La operación del síntoma

Jean-Louis Gault
Psiquiatra, psicoanalista

mascaradehierro
Máscara de hierro

Freud nos ha hecho descubrir una dimensión del síntoma a la que sólo da acceso la experiencia psicoanalítica. Por mi parte, hice la experiencia de esta exigencia clínica la primera vez que encontré al doctor Lacan en persona.
Cuando iba para su consultorio, no sabía que iba a pedirle un análisis. Le había llamado por teléfono, me había propuesto una cita para el día siguiente, y he aquí que me recibía con una exquisita delicadeza. Era yo la persona a quien esperaba. Fui a verlo para presentarle un trabajo que había terminado poco tiempo antes y que quería regalarle. Se trataba de mi tesis de medicina. Había tomado como tema de estudio la cuestión de la palabra y su ambigüedad, tema que había explorado a partir del descubrimiento freudiano del inconsciente y rudimentos de la enseñanza de Lacan, con los que comenzaba a familiarizarme. Yo pensaba que mis cogitaciones tenían el objetivo de retener la atención del propio Lacan.
Ahora bien, después de dejarme exponer el motivo de mi visita, se dirigió a mí para preguntarme:  «Usted es médico, ¿no es cierto?». Le respondí que en efecto lo era. ¿Por qué me preguntaba eso? —pensaba yo—, ¿acaso esta tesis no lo probaba lo suficiente? Agregó: «Usted sabe lo que es un síntoma, ¿no es cierto?». Asentí. Yo creía saber en efecto lo que era un síntoma, por haberlo aprendido en la Facultad de Medicina. Prosiguió: «¿Puedo permitirme hacerle una pregunta?». Le dije que podía. Me preguntó entonces: «¿Usted tiene síntomas?».
La pregunta me sorprendió. No me esperaba para nada una interrogación personal tan directa. No estaba allí para eso. Había ido para recoger su opinión sobre mi trabajo, y quería entrevistarlo en profundidad sobre las paradojas de la palabra, cuyos principios había descubierto leyéndolo. Había tenido más suerte de la que esperaba, y lo notaba a mi pesar. Lacan, al interrogarme sobre mis síntomas, me hacía descubrir el reverso de la demanda que me había llevado hasta el 5 de la calle de Lille.
Al entrar a su despacho, antes de sentarme frente a él, había puesto en sus manos el volumen de la famosa tesis doctoral que estaba tan orgulloso de presentarle. Lacan no lo había agarrado y sin siquiera dignarse a echarle una ojeada, aunque no fuera más que al título de la cubierta, me lo había devuelto sin una palabra, indicándome con la mirada el sillón que me tendía los brazos.
La larga espera que había precedido a ese momento acababa de conocer en un instante su epílogo. Yo había vuelto a agarrar la tesis, y de golpe todo eso me pareció lejano. Me encontraba ante el doctor Lacan que me preguntaba si tenía síntomas. Respondí sin una sombra de duda. Tenía un catálogo listo, y cuando comencé a describir los que más me hacían sufrir en ese momento, inicié mi análisis con él.
Salí perturbado de esta primera sesión. Aferrado al ideal paterno del silencio estoico frente al sufrimiento, había aprendido a callar toda queja personal y, a la manera del filósofo que admiraba, avanzaba enmascarado sobre la escena del mundo. La audacia de Lacan había dado razón de esta postura, él había conseguido aflojar la máscara de hierro, y la verdad había abierto la boca. No podía creerlo. Desde ese momento ya no me detendría e iría a hablarle cada semana hasta el día anterior a su desaparición, en septiembre de 1981.
Repensando más tarde en lo que había sido esa primera entrevista, medí lo que Lacan quería decir cuando definió el psicoanálisis como la operación del síntoma. El psicoanálisis, como procedimiento terapéutico opera, es cierto, sobre el síntoma y pretende con eso modificarlo para aliviar al sujeto, pero hay una segunda operación, que es la que ejerce el mismo síntoma en el interior del dispositivo de palabra que constituye la experiencia analítica como tal. El síntoma despliega allí su acción y desarrolla sus efectos.
Es el análisis el que, por su acción, hace entrar al síntoma en el diálogo analítico. Lacan me había hecho una demostración ejemplar interrogándome, contra toda previsión, sobre mis síntomas. Por esa razón también el analista soporta la operación del síntoma, dado que para analizarlo e interpretarlo es necesario que el mismo analista participe en su constitución.
En el psiconálisis, el síntoma no es una realidad objetiva que el analista podría observar desde el exterior, como puede hacerlo el médico frente a los síntomas de la medicina. Hay, pues, una dificultad en la medicina para reconocer, abordar y tratar cierta categoría de síntomas que no responden a los criterios de la observación científica objetiva. Estos síntomas los encontramos en el psicoanálisis.
Debemos a Freud el haber aislado cierta categoría de síntomas que se desarrollan únicamente en esta realidad transindividual —la realidad del discurso— que él llamó «transferencia». Le ha dado su dignidad a ciertos síntomas que no pueden ser vistos en una imagen del cerebro, pero que, sin embargo, hacen sufrir y son susceptibles de desarrollar un poder de acción considerable en la relación con el otro. Basta pensar en los fenómenos de identificación que pueden desencadenar sorprendentes epidemias de síntomas y hacer temblar el cuerpo social. Tomando la iniciativa de interrogarme sobre mis eventuales síntomas, Lacan actualizaba al mismo tiempo una realidad hasta ese momento obstinadamente callada y que permanecía para mí mismo desconocida, y de la que él aceptaba asumir por una parte la carga. El enunciado de mis síntomas había respondido a la pregunta que Lacan me había hecho. Dando curso a su pregunta, yo había dado mi acuerdo para tomar por cuenta mía lo que saldría a la luz. El síntoma del que se queja en análisis se inscribe en esa realidad de discurso que se despliega en el lazo del sujeto con el otro. Ese síntoma del sujeto no puede ser revelado por un equipo técnico, como puede hacerse en medicina cuando se trata de un síntoma del organismo. Se expresa en la palabra y sólo puede abordarse por la palabra.
Al someterse a la operación del síntoma, que él mismo ha desencadenado, el analista complementa el síntoma del sujeto, se convierte en una parte de ese síntoma y termina siendo el partenaire-síntoma del sujeto. Lacan dio el primer paso en esa dirección invitándome a hablar de mis síntomas. A partir de ese momento dejaba de ser el famoso Jacques Lacan, director de l’Ecole Freudienne de París, personaje idealizado hacia el que me llevaba una transferencia masiva y al que iba a ver para que reconociera el valor de mi trabajo. Se despojaba de esos trastos para convertirse en un personaje enigmático que hundía su mirada en mí. Perdía su identidad para transformarse en algo que yo no conocía. Penetraba en el interior de preciosos síntomas hasta entonces celosamente protegidos, los molestaba, y se transformaba en una parte de mi ser. Por su pregunta, por responderle, me llevaba a alzar el velo que cubría la parte íntima de mi persona para encarnar ese trozo rechazado de mí mismo. Alojado en lo más íntimo de ese núcleo del ser más inaccesible a él mismo, sin embargo, sentado halló, frente a mí, preguntándome, se me hacía extrañamente éxtimo.
Arrancándome de la satisfacción silenciosa de mis síntomas, Lacan hacía saltar un primer cerrojo, volvía a poner el deseo sobre sus rieles, la vida encontraba sus derechos, la aventura podía comenzar.

 


Bernard Henri-Lévy, Jacques-Alain Miller (Comp.): La regla del juego, Editorial Gredos, Madrid, 2008, página 121.

