Culpa y responsabilidad en el tiempo de la ciencia

Por Enric Berenguer

Enric Berenguer (foto de Twitter)

De leer un día en el diario que alguien importante se mató tras ser acusado de corrupto, ¿qué diríamos? ¿Que era un enfermo, con una grave depresión más o menos latente? Quizás alguien precisara, alegando datos sobre tiempos mejores del finado, que era bipolar. Antaño se hubiera hablado del honor perdido.

Hoy los hechos predominan sobre las palabras. Y ¿qué es el honor, sino una palabra? Reducido todo a puro hecho, la transgresión de una ley es un tema práctico: importa si hay una condena, si grande o pequeña, la fianza. El condenado, si lo es, saldrá de prisión, venderá sus memorias.

En un mundo objetivado, cierto discurso sobre la ciencia tiene mucho peso. Claro, no se trata de la ciencia misma, a la que esto no le importa, sino de un uso que de ella se hace en la construcción de una racionalidad hoy imperante.

Según esta, la culpa y la responsabilidad no son relevantes, son sentimientos y como tales no importan tanto. Si uno está sano, son pasajeros. Si le duran o le pesan demasiado, debería medicarse. Cosa de autoestima y de serotonina.

Leímos hace poco este descubrimiento: «Científicos comprueban por qué los hombres son infieles». Argumentos así, buenas coartadas, quizás lleguen a ser plausibles en una discusión de pareja. Ya se sabe… O quizás se olviden hasta la próxima gran noticia.

Descubren la sopa de ajo cada semana, pero no es novedad: el ya se sabe existió siempre. Y, como mínimo desde el siglo XVIII, la divulgación de la ciencia tuvo un lugar notable en la producción de yasesabes para todos los gustos.

Desde entonces toda una reflexión, inspirada en la ciencia, sobre lo que era lo real se volvió un argumento autorizado para decir cómo deben ser las cosas. Así lo ético tiende a reducirse a un «debe ser como es realmente más allá de las apariencias». Es una creencia en la naturaleza: de un modo u otro, el ser humano debe adaptar su comportamiento a sus leyes ineludibles.

Una de las realidades que se quiso fundamentar enseguida en tal apetito científico generalizado fue la del mercado. Tanto es así, que se dijo podía ser objeto de una ciencia económica. Bentham consideró al interés motor de todo lo humano susceptible de cálculo, como la gravedad, al modo de Newton. Ciencia supuesta en cuyo nombre luego se ha querido acabar con la política. Que se haya diluido la responsabilidad (por ejemplo, con la responsabilidad limitada de las corporaciones y los accionistas) y que esto haya contribuido a la extensión de la impunidad no es un hecho casual: está, permítanme la metáfora científica, en el ADN del invento del mercado.

Mas, curiosamente, el sentimiento de culpa no desaparece. Se transforma, se desplaza, se niega, se proyecta. Persiste en expresiones que surgen, también del inconsciente, como cuando alguien dice, o piensa: «si le ocurre esto a mi hijo no es por mi culpa, son los genes de mi marido». La negación apasionada de la culpa, en cosas en las que nadie ha dicho que la haya, lleva a cosas extrañas, como la culpa genética. Fantasía sin consecuencias en una pareja, si quien la tiene puede escucharse y acaba riéndose de lo que dice. Pero socialmente es más complicado y ha demostrado a qué conduce. La culpa vuelve tozudamente, más cuando nadie es responsable. Vuelve por donde menos se piensa: por ejemplo, se dice que todo es por las leyes del mercado… pero sean austeros, vivieron por encima de sus posibilidades. Y en todo caso… ¡la culpa es del Otro! ¡Que pague!

¡Arrepentíos! ¿Les suena? Ahora parece que les toca a las mujeres, también a los médicos que las ayuden en un momento tan difícil de sus vidas. Quizás dentro de poco haya mujeres expiando con su dolor quién sabe qué crímenes de otros. Y más buenos médicos en la cárcel que malos banqueros.

El discurso de la ciencia, la ciencia hecha discurso, nos desresponsabiliza. Todo se da por leyes de las que no tenemos culpa. Pero los fundamentalismos, que siempre andan cerca, ya se encargan de poner los puntos sobre las íes. Quizás el uno y los otros formen, sin saberlo, una extraña pareja.

William Blake, Caín y Abel
William Blake – Caín y Abel

(2014)

Fuente: La Vanguardia


Enric Berenguer

Es psicoanalista. Licenciado en Psicología Clínica. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, Analista Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL).
Ha publicado artículos en Freudiana, Colofón, La Cause Freudienne, Opçao Lacaniana, Quimera y El País. Es autor de: ¿Cómo se construye un caso?, Ed. Capitón. col. Seminarios Clínicos, Psiconálisis: enseñanzas, orientaciones, debates, Ed. UC Guayaquil, La significación del falo, Cuadernos del Ines, Nº 3,»Lo social, salvo el amor», Serie Conferencias Públicas, nº 2, NEL Bogotá 2009, «Elogio de la angustia», Serie Conferencias Públicas, nº 3, NEL Bogotá 2010, «Paternidad vs. Parentalidad», Cuadernos del Cid, nº 5, Nel Bogotá 2006, «Depresión y rectificación subjetiva», en Depresiones y psicoanálisis, Ed. Grama, 2006, «Un sujeto que no atiende al significante», en DDA, ADD, ADHD, como ustedes quieran, Ed. Grama, 2006.

