El cubo imposible de Rubik

Mercedes Ávila, 2024

El recorrido de un psicoanálisis nunca sigue una línea recta. La física nos puede hacer creer que la distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero en un análisis nunca ocurre eso. Es más bien un laberinto, con escaleras imposibles como las que dibujaba Escher. Damos un primer paso, avanzamos, creemos que comenzamos a subir y, de repente, descubrimos que estábamos bajando. Parados en el lugar correcto podemos ver todo el paisaje. Todo depende de la posición del observador.
Entonces, si bien podemos establecer objetivamente el punto de ingreso al laberinto, y descubriremos luego que también la salida, el recorrido no acepta atajos, y es radicalmente singular. Ocurre exactamente aquello que decía Freud sobre las partidas de ajedrez.

Un análisis se empieza porque hay algo en la vida que se ha vivido hasta ese momento que ya no funciona. Que quizá nunca funcionó, pero ahora nos damos cuenta de ello. No se puede ingresar al análisis como observador, es un todo o nada que tarde o temprano deberá ponerse en juego. El psicoanálisis no es una teoría ni un juego intelectual, es una disciplina que no acepta la cobardía.
Una vez despejado el camino de lo urgente, o de aquello que creíamos que era lo primero y fundamental, se ingresa de verdad en el camino de lo central, lo consistente, lo que se repite, lo que ahora sí aparece del todo como el problema. Ahí en ese punto se abre la posibilidad del psicoanálisis como disciplina para uno mismo. La posibilidad de una elección: ver cómo funcionamos nos habilita a captar algo del funcionamiento del otro. Podemos recordar a Pierre Rey planteando por qué querría dedicarse a eso, cuando lo único que busca al principio es liberarse del malestar. La respuesta buena viene por el lado del deseo del analista. Algo que, sin embargo, surge desde la entrada en análisis.

La pregunta acerca del motivo por el que alguien querría entregarse a la función imposible que supone sostener el lugar del psicoanalista insiste, dado que, una vez atravesado el recorrido, se distingue claramente que el destino no es más que una caída en forma de resto, lo que sobra. Sicut palea decía Lacan, parafraseando a Santo Tomás, refiriéndose a encontrar la forma de separar la paja del trigo, lo que sirve de lo que no sirve. El psicoanalista no es un objeto cargado de brillo ni un faro ni nada, es un desecho que queda, es la reducción al máximo, es esa nada que queda después de despejar capa tras capa.
Entonces, ¿por qué elegir eso?, ¿por qué devenir psicoanalista? O, mejor dicho, ¿por qué no? Ocurre que, situados de la buena manera, lo que se descubre dentro de un verdadero psicoanálisis, es un discurso que ya no puede dejar de rondarse.
Es en ese punto que se entiende la frase de Lacan acerca del psicoanalista como lo que se espera de un psicoanálisis, porque para entrar en análisis hay que darle lugar a eso otro, a un germen del final, del psicoanalista que uno mismo devendrá.

El deseo del analista se descubre impuro, pues encuentra su forma de crecer a partir de otras raíces. Miller lo señala bien cuando usa la metáfora de la falsa moneda que pasa de mano en mano. Es un parásito al que se lo puede rechazar o se le puede dar lugar, pero al darle lugar muta: nos convertimos en otra cosa si le damos lugar en serio a ese deseo. Nadie nace psicoanalista, pero la entrada en análisis, con el germen de la salida en sí, es el nacimiento de un posible psicoanalista.
Recuerdo haber visto la película “La cosa” de John Carpenter (1982) cuando tenía ocho años. El deseo del analista tiene algo de ese monstruo, de ese ser extraterrestre que anida en el cuerpo y simula ser uno, pero no lo es, es algo distinto, de otro orden, lo que no impide que se pueda vivir apaciblemente con él.
El deseo del analista nace a partir de cualquier cosa, y en el caso singular que me atraviesa se puede establecer que nació a partir de una pregunta, aparentemente inocente, que ha insistido a lo largo de mi vida.
“¿Cómo funciona?” es la pregunta que determina una relación con el saber desde muy temprana edad. No basta conocer y saber: tiene que haber algo más. El “cómo funciona”, incurable, se aplica a lo humano, a las cosas, a los animales, a los mecanismos… a todo.

Dos escenas muestran con claridad el alcance de la pregunta.

1) Alrededor de los doce años, al regreso de una clase de órgano, dejé las partituras de la práctica sobre una mesa. Mi madre las tomó y las leyó, cantó en voz alta la canción allí escrita. La canción era Moritat. La lectura y el canto produjeron en mí sorpresa y admiración, porque ha ocurrido algo que me parecía imposible. ¿Cómo  puede ser que ese sonido coincidiera con las notas en el papel?
A esto se añadió otra sorpresa: “no todo es mentira”. Esa madre hablaba mucho de las cosas que supuestamente había hecho en su juventud, exageraba, intentaba mostrarse en el centro de la escena siempre. Entre esas cosas había el estudiar piano. Mi oído, siempre escéptico ante tales afirmaciones, se conmovió. Antes de ese momento, todo lo que decía mi madre se escuchaba como una mentira, a partir de allí la línea verdad-mentira se atenuó.

2) Había una mesa en la casa familiar y, sobre ella, un plano desplegado. Era un plano de una construcción que llevaba adelante mi padre, ingeniero civil. Surgió, entonces, la pregunta: ¿cómo es posible que coincidan, que encajen, esas medidas, esos dibujos sobre el papel, con el mundo? ¿Por qué? Yo creía que mi padre podía brindar la explicación, del lado de él se encontraban la verdad, la razón, lo exacto, lo que encaja. La acumulación de conocimiento en las paredes de una casa, en forma de diplomas, en forma de libros. Pero, y esto es lo más importante, la pregunta no desaparece nunca.
Se podría haber elegido ese camino, el del padre, para tapar ese agujero que insistía desde temprano, pero la explicación científica no alcanza, hay algo más que escapa y esa explicación no lo atrapa.
En cambio, tomé, sin saberlo del todo, otra cosa de él: el humor, la diversión, la satisfacción por la vida. De la madre quedó una autorización para torcer las reglas, la verdad mentirosa, que ha sido marco de flexibilidad e invención en la vida.