Racismo 2.0

Éric Laurent

eric8
“Los debates recientes que han tenido lugar alrededor de la interdicción del espectáculo de Dieudonné hacen resonar de manera muy actual una de las anticipaciones lacanianas sobre la función del psicoanálisis en la civilización. Las últimas palabras del seminario 19, en junio de 1972, apuntan precisamente sobre nuestro porvenir. La salida de la civilización patriarcal le parecía (a Lacan) entonces superada. De la época post-68 zumban aún palabras sobre el fin del poder de los padres y el advenimiento de una sociedad de hermanos, acompañadas del hedonismo feliz de una nueva religión del cuerpo.
Lacan arruina un poco la fiesta añadiendo una consecuencia que entonces no se advertía: Cuando regresamos a la raíz del cuerpo, si revalorizamos la palabra hermano, […] sabed que lo que asciende, que aún no se ha visto hasta sus últimas consecuencias, y que, este, se enraíza en el cuerpo, en la fraternidad del cuerpo, es el racismo. La idolatría del cuerpo tiene consecuencias totalmente distintas que el hedonismo narcisista al cual algunos creían poder limitar esta religión del cuerpo. Anuncian en la modernidad otras figuras de la religión que aquellas de las religiones seculares, como se expresaba Raymond Aron, quien marcaba la época y que suministraba, según él, el opio de los intelectuales.
“En el mismo momento en que Lacan preveía el ascenso del racismo, subrayado con insistencia desde 1967 a 1970, la atmósfera era de regocijo ante la perspectiva de integración de las naciones en conjuntos más vastos que lo que los mercados comunes autorizaban. Se estaba entonces, más que hoy, por Europa. Lacan acentúa esta consecuencia inesperada con una precisión que, en la época, sorprendió. Interrogando a Lacan en Télévision en 1973, Jacques-Alain Miller se hacía eco de esta sorpresa y valorizaba la importancia de esta tesis. ¿De dónde saca usted, por otra parte, la seguridad para profetizar el ascenso del racismo? ¿Y por qué diablos lo dice? Lacan respondía: Porque no me parece divertido y porque sin embargo, es verdad. En el extravío de nuestro goce, solo el Otro lo sitúa, pero es en la medida en que estamos separados de él. De ahí unos fantasmas, inéditos, cuando no nos mezclábamos.
“La lógica desarrollada por Lacan es la siguiente. No sabemos lo que es el goce con el que nos podríamos orientar. Sólo sabemos rechazar el goce del otro. Por el hecho de mezclarse, Lacan denuncia el doble movimiento del colonialismo y de la voluntad de normalizar el goce del que es desplazado en nombre de su así llamado bien. Dejar a ese Otro en su modo de goce, es lo que solo podría hacerse si no le impusiéramos el nuestro, si no lo considerásemos un subdesarrollado[…] ¿Cómo esperar que prosiga aquella humanitería (humanitairie) de cumplido con la que se revestían nuestras exacciones? No es el choque de las civilizaciones, sino el choque de los goces. Esos goces múltiples fragmentan el lazo social, de ahí la tentación del llamado a un Dios unificante.
“Lacan anuncia ahí también algo: el retorno de los fundamentalismos religiosos. Dios, al recuperar con ello fuerza, acabaría por ex-sistir, eso no presagia nada mejor que un retorno de su pasado funesto. En sus palabras sobre la lógica del racismo, Lacan toma en cuenta la variación de formas del objeto rechazado, sus formas distintivas que van del antisemitismo de antes de la guerra, que conduce al racismo nazi, al racismo postcolonial para con los inmigrantes. El racismo, en efecto, cambia sus objetos a medida que las formas sociales se modifican, pero según la perspectiva de Lacan, siempre yace en una comunidad humana el rechazo de un goce inasimilable, resorte de una barbarie posible.Banksy Aves racistas
“Lacan evoca este problema del racismo en su Proposition du 9 octubre 1967 sur le psychanalyste de L’École y en su Allocution sur les psychoses de l’enfant, durante ese mismo año. En la  Proposition…, evoca lo que el racismo nazi tenía, en su barbarie, de precursor: “Abreviemos diciendo que lo que vimos emerger, para nuestro horror, representa la reacción de precursores en relación con lo que se irá desarrollando como consecuencias del reordenamiento de los agrupamientos sociales por la ciencia y especialmente, de la universalización que esta introduce en ellas. Nuestro porvenir de mercados comunes encontrará su contrapeso en la expansión cada vez más dura de los procesos de segregación. Y en la Allocution precisa el nudo entre la posición del psicoanalista y el movimiento de la civilización: Cómo nosotros, quiero decir los psicoanalistas, vamos a responder a eso: la segregación puesta a la orden del día por una subversión sin precedentes.
“En realidad, la lógica por la que Lacan construye un conjunto humano es para saber operar una torsión sobre las Psicología de masas freudiana. En 1921, después de haber formulado la segunda tópica, Freud vuelve a tomar la cuestión del destino pulsional a partir del modo de identificación que rige la vida psíquica: Y en total oposición a lo que es habitual, nuestra indagación no escogerá como punto de partida una formación de masa relativamente simple, sino masas de alto grado de organización, duraderas, artificiales. Los ejemplos más interesantes de tales formaciones son la Iglesia -la comunidad de los creyentes- y el ejército.… Las masas con conductor son las más originarias y completas, y si en las otras el conductor puede ser sustituido por una idea, algo abstracto, respecto de lo cual las masas religiosas, con su jefatura invisible, constituirían la transición; si ese sustituto podría ser proporcionado por una tendencia compartida, un deseo del que una multitud pudiera participar {…} El odio a determinada persona o institución podría producir igual efecto unitivo. Para Freud, el odio y el rechazo racista se unen, pero quedan conectados al líder que toma el lugar del padre o, más exactamente, del asesinato del padre. Lo ilimitado de la exigencia subsiste en la masa y el establecimiento del lazo social queda fundado sobre el asentamiento pulsional de la identificación. La masa estable conlleva el mismo principio ilimitado liberado para la masa primaria. Freud puede así dar cuenta del ejército como masa organizada y del poder de matanza salvaje que lo acompaña. El odio común puede unificar una masa, ella queda ligada a una identificación segregativa con el líder.
“Para construir la lógica del lazo social, Lacan, en cambio, no parte de la identificación con el líder, sino de un primer rechazo pulsional. Su tiempo lógico acaba en proponer para toda formación humana tres tiempos lógicos según los cuales se articulan el sujeto y el Otro social:
1) Un hombre sabe lo que no es un hombre; 2) Los hombres se reconocen entre ellos; 3) Afirmo ser un hombre, por temor de ser convencido por los hombres de que no soy un hombre.

“Esos tiempos no parten de un saber sobre lo que es un hombre después de un proceso de identificación, sino que parten de lo que no es un hombre -un hombre sabe lo que no es un hombre. Eso no dice nada sobre lo que es un hombre. Luego, los hombres se reconocen entre ellos por ser hombres: no saben lo que hacen pero se reconocen entre ellos. Por último, afirmo ser un hombre. Allí está la cuestión de la afirmación o la decisión junto a la función de la prisa, la función de la angustia -del miedo de ser convencido por los hombres de no ser un hombre.
“Esta lógica colectiva está fundada sobre la amenaza de un rechazo primordial, de una forma de racismo: un hombre sabe lo que no es un hombre. Y es una cuestión de goce. No es un hombre aquel al que rechazo como teniendo un goce distinto del mío. Movimiento que da la forma lógica de toda asimilación ‘humana’, en la medida en que, precisamente, se formula como asimiladora de una barbarie, y que, sin embargo, reserva la determinación esencial del ‘yo’…
“Cuando Lacan escribió este texto, la barbarie nazi estaba próxima. Comenzó por tomar con pinzas al judío como el que no goza como el ario: un hombre no es un hombre porque no goza como yo. A la inversa se puede subrayar que si los hombres no saben cuál es la naturaleza de su goce, los hombres saben lo que es la barbarie. A partir de allí, los hombres se reconocen entre sí, casi sin saber cómo. Y después, subjetivamente, uno por uno, precipito. Me afirmo como hombre, por temor a ser denunciado por no ser un hombre. Esta lógica va a anudar al conjunto, a partir de una ausencia de definición del ser-un-hombre, el yo que se afirma y el conjunto de los hombres que cortocircuitan al líder.
“Esta forma lógica va a ser proseguida a lo largo de la obra de Lacan. Estará complicada por la teoría del deseo y la teoría del goce, pero va a funcionar en la lógica del pase. La lógica de la constitución de la colectividad psicoanalítica será abordada según la misma lógica anti-identificatoria o más exactamente de identificaciones no segregativas, como las ha llamado Jacques-Alain Miller en su Teoría de Turín:
1) Un psicoanalista sabe lo que no es un psicoanalista -esto no dice de ningún modo que el psicoanalista sepa lo que es un psicoanalista.
2) Los psicoanalistas se reconocen entre ellos para ser psicoanalistas -es lo que demandamos en la experiencia del pase, que un cartel reconozca: este es de los nuestros.
3) Para presentarse al pase, el sujeto debe afirmarse, decidir ser psicoanalista por temor de ser convencido por los otros psicoanalistas de no ser un psicoanalista.