«La época del todo político, en la cual la política daba respuestas a las preguntas sobre el sentido, está terminada»

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Campaña electoral – Isaac Cordal, Berlín 2011-

Entrevista a Éric Laurent

– El congreso internacional de 2012 se centró en el orden simbólico. Este, que empieza en unos días (2014), tal como indicó Jacques-Alain Miller, sobre un real. Sin embargo, en ambos casos se incluye la perspectiva siglo XXI. ¿Cuáles serían las diferencias respecto al siglo pasado?

– La diferencia esencial con el siglo pasado es que estamos en una época de triunfo de los poderes del cálculo; entramos en the digital age. Como dijo Jacques-Alain Miller, esto fue anunciado por Lacan en su fórmula Hay l’ Uno, en francés Y’a dlun. Con esta contracción, quienes piensan que el individualismo democrático de masa está fundamentado sobre el uno del cuerpo, se equivocan. Lo nuevo es la manera con la cual los cuerpos se articulan con el uno del cálculo. Esto se puede ver en el libro de los responsables de Google , Jared Cohen y Eric Schmidt, The new digital age, como en Big Data, de Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Niel Cukier. Ambos exploran cómo la acumulación de los cálculos cambian nuestra relación con el mundo. El horizonte del cálculo es una utopía. Un mundo puramente calculable, sin nada que pueda quedar afuera. Si nada escapa al cálculo, estaríamos en un mundo sin contingencia, un mundo sin Real. El psicoanálisis propone, al revés de esta utopía, el reconocimiento de un real: un real vinculado con el hecho de que la relación sexual como tal no se puede calcular.

– Precisamente, uno de los últimos seminarios de Miller en castellano se titula El ultimísimo Lacan. ¿Qué hay más allá de ese ultimísimo?

–  Las consecuencias clínicas que hay que explorar. La articulación de los cuerpos con el cálculo de las máquinas permite el sueño de una transparencia total del uso de los cuerpos. Se sueña un yo cuantificado, quantified self. Pero esta articulación con las máquinas, con los smartphones, que pueden saber todo del funcionamiento del cuerpo, sólo sostienen el discurso del superyó contemporáneo. Un superyó a medida que nos grita ¡Goza!, o «Tenés que mejorar tu performance.» El goce se revela aún más como lo que escapa al cálculo. Lo que huye.

– El discurso de la ciencia, ¿en qué relación cree usted está con las infinitas variantes de la religión (incluso laicas) y con cierto agotamiento epocal de las formas republicanas de la política?

El discurso de la ciencia nos promete the theory of everything. Lo que hay de común con las promesas del Big Data es el sueño de un mundo completamente simbolizado, pero sin sentido. El sentido es de lo que se ocupa la religión. Es la nueva complementariedad entre ciencia y religión. No fue siempre así. En el siglo XVII, cuando surgió la ciencia, era considerada un peligro para las creencias. Ya no es el caso.
La época del todo político, en la cual la política daba respuestas a las preguntas sobre el sentido, está terminada. Las religiones laicas que cumplían esa función son cosas del siglo XX. El individualismo de masa no permite más estas creencias absolutas. Hay una fragmentación de los modos de vivir la pulsión. Pero subsisten trozos de común. El problema de la política mundial, como dice Paul Krugman, es saber si la concentración oligárquica del capital no pone en peligro todo el espacio de lo común. Parece que la política ha perdido su poder de regulación. Hay una llamada a un más allá de la política. Es un síntoma de la época.

(2014)

Fuente: Télam


Éric Laurent

Psicoanalista. Fue analizante de Jacques Lacan. Del 2006 al 2010 presidió la Asociación Mundial del  Psicoanálisis, cuya acta de fundación se firmó en Buenos Aires el 3 de enero de 1992.
Entre sus libros figuran  El goce sin rostro, La batalla del autismo, Ciudades analíticas, Psicoanálisis y salud mental, Lost in cognition, El sentimiento delirante de la vida y Los objetos de la pasión.


Gozar con impunidad

Miquel Bassols
Miquel Bassols

Por Miquel Bassols

Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. La historieta contada por el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: «Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara.» Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune.

Es sin duda una de las razones por las que, según los rankings internacionales, los países con menos corrupción son los más influidos por la tradición luterana, una tradición que no confía en modo alguno en una simple confesión de los pecados para lograr la absolución y la impunidad del goce. Es una tradición que ha criticado duramente la costumbre del tráfico de indulgencias -la compra del perdón-, principio de toda corrupción. No hay goce impune, responde el sentimiento de culpa al argumento utilitarista del cómico americano, tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.

Si a este argumento añadimos la creencia en la reciprocidad del goce -si el otro lo hace, también puedo hacerlo yo- la lógica del virus de la corrupción está asegurada hasta en el mejor de los mundos posibles.