Muchos años más tarde, la pregunta se detuvo, por azar, sobre el cubo de Rubik, en la obsesión por resolverlo y entender cómo funciona su mecanismo. Entender cómo encajan las partes, por qué encajan.
Supuestamente el cubo es resuelto cuando los colores de cada lado coinciden, es decir: hay un lado completamente rojo, otro azul, otro verde… El cubo engaña con esa supuesta vuelta a un estado anterior original, engaña con la creencia de la solución, pero eso no deja de ser una arbitrariedad.
El primer encuentro con el cubo fue, también por azar, con un cubo fallado. El cubo sólo puede resolverse si las tapitas de colores están colocadas en el lugar que les corresponde. En este caso el cubo había sufrido un golpe y perdido algunas tapas, y por ello quedaron sus partes mezcladas. Esa falla hacía de él un cubo imposible. Sus partes no estaban en el lugar correcto. Se le añadió una dificultad, ya que hubo que aprender primero cuál era ese lugar, para después armarlo correctamente y volverlo posible.

Armar al psicoanálisis

El análisis quedó estancado, por varios años, a causa de esta pregunta que lo mueve todo: ¿cómo funciona el psicoanálisis?, ¿hay un mecanismo, un modo de llegar al final?
Se impuso un aceleramiento por saber rápidamente cómo termina, la creencia de que, si se llega al final, se puede entender. Tomaba mil formas: ante un libro, se miraba primero cuántas páginas tenía y se leía el final; ante una película, se saltaban partes. Se quería saber el final, apresuradamente, para saber si valía la pena hacer todo el recorrido. Se pretendía alcanzar el punto de vista desde el cual se podía abarcar todo el paisaje de una vez.
Las elaboraciones teóricas, que procura la misma teoría psicoanalítica, se convirtieron así en una justificación y un obstáculo permanente para avanzar. Se experimentó, como nunca, el aspecto más terrible de la teoría: el que puede llenar de sentido todo y el que ofrece explicación a cualquier idea que se pudiera tener. Ese aspecto que los detractores señalan, con lucidez y razón: el “a prueba de balas” en el que anida la cobardía.
Paralelamente, las instituciones psicoanalíticas en las que se participaba activamente, ofrecieron una zambullida narcótica en el discurso universitario absoluto, con pasos a seguir, lugares a ocupar, un calendario que podría regir décadas o la vida toda, si así se quisiera. Más que nunca el psicoanálisis se presentó como SAMCDA. Un lugar para dormir el sueño cobarde.
La salida de dichas instituciones, la caída del ideal que obligaba a creer que había un único camino, el camino válido, autorizado, reconocido, la creación de un espacio propio para hablar de aquello que interesa, abrió otra posibilidad: la de la invención.
Pero, en ese mismo momento, un síntoma, que siempre había estado presente, se incrementó: pequeños ataques diarios de súbito temor ante la muerte y la propia desaparición. Estos ataques no duraban más de un minuto, pero ocurrían casi todos los días. Era una hiperconciencia acompañada de angustia en la que se podía hacer una abstracción de la vida y observarla, en la historia del universo todo, y pensar en uno mismo inscrito en ese destino que ya ha sido para otros.
El análisis sufrió golpes, estancamiento, la crítica sobre la práctica, el psicoanalista mismo recibió, en acto, críticas sobre su función y su utilidad.
En el momento en el que se olvidó el final, se terminó el análisis. Un sueño fue el cierre, así como un sueño fue la entrada.
Sin calcularlo y sorpresivamente, desapareció la preocupación y la obsesión por el final, y algo se liberó. Surgió la posibilidad de disfrutar del camino, de elegir. Ya no había prisa por terminar las cosas como si fueran tareas que deben cumplirse, el recorrido se volvió parte del viaje, el camino se convirtió en parte del final.
Las piezas se pueden ver con claridad. Siempre estuvieron ahí, una al lado de la otra.
Las carillas de colores. Pero no importa armar el cubo, no es esa la finalidad. El objetivo es divertirse. El encuentro con el cubo empezó por lo imposible, ver que no funcionaba, luego armarlo y, al final, descubrir que no importa que quede en su forma original porque esa forma original no existe, es una arbitrariedad, un engaño, una ilusión.

La práctica psicoanalítica

La pregunta persiste, pero de otra manera. Las cosas funcionan, y a veces no, a pesar de que todo indicara que deberían funcionar. Lo interesante es ver cómo funcionan, en esa forma única, eso singular que se escucha en cada uno y que se muestra claramente a quien desea observarlo.
Ahí está la magia de lo imposible que se repite una y otra vez. Como los aviones que despegan y aterrizan, satisfacción que no se pierde nunca y que renace, y que se arrastra desde la niñez.
La práctica se libera, se escucha mejor, directo. Se escucha la diferencia absoluta. Cada ser hablante funciona distinto, allí la pregunta es radical e incomparable. No se puede hacer ciencia de lo universal. La belleza está en eso distinto.
El fantasma, que hacía consistir un Otro impotente, se guarda en un bolsillo, como el barco de Odín. Es ese barco, es un medio, uno puede ir dentro de él o puede llevarlo en el bolsillo. Después de muchos años de ir a bordo, se puede guardar y hacer otra cosa. No desaparece, tan sólo no es quien comanda.
Se despliega algo nuevo, cierta calma y satisfacción, un silencio de goce semejante al que se encuentra en las plantas y los animales, seres tranquilos y siempre preferidos por encima de los humanos en su conjunto.

Un recuerdo de la niñez se relaciona con ello: ante la creencia absoluta en el padre, en su saber, en la verdad que él supuestamente portaba, hubo una vez que salimos al campo a perseguir aves para tirarles sal en la cola, y poder atraparlas.
El recuerdo, al principio, trajo la vergüenza por ese Otro que se burla de la credulidad infantil; luego, bien mirado, trajo la satisfacción de ir corriendo bajo el sol entre los pastizales, persiguiendo perdices con un paquete de sal. Ver a lo lejos las aves, sentir el viento, correr, disfrutar del paisaje.
La felicidad toma formas misteriosas. Lo importante es divertirse: la vida es juego.