“Si Lacan insistió sobre esta dimensión del racismo es para subrayar que todo conjunto humano conlleva en su fondo un goce extraviado, un no saber sobre el goce que correspondería a una identificación. El psicoanalista es simplemente aquel que debe saber para constituir la comunidad de aquellos que se reconocen como psicoanalistas
“El goce en juego en el discurso racista desconoce esta lógica. El crimen fundador no es el asesinato del padre, sino la voluntad de asesinato de lo que encarna el goce que yo rechazo. El antirracismo reinventa para seguir las nuevas formas del objeto del racismo, deformándose a medida que se manipulan las formaciones sociales. Sin embargo, nuestra historia valoriza especialmente, en los modos del racismo, el lugar central del antisemitismo, a la vez precursor y horizonte. Bernard-Henri Lévy: «El antisemitismo tiene una historia. Tomó, en el curso de los años, formas diferentes pero que corresponden, cada vez, a lo que el espíritu de los tiempos podía o quería entender. Y creo que, por razones de las que en detalle es imposible retomar aquí, solo el antisemitismo es susceptible de ‘avanzar’, el único capaz de abusar y de movilizar, como lo hizo en otras épocas, un gran número de mujeres y de hombres; el que podría anudar el triple hilo del antisionismo (los judíos sostenes de un Israel asesino), el negacionismo (un pueblo sin escrúpulos, capaz, para llegar a sus fines, de instrumentalizar el martirio de los suyos), y la concurrencia de las víctimas (la memoria de la shoah funcionando como pantalla que esconde las otras masacres del planeta). Y bien, Dieudonné estaba operando la conjunción de esos tres hilos. La respuesta que le dirige Nicolás Bedos abre una pregunta, sobre el estatuto de lo cómico y de poner el estómago en nuestra civilización del individualismo de masa democrático. No es suficiente con poner el estómago. Es necesario poner las vísceras para hacerse entender. Consecuencia inesperada: la televisión se vuelve un medio cada vez menos suave, y todos se acercan a la violencia de Internet”.

Banksy (2014)

Fuente: Télam

Una lectura injustamente olvidada

Sebastián A. Digirónimo

Cuando leí por primera vez ese ejemplar de la revista Maya, una revista hindú publicada en la ciudad de Bombay en idioma inglés, no reparé de inmediato en los recovecos del azar. De a poco me di cuenta cómo se habían cruzado nuestros caminos (el de la revista y el mío) y el encuentro perdió naturalidad.

Yo tenía dieciocho años, era un estudiante del primer año de la universidad y había salido antes de tiempo de una de mis clases. Esperando la hora en que partiría el tren que debía abordar, me dirigí a la zona de la ciudad que menos me disgustaba, y fue entonces que la revista y yo nos encontramos.

Hasta allí todo parecía normal, un encuentro común en un día corriente, pero la revista había llegado desde Bombay y yo desde la Argentina y estábamos… en Milán. En la única zona de la ciudad de Milán que no llegaba a desagradarme (hoy recuerdo una ciudad esencialmente gris, incluso durante los días soleados, gris y fría, aunque la recorrí también en calurosos días de verano.) La revista y yo nos encontramos en una librería que estaba en la galería Vittorio Emanuele, a la izquierda de la piazza Duomo (si uno se para frente a la catedral, mirándola.) Se trataba del número 12, de octubre de 1967. En ella había un artículo que constituye una lectura del cuadro más famoso de Diego Velázquez, Las Meninas, firmado por un holandés de apellido Cryftz. Me llamó la atención desde el primer momento y no pude encontrar hasta ahora, en otro lugar, una lectura del cuadro análoga a la de Cryftz. El artículo escrito por un holandés, publicado en una revista hindú, y leído en inglés por un argentino que por esa época pisaba suelo italiano. ¡Y yo que no reparé de inmediato en los recovecos del azar!

He aquí la traducción de algunos de los pasajes del artículo de Cryftz:

«Era el año mil novecientos cincuenta y seis. En Madrid, en el Museo del Prado, mi padre observaba, a través de un espejo, la tela de Velázquez que más fama ha adquirido. El cuadro estaba en un rincón poco iluminado de la sala. Cerca de él había unos cortinados y un espejo. El público, buscando el ángulo correcto, podía observar la tela como lo hacía mi padre en ese momento, a través del espejo. Y él la observaba de esa manera, y la observaba algo absorto, con la sensación de que en cualquier momento los personajes representados en la tela se moverían, porque a través del espejo el cuadro era más una habitación que un cuadro. A través del espejo el espectador podía ingresar en la pintura, casi literalmente.
»Eso fue lo que me contó cuando yo tenía doce años. Creo que lo oí interesado, aunque sólo ahora entiendo mejor ese interés que creo recordar en el pasado. Once años también es pasado.
»Le ocurrió a mi padre que con el espejo se había amplificado, casi hasta el infinito, el efecto que la obra de Velázquez tiene sobre el espectador que la observa con detenimiento y con especial predisposición de espíritu. Se amplifica casi hasta el infinito, como se repiten infinitas veces las imágenes que devuelven dos espejos que se reflejan mutuamente.
»Los espejos han sabido fascinar a muchos artistas a lo largo de la historia. La extraña magia que cumplen con su labor ha sabido hacer temblar a muchos y los ha inspirado, como suelen inspirar los temblores a los verdaderos artistas. El artista verdadero agradece el temor, porque sabe que la Musa siempre se acerca amenazante a sus amanuenses. Y muchas veces ella llega a través de los espejos.
»El libro que Foucault publicó el año pasado, Las palabras y las cosas, difama la famosa obra de Velázquez. Y, lamentablemente, por cómo van las cosas, se perfila como una interpretación del cuadro que será capaz de volverse la interpretación fundamental repetida por todos. Pero Foucault yerra el tiro colocando el espejo en el lugar inadecuado del cuadro. (Sí acierta en decir que se le ocurrió escribir su libro al leer cierto ensayo del argentino Borges. Se podría llegar a decir que, con respecto a los espejos, Velázquez es a la pintura lo que Borges a la literatura.)
»Como es sabido Foucault (y otros) considera que en su obra, Velázquez se pinta a sí mismo entre varios personajes y que los dos personajes que son su modelo no son visibles. Sostiene la mayoría (y también Foucault), que son el rey Felipe IV y su esposa Mariana. De esa forma, el espectador de la obra estaría situado en el lugar de esos modelos.
»Ahora bien. Es todo ello lo que yo quiero poner en duda y ofrecer una hipótesis que me parece mucho mejor para explicar el efecto que tiene el cuadro sobre el espectador. Según Foucault, por otra parte, en la pared que está detrás del pintor y los personajes que se ven en primer plano, hay, entre varios cuadros, un espejo en el cual se ven los dos reyes. Allí está el espejo mal colocado por Foucault. Se trataría, además, de un espejo un poco raro, capaz de reflejar las figuras de los reyes pero incapaz de reproducir todo lo que hay entre los ellos y él mismo. Hay un espejo, pero no allí donde lo ve Foucault.
»Sí podemos retener lo que dice Foucault acerca del entrecruzamiento de miradas que se genera entre la pintura y el espectador, entrecruzamiento en el cual no se sabe bien dónde está el cuadro y dónde está el observador del cuadro. El espectador está por momentos fuera de la pintura, como verdadero espectador, pero por momentos queda atrapado en ella. Se pierden las referencias entre espectador y obra. Según Foucault, además, hay dos cuadros fundamentales: el que observa el espectador, y el que está pintando el Velázquez representado en su propio cuadro, que queda fuera de la mirada del espectador. Esos dos cuadros de Foucault no son dos, y en ello se explica en parte la pérdida de referencias entre el espectador y la obra.
»Tenemos los datos: 1) en general se sostiene que en el lugar del espectador están los modelos del pintor que está representado por sí mismo en el cuadro. 2) La pintura se caracteriza por generar una pérdida de las referencias espaciales entre ella y el espectador. 3) Foucault sostiene que hay dos cuadros fundamentales: el que vemos y el que sólo ve el Velázquez de la pintura. 4) Foucault sostiene también que hay un espejo en la pared del fondo, detrás de los personajes pintados, y que en él se pueden entrever a esos dos modelos que supone son el rey Felipe IV y su esposa. Sostiene que eso contribuye al extraño espacio que genera la pintura, pues crea otro espacio dentro de la pintura misma. 5) El efecto fundamental en el espectador, a través de esa pérdida de las referencias espaciales, es una sensación de vacío e impotencia bastante difícil de describir.
»Quien observara con detenimiento y con especial predisposición de espíritu, seguramente sentiría eso tan difícil de describir y que tiene algo de ominoso, o tétrico. Es que la pintura le hace sentir al espectador que él es un fantasma en la habitación allí representada. He allí, a mi criterio, lo que debemos retener: el espectador es un fantasma dentro de la pintura.
»Hasta aquí, con los puntos que señalamos antes, no queda claro cuál sería la diferencia entre mi lectura y la de Foucault, pues también en sus argumentos (dados por Foucault y por todos los demás) el espectador es un fantasma dentro de la pintura. Y ello porque ocuparía el lugar de los modelos y porque, en el entrecruzamiento de miradas, se pierden las referencias espaciales.
»Detengámonos, entonces, por un momento, en aquel cuadro que Foucault sostiene que se trata de un espejo. Es ciertamente distinto que los otros cuadros que hay en aquella pared del fondo. Mucho más brillante y está justo en el centro. Pero, ¿un espejo? ¿Podemos en serio suponer que Velázquez pintó allí un espejo? Es cierto que a Velázquez lo atraían los espejos, basta recordar su Venus ante el espejo, y es que los espejos son ciertamente el ideal del pintor. Pero es justamente esa atracción que sentía Velázquez la que nos hace pensar en algo más. Y debemos decir que, mirándolo con detenimiento, podríamos llegar a aceptar que se trata de un espejo en el cual, además, se reflejan las figuras de los dos modelos que son los que captan las miradas de los demás personajes del cuadro y que son los que están en el lugar que ocupa el espectador. Pero hay algo…
»Podríamos llegar a aceptarlo si no hubiera una lectura mejor, que explicara con mayor claridad y sencillez los efectos que el mismo Foucault descubre.
»Detengámonos, entonces, en la sensación de fantasma que hemos descrito y observemos con gran atención las miradas de todos los personajes que están representados en la tela, incluso la del mismo Velázquez. En esas miradas hay algo que ayuda a la sensación del espectador. En esas miradas hay algo que hace, del espectador, un fantasma. Es que ninguno de los personajes que miran hacia el lado del espectador lo están mirando. Es decir, ninguno de los personajes representados en el cuadro está mirando a los supuestos modelos.
»Velázquez, con ese cuadro raro que hay detrás y que podríamos pensar que es un espejo, creo que nos da las claves del efecto del cuadro. Porque la clave del cuadro es ciertamente un espejo. Un espejo que hace que el cuadro observado por nosotros y el cuadro dentro del cuadro, ése que pinta el Velázquez de la pintura, sean el mismo cuadro (así, mientras Foucault dice que hay dos cuadros fundamentales yo digo que hay uno solo.) Y el espejo que despeja los efectos de la pintura está, justamente, entre la pintura y el espectador. El espejo fundamental es el que miran los personajes del cuadro de Velázquez. Los personajes del cuadro se están mirando a sí mismos, y el Velázquez del cuadro pinta en el cuadro el cuadro que nosotros vemos desde el espejo. Es decir, todos miran un espejo, y Velázquez se pinta, reflejado en él, pintando (por eso los dos cuadros son uno solo.)
»Y allí la clave del efecto, en esas palabras que señalan el lugar desde el cual Velázquez pinta su cuadro: desde el espejo. Es allí que surge la sensación de ser un fantasma dentro del cuadro, de estar del otro lado del espejo. Los personajes nos miran, pero no nos ven, porque se ven ellos mismos. La sensación que eso genera es quizá la misma que describen algunos pacientes quirúrgicos al salir de las operaciones. Dicen que despertaron en la sala y allí estaban, oyendo o viendo, pero sin poder hablar ni moverse. “Era un verdadero fantasma”, dicen… Como lo somos todos en el cuadro. La sensación tétrica, ominosa, se debe a ello, pues, como no podemos pensar qué se sentiría al estar muerto, no podemos más que imaginar algo cercano a estar del otro lado del espejo. Ser un fantasma es lo único que podemos imaginar de nuestra propia muerte, porque no podemos imaginar no ser. Las meninas, al mismo tiempo, asusta y atrapa, porque es muerte y es también refutación de la muerte.»

La hipótesis de Cryftz, como él mismo dice, es la única que explica los detalles más interesantes del cuadro de Velázquez y sus efectos sobre el espectador, y lo hace por su sencillez. Uno de los efectos fundamentales es, como dice Cryftz, la sensación de fantasma que al espectador lo recorre bajo la mirada de los protagonistas del cuadro. Esa mirada atraviesa al espectador, fundamentalmente porque se mira a sí misma. Mira más allá del espectador (o más acá.) Si se acepta la lectura de Cryftz, el psicoanalista puede aprovecharse de ella. Queda para otro momento. Sin embargo, el artículo de Cryftz tiene el mérito de ser el acto de una voz, de una pasión, eso que, según Steiner, hace al libro que merece la pena vivir. Con esto volvemos al título y a aquello de una lectura injustamente olvidada. He aquí un poco de justicia.

Las Meninas -Diego Velázquez-

Revista Litura no-todo psicoanálisis, n° 3, 2011, página 97.

Cómo criar a los niños

Entrevista a Éric Laurent,
por Verónica Rubens

2007eric8

Lejos de estar encerrado en un consultorio, viaja por el mundo dictando conferencias que son escuchadas por gente dentro y fuera del ámbito psi, encarnando lo que él ha postulado como el analista-ciudadano: aquel que elabora lo que dice de manera tal que pueda incidir en la civilización.

-Usted ha dicho que allí donde no hay más familia, ella subsiste a pesar de todo. ¿Qué es lo que subsiste?