No es de extrañar entonces que todos los historiadores del fenómeno de la corrupción lo conciban como un hecho irreductible e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así «un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de reciprocidad», tal como indica Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción. Siguiendo esta ley, no hay ningún favor desinteresado y gozar de una prebenda quedará siempre justificado. A la vez, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar de lo que otro goza sin sentirse culpable por ello.

A partir de aquí, todo parece una cuestión de grado, de la mayor o menor suposición del goce del otro, del mayor o menor intercambio recíproco de prebendas, de más o menos concesiones para obtener el objeto de goce, esa bicicleta que cada uno exige como derecho propio. La creencia en el Otro que perdona y en el Otro que contabiliza el goce está en el principio del mercantilismo y de una parte de los vínculos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa como cualquier otra.

En nombre de esta creencia puede admitirse toda corrupción como algo relativo al tiempo y a la realidad en la que vivimos. ¿Quién se atrevería a sostener hoy, por ejemplo, como políticamente correcta la frase del gran Winston Churchill: «Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia». Sólo una cuestión de grado la distingue de las afirmaciones que sostenía hace poco Luis Roldán, ejemplo de corrupción de la sociedad española de nuestro tiempo, en una contundente entrevista: «La corrupción era y es estructural». Es, me dirán, sólo un problema de lenguaje, de la significación que demos a las palabras para sentirnos más confortables en la justificación intelectual del fenómeno de la corrupción. Pero entonces, será más cierta todavía aquella afirmación de Jacques Lacan: «El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor». Lo que quiere decir también que la primera corrupción a la que cedemos es la corrupción del lenguaje que modula y determina nuestros deseos.

Porque a todo esto: ¿por qué y para qué quería usted una bicicleta?

Niño con bicicleta Fototeca de Xiloca

 

(2016)

Fuente: Página 12

(Bassols se refiere a situación española, pero puede aplicarse a muchos otros ámbitos y países.)

Camaleones (mutaciones, transformaciones, prótesis)

por Marcelo Veras

Trabajo presentado en el X Congreso de la AMP, Río 2016

El cuerpo para el psicoanálisis no es el mismo cuerpo de la biología. En la biología el cuerpo es consecuencia de la reproducción de las especies. Es decir, hasta el momento para los humanos –aunque no es seguro que sea así por mucho tiempo- el cuerpo es fruto de la relación sexual. El cuerpo para el psicoanálisis es una sustancia de goce en busca de solución, una pregunta cuya respuesta no es dada con el nacimiento. No es posible programar el cuerpo que interesa al psicoanálisis porque el mismo es fruto del encuentro de la carne con el significante, un encuentro siempre contingente y aleatorio.

De ese encuentro surge aquello que Lacan llamó lalengua, modo de goce autista que se repite por toda la vida, en cuanto ese cuerpo es un cuerpo hablante. Sin embargo, surge igualmente un lenguaje incierto del Otro, enigma que condena a ese ser al malentendido estructurante de su humanidad. Es lo que hace que los cuerpos atravesados por el lenguaje sean singulares e irreproducibles por la ciencia.

En el momento en que se pide al otro el resto del cuerpo que falta es que el hablanteser se torna un cuerpo sexuado, no en el nacimiento biológico. La sustancia gozante, de ese modo, se vuelve vida al capturarse en una imagen para dar cuenta del agujero que irrumpe en el pasaje de signo a significante.

¿Qué cambia con los avances de la tecnología?

Destituyendo la palabra del Amo antiguo, la tecnología se ha tornado en el mundo contemporáneo en el sujeto supuesto saber dar cuerpo (étoffe) a la producción del objeto. El siglo XXI comenzó marcado por las intervenciones osadas, extrañas e inverosímiles sobre el cuerpo. No se trata más de travestirlo, tatuarlo, se trata de romper de forma más radical con la gestalt del proyecto humanista, que hasta entonces se pacificaba delante del espejo. Como consecuencia surge una inédita y potente alianza entre medicina, cosmética y lógica de mercado.

En este nuevo terreno, ni la medicina está hecha para curar, ni la cosmética está hecha para camuflar. Tenemos una asociación que apunta a colmar el desencuentro entre el sujeto y los ideales de belleza que le son impuestos, aportándole el objeto que falta.

El Amo moderno impone su divisa: la anatomía no es el destino.

Lo que no deja de afectar a la nueva voz del Superyó. La ciencia crea una posibilidad que rápidamente se vuelve una reivindicación de derechos. Si puedo tener pechos más grandes, me sentiré culpable si no los sustituyo. Si surge un tratamiento de cien mil dólares para mi cáncer, me sentiré culpable si no le exijo al estado, o si no se gasta todo el dinero de la economía familiar en  ese nuevo intento.

En el nuevo mundo de las formas, vale entonces la pregunta: ¿qué significa, en los días actuales, la obstinación por buscar estar bien en la foto? Más allá de un mayor número de ‘me gusta’ en Facebook, la busca de la mejor imagen narcisista es siempre una defensa frente a lo que no anda en el campo sexual.

