La serpiente negra

Laura García Cairoli

 

“…es en nuestro ocio
nuestros sueños
cuando la verdad sumergida
sube a la superficie.”
Virginia Woolf

I.

Mientras recorría algunos libros para intentar responder hoy nuevamente y de una manera distinta -¿qué hace un psicoanalista?-, mientras navegaba por las palabras desde una lectura lo más libre posible de prejuicio, una lectura inocente, me encontré con dos escenas que por cierta sutil coincidencia llamaron inmediatamente mi atención. Pensé que esa coincidencia no podía ser casualidad, entonces me detuve. Mi intuición decía que por ahí podría encontrar eso que buscaba, una nueva manera de responder, tal vez una mejor, más precisa, más poética, a esta pregunta que nos convoca hoy.

Las dos escenas son dos situaciones relatadas por sus protagonistas donde desarrollan una especie de “autoconfesión”. En ambos casos, Sigmund Freud y Virginia Woolf nos relatan haberse encontrado con un fenómeno que podemos designar como una formación del inconsciente, una irrupción de él. En ambos surge un proceso psíquico considerado por ellos inconsciente, nos cuentan su aparición y su resolución.

Por un lado, un olvido de Sigmund Freud “confesado” en una carta que le escribe a un colega psiquiatra, director de un hospital en Budapest, donde se disculpa por no haberle agradecido y respondido a tiempo el envío de un libro que le había realizado. Allí Freud, como ese gran investigador de la psiquis humana que fue, se percata que la causa no se debía a una simple “falla en la memoria” sino a haberse sentido afectado, perturbado, por la lectura de su libro. Freud alega que esta omisión está arraigada en procesos psíquicos que él mismo no tiene en claro, puesto que su causa permanece inconsciente. Momento después lo descubre, se confiesa que la razón de su oposición era que no le gustaban “esos enfermos”, refiriéndose a los enfermos de hospicio, aquellos de los que el libro hablaba. La causa era su inconsciente repulsión hacia la psicosis. Dice Freud: “Mi actitud sería la consecuencia de una toma de posición cada vez más clara de la primacía del intelecto y la expresión de mi hostilidad hacia el ello.”[1]

Por el otro lado, la escritora y ensayista Virginia Woolf, también una gran investigadora de la psiquis humana, donde pareciera haber tomado la misma actitud que Freud frente a su olvido. Cito el fragmento del libro Una habitación propia basado en una conferencia acerca de las mujeres y la literatura:

“Mientras meditaba, había ido haciendo, en mi apatía, mi desesperación, un dibujo en la parte de la hoja donde hubiera debido estar escribiendo una conclusión. Había dibujado una cara, una silueta. Eran la del profesor Von X entretenido en escribir su obra monumental titulada “La inferioridad mental, moral y física del sexo femenino.” Aparecía en mi dibujo encolerizado y feo. Un esfuerzo psicológico muy elemental, al que no puedo dar el digno nombre de psicoanálisis, me mostró, mirando mi cuaderno, que el dibujo del profesor era obra de la cólera. La cólera me había arrebatado el lápiz mientras soñaba. Pero, ¿qué hacía allí la cólera?” Interés, confusión, diversión, aburrimiento, todas estas emociones se habían venido sucediendo durante el transcurso de la mañana, las podía recordar y nombrar, ¿acaso la cólera, la serpiente negra, se había estado escondiendo entre ellas? Sí, decía el dibujo, así había sido. Me indicaba, sin lugar a dudas, el libro exacto, la frase exacta que había hostigado el demonio: era la afirmación del profesor sobre la inferioridad mental, moral y física de las mujeres. Mi corazón había dado un brinco. Mis mejillas habían ardido. Me había ruborizado de cólera. No había nada particularmente sorprendente en esta reacción, por tonta que fuera. A una no le gusta que le digan que es inferior por naturaleza a un hombrecito. Una tiene sus locas vanidades. Es la naturaleza humana, medité, y me puse a dibujar ruedas de carro y círculos sobre la cara del encolerizado profesor, hasta que pareció un arbusto ardiendo o un cometa llameante, en todo caso una imagen sin apariencia o significado humano. Pronto fue explicada y eliminada mi propia cólera, pero quedó la curiosidad.” [2]

Aman Daharwall Cracked
Aman Daharwall «Cracked» 2022

II.

¿Pueden ser estos dos ejemplos, dos testimonios nítidos, vivos, demostrativos, de la posición que le conviene tener no sólo al analista, sino a cualquier ser hablante respecto de su inconsciente, de su propio no querer saber? ¿Qué hace un psicoanalista que lo vuelve psicoanalista al hacerlo? ¿Qué no deja de hacer para que pueda seguir siéndolo? Lo que hace, ante todo, es creer en la existencia del inconsciente y no retroceder ante su aparición, frente al retorno de lo reprimido. ¿Y cómo hace para no retroceder ante ese no querer saber tan implacable y siempre amenazante? Se esfuerza y fuerza algo para mantenerse en posición analizante respecto del propio inconsciente, se compromete éticamente a cifrarlo y descifrarlo cada vez que sea necesario y para siempre.

Dirá Miller en Sutilezas analíticas: “Cuando enseñamos, cuando pensamos, cuando intentamos pensar como psicoanalistas, resulta todo muy ventajoso que sigamos en relación con nuestro yo no quiero saber nada de eso, simplemente porque es algo que no se agota nunca. Freud está en su vida cotidiana en relación con su yo no quiero saber nada de eso, así como Lacan lo estaba y su enseñanza resultaba de esa relación. El analista –ya sea el nominado, el autoinstituido, el experimentado o el debutante- no está en ningún caso eximido de intentar esclarecer su relación con el inconsciente. No digo de amarlo…”.[3]

Omisión y rechazo de Freud por un lado y cólera y vanidad de Woolf por otro, ambos en posición de analistas de su propio inconsciente. Ambos en un esfuerzo común en ir más allá del rechazo espontáneo que genera el efecto de división subjetiva, esa escisión necesaria para la aparición del inconsciente, del deseo y su interpretación.

 

III.

Escher Snakes detalle
Snakes (detalle) Maurits Cornelis Escher- Grabado, 1969, 49.8×44.7 cm

Todos somos potencialmente analistas, por haber nacido seres hablantes, somos potencialmente analistas de nuestro propio inconsciente. La experiencia de un análisis, la experiencia de creer en el inconsciente, de ser efecto de él, de atravesarlo por un psicoanálisis, no es algo posible sólo para una minoría o determinado sector geopolítico, no es algo que sólo la élite intelectual podría llegar a alcanzar.

La posición analítica no es cuestión de economía monetaria o poder mediático, es una posición ética, subversiva siempre a todo poder que atente contra ella. Un psicoanalista es entonces alguien que se anima a ocupar ese lugar siempre éxtimo, ese discurso poético, esa ética de no retroceso frente al propio horror. Un psicoanalista es alguien que se deja morder por la propia serpiente negra.


[1] Jaques-Alain Miller, Sutilezas analíticas, Paidós, página 48.

[2] Virginia Woolf, Un cuarto propio, Austral, página 49.

[3]  Jaques-Alain Miller, Sutilezas analíticas, Paidós, página 49.


Presentado el 26/11/2022 en la actividad introductoria al curso 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?


Un recorrido de lo público a lo íntimo

Mercedes Ávila

El 26 de noviembre de 2022 se realizó un encuentro virtual para hablar acerca de “¿qué hace un psicoanalista?”, en el marco de una actividad introductoria al curso 2023 que ofrece la Red Psicoanalítica de Atención.

La exposición estuvo a cargo de Rodrigo Airola, Laura García Cairoli y Sebastián Digirónimo.
Cada uno de los trabajos presentó, sin que haya habido intención previa, dado que la premisa de la actividad supone la sorpresa sobre el contenido que se ha de presentar, una relación lógica con los otros dos, se trazó un camino desde lo más público y social hasta lo más íntimo, desde lo fundamental de las bases hasta lo más elaborado y complejo.

En un comienzo, con la primera presentación se puso en juego aquello considerado como el inicio necesario de todo análisis: la creencia en el síntoma y en el inconsciente. Rodrigo Airola sostuvo que un psicoanalista “es aquel que reintroduce en el malestar cultural la creencia de que el síntoma quiere decir algo, que posee cierta verdad y que esa verdad, además, es ficción”.

En la segunda exposición Laura García Cairoli tomó dos experiencias, una de Virginia Woolf y la otra de Sigmund Freud, y relató cómo cada uno de ellos respondió frente a un detalle que cualquiera otra persona podría considerar un mero error. Ambas figuras, con su posición, volvieron el error íntimo, causal, cargado de sentido.
El error, el acto fallido, era portador de una verdad que sólo valía para quien se convirtiera en destinatario de su mensaje. Tal como ocurriera con Rosencrantz y Guildenstern, el mensaje, si se lee correctamente, implica la vida de su portador. Pero hay un detalle más que es imprescindible señalar: si se libra la pelea contra el no-querer-saber propio, surge la posibilidad de ver que “todos somos potencialmente analistas”.

Por último, la presentación de Sebastián Digirónimo trazó un camino desde el inicio hasta el final de un análisis, en un orden de complejidad creciente, sin nunca dejar de señalar que la posición analizante y la posición del analista se excluyen en acto, y a la vez son necesarias y complementarias: todo analista primero es su propio analista, pero en acto, para escuchar a otro, debe abandonar la propia subjetividad y goce.
A pesar de los hay y no hay del psicoanálisis: “sí hay, sin embargo, deseo del analista con sus coordenadas lógicas universalizables” y por eso no es un “vale todo”. El trabajo del psicoanalista exige un esfuerzo de precisión continuo.
Luego de las exposiciones se abrió lugar a las preguntas y al debate. Se agradeció el trabajo de los expositores y la participación del público, y se le dio cierre al encuentro.


*Los escritos de las presentaciones serán publicados en la página web de la Red.
*Las citas no son textuales.


Tomás Sánchez De la luz a la luz 2022
Tomás Sánchez, «De la luz a la luz», 2022.

 

¿Qué hace un psicoanalista?