A partir de un momento que se puede pensar como el fin de una cierta forma tradicional de familia, y desde la igualdad de los derechos, sea entre hombres y mujeres, entre niños y padres o entre las generaciones, se desplazó la manera como se articulaba la autoridad. Además, con la separación entre acto sexual y procreación, y con la procreación asistida, vemos una pluralización de formas de vínculos que permiten articular padres y niños fuera de la forma tradicional. Una de las discusiones entre las civilizaciones de los países hoy es qué es lo que se puede llamar familia alrededor de un niño. Esto se puede hacer tanto con familias monoparentales como cuando hay dos personas del mismo sexo o varias personas que se ocupan de él. Es lo que queda de lo que era la oposición, en un momento dado, entre un modelo de familia tradicional o nada, nada que se pudiera llamar familia según la definición del código civil napoleónico, desde el punto de vista laico: una cierta forma que permitía transmitir los bienes y articular los derechos, pero afuera no había ni bienes ni derechos. Ahora hay pluralización completa y se sigue hablando de familia porque es una institución que permite bienes y derechos y la articulación entre generaciones. Entonces, es lo que queda; en ese sentido, creo que hay una conversación a través de nuestra civilización, un interrogante que da muchas respuestas, que algunos aceptan, otros rechazan y otros quieren mantener una forma definida, con un ideal determinado.


Laurent afirma que pensar la figura del padre hoy es un asunto crucial. Y que, incluso cuando el padre falta, lo que hoy no falta es un discurso acerca de lo que para ella es un padre, aun si está ausente. Además, la madre a su vez ha tenido un padre. Lacan trató de separar el padre del Nombre del Padre, es decir, de esta función paradojal prohibición-autorización, que puede funcionar o no más allá de las personas presentes.


-Actualmente, los nuevos roles de las mujeres en el mercado de trabajo y las innovaciones producidas por la ciencia llevan a escenarios impensables hace algunos años en cuanto a los modos de reproducción. ¿Qué tiene para decir el psicoanálisis ante esto?

-En todas estas variaciones o creaciones diversas, distintos discursos van a entrar en conflicto sobre lo que son el padre o la madre en esta ocasión. Pero lo que vemos es que nadie quiere tener hijos sin padres. Es muy llamativo, pero las peleas jurídicas de las comunidades gay y lesbiana para ser reconocidos como padres y madres de hijos, son para poder utilizar los nombres de la familia. El niño es confrontado al hecho de que fuera de la familia circulan otros discursos. ¿Cómo orientarse entonces cuando, por ejemplo, el niño es concebido por fertilización asistida con donante anónimo? Los chicos en la escuela le dicen: «¿Dónde está tu padre?» Y el niño contesta: «Yo no tengo padre». ¿Cómo no va a tener un padre? Eso es imposible… Y entonces, ¿cómo va a contestar y sostenerse con eso? ¿Cómo va a inventar una solución, un discurso posible? El psicoanálisis puede, precisamente, ayudar a que en estas circunstancias el niño, la madre, puedan orientarse en un espacio en el cual sea posible usar los términos padre-madre de una manera compatible con el discurso común.

-Usted ha dicho que en los momentos de grandes cambios los chicos son las primeras víctimas, son los primeros en sufrir el impacto de estos cambios. ¿Cuáles son las cuestiones en juego para los chicos que están creciendo?

-Múltiples. Las formas de patología del lazo social con los chicos y entre los chicos se ven a través de las quejas de los que están a cargo de ellos, especialmente de los pedagogos, con el papel esencial que ahora desempeña la escuela en la civilización. No hace mucho que la escuela tiene este papel tan importante para criar a los niños. Antes, la articulación con la religión, la moral, el Estado, el ejército, tenían un peso, había una variedad de instituciones. Cada vez más se reduce el peso de éstas para centrarse en la gran institución escolar, que recoge a los niños y trata de ordenarlos a partir del saber. Una dificultad para los chicos de hoy (y lo vemos en la enorme cantidad de niños diagnosticados con déficit de atención o hiperactividad) es la de poder quedarse sentados cinco horas en una escuela, lo que no sucedía en otras civilizaciones. Lo curioso es que parece como una epidemia el hecho de que hay más y más chicos que no pueden renunciar a este goce de cuerpo a cuerpo, de las peleas, la agresión física, sin hablar de la violencia desproporcionada, característica de las pandillas de adolescentes. Todo este sufrimiento funda la idea de una patología de la infancia y la adolescencia. Se dice que los chicos no soportan las prohibiciones, no toleran las reglas.

-¿Podría aclarar un poco más qué pasa ahora en las escuelas?

Al poner la educación universal y decir que todos los niños tienen iguales derechos, al meterlos a todos en el mismo dispositivo, hay patologías que entran dentro de este dispositivo escolar que no estaban antes. Por otro lado, con la precarización del mundo del trabajo cada vez más niños son abandonados por la presión que hay. Antes tenían madres para ocuparse de ellos. Ahora se ocupa el televisor. La tevé es como una medicación, es como dar un hipnótico: hace dormir… Es una medicación que utilizan tanto los niños como los adultos para quedarse tranquilos delante de las tonterías de la pantalla. Pero el televisor en común para toda la familia no es la oración común de la tradición, aquella que permitía vincular a los miembros de la familia a través de rituales. Cuando el único ritual es la televisión, comer delante de ella, hablar sobre ella o quedarse en silencio frente al aparato, esto permite articular poco esta posición del padre entre prohibición y autorización. La escuela es precisamente la que articula entonces esta función: los maestros aparecen como representantes de los ideales y esto agudiza la oposición entre niño y dispositivo escolar, transformando las patologías, que no pueden reducirse estrictamente a algo biológico ni a algo cultural, en la imbricación de éstos dentro del dispositivo de la escuela.

-Usted ha mencionado a Lewis y a Tolkien como dos personas que desde la literatura quisieron proponer modelos identificatorios posibles. En una época de caída de los ideales, ¿cómo orientar a los niños en ese sentido?

-La literatura es siempre una excelente vía para orientarse. Después del derrumbe de la Primera Guerra Mundial, del derrumbe de los ideales, los intelectuales estaban preocupados por cómo orientarse y orientar a la generación que venía. Algunos escritores explícitamente pensaron en elaborar con su obra una manera de proteger al niño de la tentación del nihilismo y orientarlo en la cultura y en las dificultades de la civilización, presentar figuras en las cuales el deseo pudiera articularse en un relato. Con El señor de los anillos, Tolkien hizo un intento de proponer a los chicos, a los jóvenes, una versión de la religión, un discurso sobre el bien y el mal, una articulación sobre el goce, los cuerpos, las transformaciones del cuerpo, todos esos misterios del sexo, del mal, que atraviesa un niño; versiones de la paternidad. Tolkien consiguió algo: hay muchos niños para los cuales el único discurso que han conocido y que les interesa sobre esto es El señor de los anillos en los tres episodios. De la misma manera, un escritor católico, como C. S. Lewis, hizo con las Crónicas de Narnia una versión de la mitología cristiana sobre el abordaje de los temas del bien y del mal, de la paternidad, de la sexualidad. Gracias al cine, Tolkien salió de sus años treinta, pero para una generación fue Harry Pot­ter, que articula la diferencia entre el mundo de los humanos y el mundo ideal de los brujos, poblado de amenazas, donde el bien y el mal se presentan como versiones del discurso.

-¿Qué pueden encontrar los chicos en la literatura?

-Harry Potter fue, para muchos chicos, incluso los míos, una compañía: ir creciendo de la infancia a la adolescencia a lo largo de los cinco o seis tomos de la historia. Además, presentó figuras de identificación muy útiles.

