El cubo imposible de Rubik

Mercedes Ávila, 2024

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Es más bien un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher. Damos un primer paso, avanzamos, creemos que comenzamos a subir y, de repente, descubrimos que estábamos bajando. Parados en el lugar correcto podemos ver todo el paisaje. Todo depende de la posición del observador.
Entonces, si bien podemos establecer objetivamente el punto de ingreso al laberinto, y descubriremos luego que también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.

Un análisis se empieza porque hay algo en la vida que se ha vivido hasta ese momento que ya no funciona. Que quizá nunca funcionó, pero ahora nos damos cuenta de ello. No se puede ingresar al análisis como observador, es un todo o nada que tarde o temprano deberá ponerse en juego. El psicoanálisis no es una teoría ni un juego intelectual, es una disciplina que no acepta la cobardía.
Una vez despejado el camino de lo urgente, o de aquello que creíamos que era lo primero y fundamental, se ingresa de verdad en el camino de lo central, lo consistente, lo que se repite, lo que ahora sí aparece del todo como el problema. Ahí en ese punto se abre la posibilidad del psicoanálisis como disciplina para uno mismo. La posibilidad de una elección: ver cómo funcionamos nos habilita a captar algo del funcionamiento del otro. Podemos recordar a Pierre Rey planteando por qué querría dedicarse a eso, cuando lo único que busca al principio es liberarse del malestar. La respuesta buena viene por el lado del deseo del analista. Algo que, sin embargo, surge desde la entrada en análisis.

La pregunta acerca del motivo por el que alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista insiste, dado que, una vez atravesado el recorrido, se distingue claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea decía Lacan, parafraseando a Santo Tomás, refiriéndose a encontrar la forma de separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve. El psicoanalista no es un objeto cargado de brillo ni un faro ni nada, es un desecho que queda, es la reducción al máximo, es esa nada que queda después de despejar capa tras capa.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, ¿por qué devenir psicoanalista? O, mejor dicho, ¿por qué no? Ocurre que, situados de la buena manera, lo que se descubre dentro de un verdadero psicoanálisis, es un discurso que ya no puede dejar de rondarse.
Es en ese punto que se entiende la frase de Lacan acerca del psicoanalista como lo que se espera de un psicoanálisis, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del final, del psicoanalista que uno mismo devendrá.

El deseo del analista se descubre impuro, pues encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Miller lo señala bien cuando usa la metáfora de la falsa moneda que pasa de mano en mano. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar, pero al darle lugar muta: nos convertimos en otra cosa si le damos lugar en serio a ese deseo. Nadie nace psicoanalista, pero la entrada en análisis, con el germen de la salida en sí, es el nacimiento de un posible psicoanalista.
Recuerdo haber visto la película “La cosa” de John Carpenter (1982) cuando tenía ocho años. El deseo del analista tiene algo de ese monstruo, de ese ser extraterrestre que anida en el cuerpo y simula ser uno, pero no lo es, es algo distinto, de otro orden, lo que no impide que se pueda vivir apaciblemente con él.
El deseo del analista nace a partir de cualquier cosa, y en el caso singular que me atraviesa se puede establecer que nació a partir de una pregunta, aparentemente inocente, que ha insistido a lo largo de mi vida.
“¿Cómo funciona?” es la pregunta que determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer y saber: tiene que haber algo más. El “cómo funciona”, incurable, se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos… a todo.

Dos escenas muestran con claridad el alcance de la pregunta.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una clase de órgano, dejé las partituras de la práctica sobre una mesa. Mi madre las tomó y las leyó, cantó en voz alta la canción allí escrita. La canción era Moritat. La lectura y el canto produjeron en mí sorpresa y admiración, porque ha ocurrido algo que me parecía imposible. ¿Cómo  puede ser que ese sonido coincidiera con las notas en el papel?
A esto se añadió otra sorpresa: “no todo es mentira”. Esa madre hablaba mucho de las cosas que supuestamente había hecho en su juventud, exageraba, intentaba mostrarse en el centro de la escena siempre. Entre esas cosas había el estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante tales afirmaciones, se conmovió. Antes de ese momento, todo lo que decía mi madre se escuchaba como una mentira, a partir de allí la línea verdad-mentira se atenuó.

2) Había una mesa en la casa familiar y, sobre ella, un plano desplegado. Era un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surgió, entonces, la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué? Yo creía que mi padre podía brindar la explicación, del lado de él se encontraban la verdad, la razón, lo exacto, lo que encaja. La acumulación de conocimiento en las paredes de una casa, en forma de diplomas, en forma de libros. Pero, y esto es lo más importante, la pregunta no desaparece nunca.
Se podría haber elegido ese camino, el del padre, para tapar ese agujero que insistía desde temprano, pero la explicación científica no alcanza, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.
En cambio, tomé, sin saberlo del todo, otra cosa de él: el humor, la diversión, la satisfacción por la vida. De la madre quedó una autorización para torcer las reglas, la verdad mentirosa, que ha sido marco de flexibilidad e invención en la vida.

Muchos años más tarde, la pregunta se detuvo, por azar, sobre el cubo de Rubik, en la obsesión por resolverlo y entender cómo funciona su mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.
El primer encuentro con el cubo fue, también por azar, con un cubo fallado. El cubo sólo puede resolverse si las tapitas de colores están colocadas en el lugar que les corresponde. En este caso el cubo había sufrido un golpe y perdido algunas tapas, y por ello quedaron sus partes mezcladas. Esa falla hacía de él un cubo imposible. Sus partes no estaban en el lugar correcto. Se le añadió una dificultad, ya que hubo que aprender primero cuál era ese lugar, para después armarlo correctamente y volverlo posible.

Armar al psicoanálisis

El análisis quedó estancado, por varios años, a causa de esta pregunta que lo mueve todo: ¿cómo funciona el psicoanálisis?, ¿hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Se impuso un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender. Tomaba mil formas: ante un libro, se miraba primero cuántas páginas tenía y se leía el final; ante una película, se saltaban partes. Se quería saber el final, apresuradamente, para saber si valía la pena hacer todo el recorrido. Se pretendía alcanzar el punto de vista desde el cual se podía abarcar todo el paisaje de una vez.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron así en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar. Se experimentó, como nunca, el aspecto más terrible de la teoría: el que puede llenar de sentido todo y el que ofrece explicación a cualquier idea que se pudiera tener. Ese aspecto que los detractores señalan, con lucidez y razón: el “a prueba de balas” en el que anida la cobardía.
Paralelamente, las instituciones psicoanalíticas en las que se participaba activamente, ofrecieron una zambullida narcótica en el discurso universitario absoluto, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda, si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se presentó como SAMCDA. Un lugar para dormir el sueño cobarde.
La salida de dichas instituciones, la caída del ideal que obligaba a creer que había un único camino, el camino válido, autorizado, reconocido, la creación de un espacio propio para hablar de aquello que interesa, abrió otra posibilidad: la de la invención.
Pero, en ese mismo momento, un síntoma, que siempre había estado presente, se incrementó: pequeños ataques diarios de súbito temor ante la muerte y la propia desaparición. Estos ataques no duraban más de un minuto, pero ocurrían casi todos los días. Era una hiperconciencia acompañada de angustia en la que se podía hacer una abstracción de la vida y observarla, en la historia del universo todo, y pensar en uno mismo inscrito en ese destino que ya ha sido para otros.
El análisis sufrió golpes, estancamiento, la crítica sobre la práctica, el psicoanalista mismo recibió, en acto, críticas sobre su función y su utilidad.
En el momento en el que se olvidó el final, se terminó el análisis. Un sueño fue el cierre, así como un sueño fue la entrada.
Sin calcularlo y sorpresivamente, desapareció la preocupación y la obsesión por el final, y algo se liberó. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, de elegir. Ya no había prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido se volvió parte del viaje, el camino se convirtió en parte del final.
Las piezas se pueden ver con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra.
Las carillas de colores. Pero no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse. El encuentro con el cubo empezó por lo imposible, ver que no funcionaba, luego armarlo y, al final, descubrir que no importa que quede en su forma original porque esa forma original no existe, es una arbitrariedad, un engaño, una ilusión.

La práctica psicoanalítica

La pregunta persiste, pero de otra manera. Las cosas funcionan, y a veces no, a pesar de que todo indicara que deberían funcionar. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace, y que se arrastra desde la niñez.
La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta. Cada ser hablante funciona distinto, allí la pregunta es radical e incomparable. No se puede hacer ciencia de lo universal. La belleza está en eso distinto.
El fantasma, que hacía consistir un Otro impotente, se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro de él o puede llevarlo en el bolsillo. Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa. No desaparece, tan sólo no es quien comanda.
Se despliega algo nuevo, cierta calma y satisfacción, un silencio de goce semejante al que se encuentra en las plantas y los animales, seres tranquilos y siempre preferidos por encima de los humanos en su conjunto.

Un recuerdo de la niñez se relaciona con ello: ante la creencia absoluta en el padre, en su saber, en la verdad que él supuestamente portaba, hubo una vez que salimos al campo a perseguir aves para tirarles sal en la cola, y poder atraparlas.
El recuerdo, al principio, trajo la vergüenza por ese Otro que se burla de la credulidad infantil; luego, bien mirado, trajo la satisfacción de ir corriendo bajo el sol entre los pastizales, persiguiendo perdices con un paquete de sal. Ver a lo lejos las aves, sentir el viento, correr, disfrutar del paisaje.
La felicidad toma formas misteriosas. Lo importante es divertirse: la vida es juego.

Nothura maculosa – 1820-1860 – Print – Iconographia Zoologica – Special Collections University of Amsterdam

Destete

Mercedes Ávila

El primer análisis se inicia a la edad de 16 años. En ese momento la consulta se produce porque una amiga le dijo que “porque sus padres habían muerto” debía consultar.

Las sesiones duraron aproximadamente dos años en los que logra cierta separación de su hermano menor, al que veía como desprotegido, y una elección de carrera que fuera más allá de lo que les había dicho a esos padres muertos.

Un sueño que recorta de ese análisis es el de “estar en medio de la selva y ver cómo se abría un camino, como una autopista que llevaba a la ciudad”.

El segundo análisis comienza a los 27 años, bajo el problema de querer ser madre y la imposibilidad de pensar en un embarazo, visto el mismo como una situación horrible y peligrosa por el parto.

La entrada en análisis se presenta bajo un sueño: está en un lugar en el que escucha a dos personas hablar sobre Mar del Plata y que van a visitar a “la vaca de Mar del Plata”. Entiende primero que se trata de un animal y luego descubre que la vaca en realidad es una mujer. Recuerda que a su madre le decía “La vaca Flora”.

A lo largo del análisis logra transitar un embarazo tranquilo y ameno, y toma cada vez más forma que el problema no era el ser madre sino ser hija. Una hija que todo el tiempo cuida al otro, a la madre enferma, luego al padre enfermo, y a cualquier cosa que ocupara el lugar de desvalido.

El significante “huérfana” ilustra esa posición. La huérfana había aparecido cuando tenía ocho años y supo que su madre iba a morir. La muerte posterior de los padres, cuando tiene 16, es un accidente que se añade a ese nombre, y además vela la posición, que es la de arreglárselas sin el otro, pero simultáneamente haciendo consistir a un otro que no está para ayudar.

Despejado el síntoma que inició la consulta, el ser madre, emerge otro síntoma, más consistente: el miedo a morir. Un estado súbito de hiperconciencia en el que aparece angustia por saber que se ha de morir y que no puede evitarse. Este estado no dura más que un minuto, pero se repite con asiduidad.

A lo largo del análisis se despejan varios problemas, el miedo a la muerte persiste.

Consiste cada vez más una forma de saber-hacer por medio de lo alegre y el humor, el chiste como el recurso privilegiado. Comienzan las risas a carcajadas que antes no estaban presentes.

Los encuentros de las sesiones del análisis de distienden cada vez más, se atraviesan momentos de cuestionamiento al analista y a su posición, su efectividad.

Hace pocos meses, en una conversación, le preguntan por sus padres y responde “soy huérfana”. En el acto del decir siente el exceso de ese término.

A los pocos días tiene un sueño: Está tomando la teta de su madre, el pecho tiene forma redonda, como una pelota de cuero y pelaje con los colores propios de las vacas lecheras, la escena es grotesca y obscena. Ella es adulta y está tomando la teta de su madre.

En su última sesión de análisis habla con su analista sobre ese sueño, no recuerda antes haber soñado con su madre, el sueño es grotesco, muestra algo excesivo, fuera de lugar, obsceno.

Recuerda el sueño de la vaca de Mar del Plata. Algo ha cambiado.

El miedo a la muerte ha desaparecido.

Por último, recuerda que en algún momento ella les tenía mucho miedo a los extraterrestres, que eran una representación clara de aquello que se desconoce. Se lo contó a su padre y él le dijo: “es cuestión de costumbre, por ejemplo, las vacas son animales muy feos, pero las vemos todo el tiempo y por eso ya no nos parecen ni feas ni nada”.

Esa respuesta de su padre introdujo una calma, se puede hacer algo con eso que se teme.

Cierta sorpresa aparece alrededor de la unión de todos esos elementos que siempre estuvieron disponibles allí pero sólo ahora pueden verse con claridad.

El analista se convirtió en una voz que se lleva y está disponible siempre. Acompaña. En las distintas circunstancias de la vida, si aparece la angustia, lo primero que surge es la pregunta de dónde sale esto. Siempre se puede hacer algo.