Sebastián A. Digirónimo

 

La pregunta que nos convoca es qué hace un psicoanalista. Vamos a partir por la respuesta más sencilla para descubrir, en seguida, que en este campo es necesario todo el tiempo un esfuerzo de precisión que no ocurre jamás espontáneamente porque lo que nos mueve como seres hablantes es el no-querer-saber. Lacan definió alguna vez al psicoanalista como aquel de quien se espera un psicoanálisis. Al mismo tiempo que desplaza la pregunta a qué es un psicoanálisis, dice mucho más de lo que parece incluso desde el punto de vista de lo que Freud llamaba economía libidinal. Vamos a intentar, para iniciar un movimiento de precisión, una respuesta similar: ¿qué hace un psicoanalista? Psicoanaliza. Desplazamos la pregunta a qué es psicoanalizar. Y aquí tenemos que diseccionar la respuesta en muchas unidades formadas por distintos puntos de vista complementarios considerados uno por uno y, al mismo tiempo, todos a la vez. Voy a elegir unos pocos, de complejidad creciente, sin desarrollarlos en profundidad para incitar el debate posterior, en el cual está el espíritu de la lógica del tres contra uno en la que se funda este encuentro y que constituye una forma de trabajo que sostenemos en pos del esfuerzo de precisión.
Señalemos, entonces, doce puntos tomados desde distintos ángulos, enlazados y de complejidad creciente.
Primero: ¿qué hace un psicoanalista? Le responde al “decir cualquier cosa sin censurar” de la regla fundamental que debe comunicársele al futuro analizante con un “no decir nada”. Y, entonces, vamos con el primer esfuerzo de precisión: ese “decir cualquier cosa sin censurar” suele formularse como un “decirlo todo”, incurriendo así en una imprecisión lógica porque ese “todo” debería entenderse siempre entre comillas ya que el decir está agujereado por estructura pese a la ilusión de la neurosis, pero la imprecisión fundamental, la que genera los mayores problemas, queda del lado del practicante y su “no decir nada”. Porque suele entendérselo como un silencio forzado en la realidad: no hablar, no decir nada literalmente quedándose mudo desde el primer momento al último de cada sesión. Pero ese “no decir nada” quiere decir, en realidad, no poner sentido. No interferir con el sentido propio en el decir del futuro analizante. Y nos sirve un ejemplo práctico de esto que tomamos de pasada: una paciente dice, ante una práctica médica a la cual debía someterse, que tiene miedo de morir desangrada. La psicóloga de turno, sin interrogar ello en la menor medida, responde, comprendiéndolo todo –que es lo que no hay que hacer– “eso es porque esta práctica antes estaba prohibida y, por lo tanto, era clandestina”. En este ejemplo se ve la contracara exacta de ese “no decir nada” que no implica la mudez sino la no comprensión.
Segundo, y en consonancia con ello, cambiando muy poquito el ángulo del punto de vista: ¿qué hace un psicoanalista? Se abstiene. Pero hay que precisar dos cosas: ¿de qué y cuándo? De su fantasma y su goce y en el acto psicoanalítico que, agreguemos, espontáneamente siempre horroriza porque necesariamente siempre nos sobrepasa.
Esto nos lleva, en su lógica, al tercer punto. ¿Qué hace un psicoanalista? Lleva, antes, en términos lógicos y no cronológicos, su propio análisis hasta las últimas consecuencias (también lógicas). Formulemos así: ¿qué hace un psicoanalista? Se desprende, en varias de las acepciones del término, de la posición analizante.
Cuarto: ¿qué hace un psicoanalista? No responde a la demanda.
Quinto: ¿qué hace un psicoanalista? Mantiene, desde el primer momento, el rumbo fijo hacia el horizonte que implica el final de un análisis. La noción de firmeza es imprescindible para entender la metáfora.
Sexto: ¿qué hace un psicoanalista? No descree en ningún momento del inconsciente como saber ni pierde jamás la certidumbre de que todo ser hablante es un ser sintomático atravesado en la carne por el significante. Todo ser hablante es sujeto deseante y sustancia gozante.
Y aquí se nos complican las cosas, porque hasta aquí podría pensarse que un psicoanalista atiende pacientes. Séptimo: ¿qué hace un psicoanalista? No necesariamente recibe pacientes. Un psicoanálisis no se reduce a una praxis terapéutica y, en forma complementaria, no es un juego teórico-académico-intelectual.
Octavo: ¿qué hace un psicoanalista? Atraviesa una experiencia que puede transmitirse y, fundamentalmente, contagiarse. Sostiene, por lo tanto, en acto, el coraje de la experiencia que lucha contra el no-querer-saber espontáneo del ser hablante. De allí el “atrévete a saber” que se instaura como divisa posible de esa experiencia.
Noveno. Y aquí se complican más las cosas en términos de los que tratan de entender con apresuramiento. ¿Qué hace un psicoanalista? Se atreve a soportar que el psicoanalista no existe, como la mujer. No hay ser del psicoanalista, es decir, esencia o universal. Sí hay, sin embargo, deseo del analista con sus coordenadas lógicas universalizables. Por eso ni el “todo vale” que quieren algunos (y que desplazaría el psicoanálisis en estafa) ni el ideal universal cientificista que quieren otros (y que haría que el psicoanálisis renegara de su propio origen renegando del concepto de verdad que la histeria le enseñó a Freud porque Freud se dejó enseñar. Digamos de pasada que el psicoanálisis va de la verdad al saber y ninguno de los dos términos puede ser entendido sin un esfuerzo de precisión).
Décimo. ¿Qué hace un psicoanalista? Se autoriza en sí mismo evitando, además, el cinismo canalla en el cual cae el neurótico desengañado.
Decimoprimero. ¿Qué hace un psicoanalista? Renuncia a la infatuación narcisista.
Decimosegundo. ¿Qué hace un psicoanalista? Contribuye, demostrando lógicamente su propio análisis, es decir, demostrando cómo aquello de lo que goza ya no interfiere con lo que escucha, a la pregunta siguiente: ¿qué es un psicoanalista?


Presentado el 26/11/2022 en la actividad introductoria al curso 2023 ¿Qué hace un psicoanalista?

La présence pure Welder Wings
La présence pure, Welder Wings

«Yo no quería que se fueran»

Fragmento de las entrevistas a Jeffrey Dahmer por Robert K. Ressler, ex agente del FBI que acuñara el término «asesino en serie», publicadas en el libro Dentro del monstruo.


En enero de 1991, unos meses después de mi retiro del FBI, la Universidad de Wisconsin me invitó a dar un curso de elaboración de perfiles criminales en Milwaukee. Era un encargo rutinario y no me detuve a pensar en las consecuencias hasta que por los titulares de la prensa me enteré de que el verano de aquel mismo año habían detenido en Milwaukee a Jeffrey Dahmer. Dahmer estaba acusado de diecisiete asesinatos en aquella zona y en los alrededores de la casa donde había transcurrido su infancia, en Bath, Ohio. Para mí fue una grata sorpresa recibir una carta, el mes de agosto, de un investigador que había asistido al curso y que en aquel momento participaba en el esclarecimiento del caso Dahmer. “No se puede figurar hasta qué punto han sido útiles sus explicaciones para abordar los sucesos ocurridos recientemente en Milwaukee”, decía.
Más tarde, mi intervención en el caso Dahmer fue más directa y personal. En otoño coincidieron en ponerse en contacto conmigo la defensa y un policía que pasó mi historial profesional al fiscal. Mi amigo Park Dietz iba a presentarse por la acusación, pero en aquella ocasión mi opinión difería de la suya y acepté asesorar a la defensa. No es que creyera que Dahmer fuera inocente desde el punto de vista legal o médico, pero me parecía que existían circunstancias atenuantes que permitían plantear un caso de locura. En mi opinión, Dahmer no respondía ni al perfil clásico del criminal “organizado” ni al del “desorganizado”; mientras que un asesino organizado sería legalmente cuerdo, y un asesino desorganizado sería, para la ley, claramente demente, Dahmer era ambas cosas y ninguna de las dos, una especie de criminal “mixto”, por lo que cabía la posibilidad de que un tribunal considerase que no estaba en su sano juicio cuando cometió algunos de sus últimos asesinatos.
Si acepté, fue por la alegación que Gerry Boyle quería que Dahmer presentase. El 13 de enero de 1992, Boyle anunció a la prensa y al tribunal que Dahmer, que en un principio se había declarado “no culpable por enajenación mental”, ahora se declaraba “culpable pero enajenado”. La alegación “culpable pero enajenado” está previsto por la ley de Wisconsin, aunque no por la de otros muchos estados. En virtud de ella, fuera cual fuera el resultado del juicio, Dahmer pasaría el resto de sus días recluido en una institución segura. Si la defensa ganaba el caso, la institución sería un hospital psiquiátrico; si perdía, sería la cárcel. “Éste es un caso sobre el estado mental de Dahmer”, anunció Boyle a la prensa.

Criado en una familia de clase media de una pequeña ciudad de Ohio, Dahmer sólo tenía dieciocho años cuando mató por primera vez: fue en 1978, cerca de su casa de Bath. Transcurrieron ocho años antes de que sintiera la necesidad de matar de nuevo, pero luego la frecuencia de los crímenes se aceleró: uno en 1986, dos en 1988, uno en 1989, cuatro en 1990 y ocho en 1991. Finalmente, un joven de color llamado Tracy Edwards logró huir de él y parar a un coche de policía para que le ayudara a quitarse las esposas con las que Dahmer le había inmovilizado.
Una vez detenido, la policía halló en su apartamento restos humanos, fotografías de las víctimas y gran cantidad de macabros trofeos de los jóvenes asesinados, además de pruebas de canibalismo y tortura. La investigación demostró que la policía había tenido numerosas oportunidades para atraparle antes de su última escalada criminal.

En 1988, por ejemplo, un joven laosiano pudo escapar de su apartamento. Dahmer le había llevado allí con la promesa de hacerle unas fotos a cambio de dinero, y luego había intentado drogarlo hasta dejarlo inconsciente. Dahmer, con antecedentes de delitos relacionados con el alcohol, fue condenado entonces por agresión sexual en segundo grado. Estando en libertad bajo fianza en espera de la condena, cometió otro asesinato. Cuando se dictó sentencia, en lugar de recluirlo en la cárcel, se le impuso una condena de un año de prisión en régimen semiabierto y la obligación de asistir a un curso sobre alcoholismo. Por aquel entonces, había varias denuncias de jóvenes desaparecidos en la zona en que Dahmer había recogido al joven laosiano, y también pruebas suficientes para relacionarlo directamente con tres de ellos. Las autoridades policiales, sin embargo, no ataron cabos.
Cuando Dahmer, en condición de régimen semiabierto, solicitó la libertad bajo palabra, incluso su padre, uno de sus más acérrimos defensores, escribió al juzgado oponiéndose a su excarcelación antes de que finalizara el programa de tratamiento, pero aun así fue puesto en libertad.

A partir de entonces, la vorágine de asesinatos se aceleró como nunca. Las autoridades tuvieron como mínimo dos oportunidades más para agarrarlo. El 8 de julio de 1990, una de sus víctimas en potencia se puso a gritar con tal fuerza que Dahmer no tuvo más remedio que dejarla marchar; el incidente fue denunciado a la policía, con la descripción de un agresor llamado Jeff y la dirección de su apartamento, pero no se llevó a cabo ninguna investigación. La segunda oportunidad se dio a finales de mayo de 1991, cuando Dahmer secuestró en un centro comercial a otro muchacho laosiano que resultó ser el hermano pequeño del que tres años antes había conseguido escapar de él. Esta vez, el joven también pudo huir, después de haber sido violado, y salió corriendo desnudo a la calle, donde se congregó una multitud que le prestó auxilio hasta la llegada de la policía. Por increíble que parezca, los policías y los bomberos que acudieron a la llamada de urgencia se dejaron convencer por él: les aseguró que el muchacho era su amante y que estaba muy borracho. Los policías llegaron al extremo de acompañar al laosiano a casa de su agresor. La policía no hizo caso del hedor que impregnaba el apartamento y se marchó dejando a Dahmer con su víctima; unos minutos después, el muchacho era estrangulado.
Cuando finalmente, en el verano de 1991, lo detuvieron por asesinato, al principio intentó negar sus crímenes, pero el cúmulo de pruebas encontradas (un bidón lleno de restos humanos, cráneos puestos a secar y barnizados, centenares de fotos) le hizo cambiar de idea y facilitó una detallada descripción de los asesinatos. No sólo confesó el asesinato de los jóvenes sino también una serie de prácticas espantosas que incluían copulación con los cadáveres, canibalismo y prolongadas torturas como preludio de los asesinatos. Dahmer martirizó a algunas de sus víctimas trepanándoles el cráneo y vertiendo ácido directamente sobre el cerebro.