Un niño podía prestar atención por lo que le decía Harry Potter, precisamente, sobre cómo se articulan el bien y el mal, sobre cómo hay que comportarse en la vida y cómo manejarse en las apariencias y en los sentimientos contradictorios que uno puede conocer al mismo tiempo. Son herramientas para salvar a las generaciones de la tentación del nihilismo, del pensar que no hay nada que valga la pena como discurso. Cuando nada vale como discurso, hay violencia. El único interés, entonces, es atacar al otro. La crisis de los ideales que se abrió con el fin de la Primera Guerra no se ha desvanecido. ¿A qué deberíamos prestarle atención? Hoy vemos un llamado a un nuevo orden moral, apoyado en el retorno de la religión como moral cotidiana. Cuando en Europa hay violencia en los suburbios, se hace un llamado a los imanes musulmanes para que dirijan un discurso de paz a los jóvenes de la inmigración. También a los curas, para tratar de ordenar un poco el caos engendrado por estos jóvenes desamparados que manifiestan conductas estrictamente autodestructivas por la desesperanza en la que están sumidos. En la esfera política, a través de la famosa oposición entre las cuestiones de issues (temas) y values (valores), vemos que ahora el tema es moral. Hay una tendencia a pensar que para volver a obtener una cierta calma en la civilización se necesita multiplicar las prohibiciones, que la tolerancia cero es muy importante para restaurar un orden firme, que la gente tenga el temor de la ley para luchar contra sus malas costumbres. Los analistas, frente a esta restauración de la ley moral, saben que toda moral comporta un revés, que es un empuje superyoico a la transgresión. Precisamente, la idea de los analistas en su experiencia clínica es que saben que cuando la ley se presenta sólo como prohibición, incluso prohibición feroz, provoca un empuje feroz, sea a la autodestrucción, sea a la destrucción del otro que viene sólo a prohibir. Hay que autorizar a los sujetos a respetarse a sí mismos, no sólo a pensarse como los que tienen que padecer la interdicción, sino que puedan reconocerse en la civilización. Esto implica no abandonarlos, hablarles más allá de la prohibición, hablar a estos jóvenes que tienen estas dificultades para que puedan soportar una ley que prohíbe pero que autoriza también otras cosas. Hay que hablarles de una manera tal que no sean sólo sujetos que tienen que entrar en estos discursos de manera autoritaria, porque si se hace esto se va a provocar una reacción fuerte con síntomas sociales que van a manifestar la presencia de la muerte.

-¿Cómo criar a los niños en esta época?

Hay que criar a los chicos de una manera tal que logren apreciarse a sí mismos, que tengan un lugar, y que no sea un lugar de desperdicio. En la economía global actual, el único trabajo que puede inscribirse es uno de alta calificación, al cual no siempre van a tener acceso. No podemos pensar que vamos a salir adelante sólo con la idea de que si uno trabaja bien y tiene un diploma va a encontrar un trabajo. Hay niños que no van a entrar y, a pesar de esto, tienen que tener un lugar en nuestra civilización. No hay que abandonarlos. Y éste es el desafío más importante que tenemos, el deber que tenemos nosotros frente a ellos. Concebir un discurso que pueda alojarlos dentro de la economía global.

(2007)


Fuente: La Nación

«La videocámara más difícil de desactivar es la que se nos ha metido dentro»

Entrevista a Gustavo Dessal

-¿En qué dirección pensar algunas conjeturas para el psicoanálisis en el siglo XXI?

-Ayer por la noche una colega de nuestra Escuela dictó una magnífica conferencia sobre el deseo. Resulta muy interesante volver de tanto en tanto a revisar los conceptos clásicos, fundamentales del psicoanálisis, una buena ocasión para encontrar algo nuevo, especialmente si hacemos el esfuerzo de situarnos en la contemporaneidad que nos toca vivir.
El deseo. Todo un clásico del psicoanálisis, y que Lacan, incluso a pesar de su teoría del goce, no olvidó jamás. ¿Cómo pensar el problema del deseo en el siglo XXI? Algo salta a la vista, que no podemos pasar por alto. Tanto Freud como Lacan definieron el deseo como inconsciente e insatisfecho. Hoy en día, estos dos términos tropiezan con el obstáculo de un discurso que se confabula en su contra. Por una parte, la sociedad de la transparencia ve con muy malos ojos (¡valga la metáfora!) que algo pueda ser invisible.
El inconsciente ya no despierta en la actualidad el sentimiento de ofensa narcisista del que hablaba Freud en Las resistencias al psicoanálisis. Nadie es hoy en día tan necio como para creer que la conciencia sea capaz de agotar la gigantesca y compleja actividad que supone la vida mental. Hasta el más mediocre neurocientífico sabe eso. Otra cosa es aceptar que el deseo no puede hacerse visible ni por la palabra ni por las imágenes cerebrales; que el deseo humano sólo puede vivir si no se ataca su derecho al misterio y al medio decir.
Por otra parte, tenemos el bendito asunto de la insatisfacción, palabra de la que actualmente nadie quiere siquiera oír hablar. ¿Insatisfacción? Eso hiere mucho más la sensibilidad contemporánea que las observaciones de Freud sobre la sexualidad en la Viena de principios del siglo pasado. En El malestar en la cultura, texto de 1930, la civilización se define por aquello que es capaz de limitar y de inhibir. Hoy día es todo lo contrario: vivimos en la cultura de la satisfacción, que se exige rotunda, inmediata, absoluta.
Ello no significa que sea posible, sino que la desdicha que esa imposibilidad genera se ha vuelto definitivamente insoportable. Vivimos en un estado de la civilización que propicia la cobardía moral, y que ha degradado la falta fecunda del deseo, lo que Freud llamaba la pulsión de vida. Thanatos no ha nacido en el siglo XXI, pero actualmente está más contento que nunca con las condiciones tan ventajosas en la que puede ejercer su viejo oficio.

-¿Por qué crees que hay tantas personas que eligen otros modos de tratar su malestar? El psicoanálisis no creo que esté reservado sólo a una élite que hará o no el pase. Incluyo a la religión entre esos otros modos.

-Desde luego, existen muchas formas de abordar el malestar humano. La religión ha sido (y continúa siendo) un método por excelencia. A título personal, estoy tan convencido de la potencia del método analítico que no necesito aplicarme a la crítica feroz que otros colegas dedican a las múltiples terapias que existen. En primer lugar, porque Lacan nos enseñó que el secreto reside en saber cómo actuar con el propio ser.
Muchos psicoanalistas no lo consiguen, y a veces algunos psicoterapeutas sí. Por lo tanto, cuando recibo a un paciente que proviene de alguna experiencia terapéutica anterior, no investigo ni el método, ni la corriente del tratamiento que ha realizado. Prefiero preguntarle qué es lo que aprendió en dicha experiencia. La respuesta me resulta más instructiva que conocer el modo en que la ha alcanzado.
Y desde luego, el psicoanálisis no está reservado para ninguna élite. En primer lugar, porque el deseo de saber no existe para nadie, y si acaso logramos hacer surgir una pequeña chispa, esta puede darse en un aristócrata o en un cartonero. Y no debemos desdeñar la religión, que a mucha gente le aporta un sostén fundamental en la vida. ¿Con qué derecho habríamos de oponernos a que existan algunas personas que se dediquen a salvar almas? Los psicoanalistas deberían preocuparse más por no sucumbir a esa misma tentación, y sobre todo a no contribuir a que sus instituciones se parezcan demasiado a la Iglesia. Y subrayo lo de demasiado. Pretender que no se parezcan en nada ya está visto que es imposible…

-Al respecto, Lacan, si entendí bien, forjó, alguna vez, una ley de hierro: psicoanálisis o religión. En ese caso, la religión gana por robo.

-Lacan era lo suficientemente astuto como para comprender que el verdadero ateísmo es algo muy difícil de obtener. Creer que por definición el pase nos librará de la creencia religiosa es una ingenuidad. Podría ser hasta divertida si no fuese porque no tiene gracia.

-Si el psicoanálisis es una experiencia del ser, ¿están los psicoanalistas, los que se nombran así, a la altura de semejante desafío? Consideremos la cantidad de repeticiones y habladurías que se escuchan en un congreso, las cantidades que ignoran que la escritura de William Faulkner también es una experiencia del ser.

