«Hay una piedra y hay un camino»

Jacques-Alain Miller

Pedro Ruiz
Pedro Ruiz

Decimos en francés: «hay un hueso» para decir hay un obstáculo, una dificultad. Se puede decir por ejemplo: «yo pensaba que esto iba a funcionar solo pero he aquí que hay un hueso.» Creo que esta expresión «hay un hueso» no se usa con este sentido en el Brasil. El hueso en portugués no está dotado de este valor semántico suplementario como en francés, que en ciertos contextos, puede hacer de él el significante del obstáculo. Busquemos un equivalente brasileño, podría ser: «hay una piedra.» Jorge Forbes aportó la referencia del poeta Carlos Drummond de Andrade, el poema «No meio do caminho» en la coetánea Tentativa de exploraçao e de interpretaçao do estar no mundo

El poema tiene los siguientes versos*:

No meio do caminho tinha uma pedra
tinha uma pedra no meio do caminho
tinha uma pedra
no meio do caminho tinha uma pedra
Nunca me esquecerei desse acontecimento
na vida de minhas retinas fatigadas.
Nunca me esquecerei que no meio do caminho
tinha uma pedra
tinha uma pedra no meio do caminho
no meio do caminho tinha uma pedra.

Desde que escuché y leí este poema, o más precisamente, algunos versos, me da vueltas en la cabeza. Hay una especie de encantamiento que me detiene en estos versos, me captura una cierta satisfacción. Pensé que podría liberarme, comentándolos, para introducir este seminario. Es una alegoría exacta del hueso de una cura.
Este poema dice bien lo que dice, lo que quiere decir, y lo logra repitiendo el «había una piedra» cuatro veces, una por cada uno de los versos que les recordé. Esta repetición insistente, sensible al obstáculo que la piedra representa, tiende a repetirse en el aparato psíquico. La insistencia repetitiva de esa frase actualiza en la sintaxis, la presencia misma de la piedra, de la piedra ineludible atravesada en medio del camino. Si el lenguaje sirviese sólo para expresar una significación bastaría decirlo solamente una vez. Sería una constatación, un enunciado denotativo, como suele decirse de una manera un poco pedante. Enunciado que afirma la existencia de una piedra en el medio del camino.

La repetición significante cuatro veces con variaciones de posición sintácticas, enriquece y vuelve más pesada la significación; le da el peso de una piedra y eleva esa piedra al lugar del obstáculo fundamental, del obstáculo que me impide recorrer el camino que decidí recorrer. El obstáculo que traba mi intención, bloquea mi movimiento y me obliga a repetir el enunciado de la evidencia. Evidencia que se me impone de tal forma que quedo sujetado a salmodiar mi desgracia, la desgracia frente a lo que encuentro en mi camino.

Para hacerme entender acabo de decir yo y mi camino, sin embargo, si prestamos atención advertimos que el primer verso no dice yo, no dice mi camino, no hay yo. Por el contrario, esos primeros versos enuncian de una manera impersonal el hecho de que hay una piedra en medio del camino. Pero es la repetición significante lo que llama al lector, al recitador, para que se ponga en aquel lugar del camino como si fuese su camino. Es ella la que lo convoca para que sea afectado por la piedra obstáculo infranqueable, obligando al sujeto de la enunciación a repetir inconsolablemente: «había una piedra», a repetir la evidencia de esa presencia contra la cual nada puede hacer.

Pasemos ahora a la piedra que hay en medio del camino de un análisis, obligando a quien lo camina a una repetición inconsolable. ¿Cuál es el obstáculo? ¿Es la piedra que el análisis transpone? ¿Cómo hacerlo?