En la clínica de la extracción, el espejismo de la autoestima se obtiene cuando el objeto se refleja en el espejo apagando por un momento la idea de que no sólo es agalma, sino también resto del cuerpo que nunca se asocia con la selfie en la foto. Al final, decir que un cuerpo es hablante es decir que él no se completa, ni en sí mismo, a pesar del goce del Uno que se repite, ni en el cuerpo del otro, ya que en el mejor de los casos el partenaire es el semblante de aquello que hace Uno.

La teoría del narcisismo nos enseña que tener el cuerpo que se desea nunca es para sí mismo, sí lo es, en cambio, para localizarse en el campo del Otro. Con el avance de las técnicas, la lista de modificaciones no se agota, de la nariz al cambio de sexo, de las prótesis peneanas a los senos de silicona, sin hablar del formidable trabajo que envuelve la mecatrónica y las ciencias cognitivas, todo apunta para un adiós al cuerpo creado por Dios. Hoy estamos más para la famosa ironía de Voltarie: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y el hombre le pagó con la misma moneda.

Lo que las nuevas técnicas no consiguen es fabricar un cuerpo que pueda hacer existir la relación, adecuando quirúrgicamente el sujeto al sexo que él cree que le conviene. Por eso es poco probable que un cambio de sexo libre al sujeto del desencuentro sexual. Salvo en poquísimos casos clínicos en que el nuevo cuerpo cae tan bien como un Escabel, el destino más probable es el desencanto.

¿Será esta visión mía, muy conservadora?

Propongo entonces deconstruir lo que dije hasta aquí. Sí, la ciencia hará existir la relación sexual.

En su forclusión, tal como Scherber, ella promoverá el emparejamiento con el Otro. Viviremos la posibilidad del empuje a la mujer, generalizado. Las nuevas técnicas permitirán al sujeto gozar no más con sus prótesis y sí en sus prótesis. Las nuevas prótesis desafiarán la topología de dentro y fuera del cuerpo. Ellas no serán más instrumentos externos para obtener un goce con la carne que se tiene, ellas estarán hechas de carne, conectadas a nuestro sistema nervioso, y proporcionarán al sujeto la misma experiencia de goce que su carne anterior le proporcionaba… o dejaba de proporcionarle.

Con todo, el sujeto emparejado con su prótesis nada dirá de La mujer que no existe. Nacido en cuerpo de macho o hembra, ninguna prótesis peneana o terapia hormonal le dirá los misterios del goce de Santa Teresa de Ávila, ni tampoco las palabras del saber de Tiresias.

(2016)

Traducción: Mercedes Ávila


*Agradecemos al autor su generosidad al permitir la publicación de este artículo en el blog de la Red.

Goce femenino

 Lêda Guimaraes

Una mujer, al referirse a su primer amor en la adolescencia, dice que ella experimentaba algo muy extraño en el cuerpo. Cuando su pareja –un hombre mayor que había sido escogido como objeto de amor a partir de una referencia paterna– se acercaba, a una cierta distancia donde sus cuerpos aún no podían tocarse, todo su cuerpo comenzaba a temblar, sus piernas se debilitaban y sólo con dificultad se mantenía en pie, porque, como ella misma decía, todo su cuerpo comenzaba a gozar locamente. Esa pasión no duró mucho. El efecto de esa experiencia fue una defensa radical contra ese goce. Pasó a vivir dedicada al amor materno por su hija y descartaba constituir una pareja con un hombre porque “es difícil para un hombre vivir conmigo, pues cuando tengo un hombre preciso tener relaciones sexuales todos los días”. La defensa era: vivir sin un hombre.

Ese goce del cuerpo fue nombrado por Lacan como “goce femenino” a diferencia del “goce fálico”. Este último se experimenta de un modo puntual, localizado en un determinado contexto o en zonas específicas del cuerpo; está articulado con lo simbólico, marcado por la castración, por un límite. Es muy diferente del goce femenino, que no conoce límites ni zonas específicas del cuerpo, instituyéndose así como un goce desmedido.

Éxtasis de Santa Teresa, Bernini

Tanto las mujeres como los hombres pueden aproximarse al goce femenino. Sin embargo, como las mujeres no tienen pene se encuentran más abiertas a la posibilidad de experimentar ese goce del cuerpo. Los hombres tienden a ocuparse y a embrollarse con el funcionamiento de sus penes, que toman como referencia para su masculinidad, poniendo así una distancia al goce del cuerpo. Las mujeres, cuando comienzan a experimentar ese goce del cuerpo, tienden a asustarse por su fuerza incontrolable: ¿será que me estoy volviendo ninfómana? ¿Van a pensar que soy una puta? Temor muy presente en las mujeres ya que la voz del superyó toma, comúnmente, la forma de la injuria: “Puta”.

Son muchas las ocasiones en que una mujer podrá escuchar, desde la voz del superyó, la injuria silenciosa “puta”: cuando se presente muy disponible a las demandas sexuales de los hombres, o si son muchos los hombres con los que transó, o cuando es mujer de un solo hombre pero disfruta del placer sexual por demás, o si la frecuencia con la que desea tener sexo es mucha, o si es infiel al marido, o si usa ropa provocativa, en fin, una lista infinita de situaciones donde una mujer es tomada por su sexualidad. La voz silenciosa del superyó tampoco descansa cuando una mujer desiste de su sexualidad, sea por la vía de la maternidad, sea intentando ser santa o haciéndose la niña ingenua. Freud decía que los grandes moralistas que buscan la santidad son atormentados por la culpa y se sienten los peores pecadores, es decir que reprimir los impulsos sexuales no libra al sujeto de la culpabilidad impuesta por el superyó.