-Sin duda, un psicoanálisis es una experiencia del ser. Eso es inobjetable. Claro que no es la única, desde luego. No estoy muy seguro de que los analistas suelan frecuentar a Faulkner. Si lo hicieran probablemente analizarían mucho mejor a sus pacientes. Muchos escritores me han ayudado a entender algunos de mis casos bastante mejor que lo que a veces me aportan los locos literarios, como ironizaba Lacan respecto de la literatura analítica. Pero ¡ojo!, sin olvidar el deber de la supervisión, y desde luego el principio de los principios: el propio análisis.
Tu comentario encierra además un dilema muy grave, y hasta cierto punto insoluble. La soledad del analista suele conducirlo al delirio. En el extremo opuesto, la comunión con sus compañeros de partido, produce en demasiadas ocasiones efectos de identificación que estrangulan los postulados éticos del psicoanálisis. Puesto a elegir entre un psicoanalista delirante, o un delirio psicoanalítico entre varios, necesito pensarlo un buen rato.

-Los psicoanalistas lacanianos no quieren adaptarse, ni renunciar a sus principios, estructuralmente es una práctica refractaria al poder. ¿Cómo entender entonces que en la AMP no esté más Colette Soler, Stuart Schneiderman, Slavoj Zizek, Jean Allouch? ¿O no son lacanianos?

-Bueno, que el psicoanálisis sea una práctica refractaria al poder…, suena muy bien. Lacan inicia su escrito La dirección de la cura diciendo que el poder que los analistas quieren ejercer traduce una impotencia para sostener una práctica verdadera. Si empezó de este modo, es porque sabía que el poder no está en absoluto reñido con la práctica analítica, o al menos con los analistas. Como lo decía él con su habitual acidez: mirémonos a las caras.
¿De verdad podemos creer que estamos hechos de otra pasta? Por otra parte, la ausencia de esos nombres en la AMP responde a vicisitudes e historias que desconozco en detalle, y que además no puede explicarse en virtud de una fórmula general. De todos modos, nunca ha sido fácil que varios amos convivan bajo un mismo techo. ¿Por qué habría de serlo bajo el techo del psicoanálisis?

Algo incurable habita al ser hablante. En tiempos de vigilancia global, policía, fundamentalismo, disolución de lo público y lo privado, ¿cuál pensás qué es el estatuto de la intimidad frente a esa invasión?, ¿cómo decir no en un mundo que obliga todo el tiempo a decir ?

-Los esclavos romanos solían llevar un cartel colgado del cuello que decía: Tenemene fucia et revo cameadomnum et viventium in aracallisti, o sea: Detenedme si escapo y devolvedme a mi dueño. Claro que en esa época no había cámaras de videovigilancia. Ahora lo tenemos un poco más difícil, y no necesitamos llevar ese cartelito para que nos devuelvan a nuestro dueño. Peor aún: nos devolvemos solos, sin que nadie nos lleve. Después de todo, en eso consiste el discurso rayado del que hablaba Lacan.
Tu pregunta me evoca el eterno problema del superyó: Freud creyó al principio que era el policía que soplaba el silbato y nos hacía ¡No! con el dedo. Al final de su obra se dio cuenta de que era al revés, y eso Lacan lo pescó al vuelo. Es el policía, desde luego, pero uno muy especial, porque nos incita a decir que sí. Sí al goce. Más que una incitación, es un mandato. Como lo dice Zygmunt Bauman: ser hoy un buen ciudadano es cumplir con los deberes del shopping game. El psicoanálisis descubrió una cosa muy interesante: el no es una invención del padre. No ser loco consiste en decir al no paterno.
Pero en el siglo XXI las reglas del juego han cambiado. Se puede decir  ¡no! al no paterno, hacerle pito catalán, y sin embargo no estar completamente loco. Hay síntomas con las que uno se puede arreglar para solventar ese problema. El neurótico suele quejarse (y es un motivo frecuente para consultar a un analista) de que no sabe decir que no, que con tal de sentirse amado es capaz de soportar cualquier cosa. Va a necesitar un tiempito para comprender que soportar cualquier cosa es un goce que puede rozar el éxtasis, y que debe librarse de ese goce, y no del Otro al que procura complacer. La videocámara más difícil de desactivar es la que se nos ha instalado adentro. Para que se le agote la batería, hay que usar mucho el diván.

(2013)


banksy-graffiti-street-art-what-are-you-looking-at
Banksy

Fuente: Télam

Culpa, vergüenza y perdón

Por José R. Ubieto

Original sin and expulsion from the Garden of Eden – Giovanni Battista Piranesi

La culpa tiene diversas causas, la primera es la que los clásicos resaltaron: el dolor de existir. Aún sin haber pedido venir al mundo, paradójicamente, nos sentimos culpables de habitarlo. Freud habló luego del sentimiento de culpa por gozar y transgredir los límites, sea bajo la forma de una compulsión, una infidelidad o un desafío.

Lacan añadió otra vertiente de la culpa, más compleja pero más actual, ahora que los límites se difuminan: la culpa por no gozar lo suficiente, por no ser felices con todos los objetos que pueblan nuestra existencia.

El mito del padre edípico, agente de la prohibición, ya no sirve para explicar el hecho de que uno se siente culpable de gozar poco, lo que obliga al sujeto a hacerse cargo de esa falta sin poder culpar al otro castrador de esa insuficiencia. El goce está limitado al hombre por su condición de ser hablante -ya Hegel se refirió al lenguaje como asesinato de la cosa- y la respuesta a esta falta de gozar es la culpa que deviene así estructural. El nothing is impossible, lema global, vela esa imposibilidad con su ilusoria promesa.

Culpa secreta y causa del imperativo superyoico que exige de nosotros un esfuerzo más y un sacrificio que hoy toma formas diversas, muchas de ellas ligadas a la gestión xtreme de los cuerpos. Informaciones recientes de The New York Times nos hablan de que el 35 por ciento de los estudiantes universitarios toman psicoestimulantes para combatir el estrés de los periodos de exámenes y circunstancias similares. Otros consumos compulsivos (tóxicos, cibersexo, comida) muestran como ese empuje al «¡Goza!» (Enjoy!) certifica que lo que no está prohibido es obligatorio, en la búsqueda imposible de ese goce perdido cuya culpa (falta) no cesa de agitar al sujeto.

El reverso de todo ello es la prevalencia actual de la angustia como pathos. Basta como muestra los 500.000 soldados americanos (de los dos millones desplazados a Iraq y Afganistán) que padecen secuelas graves postraumáticas.

Diversidad de la culpa a la que corresponden también modos distintos de tratarla. Uno es el autocastigo, fijación a un síntoma que nos produce malestar consciente si bien implica un alivio de esa culpa inconsciente. ¿Cuántos varones infieles se hacen castigar por ello de diferentes maneras? ¿Cuántos conductores demasiado veloces se hacen multar o limitar por otros motivos?

Otro modo clásico, y hoy de renovada actualidad, es pedir perdón y mostrar arrepentimiento. Lo practican políticos, líderes religiosos, empresarios e incluso países enteros. Algunos -no todos- añaden a la petición los signos de otro afecto: sentir vergüenza por sus actos. Otra manera de dar salida a la culpa, que implica un grado de subjetivación mayor que el simple perdón.

Que extrañas suenan hoy las palabras de Vatel, cocinero del Gran Condé: «Señor, no sobreviviré a esta desgracia. Tengo honor y una reputación que perder». Pronunciadas como preludio de su posterior suicidio, al no poder cumplir con sus obligaciones en el festín con el que el príncipe quería seducir al rey francés, evocan el afecto de la vergüenza.

Pretender hacerse perdonar por los daños causados implica la existencia de un discurso moral, teñido de religiosidad, que busca más la absolución del pecador que su rectificación efectiva. El problema es que esa petición de perdón no es seguro que confronte al sujeto con su responsabilidad. Y si no lo hace sabemos que la única consecuencia posible será la repetición de ese exceso. Es lo que la clínica nos enseña: cuando un sujeto no elabora la culpa respondiendo de sus actos, queda entonces fijado a la búsqueda de ese perdón sin que su posición se modifique lo más mínimo. La responsabilidad queda entonces del lado del Otro que es quien puede/debe perdonar.

