madura que cae al suelo. Hablar de la propia experiencia con el psicoanálisis es la única herramienta de transmisión.
La elucubración teórica es gris, y la experiencia es la que sale de los grises. No por nada a Freud le gustaba citar a Goethe: “Toda teoría es gris caro amigo, y verde es el árbol de oro de la vida”. Abogar por que el psicoanalista no pusiera en juego su análisis sin el aval del Otro es, derechamente, antipsicoanalítico.

Dante Gabriel Rossetti_- How They Met Themselves (1860-64 circa)
Dante Gabriel Rossetti_- How They Met Themselves , 1864. The Fitzwilliam Museum

 

Para no olvidarlo

Miquel Bassols

Hace falta la chispa de la transferencia para que la experiencia del inconsciente se haga realidad y encienda su reguero de pólvora. Es una chispa que, en el instante mismo, siempre se muestra como un encuentro contingente, pero que se demuestra también como necesario visto un tiempo después. Hay que añadir algo de lo imposible de soportar, lo que solemos llamar «síntoma», para que esta mezcla tenga efectos eruptivos, de verdadera pasión por el saber. O también, lo que puede resultar más complicado, de pasión por la verdad sin saber porqué.
Es lo que me ocurrió contando dieciséis años, cuando el país se debatía contra su propia oscuridad a finales del franquismo y yo con la mía a finales de un bachillerato nada apacible. La imagen que viene ahora para cifrar este encuentro, el que actuó de precipitante de la mezcla, procede de un regalo familiar, el regalo hecho por una hermana, un verdadero regalo: un ejemplar de la Psicopatología de la vida cotidiana de Sigmund Freud en la edición española de Alianza Editorial. Era una edición de bolsillo con una sugerente ilustración de tapa: el dibujo a tinta negra de una mano con el dedo índice levantado y un hilo rojo con un nudo atado a media altura.
Un nudo para no olvidarse.
¿Para no olvidarse de qué? Había que abrir el libro para empezar a saberlo. Y el lector empezó a saberlo, a leer con pasión, sin saber porqué: Signorelli, la sexualidad y la muerte, aliquis, las mujeres y las generaciones, el olvido de los nombres y las palabras extranjeras, la pluralidad del sentido, el equívoco y los recuerdos infantiles, el olvido colectivo y los puentes de palabras, el goce sexual y las leyes fonéticas, la fe de los padres y la repetición, el estilo y el sinsentido, lo interior y lo exterior, el síntoma y el encuentro con lo nuevo… Cada cosa llevaba por un camino u otro al nudo de la propia historia y del propio malestar.
psicopatologia de la vida cotidiana AlianzaSin embargo, el amor al saber conducía entonces en primer término al lugar donde se suponía que ese saber estaba, a la universidad, la de psicología si se trataba de seguir los nudos del hilo rojo en cuestión: Great Expectations, como decía el título de una pieza de jazz que acompañaba esas lecturas. Bastaron unos meses para experimentar la desilusión más descorazonadora y casi perder el hilo en las grandes expectativas. ¿Qué tenían que ver las «dos sigmas de separación de la media de adaptación», el «condicionamiento palpebral» o la «sinapsis neuronal» con aquel nudo que se había formado para mí entre el síntoma, el saber y la verdad? Y además, esa apariencia de falsa ciencia con la que se revestía una ideología sostenida muchas veces desde la impostura, aunque fuera con algunos gestos progresistas, ¿cómo podía ni tan siquiera considerar la existencia de ese nudo con el que me las veía desde hacía un tiempo? Salvo honrosas excepciones, el discurso general iba del eclecticismo más diluido al reduccionismo empirista más banal. Casi nada que hablara de psicoanálisis y, cuando se hacía, era más bien para confinarlo en los anales de la historia de la psicología. Digamos al pasar que la cosa no es hoy, treinta años después, muy distinta. En aquel momento, aquella caída de los ideales de saber tuvo la virtud de hacerme interesar por la epistemología, por las condiciones con las que un saber se constituye y se propone como ciencia, por el estudio del lenguaje y de las lenguas, y de empezar a buscar fuera de aquel medio universitario una relación con el saber más viva y verdadera.