Imaginen, si así lo desean, una voz grave y sonora, aparentemente lacónica, reposada y fluida, pero con signos evidentes de una gran tensión y de esfuerzo por controlar lo que está diciendo. La voz y la expresión eran diametralmente opuestas a las de John Wayne Gacy. A Dahmer, había que arrancarle las palabras, una o dos cada vez, una frase a lo sumo. Para animarle a proseguir, yo murmuraba monosílabos de asentimiento después de cada frase, pero los he eliminado de la transcripción para facilitar la lectura. Dahmer quería dar la impresión de que colaboraba y de que recordaba lo que había hecho con cierta objetividad, como si el autor de los asesinatos hubiera sido otra persona muy distinta.
Tengan presente que mi cometido no era conseguir que Dahmer admitiera sus crímenes (puesto que ya había confesado), sino intentar comprender la motivación de éstos y su estado mental en el momento de cometerlos. Al inicio de nuestra conversación, traté de convencerlo de su posición privilegiada a la hora de aportar información útil para prevenir futuros crímenes perpetrados por otros, y que sus declaraciones serían una ayuda inestimable para la preparación de Boyle, su abogado, de su defensa en el juicio. Terminados los preámbulos, nos centramos en sus primeros recuerdos relacionados con la violencia.


Retrocedamos a la época de Bath, cuando cometiste tu primer delito, y quitaste la vida a un ser humano. ¿Antes de eso…?
–No hubo nada.
¿Ninguna agresión, ni nada parecido?
–No. Violencia contra mí, sí. Fue a mí a quien atacaron, sin motivo.
¿Puedes describir brevemente lo que ocurrió?
–Había ido a visitar a un amigo y volvía de noche a casa; vi que se me acercaban tres chicos del instituto, estudiantes de último año. Uno de ellos sacó una porra y me golpeó en la nuca. Así, sin motivo. Eché a correr.
Hablemos un poco de la ruptura de tu familia. Es doloroso para mucha gente, para la gente que ha hecho lo mismo que tú, y puede convertirse en un elemento importante de su vida. Permíteme que te pregunte: ¿en algún momento sufriste alguna agresión sexual?
–No.
Entonces, ésta no fue la causa. He oído de tu interés por diseccionar animales y cosas por el estilo. ¿Cuándo empezó?
–A los quince o dieciséis años.
¿Empezó en la clase de biología?
–Sí. Nos hicieron diseccionar un lechón.
¿Cómo describirías tu fascinación por, bueno, por la desmembración (Dahmer se ríe) de animales?
–Pues… uno fue un perro grande que encontré en la carretera. Iba a separar la carne, blanquear los huesos, reconstruirlos y venderlo. Pero no llegué a hacerlo. No sé cómo empecé a meterme en esto; es una afición un poco rara.
Me parece recordar que pusiste la cabeza en un palo y lo dejaste detrás de tu casa.
–Fue una broma. Encontré al perro y lo rajé para ver cómo era por dentro. Después se me ocurrió que sería divertido clavar la cabeza en una estaca y dejarla en el bosque. Llevé a uno de mis amigos y le dije que me lo había encontrado entre los árboles.
¿Qué edad tenías entonces?
–Creo que dieciséis.
¿Qué año era?
–A finales de los setenta.

Estábamos ahora preparados para adentrarnos en el terreno de los asesinatos. Dahmer tiene una imagen fija en la cabeza, el momento de recoger a un hombre haciendo dedo, y cuando ésta se materializa en la vida real, se siente arrastrado por los acontecimientos y tiene que llegar hasta el final.


Tenías unos dieciocho años cuando cometiste el primer asesinato, ¿no es cierto?
–Antes llevaba un par de años teniendo la fantasía de encontrar a un hombre guapo haciendo dedo y (pausa dramática)… gozar sexualmente de él.
¿De dónde la sacaste: de una película, de un libro?
–No. Me vino de dentro.
De dentro.
–Ocurrió por casualidad una semana que no había nadie en casa. Mi madre estaba fuera con David, en un motel a unos ocho kilómetros; yo tenía el coche, eran más de las cinco de la mañana y regresaba a casa después de haber bebido. No buscaba a nadie, pero a un kilómetro de casa, lo vi. Hacía dedo. No llevaba camisa y era guapo. Me sentí atraído por él. Pasé por delante de él, frené y pensé: “¿Qué hago? ¿Lo hago subir o no?”. Le pregunté si quería fumar un porro y él respondió: “¡Estupendo!”. Fuimos a mi habitación, bebimos unas cervezas y en el rato que pasamos juntos vi que no era gay. No sabía cómo retenerlosi no era agarrando la barra de las pesas y golpeándolo en la cabeza. Luego lo estrangulé con la misma barra.
¿Tienes idea de dónde te vino esta fantasía de tomar a alguien por la fuerza? ¿También imaginabas quitar la vida a alguien?
–Sí, sí. Todo… todo giraba alrededor de tener un dominio absoluto. Por qué, o de dónde me vino esto, no lo sé.
¿Te sentías fuera de lugar en tus relaciones con la gente?
–En el pueblo donde vivía, la homosexualidad era el máximo tabú. Nunca se hablaba de eso. Yo sentía deseos de estar con alguien, pero nunca conocí a nadie que fuera gay, por lo menos que yo supiera; sexualmente era muy frustrante.
¿Y después de estrangularlo? ¿Hubo actividad sexual antes de eso?
–No. Yo estaba muy asustado por lo que había hecho. Anduve un rato de un lado para otro por la casa. Al final me masturbé.
¿Estabas excitado por lo ocurrido?
–Por tenerlo cautivo.
Bien. Estaba inconsciente, o muerto; no podía ir a ninguna parte. ¿Eso te excitaba?
–Exacto. Más tarde bajé el cadáver al sótano. Me quedo allí, pero no puedo dormir, vuelvo a subir a la casa. Al día siguiente tengo que pensar en una manera de deshacerme de las pruebas. Compro un cuchillo de caza. Por la noche vuelvo a bajar, le abro el vientre y me masturbo otra vez.
¿Te excitó sólo el físico?
–Los órganos internos.
¿Los órganos internos? ¿La acción de destriparlo?
–Sí, luego le corto un brazo. Luego todo el cuerpo en pedazos. Meto cada trozo en una bolsa y después todo en tres bolsas grandes de plástico para la basura. Pongo las bolsas en la parte trasera del coche y me voy a tirar los restos a un barranco, a quince kilómetros. Son las tres de la madrugada. Voy por una carretera secundaria desierta y, a mitad de camino, me para un policía, por ir demasiado a la izquierda. El agente pide refuerzos. Son dos. Me hacen la prueba de alcoholemia. La paso. Iluminan el asiento trasero con la linterna, ven las bolsas y me preguntan qué es. Les digo que basura, porque cerca de mi casa no hay ningún vertedero. Me creen a pesar del olor. Me ponen una multa por circular demasiado a la izquierda… y vuelvo a casa.
¿Y qué hiciste con las bolsas?
–Las volví a dejar en el sótano. Agarré la cabeza, la lavé, la puse en el suelo del cuarto de baño, me masturbé; luego volví a meter la cabeza con el resto de las bolsas, abajo. A la mañana siguiente… metí las bolsas en una tubería de desagüe enterrada que medía unos tres metros. Aplasté la entrada de la tubería hasta cerrarla y las dejé unos dos años y medio dentro.
¿Cuándo volviste a buscarlas?
–Después del ejército, después de trabajar un año en Miami. Abrí la tubería, agarré los huesos, los rompí en trozos pequeños y los esparcí por la maleza.
¿Por qué rompiste los huesos?
–Para acabar con todo. El colgante que él llevaba y las pulseras… los arrojé al río.
¿No conservaste nada de aquel episodio? –No. Quemé las ropas.
No quiero que me describas cada uno de los casos, pero me gustaría centrarme en algunos. ¿El siguiente homicidio cuándo ocurrió?
–En 1986. Invité a un chico que había conocido en un bar gay, detrás del Hotel Ambassador, a pasar una noche de sexo y emociones. Ya había empezado a dar píldoras a la gente.
¿Qué tipo de droga usabas?
–Píldoras para dormir.
¿Cómo te aficionaste a ellas?
–Llevaba un tiempo yendo al sauna y la mayoría de los que conocía allí quería sexo anal; a mí esto no me interesaba, prefería encontrar una manera de quedarme toda la noche con ellos sin necesidad de esto.
¿Qué efecto notabas en ellos?
–Quedaban inconscientes unas cuatro horas.
¿Cuál era tu plan?
–Tener control sobre los demás sin hacerles daño.
En aquella época, ¿tenías intenciones de llevarte a alguien a casa?
–No, en absoluto. Por eso empecé a utilizar el maniquí. ¿Sabía esto? Buscaba la manera de satisfacerme sin hacer daño a nadie.
¿Intentaste apartarte de todo esto?
–Sí. Durante dos años. Alrededor de 1983 empecé a frecuentar la iglesia con mi abuela. Quería enderezar mi vida. Iba a misa, leía la Biblia, intentaba apartar todo pensamiento relacionado con el sexo, y durante esos dos años salí adelante. Pero una noche, en la biblioteca local, leyendo un libro y pensando en mis cosas, se me acercó un chico, me tiró una nota en el regazo y se alejó apresuradamente. La nota decía: “Si bajas al lavabo de la planta baja, te la chupo”. Me lo tomé a broma y no le di más importancia. Pero unos dos meses después empecé otra vez, el impulso, la compulsión. Aumentó el deseo sexual. Volví a beber y a frecuentar los sex-shops. En aquel tiempo tenía controlado el deseo, pero quería encontrar la manera de saciarme sin hacer daño a nadie. Así que me hice socio del sauna, iba a bares gay e intentaba obtener satisfacción con el maniquí. Luego ocurrió el incidente del cementerio. Leí la esquela de un joven de dieciocho años y me presenté en el tanatorio. Vi el cadáver y era un hombre muy atractivo. Cuando lo hubieron enterrado, agarré una pala y una carretilla con la intención de llevarme el cadáver a casa. Alrededor de medianoche me dirigí al cementerio, pero el suelo estaba helado y tuve que abandonar mi propósito.
¿Descubriste que en los bares era fácil conseguir que alguien se fuera contigo? –Exacto. Era un muchacho muy guapo. Lo invité a la habitación del hotel. Estuvimos bebiendo. Yo tomaba cola con ron de alta graduación. Lo hice beber a él también y se quedó dormido. Yo seguí bebiendo y debí de quedarme en blanco, porque no recuerdo nada de lo que ocurrió hasta que me desperté por la mañana. Él estaba tumbado de espaldas, con la cabeza colgando del borde de la cama; yo tenía los antebrazos llenos de contusiones y él algunas costillas rotas y otras lesiones. Al parecer, lo había golpeado hasta matarlo.
¿No tienes ningún recuerdo de haberlo hecho?
–No recuerdo haberlo hecho y no tenía ninguna intención de hacerlo.
¿Qué haces a continuación?
–Estaba horrorizado. Pero… tenía que hacer algo con el cadáver. Lo encerré en el armario, me fui al centro comercial y compré una valija grande con ruedas. Lo metí dentro. Reservé la habitación para otra noche. Me quedé ahí sentado, aterrorizado. La noche siguiente, a la una de la madrugada, abandoné el hotel, pedí al taxista que me ayudara a meter la valija en el portaequipajes, y me dirigí a casa de mi abuela. Escondí la valija en el sótano y lo dejé allí aproximadamente una semana.
¿Y no despedía ningún olor?
–No, porque hacía frío. Era la fiesta de Acción de Gracias y no podía hacer nada porque iban a venir unos familiares de visita.
¿Por qué no dejaste el cadáver en la habitación?
–Porque estaba a mi nombre.
Sigamos. Tienes el cadáver escondido allí abajo una semana.
–Mi abuela sale un par de horas para ir a la iglesia, y yo bajo a buscarlo. Agarro un cuchillo, le rajo el estómago, me masturbo, luego separo la carne y la meto en bolsas, cubro el esqueleto con una colcha y lo hago pedazos con una maza. Lo envuelvo todo y el lunes por la mañana lo echo a la basura. Excepto el cráneo. El cráneo me lo guardé.
¿Cuánto tiempo lo conservaste?
–Una semana. Lo metí en lejía concentrada para blanquearlo. Quedó limpio, pero demasiado frágil y lo tiré.
¿No te dio miedo tirar todo a la basura?
–No sabía qué otra cosa hacer.
¿Y tu abuela no se imaginó algo raro?
–Sólo se quejaba de algunos malos olores.
En cierto momento te fuiste de su casa.
–Pensé que, después de ocho años con ella, era hora de tener mi propia casa, donde no me viera tan restringido.
¿Y dónde estaba esa primera casa?
–En la calle Veinticuatro. Allí es donde saqué aquella foto (de la primera víctima laosiana). No quería hacerle ningún daño.
Era muy joven, ¿no? ¿Cuántos años tenía?
–Trece, catorce. Creí que era mayor. Ya sabe, un asiático puede tener veintiún años y seguir teniendo cara de niño.
Así es. ¿Qué te impulsó?
–Era un domingo por la mañana. Había salido a dar un paseo. Necesitaba actividad sexual. Lo vi, era muy atractivo. Le ofrecí cincuenta dólares por sacarle unas fotos. El aceptó. Le hice dos fotos, le di una bebida y creí que estaba inconsciente. Se escapó, y se presentó la policía.
Ahí te salió el tiro por la culata. La policía te detuvo.
–Mmm-hmm. El agente y yo volvimos al apartamento. Registraron la casa. No encontraron el cráneo que tenía en una cómoda del vestíbulo.
¿Cómo es posible que no lo vieran?
–Estaba debajo de la ropa. En Ohio se les pasaron por alto las bolsas de basura, y ahora no veían el cráneo.
Si lo hubieran encontrado, las cosas habrían cambiado considerablemente, ¿verdad?
–Sí. Y salir del hotel como lo hice. No era nada normal. Cuestión de suerte.