Introduzcamos un poco de dialéctica entre el obstáculo y el camino. Inicialmente es la existencia de un obstáculo que hace existir la repetición, pero es porque hay repetición que se percibe y aísla el obstáculo. Existe una piedra en el camino, todo el mundo lo sabe, pero es obstáculo porque me puse a caminar. Por eso el poeta dice que ella está en medio del camino; ella está en su lugar, en el lugar que ocupa, el lugar es suyo porque lo ocupa, ocupándolo sin intención —la piedra no tienen ninguna intención de incomodarme en mi camino. La piedra de Carlos Drummond de Andrade es como la rosa de Angelus Silesius: existe sin por qué. No está allí para incomodarme, eso pasa porque yo voy por el medio del camino; porque yo instauré el mundo en el cual se encuentra la piedra, un camino que encuentra la piedra que me detiene. No la creé, ella existe. Había una piedra —me repito—, ya estaba allí antes de reencontrarla. Dependió de mí, fue por mi causa que una piedra que existe en el mundo se vuelva la piedra que encuentro en medio de mi camino. El camino, sin embargo, no existe en el mundo de la misma manera que existe la piedra. El camino existe sólo porque me puse a caminar, existe por mi causa; la piedra no existe por mi causa.

El secreto de estos versos sublimes y misteriosos es que el camino crea la piedra que se encuentra en su lugar. Ese medio no es la mitad geométrica, la mitad de un segmento que iría de A a B. El «estar en medio», del poema, no es este estar en el medio geométrico. Medio quiere decir que la piedra se encuentra en el camino.

El poema dice de la conexión entre el camino y la piedra. No hay obstáculo si no hay camino, pero no hay camino sin piedra, si no hubiese una piedra que me detenga, y a la que esté obligado a ver, y me obligue a repetir lo que veo con mis ojos cansados. ¿Será que sabría que estoy en camino?

El poema nos evoca la piedra como un bloque de materia sólida y pesada, ustedes conocen las piedras. Es algo más que un guijarro que se aparta del camino con un puntapié, pero también es menos que una montaña, la masa de una montaña aplastaría el camino, o también, sobre una montaña puede trazarse un camino. No es un guijarro, no es una montaña, es una piedra. Un pedazo de tierra, un pedazo del propio suelo que recorro, pedazo distinguido de la tierra que se elevó en mi dirección para decirme no.

Voy a continuar aún alrededor de este asunto, es la alegoría de nuestro tema. La piedra y el camino suponen la tierra, sin embargo el camino es la tierra que dice sí, es la tierra que acepta ser recorrida mientras que la piedra es la tierra que dice que no. En ambos, camino y piedra, es la tierra que habla.

Si aquí hay un poema no es porque un sujeto habla, un sujeto que diría lo que quiere; es porque la propia tierra habla. Es porque el poeta le presta su voz y canta: «en el medio del camino había una piedra.» Si la tierra habla, si dice sí cuando camino y no cuando encuentro la piedra, si ella habla es porque en medio de la tierra hay un ser hablante que se pone a caminar y encuentra una piedra. No habría camino ni piedra sin seres hablantes. Si no hubiese ser hablante ¿para quién hablaría la tierra? ¿Cuál es el camino del ser hablante?

El ser hablante tiene muchos caminos, va y viene, no para en el lugar, o si lo hace es por poco tiempo. Está en casa, va al trabajo, vuelve, visita a sus amigos, viaja por vacaciones, va a un congreso, muchos innumerables caminos. Todo ser hablante tiene un camino más esencial, único, que recorre mientras continúa siendo hablante, es el camino de su palabra. pero el camino que le permanece invisible, inaudible, desconocido, es también la piedra de su camino de palabra. Es sólo en aquello que se llama cura analítica que percibe estar en el camino de su palabra y que en ese camino hay una piedra. La cura analítica es la experiencia de aquello que significa estar en la palabra.


Jacques-Alain Miller: El hueso de un análisis, Tres Haches, Buenos Aires, 1998, página 11.

*En la conferencia Miller cita los primeros cuatro versos, aquí hemos publicado el poema completo.