«Lo que tú haces sabe lo que eres», aseveración de Lacan que indica que un sujeto ético no es aquel que se disculpa sino el que testimonia de lo íntimo de su ser que se halla comprometido en sus actos y decide qué hacer con ello, lo cual no va sin una pérdida, sea en bienes, en imagen, en afectos. Cuando el sujeto no consiente a esa pérdida, y si además se trata de un personaje público, el mensaje que transmite es la impunidad por el goce obtenido.

(2014)

Fuente: La Vanguardia


José R. UbietoJose R Ubieto

Es psicólogo clínico y psicoanalista. Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y de la Asociacón Mundial de Psicoanálisis.

El origen de la monstruosidad

Entrevista a Jorge Bafico, por Mora Cordeu

El libro El origen de la monstruosidad indaga en el mal siguiendo el itinerario trazado por nueve asesinos seriales famosos -dos de ficción, Hannibal Lecter y Dexter- cuyos crímenes no pueden ser inscritos en un patrón general sino que a a partir de historias diferentes y formas diversas irrumpe el lado más oscuro de la naturaleza humana.

En la entrevista, el psicoanalista mencionó el rol cumplido por el ex agente de FBI Robert Ressler en los años 70

– ¿Cuál fue el principal aporte de Ressler?
– Ressler introdujo el concepto de un perfil psicológico específico del asesino serial y partió de la idea de que sus comportamientos, precursores del asesinato, siempre han estado presentes, desde la infancia, y lo relaciona directamente a la falta de amor, con historias marcadas por problemas de adaptación social y de abuso infantil. Basado en un protocolo que realizó a 36 de los asesinos más importantes de Estados Unidos, llegó a algunas conclusiones sorprendentes. La más importante para nosotros es la que plantea que el problema del asesino en serie es un problema de amor. En este punto no se aleja de lo que planteamos los psicoanalistas: somos producto de nuestra historia.

– ¿Cómo ha ido evolucionando el estudio de la psicopatología moderna? Los casos elegidos en el libro ¿apuntan a ejemplificar la diversidad de la monstruosidad, la imposibilidad de definirla?
– Exactamente, el concepto de asesino en serie es un verdadero problema desde el punto de vista psicopatológico ya que no es claro de que estructura psicopatológica se trata. Algunos autores lo ubican en las perversiones, otros en las psicopatías y otros en las psicosis. Lo que si están de acuerdo la mayoría de los investigadores es que se trata de un problema del mal.

– Ustedes afirman que no hay una patología del asesino serial como piensa Ressler ¿Les interesa remarcar que no es posible establecer un patrón general?
– No hay un patrón general. A través de lo trabajado podemos decir que no existe un perfil del asesino serial, cada caso analizado fue diferente, con diferentes historias de vida y con diferentes subjetividades. A priori se podría pensar que encontraríamos asesinos al estilo del personaje de ficción Hannibal Lecter. Sin embargo, nos encontramos que solo dos encierran características parecidas: el norteamericano Ted Bundy (Burlington, 1946-ejecutado en 1989) y el colombiano Luis Alfredo Garavito (Genova, Colombia,1957).
Muchos de los casos que hemos visto, como el de John Wayne Gacy (Chicago, 1942- ejecutado en 1994), Jeffrey Dahmer (Wisconsin, 1960-fallecido en 1994); Ed Gein (Wisconsin, 1906-fallecido en 1984) y Albert Fish (1870, Washington, ejecutado en 1936), basculan entre la perversión y la psicosis, eso que llaman «montajes perversos» o «montajes psicopáticos», pero que en el fondo responden a una estructura psicótica. Además presentan dis­tintos tipos de psicosis, que pueden o no estar asociadas a la perversión: desde las psicosis «extraordinarias» -con desencadenamiento de la psicosis, como el caso de Richard Chase (California, 1950-se suicidó en 1980) o David Berkowitz (Brooklyn, 1953), hasta las psicosis que pueden llamarse «incalificables», como las de Gacy y Dahmer. Son psicosis, pero no presentan síntomas típicos. No hubo desencadenamiento ruidoso, ni alucinaciones ni delirios ni trastornos en el lenguaje o en el pensamiento, como sí ocurre en las psicosis delirantes agudas, donde la persona hace un corte abrupto con la realidad.
El inclasificable presenta una sintomatología casi imperceptible. El caso de Dahmer y Gacy, y el personaje de la ficción Dexter, protagonista de la serie televisiva por ejemplo, son paradigmáticos. El psicoanalista argentino Manuel Zlotnik plantea que los inclasificables son sujetos que pueden pasar por cambios muy abruptos en su vida y no preguntarse nada al respecto. También pueden llevar una vida chata, gris, sin ningún tipo de accidente, y tampoco hacer nada al respecto. No se preguntan por nada, no entran en conflictos morales -como podrían entrar los neuróticos- no hay mucha elucubración por saber y hay poca implicación subjetiva.

– ¿Alguien se puede convertir en un asesino serial sin haber sido abusado de niño u otros ejemplos mencionados? ¿Es posible que el mal se despierte sin previo aviso, sin condiciones favorables para ello?
– Bajo determinadas circunstancias podemos sacar lo peor de nosotros, podemos descompensarnos, angustiarnos, inhibirnos, y en algunos casos, bajo determinadas condiciones podemos llegar a matar de esta manera. En pocas palabras: somos complejidades singulares.

– ¿Que herramientas permiten analizar mejor esas subjetividades atravesadas por una locura monstruosa?
– Creo que el psicoanálisis es una buena herramienta. La clínica psicoanalítica se fundamenta en una clínica del detalle y no de la claridad fenomenológica. Lacan, por ejemplo, indicaba que lo significativo no era la acumulación de hechos, sino el recorte de uno solo con sus correlaciones; llamaba a esto pequeñas particularidades de un caso. Se trataría de reconocer la estructura aun en los más imperceptibles elementos, en los más sutiles y en los que, por lo general, pueden pasar desapercibidos, de algunos detalles para poder interrogarnos sobre la subjetividad singular de cada uno de estos asesinos. Digo asesinos, no seriales, porque la «serialidad» es bien diferente en cada uno de ellos.

– Ante un tiempo donde se observa una crisis de valores éticos y morales ¿avizora que el panorama a de la monstruosidad puede incrementarse?
– Por supuesto. No nos olvidemos que cada época caracteriza y desarrolla un tipo particular de discurso que atraviesa y construye la subjetividad de quienes la viven. A esto algunos le llaman «subjetividad de época» y las características que la constituyen no se pueden determinar como algo fijo y homogéneo, sino como una construc­ción dinámica y variable.
La subjetividad con­temporánea, tal como se manifiesta en el cine y en la series de televisión, poseería algunas de las ca­racterísticas definitorias de la hipermodernidad y en eso el significante de asesino en serie es uno de los protagonistas.
Dada las condiciones en el mundo globalizado y con las posibilidades de penetración cultural que brinda el desarrollo tecnológico, el discurso cinematográfico y el de las series de televisión, particularmente el de los Estados Unidos, se ha convertido en uno de los modos más extendidos de discursividad social.
Drácula, Frankenstein y otros monstruos de antaño han sido sustituidos por un fenómeno mucho más terrorífico: el asesino serial, un hombre que podríamos encontrar en cualquier esquina. Y que se ha convertido en uno de los personajes más recurrentes en la ficción contemporánea y en el protagonista de un marco genérico que lleva su nombre: la ficción de asesinos en serie. Su capacidad para asustar es grande, ya que no se trata de un ser ficticio ni sobrenatural, existe en el mundo real. Son además asesinos anónimos que se esconden entre nosotros y pasan como vecinos, compañeros de trabajo e incluso amigos o familiares. Sus asesinatos suelen ser atroces y matan además por motivos que sólo son relevantes en la mente del asesino y, por lo tanto, sus víctimas son personas inocentes que han tenido la mala suerte de cruzarse en su camino.

(2016)

Fuente: Télam
Fuente: TUportalRTV