Una cita leída al vuelo como exordio en un libro crítico con la psicología académica, aconsejado por una de aquellas excepciones universitarias, sigue hoy subrayada en rojo: «La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa más que el padrinazgo que la hace calificar de académica. El ideal es siervo de la sociedad». La cita, tan explosiva para mí en aquel contexto como precisa en la actualidad, iba firmada por un tal Jacques Lacan y quedó como hilo conductor de las lecturas de ese primer año de Universidad. Era un hilo a la espera de un nuevo nudo, que no tardaría mucho tiempo en formarse. La frase tocaba de lleno el corazón del síntoma: la servidumbre de los ideales transmitidos en la historia familiar, el rechazo de esos ideales que acuciaban un deseo difícil de escuchar, cuando no imposible de decir, un «padrinazgo» que delataba la orfandad del deseo, el malestar de ese deseo ante cualquier academicismo de impostura.
Digamos que la apariencia de ciencia con la que se revestía la psicología académica era entonces menos pretenciosa: las TMC de la época decían mejor, aunque con igual brutalidad, lo que las TCC de hoy piensan camuflar bajo el nombre de «Terapias Cognitivo Conductuales»: eran puras y meras «Técnicas de Modificación de la Conducta». Las contradicciones eran, sin embargo, fecundas para quien supiera escucharlas con cierta inquietud: a la vez que se aconsejaba la lectura y la ideología autoritaria de Walden 2 de Skinner, se comentaba el crudo impacto de La Naranja Mecánica de Kubrik; a la vez que se proponía la modificación de la conducta fóbica por medio de técnicas de implosión confrontando sistemáticamente al sujeto con el objeto fóbico, se flirteaba con el progresismo de Cooper y Laing en el tratamiento de la locura.
Lo heteróclito del panorama no escondía sin embargo el proyecto general, que ya tomaba la forma de programa universitario, de ignorar y hacer ignorar al psicoanálisis en los departamentos de la psicología científica. En el despacho de al lado, los «Psicodinámicos» que hoy diluyen el nombre y la experiencia del psicoanálisis en el eclecticismo de las psicoterapias aconsejaban entonces, lisa y llanamente, no leer a Jacques Lacan: demasiado difícil, demasiado abstracto, demasiado intelectual, demasiado incomprensible, demasiado… Y uno, que siguiendo el hilo rojo de la letra se había encontrado ya con aquella máxima de José Lezama Lima, «Sólo lo difícil es estimulante», no podía no encontrarse ya con el texto de Jacques Lacan.
Fue un encuentro en compañía de algún otro que cultivaba igualmente lo difícil y lo estimulante en la conversación amistosa y fue también un encuentro en la soledad de la lectura. Fue un encuentro mediado por alguien que había sido tocado también por ese texto, en otro país y momento, el psicoanalista argentino Oscar Masotta, que había iniciado en Barcelona y otras ciudades de España un trabajo de lectura y de impulso de un movimiento que sería después el crisol para una escuela lacaniana en el país. Sin esta coyuntura, hecha de intersticios y de fracturas, no habría habido para mí encuentro con la disciplina freudiana, con la experiencia y con el discurso del psicoanálisis. Supe ya entonces que esas condiciones son de estructura y que, por lo mismo, un encuentro así no podrá sumirse ni organizarse nunca en las formas universitarias del saber, que su propia naturaleza y su transmisión implican la existencia de lo intersticial para hacerlo habitable.
El encuentro con el texto de Jacques Lacan fue así lo más parecido a una experiencia traumática, un encuentro como a destiempo, con lo súbito incomprensible, pero realizado a la vez de un modo lento, con el paciente destello de lo que no se comprende pero toca lo más íntimo del ser, lo más ignorado de uno mismo. ¿Cómo un texto podía subvertir de tal manera el sentido común y producir efectos tan estimulantes, exigir un trabajo tan opaco a veces, tan a tientas, y ofrecer finalmente un relámpago tan certero, tan directo y de consecuencias tan singulares como pragmáticas? No, no había nada de «intelectual» en todo aquello, ese texto llamaba a la acción sobre el sujeto en su singularidad más íntima e irreductible, la incluía en su lógica de un modo que ninguna teoría ni ideario «revolucionario» podía ni imaginar. Tardes y tardes de conversaciones, noches y noches de lecturas, mañanas y mañanas de levantarse a tientas y con un sentimiento de fractura subjetiva que llegaba en sus resonancias a cada rincón de la vida. A la vez, había que escuchar de algún avispado y futuro ejecutivo del mundo «psi» que todo eso eran retóricas vacías, piruetas en el aire cuando el mundo real de la enfermedad y la locura exigía acciones concretas, verificables sólo en la empiria objetivada del laboratorio conductual y científico.