«La angustia igual se presentaba, como en una cita eterna»

Gabriela Liffschistz

Hasta mi llegada a lo de Chamorro los intentos de análisis anteriores habían estado organizados en función de cerrar el dique, reconstruirlo y adaptar esa construcción al orden público y privado de la convivencia social, hacia la comprensión de los procesos, el razonamiento que intervenía, y en definitiva la alerta de la conciencia sobre los empujes dañinos del inconsciente. Lograr el control parecía ser el objetivo. Pero, por lo menos en mi caso, tantos años puestos allí habían fracasado, es decir, control había mucho pero no servía para nada. La angustia igual se presentaba precisa y puntual como en una cita eterna y sólo mi casi inexplicable predisposición a la risa, mi relación con la escritura y el arte en general, mi discurso principista de ex militante de izquierda y el amor de alguna gente —esto no todo junto sino presentándose por períodos, por separado, como balsas aisladas en un mar nocturno— me sacaban de ella por momentos como en interrupciones fugaces, como destellos que iluminaban por segundos otros escenarios posibles para la vida, pero al parecer imposibles de obtener de forma estable, que inmediatamente se me escapaban entre los dedos y volvían a depositarme otra vez, firme, puntual en el terreno de la desesperación.
Acostumbrada como estaba a convivir con lo que me tocase, la particularidad de mi angustia consistía—lo que la hacía consistente era— en que a pesar de su constante presencia, no me impedía llevar una vida alejada de cualquier signo de depresión. La angustia era más bien el fondo de la escena, pesadas cortinas de terciopelo antiguo, que si bien conservaban cierto brillo romántico, empezaban a deshilacharse visiblemente. Entonces salía, me divertía, quebraba con amplias carcajadas cualquier silencio, me enternecía y jugaba con mi hija, escribía, sacaba fotos, me enamoraba, etc., pero al final, a la hora de la lectura, al momento de sentir el acto en el cuerpo, la huella era otra. Ahí asomaba imperturbable la orilla raída de mi angustia.
Hasta entonces creía simplemente que esto era así; que las mujeres padecíamos de angustia del mismo modo que teníamos la menstruación y que no había mucho que hacer al respecto, pero hacía ya un tiempo que sospechaba otras posibilidades. No quería adaptarme más, quería otra cosa, quería esa liviandad que parecían tener otras mujeres.
Apuntando a esto probaba formas y actitudes, nuevas teorías, lo probaba todo. Supongo que así también probé el análisis lacaniano.
Este análisis, completamente diverso, era de una particularidad que apuntaba a la mía, de una singularidad a la que había que entregarse y dejarse llevar, lejos del control, de la acción del pensamiento, del uso de la razón, de la obtención de un sentido. es decir, era de una dificultad insólita para mí.
Ahora que estoy aquí sentada escribiendo esto, no puedo evitar la sonrisa constante en la cara, me siento afortunada, gratamente feliz, crocante, texturada y suave después de haber sido puercoespín.
Cuando terminé el análisis —incluso poco antes, cuando los efectos del fin fueron evidentes— mis amigos me pedían o bien que escribiera sobre mi experiencia analítica o bien que les pasara algo que sería como «los secretos para analizarse con Chamorro.» En ese momento me mataba de risa, porque era imposible, tomando en cuenta lo particular de este análisis, que algo de ese orden se pudiese decir, pero así y todo lo intentaba.
Y ahora pienso que algunos universales se pueden transmitir, por ejemplo, no intentar llevar ningún relato en particular, sino sólo llevarse a la sesión. Porque me parece que las mejores sesiones estuvieron caracterizadas por decir cualquier cosa.
La historia personal es algo que uno tiene demasiado cocinado, un relato de memoria que funciona como obturador, como un corcho. A veces es necesario arremeter contra él para que algo salga, pero en general uno más bien lo toca, lo describe y pone a su disposición todos sus sentidos, pero para una buena fiesta siempre es mejor descorchar. Ni que hablar para la fiesta inolvidable.
Me acuerdo de Peter Sellers, el elefante y la espuma.
Querría poder transmitir, con este relato, el entusiasmo que me provocó el saber del fin del análisis, el enterarme de que era posible vivir sin angustia —que resultó ser, al fin y al cabo, el efecto más nimio— y hacer ese fin de análisis y tener ahora la vida que tengo.


Gabriela Liffschitz- autorretrato

Gabriela Liffschitz: Un final feliz (relato sobre un análisis), Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora,  2009, página 61.