En el diálogo siguiente, observarán que Dahmer interpreta mal lo que yo le digo. Yo digo que la voluntad de los homosexuales de relacionarse con desconocidos es una práctica peligrosa para ellos, pero él interpreta toda referencia al peligro como peligro para él, no para otros.
La mayor parte de tus víctimas las sacabas de bares o barrios gay. ¿Qué opinas de su disposición a relacionarse con desconocidos? ¿No crees que es peligroso?
–Sí, lo pensaba, pero la compulsión pasaba por encima de todo.
Según parece, habías elaborado un plan muy detallado para convencer a la gente de que fuera contigo. Estabas seguro de que siempre lo conseguirías.
–Sí.
Pero algunas veces no funcionaba.
–Algunas veces, muy pocas, estaba muy borracho, y me llevaba a alguien que no era tan atractivo como había creído, y por la mañana tenía resaca y se iba. Otras veces no quise matarlos, porque no quería estar con ellos. Esto me ocurrió tres o cuatro veces. Otras noches no quería estar con nadie y volvía a casa a ver un video o leer.
No tenías muchas cintas de video.
–A medida que pasaban los años, fui dejando de lado los videos y las revistas que no me atraían. Aparte de las películas porno, las del Jedi (trilogía de La guerra de las galaxias), el personaje del Emperador, con su control absoluto, encajaba perfectamente en mis fantasías. Supongo que a mucha gente le gustaría tener el control total, es una fantasía muy común.
Esta idea de dominación y control, ¿consideras que fue en aumento desde la segunda víctima hasta la última?
–Mmm-hmm.
Y empezaste a perfeccionar tu técnica de llevarte chicos a casa.
–Se convirtió en el impulso y el foco de mi vida, lo único que me daba satisfacción.
Tuviste algo con las ciencias ocultas. ¿Era un intento de conseguir más poder?
–Sí, pero no fue nada serio. Hice algunos dibujos. Iba a librerías especializadas en ciencias ocultas y compraba material, pero nunca hice ningún ritual con las víctimas. Probablemente lo habría hecho seis meses más tarde, si no me hubieran detenido.
Tengo una copia de un dibujo tuyo. Es toda una fantasía, ¿eh?
–Habría sido una realidad, con seis meses más.
Dahmer quería construir lo que él unas veces llamaba “centro de poder” y otras “templo”, formado por una larga mesa en la que colocaría seis calaveras. Dos esqueletos completos la flanquearían, uno a cada extremo, suspendidos del techo. Una gran lámpara se erguiría en el centro de la mesa y extendería seis globos de luz sobre las calaveras. El propósito de Dahmer era crear un entorno desde donde conectar con otro nivel de percepción o del ser, a fin de conseguir el éxito en el amor y las finanzas.
¿Pensabas comprar todo ese equipo?
–Sí. Ya tenía las lámparas y los esqueletos.
¿Alguna vez creíste…?
–Nunca estuve seguro, pero…
¿Qué había detrás del hecho de que conservaras los esqueletos, los cráneos, el pelo, las partes del cuerpo….
–Conservar los cráneos era una manera de sentir que había sido un desperdicio total matarlos. Los esqueletos iba a utilizarlos para el templo, pero ésta no fue la motivación para matarlos; se me ocurrió después.
Parece que tolerabas mal que la gente se marchara.
–Eran levantes de una noche. Siempre me dejaban claro que tenían que volver al trabajo. Y yo no quería que se fueran.
¿Crees que era realista? ¿No pensaste nunca en establecer una relación permanente?
–No podía. Cuando fui a vivir al apartamento, ya estaba hasta el cuello en cierta manera de hacer las cosas. Además, nunca conocí a nadie que me inspirara la confianza para mantener ese tipo de relación.
Entonces, ¿lo habrías preferido pero era imposible encontrar?
–No me quedaba tiempo para andar buscando. Trabajaba seis días a la semana, tenía limitaciones de tiempo, y quería soluciones inmediatas.
Con el primer muchacho, al que intentaste convertir en zombi, no te salió bien. ¿Volviste a intentarlo?
–Lo intenté otra vez, doblé la dosis y el resultado fue fatal. Esta vez no hubo estrangulamiento. Luego intenté inyectar agua hirviendo. Más tarde se despertó. Estaba muy aturdido. Le di más píldoras y volvió a dormirse. Esto fue la noche siguiente. De día lo dejaba allí.
¿Le habías atado?
–No. Estaba siempre acostado. Aquella noche murió.
¿Y qué me dices de (otra víctima)?
–Le puse la primera inyección cuando estaba drogado, me fui por una cerveza y cuando regresé…
¿Eso fue antes o después de que viniera la policía?
–Antes. La primera inyección fue antes. Salió del apartamento. Me lo volvieron a traer, creyendo que estaba borracho. Le puse la segunda inyección, y eso fue fatal.
¿Fue inmediato o…?
–Inmediato. Era el hermano del que había fotografiado. Fui a dar una vuelta al centro comercial y me topé con él. No lo conocía. ¿Cuántas posibilidades había de que ocurriera algo así? Astronómicas.
¿Hasta donde perforaste?
–Sólo hasta el hueso. Lo inyecté. Estaba dormido y salí a tomar una cerveza rápida al bar de enfrente antes de que cerrasen. Cuando volvía, le vi sentado en la acera y alguien había llamado a la policía. Tuve que pensar deprisa: les dije que era un amigo mío que se había emborrachado y me creyeron. En mitad de un callejón oscuro, a las dos de la madrugada, con la policía a un lado y los bomberos al otro. No podía ir a ninguna parte. Me pidieron el carnet de identidad y se los enseñé. Trataron de hablar con él y les respondió en su lengua. No había rastros de sangre; le examinaron y se creyeron que estaba completamente borracho. Me dijeron que me lo llevara adentro; él no quería entrar, pero entre dos agentes lo subieron al apartamento.
¿Lo examinaron?
–No. Lo tumbaron en el sofá y echaron un vistazo al apartamento. No entraron en mi dormitorio. Si lo hubieran hecho, habrían visto el cadáver (de una víctima anterior) que aún estaba allí. Vieron las dos fotos que le había sacado antes al muchacho, que estaban encima de la mesa del comedor. Un agente le dijo al otro: “¿Lo ves? Ha dicho la verdad”. Y se marcharon.
¿De dónde has sacado esta tranquilidad? En situaciones así, la gente se pone a temblar.
–La primera vez que vinieron, temblaba… Bueno, no lo sé. No sé de dónde he sacado esta tranquilidad. ¡No lo sé!

Muchos asesinos en serie conservan trofeos o recuerdos de sus víctimas. Dahmer había llevado esta tendencia mucho más allá. De las paredes de su apartamento colgaban numerosas fotos de esbeltos modelos masculinos. Le pregunté si las poses de las víctimas en sus fotos imitaban esas otras.
–Era para dar más realce a su físico.
¿Qué significado tenía esto para ti?
–Era una manera de ejercer el control, de que tuvieran el aspecto que yo deseaba.
Era importante conservar las fotos.
–Las utilizaba para masturbarme.
Tenías montones. ¿Y no las escondías?
–Antes sí, pero en la época de la detención me estaba volviendo muy descuidado.
Volviendo al muchacho del apartamento: ¿cuánto esperaste para descuartizarlo y deshacerte del cadáver?
–Hasta el día siguiente.
¿Cuánto tardaste?
–Unas dos horas.
¿Tan sólo?
–Tenía mucha práctica. Es un trabajo sucio. Trabajaba deprisa.
¿Siempre en la bañera?
–Sí.
Y te deshiciste de él. ¿Arrojaste mucho por el inodoro? ¿No se atascaba?
–No, jamás se me atascó.

Pregunté a Dahmer si había leído algo de otros asesinos en serie como Gacy y me respondió que, cuando había oído hablar de éste por primera vez, él ya había matado a varias personas. No puedo asegurar si mentía o no, porque es frecuente que los asesinos lean sobre los crímenes de otros asesinos, y, aparte de la satisfacción que les produce ver que actúan de la misma manera, a veces aprenden sus técnicas.