En las mujeres histéricas, la culpabilidad superyoica generalmente se mantiene en el registro del inconsciente. Aun cuando una mujer venga a decir “soy una mujer moderna y, por la tanto, soy dueña de mi cuerpo”, eso no significa que esté liberada de su superyó. La injuria superyoica puede advenir en el temor “pero ¿qué va a pensar él de mí?” o “¿qué va a pensar todo el mundo de mí?”. Así las mujeres proyectan en su pareja, o en “todo el mundo”, la voz de su propio superyó.

El goce femenino es solidario de una vivificación de la mujer, mientras que el goce del superyó conduce a la mortificación. El problema es que la gran mayoría de las mujeres se defiende del goce femenino porque el superyó, vertiente mortífera de este goce, tiende a infiltrarse fácilmente cuando se lo experimenta. En otras palabras, hay en las neurosis femeninas lo que Lacan denominó “estrago”, que corresponde exactamente a la infiltración de ese goce mortífero del superyó en el campo del goce femenino.

Hay relatos de mujeres en los que, si bien dicen de su experiencia en relación con el goce femenino, se trata de un goce femenino fuertemente infiltrado por el superyó y, como resultado, a la experimentación de un profundo éxtasis le sigue un estado de mortificación, culpa o devastación. Otros relatos de mujeres hablan de la experiencia de un estado avasallador poco común. Se trata de fenómenos que indican la entrada en la dimensión de la vertiente mortífera del goce del cuerpo. Así, una mujer no experimentaba ninguna sensación de libido con relación a sus actividades diarias: dar clases en la universidad, atender pacientes, ocuparse de su hijo. Su sensación era que ella no existía, era apenas un semblante de lo que intentaba demostrar para los otros, pues nada sentía en su cuerpo. Ella se sentía una cáscara vacía sin su ser. A la noche, cuando se desocupaba de sus quehaceres y se encontraba sola, experimentaba en su cuerpo la sensación de un horror tan profundo, tan terrorífico que sólo le advenía una significación: voy a morir. Así alternaba dos estados: un estado de ausencia de sí misma, también cuando estaba en contacto con sus parejas; y, cuando se encontraba sola, en contacto consigo misma, experimentaba todo su cuerpo tomado por una sensación de muerte. Este tipo de experiencia no es común: se trata de una travesía en el campo del goce mortificante, lo que generalmente resulta en un efecto de decisión subjetiva de salida del campo del estrago, operando una separación del goce femenino del goce mortificante al que estaba enganchado. Así, una mujer podrá usufructuar la experiencia del goce femenino extrayendo de allí una vivificación, además de pasar a tener condiciones subjetivas para no alojarse en el estrago.

“Sínthoma”

Lacan define el sínthoma (sinthome) como el modo singular de goce de cada uno. Se trata del goce del cuerpo, un goce sin ley que reside en el silencio, un goce esencialmente singular, privado, no transmisible ni compartido. En las neurosis, ese modo singular de goce se mantiene recubierto por la fantasía, al tiempo que es desvirtuado por las defensas, aunque manteniéndose como el eje que subsiste en lo real. Hablaré ahora de la mujer como sínthoma de otro cuerpo: la mujer como sínthoma del cuerpo del hombre. Pero, si ese goce es singular, ¿cómo una mujer podrá ser sínthoma del cuerpo de un hombre?

Cuando un hombre elige como pareja una mujer adecuada a sus condiciones de goce, esa mujer asume para este hombre la condición de funcionar como su sínthoma. Les traigo un ejemplo clínico. Un hombre, que tenía fuertes dificultades para asegurarse su virilidad, se casó con una mujer que le permitía sustentar frente a ella una posición viril. Sin embargo, restaba una cuestión inquietante: el temor de que ella deseara tener un hijo suyo, ya que él no se sentía en condiciones subjetivas para sustentar una paternidad. Cuando la conoció, ella ya tenía un hijo con quien él estableció una relación de compañerismo, satisfactoria para ambos pero que no correspondía exactamente a una posición de paternidad. El sólo pudo apaciguar el tormento relativo al temor de la paternidad cuando su mujer hizo una menopausia precoz, antes de los 40 años. ¿De qué modo esta mujer es sínthoma del cuerpo de este hombre? En la subjetividad de ella tiene que haber algo, ya que sólo después de conocerla pasó a experimentar una posición viril en el campo del sexo y el amor, y se decidió a casarse. Y ella respondió de modo efectivamente acogedor, al encarnar en su propio cuerpo la marca del sínthoma de él, cuando la menopausia precoz instituyó en su cuerpo el impedimento a la paternidad.