¿Pero qué había de más real que esa división subjetiva que yo mismo encarnaba? ¿Qué había de más concreto y verificable que ese efecto de la letra y del significante sobre el sentido vacilante de la vida en el que algo de la locura y su estructura misma se hacían evidentes? De ese real y de esos efectos podían deducirse las leyes de una clínica mucho más rigurosa que cualquier descripción empírica de lo observable.
Ése era el nudo, el nudo para no olvidar, el nudo que había que defender con una pasión por la verdad que muchas veces hacía estragos en uno mismo. Tiempo después, esa pasión por la verdad se demostraba como un verdadero obstáculo para poder operar con el sujeto de la experiencia analítica. Pero faltaba entonces ver cómo hacer y deshacer ese nudo, cómo rehacerlo para explicárselo a uno mismo y explicarlo a otro.
De ahí a estirarse en un diván había un paso, el que exige dar el sufrimiento del síntoma para empezar un análisis. Y la experiencia de estirarse en un diván y hablar al Otro –«hay que volver a aprender a hablar», recuerdo haber dicho al inicio– empezó a cambiar muy pronto el pathos de la verdad por cierta alegría en el gay saber y por unos efectos de formación en los que encontré el deseo del analista, es decir, el deseo de ocupar esa extraña posición que es la del analista. Las consecuencias de este pasaje no fueron, por supuesto, extraídas de un día para otro. Tres períodos de análisis con tres analistas distintos –a la tercera fue la vencida, de trece años, y fuera de mi país– y una implicación constante en el movimiento psicoanalítico tejieron los hilos. El nudo, para no olvidarse, está formado ahora por la experiencia analítica y mi vínculo de trabajo con la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, que hace presente el discurso del psicoanálisis en España en el marco de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la que impulsó y sigue orientando con su deseo Jacques-Alain Miller.
Hoy sé que le debo a esa experiencia haber podido librarme del efecto mortificante de aquellos síntomas, pero también haber podido encontrar un modo de decir que toque y pueda tratar la división subjetiva, la que había sufrido con toda mi pasión, dándole un lugar más digno. Es esta una experiencia que nunca podrá reducirse a una adquisición de saber, una adquisición que, es cierto, no deja de producirse de múltiples formas una vez encontrado ese deseo inédito del analista y haber operado con él en la práctica. «Un modo de decir» es lo que Jacques Lacan formalizó con el Discurso del analista, es también un estilo de vida que parte de lo que no tiene forma para formarse en la singularidad de cada ser que habla, es también lo que cada psicoanalista debe hacer hoy presente para estar a la altura de la subjetividad de su época.
La experiencia analítica me ha enseñado, sin embargo, que tal modo de decir, extemporáneo en relación con los ideales de la época, sólo subsiste en la medida en que fracasa de la buena manera, sin llegar a la suficiencia de su éxito, que sólo obtiene su lugar y sus verdaderas consecuencias sobre lo real en su «no dejar de no conseguirlo». Era la idea, más bien antiexitista, de Jacques Lacan: «Si el psicoanálisis tiene éxito, se extinguirá hasta no ser más que un síntoma olvidado»¹. El psicoanalista, más que nadie, sabe la importancia de lo fallido para hacer posible el tratamiento del sujeto y no borrarlo de lo real con la solución más rápida y eficaz.
Para no olvidarlo, conviene defender hoy la experiencia del psicoanálisis de su reducción a un saber evaluable según los criterios generales de la eficacia utilitarista.