¿Torturaste a alguno de esos muchachos?
–Jamás. Jamás.
¿Se trataba siempre de anular su conciencia con las drogas y con la muerte?
–Quería que fuese lo menos doloroso posible.
¿Cuándo tenía lugar la actividad sexual?
–Después de drogarlos.
¿Crees que era realista mantenerlos en aquel estado?
–Drogados no. Por eso empecé con las trepanaciones. Drogarlos no funcionaba.
Tenías reparos en hacerles daño. Cuando estaban conscientes y les hacías daño, ¿te preocupaba?
–Por eso no pude seguir con (nombre de la víctima). Y acabó llamando a la policía. Pero no le creyeron. Estaba a tres kilómetros de mi casa y me lo traje otra vez. Tenía el cuchillo, pero fui incapaz de utilizarlo.
¿Alguna vez los mordiste?
–Sí, sí. Al primero. Cuando ya estaba muerto le mordí el cuello.
¿Y qué había detrás de eso, cuál era la motivación?
–La sensación de que pasaban a formar parte de mí.
¿Con cuál de las víctimas empezaste a comerlas?
–Con M. Fue después (del laosiano). Creo que el tercero del apartamento.
Más o menos el número siete.
–Supongo.
¿Cómo ocurrió?
–Mientras lo desmembraba. Guardé el corazón. Y los bíceps. Los corté en pedazos pequeños, los lavé, los metí en bolsas de plástico herméticas y las guardé en el congelador; buscaba algo más, algo nuevo para satisfacerme. Después los cociné, y me masturbé mirando la foto.
¿Nunca sentiste inclinación por los niños? ¿Cuáles eran tus preferencias?
–Los hombres hechos y derechos.
¿De tu misma edad?
–Mmm-hmm.
Blancos, negros y morenos.
–Esta es la cosa. Todo el mundo cree que era una cuestión racial, pero eran diferentes. El primero era blanco, el segundo era un indio norteamericano, el tercero era hispano y el cuarto era mulato. El único motivo de que levantara hombres negros era que en los bares gay eran mayoría.
Entonces era una cuestión de zona.
–Sí. Espero que haya quedado claro.
¿Te han acosado los negros en la cárcel por este motivo?
–Sí. Creen que… se trata de algo racial.

La vez que Dahmer abrió un armario y el administrador olió el contenido de un barril de plástico con capacidad para más de cien litros, lleno de la solución de ácido que utilizaba para disolver los huesos, el administrador a punto estuvo de desvanecerse. El le explicó que allí vertía el agua sucia de la pecera y el hombre se lo creyó.
¿De la pecera? ¿Era una excusa creíble?
–Yo creo que no. Pero, según parece, se la tragó.
Poco después, tiró el barril con su contenido y se agenció un enorme bidón azul de petróleo.
¿Qué había dentro?
–Los torsos sin cabeza.
Ese bidón azul, ¿era para guardarlos y procesarlos más tarde?
–Era para el ácido. Para tratar los torsos.
¿Cuál era el propósito de las lámparas?
–Eran globos azules. Apagaba la luz de arriba y conseguía dar una atmósfera misteriosa y oscura al escenario. Efectos especiales.
¡Vaya escena!
–Como en las películas del Jedi.
¿Y por qué barnizar los cráneos?
–Para darles un aspecto más uniforme. Después de unas semanas, algunos no estaban tan blancos como los otros y tenían un aspecto artificial, como fabricados para un anuncio.
He visto fotos y es verdad, casi parecía una campaña comercial. ¿Los sacaste alguna vez?
–Hace mucho tiempo. Una vez me llevé a casa a un muchacho de Chicago. Los vio y creyó que eran comprados.
Algunos cadáveres tenían las plantas de los pies rebanadas. ¿Por qué?
–Eso era simplemente para que el ácido tuviera una mayor superficie para desintegrar la carne. La piel de la planta de los pies normalmente es muy gruesa.

Seguimos hablando de dos casos que no terminaron en homicidio. En el primero, un hombre joven había sobrevivido a “la bebida” en casa de la abuela y Dahmer le permitió marcharse, pero más tarde el muchacho tuvo que ser hospitalizado y denunció el incidente a la policía, que no hizo un seguimiento muy bueno del asunto. A continuación sigue la narración, palabra por palabra, del segundo caso.
¿Qué pasó con aquel muchacho que golpeaste con un martillo?
–Se marchó furioso, diciendo que iba a llamar a la policía. Quince minutos más tarde, regresó. Llamó a la puerta y le dejé entrar. Dijo que necesitaba dinero para el teléfono, o el taxi, o no sé qué. Me pareció increíble que volviera. ¿Puede creérselo?
¿En lugar de ir a la policía?
–Tenía miedo de dejarlo ir otra vez; forcejeamos unos cinco minutos. Los dos estábamos agotados. Estuvimos en el dormitorio hasta las siete de la mañana. Lo calmé; me prometió que no llamaría a la policía. Fuimos a la esquina, paré un taxi y ésa fue la última vez que lo vi.
Es raro que no presentara una denuncia.
–Lo hizo, pero contó una historia absurda de que yo le había pegado y no le creyeron.
Beber más de la cuenta ha sido un problema constante en tu vida, ¿verdad?
–Sí. Era mi manera de sobrellevar la vida familiar. El divorcio. Y los golpes. Bebía para borrar la memoria. Durante un tiempo funcionó.
¿Puede decirse que te mantenías en un estado de semi..?
–En un estado de borrachera.
¿Lo sentías como una necesidad?
–Así parecía todo más fácil.
¿Te producía placer el acto de cortar en sí?
–Al principio sí. Luego pasó a ser una rutina.
¿Y el sexo después de la muerte?
–Placentero.
¿Y con los restos?
–No era tan placentero como cuando los tenía enteros.
¿Has sabido siempre que lo que hacías estaba mal?
–Sí, sí.
¿En algún momento llegaste a decirte: “Esto es una locura”?
–Sí. Cuando empecé con lo del taladro. Fue en el número doce, o por ahí.
¿Eras consciente de que…?
–De que aquello ya era demasiado.
¿Te dijiste: “No volveré a hacerlo”?
–No. Quería conseguir la técnica del zombi.
¿Por qué crees que la dominación, el control, el poder sobre los demás era tan importante? Para la gente corriente, son factores importantes, pero no hasta el extremo que los llevaste.
–Si hubiera tenido intereses y aficiones normales, como el deporte, no habrían sido tan importantes. ¿Por qué lo eran? No lo sé. (Larga pausa). Supongo que me hacían la vida más atractiva, o más plena.
De acuerdo. Pero se trataba de un poder y un control… fuera de control. ¿Entiendes lo que quiero decir?
–Ahora sí.
Cuando empezaste con lo del taladro, ¿tuviste la sensación de que iban a agarrarte?
–No. Creía que podía evitar que me descubrieran. Fue después de perder el trabajo cuando se me empezó a desmoronar todo.
¿Fue poco antes de que te detuvieran?
–Tal vez un mes.
¿Por qué perdiste el empleo?
–Porque llamé una noche, cuando estaba con el levantador de pesas negro. Creía que aún me quedaba un día de baja por enfermedad, pero no. Decidí pasar la noche con él, porque pensaba que al día siguiente aún tendría el trabajo. Fue por eso.
¿Y lo de las lentes de contacto amarillas?
–Los dos protagonistas de estas películas (El retorno del Jedi y El Exorcista III) llevaban unas lentes en los ojos que emanaban poder. Formaba parte de mi fantasía.

Seguí con la lista entera de crímenes para descubrir algún indicio de su estado mental en la época de cada uno de ellos. Para mí, el acontecimiento clave era lo que había ocurrido en el Hotel Ambassador en 1986. Me interesé por cómo era su vida en aquella época.
–Por aquel entonces había dejado de intentar resistirme a los deseos, pero, cuando conocía a alguien, iba a su casa y me limitaba a pasar una noche de sexo con ellos. La violencia no entraba en mis planes.
Pero esta vez te despiertas y el chico está muerto. Desde entonces hasta enero de 1988 pasan dos años, pero desde enero de 1988 hasta marzo de 1988 pasan sólo dos meses. Lo que ocurrió en el Ambassador, ¿te pareció agradable…?
–No.
…¿o terrible?
–Terrible.
¿Por qué?
–No lo había planeado. Para mí fue una sorpresa encontrarme con lo ocurrido.
Y que él te acompañara a casa de tu abuela, ¿qué fue? ¿Un cúmulo de circunstancias?
–Sí. Nos desnudamos. Estuvimos en la cama, acariciándonos. Nos masturbamos. Y… lo encontré tan atractivo que quise conservarlo.
Las siguientes preguntas tenían por objeto discernir qué crimen en concreto había sido planeado y cuál espontáneo. Revisamos todos los casos en una secuencia temporal. El siguiente había sido en marzo de 1988.
¿Dónde lo encontraste?
–Yendo de copas. Llevaba toda la noche bebiendo y ya me iba a casa. Cuando salí, lo vi y le hice el ofrecimiento.
¿Y otra vez a casa de la abuela, las drogas y todo lo demás?
–Mmm-hmm, el mismo plan.
¿En aquel momento sabías…?
–En aquel momento… sí, sin duda. El plan… Mmm-hmm.
Después pasa un año. Estamos en marzo de 1989. Aquella vez, cuando saliste de casa, ¿ibas en busca de alguien? ¿Planeabas hacerlo?
–Sí, sí. Buscaba a alguien para llevarme.
El siguiente crimen se produjo catorce o quince meses más tarde. “¿Cuáles habían sido las circunstancias?”, pregunté.
–Lo encontré delante de un bar. Se dedicaba a la prostitución y era muy guapo. Le ofrecí dinero, fuimos a casa, y… el mismo plan.
Cuando fuiste a Chicago, ¿habías quedado con alguien?
–Sí.
¿Pensabas que la cita podía terminar en homicidio?
–Sí, probablemente.
Le pregunté a Dahmer si, en medio de una serie de crímenes, antes de salir a la caza fantaseaba sobre lo que ocurriría.
–Sólo mirando fotos de víctimas anteriores. Videos, películas pornográficas, revistas. No tenía fantasías elaboradas antes de salir.
Entonces, te valías de las fotos y la pornografía para llenar los huecos entre…
–Exacto.
…entre sucesos.
–Sí.
Le pregunté de nuevo por sus preferencias sexuales, qué tipo de persona habría deseado como compañero sexual.
–Me habría gustado tener un hombre blanco bien desarrollado y complaciente. Habría preferido tenerlo vivo y que estuviera siempre a mi lado.
¿Que saliera a trabajar y que llevara una vida normal, o que sólo estuviera contigo?
–Que sólo estuviera conmigo.
Menos preferible, pero aún deseable, dijo Dahmer en respuesta a otras preguntas, habría sido dejar a alguien en “estado zombie”. Bajando la escala, dijo que habría preferido “lo que he estado haciendo”, es decir, ligar con hombres en los bares y llevárselos a casa para matarlos. Bajando más aún en la escala de las preferencias, sin embargo, dijo: “Nada”. Ni sexo homosexual normal ni sexo heterosexual normal, ninguna pareja. O, en todo caso, la pornografía.
¿Y después?
–Celibato, sin ninguna actividad sexual. Éste era el estado que intentaba alcanzar los dos años en que fui a la iglesia.
¿Intentabas alcanzar ese estado porque sabías que así no te meterías en líos?
–En efecto, en efecto.
En la época en que cometiste los crímenes, ¿creías que tenías derecho a hacer lo que hacías?
–Siempre intentaba no llegar a conocer demasiado bien a la persona. Así se parecían más a un objeto inanimado. Pero siempre supe que no estaba bien. Tenía de culpa.
¿Alguna vez pensaste que el otro había hecho algo mal y que tú tenías justificación para…?
–No. Esto es lo que creía Palermo, el psicólogo forense. Que lo hacía para librar el mundo de malvados. Y no lo hacía por eso.
Nada de psicologías profundas, ¿eh? No siempre funcionan.