De este modo, ellos establecieron una pareja muy bien fijada, de tal manera que podríamos decir que, en este caso, hay una relación sexual, como dice Lacan en el Seminario 23: “Allí donde hay relación (sexual) es en la medida en que hay sinthome, esto es, en que el otro sexo es soportado por el sinthome. Me permito afirmar que el sinthome es precisamente el sexo al que no pertenezco, es decir, una mujer”.

En un texto más antiguo, «La dirección de la cura y los principios de su poder», Lacan mencionó el ejemplo clínico de un paciente suyo que había presentado una impotencia frente a su amante y entonces “le propone que se acueste con otro hombre a ver qué pasa”. Esa misma noche ella tiene un sueño e inmediatamente se lo cuenta a él: “Ella tiene un falo, siente su forma bajo su ropa, lo cual no le impide tener también una vagina, ni mucho menos desear que ese falo se meta allí”. Lacan agrega: “Nuestro paciente, al oír tal, recupera ipsofacto sus capacidades y lo demuestra brillantemente a su comadre”. El inconsciente de la mujer produjo un sueño que funcionó para el hombre como una interpretación analítica reasegurándole su virilidad. Lacan señala, en ella, “la concordancia con los deseos del paciente, pero más aún con los postulados inconscientes que mantiene”. Al formular esta concordancia entre la mujer y los postulados inconscientes de los deseos del hombre, Lacan anticipaba lo que posteriormente formuló como mujer sínthoma del hombre.

Casados con el superyó

Hay otros casos de pareja sinthomática en los que se verifica una prevalencia de goce superyoico en la fijación del lazo. Algunos hombres buscan análisis subyugados por las quejas proferidas por su mujer, al punto de presentarse como culpables de todas las cosas de las que son acusados: se presentan alienados en el discurso de su mujer, sintiéndose siempre en deuda con ella, una deuda eterna, inextinguible, frente a la cual sólo él encuentra una posibilidad: torturarse. Uno de estos hombres, cuando se dio cuenta de las artimañas de su mujer para hacerlo sentir siempre culpable, y conociendo algunos términos psicoanalíticos, dijo: “Ahora sé que me casé con mi superyó”, nombrando así la vertiente sinthomática que su mujer encarnaba; él mantenía la convicción de su culpabilidad a pesar de ofrecerle a su mujer amor, sexo, fidelidad, los hijos que ella quería y su trabajo desmedido para aumentar el patrimonio para uso de ella. Este ejemplo clínico da noción del usufructo que la mujer extraía de la posición de sínthoma del hombre. Aunque tal usufructo puede cuestionarse desde una perspectiva ética, es también evidente que la culpabilidad cultivada en él era la condición para que se mantuviera la pareja. No siempre las mujeres se dan cuenta de la importancia que ellas tienen para el hombre en la condición de sínthoma.

Las mujeres, en su propia neurosis, pueden terminar encerrándose en el campo de la devastación. En ese mismo Seminario 23, Lacan dice: “Si una mujer es un sinthome para todo hombre, queda absolutamente claro que hay necesidad de encontrar un otro nombre para lo que el hombre es para una mujer (…) Se puede decir que el hombre es para una mujer todo lo que les guste, a saber, una aflicción peor que un sinthome (…) Incluso es un estrago”. El estrago es el gran tormento femenino en las neurosis, y lleva a la mujer a sentir, pensar y actuar contra su propio deseo de ser feliz en el amor.

En el estado de enamoramiento el estrago podrá advenir bajo el modo de un temor a sufrir, a perder el amor, a ser engañada, desvalorizada, temores superyoicos inconscientes sobre la sexualidad femenina. El estrago acaba produciendo un estado tan aprensivo que la estrategia utilizada por algunas mujeres para apaciguar ese tormento acaba siendo una trampa peligrosa. Muchas veces piensan que, para no perder el amor de su pareja, lo mejor sería convertirse en la Mujer que él desea, respondiendo a las demandas de él, a sus exigencias, y entregarse a ese servilismo de modo incondicional, otorgando a la mortificación su vida, sus posesiones, su ser, su cuerpo y su existencia.

Recibí en mi consultorio una mujer que no entendía por qué no había continuado su carrera universitaria en dirección al doctorado. Se presentó como feliz en su matrimonio, diciendo que había compañerismo y que las decisiones sobre la vida de la pareja eran siempre tomadas democráticamente en diálogos amistosos. El análisis le permitió constatar que esa versión sobre su casamiento, en la cual ella había creído hasta entonces, era una gran mentira. A través de la subjetivación de elementos hasta entonces inconscientes descubrió que los muebles y la decoración de su casa, que había decidido en conjunto con su marido, no correspondían en nada a su gusto, sino exclusivamente al gusto de él. Advirtió que los diálogos que mantenía con su marido eran sólo oportunidades para descubrir lo que él quería a fin de decidir conforme al deseo que ella suponía ser de él. Se dio cuenta de que no había hecho el doctorado para que su marido no se sintiera avergonzado con su propia carrera profesional, que ella consideraba mediocre. También se dio cuenta de que había engordado mucho para no sentirse bonita, intentando evitar el riesgo de desear y ser deseada por otros hombres. Un síntoma que la atormentaba y que había sido motivo de la demanda de análisis –despertaba en la madrugada sintiendo que estaba muriendo– mudó radicalmente: percibió que las reacciones corporales que experimentaba como preanuncio de muerte correspondían a intensos orgasmos, vividos en los sueños. Comenzó así a distanciarse del impulso de entregarse ciegamente a las demandas de su pareja, admitiendo para sí misma sus sueños y deseos olvidados, avanzando en la dirección de vivificar su cuerpo de mujer, antes mortificado por la devastación.