Gabriela Liffschitz
*Nació en 1963 en Buenos Aires y falleció en 2004. Fue periodista, escritora y fotógrafa. Publicó dos libros de poesía: Venezia (1990) y Elisabetta (1995), y dos libros de textos y fotografías: Recursos humanos (2000) y Efectos colaterales (2003). Un final feliz (relato sobre un análisis) se editó por primera vez en 2004, poco después de su muerte.

*Tomado de la solapa del libro Un final feliz

 

La autobiografía y el pase

Jacques-Alain Miller

vida-de-lacan

Por Vida de Lacan entiendo algo totalmente distinto de una biografía.

Lo que más se parece a la autobiografía es la operación llamada el pase, cuando el sujeto, una vez que ha resuelto que su análisis está acabado, se considera en condiciones de dar cuenta ¿de qué? —no tanto de la historia de su vida como del curso de ese análisis.

Esta operación, allí donde se practica —lo que sin embargo no es así en todas partes en el psicoanálisis sino sólo allí donde se ajustan más o menos a la invención de Lacan— es siempre inseparable, lo perciba o no el sujeto, de una precipitación. Esta modalidad temporal, la prisa, es a decir verdad fundamental porque el sujeto, en el momento del pase, juega su partida con relación a la represión primaria, es decir, debe contar con la posibilidad ineliminable de que haya otras interpretaciones, ahora y siempre.

Por lo que se refiere a la represión primaria, uno sólo puede declararse pasante por un efecto de «certeza anticipada», expresión de Lacan en su artículo del Tiempo lógico. Es si puedo decirlo así, la certeza anticipada de que las interpretaciones venideras serán inesenciales. Desde el punto al que ha llegado, prevé de manera que nil novi: por mucho que eso cambie, en adelante seguirá siendo lo mismo. Esta certeza que es la tuya exige todavía ser verificada.

Lo es de la manera siguiente. Tu relato es escuchado por otros dos que están en el mismo punto que tú, pero en la modalidad del «todavía no.» No han decidido todavía anticipar por su propia cuenta el fin de su análisis; vacilan en el filo de la cresta, se preguntan en qué punto están; están tanto más pendientes de tus palabras. Estos dos pasadores transmiten entonces el testimonio que han escuchado, por separado, de ti, a un areópago selecto de los que deciden, que sólo conocerán de ti, el pasante, esa relación indirecta de tus decires. Así ,cuando eres pasante, no estás allí cuando se defiende tu causa ante el jurado: como en la Corte de casación, son otros, es decir, tus dos pasadores, quienes te representan ante él en tu obligada ausencia. Estos pasadores serán, según tu actuación los haya convencido o no, o bien abogado, o bien procuradores, o bien se repartirán los papeles, o incluso pasarán de un papel a otro.

Ya lo sé: es rebuscado —es decir, retorcido, pero el motivo es fácil de captar. El objetivo es reducir a nada, o al menos minimizar la incidencia de la persona del pasante, ya sea que juegue a su favor o en detrimento suyo. Dado que lo imaginario hace de pantalla a lo simbólico, se trata de hacer de pantalla a lo imaginario para despejar lo simbólico. Es precisamente la razón por la que , en análisis, se hace uso de buen grado del diván.

Existe, siempre, para el sujeto, forzamiento cuando se decide a hacer el pase. El fin de análisis exige poner un término a la dinámica de la interpretación, que en sí misma está cargada de infinito, y este término sólo puede fijarse en la dimensión del riesgo, sin garantía preliminar de triunfar en la prueba de validación.


Jacques-Alain Miller: Vida de Lacan, Grama, Buenos aires, 2011, página 20

«Me había vestido para seducirlo»