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Beili Liu -Señuelos- http://www.beililiu.com


¹ Jacques Lacan, «La tercera», en Intervenciones y Textos 2, Editorial Manantial, Buenos Aires, 1988, p. 85.


Fuentes:
Miquel Bassosl: «Para no olvidarlo», en Desescrits, 2005.
Jacques-Alain Miller, Bernard-Henri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 31.

“El sexo trae problemas”

Marcelo Barros

Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.

Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.

El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?

Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae problemas.

La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.

La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático.

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La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres.

El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula con él. Una mujer se vincula con el falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.

Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.

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El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis David

* Texto extraído de La condición femenina (Ed. Grama).


Fuente: Página 12
Imágenes: Don Adams / El rapto de las sabinas, de Jacques-Louis David

De un encuentro afortunado

Hilario Cid Vivas

Psiquiatra, psicoanalista

En 1970, asistía a las clases de literatura que en la Facultad de Filosofía y Letras de la Facultad de Granada, impartía el profesor Juan Carlos Rodríguez. Recomendó como paradigma de lo que es la Crítica, entre otros libros, Introducción al psicoanálisis, de Freud. Estudiante de medicina y alumno interno en un hospital quirúrgico, la lectura de aquel libro cambió por completo el destino de mi vida. Descubrí que existía aquello que Freud llamaba el inconsciente. Esa perspectiva subvertía radicalmente la concepción que el ser humano puede tener de sí mismo, ubicando además en esa Otra escena, la causa de tantas cosas que hasta entonces aparecían oscuras, misteriosas o inexplicables.
Este encuentro llega en un momento clave de mi vida, pues la cirugía no colmaba mis expectativas, y aparecía en un primer plano tanto que la relación médico-paciente era un continuo malentendido como que el cuerpo, para el ser humano, era algo bastante distinto a una lección de anatomía.
Desde un primer momento, el psicoanálisis aparece para mí como una práctica. La lectura de Freud me convencía de la efectividad de lo que promovía. Lo tuve claro al poco tiempo del encuentro de la obra de Freud. Decidí ser psicoanalista. El problema fue que además de Freud,vía Althusser, se había introducido un tal Lacan. Mi decisión era la de ser un psicoanalista lacaniano.
Había que empezar como hay que empezar, o sea psicoanalizándose. No era fácil en la España de los setenta encontrar un psicoanalista. Pero que además fuese lacaniano era sencillamente imposible. Quizá hay que ser muy «ingenuo» para no darse cuenta de esto. Yo tardé diez años en darme cuenta.
Mientras tanto, hice lo que pude. Me «analicé» con quien pude, hice psiquiatría y trabajé como psiquiatra. Freud y Lacan eran las referencias en mi práctica cotidiana con mis pacientes. Y lo más interesante era que en esa práctica cotidiana el psicoanálisis funcionaba.
Había otros colegas con inquietudes parecidas y fuimos uniéndonos en grupos de trabajo que multiplicaban actividades y contactos.
Por fin me di cuenta de que Lacan existía en carne y hueso, que había formado a una gran cantidad de psicoanalistas y que yo podía seguir mi formación con discípulos directos de Lacan. Mereció la pena.
La formación de un psicoanalista exige una largo recorrido y de hecho, aunque uno lleve su análisis hasta el final, la formación de un analista es una formación continuada. Siempre se puede ir un poco más allá. El psicoanálisis, en tanto teoría, lo es de una práctica viva, en continuo movimiento. Es lo que leí en la obra de Freud y capté en la enseñanza de Lacan.
Desde que empecé a interesarme por el psicoanálisis conocí un fenómeno realmente curioso. Aún sin necesariamente haber leído nada de un psicoanálisis, aun sin haber tenido ninguna experiencia de ningún tipo con el psicoanálisis uno puede odiarlo a muerte. Podemos entender que uno haya hecho un tratamiento psicoanalítico y se sienta defraudado y se convierta en antipsicoanálisis. Incluso es bastante comprensible que tras horas y horas de estudio sobre psicoanálisis uno concluya que es un fraude, que no hay nada peor. Pero que sin tener la menor noción de la teoría o la práctica psicoanalítica uno desee que el psicoanálisis desaparezca, admitamos que es un poco fuerte. Y sin embargo es así. Y desde el principio.
Que el psicoanálisis despierte odios no impide que no cese de propagarse, y cuando parecía que podía extinguirse llegó un Lacan que le ha dado fuelle para mucho tiempo.
No sólo odio despierta el psicoanálisis. El amor es otra pasión que puede despertar. Eso me pasó en mi encuentro con la Introducción al psicoanálisis. Ese amor por el psicoanálisis me hizo entender que hay cosas a las que merece dedicar toda una vida y desear transmitirles a otros ese valor.

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Tyche de Antioquía- Mármol, copia del original de bronce- Eutíquides, 300 A.C.


Jacques-Alain Miller, Bernard-Henri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 62.

Fuente de la imagen: Wikipedia

«Porque la vida era demasiado perra…»

Gérard Miller

Psicoanalista

 