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Del síntoma

Clase 6*

Sebastián A. Digirónimo

En busca de la sistematización del coraje de la experiencia y enlazando esto con lo que dijimos en la clase anterior, nos tenemos que hacer cargo de los prejuicios que inevitablemente arrastramos sobre un concepto complejo, de naturaleza heterogénea. Preguntamos, entonces, ¿qué es el síntoma en un psicoanálisis?
Echemos una mirada al horizonte para empezar a precisar las cosas por el final. ¿Qué debería hacer el recorrido de un psicoanálisis con el síntoma? Y la respuesta, solidaria con todo lo que dijimos la vez pasada, es que debería volverlo cada vez más real, que quiere decir cada vez mejor situado con respecto a la no relación sexual.
Hagamos un simple gráfico y volvamos a la base:

Síntoma salvaje

                                         ↓    (Transferencia-Entrada)

Síntoma bajo transferencia

              ↓    (Salida)

Síntoma real

Aquí, al contrario que en el gráfico de la clase anterior, análogo a este, no dibujamos el vector de vuelta al síntoma salvaje, solidario con la pendiente del no-querer-saber, por la que se desliza el ser hablante. Después vamos a ver por qué no lo dibujamos.
Recordemos las dos discontinuidades del ser hablante y las tres dimensiones de la sexualidad humana. Es por esto que dijimos antes que el síntoma es complejo y de naturaleza heterogénea. Si lo tomamos bajo la luz que implica el movimiento de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias, vamos a descubrir enseguida que el síntoma tiene dos caras amalgamadas y que se relacionan con dos satisfacciones distintas: una cara charlatana, que con gusto se dirige al Otro aunque no extrae de esta dirección su satisfacción sino del mero charlar, y una cara muda, opaca, autista. Esta doble cara se relaciona, como acabamos de decir, con dos goces, dos satisfacciones. Lo que importa es, sobre todo, cómo las ponemos a trabajar en un psicoanálisis, buscando llevar el mismo hasta sus últimas consecuencias.
Pero empecemos de nuevo. ¿Qué es el síntoma? Es lo que no marcha. Sí, pero no en cualquier lado. Es lo que no marcha en la relación sexual que no hay. Porque el síntoma es una suplencia, una suplencia de la relación sexual que no hay. Pero, espontáneamente, está ligada al no-querer-saber, y eso la hace una suplencia necesariamente fallida. Un psicoanálisis produce un cambio de síntoma en este punto, pues desenlaza la suplencia del no-querer-saber.
A veces los practicantes dicen: “no encuentro lo que no marcha en este paciente”. Eso ocurre porque buscan mal, buscan lo que no marcha a secas, guiados por prejuicios, propios o sociales, y hasta esperan, cándidamente, que el mismo paciente supiera sin vacilaciones qué es lo que no marcha en su vida. No encuentran lo que está ahí a la luz del día, sin embargo, porque, situado bien, el síntoma es inevitable y si hay ser hablante hay síntoma. Al estar mal situado “lo que no marcha” queda mal situado también la idea del aspecto terapéutico del psicoanálisis, también leído desde los prejuicios, propios o sociales. Un psicoanálisis es, como dijimos, un cambio de síntoma, cambio propiciado por el hacerse cargo de la existencia de la no relación sexual. Ese hacerse cargo desliga el síntoma del no-querer-saber y lo cambia de signo. Y es un cambio que beneficia al sujeto, porque genera una nueva satisfacción mejor que la espontánea, que es la peor, una relación mejor con el agujero real, con la no relación sexual. Por lo tanto un síntoma más estable, también.
Se desprende de aquí también una nueva relación con la idea vulgar de cura, porque desde allí el sujeto se hace cargo de lo incurable de la no relación sexual. La clave, el signo, lo aporta la relación con el no-querer-saber, por eso la importancia del coraje de la experiencia.
Anotemos, además, lo siguiente: que este síntoma sea más estable y mejor para el sujeto no quiere decir que sea lo esperable para el entorno. Tampoco quiere decir que el síntoma de salida, más estable y mejor para el sujeto, lo convierta a éste en un problema para los demás. Aquí hay una sutileza que ya trataremos en otro momento porque muchos usan este aspecto para no hacerse cargo de lo propio, volviendo a la teoría psicoanalítica en una justificación de las propias bajezas y convirtiéndolo, entonces, en acto, en un antipsicoanálisis hecho y derecho.
Ahora bien, desligar al síntoma del no-querer-saber es el camino del síntoma en un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Esto implica su transformación, el volverse éste cada vez más real. Es por esto que Lacan, en contra de lo que Freud decía de la pulsión, que es nuestra mitología, decía que el síntoma es real. Es tan real que hasta el síntoma salvaje nos muestra el camino de lo que debería lograr un psicoanálisis, porque el síntoma salvaje, en su amalgama, logra tocar lo real por lo simbólico, sólo que el signo le está dado por el no-querer-saber sobre lo real mismo, y eso lo vuelve la satisfacción peor para el sujeto.
En este mismo punto Lacan podría haber dicho también que la no relación sexual es real, pero se les volvería menos palpable en la clínica a los practicantes. Pero esto de la palpabilidad genera un problema, porque el síntoma, al ser un concepto más palpable, es también más comprensible, y al ser hablante, que se desliza con gusto por la pendiente del no-querer-saber, le encanta comprender. Nuestro trabajo es, entonces, no comprender demasiado rápido qué es el síntoma.
Rápidamente recordaremos que el síntoma es una de las formaciones que Lacan llamó del inconsciente. Sí, pero, ¿qué es el inconsciente? Por eso es importante precisar qué quiere decir inconsciente real, concepto que mencionamos en la clase anterior. Así como un psicoanálisis vuelve más real al inconsciente a través de la transferencia, lo mismo ocurre con el síntoma, formación del inconsciente.
En nuestro gráfico, ¿qué hay a la salida de un psicoanálisis? Ese síntoma real es lo que Lacan llama sinthome, el cambio sintomático que se desprende de un psicoanálisis llevado hasta las últimas consecuencias. Allí podemos situar un síntoma, un nombre y un padre. Estas tres cosas cambian con un psicoanálisis porque nos adueñamos de ellas. Hay allí también lo femenino, la posibilidad de soportar mejor lo femenino. En este punto el psicoanálisis orientado puede responder a una pregunta que se han hecho los eruditos sin saber qué hacer con ella. Han inventado respuestas ciertamente, pero todas ellas se muestran vacilantes y poco rigurosas si se las miran con cuidado. Pueden ir a buscar vestigios de esto que voy a decir en tres libros que los van a remitir a muchos libros más. No quiere decir esto que es fundamental que lo hicieran para entender lo que nos convoca, pero si quieren pueden ir a ver. Son dos libros de Alfonso Reyes, Religión griega y Mitología griega, y un libro de Walter Otto titulado Los dioses de Grecia. Nos centramos en la figura de Atenea y una pregunta que a los eruditos se les vuelve insoportable rompecabezas. Tenemos que entender que tanto el artista como el cúmulo de generaciones en el mito, señalan y anticipan, pero no saben explicar por qué, y respetar al arte y al artista implica no rebajarlo a psicopatología en un extremo, ni venerarlo como explicación exhaustiva en el otro extremo, dos cosas que suelen ir juntas, aunque parecieran contradictorias.
Atenea, entonces. Subrayemos sus características fundamentales para llegar luego a la pregunta con la cual no saben qué hacer los eruditos. La primera característica para subrayar es que a Atenea no le agrada la acometida ciega y a los golpes del guerrero sino la prudencia y la dignidad. En un episodio de la Ilíada Aquiles, ofendido por Agamenón, ya estaba a punto de responderle con la espada, pero de repente se detiene y piensa un momento si le conviene atacarlo con ira o dominarse a sí mismo, entonces siente que lo tocan por detrás y, al girar su cabeza, su mirada se encuentra con los ojos de Atenea. Episodios así hay en varias obras. Otra característica fundamental es que ninguna madre la engendró, tiene solamente padre pues salió de la cabeza de Zeus. Esquilo se lo hace decir con todas las letras: “no hay ninguna madre que me parió. […] Mi corazón pertenece a lo masculino en todas las cosas, menos en la unión matrimonial, y me conservo sólo para el padre”. Acá es donde tanto artistas como eruditos trastabillan y todo porque se les mezclan las tres dimensiones de la sexualidad humana que mencionamos en la clase anterior. Si no fuera así, allí donde Esquilo le hace decir masculino, Atenea diría femenino, pero el sentido común no entendería del todo. El artista anticipa, pero no todo y algo se le puede escapar todo el tiempo, porque anticipa sin saberlo, y creer lo contrario es negar lo inconsciente.
Sin embargo, algo entiende el mito, y es allí donde los eruditos sitúan mal la pregunta y se encuentran en un callejón sin salida. Esa pregunta está escrita con todas las letras por Otto en su libro, después de leer lo que Esquilo y otros le hacen decir a Atenea, Otto escribe: “A pesar de todo esto es de sexo femenino. ¿Cómo explicarlo?”.
Para explicarlo, como dijimos, hay que sacar del medio el término masculino que agrega Esquilo y entender que todas las características mencionadas en las obras remiten a lo que se encuentra al volverse el síntoma real. Ese empuje a la prudencia y la dignidad no es un empuje a la razón en contra de la pasión, como se lo leyó, sino un empuje a no pincharse ya con el propio estilo que es lo que le ocurre espontáneamente al ser hablante. El cambio de síntoma, que es cambio de la satisfacción peor para nosotros por otra menos peor es lo que nos hace devolver la espada a la vaina. Síntoma, nombre y padre, más lo femenino, bien situados. Atenea tenía que ser de sexo femenino, aunque no supieran las generaciones por qué, ni aunque lo femenino tuviera que ver con el sexo femenino ni anatómico ni relacionado con el cuerpo sexuado si dejan de confundirse las dimensiones de la sexualidad humana. Y hay más, como señala bien Otto: “lo femenino no le pertenece ni como amante ni como madre, ni como bailarina ni como amazona”, se desprende de otra dimensión y tenemos también la característica fundamental de sus ojos, en el adjetivo estereotipado Glaucopis, “la de ojos claros” que no horrorizan jamás. Nunca Gorgopis, siempre Glaucopis. Alejada del horror a lo femenino.
Toda esta vuelta que dimos no está allí, sin embargo, para responder a la pregunta que atraganta a los eruditos, aunque acá hay mil datos para aprovechar, sino para pensar un poco qué pasa con el síntoma en un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias y, a parte de ello, poder entender qué es el síntoma mismo. Los que recién empiezan, y no solamente ellos, cuando intentan presentar un caso clínico, tratan de orientarse siempre, de entrada, de la misma manera y se preguntan acerca de qué se queja el paciente. Los que supuestamente les enseñan el camino a los que recién empiezan suelen preguntarles así: “¿cuál es el motivo de consulta?”. Esa pregunta tiene como fundamentos algunos prejuicios que tenemos que erradicar. El resultado de esos prejuicios, que ya vamos a mencionar, es que rápidamente se solapan las cosas y creen haber atrapado el síntoma en la queja o, en el mejor de los casos, en la rectificación de la queja. Algunos creen que basta preguntar cómo participa uno en aquello de lo cual se queja para haber llevado las cosas lo suficientemente lejos. Otros, peor todavía, están esperando el momento justo para formular esa pregunta. Y acá se solapan el practicante y el analizante porque el practicante que espera el momento justo en su práctica es porque lo está esperando en su análisis que, por eso mismo, no empezó todavía.
¿Cuál es el prejuicio fundamental que hay en ese “cuál es el motivo de consulta”? Es el mismo que está en el creer que el paciente puede saber con claridad qué es lo que no marcha, y eso no es ni más ni menos que la negación sin más del inconsciente por horror ante el acto que nos sobrepasa. El que hace esa pregunta con candidez es claro que no sabe que se le está deslizando por detrás un prejuicio moderno, y para entender cuál es volvamos a la tragedia griega.
Para un practicante es importante leer la tragedia griega (y toda la literatura universal, por otra parte) porque ella implica una posición ética que le da el lugar correcto al ser hablante. La tragedia griega surgió en un momento histórico particular que le permitió situar en el buen lugar la naturaleza del ser hablante. No vamos a mencionar cuál es ese momento histórico, aunque tiene que ver con una transición entre lo antiguo y lo nuevo, “cuando se empezó a mirar el mito con ojo de ciudadano”, escribió algún helenista. No importa, lo que importa es el resultado. Y el resultado es el hacerse cargo del inconsciente incluso no llamándolo así. No es casual que Freud pudo encontrar en la tragedia de Sófocles sobre Edipo un buen ejemplo para pensar lo que le enseñaba la clínica. Dos cosas nos enseña, de hecho, la tragedia griega: no negar el inconsciente, que constituye una fortaleza del héroe trágico y no una debilidad, se trata de una fortaleza ética; y el hecho de que la certidumbre se desprende del acto, al revés de lo que espera el obsesivo.
Aprovechemos, para entenderlo, lo que escribe Vernant sobre la tragedia. Vernant, cuando habla de la tragedia, está bien, aunque cuando habla del psicoanálisis demuestra no haber entendido nada, al punto que escribe un artículo muy extenso titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega” que empieza declarando que “para el hombre de las sociedades contemporáneas de Occidente, la voluntad constituye una de las dimensiones esenciales de la persona”, y en todo el artículo no menciona ni una sola vez al psicoanálisis que contradice, desde su propio nacimiento, esa dimensión esencial para el capitalismo.
¿Por qué mencionamos esto de pasada? Porque es justamente ese lugar dado a la voluntad el prejuicio que se desliza, sin que se vea, en la pregunta por el motivo de consulta, y es la tragedia griega la que nos muestra otra cosa. Vernant, cuando no niega afectivamente un psicoanálisis que no sabe qué es, dice cosas que están bien y que, además, son más que cercanas con el psicoanálisis verdadero: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa”. Y es por esto por lo que le da el lugar correcto al ser hablante. “Toda tragedia juega, por tanto, necesariamente con dos planos”.
Este aceptar el hombre que no es dueño de sí mismo le permite una posición ética que le hace entender, además, que la certidumbre se desprende del acto y no al revés, cosa que lo obliga al coraje de jugársela.
“En la perspectiva trágica, obrar comporta por tanto un carácter doble: es, por un lado, tomar consejo en uno mismo, sopesar los pros y los contras, prever al máximo el orden de los medios y los fines; por otro, es contar con lo desconocido y lo incomprensible, entrar en el juego de las fuerzas sobrenaturales de las que no se sabe si al colaborar con nosotros preparan nuestro éxito o nuestra perdición. En el hombre más previsor, la acción más pensada conserva el carácter de una aventurada apelación lanzada hacia los dioses y que sólo por su respuesta se sabrá, la mayoría de las veces a expensas propias, lo que valía y lo que quería decir exactamente. Es al final del drama cuando los actos cobran su verdadera significación y cuando los agentes descubren, a través de lo que realmente han cumplido sin saberlo, su verdadero rostro. Mientras no esté todo consumado, los asuntos humanos siguen siendo enigmas tanto más oscuros cuanto más seguros se crean los actores de lo que hacen y de lo que son”.