Nothura maculosa – 1820-1860 – Print – Iconographia Zoologica – Special Collections University of Amsterdam

Destete

Mercedes Ávila

El primer análisis se inicia a la edad de 16 años. En ese momento la consulta se produce porque una amiga le dijo que “porque sus padres habían muerto” debía consultar.

Las sesiones duraron aproximadamente dos años en los que logra cierta separación de su hermano menor, al que veía como desprotegido, y una elección de carrera que fuera más allá de lo que les había dicho a esos padres muertos.

Un sueño que recorta de ese análisis es el de “estar en medio de la selva y ver cómo se abría un camino, como una autopista que llevaba a la ciudad”.

El segundo análisis comienza a los 27 años, bajo el problema de querer ser madre y la imposibilidad de pensar en un embarazo, visto el mismo como una situación horrible y peligrosa por el parto.

La entrada en análisis se presenta bajo un sueño: está en un lugar en el que escucha a dos personas hablar sobre Mar del Plata y que van a visitar a “la vaca de Mar del Plata”. Entiende primero que se trata de un animal y luego descubre que la vaca en realidad es una mujer. Recuerda que a su madre le decía “La vaca Flora”.

A lo largo del análisis logra transitar un embarazo tranquilo y ameno, y toma cada vez más forma que el problema no era el ser madre sino ser hija. Una hija que todo el tiempo cuida al otro, a la madre enferma, luego al padre enfermo, y a cualquier cosa que ocupara el lugar de desvalido.

El significante “huérfana” ilustra esa posición. La huérfana había aparecido cuando tenía ocho años y supo que su madre iba a morir. La muerte posterior de los padres, cuando tiene 16, es un accidente que se añade a ese nombre, y además vela la posición, que es la de arreglárselas sin el otro, pero simultáneamente haciendo consistir a un otro que no está para ayudar.

Despejado el síntoma que inició la consulta, el ser madre, emerge otro síntoma, más consistente: el miedo a morir. Un estado súbito de hiperconciencia en el que aparece angustia por saber que se ha de morir y que no puede evitarse. Este estado no dura más que un minuto, pero se repite con asiduidad.

A lo largo del análisis se despejan varios problemas, el miedo a la muerte persiste.

Consiste cada vez más una forma de saber-hacer por medio de lo alegre y el humor, el chiste como el recurso privilegiado. Comienzan las risas a carcajadas que antes no estaban presentes.

Los encuentros de las sesiones del análisis de distienden cada vez más, se atraviesan momentos de cuestionamiento al analista y a su posición, su efectividad.

Hace pocos meses, en una conversación, le preguntan por sus padres y responde “soy huérfana”. En el acto del decir siente el exceso de ese término.

A los pocos días tiene un sueño: Está tomando la teta de su madre, el pecho tiene forma redonda, como una pelota de cuero y pelaje con los colores propios de las vacas lecheras, la escena es grotesca y obscena. Ella es adulta y está tomando la teta de su madre.

En su última sesión de análisis habla con su analista sobre ese sueño, no recuerda antes haber soñado con su madre, el sueño es grotesco, muestra algo excesivo, fuera de lugar, obsceno.

Recuerda el sueño de la vaca de Mar del Plata. Algo ha cambiado.

El miedo a la muerte ha desaparecido.

Por último, recuerda que en algún momento ella les tenía mucho miedo a los extraterrestres, que eran una representación clara de aquello que se desconoce. Se lo contó a su padre y él le dijo: “es cuestión de costumbre, por ejemplo, las vacas son animales muy feos, pero las vemos todo el tiempo y por eso ya no nos parecen ni feas ni nada”.

Esa respuesta de su padre introdujo una calma, se puede hacer algo con eso que se teme.

Cierta sorpresa aparece alrededor de la unión de todos esos elementos que siempre estuvieron disponibles allí pero sólo ahora pueden verse con claridad.

El analista se convirtió en una voz que se lleva y está disponible siempre. Acompaña. En las distintas circunstancias de la vida, si aparece la angustia, lo primero que surge es la pregunta de dónde sale esto. Siempre se puede hacer algo.



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¿Desea eliminar al usuario? Esta acción no puede deshacerse*

Mercedes Ávila

Black Mirror es una serie de Netflix, la plataforma de streaming, que nos hace creer que habla sobre la tecnología, pero en realidad nos habla sobre el ser humano y el goce, es decir nos habla sobre el parlêtre, la tecnología es una buena excusa para ello.
A lo largo de la historia las cosas no cambian tanto como uno cree, porque desde que el humano es humano, una de las cosas más difíciles de hacer para todo ser hablante es la de hacerse cargo del deseo, la posición espontánea frente a ello es no-querer-saber-nada. Siempre aparecen excusas y justificaciones. Todo sirve para no-querer-saber.
Entonces, con mucha suerte, nos encontramos con el psicoanálisis, que, a diferencia de cualquier otra práctica, no va por el camino de las intenciones, sean estas buenas o malas: al psicoanálisis le interesan los actos. Porque son los actos del ser hablante los que determinan su posición frente a la vida. Obviamente los actos no salen de una galera, pero tienen algo mágico: hacen que aparezca un nuevo sujeto.
Entonces, al psicoanálisis le interesan los actos, pero además el psicoanálisis es pretencioso: quiere, por medio de los actos, es decir, por medio de lo simbólico, tocar lo real.
Por ello, en una de las muchas lecturas que podemos hacer de los dos capítulos que hoy vamos a comentar, el acento va a estar puesto en los actos.
¿Qué es un acto? Es un movimiento que hace el sujeto a partir del cual ya no hay vuelta atrás y por eso él ya no es el mismo. Es decir, el sujeto que inicia el acto no es el mismo que sale de él. Quiero señalar que el término movimiento no tiene que ver con una acción, sino con un cambio en términos simbólicos. Todo acto es simbólico, es intransferible e irreversible.
Lo que nos interesa es una posición ética necesaria que luego se podrá poner en juego en todos los ámbitos. Y es una posición ética que no se puede imponer.
Quiero remarcar esto: no se puede imponer. Este es un problema, ¿es un problema?