Era principios del otoño de 1972. Un mes antes, había tomado la decisión de dejar la Izquierda proletaria para la que trabajaba día y noche desde hacía un tiempo que me parecía inmemorial, y me encontraba como suspendido en el aire. Tenía veinticuatro años, todavía era estudiante y no se me ofrecía ninguna perspectiva. Como alumno de la École Normale Supérieure de Saint-Cloud, al finalizar mis estudios, yo debía cinco años de enseñanza al Estado, pero empezar a enseñar me parecía tan extravagante como volver a plantar repollos o cuidar chanchos, que era lo que, establecido en la Bretaña, había hecho durante los dos últimos años.
Sin siquiera pensar en insertarme en la profesión, decidí empezar un análisis con un psicoanalista de la École Freudienne de París, de la que mi hermano era miembro. Sentía que después de haber pasado mi juventud guerreando a los maestros, ahora tenía que, mal que bien, tratar de conducir un poco mi propia historia. No tenía elección, torturado por una sensación de urgencia que nada podía calmar. Estaba mal, al menos eso era una certeza; mejor tomarlo en serio.
Llamé a Jacques Lacan, a quien conocía desde el liceo por haberlo frecuentado en familia, y le pedí que me aconsejara un psicoanalista. Me recibió, me escuchó evocar ampliamente mi malestar, después me aseguró que me daría rápidamente los datos de uno de sus «mejores alumnos». Diez días después, como no recibí nada de parte suya, lo volví a llamar (¿quería que insista para acceder a mi demanda?) y esta vez recibí inmediatamente una pequeña tarjeta de manos de Gloria, que era su asistente. Había un nombre escrito, del que yo ignoraba todo, el de Claude Conté.
Conté vivía en París, en el fondo de una calle sin salida, en una casa privada que olía a campo. Su despacho estaba en la primera planta y, justo al lado de la sala de espera donde dos enormes perros esperaban al paciente, un loro repetía regularmente su nombre, Claude, y algunas otras palabras que le habían enseñado.
Visto desde el diván, el psicoanalista me pareció inmediatamente como un pájaro tan original como su loro, increíblemente atento y distante a la vez. Nunca estaba donde se esperaba, pero sin afectación. No buscaba la empatía y parecía desconfiar de todos los remilgos sociales. Comprendí lo que significaba para él «dirigir una cura». Consistía en primer lugar en cuidar que nada ni nadie, empezando por el psicoanalista, hiciera obstáculo a su buen desarrollo.
Como izquierdista no arrepentido, enseguida fui seducido por esta práctica que contrarrestaba de ese modo los posibles abusos de poder de los que lo ejercían. A diferencia de la religión, incluso de la política, el psicoanálisis no alentaba ninguna esperanza mesiánica, no desarrollaba ninguna concepción del mundo, ni la menor higiene de la vida válida para todos. Con él, la única esperanza era lo particular; cada uno con su evangelio.
Desde los primeros meses, la verdad fue incómoda de soportar, tan cierto como que el confort de la realidad está fundado en su desconocimiento. Contrariamente a lo que escribía Joubert en sus Pensamientos, el error tranquiliza, la verdad agita. El psicoanálisis no me pareció mimoso, y lo primeros efectos que provocó en mí, si merecía volver sobre ellos, no me proyectaron hacia el lado de la exaltación. El descubrimiento freudiano no tenía decididamente nada que ver con una epopeya del narcisismo.
Lacan no se equivocaba cuando desanimaba a quienes se acercaban a él para «¡conocerse mejor!». Eso no es suficiente. Hace falta que algo suene y dificulte e intrigue para sostener la cuesta a lo largo de las sesiones. Es necesario aspirar a que algo crucial cambie en su existencia para soportar oír la musiquita que toca su inconsciente. A partir de ese momento, adquirí la convicción, que ya no me abandonó más, de que el psicoanálisis vale la pena solamente para aquellos para quienes la vida es demasiado perra, y tienen razones para querer, un querer testimoniado por su sufrimiento, orientarse en relación con lo que los determina.
Entonces, casi veinticinco años después del final de mi propia cura, ¿qué decir de mi experiencia con el psicoanálisis como paciente? Que no libera a nadie de su inconsciente, pero que permite habitar su síntoma, ponerlo al servicio de su deseo y de su causa. Cada uno de nosotros es llevado por lo que ignora y que, sin embargo, encuentra en la repetición: ese curioso objeto causa de nuestro deseo, que nada nos garantiza que nos guste. ¿Cambiarlo? Imposible. Pero entreverlo de otra manera que no sea a través de las catástrofes con las que él sacude nuestra vida, sí, es eso lo que puede permitir una cura a quien la lleve adelante.
Gracias al psicoanálisis, diría que la vida para mí adquirió colores insospechados. El campo de los posibles se volvió más extenso y más variado a la vez. Además y sobre todo, dejé para siempre de lado el registro de la comparación en la que me encerraba mi neurosis. De allí esta divisa pospsicoanalítica que hice mía y aún hoy me acompaña: cada vida tiene un gusto que sólo gusta quien la vive, y que es incomparable.

Purpureicephalus spurius - Edward Lear
Purpureicephalus spurius, por Edward Lear

 


Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego – Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 213.

Fuente de la imagen: Wikimedia Commons