Nos reímos y dimos por terminadas las sesiones. Dahmer aceptó volver a recibirme después del juicio para que yo siguiera con las entrevistas. Le dije que se cuidara y que fumaba demasiado. Me respondió que si terminaba teniendo un cáncer y se moría, solucionaría el problema a todos los que no sabían qué hacer con él.
Un jurado de no expertos corroboró que una persona, para ser considerada enferma mental, debe comportarse como tal la mayor parte del tiempo. Por consiguiente, consideró que Dahmer estaba legalmente en su sano juicio al cometer los crímenes. Una vez emitido este veredicto, el jurado tuvo que considerar a Dahmer culpable de quince asesinatos y fue condenado a quince cadenas perpetuas, lo que equivaldría a unos 936 años de cárcel. En Wisconsin no existe la pena de muerte.
En los años que pasó en la cárcel, según Boyle, su abogado, se negó a aceptar protección especial e insistió en mezclarse con los demás reclusos. A finales de noviembre de 1994, fue asesinado por un preso negro, tal como había temido. Fue apaleado en el baño hasta la muerte por Cristopher J. Scarver, que también cumplía cadena perpetua por asesinato. Scarver había sido condenado a pesar de haber afirmado que unas voces le decían que era el Hijo de Dios y le advertían acerca de si podía o no confiar en una persona.
Para muchos, la muerte violenta de Dahmer fue un final apropiado; hubo otros, sin embargo, entre ellos algunos columnistas, que se enfurecieron porque Scarver había privado a los ciudadanos del derecho de tener a Dahmer purgando durante muchos más años los crímenes cometidos.
En mi opinión, ni Dahmer ni Scarver tendrían que haber sido encarcelados sino recluidos de por vida en una institución psiquiátrica.
El problema, en realidad, es que personas como Dahmer plantean un dilema a la sociedad, que no ha desarrollado un modo adecuado de tratarlas. Centrarse en conceptos como el bien y el mal no es ni una aproximación siquiera a la compleja realidad de lo que hizo Dahmer.


Fuente: Robert K. Ressler- Shachtman Tom, Dentro del monstruo, un intento de comprender a los asesinos en serie, Alba Editorial, 1998.

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Enunciaciones

La pregunta por la transmisión o la enseñanza de la práctica del psicoanálisis está viva y sigue resultando fértil para no adormecernos en lo ya-sabido. ¿Cómo enseñar lo que no se puede sistematizar, asir, saber anticipadamente? ¿Cómo enseñar a no aplicar una teoría? ¿Cómo enseñar a no estar prevenidos en la transferencia? ¿Cómo enseñar a disponerse al hallazgo, a la sorpresa? ¿Cómo enseñar la atención flotante? ¿Cómo enseñar a leer? Hay, en la transmisión del psicoanálisis, un imposible. La experiencia acerca de la práctica del psicoanálisis no depende de la cantidad de pacientes que se atienden, ni de los años que transcurrieron en el oficio. Tampoco de la edad cronológica del practicante. No se trata de acumular horas de vuelo.  Los que creen que se trata de eso son los mismos que suelen estar en piloto automático. La experiencia analítica no deja de ser novedosa cada vez, ya que el inconsciente es, él mismo, lo que no ocurrió antes, la sorpresa y la novedad.

Considero que esa experiencia se obtiene, sobre todo, atravesando la experiencia del análisis. Y no porque ahí uno aprenda, sino porque ahí es donde se horada esa roca insoportable llamada inhibición. Porque el análisis es el lugar -aunque no el único- en donde se trata de sacar la piedra del camino, esa piedra que nos impide movernos. Y la inhibición que cae gracias al análisis abre la posibilidad de leer más allá de la fascinación por el saber del otro, esa fascinación que impide cualquier acto de lectura. La inhibición que cae gracias al análisis sacude entonces la parálisis -una de sus formas-, pero también sacude el espejo -otra de ellas-. Y entonces ya no hace falta imitar a otros, hacer como si, pretender, aparentar o ser psicoanalista -“hagan como yo, no me imiten”, decía Lacan ya advertido de sus imitadores-. Una vez atravesado el espejo -que no se atraviesa de una vez y para siempre-, ya no se necesita la ortopedia de la impostura de ser. Ya se puede andar sin la evitación aparatosa del tropiezo. En todo caso, habrá que ver qué se hace con los tropiezos, pero de ningún modo pretender que no existan.

Lacan dijo que la transmisión del psicoanálisis se sostiene en “un estilo”. Y un estilo no se elige, está hecho de marcas inconscientes, se trama más en la enunciación que en los enunciados. Un estilo es entonces lo opuesto a una imitación, a una copia; un estilo no puede copiarse. Imitar a otros, copiarlos, incluso tragárselos, no es sino un artificio ortopédico que remeda una inhibición que es puro impedimento.

Mientras fui estudiante en la facultad padecí, como muchos otros, ciertas posiciones: las de aquellos que, en materias psicoanalíticas, se presentaban ante el auditorio como psicoanalistas que lo sabían todo, que nunca trastabillaban, que nunca dudaban. No me refiero a los contenidos de los programas, a las clases que debían dar, sino a su relación respecto de esos contenidos, de esos saberes y, sobre todo, de la práctica clínica. Hemos escuchado intervenciones que maravillaban al auditorio, “curas exitosas”, casos complejos “manejados” sin ningún obstáculo, etc. Esos modos de presentación, lejos de transmitir algún saber, producían muchas veces, en los que pretendían aprender algo, bastante inhibición. Una inhibición que se expresaba a veces como parálisis, otras como acción. Porque existe la inhibición disfrazada de acción: la acción de imitar -y entonces el ámbito psi está plagado de personas que hablan igual, que adoptan los gestos de aquellos a los que “admiran”-. Los imitan en espejo, copian sus modos de hablar, de dar clase, de “analizar”. Por supuesto que este fenómeno puede pasar y pasa en muchos ámbitos, pero el ámbito del psicoanálisis acaso lleve esta particularidad: un analista deviene de su propio análisis, no nace psicoanalista. Parafraseando a Hebe Uhart cuando se refirió a los escritores: “no se nace psicoanalista, se nace bebé”. La formación del analista se extrae, sobre todo, del propio análisis. La experiencia del análisis es una experiencia de lectura y leer es lo opuesto a fascinarse con el saber del otro -y con el propio-. Sin análisis no hay analista, aunque el analista no está garantizado nunca. Por eso no hay un ser psicoanalista. Habrá, o no, acto analítico y eso nunca puede saberse de antemano, ni es el psicoanalista el que dará cuenta de ello. Pienso entonces en las distintas enunciaciones dentro del psicoanálisis y advierto que son muy pocas las que no se sostienen en el espejo que les devuelve la imagen de psicoanalista ideal. Hay muy pocos que, al tomar la palabra, evidencian que no necesitan aferrarse al poder que viene adosado al saber y a la imagen de ser. Son muy pocos los que pueden dar testimonio de lo que el psicoanálisis hizo en ellos. Es decir: son muy pocos los que, al tomar la palabra, lo hacen del único modo en que considero que se puede decir algo: en tanto que analizantes. Hay muchas personas que enseñan la barradura del sujeto, la castración, el Otro que no existe, mientras se sostienen férreamente en la pretensión de que esa barradura no se les note a ellos. Estar dispuestos a caer de los lugares de saber, de los lugares de ser, abre el juego y deja entrar, no solo aire fresco, sino también deja entrar a otros en el juego. Empezando por Freud, que inventó el psicoanálisis con materiales propios y no temió perder legitimidad por ponerse en juego, por escribir y analizar sus sueños, sus angustias y los demonios que lo atravesaban, pasando por Lacan que explicitó -como si hubiera hecho falta- que hablaba desde el lugar de analizante, los analistas que más me han enseñado son aquellos que no pretenden, son aquellos que están dispuestos a dar cuenta de las consecuencias del análisis. Hablen o no de sus análisis, en su enunciación se transmite ese hiato gracias al cual pasan cosas. Y lo que pasa es la posibilidad de un “saber leer». Lejos de enseñarnos qué leer, estos analistas nos enseñan de qué se trata leer. No se trata de lo que dicen, del contenido, sino de la posición desde la que toman la palabra. Y no la eligen o no la eligen voluntariamente: eso pasa o no, y si pasa, es porque ahí pasó el psicoanálisis.

Pienso en estas cosas cuando leo el final de El sujeto según Lacan, de Guy Le Gaufey, donde el autor relata un recuerdo de su infancia en relación a la lectura para dar cuenta de su interés por el sujeto del psicoanálisis; pienso en estas cosas cuando leo La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, de Jean Allouch, escrito con la muerte de su hija y las pesadillas que tuvo; pienso en José Luis Juresa cuando escribió Hallazgo de analista. Y pienso en Gérard Haddad que escribió El día que Lacan me adoptó, el relato de su análisis. Y pienso en algunos otros que no escribieron pero me transmitieron esto mismo. No estoy diciendo que las personas que se dedican a la transmisión del psicoanálisis estén obligadas a escribir sus experiencias. Digo que me llama la atención la cantidad de personas que se llenan la boca hablando de división, escisión, barradura, castración y que pretendan que todo eso no los atraviese en absoluto. Y sí, eso también pasa en otras disciplinas, pero en el psicoanálisis no hay distinción entre teoría y práctica, porque se trata, más bien, de una praxis. Me pregunto entonces por la enunciación, por el modo en que se toma la palabra, por el miedo que muestran algunos a exponerse en sus fallas, en sus fragilidades, en sus tropiezos. No digo que estén obligados a hacerlo, digo que me llama la atención ese constante disimulo, esas constantes imposturas. Y entonces pienso también en Anne Dufourmantelle que, con su obra, ha sabido darle lugar al otro, ahí donde su escritura, como la de los otros que mencioné, conlleva su propio riesgo. Nicolás Freibrun escribió acerca de la psicoanalista francesa y dijo: “Si su trabajo habla de uno mismo, es a condición de interrogar qué significa y quién sería, hoy, uno-mismo. Su escritura está hecha de un conjunto de registros orales que salta el espejo narcisista para adentrarse en las condiciones inmediatas del mundo: aquellas que constituyen el lazo siempre frágil con los otros”. Para seguir pensando la práctica del psicoanálisis no hace falta hablar de los pacientes -eso es un espectáculo que no enseña nada a nadie-. El psicoanálisis que me interesa es aquél que se hace y se trama con lo que no anda. Las personas que más me enseñaron y que me siguen enseñando son aquellas que no están preocupadas por las apariencias, son aquellas que no repelen los agujeros. Dejar de babearme por el saber del otro, eso también se lo debo a mis análisis.