Esto es la tragedia griega, y es lo que enseña un psicoanálisis.
Volvamos, ¿qué es el síntoma y cuál es su destino en un psicoanálisis? Es, primero, algo complejo y heterogéneo que no debe comprenderse. Es suplencia. Es charlatán y mudo. Es algo que cambia y se vuelve, si hay psicoanálisis, cada vez más real. Es, por lo tanto, el centro de un psicoanálisis a la salida de él y nunca a la entrada, y esta es una clave fundamental para precisar las cosas.

Pallas Athena, Rembrandt.
Pallas Athena, Rembrandt.


*Clase 6 del curso teórico-clínico anual 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Tres contra uno: hay un psicoanálisis

 

Sebastián Digirónimo

Me toca el lugar más fácil y el más difícil. Es el más fácil porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. Es el más difícil por lo mismo, porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. ¿Cómo decir una vez más sin repetir? Si uno mira con cuidado toda la enseñanza de Lacan, va a descubrir que está marcada siempre por esta pregunta, y el resultado es un intento por decir cada vez mejor lo que no puede decirse. Esto implica improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención, que no es un término, este último, que pudiéramos tomar a la ligera. La obra de Freud se puede leer de la misma manera. Ese improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención es el espacio de un psicoanálisis.

Dicho esto, vamos a empezar de nuevo con un epígrafe tomado del prólogo de la obra de Octavio Paz de 1956 titulada La hija de Rappaccini: «Mi nombre no importa. Ni mi origen. En realidad no tengo nombre, ni sexo, ni edad, ni tierra. Hombre o mujer; niño o viejo; ayer o mañana; norte o sur; los dos géneros, los tres tiempos, las cuatro edades y los cuatro puntos cardinales convergen en mí y se disuelven. Mi alma es transparente: si os asomáis a ella, os hundiréis en una claridad fría y vertiginosa; y en su fondo no encontraréis nada que sea mío. Nada, excepto la imagen de vuestro deseo, que hasta entonces ignorabais».

Queda claro que este epígrafe tiene que ver con lo que podría esperarse de un psicoanalista, salvo aquello primero de “en realidad no tengo nombre”, porque de un psicoanálisis, que es de donde surge un psicoanalista, surge también un nombre. Mi nombre es Furia, palabra que en sí misma no dice nada, es necesario oponerla a ira y no importan tampoco demasiado cuáles son esas palabras sino el pasaje de una a la otra. Ira es lo que había antes, Furia lo que queda después. ¿Antes y después de qué? De un psicoanálisis. No del psicoanálisis sino de un psicoanálisis.

Partimos desde aquí, entonces, hacia ese lugar que ya anticipé en los encuentros anteriores diciendo que el psicoanálisis no existe. En seguida tenemos que precisar qué querría decir esa afirmación: lo que hay es, como dijimos recién, un psicoanálisis. Uno por uno, en su singularidad. Un psicoanálisis que, por otra parte, debe ser demostrado y no simplemente postulado. Esto nos lleva a tener que precisar la noción de experiencia que está en juego en un psicoanálisis, que es enteramente análoga a la que está en juego en la poesía y que contradice punto por punto la noción del sentido común. La experiencia psicoanalítica, como la experiencia poética, nada tiene que ver con la acumulación de vivencias, se trata más bien de un atreverse a entrar en un ámbito desconocido en el más radical de los sentidos, pues ese desconocido es directamente incognoscible, aunque con él se puede hacer otra cosa que no es conocerlo. No rechazar el inconsciente en el sentido del psicoanálisis es hacerse cargo de su definición más radical que podríamos señalar ahora con esa paradoja de un saber no sabido (por nadie, además). Está en boga entre los practicantes del psicoanálisis una distinción que les parece muy útil a la hora de pensar lo impensable de un psicoanálisis y que es la distinción entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Puede ser útil, sí, pero esa misma distinción esconde la fórmula que deberíamos sostener con fuerza: el inconsciente es real o no es. Real en sentido lacaniano, como expresión del radical no-hay. No vamos a profundizar más por allí, en otro lugar ya dijimos que esa dicotomía se vuelve mucho menos peligrosa si la convertimos en un tríptico: inconsciente salvaje, inconsciente transferencial e inconsciente real. Su precisión queda para otro momento, sólo señalemos que es necesaria. De hecho, el problema de la dicotomía que tanto les agrada a los practicantes es su aparente comprensibilidad.

Experiencia, entonces. Pero experiencia en un sentido muy específico. Y experiencia a demostrar, pero ello también en un sentido muy específico: en sentido lógico, como se demuestra un teorema, y, además, en acto y a nadie.

De allí partimos, aunque ese punto de partida implica ya todo un recorrido acerca de lo que no es un psicoanálisis. No es un juego intelectual, mucho menos un ornamento narcisista para el mero pavoneo. Contrario a eso, lo que dijimos y que contradice punto por punto al supuesto sentido común que funciona siempre sólo como obstáculo epistemológico, usando esa noción tan fructífera de Bachelard: una experiencia a demostrar.

De lo otro, sin embargo, se ve por todos lados, y sería interesante interrogar los motivos, porque ello nos llevaría rápidamente a toparnos con un punto clave que podemos llamar, con guiones, no-querer-saber-nada-de-eso. Precisar la forma de ese no-querer-saber es clave, y lo es en el interior de esa experiencia a demostrar. Preguntarse todo el tiempo, en el diván, ¿cuál es mi no-querer-saber? El mío, singular, único. Me acuerdo de un practicante que decía, en una charla, que él iba por la calle preguntándose por el goce de los demás, y que eso es lo que debía hacer un psicoanalista. No, lo que debe hacer es preguntarse por el propio goce, en posición analizante, sabiendo que ese goce es, además, único e inconmensurable, y si quiere lo puede hacer yendo por la calle, eso no importa, si estamos en la buena posición el diván lo llevamos con nosotros, como una especie de caracol psicoanalítico. Y todo ello sabiendo únicamente que el propio no-querer-saber está allí, y que lo estará siempre. Preguntarse por él empuja hacia la divisa de un psicoanálisis orientado: el famoso (por repetido, no por ejecutado) ¡atrévete a saber!

El practicante que eso decía es un psicoanalista muy reconocido, sobre todo lo era en la década del noventa, aunque hoy lo sigue siendo. Hay otra anécdota que apunta hacia el mismo lugar y nos sirve. Tenemos un problema que suele no verse siquiera. Hay que hacer un esfuerzo por situar, en el buen lugar, el análisis propio (eso implica situar en el buen lugar la noción de experiencia). Si no lo situamos en el buen lugar, lo que se nos escapa es el no-querer-saber y nos deslizamos entonces de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, al psicoanálisis que no existe. Y todo esto sin advertirlo siquiera. Ocurre espontáneamente, por más que se repita que lo fundamental en la formación de un psicoanalista es su propio análisis, hay prejuicios que, en acto, nos hacen situarlo en el mal lugar. Y eso quiere decir que hay que hacer un esfuerzo más, un esfuerzo que es de lectura verdadera, que es la que empuja hacia la escritura. Claramente no hablamos de las meras acciones de leer y escribir como quien lee y escribe la lista del supermercado, es un poco más complejo. Podemos tomar un ejemplo relacionado con ese psicoanalista. El otro día leía un libro suyo en el cual se publicó uno de sus cursos-seminarios. Si se lo lee con cuidado, se verá que oscila todo el tiempo entre lo que se sostiene con la palabra y algo que se escribe pero que contradice esa palabra que se había dicho. Y ello se relaciona estrechamente con el mal lugar dado al propio análisis. ¿Qué ocurre entonces sin que se lo perciba? Que el no-querer-saber toma el mando y con ello nos deslizamos, sin advertirlo, hacia el no hacernos cargo de lo real, incluso diciendo que tomamos un camino hacia lo real y su clínica. Tomemos un único ejemplo de ese libro para ejercer la lectura en acto. Dice allí, correctamente, que “no hay teoría ni práctica que pudiera agotar el encuentro y el desencuentro del parlêtre con lo real”. Tal vez convendría decir sólo desencuentro e incluso inadecuación, pero está bien. Sin embargo, dice algo que contradice en acto esta misma declaración si se la sabe leer, y eso hace que, generalmente, pasara desapercibido y que el deslizamiento hacia el no-querer-saber se hiciera furtivo. Dice: “aun siendo psicoanalistas, con muchos años de análisis a cuestas, los del propio análisis incluidos”, y sigue la frase después de este prolegómeno. Y en eso solo ya se deslizó lo que hay que saber leer y ya se contradijo en acto la otra afirmación correcta. Implica un prejuicio común, que nos acecha desde lo más hondo de nosotros mismos, así que probablemente les pasará desapercibido hasta que no lo señalemos con atención. Ese prejuicio común, tan difícil de romper, es el siguiente: un psicoanalista es alguien que atiende pacientes. No, un psicoanalista es, como señaló Lacan alguna vez, alguien de quien se espera un psicoanálisis. Pero vamos a leerlo con cuidado: ello implica alguien que llevó su propio análisis hasta sus últimas consecuencias, y de estos no hay tantos como se cree. Volvamos a la frase de este reconocido practicante, eso que agrega al final, “los del propio análisis incluidos”, hace que se sitúe el análisis propio como algo secundario, y el prejuicio se desliza desapercibido tanto para el que articula la frase como para el que la oye. Los “muchos años de análisis a cuestas” son, fundamentalmente, los del propio análisis, pero es peor todavía, porque la cronología es secundaria, y no son años, es otra cosa, es precisión, es poesía, es escritura. Está lleno de gente que dice “tengo veinte años de análisis” (y ese tengo ya es una clave de alarma) y, en acto, se manifiesta que, en todo caso, tiene veinte años de concurrir a sesiones en las cuales no se pasa casi nunca más allá del gozoso parloteo, del blablablá que no mueve en nada el amperímetro de la relación con el no-querer-saber propio. Y el problema es que esto se desliza con el mayor de los mutismos. El prejuicio halaga el narcisismo: “somos psicoanalistas porque atendemos pacientes, a diferencia de todos los que no lo son”, y, prejuicio análogo: “y lo somos porque leímos a Freud y a Lacan” (y a Winnicott, y a Melanie Klein, y a Ferenczi y al que fuera). ¿Seguro que los leímos? Leer no es la acción de pasar los ojos por la letra impresa, leer es pasar la palabra a escritura y eso sólo ocurre poniendo en su lugar el propio análisis y sabiendo que él empieza a existir cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

Antes dijimos psicoanálisis orientado. La palabra orientado, que acabamos de usar, implica dos cosas juntas: una dirección, que es de la historia a la poesía, del sentido al sin-sentido, de la palabra al silencio que pasó por la palabra y que suele resumirse con una frase que se repite pero que no debe comprenderse: hacia lo real. Pero también implica lo opuesto a desorientado. No se trata de una orientación entre otras, es la orientación, hacia el hacernos cargo en acto del radical no-hay.

Ya en este punto surge un problema que está presente desde Freud hasta aquí. Freud mismo lo formula con sus términos: ¿cómo conciliar lo infinito de ese no-querer-saber (interminable en el vocabulario de Freud) con el término posible de un psicoanálisis, con su conclusión? Nos va a interesar, desde aquí, la relación que hay entre la repetición circular, en bucle, y el corte. El camino de un psicoanálisis, desde este punto de vista, es ese: de la repetición de lo mismo al corte.

Pero volvamos al no-querer-saber. George Steiner, en el prólogo de La poesía del pensamiento, señala que “tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada”. Pero es peor que eso: tenemos que postular que no habrá nunca algo así como “aprender a pensar”; lo que habrá siempre es no-querer-saber. El homo sapiens está horrorizado y lo estará siempre. Percussas pavore hominum. Pero si bien el horrorizado no-querer-saber es lo que habrá siempre, también puede haber un empuje contrario a él. Por supuesto, destinado a perder, pero, ¿y?