 Hated in the Nation, se presenta como un policial, narra una serie de muertes extrañas. Por medio de la investigación se llega a descubrir que esas muertes son asesinatos, y que, además, no son fruto del azar, aunque tampoco son absolutamente planificados. Hay un factor decisivo que tiene que ver con las tendencias en las redes sociales, que determinan quién ha de morir. Un hacker programa un grupo de abejas robóticas para matar a las personas. Las abejas que siempre están ahí (y nadie las ve, porque son como el cartero del cuento de Chesterton), que servían para polinizar y para otras cosas ocultas que luego se descubrirán, se convierten en una amenaza.
Se descubre el motivo del hacker: su manifiesto apunta a que la gente se haga responsable de sus dichos en línea y que sientan el peso de las palabras. Es decir, el hacker hace de una manera brutal, que lo que se dice, como las expresiones de muerte sobre otros, retorne como muerte sobre uno mismo.
La propuesta es interesante, pero tiene un error: el hacker los obliga a hacerse responsables, pero no logra que efectivamente haya un efecto subjetivo de responsabilidad en cada muerto, porque a partir de ese momento, con su muerte, cada muerto pasa a ser una víctima. Lo que vemos con este ejemplo es que no puede obligarse a nadie a hacerse responsable, es un acto que sólo el sujeto puede atribuirse y ese acto es fundacional. Es una posición ética.
También hay otra cosa que es necesario destacar: el hacker tampoco se hace cargo, huye. Se erige como aquel que ha de hacer pagar a los otros, se postula como agente del saber sobre el bien y sobre el castigo, pero él mismo retrocede frente a la responsabilidad sobre las consecuencias. En verdad podemos discutir eso, tal vez el hacker sólo quería matar y encontró una buena excusa.
En el capítulo se repite una y otra vez la palabra consecuencias. Y es de eso de lo que tenemos que hablar: de la ética de las consecuencias, que es la ética que propone el psicoanálisis, una nueva ética con respecto a la del sentido común. No se trata de una moral, de una adaptación a las buenas costumbres, a lo correcto o lo incorrecto con respecto a la sociedad. Se trata de una línea de conformidad con el propio deseo y soportar los efectos que tiene tomar esa posición.

En National Anthem se presenta un argumento sencillo: se secuestra a un personaje importante, una princesa popular, y para liberarla se exige que un político de primer nivel –el primer ministro– sea filmado mientras mantiene sexo con un animal. La actividad debe ser transmitida en vivo.
Al final, el secuestrador libera a la princesa antes de la hora en la que debe comenzar la transmisión, pero nadie se entera porque todos están mirando las pantallas. Nadie se entera, ni siquiera el equipo del político, que podría ahorrarle toda la exposición y el malestar. Nadie se abstuvo en cuanto a ese mirar.

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Este capítulo, mirado en su estructura, se reduce a la decisión de mirar o no mirar algo que pertenece a la esfera de lo íntimo de otro. Si lo pensamos, es la misma estructura de la historia y el relato que se construyó sobre Lady Godiva.
Lady Godiva fue la mujer que, por defender a los vasallos de su marido, se paseó desnuda por Coventry, montando a caballo. Según la versión que se encuentre de la leyenda, se dice que en el pueblo cerraron puertas y ventanas para proteger el pudor de la dama, y casi todos lo hicieron, excepto uno: Peeping Tom, un sastre que miró a través de las persianas. El pueblo conservó su dignidad y también la de la dama y Tom quedó ciego.
En la historia de Lady Godiva, nadie mira. Salvan su honor y obtienen un beneficio. El que mira es castigado. En la de National Anthem todos miran, pero ¿salvan algo?, ¿pierden algo? No sabemos del público en general, pero sí sabemos del primer ministro. El primer ministro pierde.
La pregunta que hay que hacer es por qué accedió el primer ministro a cumplir con lo que pedía el secuestrador, porque podría haberse negado. Tal vez perdía el puesto, tal vez quedaba como un cobarde, pero al acceder, buscando no perder, también pierde. La situación es la bolsa o la vida.

Entonces, miremos la distancia entre las intenciones y los actos. Las intenciones suponen un saber sobre el otro, ya fuera lo mejor o lo peor, en cambio los actos se sostienen en la incertidumbre, porque no se puede saber qué ha de ocurrir hasta que se hagan. Podríamos pensar que el ministro actuó pensando en su popularidad, en la seguridad de su familia o cualquier cosa, pero lo importante es qué hizo. A partir de allí las explicaciones caen y debe lidiar con las consecuencias. El ministro actúa bajo coacción con las mejores o las peores intenciones, pero el resultado del acto es incalculable. Pierde.
En el caso de National Anthem el hacker tiene la intención de castigar, pero sólo crea víctimas. El policía tiene la intención de eliminar el programa y activa las abejas que matan a miles de personas.

¿Por qué detenernos en esto que podríamos llamar un detalle sobre estos capítulos? Para hacer un esfuerzo de lectura sin insertar sentido, que es lo que hace un psicoanalista. ¿A qué me refiero? A que no debemos caer en las explicaciones totalizantes, ésas que intentan llenar todos los huecos para calmarnos ilusoriamente, porque eso es lo que hace el sentido: calma inmediatamente, pero de forma ilusoria. Comprender es simplemente insertar a la fuerza nuestra idea sobre las cosas.
Es muy fácil crear una cuenta en una red social, pero eliminarla puede ser muy difícil. Nunca una red social nos pregunta si estamos seguros de crear una cuenta. Pero, parafraseando a la serie, eliminar al usuario no es la respuesta adecuada.
Si cambiamos usuario por ser hablante entendemos que el movimiento necesario es hacer responsable al usuario y, de esa forma, se elimina al usuario anterior y se crea uno nuevo, que incluso puede tener el mismo nombre. Eso es el sujeto, y eso se logra con el psicoanálisis.


*Comentario presentado el 31 de julio de 2021 en la actividad Black Mirror en la Red.