Pierre Rey

Me había vestido para seducirlo. Tweed, terciopelo, cachemir. Por añadidura, ese encanto mío iba acompañado por la molestia de una leve renguera debida a una patada recibida durante un combate de savate. Tomé como cuestión de orgullo personal llegar a la hora exacta en que me había convocado. Él siguió el juego más allá: no me hizo esperar siquiera un segundo. Sincronismo perfecto. Gloria ni había terminado de abrirme la puerta cuando se corrió la hoja de la correspondiente a su estudio. Nos dirigimos una gran sonrisa. Con toda evidencia, pese a los pacientes que yo había visto en la sala de espera, él sólo me esperaba a mí. La puerta de su consultorio se cerró detrás de nosotros. Ubicó su silla en paralelo a su escritorio. Me senté en la mía.
Cara a cara.
Ya desde la noche anterior había tenido tiempo para organizar mis defensas. Lo observé con una curiosidad divertida, crucé las piernas y encendí un cigarrillo —no, eso no le molestaba en absoluto; me tendió un cenicero— y en unas frases púdicas, en las que esparcía, como si el relato lo requiriera, nombres cargados de importancia que tornaba cotidianos para mí, le tracé el retrato resplandeciente de un diletante con condiciones, llegado a él —no estaba formulado, pero era un presupuesto— prácticamente por conjunción del azar y la curiosidad intelectual.
Dio la impresión de entender muy bien. Estaba subyugado. Yo también. Cuando le hablaba de mis ocupaciones profesionales en el diario en que trabajaba, me preguntó si conocía a la señora Z., que también trabajaba allí. Yo nunca antes había oído ese nombre, y se lo dije. De golpe me preguntó si bebía. Me quedé desconcertado. No, yo no bebía. Algo de vino, como todo el mundo, pero beber por beber, no. Yo era un deportista, ¿cómo habría podido? Él asintió de buena gana.
Encendí un cigarrillo tras otro. Él no dejó de tenderme el cenicero. Después, con una última sonrisa, se puso de pie. La entrevista había terminado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora? Acaso más. Le pregunté cuánto le debía. Por más que nadie me hubiera informado al respecto, ya conocía la cifra que me lanzó. Yo había decidido que sería exorbitante. Lo fue. Correspondía exactamente a la suma que había conseguido en préstamo el día anterior de manos de dos amigos tan insolventes como yo. Por ende, le tendí mis tres billetes, sin sorpresa. Desaparecieron instantáneamente en un bolsillo de su pantalón. Me estrechó la mano con una gran sonrisa y me dijo: «Hasta mañana.» Le contesté que desgraciadamente eso era imposible, porque no tenía con qué pagarle. Él no dejaba que su mano soltara la mía; busqué el modo de retirársela sin que tomara mi gesto como una ofensa. Abrió la puerta como si no hubiera oído y repitió: «Hasta mañana.»

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 54.

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Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

«El análisis no era más que un medio para mi libertad»

pierre-reyPierre Rey

Hay grandes semejanzas entre análisis y escritura. Para empezar, en uno y otro caso, movilizan, las veinticuatro horas del día, una energía tan absoluta que a partir de ello se instaura un irritante estado de indisponibilidad a todo lo que sea ajeno a ella, esto es, en la práctica, a todo lo demás.
A continuación, gracias a esa mirada interior que imponen, ya sea que se concentre estrictamente en el universo mental en que los tiempos encuentran su punto de inflexión, o en la necesidad de los personajes que habitan su creador, tanto una como el otro implican un desdoblamiento que erige ente quien los practica y el mundo exterior una campana de cristal que atenúa los rumores de la vida.
Ni más ni menos lo que les pasa a quienes nunca se tutearon con la locura, los que nunca pudieron penetrar en la médula de ese punto focal del aislamiento: no pueden entender qué significa un corte radical, ni el sentido profundo del giro «en otro sitio.»
—Siento vergüenza… Ayer a la tarde hice una especie de análisis salvaje. Sin duda hubiera hecho mejor si no avanzaba más…
El día anterior, para ayudarla a salir de una situación de angustia que había encontrado traducción en uno de sus sueños, había sido ganado por un irresistible deseo de revelar su sentido a una amiga.
—Usted está perfectamente calificado para hacerlo— me dijo enfáticamente Lacan.
Yo no sabía demasiado bien si me estaba metiendo el perro o no.
Ni una ni otra cosa.
Unas semanas más tardes, repitió:
—¿Usted nunca pensó en hacerse analista?
Lo miré, petrificado. ¿Analista, yo?
—¿Usted me está hablando en serio?
Yo sólo estaba allí porque había habido una zona de sombra en el desenvolvimiento de mi goce y para que, llegado a ese punto, ya no se me robase la menor parcela del mundo exterior, en la plenitud de su espacio y de su tiempo.
—¿Usted me ve en un sillón durante años oyendo la repetición con pelos y señales de lo que estoy  intentando resolver al venir a su consultorio?
El análisis no era más que un medio para mi libertad.
No un fin en sí: estaba demasiado poco preparado para el displacer como para desear ser, de manera profesional, escucha del ajeno.