Fuente: elDiarioAR 


Fajar P. Domingo. Lonely crow
Fajar P. Domingo. Lonely crow, 2014

Tres contra uno: hay un psicoanálisis

 

Sebastián Digirónimo

Me toca el lugar más fácil y el más difícil. Es el más fácil porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. Es el más difícil por lo mismo, porque tengo como parámetro lo que dijeron los demás en sus exposiciones. ¿Cómo decir una vez más sin repetir? Si uno mira con cuidado toda la enseñanza de Lacan, va a descubrir que está marcada siempre por esta pregunta, y el resultado es un intento por decir cada vez mejor lo que no puede decirse. Esto implica improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención, que no es un término, este último, que pudiéramos tomar a la ligera. La obra de Freud se puede leer de la misma manera. Ese improvisar trabajosamente entre la repetición y la invención es el espacio de un psicoanálisis.

Dicho esto, vamos a empezar de nuevo con un epígrafe tomado del prólogo de la obra de Octavio Paz de 1956 titulada La hija de Rappaccini: «Mi nombre no importa. Ni mi origen. En realidad no tengo nombre, ni sexo, ni edad, ni tierra. Hombre o mujer; niño o viejo; ayer o mañana; norte o sur; los dos géneros, los tres tiempos, las cuatro edades y los cuatro puntos cardinales convergen en mí y se disuelven. Mi alma es transparente: si os asomáis a ella, os hundiréis en una claridad fría y vertiginosa; y en su fondo no encontraréis nada que sea mío. Nada, excepto la imagen de vuestro deseo, que hasta entonces ignorabais».

Queda claro que este epígrafe tiene que ver con lo que podría esperarse de un psicoanalista, salvo aquello primero de “en realidad no tengo nombre”, porque de un psicoanálisis, que es de donde surge un psicoanalista, surge también un nombre. Mi nombre es Furia, palabra que en sí misma no dice nada, es necesario oponerla a ira y no importan tampoco demasiado cuáles son esas palabras sino el pasaje de una a la otra. Ira es lo que había antes, Furia lo que queda después. ¿Antes y después de qué? De un psicoanálisis. No del psicoanálisis sino de un psicoanálisis.

Partimos desde aquí, entonces, hacia ese lugar que ya anticipé en los encuentros anteriores diciendo que el psicoanálisis no existe. En seguida tenemos que precisar qué querría decir esa afirmación: lo que hay es, como dijimos recién, un psicoanálisis. Uno por uno, en su singularidad. Un psicoanálisis que, por otra parte, debe ser demostrado y no simplemente postulado. Esto nos lleva a tener que precisar la noción de experiencia que está en juego en un psicoanálisis, que es enteramente análoga a la que está en juego en la poesía y que contradice punto por punto la noción del sentido común. La experiencia psicoanalítica, como la experiencia poética, nada tiene que ver con la acumulación de vivencias, se trata más bien de un atreverse a entrar en un ámbito desconocido en el más radical de los sentidos, pues ese desconocido es directamente incognoscible, aunque con él se puede hacer otra cosa que no es conocerlo. No rechazar el inconsciente en el sentido del psicoanálisis es hacerse cargo de su definición más radical que podríamos señalar ahora con esa paradoja de un saber no sabido (por nadie, además). Está en boga entre los practicantes del psicoanálisis una distinción que les parece muy útil a la hora de pensar lo impensable de un psicoanálisis y que es la distinción entre inconsciente transferencial e inconsciente real. Puede ser útil, sí, pero esa misma distinción esconde la fórmula que deberíamos sostener con fuerza: el inconsciente es real o no es. Real en sentido lacaniano, como expresión del radical no-hay. No vamos a profundizar más por allí, en otro lugar ya dijimos que esa dicotomía se vuelve mucho menos peligrosa si la convertimos en un tríptico: inconsciente salvaje, inconsciente transferencial e inconsciente real. Su precisión queda para otro momento, sólo señalemos que es necesaria. De hecho, el problema de la dicotomía que tanto les agrada a los practicantes es su aparente comprensibilidad.

Experiencia, entonces. Pero experiencia en un sentido muy específico. Y experiencia a demostrar, pero ello también en un sentido muy específico: en sentido lógico, como se demuestra un teorema, y, además, en acto y a nadie.

De allí partimos, aunque ese punto de partida implica ya todo un recorrido acerca de lo que no es un psicoanálisis. No es un juego intelectual, mucho menos un ornamento narcisista para el mero pavoneo. Contrario a eso, lo que dijimos y que contradice punto por punto al supuesto sentido común que funciona siempre sólo como obstáculo epistemológico, usando esa noción tan fructífera de Bachelard: una experiencia a demostrar.

De lo otro, sin embargo, se ve por todos lados, y sería interesante interrogar los motivos, porque ello nos llevaría rápidamente a toparnos con un punto clave que podemos llamar, con guiones, no-querer-saber-nada-de-eso. Precisar la forma de ese no-querer-saber es clave, y lo es en el interior de esa experiencia a demostrar. Preguntarse todo el tiempo, en el diván, ¿cuál es mi no-querer-saber? El mío, singular, único. Me acuerdo de un practicante que decía, en una charla, que él iba por la calle preguntándose por el goce de los demás, y que eso es lo que debía hacer un psicoanalista. No, lo que debe hacer es preguntarse por el propio goce, en posición analizante, sabiendo que ese goce es, además, único e inconmensurable, y si quiere lo puede hacer yendo por la calle, eso no importa, si estamos en la buena posición el diván lo llevamos con nosotros, como una especie de caracol psicoanalítico. Y todo ello sabiendo únicamente que el propio no-querer-saber está allí, y que lo estará siempre. Preguntarse por él empuja hacia la divisa de un psicoanálisis orientado: el famoso (por repetido, no por ejecutado) ¡atrévete a saber!

El practicante que eso decía es un psicoanalista muy reconocido, sobre todo lo era en la década del noventa, aunque hoy lo sigue siendo. Hay otra anécdota que apunta hacia el mismo lugar y nos sirve. Tenemos un problema que suele no verse siquiera. Hay que hacer un esfuerzo por situar, en el buen lugar, el análisis propio (eso implica situar en el buen lugar la noción de experiencia). Si no lo situamos en el buen lugar, lo que se nos escapa es el no-querer-saber y nos deslizamos entonces de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias, al psicoanálisis que no existe. Y todo esto sin advertirlo siquiera. Ocurre espontáneamente, por más que se repita que lo fundamental en la formación de un psicoanalista es su propio análisis, hay prejuicios que, en acto, nos hacen situarlo en el mal lugar. Y eso quiere decir que hay que hacer un esfuerzo más, un esfuerzo que es de lectura verdadera, que es la que empuja hacia la escritura. Claramente no hablamos de las meras acciones de leer y escribir como quien lee y escribe la lista del supermercado, es un poco más complejo. Podemos tomar un ejemplo relacionado con ese psicoanalista. El otro día leía un libro suyo en el cual se publicó uno de sus cursos-seminarios. Si se lo lee con cuidado, se verá que oscila todo el tiempo entre lo que se sostiene con la palabra y algo que se escribe pero que contradice esa palabra que se había dicho. Y ello se relaciona estrechamente con el mal lugar dado al propio análisis. ¿Qué ocurre entonces sin que se lo perciba? Que el no-querer-saber toma el mando y con ello nos deslizamos, sin advertirlo, hacia el no hacernos cargo de lo real, incluso diciendo que tomamos un camino hacia lo real y su clínica. Tomemos un único ejemplo de ese libro para ejercer la lectura en acto. Dice allí, correctamente, que “no hay teoría ni práctica que pudiera agotar el encuentro y el desencuentro del parlêtre con lo real”. Tal vez convendría decir sólo desencuentro e incluso inadecuación, pero está bien. Sin embargo, dice algo que contradice en acto esta misma declaración si se la sabe leer, y eso hace que, generalmente, pasara desapercibido y que el deslizamiento hacia el no-querer-saber se hiciera furtivo. Dice: “aun siendo psicoanalistas, con muchos años de análisis a cuestas, los del propio análisis incluidos”, y sigue la frase después de este prolegómeno. Y en eso solo ya se deslizó lo que hay que saber leer y ya se contradijo en acto la otra afirmación correcta. Implica un prejuicio común, que nos acecha desde lo más hondo de nosotros mismos, así que probablemente les pasará desapercibido hasta que no lo señalemos con atención. Ese prejuicio común, tan difícil de romper, es el siguiente: un psicoanalista es alguien que atiende pacientes. No, un psicoanalista es, como señaló Lacan alguna vez, alguien de quien se espera un psicoanálisis. Pero vamos a leerlo con cuidado: ello implica alguien que llevó su propio análisis hasta sus últimas consecuencias, y de estos no hay tantos como se cree. Volvamos a la frase de este reconocido practicante, eso que agrega al final, “los del propio análisis incluidos”, hace que se sitúe el análisis propio como algo secundario, y el prejuicio se desliza desapercibido tanto para el que articula la frase como para el que la oye. Los “muchos años de análisis a cuestas” son, fundamentalmente, los del propio análisis, pero es peor todavía, porque la cronología es secundaria, y no son años, es otra cosa, es precisión, es poesía, es escritura. Está lleno de gente que dice “tengo veinte años de análisis” (y ese tengo ya es una clave de alarma) y, en acto, se manifiesta que, en todo caso, tiene veinte años de concurrir a sesiones en las cuales no se pasa casi nunca más allá del gozoso parloteo, del blablablá que no mueve en nada el amperímetro de la relación con el no-querer-saber propio. Y el problema es que esto se desliza con el mayor de los mutismos. El prejuicio halaga el narcisismo: “somos psicoanalistas porque atendemos pacientes, a diferencia de todos los que no lo son”, y, prejuicio análogo: “y lo somos porque leímos a Freud y a Lacan” (y a Winnicott, y a Melanie Klein, y a Ferenczi y al que fuera). ¿Seguro que los leímos? Leer no es la acción de pasar los ojos por la letra impresa, leer es pasar la palabra a escritura y eso sólo ocurre poniendo en su lugar el propio análisis y sabiendo que él empieza a existir cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

Antes dijimos psicoanálisis orientado. La palabra orientado, que acabamos de usar, implica dos cosas juntas: una dirección, que es de la historia a la poesía, del sentido al sin-sentido, de la palabra al silencio que pasó por la palabra y que suele resumirse con una frase que se repite pero que no debe comprenderse: hacia lo real. Pero también implica lo opuesto a desorientado. No se trata de una orientación entre otras, es la orientación, hacia el hacernos cargo en acto del radical no-hay.

Ya en este punto surge un problema que está presente desde Freud hasta aquí. Freud mismo lo formula con sus términos: ¿cómo conciliar lo infinito de ese no-querer-saber (interminable en el vocabulario de Freud) con el término posible de un psicoanálisis, con su conclusión? Nos va a interesar, desde aquí, la relación que hay entre la repetición circular, en bucle, y el corte. El camino de un psicoanálisis, desde este punto de vista, es ese: de la repetición de lo mismo al corte.