* Texto extraído del trabajo “Mujer, sínthoma del hombre”, que puede leerse completo en Virtualia, revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana, Nº 28, julio de 2014, Virtualia

Fuente: Página 12

 

Encuentro y silencio

Por Jorge Forbes

El mejor relato de un análisis con Jacques Lacan fue hecho por Pierre Rey. Se llama «Una temporada con Lacan«, una temporada que duró diez años. Pierre Rey era periodista y escritor. Nació en el sur de Francia, en 1930, y murió en julio de 2006, a los setenta y seis años de edad, de cáncer, en París. Quien no lo conoce, tal vez se acuerde de un film famoso sobre Onassis, interpretado por Anthony Quinn y Jacqueline Bisset -«El magnate griego» de 1978-, film que fue inspirado en uno de sus mayores éxitos literarios: El griego.

Desde que leí su libro sobre Lacan, en 1989, cuando fue lanzado, quedé con curiosidad de conocer a su autor, y, al mismo tiempo, a su personaje. Eso finalmente ocurrió por azar. Yo almorzaba un día en París con un amigo, Antoine Gallimard, editor de Rey, cuando nos encontramos y fuimos presentados. Mi interés por conversar con él era comprensible, no tanto lo opuesto; quizás fue el hecho de encontrarse con un brasilero que había ido a Francia a formarse en la Escuela de su analista, que era amigo de su editor, no sé, el hecho es que la conversación se lanzó fácilmente y desde aquél día nos volvimos progresivamente grandes amigos a pesar, también, de la diferencia de edad y de las experiencias de vida, lo que nunca, sin embargo, fue resaltado en nuestras innumerables conversaciones. Como dice François Leguil, un amigo psicoanalista que presenté a Pierre, lo mágico de conversar con él consistía en que en poco tiempo él te hacía sentir la persona más interesante del mundo. Todos sabían que sus amigos más próximos eran Picasso, Dalí, Anouk Aimée, Michel Legrand, y por ahí seguía la lista. Hacer parte de esa serie, decía Leguil, aún sólo por un momento, no dejaba de ser bueno. La generosidad afectiva de Pierre Rey era increíble. Él era una lección de amistad.
Ya desde 2004 se notaba una caída física impresionante en Pierre que, a pesar de la edad y contrariando los hábitos sedentarios de los escritores, era un deportista aplicado, lo que le confería un aire más joven y una disposición envidiable. Preguntado, él siempre negaba cualquier enfermedad, disfrazando siempre que podía su dificultad para comer con las disculpas más diversas.
Fue cerca de junio de 2006, la última vez que vi a mi amigo. Estaba hacía una semana en París, y no conseguía encontrarlo; cada vez, surgía un impedimento de última hora. Finalmente, yendo al aeropuerto a tomar el avión de vuelta para Sao Paulo, manejando un auto alquilado, consigo hablarle al teléfono. Su voz susurrante mal me dejó entender la terrible frase: «Je souffre». De pronto le dije: «Ah, ¡no! Voy a sentir tu falta», a lo que él contestó bien a su estilo: «Y yo ya estoy sintiendo la tuya.»
Ahí, le pedí que esperase al menos hasta agosto, cuando yo debería volver, para vernos. Él me respondió que no se iba a dar. Le dije, entonces, que iría a verlo en aquél momento, aún estando a un kilómetro del aeropuerto -era su preocupación -y arriesgando perder el vuelo. Di media vuelta. Él me dijo: «no hagas esa locura». Yo: «Ya la hice». Él, riendo: «Yo habría hecho lo mismo. Sin duda, lo mismo».
Dejé el auto en doble fila en el medio de la Rue du Faubourg Saint Honoré, donde él vivía, y subí corriendo hasta su departamento en la punta del edificio. Me atendió su mujer, que me hizo entrar inmediatamente en su cuarto. Encontré una sombra de lo que él había sido. Hablamos poco -era para él un esfuerzo enorme hablar nos restringimos a las amenidades, futuros no vividos, poco del pasado, nada de la enfermedad, o casi nada para ser más exacto, a no ser de lo incómodo que se sentía en estar en aquélla posición.
Nos despedimos comedidamente, sin mayores expresiones afectivas. Cuando yo ya llegaba al ascensor, lo oigo, con gran esfuerzo, llamarme. Vuelvo y él me pide: «Jorge, como sos un buen psicoanalista (él fue muy gentil con eso), ayudame a interpretar un sueño. En estas últimas tres noches tuve tres sueños importantes. Primero, soñé que corría la maratón. Fue fácil para mí comprenderlo, al final, habiendo hecho gimnasia la vida entera, es normal que yo sueñe en correr una maratón, lejos de la inmovilidad a la que fui reducido. Segundo, ayer, soñé que estaba en un enorme banquete. También es fácil de entender para quien adoraba comer y que fui reducido a estos tubos.»
Yo oía todo con atención, sin decir ninguna palabra. «Ahora, hoy, tuve un tercer sueño que no consigo entender y, además, a diferencia de los otros, me angustió. Yo soñé que estaba en este cuarto y tenía ratas por todas partes, en las paredes, en el techo, debajo de la cama, en la cama». Preocupado, le pregunté en francés, lengua con la que siempre nos comunicábamos: -¿Dijiste ratas? -«Sí», me respondió, des rats (en francés), rats (en inglés), rats par tout«. Respiré hondo y le respondí: «Pierre, ese sueño es tan fácil de ser comprendido como los otros, los rats aluden al Rat Pack, que andan queriendo compañía.» Yo apostaba que Pierre habiendo vivido en Los Ángeles, y siempre en el medio artístico, no podría dejar de saber que Rat Pack es como se intitulaban los amigos Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., y algunos pocos más. Ese inolvidable grupo de talentosos granujas que descolló en Las Vegas y cuyo recuerdo y estampa aún puede verse en celuloide. Pierre cayó en una cómica carcajada, dentro de lo posible, y me dijo: «Yo sabía que vos eras un gran analista y que ibas a entender mi sueño.» Nos despedimos, salí corriendo, tomé el avión.
Un mes después llama el teléfono en mi casa, era el hijo de Pierre, Stéphane, que me dice: «Estoy llamándolo para comunicarle en primer lugar, a pedido de mi padre, que él acaba de morir. Él me pidió que le diga que fue a encontrarse con el Rat Pack. ¿Usted entiende qué rayos él quiso decir con eso?, porque nosotros no entendemos de qué se trata.»
Respondí con media sonrisa de tristeza: «Entiendo».