Ese empuje implica un esfuerzo de escritura que es un esfuerzo de poesía. Es sabido que Platón rechazaba dos cosas en las que él mismo estaba sumergido: la poesía y la escritura. Lo que ocurre es que no se mira con cuidado ese rechazo y sólo se lo repite casi como lugar común. Lo que Platón temía, tanto de la escritura como de la poesía, es la autocomplacencia de lo que llamamos, con Lacan, comprensión y que es algo bien específico. Estamos todo el tiempo en peligro de comprender, a punto de ceder a esa autocomplacencia propiciatoria del no-querer-saber. En ese punto Platón estaba orientado, su problema comienza por la suposición, que sostiene todo el tiempo, de que el desvío de la comprensión puede evitarse. Pues bien, no se puede. El no-querer-saber manda. Pero sí puede mitigarse su efecto, justamente haciendo el esfuerzo de pasar la palabra a escritura y la narración a poesía, que es exactamente lo que el mismo Platón hizo. Como señaló Roland Barthes en una conferencia que dictó en Italia en 1974, si la escritura va más allá de la palabra es porque ella es la verdad del lenguaje (y no de la persona del autor). Y hay dos experiencias que son, en acto, la demostración de esto: la de la poesía y la de un psicoanálisis. Eso mismo que decía Barthes puede decirse, con Octavio Paz, de la siguiente manera: los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía. El camino de un psicoanálisis, de la biografía a la poesía, de la historia a la poesía, de la narración a la poesía, tiene que ver con esto.

La poesía es esfuerzo de precisión. ¿Por qué? Porque no atenta contra la ambigüedad de los vocablos (como sí lo hace, por ejemplo, la neurosis obsesiva, muchas veces en el consultorio, cuando postula que “lo que quise decir es x” –la respuesta que suelo dar es “no importa lo que quisiste decir, importa lo que decís sin querer”). No atentar contra la ambigüedad de los vocablos es hacerse cargo de que no hay sinonimia absoluta y ello permite escribir al pie de la letra. Sí, la ambigüedad no negada es precisión, y sólo la poesía lo sabe. Y el psicoanálisis, pero no el que no existe, no la disciplina intelectual: un psicoanálisis en acto, singular, escrito, ético, llevado hasta sus últimas consecuencias, demostrado y poético. Y eso está al alcance de todos, sólo que, llegado allí, el todos se desvanece y nos queda la singularidad no-toda del estilo. Y es por ello por lo que podemos sostener, al mismo tiempo, lo que decía Freud y que suele ser mal entendido: un psicoanálisis no es para todos. Para todos y psicoanálisis no van juntos, no pueden ir juntos. O psicoanálisis o para todos. Se excluyen. Un psicoanálisis es adueñarse en acto del propio estilo, y, como señaló Mallarmé, hay ritmo desde que hay estilo. Por eso un psicoanálisis implica un esfuerzo de poesía a ser demostrado en acto, no postulado y sólo enunciado teórica e intelectualmente.

Por supuesto que ello puede hacerse. Hay ejemplos, se puede decir exactamente todo lo que estamos diciendo con la mera intención de negar la castración. No es una cuestión de enunciados, sino de posición de enunciación, pero para distinguir ambas cosas hay que saber leer.

Un psicoanálisis, entonces, y ¿qué es un psicoanálisis? Es ese empuje incansable contra el inextinguible no-querer-saber. Hasta se puede decir que es un empuje imposible contra la naturaleza misma del parlêtre. Eso es lo que hace a su fragilidad. A que se sostenga sólo de eso que Lacan llamó deseo del analista, que es formalizable y que no debe confundirse con el deseo a secas del sujeto. Pero no sirve de nada formalizarlo intelectualmente, hay que hacer su experiencia. ¿Dónde nace? En el diván, haciéndose cargo del propio no-querer-saber, llevando la solución espontánea y salvaje que instauramos ante el no-hay, que llamamos sinthome espontáneo, que es defensivo, a ese otro sinthome, que llamamos analítico, inventado en el camino de un análisis y que implica el perturbar la defensa hasta sus últimas consecuencias y hacerse al final un nombre. Como el poeta. Lo escribió bien María Zambrano: “como el poeta no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse”, esto antes, decimos nosotros, “tendría que adoptar el nombre de lo que lo posee”, sigue Zambrano, “de lo que lo toma allanando la morada de su alma, de lo que lo arrebata”. Y adoptar no es suficiente, agregamos, encarnar ese nombre singular. Esto no ocurre repitiendo lo que dijeron Freud y Lacan, sino imitando en acto su posición ante lo real, que es de Freud, de Lacan, de Unamuno, de Sócrates, de los verdaderos poetas, que son los que se atreven a otra cosa que el no-querer-saber espontáneo. Borges señalaba que un maestro es alguien que nos muestra cómo enfrentarnos al universo, digamos, mejor, a lo real, pero no basta con ser discípulo, hay que atreverse a ser maestro, en soledad y silencio. Retomemos algo que está escrito en otro lugar: porque callo después de haber pasado por la palabra es que escribo. Hay algo más que el desnudo no-querer-saber que, en realidad, jamás está desnudo sino vestido y disfrazado con aplastante sentido, y podemos atrevernos a ese algo más.

En otro lugar lo llamé coraje de la experiencia y alguien preguntó por qué mencionar al coraje al hablar del psicoanálisis. La respuesta es que si no mencionamos al coraje y, sobre todo, si no lo ponemos en acto, el psicoanálisis no existe. Por supuesto que se puede delirar teóricamente, se puede también hacer estragos atendiendo pacientes; esos estragos son, fundamentalmente, dados por jugar la partida del no-querer-saber de a dos. Y ello puede ocurrir porque hay al menos tres niveles en un psicoanálisis pero que no tienen los tres el mismo peso. El nivel fundamental es el nivel de la ética, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la filosofía. Después está el nivel del saber, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la ciencia. Y por último está el nivel clínico, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la psiquiatría. Si el nivel de la ética falla en acto no ocurre esa triple diferenciación y el psicoanálisis, entonces, no existe.

Subrayamos, entonces, una vez más, la importancia de poner el propio análisis en su lugar. Los poetas lo supieron siempre. Por ejemplo, otra vez, Borges. El joven Borges que, en su libro de 1926 del cual luego renegó hasta el final (al punto de eliminarlo de su obra completa ­–tres libros eliminó, que igual se consiguen: El idioma de los argentinos, Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza, que es ese libro de 1926), allí escribió que “pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. El mejor lugar para ello es un psicoanálisis, donde ese vivir las palabras es pasarlas a escritura. Pero hay que atreverse a ello, y una de las formas de no atreverse es venerar a los poetas como si fueran seres especiales, inalcanzables para el común mortal. Tal vez nos conviene citar a Emerson, “si un hombre quiere hacer algo bien, debe acercarse a ello desde una posición más elevada”. El que considera al poeta como algo inalcanzable ya se acerca a la poesía de la mala manera y no está en grado de adueñarse de las palabras viviéndolas. Un esfuerzo de poesía es eso, específico, difícil, quizá imposible, no basta mentarlo para ejercerlo. Un esfuerzo de poesía es en acto y contra el no-querer-saber. Hay muchos, sin embargo, que postulan haber llevado el propio análisis hasta sus últimas consecuencias cuando, en realidad, ese análisis ni siquiera comenzó. Podemos llamarlo el antipsicoanálisis. Es lo más común.

Porque lo que hay ya lo dijimos: no-querer-saber perpetuo, incansable, infinito, pero en algún lugar hay también uno que le dice no al ruido, al parloteo vacío, al zumbido que aturde, al horror y, desde la soledad y el silencio que no niegan la muerte, se atreve a una invención. El psicoanálisis no hay. Si nos atrevemos, puede haber un psicoanálisis.


Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.

Tomás Sánchez. Isolate, 2001

Esto no es un análisis

Rodrigo Airola

“Y si alguno de éstos, como despreciando la sencillez de tales palabras, con soberbia flaqueza se lanzase fuera de su nido alimenticio, ¡ay!, caerá, ¡desdichado! Y, Señor Dios, ten piedad, no sea que al polluelo sin plumas lo pisoteen quienes pasan por el camino. Y envía a tu ángel, que lo vuelva a poner en el nido para que viva hasta que vuele.”

San Agustín, Confesiones (Libro XII)

Arkangel (2017) es el segundo episodio de la cuarta temporada, escrito por el creador de la serie, Charlie Brooker, y dirigido de manera correcta por Jodie Foster. Su trama puede resumirse de manera muy simple: una madre, en extremo preocupada por la integridad de su hija desde que ella nace, decide someter a la niña a un experimento que consiste en implantarle un chip que, conectado a una suerte de tablet, le permite monitorear e intervenir de manera estrecha sobre la vida de la hija con la promesa doble de protegerla a ella y tranquilizarse a sí misma.

Este episodio no está entre los más destacados de la serie, es, en muchos sentidos, predecible, y más cercano al drama que a la distopía que caracteriza a los demás capítulos. Sin embargo, ciertos detalles de Arkangel capturaron mi atención.

En buena parte de los capítulos de Black Mirror sus protagonistas experimentan diversas sensaciones de encierro inducidas, directa o indirectamente, por algo que involucra algún dispositivo tecnológico, sin que resulte posible muchas veces vislumbrar una salida. Ese algo opera en tono de asfixia, se expande indefinidamente y nada parece escapar a sus dominios; la desesperación de sus cautivos es, muchas veces, su impotente contraparte y, correlativamente, se promueve lo mismo en el espectador.

Me pregunto si no hay en esta cualidad un punto de cruce entre una condición estructural del parlêtre y cierto rasgo de eso que se suele llamar subjetividad de la época.s04e02-arkangel-peq-800x1200

Dudo que algún otro capítulo de esta serie, como Arkangel, haya promovido semejante cantidad de artículos presuntamente psicoanalíticos. La mayoría de ellos se presentaban como un análisis de Arkangel, y redundaban con más o menos definición en lo mismo, que podría resumirse así: el estrago materno y el hijo como objeto fetiche de la madre. El tema parecía, a grandes rasgos, obvio. ¿De qué otra cosa habla Arkangel? Aunque, ¿es esa la lectura de un psicoanalista?

Magritte pipaUna expresión se deslizó entonces entre labios, primero como queja estéril dirigida a uno de esos artículos: “¡esto no es un análisis!”, pero luego, repentinamente, escuché en la frase una adaptación del famoso “Esto no es una pipa” (La traición de las imágenes) de René Magritte, y me causó gracia. Había leído hace un tiempo el ensayo sobre Magritte de Michel Foucault que aborda las múltiples, si no infinitas, paradojas de dicha pintura (junto con Los dos misterios, variación de la primera), y algo en la expresión disparó diversas asociaciones. “Esto no es un análisis”. Es el título que necesito.

Distinguir los rasgos de la subjetividad de cualquier época de las condiciones inalterables del parlêtre es un punto de partida necesario, pero, tengo para mí la pregunta de si algo en lo que Lacan postula como discurso capitalista, que es un no-discurso, no podría conspirar con los límites presuntamente insobornables de tales dos dimensiones de la experiencia humana.

Los diagnósticos generalizados son conocidos por todos y parecen extenderse: desabonados del inconsciente, forclusión del sujeto, clínica de la inexistencia del Nombre-del-Padre, etcétera. Los mismos están, para decirlo rápido, ligados con lo que se denominó, con Jacques-Alain Miller, “la época del Otro que no existe” y que, a los fines de estas articulaciones, resumiría en la evaporación de una instancia de autoridad que encarne un lugar de excepción en el tratamiento de la condición trágica del parlêtre, pudiendo dejar así vacante la función que instaura la Ley de la palabra, y lo que esta habilita.

Entonces, retomo: esto no es un análisis. ¿Y qué es un análisis?

Casi al final del Seminario 6, en la página 537 del apartado “Hacia la sublimación”, Lacan se pregunta por el deseo del analista: “El análisis no es una simple reconstitución del pasado; el análisis tampoco es una reducción a normas preformadas; el análisis no es un épos; el análisis no es un éthos. Si debiese compararlo con algo, sería con un relato que fuese, a su vez, el lugar del encuentro acerca del cual se trata en el relato”.

Y dice en el párrafo siguiente acerca de la posición del analista: “Nos hallamos en la posición paradójica de ser los intermediarios del deseo, o sus parteros, quienes velan por su advenimiento”.

Retengan esta cita. Vayamos ahora sí al otro parto.

La primera escena de Arkangel contiene la matriz sobre la que se desarrolla la trama de todo el episodio, y es uno de esos detalles, quizá el principal, que justificó mi elección de este episodio. Todo comienza en un quirófano. Marie está siendo intervenida quirúrgicamente, su rostro, agotado y nervioso, se reprocha culpable de “no haber podido pujar más” frente a una enfermera que la acompaña impasible a su derecha, confirmando de este modo que se trata de una cesárea. Segundos después los médicos retiran al recién nacido y un silencio espectral es seguido por la desesperación de su madre que, a los gritos, implora le confirmen que su hija está bien. Finalmente, la bebé llora, se la entregan, y fin de la escena. Junto con esto, lo central para mí es cómo la escena está filmada. Desde el comienzo la cámara procede desde atrás de Marie, que está acostada en la camilla del quirófano. La camilla está separada por un velo que divide lo que los médicos están realizando más allá de él, y, por lo tanto, la futura madre tiene el campo de visión casi completamente obstruido por ese separador. Lo mismo le ocurre al espectador, que está situado de su lado, aunque, por la altura y la disposición de la cámara, puede ver un poco más, sólo un poco más, de aquello que ocurre detrás de la cortina: un panorama más amplio del quirófano, el movimiento de los médicos, y un pequeño detalle: algo de sangre…

Arkangel 1

Bien, volvamos a la pipa.