Pierre Rey: Una temporada con Lacan, Letra Viva, Buenos Aires, 2005, página 158.


Pierre Rey (1930-2006)
Fue novelista, dramaturgo, crítico de cine y periodista. Publicó numerosas novelas, entre ellas El griego, Out, La viuda del sigloLa sombra del paraíso.
Pierre Rey realizó con Jacques Lacan un análisis que duró más de diez años. De ese tratamiento da testimonio en Una temporada con Lacan.

Sobre la reedición del libro en Argentina: Télam

El deseo de ser psicoanalista es un deseo del tipo moneda falsa

Jacques-Alain Miller

Como se sabe, el acto analítico es distinto de cualquier acción, el acto analítico no consiste en hacer, sino en autorizar el hacer del sujeto. El acto analítico es como tal un corte, es practicar un corte en el discurso, es amputarlo de cualquier censura, al menos virtualmente. El acto analítico es liberar la asociación -es decir, la palabra- de lo que la constriñe, para que discurra libremente. Y entonces constatamos que la palabra liberada recupera recuerdos, pone en presente el pasado, y bosqueja un porvenir.
Este acto, el acto analítico, depende y compete al deseo del analista, que no es del orden del hacer. Consiste esencialmente en la suspensión de cualquier demanda de parte del analista, en la suspensión de cualquier demanda de ser: no se les pide ser inteligentes, no se les pide siquiera ser verídicos, no se les pide ser buenos, no se les pide ser decentes, sólo se les pide hablar de lo que se les pasa por la cabeza, se les pide que entreguen lo más superficial de lo que viene a su conciencia. Y el deseo del analista no es ajustarlos a, no es hacerles el bien, no es curarlos, sino justamente obtener lo más singular de lo que constituye su ser; esto es, que sean capaces de delimitar lo que los diferencia como tales y de asumirlo, de decir: Yo soy esto que no está bien, que no es como los demás, que no apruebo, pero que es esto -lo cual sólo se obtiene, en efecto, por una ascesis, una reducción-.
Este deseo del analista de obtener la diferencia absoluta no se vincula con ninguna pureza, porque esta diferencia nunca es pura. Al contrario está enganchada con algo que Lacan no dudaba en llamar cochinada, esa que ustedes pescaron del discurso del otro y que rechazan, sobre la que no quieren saber nada. Hay un matema para eso, que es el objeto a. Aunque en la práctica nunca se lo puede deducir, sino que se presenta. Hay un matema, es decir es asunto de geometría. Pero en la práctica es siempre una sutileza, que sólo se capta de un vistazo, cuando al cabo de un tiempo para comprender, se precipita una certeza que se condensa en un es eso. Y sin duda, eventualmente, no una vez. Y hasta tanto ustedes no obtengan un es eso, no vale la pena jugar a hacer el pase. Justamente, lo que Lacan llamaba pase demandaba la captura de un es eso en su singularidad. De modo que mientras ustedes piensen que pertenecen a una categoría, deben renunciar a hacer el pase.
El deseo del psicoanalista no tiene evidentemente nada que ver con el deseo de ser psicoanalista. ¡Ah, ser psicoanalista…! ¡Qué sensacional! El hombre, la mujer, que presenta los semblantes de… ¿cuáles? ¿Afabilidad, comprensión condescendiente, cierta distinción, una supuesta experiencia en esas materias? Y que los tomará de la mano para que ustedes se vuelvan como él o ella. El deseo de ser psicoanalista en el fondo es siempre de mala calidad, es un deseo del tipo moneda falsa. La idea de Lacan era que uno se vuelve analista porque no puede hacer otra cosa, que esta elección tiene valor cuando es forzada, es decir, cuando se ha hecho un recorrido por otros discursos y se volvió a él, se volvió a ese punto donde todos los otros discursos parecen débiles, y uno sólo se arroja en el discurso del analista porque no puede hacer otra cosa. Como ven es algo muy diferente de un cursus honorum, es muy distinto de franquear etapas de un gradus, es a falta de algo mejor, a falta de dejarse seducir por las ilusiones de otros discursos.