Hated in the nation Black Mirror

Sobre la rudeza o dulzura del psicoanalista

Mercedes Ávila
Sebastián Digirónimo

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Ewoud De Groot, Call of the loon, 2012.

En el filme de Gérard Miller “Rendez-vous chez Lacan” (2011) podemos escuchar distintos testimonios sobre la práctica de Lacan, podemos conocer, en parte, al Lacan psicoanalista a través del relato de sus propios analizantes.
Entre los testimonios se destaca el de Antonio Di Ciaccia, quien, junto con otros entrevistados, en dos minutos de metraje relatan lo difícil que era sostener un análisis con Lacan.
Di Ciaccia dice que Lacan “te sostenía con una mano y te sacudía con la otra… pero te sostenía.”
Muchos creen, erróneamente, que un análisis debe ser un lugar cómodo, entendiendo lugar cómodo como un espacio en el que se va a dar testimonio y se espera consuelo y perdón. Eso en todo caso sería un confesionario. Un análisis es otra cosa. Es el lugar de la inhumanidad, pero hay que definir con precisión qué quiere decir ello. Desde ya, no implica que el psicoanalista deba ser cruel.

Lacan daba una mano para poder sostener y, simultáneamente, tironeaba con la otra. ¿Qué enseñanza nos ofrece este ejemplo? Que un psicoanálisis no debe dar lugar a la comodidad ni al estancamiento ni al regodeo en el sufrimiento.
Porque si bien hay que darle lugar al malestar, alojarlo, como dicen muchos abusando del término, porque ello es un paso imprescindible en los inicios de un análisis, no hay que caer en la trampa de esperar el momento adecuado para intervenir como psicoanalista y darle por fin lugar al análisis, eso debe ocurrir desde el primer momento ya que no quita lo anterior. El analista no es un sádico, es inhumano. No goza en su acto, pero tampoco pierde la oportunidad de hacer existir al psicoanálisis.
Los testimonios señalan bien esa oscilación entre la rudeza y la dulzura: había siempre algo que permitía soportar el malestar y continuar hacia el horizonte del psicoanálisis, hasta que el malestar y el sujeto mismo se transformaran en otra cosa.

2021

Sobre el estilo en psicoanálisis

Mercedes Ávila

El estilo, lo singular, lo intransferible

Comencemos tomando las palabras que George-Louis Leclerc, conde de Buffon, pronunció en su “Discurso sobre el estilo”, en 1753:

«Las obras bien escritas serán las únicas que pasarán a la posteridad: el caudal de los conocimientos, la singularidad de los hechos, la novedad misma de los descubrimientos, no son garantía segura de inmortalidad.

Si las obras que los contienen no tratan sino de nimiedades, si están escritas sin gusto, sin nobleza y sin talento, perecerán, porque los conocimientos, los hechos y los descubrimientos se escapan fácilmente, se desplazan y huyen hasta ser empleados por manos más hábiles. Estos son exteriores al hombre; en cambio, el estilo es el hombre mismo. El estilo no puede, pues, ni robarse ni transferirse ni alterarse; si es elevado, noble, sublime, el autor será igualmente admirado en todos los tiempos, pues sólo la verdad es duradera y aun eterna. Así, un estilo bello no lo es, en efecto, sino por el número infinito de verdades que presenta.»

Si es estilo es el hombre mismo, y no puede ni robarse, ni transferirse ni alterarse, entonces el estilo apunta a algo que no se repite ni se puede imitar bien, el estilo apunta a lo singular. Monterroso lo señala correctamente al notar que un gran estilo puede imitarse pero ello es enteramente inútil, pues se convierte en algo demasiado fácil y demasiado evidente. Pensemos en todos los que hay en el psicoanálisis tratando de imitarlo a Lacan: nada hay más patético. Podemos aprovechar una diferencia que propone Leclerc entre forma y contenido. Es necesario que retengamos esta distinción, porque es una distinción que aplicamos en psicoanálisis cuando hablamos de vaciar el sentido.

¿Por qué tenemos que hablar del estilo? ¿Qué es el estilo?  Hay que ir más allá del sentido común. El término estilo proviene del latín stilus que era el punzón con el cual se escribía antiguamente en tablas enceradas. El estilo, entonces, deja una marca, escribe, pero también se escribe.

Freud en su artículo “Sobre psicoterapia” toma a Leonardo Da Vinci y la oposición entre el trabajo del artista per la via di porre y per la via del levare, siendo este último ejemplo del camino del psicoanálisis. Per la via del levare es la técnica que aplican los escultores, la de quitar el exceso, en el mármol, por ejemplo, para que emerja la forma verdadera de la obra, esa técnica, paradójicamente es la misma del estilo, del punzón que quita el exceso sobre la superficie lisa.

Pero en psicoanálisis hay un problema que encierra el estilo, y lo podemos ver claramente en la trasmisión: tenemos dos ejemplos paradigmáticos, uno es Freud, el otro fue Lacan.

Freud fue claro en su escritura, amante de la prosa, recibió el premio Goethe por ello. Lacan, en cambio, tomó un camino enmarañado, oscuro. Ninguno fue entendido.

Ambos querían transmitir su experiencia, sus descubrimientos. Uno con la expectativa, tal vez, de que ser claro era lo mejor, el otro, en cambio, con los resultados de la mala lectura que se hizo de la obra de Freud, inventa una forma rebuscada de hacer participar al lector en la construcción del texto.

Podemos pensar que no hay un arquetipo del estilo, sino que se inventa un estilo, en acto, cada vez. Aquí tenemos que sostener la pregunta: ¿una vez alcanzado un estilo, el mismo permanece? ¿O es necesario convocarlo cada vez?

Pero, más allá de estas preguntas, vemos que el problema no es el estilo en sí mismo, aunque éste pudiera contribuir en la generación de claridad, o confusión, el problema reside en la posición ética del lector.

Tenemos que apuntar a la construcción de un estilo-ético. ¿Habrá otro estilo?