El famoso cuadro de Magritte contenido en La traición de las imágenes, ese que dibuja una pipa y debajo de ella la descripción reza “Esto no es una pipa”, pone en primer plano el estatuto del significante, su equivocidad, su necesaria primacía en la configuración de la realidad y, por lo tanto, el carácter de semblante de esta última.

En un apartado denominado “Hay pipas y pipas”, del libro La permanencia de lo negativo, Slavoj Žižek se sirve de diferentes cuadros de Magritte para ilustrar la ruptura de la lógica de la representación que implicó el pensamiento kantiano: “la inconmensurabilidad radical entre el campo de la representación y la Cosa irrepresentable”. Primero apela a una escena de Madame Bovary, de la que extrae una distinción entre el realismo, “la creencia ingenua de que, detrás de la cortina de las representaciones, realmente existe una realidad sustancial y llena”, y el posrealismo que comenzaría “con una duda respecto de la existencia de esta realidad ‘detrás de la cortina’, es decir, con el presentimiento de que el gesto mismo de ocultamiento crea lo que pretende ocultar”.

Nos interesa la tensión entre estas dos concepciones, porque es dicha tensión la que retomaremos en nuestro quirófano. Pero antes resumamos lo que Žižek ejemplifica luego con diferentes cuadros de Magritte: “detrás de todas estas paradojas emerge la misma matriz, la misma fisura básica cuya naturaleza es, en última instancia, kantiana: la ‘realidad’ jamás está dada en su totalidad; siempre hay un vacío abierto en medio de ella, que es llenado por diferentes apariciones monstruosas”.

En síntesis: podemos servirnos, con Žižek, de pinturas como El telescopio o Personaje que camina hacia el horizonte, pasando por las ya mencionadas pipas, por nombrar sólo algunas, y en todas ellas encontraremos variaciones de una misma estructura que nos confronta con el carácter ficcional de la realidad, que con Lacan llamamos semblantes, y sus vínculos siempre irreductibles con lo real.

Regresemos con Marie. Están entonces estas dos dimensiones: una que nos sitúa de este lado con la agobiada madre, y esa otra que está detrás del velo, que figura y configura el campo que está más allá de nuestras representaciones; y que juegan con esa tensión que mencionamos antes, sobre todo desdoblando el campo de la visión entre lo que podría percibir Marie y ese poquito de más al que se permite acceder al espectador; lo que podríamos pensar como una metáfora de la división constitutiva del sujeto. Más acá, entonces, Marie se reprocha no haber hecho lo suficiente. Culpa que sabemos no es otra cosa que la perversa artimaña de un deseo acorralado por la cobardía que engendra la angustia. Toda la escena contagia ese afecto certero. No por nada Freud volvió tantas veces a la experiencia traumática del nacimiento para preguntarse si no configuraría el prototipo de la angustia. Pero, entonces, ¿qué balbucea en ese estado de extrema indefensión la culpa de Marie? El texto hay que saber leerlo, está en eso que se dice sin saber lo que se está diciendo. Lo que hay es un fantasma, y ese fantasma no cesa de escribir que hay una hija perdida. ¿No es eso lo que está sobrevolando el quirófano, haciéndonos testigos partícipes de ello? ¿Acaso no es lo que sobrevuela todo el tiempo el completo episodio de Arkangel? Desde la escena en la que Sara se pierde en la plaza, y que lleva a Marie a contratar los servicios de la compañía Arkangel, pasando por su preocupación de que llegue bien a la escuela, o las ya más desesperadas veces en que advierte que su hija le oculta algo (que el guion presenta primero bajo la forma de una escena sexual, y luego con el consumo de alguna droga), para finalmente estar presente, de manera apoteótica, en ese final en el cual el fantasma parece realizarse: se perdió una hija, y la mirada extraviada de la madre, todo su cuerpo a la deriva, no son otra cosa que figuraciones de que esa madre es ahora, sobre todo, esa hija perdida que nunca dejó de ser.

Bien, ahí está Marie: luego de los golpes que le dio su hija, con la misma tablet queArkagel estaba destinada a garantizar su tranquilidad, ya sin Sara, en medio de la calle, sola, con su andar desencajado, sus piernas a punto de quebrarse, y ese detalle de la sangre, sí, la sangre otra vez, en todo su rostro…

El no-discurso que nombramos capitalista es –me permito utilizar una alegoría elemental– una gigantesca licuadora en la que todo va a parar a su interior, desintegra sin discriminar y nada la detiene. No es una representación original, sólo Zygmunt Bauman, por nombrar uno de tantos pensadores, tiene innumerables trabajos que desarrollan esta idea de lo “líquido” con extendidas elaboraciones.

Lo que me interesa subrayar es que la interpretación analítica, si algo no es, justamente, es eso. No pocos psicoanalistas, la mayoría de ellos imposibilitados de advertirlo, sienten estar en su salsa en su afán desconstructivista cuando, al compás de lo peor de la época, desprecian lo subversivo del descubrimiento freudiano: lo inconsciente, que en su núcleo siempre tendrá una opacidad que rechazan. No advierten que las salsas son la especialidad de ese artefacto. El sin-sentido que hay que alcanzar en un análisis sólo se alcanza trabajosamente, tratando con suma delicadeza esos elementos que, en calidad de significantes, son puestos en la escena del análisis. Delicadeza no es cautela deliberada, sino precisión que se sabe advertida de que en las marcas por las que discurre el sujeto anida algo imprescindible.

La operación per via di levare, que Freud grafica sirviéndose de la distinción que realiza Leonardo Da Vinci, es lo contrario de una topadora que destroza todo. Esos restos, los de la topadora, son tan bendecidos por el narcisismo como la pieza anterior a la colisión, pretendidamente completa.

Es cierto que las identificaciones y los ideales con los que se aliena el sujeto tienden espontáneamente a hacer consistir al Otro. Pero no es menos cierto que despreciar dichas marcas está muy lejos de producir la liberación anhelada. Y, además, deja al sujeto inerme ante un Otro que, paradójicamente, por no estar en ningún lado, está en todos.

Digámoslo con todas las letras: si se trata de prescindir del Padre, así, sin más, entonces el neoliberalismo ya acumula en el asunto muchos más diplomas que los que todo el andamiaje del mercado de conocimiento psicoanalítico pudiera ofrecerle, y no necesitó de ningún psicoanalista –aunque algunos se presten gustosos– para transformar al inconsciente en meros restos, un polvillo insignificante. Esos restos resuenan con la nada, que, aunque suene parecido, es lo opuesto de hacer resonar un vacío.

Dejemos por un rato la licuadora y sus salsas. Y digamos que la sangre no es unaArkangel sangre salsa, por mucho que esta última pueda simularla. ¿Cómo leer este significante que insiste a lo largo de todo el episodio de Arkangel? Se nos da a ver apenas, sugerente, en la primera escena del quirófano; baña todo el rostro de Marie al final; pero, sobre todo, aparece como el símbolo de aquello que la hija estaría imposibilitada de percibir. Promediando el episodio, está esa escena bisagra en la que Sara, tras frustrados intentos de tomar conocimiento acerca de eso que le estaba vedado (lo recuerdo: pregunta a un compañero de la escuela, luego intenta dibujarlo, y, en ambas, la censura del dispositivo impide que acceda a eso que se nombra “sangre”), finalmente se pincha un dedo con la punta afilada de un lápiz, y, sin poder evitar el pixelado de la imagen, comienza a clavarse el lápiz furiosa una y otra vez hasta que su madre la detiene. La sangre podría leerse como la metáfora de aquello que sería irrepresentable.

Como las apariciones monstruosas de las que nos habla Žižek, que están ahí para señalar lo real y velarlo al mismo tiempo. ¿Por qué no decirlo, con Magritte, una vez más?: esto no es sangre. Ahí donde para los seres hablantes se abisma el agujero de lo que no puede ser pronunciado en ninguna lengua, justo ahí donde la muerte y la sexualidad despliegan su mudez, nuestro episodio recurre al significante “sangre”. ¿Sólo eso podemos decir de él? Quizá un poco más adelante podamos agregar algo más.

Magritte 2Si bien se presta atención al ensayo que escribe Michel Foucault sobre Magritte, en su segundo capítulo sitúa con notable precisión la operación que sostiene la obra de la pipa (en cualquiera de sus versiones). La cita es muy bella: “La diablura radica en una operación que la simplicidad del resultado ha hecho invisible, pero que sólo ella puede explicar el indefinido malestar que este provoca. Esa operación es un caligrama secretamente constituido por Magritte, y luego deshecho con cuidado. Cada elemento de la figura, su posición recíproca y su relación se derivan de esa operación anulada una vez realizada. Detrás de ese dibujo y esas palabras, y antes de que una mano haya escrito lo que sea, antes de que hayan sido formados el dibujo del cuadro y en él el dibujo de la pipa, antes de que allá arriba haya surgido esa gruesa pipa flotante, es necesario suponer, creo, que había sido formado un caligrama, y luego descompuesto. Ahí están la constatación de su fracaso y sus restos irónicos”.

Esta operación consiste en pervertir la forma tradicional, que, como bien se puede deducir de la cita, no es otra cosa que un signo sólo sostenido por la intervención del significante del Nombre-del-Padre que permite sostener fijas algunas representaciones de nuestro universo simbólico. Son nada menos que los significantes Amo que discurren en los discursos, y que posibilitan que la lógica del significante, que –como machacó Lacan hasta el hartazgo– es lo que representa a un sujeto para otro significante, pueda ser otra cosa que mera inconsistencia en la cual todo el tiempo cualquier cosa puede ser cualquier cosa. Es cierto que el Nombre-del-Padre fija, pero no es menos cierto que es también lo que habilita al juego de las múltiples alusiones y paradojas, al libre discurrir, que sabemos no es tan libre, del sujeto por la cadena. Por el contrario, si nada establece puntos de fijación, referencias, entonces el sujeto se debate entre la estructura holofrásica que oblitera el intervalo, fijándolo de manera férrea, y la no menos paralizante metonimia infinita.

Efectuemos un nuevo desvío hacia Arkangel. Un pequeño diálogo de Marie con su padre nos puede servir de ejemplo para pensar el tratamiento de las marcas que promueve esta subjetividad neoliberal que intentamos pensar. Ella le cuenta a su padre acerca del dispositivo y su padre le pregunta por los costos de éste, Marie responde que es “una prueba gratis”, y él le replica con humilde ironía “Oh, gratis… sí…”. Esta respuesta señala muy bien que está advertido de que lo que está en juego son costos que cotizan más acá de lo económico. Pero el sujeto en el que se sostiene Marie no está en posición de escuchar, porque su goce la hace rebotar como un eco sordo en el interior de las coordenadas que configuran su fantasma.

El rechazo de las marcas que le vienen del Otro la lleva a hacer fuck you –literal– aArkangel fk un decir que, atravesado por la castración, distingue entre algo que se pudo haber perdido (su brazo que se quiebra de chica, en el reproche que ella le formula al padre) y esa “hija perdida” que, en la pretensión de no querer asumir ningún costo, está siempre al borde de perderlo todo. Y en este punto podríamos retomar la referencia a la sangre e intervenirla para usarla como metáfora de aquello que discurre entre generaciones, la herencia simbólica que, ya que hablamos de cotizaciones, estaría sufriendo una estrepitosa devaluación. ¿Qué es acaso ese empuje indiscriminado, y que suma cada vez más adeptos, a la “identidad autopercibida”, cuando reniega de los nombres que le vienen del Otro, sino la manifestación más acabada de la entronización del Yo?

Una de las paradojas más espeluznantes de la modernidad tardía es que, en nombre de la libertad, se le da el comando de todo al individuo, o sea al Yo, que sabemos que es una instancia al servicio del desconocimiento; desconocimiento que se podría traducir como rechazo de lo imposible. Rechazar la castración somete al sujeto al peor de los Amos.

Si es una verdad de la experiencia analítica que no hay Otro del Otro, no es menos cierto que existe un Amo de todos los Amos, Freud lo bautizó Superyó, que siempre ordena gozar siempre (no es una redundancia gratuita), y es quien gobierna sin límites cuando el Yo, siervo predilecto de aquél, más cree en su autonomía. ¿No se emparienta con esto aquel control al que nos referimos desde el principio?

A este Amo le sientan muy bien los ropajes que le brindan los objetos de consumo que produce el mercado sirviéndose del discurso científico, y así se presenta como un Dios impoluto, neutral, de una esterilidad y transparencia que quedan muy bien reflejadas en la blancura total de las instalaciones de la Compañía Arkangel. Este Dios impecable nos ha invadido con sus alados mensajeros celestiales, y el individuo moderno no deja de tejer alianzas con ellos, los abraza sin advertir que nunca se sale indemne de pretender tocar el cielo. Ícaros chamuscados que sin embargo no dejan de hacer fuck you.

Arkangel sala

Un nombre es lo contrario de un código. Recuerdo que hace unos años asistí a un seminario de Marcelo Barros en el que tomaba las figuras del círculo y la cruz para, entre otras cosas, ilustrar dicha distinción. Me interesa traer de una manera simple la idea que yo me formé y que tuve presente casi desde que comencé a escribir este texto. Hay una escritura asociada a la Cosa irrepresentable que habita el núcleo del parlêtre. Y puede haber el acto de inventar un nombre que equivoque el destino que dicha escritura no cesaría de realizar. Esta dialéctica entre una circularidad que repite siempre lo mismo y un corte, un desvío que introduce alguna torsión en lo que de otra manera sería inevitable, entiendo, es la manera más elemental en que se puede figurar aquello de lo cual están soportadas la experiencia y la ética de la operación psicoanalítica. Dicho acto es un acto metafórico. Hay una relación entre la separación y la metáfora.