Jacques-Alain Miller: Sutilezas analíticas,  Buenos Aires, Editorial Paidós, 2011, página 40.

«Las verdades… ahora sonaban ficticias, extrañas»

Gabriela Liffschitz

Pero volviendo al tema de lo obvio, tal vez el sentido común dice que en definitiva es una categoría bastante tranquilizadora. Mi experiencia es que no. Lo obvio no deja lugar a mirada alguna y por lo general la que uno otorga lo que menos tiene es paz. Que al revés las cosas no sean obvias permite ver fuera de una supuesta intencionalidad. Uno puede ver entonces la verdad que le atribuye al Otro. Queda expuesta en cada adjetivación de aquello que supuestamente nos viene de afuera.
Por ejemplo, el otro día me encuentro con un amigo al que ante su pregunta le cuento que se había complicado un poco el tema de mi salud; mientras hablábamos participábamos de otra cosa que me daba mucha gracia de modo que casi todo el tiempo me estaba riendo, amén de que la complicación referida, aunque grave, no me preocupaba particularmente. Dos días después me lo vuelvo a cruzar y me dice que se quedó mal porque en mi mirada se notaba que estaba triste por lo que me pasaba. Me sonreí y le expliqué -con cierta paciencia cansada, porque él es psicoanalista- que «triste» era un adjetivo calificativo que modificaba su mirada, no la mía.
Claro que esta no es una elección o una lectura que uno simplemente decide hacer. No es algo sobre lo que uno dice: ahora voy a ver qué es eso que me parece evidente.
Pero aunque es algo que simplemente sucede en el final del análisis, también es algo sobre lo que en algún momento me empecé a preguntar. Como en el caso de la angustia, también en la última etapa del análisis me llamaba la atención en particular lo que me parecía obvio. Funcionaba como una bengala. Cada vez que aparecía lo escuchaba, me escuchaba decir «tal cosa es evidente» y como si me desdoblara, lo dicho me sorprendía, me asombraba, me producía extrañeza. ¿Qué era evidente??? Ya nada me parecía que pudiese entrar en esa categoría. Esos resabios de certezas que el proceso del análisis había ido destituyendo, resaltaban ahora ante mis ojos como signos de algo en decadencia, algo que en realidad empezaba a dejar de significar.
Yo no me planteaba todo esto, lo que sucedía era que estaba hablando con amigos y de repente me escuchaba involuntariamente, e incluso sorprendida me asaltaba una pregunta: ¿Qué carajo estoy diciendo?
Las verdades que durante toda mi vida habían fluido de mi boca con la naturalidad y la contundencia de lo evidente, ahora sonaban totalmente ficticias, extrañas. De hecho todo ese período fue de un gran extrañamiento.
Sobre todo esto, digo, desde todo esto, desde la nueva posición ante la angustia, desde la aparición continua de significantes, o desde la caída de las certezas, yo me colgaba, me agarraba de ahí para mecerme, dúctil, lo más dúctil que pudiese.

 

Gabriela Liffschitz: Un final feliz (relato sobre un análisis), Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora,  2009, página 74


Gabriela LiffschitzUn final feliz
*Nació en 1963 en Buenos Aires y falleció en 2004. Fue periodista, escritora y fotógrafa. Publicó dos libros de poesía: Venezia (1990) y Elisabetta (1995), y dos libros de textos y fotografías: Recursos humanos (2000) y Efectos colaterales (2003). Un final feliz (relato sobre un análisis) se editó por primera vez en 2004, poco después de su muerte.

*Tomado de la solapa del libro Un final feliz