La posición ética del lector es que la hace que de cualquier estilo se pueda convertir una lectura en una lectura cabalística, de la escritura de Dios y su palabra sagrada, y que por ello deba interpretarse al infinito, o también que, justamente por haber sido escrito por Dios, a eso escrito no se le haga crítica alguna (para entender ambos ejemplos basta escuchar o leer los axiomas lacanianos que circulan por todas partes y lo que se dice de ellos.)

También podría ocurrir que de un estilo se genere otro estilo, el propio.

Entonces vemos que, de lo que puede plantearse como un problema inicial: ¿cómo transmitir?, rápidamente aparece otro problema: ¿cómo lograr una posición ética del lector?

Entonces, ¿con qué estilo se ha de transmitir en psicoanálisis? ¿Qué estilo sería el adecuado para alentar una posición ética del lector? ¿Existe algo así? Bueno, podríamos pensar en un estilo de transmisión de la falta, de la exposición, de la posición analizante, con la experiencia que uno obtiene en el propio análisis. Trabajar en un espacio en el que el juego esté permitido, en el que uno pueda autorizarse a divagar con seriedad. Ése fue el estilo de Freud, también fue el de Lacan.

En la práctica analítica, en todos sus niveles, encontramos siempre el mismo movimiento inicial: trabajar con lo que no hay. Como analizante, como analista, como integrante de cualquier lugar en el que haya encuentro con otros practicantes, como ser hablante, se repite siempre la misma estructura, como en los fractales.

Hay una relación íntima entre la creación de un estilo, y la práctica analítica. Siempre se repite lidiar con lo que no hay, porque sencillamente no hay; y una y otra vez… y eso es insoportable.

Hay que desterrar la idea de que un analista es el que atiende pacientes. Eso no es un analista, un analista es el que logra alcanzar otra relación con su propia falta y, por lo tanto, otra relación con el propio goce (y deseo, y síntoma).

La invención de un estilo es la invención que se espera lograr al final de un análisis.

Saber supuesto, saber expuesto, acto

El que toma la palabra expone, y se expone.

Cualquiera, enfrentado al acto de tomar la palabra, debe tomar una decisión: encantarse en el lugar del saber supuesto, o soportar el lugar del saber expuesto. Justo antes de hablar aparece la vacilación sobre lo que se dice: ese es el vértigo del acto.

El lugar del saber supuesto es el del apoyo en los papeles, por así decir, es escudarse en lo escrito, en las citas, en las verdades escritas a lo largo de los siglos, el lugar del saber expuesto es el lugar de la invención a partir del no-saber, es decir, hablar como quien quiere descubrir algo nuevo, sin saber si se podrá lograr. Para descubrir hay que arriesgar, hay que hablar a partir de lo que no se sabe.

«Lo que tortura a algunos analistas, que pueden funcionar muy bien como tales, es decir, respecto del sujeto supuesto saber, es tener que exponer su saber. Temen, en ese momento, sentirse desnudos, tontos. Saben que el saber que pueden exponer es mínimo. Es tanto más pequeño que el que les es supuesto, que hay toda una doctrina acerca de que el analista no debe hablar, ni debe exponerse en las salas, porque, justamente, podría herir ese saber supuesto. Al fin resulta que el saber supuesto es tan supuesto que nadie lo puede ver. Es bastante reciente, y gracias a Lacan, que los analistas han tenido que comenzar a exponerse. En París se produjo un escándalo cuando Lacan abrió su Seminario, como si los seminarios tuviesen que ser reservados. Reservados de manera que, así fuesen mejores o peores, desde afuera se pueda suponer que los analistas intercambian y producen entre sí los secretos de la humanidad. Es un riesgo exponer. No es algo fácil sino, más bien, bastante difícil de elaborar. Por eso hay tensión entre el saber supuesto y el saber expuesto, y la Escuela, en el sentido de Lacan, es el lugar mismo de esa tensión. Es el lugar donde esa falla puede aparecer[1]

Hay en estos dichos de Miller todo lo que mencionamos sobre la posición ética, pero tenemos que hacer una salvedad porque se puede observar por todos lados el malentendido: la Escuela no es un lugar meramente físico, la Escuela se crea en acto.

En todo esto que hablamos se presenta algo que concierne al acto: “El que no arriesga no gana” reza el dicho, que, sin embargo, oculta algo más, muy importante: el que no arriesga, pierde, siempre pierde.

Antes mencionamos la posición ética del lector. Vamos a reducir esa frase a la posición ética, que es lo que nos interesa, porque es una posición ética necesaria que luego se podrá poner en juego en todos los ámbitos. Y es una posición ética propia, lo cual quiere decir que no se puede imponer a otro.

Quiero remarcar esto: no se puede imponer. Este es un problema, ¿es un problema?

Un capítulo de la serie Black Mirror, titulado “Hated in the Nation”, muestra un hacker que programa un grupo de abejas robóticas para matar personas. Las abejas robóticas, que remplazaban a las abejas naturales, que se usaban para polinizar las plantas (y para otras cosas que luego se descubrirán) y que pasaban desapercibidas mientras cumplían su función, se convierten súbitamente en una amenaza.

Hated in the nation Black Mirror

A lo largo del capítulo se descubre el motivo del hacker: su manifiesto apunta a que la gente se haga responsable de sus dichos en línea y que sientan el peso de las palabras. Es decir, el hacker señala de una manera brutal que lo que se dice tiene consecuencias y hace volver las expresiones de muerte que profería la gente ligeramente bajo la forma de muerte real sobre uno mismo.

La propuesta es interesante, pero tiene un error: el hacker los obliga a hacerse responsables y por eso mismo es que no logra que efectivamente haya un efecto subjetivo de responsabilidad en cada muerto, porque a partir de ese momento, con su muerte real, cada muerto pasa a ser una víctima.

Lo que vemos con este ejemplo es que no puede obligarse a nadie a hacerse responsable, es un acto que sólo el sujeto puede atribuirse y ese acto es fundacional. Así como lo es el acto de leer. Es una posición ética.