Arkangel finalUna idea bastante extraña que tuve al menos apenas surgió, la primera vez que volví a ver Arkangel, fue que al finalizar el episodio, en el momento exacto en que se muestra a Marie totalmente desvalida con su rostro ensangrentado, pensé que esa mujer era ese bebé del comienzo del episodio, que ella era en ese preciso instante ese bebé que tanto temía que se perdiera. Si le damos algún crédito a esta ocurrencia, se ve la estructura circular que se despliega, donde el final conectaría con el principio, y donde nunca se sabría bien en qué lugar empieza y termina algo. Ese círculo es trágico si no viene alguna instancia a anteponer un no al goce, un límite, que en calidad de interpretación pueda equivocar, desviar un poquito, el orden de hierro de ese postulado; esa salida, de acontecer, será una salida poética y, al mismo tiempo, un nuevo comienzo. Por alguna razón relaciono esto que estoy escribiendo con el poema “Booz endormi”, de Victor Hugo… tanto insistió Lacan con ello, ¿sólo habremos retenido el gesto de quedarnos dormidos?

Los tres que me acompañaron hasta acá, esas marcas que fui siguiendo, están muy lejos de haber agotado sus interrogantes, sin embargo, el recorrido me permitió anudar algunos puntos de cruce. Con ellos vuelvo a desplegar la pregunta: y entonces, ¿qué es un análisis? Un análisis es una experiencia que, si está bien orientada, lleva a confrontar al sujeto con la indeterminación que le es propia, y, por lo tanto, con lo incurable de su condición. Apunta siempre en dirección a lo irrepresentable, pero no lo hace sin servirse de la buena manera de las representaciones que dominan el relato, lo cual se logra pasando por las vueltas que merece lo inconsciente para alcanzar la densidad que le es propia, y, en el mismo movimiento, hacer desconsistir los sentidos hasta ese borde que hace de litoral con el vacío. Esto también es poner lo más singular del goce al servicio de un deseo advertido de lo que No-hay por estructura, de aquello que nos arroja a la vida una y otra vez más acá de cualquier cálculo.

Y entonces, ¿ya respondí a la pregunta? No. Esto no es un análisis.

Como al internarnos en el cuadro de Magritte, sólo podemos ensayar definiciones siempre provisorias. Hay que servirse de las marcas. Reconquistarlas. Y esto se logra sólo perdiéndonos en sus paradojas, habitándolas en su desamparo, atravesar su opacidad para, al salir de ahí, al asomar la cabeza al mundo por un segundo, escribir algo, y después volver a empezar. Y así una y otra vez. Esto no es un análisis.

Por ahora, voy a dejar acá. No sin antes excusarme ante los que quizá se acercaron esperando un análisis de Arkangel, a ellos no puedo menos que reenviarlos al comienzo.


Presentado el 30-10-2021 en la actividad Black Mirror en la Red, transmitida por Zoom.

Black Mirror, tecnologías y goce

Sebastián Digirónimo

  1. Vamos a empezar con algo que ya dijimos en este espacio, para ratificarlo y darle mayor fuerza: los que creen que en la serie Black Mirror el tópico central es la tecnología están equivocados. Hay que introducir, con el psicoanálisis, una distinción importantísima: en el campo del ser hablante jamás hay que confundir lo mudable con lo inmutable. O, como le dijo Montale a Pasolini alguna vez: “no hay que cambiar lo esencial por lo transitorio”. No importan los términos que se usaran para la oposición, es la oposición misma la que hay que saber sostener, y ello quiere decir saber distinguir una cosa de la otra. No hacerlo lleva a errores groseros que implican todo el tiempo descubrir novedades fantásticas y olvidar el bíblico “nada nuevo bajo el sol” que debe considerarse todo el tiempo. En términos técnicos es, incluso, saber distinguir la diferencia que hay entre el sujeto y la subjetividad. Y esa distinción no es un mero capricho teórico, debe saber sostenerse en acto. Muchos hay que teóricamente creen saber distinguir una cosa de la otra, pero después terminan hablando de la subjetividad de la época como si ello hubiera cambiado lo esencial de la estructuración del sujeto por el funcionamiento significante. Y esto ocurre todo el tiempo.

black_mirrorDicho esto, lo que sí se puede ver con claridad en la serie es el uso que hace siempre el ser hablante, el parlêtre, que es el sujeto más el goce, de las nuevas herramientas tecnológicas que se van inventando a lo largo de la historia, desde la rueda hasta los hologramas y cualquiera otra tecnología no existente todavía: y ese uso es siempre un uso de goce. Y, si bien se mira, es lo mismo que ocurrió siempre con la herramienta fundamental y primaria, que es el lenguaje. Siempre nos hemos engañado con el uso externo, con el uso que viene por añadidura, porque siempre se nos suele escapar el uso primario, básico y elemental, que es el uso de goce. El prejuicio utilitarista dominó siempre el pensamiento teórico y filosófico. Pero hay que entender que hay siempre, antes, un uso de goce. Así, el lenguaje sirve para comunicar sólo por añadidura, su uso primario es un uso de goce. Sin el concepto lacaniano de goce, se nos suelen escapar los resortes últimos del entero campo de lo humano, siempre. Y esto empezando por el lenguaje mismo. La distinción lacaniana entre el lenguaje y lalangue es lo que hay que saber sostener, y para ello hay que sacarlo del uso en jerga que sirve sólo para el sentimiento de pertenencia de los que se creen iniciados. Ahora, el problema es que no basta decir que se está considerando el concepto de goce para hacerlo en serio.

Dos preguntas podemos desprender de aquí. Una es, por supuesto, qué es el goce, y vamos a ver si podemos aprovechar los dos capítulos seleccionados de la serie para responder de una manera entendible por fuera de la jerga, pero, al mismo tiempo, sin vulgarizar un concepto difícil. La otra pregunta tiene que ver con una dicotomía que se suele usar en semiótica: la dicotomía entre uso e interpretación de una obra. Podemos aprovechar esa dicotomía introduciendo en ella una forma distinta de la que tiene en semiótica y agregando, además, un tercer término. Nos quedaría un tríptico formado por interpretación, uso y abuso de una obra.

Partamos por la interpretación. El psicoanálisis tuvo siempre que ver con ella, pero las relaciones entre el psicoanálisis y la interpretación no son tan sencillas como se cree desde el sentido común. Porque si bien existe hasta un concepto que hace a la interpretación psicoanalítica, ésta, precisada, mirada con atención, es lo contrario a la interpretación común y corriente. Porque la interpretación en psicoanálisis no se funda en el añadir sentido, tarea que puede hacerse al infinito, sino que la interpretación psicoanalítica se basa en la introducción del no-sentido, en la sustracción de sentido y no es su añadido. Esto permite entender que el movimiento de un psicoanálisis no es el de la añadidura de un sentido verdadero aportado por el practicante (como creyeron y creen muchos) sino en la constatación y experiencia de la fuga del sentido para luego hacer algo con ella.

En semiótica se suelen distinguir varios tipos de interpretación, una de esas distinciones más comunes se da entre una interpretación semántica, relacionada con los sentidos que introduce un lector ante un texto, y una interpretación semiótica que explicaría estructuralmente por qué un texto puede producir esos sentidos. Queda claro que esta distinción lejos está de la interpretación psicoanalítica (que es también poética) y que lo que logra es vaciar de sentidos el texto sin atentar, al mismo tiempo, contra la ambigüedad de los vocablos, y, en realidad, justamente por eso.

Eso que llamamos ambigüedad de los vocablos es el hecho estructural de que el significante se presta a la interpretación (en el sentido vulgar del término) porque puede tomar muchos sentidos y, en el fondo, todos (que quiere decir infinitos, que es un todo que jamás se completa en realidad, y esto es importante en sentido lógico). Es esto lo que quiere decir aquella frase de que con el tiempo adecuado se le puede hacer decir a cualquier frase cualquier cosa. Como el significado se desprende de la unión entre significantes, basta agregar uno más de ellos para cambiar el significado y eso puede hacerse hasta el infinito. La interpretación psicoanalítica es, justamente, ponerle un freno a esta maquinaria infinita. En ese poner un freno, en ese dirigir hacia el sin-sentido la proliferación de sentidos, lo que hay es cesión de goce. Entonces, de nuestro tríptico inicial que era interpretación, uso y abuso, podemos agregar un cuarto término que es la interpretación psicoanalítica como contraria a la pendiente natural de la interpretación como proliferación de sentidos. Entonces tenemos dos interpretaciones que se oponen entre sí: la común y la psicoanalítica. Y podemos oponer entre sí los otros dos términos: uso y abuso de una obra de arte.

En semiótica la interpretación suele oponerse al uso tomándola como la lectura mejor y más precisa del texto (a la interpretación). Acá vamos a poner a cuenta de esa precisión la noción de uso y en contra del abuso. Y una lectura que usara una obra de arte para sus fines es una lectura que, análogamente a la interpretación psicoanalítica, no introduce sentidos y, sobre todo, no los introduce a la fuerza, a los martillazos y por doquier. La pendiente natural, en este caso, lleva hacia el abuso. No nos cansamos aquí de repetir que lo que suelen hacer los practicantes del psicoanálisis cuando abusan de las obras que fueran forzando sentidos psicoanalíticos en ellas es, justamente, atentar contra el psicoanálisis mismo, porque el psicoanálisis es otra cosa. Ciertamente le hace creer al hombre común que el psicoanálisis es la proliferación de sentidos, de sentidos supuestamente psicoanalíticos, que muchas veces se cree que son sentidos sólo sexuales, cuando el inevitable abordaje de la sexualidad en un psicoanálisis tiene que ver, en cambio, con el sin-sentido y con el agujero último de la relación sexual que no hay.

Planteamos, entonces, el uso como la lectura buena y el abuso como la lectura que introduce sentidos a la fuerza. Allí está el concepto de abstinencia acuñado por Freud para ayudar al practicante a entender que abusar de las obras introduciéndoles sentidos forzados es el camino al cual no debería guiar un psicoanálisis. De hecho, un psicoanálisis, como dijimos, no se guía por la proliferación semántica sino por lo que en el sujeto del sentido es lo sin-sentido que es lo que permite hacernos cargo de la famosa falta en ser. Pero no vamos a seguir la explicación de esto con más detalle porque nos desviaríamos demasiado del eje de nuestra actividad. Anotémoslo sólo como introducción necesaria y anotemos también, simplemente, que, en cuanto a la relación con las obras, al practicante del psicoanálisis le convendría usarlas y no abusar de ellas. Y esta diferencia no es un mero juego teórico e intelectual, ella estriba en abstenerse del poner e imponer sentidos y, por lo tanto, se relaciona con una ética que es la del acto psicoanalítico y, al mismo tiempo, la del buen lector que hace a lo que Borges llamó, en sus Nueve ensayos dantescos, lectura ingenua.