(2010)


Rat Pack


Fuente (original en portugués): Jorge Forbes
Fuente: Página 12

Ansiolíticos

Ansiolíticos: por qué se toman tanto (y deberían tomarse menos)

Enric Berenguer

Las personas, en todas las épocas y en todas las culturas, han tomado substancias que tienen efectos sobre cómo se sienten. Para “sentirse mejor” o en algunos a1casos experimentar sensaciones novedosas. Alcohol, café, tabaco, etcétera, demuestran lo que es una tendencia muy arraigada: conseguir por la vía rápida esos efectos actuando directamente sobre el cuerpo, en vez de conseguirlos tomando la vida como un conjunto.

No es un problema si se trata de divertirse o estar algo más despierto. Sí lo es cuando se convierte en un sistema de vida, basado en ignorar que los estados de ánimo son efectos de nuestra mayor o menor satisfacción vital, de causas más profundas para estar contento o tranquilo.

Así, cuando la medicina moderna descubrió drogas particularmente eficaces para regular ciertos estados de ánimo, por un lado consiguió una importante contribución al tratamiento de algunos trastornos, en los que esos estados resultan difíciles de controlar y afectan de un modo importante a la capacidad de la persona para hacerles frente, incluso para poder seguir con su vida y actividades. Pero, por otro lado, abrió toda una serie de posibilidades para el mal uso de esos remedios.

Alguna cuenta pendiente

El problema de pastillas como los ansiolíticos es precisamente que son eficaces y consiguen, a menudo, eliminar las sensaciones desagradables que acompañan a la angustia. Y eso, que en principio está muy bien, tiene sus inconvenientes.

Character por AshleyPrix
Character por AshleyPrix

En primer lugar, porque, como dijo Freud, la angustia es una señal, y como tal nos indica que hay alguna cuenta pendiente con nosotros mismos, con una situación vital o decisiones que esperan. Como señal que es, debe ser escuchada y atendida. Ya sólo por este motivo, los ansiolíticos no deberían ser nunca tomados como la solución única y completa a un problema, sino como un apoyo para afrontarlo, recurriendo a quienes nos puedan ayudar a hacerlo consciente y entenderlo mejor.

En segundo lugar, porque acostumbrarse a combatir la angustia sólo con pastillas hace que los recursos propios de la persona para enfrentarse a ella se debiliten (de la misma forma que quien se habitúa a los somníferos acaba perdiendo la capacidad natural para dormirse). Y eso produce una gran dependencia psicológica, además de la física – que también existe y es por sí misma peligrosa.

Pero lo que por nuestra parte destacaremos es que, al abusar de esa muleta para ir por la existencia, la persona, sin darse cuenta, puede volverse cada vez más cobarde, renunciando ya de antemano a enfrentarse a los retos de la vida sin una ayuda química. Este es el otro motivo por el que los ansiolíticos nunca deben tomarse confundiéndolos con una panacea y sin contar con el apoyo de un tratamiento que ayude a desarrollar las propias formas de sobreponerse a la angustia, que es un sentimiento existencial aunque sus manifestaciones sean en buena parte corporales.

Hay que escuchar el mensaje que la angustia contiene, no acallarlo del todo.

(2016)

Fuente: La Vanguardia