Entonces, de nuevo: ¿cómo transmitir al psicoanálisis? ¿cómo lograr un efecto de transmisión? No hace falta que recordemos a Freud con lo de las profesiones imposibles porque se ha vuelto proverbial y se repite por todos lados, pero tomemos ese punto fundamental: lo imposible. Y justamente porque es imposible es que vale la pena ir hacia allí. El psicoanálisis no ofrece garantías en ningún momento: es un paso que se da sin saber si hay suelo.

Nuevamente: ¿cómo, entonces, transmitir el psicoanálisis?: Por medio de un estilo, ¿cómo?: Poniéndose en juego, porque sólo poniéndose en juego se puede producir un efecto contagio, mostrando en acto que podemos hacernos cargo de lo imposible y atrevernos a saber desde allí. Ese contagio lleva a que el otro quisiera saber también, que quisiera descubrir su estilo: el suyo, singular, único, intransferible e inimitable.

Gustav Klimt
Gustav Klimt, The Park, 1910.

Presentado en «Tres contra uno», el 27 de junio de 2020, en la plataforma Zoom.


[1] Jacques-Alain Miller: “El concepto de escuela”. Publicado en Cuadernillos del Pasador, 1993.
También disponible en el sitio de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

Rojo

Según un relato que data de la época del libertinaje francés en el siglo XVII, en una prisión de mujeres se sometía a las prisioneras a una prueba que les permitía, en caso de resolver adecuadamente el acertijo, obtener su libertad.
Las reclusas eran puestas de a tres en una mesa triangular, cada una en uno de los lados, y eran sometidas sexualmente por distintos hombres. Cada una de ellas podía ver el hombre que sometía a las otras, pero no podía ver al que era sometida.
Los hombres eran tres blancos y dos negros, y el acertijo consistía en descubrir el color del hombre.
Reclinadas boca abajo sobre la mesa, desnudas y a disposición, las prisioneras pasaban por el ritual una y otra vez.
El espectáculo, pensado tal vez como un método de tortura y humillación, contaba con la mirada cómplice de nobles y ricos que pagaban por observar.
El director de la prisión tenía todo controlado, elegía a las prisioneras, elegía a los hombres, elegía a los espectadores y llevaba a cabo la prueba con la mayor rigurosidad. Pero su afán de control lo cegó ante lo más obvio.
El 24 de abril de 1678 una de las reclusas sometidas insistió en decir rojo. La sorpresa del público, de las otras reclusas, de los hombres, de los guardias y del director fue inmediata.
-¡Rojo!, gritó, cada vez que el hombre la arremetía con fuerza. No había en su rostro ni temor ni desesperación, era otra cosa.
-¡Rojo!- una y otra vez. La prisionera en éxtasis, gritaba, gemía; estaba perdida… en otro goce.
La satisfacción que siempre habían tenido los espectadores ante la humillación de las reclusas desapareció. En ese momento miraron horrorizados.
Esa mujer lo arruinó todo para ellos.

2015

Mercedes Ávila, en Niebla roja

Brujas yendo al Sabbath, de Luis Ricardo Falero ,1878.

Joker o elogio del abstenerse en siete pasos

Mercedes Ávila
Sebastián Digirónimo

 

  1. Los hombres conocemos las tentaciones, y ellas son para nosotros un problema. Pero luego se añade a él un problema más, que son las medias tintas. Si vamos a ceder a la tentación, mejor hacerlo bien y llevar las cosas hasta el extremo. El paradigma de ello es Eva. Su error, en el jardín del Edén, no fue morder el fruto prohibido y ceder así a la tentación, el error fue quedarse a mitad de camino y no atreverse a comer todos los frutos que el árbol ostentaba en sus vivas ramas. De ese modo, todo saber está siempre al servicio del no querer saber nada.

  2. Hay una tentación que siempre pone a prueba a los psicoanalistas y, como Eva, a ella sucumben y lo hacen a medias tintas. Darle un mordisco a un fruto del árbol de la vida no es sinónimo de sabiduría, y el engaño nos aleja de la ignorancia sabia. Con la película Joker, sin embargo, la cosa va más allá de los que se dicen psicoanalistas y ocurre con casi todos los espectadores. La película, distinta en ello a la mayor parte de las películas que se producen al mismo tiempo que esta (nótese el producen, completamente distinto del crean), genera un efecto automático que no ha sido leído por la mayor parte de los psicoanalistas por sucumbir ellos mismos a ese efecto: genera una irrefrenable voluntad interpretativa. Y la interpretación no es sinónimo sin más de sabiduría, y mucho menos su carácter ilimitado, que nos aleja irremediablemente de la ignorancia sabia que alguien que se dice psicoanalista debería sostener en acto.

Ocurre que, al ceder a la tentación de la interpretación irrefrenable, se hace imposible la buena pregunta, que tiene como objeto a esa misma interpretación: ¿por qué ocurre ese irrefrenable impulso por comentar la película, por explicársela uno mismo, con las herramientas que cada uno tuviera? Es una observación que cada cual puede hacer con facilidad, basta detenerse en el lugar adecuado para oír lo que los espectadores dicen al salir de la sala del cine. No pueden dejar de interpretar la película y a su protagonista. Y si no quiere uno tomarse el trabajo de ir hasta el cine más cercano, le basta entrar a cualquiera de las redes sociales actuales para descubrir el mismo efecto. Al parecer, el espectador de la película, después de verla, no puede callarse.

  1. Es claro que la película genera, casi espontáneamente, una identificación entre el espectador y el protagonista. Se pueden tratar de entender las características específicas de esa identificación, pero, en primera instancia, nos interesaría más su destino que sus características. Dónde esa identificación va a parar.

El consumidor consumido actual se identifica necesariamente con el protagonista porque el escenario que genera el discurso capitalista ubicuo es el mundo gozosamente hostil que enloquece al protagonista de la película. Uno de los destinos de esa identificación es, por eso mismo, el rechazo, porque no rechazarla empujaría sin transición a poner en entredicho el mismo discurso capitalista, y el consumidor consumido promedio no se atreve a ello por una falta ética que nada tiene que ver con las estructuras clínicas. Una forma de ejercer ese rechazo es la sobreinterpretación, la interpretación sin límites ante la cual claudicaron muchos de los que se dicen psicoanalistas haciendo una lectura psicopatológica forzada del personaje protagonista de la película. Pero también hay otras formas. Pero conviene concentrarse en el motivo del rechazo, que es, repetimos, que la subjetividad, empujada por el discurso capitalista a ultranza y ubicuo, está siempre al borde de la producción de un Joker en cada uno de nosotros mismos, y en ello nada importa la estructura clínica (la lectura psicopatológica del personaje es sólo una forma de defensa ante esto).