  1. Tenemos dos capítulos para comentar y empecemos por orden cronológico. En el capítulo titulado The entire history of you lo que tenemos es un dispositivo tecnológico que nos convertiría a todos en una especie de Funes el memorioso, el famoso personaje de Borges cuya memoria era tan minuciosa que, para recordar un día, tardaba exactamente un día, porque lo recordaba todo. De hecho, de costado, casi al pasar al principio del capítulo, hay una publicidad que sostiene que “memory is for living”. Acá sostenemos, y el capítulo mismo lo hace en realidad, que decir que la memoria es para vivir implica decir que la memoria es para gozar. Ocurre allí que el dispositivo permite revisar cada acontecimiento de la vida cotidiana volviéndola a ver en imágenes (e incluso pudiendo proyectarla en pantallas para que lo vieran los demás). El capítulo está bien armado y nos muestra algo de lo que ocurriría si ese dispositivo se usara realmente. Sería captado, en seguida, para el regocijo del goce. El goce es aquello con lo cual se topó Freud rápidamente y que le hizo entender, en forma temprana, que no era hacer consciente lo inconsciente el fin de un psicoanálisis. Él no lo llamó goce, hay que esperar a Lacan para ello, pero se acercó a entreverlo en lo que se llama el giro de los años veinte. Lo llamó pulsión de muerte y, los que vinieron después de Freud, en general intentaron deshacerse de ese concepto contradictorio y poco manejable. Lacan lo volvió a poner en el centro de la consideración de los practicantes con el concepto de goce, pero los que se dicen lacanianos suelen hacer lo mismo que hacían los que se decían freudianos y sólo lo tratan como un concepto. Podemos extraer una sentencia con forma axiomática de esto: todo concepto es contrario a la experiencia psicoanalítica y la pendiente espontánea de la cobardía del ser hablante empuja a hacer, de cada cosa, un concepto. El concepto se vuelve aséptico y ello permite que no interfiriera con el goce, justamente. Tiene un fin esa pendiente y esa cobardía: no ceder goce que es no-querer-saber-nada-de-ello. La idea de hacer consciente lo inconsciente, que el sentido común sostiene todavía incluso aunque crea no hacerlo cuando ese sentido común se encarna en alguien que se sostiene practicante del psicoanálisis lacaniano, es la lisa y llana negación del inconsciente mismo. Es algo que se puede constatar en la experiencia clínica cotidiana, en los casos escuchados como en el caso que uno mismo es: saber por dónde pasa el goce no nos permite para nada dejar de gozar ahí. De lo que se trata en el goce es del no poder parar, y esa característica queda enteramente figurada en el capítulo. the entire history of you 1El protagonista no puede parar de regocijarse con la figura del engañado, primero, y con la idea del amor perdido, después. Allí podríamos señalar algo que le daría más fuerza a ello y los escritores de la serie perdieron la oportunidad. Nos muestran, primero, cómo se regocija con el querer ver la infidelidad, con la satisfacción anudada a la posición del no elegido por la mujer. Es bien claro el carácter paradójico de esa satisfacción que es sentida como malestar. Ello se observa en el rostro del protagonista cuando obliga a la mujer a mostrarle el acto sexual con el otro y se obliga a sí mismo a verlo. Ocurre en el minuto 42 con 48 segundos y el goce se ve en el rostro bien actuado por el protagonista. Luego, al final, cuando queda claro que ella se fue, nos muestran que se regocija de la peor manera con escenas en las cuales puede inferir, con cierto margen de certeza, que ella lo amaba y eso se veía con claridad incluso en cómo ella lo miraba. Eso es cristalino en la serie, pero podría haber tenido más fuerza todavía si se nos mostraba que esa diferencia de lectura que el protagonista hace podía hacerla exactamente con las mismas escenas. Ellos pierden la oportunidad y nos muestran escenas distintas para cada lectura. De todas formas, la cosa funciona, y vemos con claridad cuál es una de las definiciones posibles del goce y entendible para cualquiera: es, simplemente, regocijarse en el peor lugar para nosotros mismos. El capítulo nos muestra dos de los ingredientes fundamentales de los fantasmas que se anudan al goce y que se encuentran siempre en la clínica: primero, el desfasaje que tanto molesta al neurótico entre él y el deseo del Otro (primer tiempo en la serie) y esto se ve en el empuje a la verificación del “no me elegís” tanto con la mujer como con la entrevista de trabajo, esa respuesta del no elegido vela la pregunta del “¿qué me querés?” (y que hace al doble movimiento necesario en un psicoanálisis que implica, primero, eliminar la respuesta para abrir la pregunta y, segundo, pasar de esa pregunta al “pero, ¿qué quiero yo mismo?”; y, segundo, el problema del objeto perdido (segundo tiempo en la serie) que toma la forma allí del “me amaba y la perdí” que es “había algo que me completaba y ya no está”. La idea de pérdida es enteramente neurótica e implica el buscar incesantemente el objeto perdido que, en realidad, jamás fue. La neurosis es hacer pérdida (que se considera reversible) del agujero que hay (y que es irreversible). Ello implica no hacerse cargo de lo imposible lógico y enmarañarse en la impotencia. Si tomamos estas cuestiones y dividimos el capítulo en dos tiempos, lo que ocurre es que vemos que se trata de un capítulo pesimista. El movimiento de un tiempo al otro nada tiene que ver con el movimiento que ofrecería un psicoanálisis y que nos permite resolver de la buena manera ese regocijo situado en el peor lugar. Del primero al segundo tiempo lo único que cambia es que ella se fue, él sigue regocijándose exactamente con lo mismo, aunque parecieran dos regocijos distintos. Son dos tiempos del mismo impasse neurótico y lejos está el movimiento que se observa en el capítulo de la serie de la resolución que permite un psicoanálisis. De hecho, el final, en el cual él se arranca el dispositivo, es enteramente cobarde y, además, fútil. Podemos saber cómo debería seguir la cosa después del final del capítulo. El protagonista descubriría, pocos minutos después de haberse arrancado el dispositivo, que no lo necesitaba en la menor medida para regocijarse con esas imágenes que estaban supuestamente contenidas en él. El verdadero dispositivo no puede arrancarse con tanta facilidad, implica los movimientos necesarios para un psicoanálisis, y esos movimientos comportan una complicación: para ellos es necesaria una posición ética contraria a la cobardía natural del ser hablante que no quiere ceder goce. the entire history of you 2Cuando Freud introdujo su noción de pulsión de muerte, hacía referencia a eso que, si se sabe leer, se ve en ese capítulo. Si existiera un Funes el memorioso, el hecho de recordarlo todo no sería su problema, sino el uso que haría de ese recordar en demasía. De hecho, hay que tomar en serio lo que señala Freud (lo señala también Thomas De Quincey e incluso un poco antes que Freud) y entender que, en realidad, todos somos, de alguna manera, Funes el memorioso. El problema del ser hablante es que no hay olvido, y es tratar de forzar ese olvido que no hay lo que se vuelve problemático. En el marco de la neurosis eso se llama represión. Que estamos enfermos de conciencia es, en realidad, que estamos enfermos de memoria, que no hay olvido, que en todo caso puede haber sólo recuerdos encubridores, pero olvido no. Y el problema fundamental es que hay goce, y para atreverse a moverlo de lugar es necesario eso que llamamos, en otro lado, el coraje de la experiencia, y atreverse a él es parte de una insondable decisión que nos concierne en lo más íntimo y a cada uno de nosotros en radical soledad.

  1. Al otro capítulo que elegí para comentar hoy, White christmas, es justamente por aquí que podemos entrar. Acabamos de decir que al final de The entire history of you el protagonista se arranca el dispositivo en un intento fútil por eliminar la fuente de malestar. Este es un punto de diferencia fundamental entre los dos capítulos ya que, esa salida fácil e inútil está impedida en White christmas. A los 26 minutos y 24 segundos uno de los protagonistas lo dice con todas las letras: “los ojos Z no pueden extraerse”. Y el otro también lo dirá a los 51 minutos y 31 segundos, agregando que no puede evitar por ello la mutilación de los recuerdos provocados por el bloqueo y diciendo bastante cómicamente que “no puede sumergirse en la miseria” mientras lo vemos en acto sumergirse en la miseria y regocijarse con esos recuerdos mutilados. Los ojos Z, por lo tanto, se acercan más a figurar lo que es el goce que el dispositivo del capítulo anterior. Al goce no se lo extrae. Sin embargo, con él se puede hacer algo distinto a lo que hacemos espontáneamente desde la posición del no-querer-saber-nada-de-eso. En este punto los capítulos parecen oponerse pero eso ocurre sólo en apariencia y vemos que, sin importar la característica del dispositivo tecnológico que fuere, la clave está en el goce imparable.

El otro protagonista es el que mejor nos muestra lo que dijimos al final del comentario del capítulo anterior: que no hay olvido. Él intenta olvidar de la peor manera posible, y ello constituye justamente el no-quiero-saber-nada-de-eso. Podría pensarse que lo que acomuna a los dos capítulos elegidos es que hay en juego algo relacionado con la infidelidad amorosa, pero eso es sólo una superficie insulsa, lo sustancioso está en otro lado y tiene que ver con la relación del ser hablante con el no querer saber. Ese no-querer-saber tiene que ver con la no-relación sexual, y por lo tanto es fácil que se mostrara, desde el abordaje espontáneo, con el mal encuentro amoroso, pero lo que más importa no es el mal encuentro amoroso sino su motivación estructural. Hay que precisar qué es el saber para entender por qué es necesario hacerse cargo del agujero en él. Someramente podríamos definir el saber en contra del sentido común: el sentido común lo definiría como la articulación de sentidos y lo confundiría entonces con el conocimiento, el psicoanálisis nos permite definirlo de una manera más compleja pero más precisa, justamente al contrario, como la articulación de no-sentidos. Con esto chocó Freud cuando postuló la pulsión de saber. Lacan lo rectifica bien al señalar que ese empuje por saber es en realidad un empuje por no saber nada de eso, por esconder el agujero de la no-relación. Las teorías sexuales infantiles son el mejor ejemplo de ello: la curiosidad del niño está ahí para encubrir la evidencia del agujero de la no-relación sexual. Todo conocimiento es, en realidad, un esfuerzo por desconocer. Un esfuerzo que, además, está destinado al fracaso.

Pero volvamos al inicio y desmenucemos el capítulo. Éste tiene una forma más compleja que el anterior y podemos decir, como dijimos, que tiene dos protagonistas. Vamos a descomponerlo en cuatro, no como la mayoría que dice que el capítulo incluye tres historias. Primero está lo que ocurre en el presente del capítulo, que es la interacción entre uno de los protagonistas y lo que sabremos que es la copia del otro en el intento de confesión de un crimen. Las otras tres partes sí son las tres historias que desembocan en el presente del capítulo, pero ese presente es la cuarta historia, son cuatro en el texto, aunque la mayoría cuenta sólo tres. Lo peor es que a veces fuerzan ese tres sólo para unirlo al tiempo navideño y decir que el capítulo es una alusión a la famosa obra de Dickens titulada Canción de navidad. Incluso si hubiera sido esa la intención de los autores, una especie de homenaje a Dickens, ello al texto no le importa nada. Y siempre es así, en el arte, si hay obra, a ella nada le importa de la intención de su autor. Entonces, tres partes, sí, pero sin olvidar la cuarta, que es en realidad la más importante. De esas tres, una es la historia central, que lleva al crimen del cual se busca la confesión, y las otras dos son las que hacen a la historia del experto en maniobrar con cookies, es decir, con esas problemáticas copias sobre las cuales se explica el origen en el mismo capítulo. De todas ellas podemos extraer algo, aunque ello no se refiriera todo el tiempo al núcleo de nuestro comentario. Vamos a hacerlo igual tratando de evitar, con todos los problemas que ello implica, el insertar sentido a la fuerza. Es decir, vamos a tratar de ejercer en acto la lectura verdadera.

En la primera historia el centro interesante parece estar descentrado para el ojo común, pues, por lo que anduve leyendo, todos se concentran en otras cosas y nadie lo señala. Ese centro es el hecho del desencuentro que implica la no-relación. Es eso lo que hace que existieran, por todos lados y todo el tiempo, supuestos expertos en seducción y encuentros amorosos. Es una ilusión neurótica. Y en la historia la cosa falla de la peor manera al toparse con la locura. Aunque en la serie se trata, de todas formas, de una lectura neurotizada del fenómeno psicótico que sirve, sin embargo, para hacer surgir lo real de la no-relación. Aunque la mayoría no lee esto, por lo que he visto, sí leen el voyeurismo y el engaño y blablablá. Decimos que es una lectura neurotizada del fenómeno psicótico porque se lo piensa sólo bajo la forma de la desesperación impotente del neurótico y no como la radicalidad impensable de lo que retorna desde lo real. Esto se observa dos veces en el capítulo: en la relación de “la loca” con sus voces (y decimos sus y no las a propósito), y, al final del episodio, en la escena de la radio que no puede eliminarse y vuelve al mismo lugar. De hecho, la radio se acerca más al fenómeno psicótico que las voces, pero se la lee también desde la impotencia neurótica.white christmas 4

La segunda historia tiene que ver con el origen de la calidad de experto de uno de los protagonistas: su trabajo formal como “entrenador de cookies”. El centro de esa historia es el que nos vuelve a poner en la dirección del goce. Ese centro es la satisfacción que él obtiene torturando copias que no son pensadas como humanas, pero la clave no es que no son pensadas como humanas, la clave es esa satisfacción de la cual él no se hace cargo y ello es el motivo por el cual se esfuerza por no pensarlas jamás como humanas. Eso es lo mismo que hicieron los nazis y cualquiera que no se hiciera cargo de la existencia de esa satisfacción, y, en algún punto, ese que no se hace cargo de la propia satisfacción, somos todos. Esa satisfacción está en juego en el rico que mira al pobre y también en el pobre que no se reconoce como tal y mira al otro pobre desde un pedestal engañoso (todo pedestal es engañoso). Esa satisfacción no reconocida es lo que hace a la persistencia de lo que en términos políticos del siglo XX se llamó la derecha. El capitalismo le sacó y le sigue sacando el jugo a ello. La derecha será siempre, por afinidad de goce, aunque éste quedara escondido, hermana de manifestaciones como el nazismo. Aunque reivindicara para sí palabras como libertad y democracia y las sazonara con mil y un eufemismos, esconderá siempre detrás la satisfacción que encuentra en la deshumanización del prójimo pasándolo siempre, para eso, de lo simbólico a lo imaginario. Este es el motivo fundamental por el cual la derecha política no tiende a desaparecer con el paso del tiempo y de las palabras que la definen, sino que tiende a afianzarse. Y es este también el motivo estructural por el cual el psicoanálisis verdadero no puede tender a la derecha política y, si lo hace, es sólo por la misma negación, en cada practicante, uno por uno, que hace a la posición del nazi que, en potencia, somos todos. Estamos diciendo cosas fuertes que arman revuelo y generan rechazos airados, pero es lo que ocurre al hablar del goce y del no-querer-saber-nada-de-ello. Pongamos un ejemplo más. Básicamente lo que está en juego en la derecha, en forma encubierta, es que mi derecho es más importante que el del otro. Es claro que nunca se dice abiertamente salvo a través de lapsus, pues esto se escapa al abrir la boca. Tomemos como ejemplo la energía. Si se declarara que es un derecho para todos, los dueños de las empresas energéticas protestarían airadamente simplemente (ya lo hacen) porque “mi derecho a hacer negocios es más importante que el derecho del otro a estar confortable, y el que no pueda pagar calor en invierno que se muera de frío”. No lo dicen así, pero lo piensan, y por eso llegan a decir que la cuestión de los derechos humanos es un robo, como dicen acá en Argentina. Pero como está naturalizado que la energía se paga, es un ejemplo que a muchos se les va a hacer difícil pensar. Si ponemos el aire en el lugar de la energía quizá la cosa se simplifica. Por ahora respiramos más o menos gratis, aunque si se mira con cuidado se verá que los aires más contaminados son para los pobres y no para los ricos. Igual podemos decir que por ahora no debemos pagar directamente por el aire que respiramos. Por ahora. Y todo esto es evidente, está a la luz del sol, y sin embargo suelen quedar perplejos todos cuando la derecha consigue incluso ganar elecciones supuestamente democráticas. Es que conseguir mantener oculto todo esto que está a la luz del día es posible si al otro lo deshumanizamos y ello se logra con facilidad pasando del eje simbólico al eje imaginario. Y todos lo hacemos en algún momento y espontáneamente. En el capítulo ocurre un breve diálogo entre los dos protagonistas sobre esto. Uno considera que la cookie no es humana por ser sólo un simple código y por eso puede torturarla sin más y, sobre todo, sin hacerse cargo él mismo de la satisfacción que obtiene en ello. El otro, que es el que confiesa al final el asesinato, considera que, si la cookie se piensa humana, entonces es humana. El otro, calculando empujarlo hacia la confesión, le dice que es un buen hombre y que empatiza. white christmas 3La empatía, que tan de moda está hoy como concepto, nada tiene que ver con esto y, en realidad, no existe, porque es sólo la negación del núcleo real de no-relación. Lo que ocurre no es empatía, sino que es otra cosa: sin tener que esconder de sí mismo la satisfacción de la tortura, el otro puede mantener la consideración en el eje simbólico y no desplazarla convenientemente al imaginario. El problema es que la pendiente espontánea en el ser hablante es no hacerse cargo y horrorizarse con esas satisfacciones inconciliables para los ideales yoicos, como señalaba Freud. Pero no somos un yo, somos seres deseantes y sustancia gozante y un psicoanálisis es hacerse cargo de ello. Pero hacerse cargo con todas las letras, hasta las últimas consecuencias, no decir teórica e intelectualmente que nos estamos haciendo cargo. No se trata de conceptos sino de experiencia. Y, si se mira bien y sólo habiendo llevado las cosas hasta las últimas consecuencias, de esa experiencia sí se puede extraer algo análogo a un concepto pero que funciona distinto y es mucho más estable: un nombre de goce. Uno por uno.