Pero volvamos al no-querer-saber. George Steiner, en el prólogo de La poesía del pensamiento, señala que “tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada”. Pero es peor que eso: tenemos que postular que no habrá nunca algo así como “aprender a pensar”; lo que habrá siempre es no-querer-saber. El homo sapiens está horrorizado y lo estará siempre. Percussas pavore hominum. Pero si bien el horrorizado no-querer-saber es lo que habrá siempre, también puede haber un empuje contrario a él. Por supuesto, destinado a perder, pero, ¿y?

Ese empuje implica un esfuerzo de escritura que es un esfuerzo de poesía. Es sabido que Platón rechazaba dos cosas en las que él mismo estaba sumergido: la poesía y la escritura. Lo que ocurre es que no se mira con cuidado ese rechazo y sólo se lo repite casi como lugar común. Lo que Platón temía, tanto de la escritura como de la poesía, es la autocomplacencia de lo que llamamos, con Lacan, comprensión y que es algo bien específico. Estamos todo el tiempo en peligro de comprender, a punto de ceder a esa autocomplacencia propiciatoria del no-querer-saber. En ese punto Platón estaba orientado, su problema comienza por la suposición, que sostiene todo el tiempo, de que el desvío de la comprensión puede evitarse. Pues bien, no se puede. El no-querer-saber manda. Pero sí puede mitigarse su efecto, justamente haciendo el esfuerzo de pasar la palabra a escritura y la narración a poesía, que es exactamente lo que el mismo Platón hizo. Como señaló Roland Barthes en una conferencia que dictó en Italia en 1974, si la escritura va más allá de la palabra es porque ella es la verdad del lenguaje (y no de la persona del autor). Y hay dos experiencias que son, en acto, la demostración de esto: la de la poesía y la de un psicoanálisis. Eso mismo que decía Barthes puede decirse, con Octavio Paz, de la siguiente manera: los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía. El camino de un psicoanálisis, de la biografía a la poesía, de la historia a la poesía, de la narración a la poesía, tiene que ver con esto.

La poesía es esfuerzo de precisión. ¿Por qué? Porque no atenta contra la ambigüedad de los vocablos (como sí lo hace, por ejemplo, la neurosis obsesiva, muchas veces en el consultorio, cuando postula que “lo que quise decir es x” –la respuesta que suelo dar es “no importa lo que quisiste decir, importa lo que decís sin querer”). No atentar contra la ambigüedad de los vocablos es hacerse cargo de que no hay sinonimia absoluta y ello permite escribir al pie de la letra. Sí, la ambigüedad no negada es precisión, y sólo la poesía lo sabe. Y el psicoanálisis, pero no el que no existe, no la disciplina intelectual: un psicoanálisis en acto, singular, escrito, ético, llevado hasta sus últimas consecuencias, demostrado y poético. Y eso está al alcance de todos, sólo que, llegado allí, el todos se desvanece y nos queda la singularidad no-toda del estilo. Y es por ello por lo que podemos sostener, al mismo tiempo, lo que decía Freud y que suele ser mal entendido: un psicoanálisis no es para todos. Para todos y psicoanálisis no van juntos, no pueden ir juntos. O psicoanálisis o para todos. Se excluyen. Un psicoanálisis es adueñarse en acto del propio estilo, y, como señaló Mallarmé, hay ritmo desde que hay estilo. Por eso un psicoanálisis implica un esfuerzo de poesía a ser demostrado en acto, no postulado y sólo enunciado teórica e intelectualmente.

Por supuesto que ello puede hacerse. Hay ejemplos, se puede decir exactamente todo lo que estamos diciendo con la mera intención de negar la castración. No es una cuestión de enunciados, sino de posición de enunciación, pero para distinguir ambas cosas hay que saber leer.

Un psicoanálisis, entonces, y ¿qué es un psicoanálisis? Es ese empuje incansable contra el inextinguible no-querer-saber. Hasta se puede decir que es un empuje imposible contra la naturaleza misma del parlêtre. Eso es lo que hace a su fragilidad. A que se sostenga sólo de eso que Lacan llamó deseo del analista, que es formalizable y que no debe confundirse con el deseo a secas del sujeto. Pero no sirve de nada formalizarlo intelectualmente, hay que hacer su experiencia. ¿Dónde nace? En el diván, haciéndose cargo del propio no-querer-saber, llevando la solución espontánea y salvaje que instauramos ante el no-hay, que llamamos sinthome espontáneo, que es defensivo, a ese otro sinthome, que llamamos analítico, inventado en el camino de un análisis y que implica el perturbar la defensa hasta sus últimas consecuencias y hacerse al final un nombre. Como el poeta. Lo escribió bien María Zambrano: “como el poeta no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse”, esto antes, decimos nosotros, “tendría que adoptar el nombre de lo que lo posee”, sigue Zambrano, “de lo que lo toma allanando la morada de su alma, de lo que lo arrebata”. Y adoptar no es suficiente, agregamos, encarnar ese nombre singular. Esto no ocurre repitiendo lo que dijeron Freud y Lacan, sino imitando en acto su posición ante lo real, que es de Freud, de Lacan, de Unamuno, de Sócrates, de los verdaderos poetas, que son los que se atreven a otra cosa que el no-querer-saber espontáneo. Borges señalaba que un maestro es alguien que nos muestra cómo enfrentarnos al universo, digamos, mejor, a lo real, pero no basta con ser discípulo, hay que atreverse a ser maestro, en soledad y silencio. Retomemos algo que está escrito en otro lugar: porque callo después de haber pasado por la palabra es que escribo. Hay algo más que el desnudo no-querer-saber que, en realidad, jamás está desnudo sino vestido y disfrazado con aplastante sentido, y podemos atrevernos a ese algo más.

En otro lugar lo llamé coraje de la experiencia y alguien preguntó por qué mencionar al coraje al hablar del psicoanálisis. La respuesta es que si no mencionamos al coraje y, sobre todo, si no lo ponemos en acto, el psicoanálisis no existe. Por supuesto que se puede delirar teóricamente, se puede también hacer estragos atendiendo pacientes; esos estragos son, fundamentalmente, dados por jugar la partida del no-querer-saber de a dos. Y ello puede ocurrir porque hay al menos tres niveles en un psicoanálisis pero que no tienen los tres el mismo peso. El nivel fundamental es el nivel de la ética, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la filosofía. Después está el nivel del saber, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la ciencia. Y por último está el nivel clínico, en el cual un psicoanálisis debe diferenciarse de la psiquiatría. Si el nivel de la ética falla en acto no ocurre esa triple diferenciación y el psicoanálisis, entonces, no existe.

Subrayamos, entonces, una vez más, la importancia de poner el propio análisis en su lugar. Los poetas lo supieron siempre. Por ejemplo, otra vez, Borges. El joven Borges que, en su libro de 1926 del cual luego renegó hasta el final (al punto de eliminarlo de su obra completa ­–tres libros eliminó, que igual se consiguen: El idioma de los argentinos, Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza, que es ese libro de 1926), allí escribió que “pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. El mejor lugar para ello es un psicoanálisis, donde ese vivir las palabras es pasarlas a escritura. Pero hay que atreverse a ello, y una de las formas de no atreverse es venerar a los poetas como si fueran seres especiales, inalcanzables para el común mortal. Tal vez nos conviene citar a Emerson, “si un hombre quiere hacer algo bien, debe acercarse a ello desde una posición más elevada”. El que considera al poeta como algo inalcanzable ya se acerca a la poesía de la mala manera y no está en grado de adueñarse de las palabras viviéndolas. Un esfuerzo de poesía es eso, específico, difícil, quizá imposible, no basta mentarlo para ejercerlo. Un esfuerzo de poesía es en acto y contra el no-querer-saber. Hay muchos, sin embargo, que postulan haber llevado el propio análisis hasta sus últimas consecuencias cuando, en realidad, ese análisis ni siquiera comenzó. Podemos llamarlo el antipsicoanálisis. Es lo más común.

Porque lo que hay ya lo dijimos: no-querer-saber perpetuo, incansable, infinito, pero en algún lugar hay también uno que le dice no al ruido, al parloteo vacío, al zumbido que aturde, al horror y, desde la soledad y el silencio que no niegan la muerte, se atreve a una invención. El psicoanálisis no hay. Si nos atrevemos, puede haber un psicoanálisis.


Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.

Tomás Sánchez. Isolate, 2001

Curso teórico-clínico anual 2022

El análisis propio, la supervisión y la teoría como herramientas indispensables para la formación de un psicoanalista.

El psicoanálisis es una experiencia. Es indispensable entender esto. ¿Qué significa? Que no es un juego intelectual. Quien se nombre psicoanalista debe pasar por la experiencia del encuentro con el inconsciente, en su propio análisis y con los pacientes que escuchara portando el semblante de psicoanalista. También debe poner en eje su práctica, el deseo del analista, y ello sólo se logra por medio de la supervisión. Eso es lo que se espera, lo que se fomenta, lo que se anhela. Pero no siempre se logra.

El psicoanálisis no es una teoría, no es un juego de representaciones y retruécanos ni axiomas. Es una disciplina que exige no retroceder con cada paso que se da. Ello genera un imposible de soportar porque, así como no hay técnica, no hay ser del analista. ¿Cómo ser analista? ¿Cómo devenir psicoanalista? Animándose a ser uno. Uno entre otros, arriesgándose a crear un estilo propio.

En 1913 Freud comparó la práctica del psicoanálisis con el aprendizaje de las reglas del ajedrez:

«Quien pretenda aprender por los libros el noble juego del ajedrez, pronto advertirá que sólo las aperturas y los finales consienten una exposición sistemática y exhaustiva, en tanto que la rehúsa la infinita variedad de las movidas que siguen a las de apertura. Únicamente el ahincado estudio de partidas en que se midieron grandes maestros puede colmar las lagunas de la enseñanza. A parecidas limitaciones están sujetas las reglas que uno pueda dar para el ejercicio del tratamiento psicoanalítico»[1].

De dicha cita podemos extraer dos puntos que usaremos para ilustrar cierta orientación con respecto al psicoanálisis: 

El primero es que no hay técnica, a pesar de que se pueden establecer con claridad el comienzo y el final, no hay técnica. 

Segundo, que las “partidas en que se midieron los grandes maestros” no son otras que las que se obtienen en la misma práctica clínica. Y no son las partidas que se ganan, sino aquellas en las que se pierde, porque sólo con el error se aprende, sobre todo, y más que en ningún otro lugar, en el psicoanálisis.

[1] Sigmund Freud (1913): “Sobre la iniciación del tratamiento” en Obras Completas, tomo XII, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1996, página 125


El curso teórico clínico-anual 2022 tendrá duración de marzo a diciembre, a razón de tres encuentros por mes, los sábados de 11hs a 13hs.
Dos encuentros serán para trabajar textos del programa anual y el tercero será dedicado al seminario sobre Clínica de la psicosis no desencadenada, que es para los participantes de segundo año, pero está abierto para los ingresantes y se recomienda hacerlo.

La modalidad es virtual, por medio de la plataforma Zoom. Los encuentros no son grabados.

El costo del curso es de pesos argentinos $3500 o U$S 20 por mes. No se cobra matriculación.

La actividad comienza el 5 de marzo de 2022.

Para ingresar al curso se debe solicitar una entrevista de admisión a redpsi.info@gmail.com