  1. No es lo mismo usar una obra de arte para explicar un poco mejor las complicaciones del encuentro entre la carne y el lenguaje que abusar de ella forzándola, deformándola, reduciéndola a la chatura de algunas ideas o conceptos que, además, la mayor parte de las veces, también están deformados y forzados por la chatura de un intérprete que, en términos llanos, “no se la aguanta”. Hay que evitar ser el intérprete precoz que eyacula a lo loco sus interpretaciones.

Hay una tentación que siempre pone a prueba a los psicoanalistas, y esta tentación se manifiesta especialmente alrededor de las artes: es la tentación de la interpretación. Y por ella hay infinitas interpretaciones de libros, películas, fotografías, pinturas, esculturas y cualesquiera manifestaciones artísticas. Creen seguir siempre las huellas de Freud y de Lacan, y casi siempre empiezan sus exégesis afirmando que “el artista nos precede”. Pero la interpretación tiene un límite. La interpretación habla siempre más del intérprete que de la obra, sobre todo cuando es apresurada y ayuna de toda abstinencia (y cuando está fundada en una cultura raquítica roza los bordes de lo grotesco).

Los psicoanalistas deberían ser los primeros en saber que la interpretación es siempre del lector, y fueron, sin embargo (y lo siguen siendo), los primeros en creer que la interpretación es del psicoanalista y no del analizante. Y cometen ese error al mismo tiempo que repiten aquello de la humildad que el psicoanálisis debería enseñarle al psicoanalista.

La película Joker, como se sabe, dirigida por Todd Phillips y protagonizada de excelente manera por Joaquin Phoenix, es la historia del origen y nacimiento supuesto de un villano de historietas, el famoso Joker, también conocido en Argentina como “El Guasón”. La película sobresale entre el cúmulo de otras olvidables producciones (no creaciones) actuales. De entrada, es una historia bien contada, y ello la diferencia en una época que sobrevalora los efectos especiales y las escenas de acción que se alargan interminablemente hasta hacerse aburridas (todo lo contrario de aquello que buscarían en principio). Esta película, en cambio, se centra sobre todo en el cuidado narrativo y en la fuerza de la actuación, y, entre ambas cosas, convocan constantemente a la interpretación. Una pregunta buena sería por qué y desde dónde. Queda claro que conmueve al espectador de tal manera que es muy difícil resistirse a la tentación de convertirla en un mensaje, que en general se le endilga al director, al guionista (en este caso director y guionista son la misma persona), o incluso al actor. Esa tentación es extremadamente problemática, porque empuja a convertir la escritura en mensaje, y el movimiento que debería hacerse es el contrario: convertir un mensaje en escritura, que es el movimiento de un psicoanálisis.

  1. Que un psicoanálisis fuera el movimiento que va del mensaje a la escritura vuelve excesivamente problemático el hecho de que los psicoanalistas salieron en masa (psicoanalista y masa deberían excluirse) a explicar, a poner sentido, a tratar de decir algo sobre la película y, en los casos peores, a revelar las verdades recónditas que el espectador común no podría, según los criterios de esos mismos psicoanalistas, descubrir. Paradójicamente, sin embargo, esas verdades no parecen alejarse de las verdades que el espectador promedio también profiere apenas abandona la sala del cine. En suma, nadie se resiste y todos salen a explicar, a poner sentido, a tratar de decir algo, como si no soportaran quedarse en silencio con lo que han visto.

Se abren dos preguntas paralelas. En general, ¿por qué ese empuje a llenar de sentido el silencio que se produce después de la expectación? Y, en particular, ¿por qué los psicoanalistas deberían decir algo? Y no sólo sobre la película sino sobre muchas otras cosas también.

Al parecer, la época de la evaluación ubicua es también la época de la explicación irresistible y con necias pretensiones de exhaustividad.

  1. Podría pensarse, sin interpretarla, que la película Joker es, en sí misma, una interpretación, pero no es un mensaje para interpretar. Indudablemente llama a la interpretación, sí, pero interpretarla sería un error pues ella es en sí misma una interpretación. Nos señala, ciertamente, eso que no anda en cada uno de nosotros, y hace aparecer ante nuestros ojos el Joker posible que llevamos dentro. Nos señala nuestra incómoda comodidad en la época que nos toca en suerte y nos dice con claridad “usted se ha equivocado”.

La risa del personaje, incontenible, compulsiva y sufriente, tiene la misma forma que las interpretaciones que surgen no menos incontenibles, compulsivas y, sí, sépanlo o no, sufrientes. Justamente ha sido esa risa el objeto privilegiado de gran parte de las interpretaciones.

En medio de un naufragio, de noche, a bordo de los desbandados botes salvavidas, seguramente se oirían, de tanto en tanto, risas parecidas, y quizá también alguna que otra interpretación eyaculada por un eventual problemático intelectual de turno que no puede abstenerse.

  1. Italo Calvino, al pensar en Octavio Paz, señaló algo que nunca debería olvidarse: el verdadero intelectual, que jamás tendría que dejar de esforzarse en ser poeta, es el que nos recuerda el pasado recordable (hay también pasado olvidable) y, para lograrlo lucha contra lo cotidiano, contra lo demasiado sabido, contra el lugar común actual, contra todo lo olvidable que todavía no es pasado pero que, mucho más importante, nos impide pensar lo nuevo, que suele, además, ser análogo a lo clásico (el pasado recordable).

Sin saber abstenerse, todo ello es imposible. Y sin saber abstenerse no se puede estar a la altura de la época, como les gusta recordar llamando en causa el nombre de Lacan. O abstención o nadería, y se trata sencillamente de una elección ética.

(2020)