Dejemos de lado esto, sin embargo, con una nota de color. En esta historia del “entrenador-torturador de cookies” hay dos errores de continuidad que pueden ir a verificar si no los vieron. En un momento hay en juego una tostada, al principio ocurre que la tiene en su mano, en otro corte ella vuelve el tostador y un segundo después regresa a la mano del protagonista. Precisemos: a los 36’ y 14’’ segundos tiene la tostada en la mano; a los 36’ y 21’’ no la tiene; y a los 36’ y 29’’ reaparece en su mano. Luego, un poco más adelante, a esa tostada le da un mordisco. Si prestan atención, después del mordisco habrá un corte en el cual la tostada vuelve a estar entera y en los cortes siguientes recupera el mordisco perdido. A los 36’ y 46’’ la muerde; a los 37’ y 03’’ está mordida; a los 37’ y 07’’ vuelve a estar entera; y a los 37’ y 19’’ recupera el mordisco perdido. Al final, el protagonista dice “buena tostada”: sí, buena y mágica.white christmas Dato de color, como dijimos, que se desprende de la lectura atenta. Y, lectura atenta es, en realidad, un pleonasmo, porque lectura que no fuera atenta no es lectura. Convendría que hubiera dos palabras que distinguieran la lectura verdadera de la otra que no es lectura y que hacemos de manera automática como cuando leemos una lista de supermercado, pero no hay tal cosa y ello complica la situación, de todas formas, podemos hacer siempre un esfuerzo de precisión, que es un esfuerzo lógico, que es un esfuerzo de poesía.

Agreguemos, para los pocos que buscarán precisiones donde no son tan necesarias, que hay, en este capítulo, otro objeto casi mágico. Como error de continuidad no es tan claro como los que tienen a la tostada por protagonista. En la primera de las historias, los vasos que contienen la poción redentora, el veneno liberador, no es tan claro dónde quedarían cuando no se ven, en la interacción entre la suicida y el asesinado. De alguna manera, aparecen y desaparecen de las manos de la que llamamos, entre comillas, la loca. Y sí hay un objeto casi mágico como la tostada: el embudo que usa para hacerle tragar el resto de la bebida venenosa. Si se presta atención, no queda claro de dónde sale ese embudo que parece materializarse de la nada. Pero no es tan claro, pues podría traerlo escondido en sus ropas, en su cintura, por detrás. La tostada es irrefutable.

De los tres episodios que remiten al pasado nos queda ahora, entonces, el episodio central, el que desencadena el crimen y la cobarde voluntad de olvido que fue por donde entramos a la consideración de este capítulo.

  1. Es el episodio que más comentarios recibió entre los que revisé luego de escribir esto. Tuve que volver a esta consideración, entonces, para agregar que todos esos comentarios se concentran en la subjetividad de la época y en lo que hoy llaman apresuradamente, sobre todo aquí en Argentina, “la cultura de la cancelación”. El centro del capítulo, pese a esos comentarios, no es el bloqueo provocado por los ojos Z, que genera esas siluetas anónimas y potencian artificialmente la no-relación (como si hiciera falta), el centro del capítulo es el no querer-saber-nada ubicuo que llega al extremo de “no mencionar” para olvidar, cosa que se traduciría directamente en un “no ocurrió”. white christmas 1El extremo de la cobardía es ese bloqueo, que no es bloqueo del otro, es no hacerse cargo de nada, bloqueo del coraje que implica atreverse a saber. Ésa es la cancelación que debería temerse, la que se dirige hacia uno mismo, la que se dirige, justamente, a no hacerse cargo de que somos sujetos deseantes y sustancia gozante. Un psicoanálisis es, desde este punto de vista, el reverso de la cancelación.

Para seguir sobre este tópico central, podemos agregar, además, alguna consideración sobre las cookies, esas copias que antes adjetivamos como problemáticas. Pensemos un poco en esas copias y veamos alguno de los motivos que las vuelven problemáticas. Si se considerara la existencia del goce, del hecho de que el parlêtre es el sujeto más el goce, esa idea de las copias de uno mismo como un mero código en un procesador interno es un problema enorme. Veamos algunos aspectos de esto. En el capítulo, el experto intenta demostrarle a la copia que no tiene cuerpo arengándola a que le sople la cara, e inmediatamente después le aporta un cuerpo simulado. ¿Se puede creer ser uno mismo, como lo creen las copias, sin el cuerpo? Ahí ya hay una imprecisión que se desprende de que el sentido común entiende demasiado rápido qué es el cuerpo. Aportar un cuerpo simulado debería implicar aportar un goce simulado. El cuerpo no es sencillo como lo suponemos desde el sentido común. Suspendamos por un momento la incredulidad, como quería Coleridge, y pensemos que hay una obra de arte en juego. Supongamos, entonces, que la existencia de esas copias es posible. Mantengamos, sin embargo, la idea de que no es tan fácil como parecería desde el sentido común hacer una copia de la singularidad del parlêtre. Igualmente concedamos la posibilidad de su existencia. Volvamos, para eso, a lo que dijimos antes: desde el sentido común entendemos con demasiada facilidad qué es el cuerpo cuando, en realidad, se trata de algo muy complejo. Y esto ocurre todo el tiempo y ocurre también con los practicantes del psicoanálisis. Un buen ejemplo está dado por algunos de estos practicantes del psicoanálisis que parecen obsesionados con la idea del cuerpo y su importancia, pero no se toman demasiadas molestias por precisar un concepto dificultoso y múltiple. Ocurre que la mayoría de ellos, leyendo sólo las manifestaciones menores de cierta literatura actual que no ha de perdurar, y no habiendo leído jamás a los clásicos de todas las épocas que pasan la prueba del tiempo, exclaman extasiados “¡en eso está el cuerpo, el cuerpo!” (como el niño del cuento exclamaba “¡el lobo, el lobo!”), confundiendo el cuerpo, ese concepto múltiple y complicado, con cierta cualidad excrementicia e idealizando una seudo-trasgresión en el describir esa cualidad, sin ver que, siempre, sin importar la época, la verdadera trasgresión es apuntar a lo perdurable, a lo esencial, y no a lo transitorio que se confunde con lo esencial por mera estrechez de miras. Apuntar a lo esencial constituye siempre una trasgresión porque lo fácil es apuntar a lo mudable confundiéndolo con lo esencial. El cuerpo no está en lo excrementicio de cierta literatura menor que intenta sorprender al público con algo que sólo sorprendería la mojigatez de algunos, el cuerpo está en la verdadera escritura, y el verdadero arte. Como señaló Poe, el arte no será jamás la figuración de un queso podrido a través del mostrar un queso podrido. Pero, sin distinguir con precisión lo mudable y lo inmutable, esto no puede entenderse. En la descripción de alguien que se exprime un grano frente al espejo y genera un estallido de pus repugnante, no hay nada del cuerpo, aunque algunos escritores creyeran que sí y ciertos practicantes del psicoanálisis los aplaudieran en esa creencia. Son los mismos que se sorprenden porque “Freud sigue siendo actual” y “Lacan ya lo había anticipado”. La contracara de esos prejuicios es la creencia de que Freud es anticuado y Lacan también. Convendría aprender a leer y a pensar. ¿Y cómo se logra tal cosa?

Para responder a esto volvamos a la posible existencia de esas copias llamadas cookies. Suspendamos la incredulidad, como dijimos, y aceptemos la posibilidad de su existencia de la forma que la muestra la serie. ¿Para qué se usarían las cookies? Si sabemos distinguir lo mudable de lo inmutable podemos conocer la respuesta: para la cobardía neurótica, para, antes del acto, hacer un ensayo a través de las copias de uno mismo. Hay otro capítulo de la serie que se basa en esos posibles ensayos, se titula Hang de DJ. hang the djEs un capítulo demasiado optimista que evita encontrarse con lo que en realidad ocurriría. Y ello sería el descubrimiento de que tales ensayos no pueden funcionar, el descubrimiento de que no se puede simular el acto y de que una copia de uno no es uno ya que, en realidad, ni siquiera uno es uno mismo. El acto no puede ensayarse. Es o no es. El coraje de la experiencia es atreverse a sostener esto, precisamente, en acto. Y es ese coraje de la experiencia lo que posibilita aprender a leer y a pensar, pero ese coraje no sale de la nada, hay que atreverse a ello en un acto singular y difícil del cual, espontáneamente, no queremos saber nada.

Uss CallisterOtro capítulo de la serie, titulado USS Callister, muestra algo que podríamos llamar una especie de rebelión de las copias. Y está bien que en ese capítulo se rebelen las cookies, ya que allí se vuelven todavía más problemáticas que en los capítulos anteriores. Eso ocurre porque los escritores sucumben al más llano de los prejuicios biologicistas y materialistas. Si es un error considerar al sujeto como una serie de códigos que se pueden escribir en un microprocesador, muchísimo más equivocado es pensarlo como el fruto del código genético. Siempre debemos evitar los prejuicios llanos que nos acechan: para que hubiera psicoanálisis en serio lo que no tiene que haber es llaneza. En ese capítulo, el protagonista genera las copias a través de una especie de impresora de cookies cuya materia prima es el ADN. Cualquier biólogo sabe que no se van a copiar los recuerdos de alguien a través del ADN, mucho menos al sujeto, aunque el biólogo no sabe muy bien qué es. Pero tampoco se va a copiar al sujeto trascribiendo en códigos ese concepto anglosajón y vago que es la mente. La mente no existe, y se la llama en causa siempre para desconocer al sujeto que es, como saben los que manejan la jerga que acá intentamos evitar, eso que queda entre significantes. El sujeto no es sustancia, es ese vacío que se desprende del funcionamiento mismo de la maquinaria significante. Como lo dice Lacan, aunque parece ser, el sujeto es en realidad poema que se escribe. Lo que sí es sustancia es el goce. Y somos parlêtre, que es, como dijimos, el sujeto más el goce. Volvamos a la cookie de White christmas, un poco menos problemática que las de USS Callister, pero problemática al fin. Suspendamos la incredulidad y aceptemos la posibilidad de su existencia. Pero, si nos atrevemos a considerar la existencia del goce y a entrever el goce en nosotros mismos, ¿le daríamos el control completo de nuestra cotidianeidad, como ocurre en la serie, a una copia de nosotros mismos, a una copia esclavizada de nosotros mismos? Lo mínimo que haría cualquiera de nosotros sería cerrarle el agua caliente a nuestro original mientras se está duchando. Lo mínimo.

De nuevo: el acto no se ensaya, es o no es, porque hay real, hay real lacaniano en su radicalidad impensable, y un psicoanálisis es atreverse a saber esto y a sostener en acto todas las consecuencias que ello implica en contra del no-querer-saber-nada que nos constituye espontáneamente.


Presentado el 25-09-2021 en la actividad Black Mirror en la Red, transmitida por Zoom.

Black Mirror en la Red

  • El 25/09/2021 se presentará un comentario a cargo de Sebastián Digirónimo, con respecto a los capítulos White Christmas y The entire history of you.
  • Luego del comentario se abrirá el debate y las preguntas del público.
  • El capítulo no será transmitido durante la actividad, por lo que pedimos a los participantes que lo vean antes.
  • Para participar es necesaria la inscripción previa a través del formulario de inscripción.
  • La actividad es abierta y gratuita. Es por Zoom. Comienza a las 13hs de Buenos Aires. Se ruega puntualidad.